Por una habitación-3-

Rescatando a la perra.

Cuando abandonó el piso de aquellos chicos, presa de un ataque de rabia, comenzaba a llover. El cielo parecía haber estallado por fin sobre la calle oscura, sucia, lanzando contra la acera goterones como piedras sin ninguna piedad.

Esther salió escopetada del portal y comenzó a caminar rápidamente hacia ninguna parte; el hecho era que no tenía adónde ir. Juró y perjuró, blasfemó e insultó a medio mundo dentro de su mente, mientras su gabardina beige se le pegaba al cuerpo y el pelo le caía a chorretones por la cara.

—¡Hijos de puta!—exclamaba en voz baja, sin dejar de caminar en dirección contraria al edificio, sin rumbo—¡Hijos de puta! ¿Pero qué se han creído?

La cara le ardía en contacto con las frías gotas. Poco a poco sintió las lágrimas agolpándose en sus ojos, confundiéndose con el torrente de lluvia, emborronándole la vista de la calle mojada ante sí. Se sentía idiota por haberse ilusionado con aquello, aunque hubiera ido allí sin tenerlas todas consigo. En el fondo de su ser había albergado una pequeña chispa, una llama de esperanza, pero estaba claro que había hecho mal dejándose guiar por ella, muy mal.

“Demonios, Esther, todo tiene un precio” le susurró de pronto una voz interior.

“Pero hay precios que no estoy dispuesta a pagar”, se rebeló ella, gruñendo entre dientes a un interlocutor imaginario.

No. Ni de coña podría aceptar algo así. Vergüenza le daba pensar que en un primer momento había sentido curiosidad, algo parecido al morbo. Inti le había gustado desde el principio, o por lo menos le había llamado la atención, aunque se daba cuenta de que era muy distinto a los hombres con los que se había topado ella habitualmente. Jen también le había gustado… físicamente, claro, porque no había visto mucho más… aunque había algo en su mirada que era bueno, o al menos eso quería pensar. Pero Alex... no podía negar que era atractivo, eso sí; sin embargo su forma de hablar y de dirigirse a ella (ese “niña” le había picado en lo más hondo), su manera de hablar de ella como si no estuviera ahí, sin mirarla, señalándola como a un objeto cualquiera, riéndose a mandíbula batiente sin cortarse un pelo… la habían sacado definitivamente de quicio. Aunque la verdad era que él había sido el único que, de mejor o peor manera, había llamado las cosas por su nombre.

Una puta, nada menos, querían que fuera. Una zorra, su zorra, la zorra de ellos para usarla a su antojo. Pero hasta dónde podían llegar, cómo se atrevían. Ella no era ninguna puta; le encantaba el sexo, claro que sí, pero solo con quien ella quería, como y cuando le apetecía.

Como en todo lo demás, en sus relaciones funcionaba a base de caprichos. Nunca se había parado a pensar, a lo largo de su vida, que había destrozado más de un corazón en su camino eterno en pos del placer; nunca lo imaginaría.

Se paró de pronto, confusa, en mitad de la acera de una calle que no conocía. Miró alrededor en busca de una boca de metro pero no la encontró. Solo farolas que parpadeaban bajo la lluvia, como siniestras sombrillas negras, y el rótulo mal iluminado de una cafetería a pocos metros de donde se hallaba.

Rebuscó en sus bolsillos con los dedos empapados, acolchados y enrojecidos por el frío. Poca cosa encontró en ellos, por desgracia: dos monedas de un euro, una de cincuenta céntimos y una pequeña piedra caliza. ¿Cómo coño había ido a parar una piedra al bolsillo de su gabardina?, se preguntó anonadada.

Se secó las lágrimas con rabia y echó a andar hacia la cafetería. Al menos allí podría ponerse a cubierto y esperar a que cesara el chaparrón, para proseguir después su camino a ningún sitio.

Odiaba presentar un aspecto desangelado –y lo tenía: mojada hasta el tuétano y llorosa como un perro abandonado, con la ropa empapada y la desesperación pintada en la cara-pero aun así penetró en el establecimiento, encogida, sin apenas hacer ruido.

Rehuyendo las miradas de quienes pudieran alzar la vista hacia ella, se deslizó hasta una mesita en una esquina, apartada, junto a la ventana. Se desplomó sobre la silla y escondió la cabeza entre las manos. La lluvia tamborileaba fuerte contra los cristales, resbalando las gotas como lágrimas sobre el cristal. ¿Qué podía hacer ahora? ¿Qué demonios podía hacer?

Se apartó las manos de la cara para responder a la camarera que se había acercado.

—Un café, por favor—le dijo casi en tono de súplica. Al fin y al cabo, tenía que tomar algo. Se dijo que ese café sería, probablemente, el último que iba a poder tomarse en mucho tiempo. No quiso pensar en aquello.

Fuera, al otro lado de la ventana, un vehículo estacionó frente a la cafetería. A Esther le deslumbró la luz de sus faros y el reflejo en la negra carrocería, de modo que apartó los ojos sin poder ver quién descendía de aquel coche. Si lo hubiera visto, probablemente se hubiera ido a esconder al baño, se hubiera metido debajo de la mesa o hubiera salido simplemente de allí.

