Por una habitación-14-

Castigo

Alex había tenido que arrastrarla por el pasillo para alejarla de la puerta de Inti. Esther no había llorado ni gritado, no había pronunciado palabra. Simplemente se había quedado allí, arrodillada donde Inti la dejó, con la cabeza apoyada en el suelo contra la ranura inferior de la puerta. Tenía los ojos cerrados, como si durmiera, cuando Alex la encontró.

Él se había alarmado al verla porque no había esperado encontrarla allí como un bulto entre las sombras. Casi chocó con ella cuando salió a buscarla, extrañado por el tiempo que tardaba en volver y preguntándose qué estaría haciendo. Cuando estuvo frente a ella la llamó varias veces pero ella no le respondió, ni siquiera cuando la zarandeó con cierta contundencia. Intentó girarle la cabeza—Esther se obcecaba en mantenerla allí escondida, contra la puerta-- y ella se resistió, cosa que tranquilizó a Alex que ya estaba a punto de dar dos gritos para alertar a Jen. La chica parecía estar bajo un extraño trance, pero al menos reaccionaba.

Desistiendo de que Esther hiciera el menor movimiento por levantarse, Alex se colocó detrás de ella, la agarró por las axilas y tiró de ella lo más suavemente que fue capaz. La medio arrastró con torpeza contra su cuerpo por el pasillo y la llevó al salón, donde con ayuda de Jen la sentó en el sofá.

Jen acababa de preparar algo de cena en la cocina. Al ver a Alex acercándose de esa guisa, arrastrando a Esther como si ésta fuera un fardo, se quedó mirándole durante unos segundos, sorprendido.

—Échame una mano, joder, no te quedes ahí—le había espetado su compañero.

Jen reaccionó rápidamente y en apenas un par de segundos Esther les miraba desde el sofá, recostada, con los ojos empañados muy abiertos. Poco a poco pareció que volvía en sí de su bloqueo, o al menos lo intentaba.

—Eh…--le susurró Jen, apartándole un mechón de pelo de la cara—Esther…

Ella parpadeó.

Alex se sentó junto a ella, y comenzó a contarle a Jen algo atropelladamente