La puerta de la cafetería se abrió y poco después se cerró con un chasquido, cuando la silueta calada con un impermeable marrón hubo entrado en el establecimiento. Esther advirtió movimiento a su izquierda, y casi de inmediato sintió el ruido de unos pasos que se acercaban sobre las baldosas mojadas. Súbitamente, levantó la cabeza y lo que vio la dejó helada. Frente a ella, mostrando una sonrisa franca y una mirada que hasta cierto punto podría ser de preocupación, estaba Jen.

—Hola…—saludó él en voz baja, tímidamente.

Ella retrocedió un poco sobre la silla. No le quedaban fuerzas para discutir, después deaquella llorera.

—hola—…murmuró sin apenas despegar los labios.

—Qué sorpresa encontrarte aquí—dijo él—vine a comprar tabaco…

Señaló con una inclinación de cabeza la máquina expendedora que había a pocos metros de la mesa, contra la pared.

Esther asintió levemente. Ella también fumaba. De hecho se moría por un maldito cigarro, pero no tenía dinero para comprarlo ni arrestos para pedirlo.

—Bueno…—dijo Jen—voy a sacarlo…

Se alejó despacio hacia la máquina. Esther observó sus movimientos, pausados, tranquilos. No sabía qué había en ese chico, pero, aunque se revolvía contra ello, algo en él le hacía sentirse mejor. Era como si… como si su presencia la calmara, en cierto modo. En el piso, hacía un escaso periodo de tiempo, había sido el desabrido de Alex el que la había sacado de sus casillas, aparte de todo lo propuesto. Sin embargo, Jen, por descabellada que fuera la “oferta”, había tratado de plantearla con sosiego y educadamente, al menos.

—¿Te importa que me siente contigo un minuto?

Se había vuelto a acercar. Tímido pero no obstante seguro de sí mismo, al parecer.

Esther murmuró algo ininteligible y le señaló la silla vacía que había frente a ella, también junto a la ventana.

—Gracias…—murmuró Jen, y se acomodó dejando sobre la mesa un paquete de Lucky Strike y un mechero.

—Yo también fumaba Luky…—se le escapó a Esther. Miraba el paquete como si fuera una golosina.

Jen se dio cuenta y dejó escapar una leve risa.

—¿Fumabas?—inquirió—¿lo dejaste?

—Qué remedio—replicó ella—no tengo dinero…

Él sonrió y le acercó el paquete de tabaco.

—Si es por eso, no te cortes—le dijo—coge uno, anda.

Esther miró el paquete medio abierto, indecisa, durante unos segundos, pero finalmente no pudo resistirse. Alargó la mano, nerviosa, tiró de uno de los cigarros y lo sacó de la caja.

—Gracias…—musitó sin mirarle.

—De nada, por favor—repuso él, mientras le acercaba la llama del mechero para que lo encendiera.

Ella aspiró y lanzó al aire una voluta de humo. Cerró los ojos, con una expresión entre la paz y el alivio, cuando sintió en la lengua el añorado sabor de la primera calada.

—Gracias, de verdad—reiteró—realmente lo necesitaba…

—¿Cómo has llegado a esta situación?—inquirió Jen con suavidad, jugando con el mechero entre los dedos. Tenía dedos rápidos, dedos largos de mago, pensó Esther—¿no tienes a nadie que te ayude?

Esther reprimió un sollozo. No estaba preparada para una pregunta tan directa, y no quería contestarla, pero se sentía en deuda con Jen en cierto modo. En deuda por un cigarro, tenía gracia.

—No…—repuso—en este momento no tengo a nadie, no. Tengo casa… la casa de mis padres—sorbió fuerte por la nariz—pero no quiero volver allí…

La tormenta arreció al otro lado del cristal; los árboles se combaban bajo el viento, sacudiendo contra la ventana sus ramas desnudas de hojas.

—¿Por qué no quieres volver?—murmuró él.

Esther movió la cabeza, crispó la boca en un mohín y cerró los ojos.

—No quiero hablar de eso—musitó—por favor, es de noche, estoy cansada, mojada… no preguntes.

Jen sonrió levemente. Extendió el brazo y acarició el dorso de la mano de Esther.

—Estás helada de frío…--musitó, apretándole los nudillos bajo la palma de su mano—deberías quitarte ese abrigo mojado…

Esther le miró entonces con una expresión extraña.

—Puedes ponerte el mío— dijo él, señalando su impermeable—está casi seco, sólo le han caído unas gotas cuando he bajado del coche…

Despacio, sin dejar de mirarle a los ojos, ella se quitó la gabardina empapada y la colgó detrás, en el respaldo de la silla. Jen se inclinó hacia delante y le puso su abrigo por los hombros, a modo de capa. Esther sonrió quedamente y enrojeció al notar el peso de la prenda.

—Gracias…--murmuró—eres muy amable…

—No es nada—repuso él—es de lo poco que puedo hacer por ti.

Le acarició de pronto la mejilla con la palma de la mano, con la suavidad de quien acaricia un perro perdido. Esther cerró de nuevo los ojos y se frotó imperceptiblemente contra la dulzura de aquella caricia. La mano de Jen se sentía caliente sobre su rostro frío, mojado de lágrimas y lluvia.

—A menos que… pueda hacer algo más—añadió él, rozándole el lóbulo de la oreja con la punta del dedo.

Ella abrió los ojos de par en par.

—¿A qué te refieres?—preguntó.

Él le devolvió la mirada de frente, con calma.

—Tú dirás—respondió—Si puedo hacer algo más por ti, no tienes más que pedírmelo…

Pareció que ella relajaba un poco su cara de susto. Y pareció también como si estuviera tentada de decir algo, pero en el último momento cerró la boca, contrayendo los labios con fuerza hasta que palidecieron.

—Igual te parece esto una falta de respeto--dijo Jen—y discúlpame por adelantado, pero… si necesitas dinero, podría prestarte algo, al menos para salir del paso. También podrías pasar esta noche en casa; no te preocupes, olvídalo todo, no te pasará nada. Simplemente pasarás la noche allí, comerás algo y dormirás a cubierto. No quiero que te quedes en la calle, Esther, por favor. Pronto cerrarán esto.

Faltaban unos veinte minutos para las doce de la noche. La camarera mordía un bolígrafo, impaciente, revisando cuentas tras la barra de la cafetería.

Esther apretó aún más los labios y levantó la vista, conteniendo las lágrimas. Se sentía fatigada, sin fuerzas, terriblemente deprimida. Y ese chico, ese que apoyaba la moción de emputecerla, parecía ser el único capaz de escucharla, comprenderla y ayudarla en aquel callejón sin salida. Qué espanto.

Era una niña débil, mimada, arruinada. A lo largo de su vida, sobre todo durante su infancia, le habían dado muchas cosas inútiles y pocas cosas importantes para sobrevivir. No le habían enseñado nada realmente funcional de cara a relacionarse con otras personas, ni la habían escuchado apenas. No le habían dado ejemplo tampoco ni referencia en la que fijarse: su padre, alcohólico, ocasionalmente violento, ocasionalmente loco; su madre, deslumbrada por el mundo material, inconsciente en todo momento de que tenía una hija.

No tenía recursos útiles porque, simplemente, no los había podido aprender. Se había agarrado a las soluciones prácticas que hacían que su limitado mundo particular fuese mejor. Su vida giraba en torno a cosas que no tenían ninguna relevancia, salvo para ella y para su madre, y adolecía de la falta del alimento esencial para sentirse tranquila y feliz, alimento que ni siquiera sabía que existía. De alguna manera, había sido una niña “mal tratada”, mal criada; y probablemente hasta ese momento seguía siendo una niña, una niña que aún acusaba todas aquellas carencias aunque de manera enrarecida, resabiada por el paso del tiempo.

Por eso solía manipular a otros. Era la única forma que conocía de acercarse a las personas: intentar controlarlas, llevarlas a su terreno, “comérselas”. De hecho, como no era capaz normalmente de ver mucho más allá de los objetos, utilizaba a los demás para conseguir cosas; no los arrastraba hacia ella por sentimientos, sino para lograr “algo”, un objetivo inmediato, un objeto o una sensación que tapara algún agujero momentáneamente. No era muy consciente de que hacía eso, ni de que aquello le provocaba a larga más insatisfacción: sólo un nuevo objeto tras la dilución del anterior cerraba el círculo y volvía a abrir uno nuevo. Tampoco era consciente, en absoluto, de que pasaba por la vida sin ver realmente a ninguna otra persona; ¿es que acaso existía alguien más allá de ella y sus intereses o sentimientos? A pesar de su edad, del tiempo vivido a sus espaldas, mantenía una gruesa capa de cemento entre ella y el mundo: una barrera insensible, una frontera que le impedía sentir la realidad de otros.

Cuando saltaba alguna chispa entre ella y otro ser humano, una chispa de la naturaleza que fuera, sentía algo parecido a una colisión en una pista de coches de choque. Una sacudida imprevista, completamente física: ”¡Bum!”

En aquel momento de su vida, montada ya la guerra con sus padres, sintiendo que la convivencia con ellos era insoportable, su objetivo -poco realista, como todos-era lograr un nuevo hogar de la manera más fácil y con el mínimo esfuerzo. Por eso había tenido los cojones de buscar piso sin nada en el bolsillo, porque en el fondo de su ser se consideraba guapa, mejor que los demás, deslumbrante…(lo era, ¿verdad? y se trataba de lo más importante, eso); ella no necesitaba pagar, no como el resto de los mortales.

—No –negó con la cabeza, obstinada—no quiero ir a vuestro piso, Jen.

Él asintió con la cabeza.

—Lo entiendo—le dijo—buscaremos un hotel, entonces. Ya sé que no te solucionará mucho pero… al menos dormirás a cubierto esta noche. Está jarreando.

Aquella fue la baza definitiva, quizás. Algo que descolocó a Esther lo suficiente como para no seguir a la defensiva.

—Vamos, tengo el coche fuera—le dijo él, alentándola, levantándose de la silla—te invito al café… buscaremos una pensión cerca de aquí, hay varias en esta manzana.

Poco después, Jen entraba con Esther en el portal de su edificio. Le rodeaba los hombros con un brazo y ella le tenía cogido por la cintura, apretándose contra su enjuto cuerpo bajo ese impermeable que le quedaba enorme.

—Por favor, Jen…—le dijo, cuando entraron juntos al ascensor—no dejes que me hagan nada, por favor…

Él puso las manos sobre los hombros de ella y la obligó a mirarle de frente.

— Esther, nadie te va a hacer nada. Ahí arriba hay dos tíos normales y corrientes, dos idiotas, no dos monstruos violadores—le acarició la mejilla—tranquila. De verdad.

Ella asintió y aflojó su cuerpo, casi dejándose caer de lado sobre él, dejándose llevar completamente como una res al matadero.

—Joder...—se oyó la voz de Alex, carcajeándose, cuando Jen hizo girar la llave en la cerradura—¿Has ido a comprar tabaco a la calle de atrás o la puta plantación?

Esther, al oírle, se detuvo en seco a mitad de camino.

—Entra, no te preocupes—murmuró Jen—pasa…

La chica avanzó con paso inseguro hacia el pequeño vestíbulo. Jen cerró la puerta tras ella con suavidad y le indicó que le siguiera hasta el salón. Se oía el sonido de la televisión y se veían las luces pulsantes del aparato a través de la puerta abierta. En efecto, al entrar en la habitación, Esther pudo comprobar que sombras y siluetas danzaban en la pared, bajo el resplandor palpitante del aparato que recreaba un remake de “La Guerra de los Mundos” (eso al menos podía leerse en la carátula abierta que reposaba sobre la mesita).

Repanchingado en el sillón que había frente a la tele, como si de un rey se tratara, con los pies apoyados encima de la mesa y luciendo unos calcetines rojos de montañero dignos de fotografiar, estaba Alex. La cara que se le quedó cuando se giró y vio a Jen con Esther de la mano en el umbral, también fue digna de fotografiar.

—Pero bueno—dijo anonadado—qué pedazo de cabrón… ¿cómo lo has hecho?

Jen negó con la cabeza.

—No he hecho nada. La he invitado a pasar la noche, nada más.

Alex miró alternativamente a Esther y a Jen, sin entender.

—Bueno—dijo al fin, encogiéndose de hombros—pues ponte cómoda, Esther, estás en tu casa, supongo…

Y se echó a reír, encontrando al parecer muy divertido aquel juego de palabras.

Ella agachó la cabeza, algo violentada por la carcajada de Alex.

—¿Quieres darte una ducha o un baño caliente y ponerte cómoda?—le dijo Jen en voz baja.

Esther tiritaba de frio, con las ropas empapadas bajo el abrigo.

—Yo… no quiero molestar…—murmuró.

—No es ninguna molestia—replicó él, tirando de ella suavemente hacia el cuarto de baño—si no te quitas esto pronto te vas a resfriar… te buscaré algo mío para que te pongas, mientras se seca tu ropa, ¿te parece bien?

Abrumada por tanta generosidad, la niña tonta asintió.

—Muchas gracias, de verdad… ¿cómo puedo pagarte esto?

Jen se rió.

—Me encanta que me hagas esa pregunta—repuso, y sin más se alejó por el pasillo— tienes gel y toallas limpias en el armario del baño—le dijo mientras caminaba derecho a su habitación—usa todo lo que necesites.

Esther entró en el cuarto de baño y cerró la puerta. Comprobó con alivio que había un pequeño cerrojo y se apresuró a correrlo, con la idea de tener un reducto de verdadera intimidad en aquella casa. Pensar que estaba allí le resultaba acogedor y amenazante a la vez. Era difícil soportar ese caos; el corazón le latía rápido, las ideas se le embotaban en el cerebro y le parecía que estaba al borde del llanto a cada momento. No sabía qué pensar. Y qué frío tenía.

Movida por esto último y renunciando a su vergüenza, colocó el tapón en el desagüe de la bañera y abrió el grifo del agua caliente. Metió los dedos debajo del chorro y pronto sintió la lamida cálida del agua desentumeciéndole los huesos. Rebuscó por la pequeña estantería que había sobre la bañera, bajo un toallero alto, y encontró un bote familiar de gel de color verde claro. El bote estaba a la mitad, mal cerrado y se derramaban gruesos chorretones verdes más allá de la rosca, tapando las hermosas letras doradas. “Hombres” se le escapó inmediatamente, en voz alta. Se mordió el labio acto seguido.

Vertió unas gotas del denso líquido verde en el agua, para hacer espuma; esperó a que labañera se llenara y entonces cerró los grifos e introdujo la punta del pie. Deliciosa. Pocoa poco, con cuidado, se sumergió en aquel oasis caliente que olía a jabón.

Creyó vislumbrar algunos pelos de dudosa procedencia flotando entre la espuma, perono le importó. Removió los brazos y las piernas y apoyó la espalda en la superficie esmaltada, dejando descansar la fatigada cabeza sobre una pequeña toalla enrollada a modo de almohada. Respiró hondo los vapores jabonosos y se relajó. Las piernas le pesaban, era como si algo tirara de detrás de sus rodillas hacia abajo, hacia el fondo de la bañera.

Con el rumor del agua saliendo a borbotones, no había escuchado la voz de Inti preguntándole a Jen quién diablos estaba en el cuarto de baño. Y tampoco había oído la respuesta de este último. Menos mal.

Casi se queda dormida dentro del agua, acariciada por las suaves olas calientes. Abrió los ojos al recordar de súbito dónde estaba, se incorporó como pudo y se secó la cara con la toalla que le había hecho las veces de improvisada almohada.

Ya no sentía frío, al contrario. Un calor denso se abría paso dentro de sus venas, latiendo desde sus empeines hasta sus sienes. Apoyando las manos en los laterales de labañera, se puso en pie y salió del agua, envolviéndose como una croqueta en una enorme toalla roja. No había buscado en el armario como le había dicho Jen, sino que había cogido del toallero la que tenía más a mano. Una vez se la puso reparó en que tenía olor, el olor de la piel limpia de la persona que habitualmente la utilizaba. Se preguntó quién sería, quién de los tres.

Quitó el tapón de la bañera y las tuberías protestaron al tragarse la primera bocanada de agua.

—Esther…

Unos golpes quedos sonaron en la puerta al tiempo que se escuchaba la voz de Jen.

—Ahora salgo… --respondió ella, con prontitud.

—Si me abres la puerta, te paso una camiseta y unos pantalones—dijo Jen al otro lado.

Se escuchó el chirriar del cerrojo y poco después la puerta se abrió una pequeña ranura.

—Eso es…

Jen le tendió la ropa y ella la cogió.

—Seguramente te quedará grande, pero no tengo otra cosa…

Ella se lo agradeció azorada, y cerró de nuevo la puerta para vestirse.

Colocó la toalla en su sitio y salió del cuarto de baño, enfundada en una camiseta dos tallas más grandes y en unos gruesos pantalones de chándal. La camiseta tenía un dibujo de un tío fumándose un porro en alguna playa del caribe, subido en una tabla de surf. Bajo la tabla podía leerse, en grandes letras fosforescentes: “Can we talk?” No tenían otra camiseta más horrorosa para prestarle, al parecer; pero como se suele decir, “a caballo regalado no se le mira el diente”.

Al otro lado de la puerta, apoyado contra la pared, estaba Jen esperándola. También él se había cambiado de ropa: ahora vestía una camiseta negra con algún dibujo indescifrable de puro desgastado, y unos pantalones del mismo color que caían hasta sus tobillos. Esther le miró -involuntariamente, ¡ojo!-el paquete, y le dio la impresión de que estaba un poco “suelto”, abultado en toda su plenitud dentro de aquellos pantalones, como si Jen no llevara ropa interior. Avergonzada por su propio descaro, tan pronto como pudo apartó la vista de allí.

—Pues sí, te queda un poco grande…—observó él—pero lo importante es que estés cómoda… ¿lo estás?

—Sí, claro—respondió ella.

Cómoda no, lo siguiente. Estaba tan a gusto dentro de aquella ropa amplia y calentita, después del baño, que los párpados empezaban a pesarle.

Jen sonrió.

—Bien… deberías comer algo, tendrás hambre, no has cenado.

Esther negó con la cabeza.

—No te preocupes, Jen, está bien así, ya has hecho bastante…

—No, en serio, ven—le dijo él, echando a andar hacia la cocina—Inti ha hecho espaguetis esta noche, y los hace de muerte, con tomate y aceitunas…

A ella se le hizo la boca agua, ¿cuántas horas llevaba sin probar bocado? Le siguió hasta la cocina, vencida por el rugido de su estómago.

En la cocina se hallaba Inti, trasteando con un montón de platos que había sacado del lavavajillas. Cuando les sintió en la puerta, se volvió sujetando una gran fuente de loza que resplandecía bajo el tubo fluorescente de la cocina. La verdad que, ahí plantado de esa guisa, le faltaba el delantal.

—Hola—le dijo a Esther, esbozando lo que pretendía ser una sonrisa.

—Hola…—respondió esta, deseando que la tierra se abriera bajo sus pies y se la tragase.

—Han sobrado espaguetis, ¿verdad?—le preguntó Jen a Inti, entrando en la cocina.

El aludido asintió.

--Sí, hice demasiados—respondió, girándose hacia Esther—he guardado en la nevera lo que ha quedado.

Jen abrió el frigorífico. No tuvo que rebuscar demasiado para localizar el plato hondo cubierto con papel de aluminio que su compañero había colocado allí.

—Estupendo—murmuró, retirando el aluminio y metiendo el plato en el microondas—ya verás, Esther, no has probado unos espaguetis como estos en tu vida…

—Exagerado—Inti le propinó un empujón y se inclinó para terminar de recoger y guardar los cacharros.

—Siéntate, vamos…—sonrió Jen a la muchacha—no seas tímida…

Ella trató de sonreír y apartó una silla para sentarse frente a la mesa. Minutos después, Jen colocó delante de ella un plato a rebosar de espaguetis con tomate y queso, humeante. El olor que emanaba era delicioso, a albahaca y orégano. A Esther le sonaron las tripas por segunda vez.

—Vaya, sí que tienes hambre—comentó Jen, sentándose cerca.

—Muchas gracias…--musitó la chica. Y sin más dilación se lanzó a comer.

Ambos chicos la miraban; Jen desde la silla, con los codos sobre la mesa, aparentemente relajado, Inti con un gesto ligeramente inquisitivo, de pie apoyado en la encimera de la cocina.

—Pareces una niña de la postguerra…—comentó éste entre dientes—hay que ver qué saque…

Como no podía ser de otra manera, segundos después Alex apareció en la entrada de la cocina.

—No me entero de nada—concluyó desde la puerta, tras contemplar la escena durante unos segundos. Con aquellos calcetines rojos, el pelo alborotado como una especie de cresta sobre la frente y los pantalones rasgados por las rodillas, tenía una pinta como poco extraña. Su gesto era de estupefacción total—¿qué coño está pasando?

—Anda, mira, la bella durmiente—sonrió Jen doblándose para mirarle desde la silla—te hacía dormido viendo “El Planeta de los Simios”…

A Esther le dio la impresión de que la comida se volvía impracticable dentro de su boca. Al oír a Alex tan cerca, casi a su lado en la misma puerta de la cocina, dejó de masticar y fijó la vista en la superficie de la mesa.

—Era “La Guerra de los Mundos”—corrigió Alex—pero da igual.

—Alguien podría hacer un remake de la vida en esta casa que se llamara “La Guerra de los simios...”

—Lo que tú digas—le dijo Alex a Jen, mirándole de soslayo—pero a ver… ¿qué pasa con ella?—señaló a Esther apuntándola con la barbilla. Como siempre, se refería a ella como si no estuviera allí, como si no pudiera explicarse por sí misma o su opinión no contara en absoluto.

Ella seguía terriblemente tensa, los labios pegados y la boca llena, incapaz de mover el bolo de comida que parecía haber adquirido la consistencia de la goma arábiga.

—Pues nada, qué va a pasar…--Inti rió levantando las palmas de las manos—se ha quedado a cenar, ¿no lo ves?

—Sí, lo veo… --repuso Alex—y tanto… joder, qué manera de comer. Ahora me explico de donde viene ese culazo—añadió, taladrando a Esther con sus ojos verdes, lanzándole una dentellada profunda a su enorme ego.

La chica le enfrentó la mirada con furia. Hizo un esfuerzo por tragar la comida, pero no lo consiguió.

—Bueno, entonces—dijo Alex acercándose más, sin dejar de mirarla--¿Aceptó la propuesta, o no?

Esther desvió los ojos hasta el suelo. Inti se adelantó un paso.

—Vamos a ver, Alex, qué parte no entiendes…

—Alex…--pronunció casi inmediatamente Jen, con un deje de fatiga—Se ha quedado a cenar y va a dormir aquí, le he dicho que venga para que no pasara la noche en la calle, la he invitado yo. No hay ninguna propuesta. ¿Lo entiendes?

El aludido dio un paso atrás, repelido por las palabras de su compañero de piso.

—En absoluto—sonrió de pronto, de oreja a oreja—tengo la sensación de que nos hemos vuelto todos subnormales…

—Esther—dijo Jen volviéndose hacia la chica, viendo su rostro transfigurado—eh… no le hagas ningún caso.

Le tocó suavemente el antebrazo. Ella todavía sujetaba el tenedor en el borde del plato, con los nudillos apretados. La tensión que estaba experimentando era evidente.

—Tranquila…

Alex observaba aquello con una sonrisa displicente.

—No vale tanto la pena, July Andrews—le espetó a su compañero, volviéndose para marcharse—No merece la pena currárselo tanto para follársela, amigo…

Tras decir esto, desapareció por el pasillo canturreando, arrastrando los pies.

—Ni se te ocurra darle un minuto de tu tiempo—dijo Jen, mirando a Esther—pasa de él, come tranquila. Es un capullo.

—Él es así—se limitó a comentar Inti.

—Impulsivo—corroboró Jen, asintiendo.

—Gilipollas—corrigió el otro—impulsivo una leche, yo también soy impulsivo y me controlo.

Esther cerró los ojos y tragó por fin. Una vez hecho esto, bebió un sorbo de agua y tosió, tratando de aflojar la prensa que sentía en la garganta.

—No le hagas caso, en serio.

Esther miró a Inti y luego a Jen, alternativamente, dubitativa.

Y entonces, dijo algo que a ambos chicos les dejó boquiabiertos:

—Vale. Aunque… no me importaría que me follaras.

Lo había dicho con los ojos clavados en Jen, esos ojos enormes de muñeca de porcelana, sin mover un músculo de cuello para abajo.

El mencionado retrocedió, meneó la cabeza y sonrió con nerviosismo, como cohibido de pronto.

--¿Perdona?...

Inti entornó los ojos. Miraba a Esther como si de pronto ésta se hubiera convertido en “la niña del exorcista”.

Esther frunció las cejas e hizo un puchero repentino.

—Lo siento—murmuró—no quería molestarte… ya no sé ni lo que digo.

—No me has molestado—replicó Jen inmediatamente, alzando la mirada hacia ella. Sonrió.

—Creo que os voy a dejar solos…--murmuró Inti, comenzando a caminar hacia la puerta.

Esther casi pegó un brinco en la silla.

—No, espera…--le pidió—quédate, me gustaría deciros algo…

Inti se detuvo y la miró con extrañeza.

--¿Te importaría sentarte, por favor?—le dijo la chica—es sólo para preguntaros una cosa… a los dos.

Inti asintió levemente y se sentó en la silla más próxima, a la izquierda de Jen y mirando de frente a Esther.

—Lo primero de todo, quería daros las gracias—Esther se aclaró la voz—a los dos. Por acogerme aquí esta noche, por tratarme como lo habéis hecho, por la comida… gracias. Gracias por todo.

Inti asintió de nuevo.

—No hay de qué—respondió Jen.

Ella le lanzó una mirada súbita, osada, demasiado densa para ser descifrada. No estaba acostumbrada a ser agradecida.

—Claro que sí—musitó. Respiró hondo y continuó hablado—en cuanto a la pregunta…—bajó la cabeza, como si lo que fuera a decir la avergonzara--¿Habría alguna manera de que Alex no me hiciera daño? ¿Alguna forma de asegurarme de que eso no va a ocurrir?

—¿Daño?—preguntó Jen—¿Esta noche, te refieres?

Esther guardó silencio unos minutos, escrutando con los ojos las vetas doradas de la madera de la mesa.

—Esta noche… y todas las que me quede, si decido aceptar lo que me propusisteis.

Jen cerró la mano que había mantenido extendida sobre la mesa, abierta, apuntando a la chica.

—¿Cómo dices?—Inti se inclinó hacia delante, como si no la hubiera oído bien.

Esther se armó de valor y levantó los ojos hacia el frente, lanzándole a cada uno de ellos una mirada cargada de inusitada audacia.

—Digo—dijo despacio—que si existe una manera de impedir que Alex me haga daño, cualquier tipo de daño, me quedaré con vosotros y seré… eso que queréis que sea.

Volvió a agachar la cabeza al pronunciar estas últimas palabras.

Jen la tomó de la mano.

—Oye… no tienes que decidir eso ahora—le dijo en voz baja—no te sientas condicionada, por favor…

—No—ella negó con la cabeza—no me siento condicionada, de verdad. Lo digo porque lo pienso.

—El pacto es con los tres—intervino Inti—no podemos dejar a Alex fuera, por mucho que te caiga mal.

—No quería decir eso—se apresuró a aclarar Esther—no hablaba de dejarlo fuera. Es sólo que… me da miedo.

Los chicos se miraron.

—Bueno—terció Jen—tiene la boca muy grande, pero nada más. No te creas que se come a nadie…

—No me gusta—murmuró Esther, encogiéndose ligeramente—me acostaré con él si tengo que hacerlo… le haré lo que le tenga que hacer, pero necesito saber que no me hará daño.

—Define daño—insistió Inti—o concreta un poco más…

Ella torció la boca y se encogió de hombros.

—No lo sé. Pues… daño.

—No permitiríamos que te matara—Inti alzó una ceja y rió—por eso puedes estar tranquila. Pero, ¿a qué tipo de daño te refieres? No es lo mismo que te pegue una bofetada, que te humille o que te dé por el culo sin lubricante. ¿A qué tipo de daño te refieres?—reiteró.

Esther se echó para tras sobre la silla, como si la hubieran golpeado.

Jen no pudo evitar soltar una carcajada.

—¿Eso lo habías preparado o te ha salido sólo?—le espetó a Inti.

Éste sonrió levemente.

—Bueno, no sé, eran algunos ejemplos de lo que puede significar “daño”… hay que dejar las cosas claras. Se me acaban de ocurrir.

—¿Bofetadas?—murmuró Esther--¿humillarme?—del lubricante no hizo mención— pero, ¿qué tipo de puta queréis que sea?

—No es una puta exactamente a lo que nos referíamos—dijo Jen—aunque no tenemos que hablar de esto ahora…

Ella sacudió la cabeza, como tratando de despejarse.

—No—replicó—me gustaría saberlo ahora, por favor.

Inti suspiró y miró a Jen significativamente. Se echaron un pulso mental para ver cuál de los dos verbalizaría en aquel momento el sueño oscuro que compartían.

Finalmente Jen apartó la mirada de los ojos de su compañero y la clavó en Esther.

—Verás…—le dijo, fijo en ella, sereno—Alex empleó mal la palabra, y tú tampoco quisiste escuchar más. “Puta” no es el término correcto, no es la palabra que cuando nosotros hablamos sobre el pacto, en su día, manejamos.

Esther asintió levemente.

—No queremos una puta—continuó Jen, jugueteando con los dedos de ambas manos sobre la mesa—Una puta es algo relativamente fácil de conseguir, es una mujer que ofrece sexo a cambio de dinero. No necesitamos eso. Lo que nosotros queremos…--vaciló un segundo y tomó aire antes de continuar—es una perra.

Esther frunció el ceño sin comprender.

—¿Una perra?

Jen asintió.

-- Nuestra perra—matizó tras un instante de silencio.

Esther contempló a Jen y a Inti alternativamente, con los ojos muy abiertos, sin saber qué decir.

—Y… ¿qué significa ser una perra?—preguntó al fin—o ser… vuestra perra…

Inti sonrió.

—Podría hacerte un mapa—dijo en tono jocoso—y lo haré si no lo entiendes… pero si fueras nuestra perra, eso nos convertiría a nosotros en…

Dejó deliberadamente la frase inacabada en el aire, dándole a Esther pie para que completara el puzle.

—mis Amos…--musitó ella. La barbilla le tembló durante unos segundos.

Inti asintió vehemente.

—Eso es—dijo—aunque ya sabes... que el pronombre posesivo no siempre designa propiedad.

Esther le miró perpleja.

—Inti quiere decir—terció Jen—que uno puede decir “mi casa”, “mi coche”… y también “mi vecino”,” mi compañero”, “mi barrio”, “mi país”. Seríamos “tus” Amos, sí, pero no seríamos nada tuyo. Al revés: tú serías nuestra.

Esther afirmó con la cabeza un par de veces, despacio. Le parecía que comenzaba a entender.

—Serías nuestra perra las veinticuatro horas de cada día que estuvieras aquí, de cada día que no pudieras retribuir económicamente—continuó explicando Inti, con inflexión neutra—lo que significa que hasta que pudieras pagarnos como es debido, vivirías por y para satisfacernos. En todos los sentidos.

Esther le miraba con los ojos como platos. Tan sólo un parpadeo de vez en cuando atestiguaba que ella seguía viviendo y pensando tras aquellos ojos.

—En el aspecto sexual por supuesto—prosiguió Inti—pero no sólo en eso. Tendrías que atender las necesidades de cada uno en cada momento, a menos que entraran en conflicto por cualquier razón; en caso de que eso ocurriera tendrías que decírnoslo.

—¿Cualquier necesidad?—preguntó Esther con cautela, mirando a Jen a pesar de que era Inti el que le hablaba.

—Para eso está el contrato—repuso Jen—para que, entre otras cosas, vieras lo que estaríamos dispuestos a hacer contigo si accedes, lo que nos gustaría hacer, lo que podríamos hacer. Por otra parte te aseguro—añadió, inclinándose un poco más hacia ella—que durante el tiempo que vivas aquí, si es que decides aceptar, no tendrás que preocuparte por nada salvo por encontrar trabajo, siempre que tú quieras, claro. Dejando aparte el esfuerzo diario de servir y complacer a tus Amos, nada te faltará. Todo lo que necesites lo tendrás.

—¿Todo lo que yo quiera?—preguntó ella.

Inti rio por lo bajo. Jen le lanzó una amplia sonrisa, mostrando los dientes, y meneó la cabeza.

—No, no he dicho lo que tú quieras—repuso, apretándole levemente la mano—he dicho “lo que necesites”.

Ella asintió.

—Dejaría de decidir yo misma qué es lo que necesito…--reflexionó. No era tan tonta, después de todo.

—¿Y tú crees que ahora, actualmente, lo haces?—preguntó Jen, acercándose todavía más a ella--¿Tú crees, Esther, que ahora tú decides lo que quieres o necesitas hacer en tu vida?

Ella guardó silencio. Se mordió los labios y negó con la cabeza, como si quisiera deshacerse de un mal pensamiento que picaba y dolía.

—Esther, ¿te has parado alguna vez en pensar qué necesitas?

—No lo sé—musitó ésta. Era la primera vez que tenía que responder a aquello. No debería ser así, se dijo. Ella “Debería” ser capaz de distinguir sus propias necesidades “reales”. Pero se daba cuenta de que tal vez no lo era, aunque le pareciera increíble. Se sintió de repente confundida, perdida y abrumada por lo que aquello realmente significaba.

Jen trazaba dibujos sinuosos con las puntas de los dedos sobre el dorso de la mano de ella.

—No te preocupes—le dijo advirtiendo el leve temblor de sus mejillas y la humedad de sus ojos—Tranquila. Siempre estás a tiempo de hacerlo.

Esther cerró los ojos. ¿Quería hacerlo, realmente quería pensar en eso? Le daba demasiado miedo pensar. Le daba terror. Le parecía imposible que hubiera alguna manera de arreglar su vida. No tenía ni idea de cómo empezar. Y estaba cansada, muy cansada.

Intuía que no debía hacerlo, pero acarició con la mente la posibilidad de que fuera “otro” el que decidiera por ella. “Otros”, en este caso, entre los que se encontraba el odioso Alex. Lo que sintió al pensar aquello, durante una fracción de segundo, fue parecido a como cuando uno abre una ventana y una ráfaga de aire, fresca e inesperada, le golpea el rostro. Nunca había pensado en esa posibilidad. Lo que se le “ofrecía” en ese momento, la ocasión que se le presentaba, era algo totalmente nuevo. Parar, dejarse ir, limitarse a contemplar y a aprender la realidad de su presente. No hacer nada, no decidir: justo como hasta ahora había venido haciendo, sólo que esta vez...sabiéndolo.

Y por otra parte, a su pesar… un cosquilleo había comenzado a subir por sus piernas, raudo y veloz hacia su sexo, cuando se imaginó bajo el dominio de tres Amos. Se vio, durante un instante, arrodillada, desnuda, entregada totalmente a los caprichos de aquellos chicos.

Algo que estaba por encima de su voluntad brilló y se movió dentro de ella. Sintió un fuerte aleteo en el estómago, opresivo, y soltó un gemido para liberarse.

¿Realmente sentía excitación? La respuesta fue inmediata cuando de pronto mojó lasbragas. Tal vez sí era una perra; una jodida perra que ansiaba pasar por aquella experiencia, después de todo.

—Quizá lo mejor es ir a dormir ahora—dijo Jen en voz baja, sin dejar de acariciarle el dorso de la mano—descansa tranquila, date tiempo y piénsalo. No te agobies.

La voz de Jen era como una nana, una caricia para la mente de Esther dentro de aquel caos. Todo se le mezclaba de pronto en una masa informe y sin sentido, lejana: sus padres, su casa que ya no era su casa, el desprecio de Alex, la indiferencia de Inti… y finalmente la dulzura de Jen.

—Jen tiene razón—corroboró Inti—es muy tarde, deberías dormir.

Ambos chicos la acompañaron, escoltándola por el pasillo, hasta la habitación que hacía apenas dos días le había mostrado Inti.

—Duerme bien, Esther—le dijo Jen al oído, justo antes de que ella entrase—no tienes ningún tipo de compromiso. Piénsatelo con calma. Mañana será otro día.

Ella le miró. Por un instante deseó que aquel chico entrara con ella en la habitación, cerrara la puerta y la hiciera el amor con calma, dándole el calor y el consuelo por el que rogaría si tuviera valor, aquella noche. Turbada por aquella idea, bajó la vista y asintió, cerrando apresuradamente la puerta para quedarse sola en el cuarto, antes de que Jen pudiera darse cuenta de lo que le pasaba por la cabeza.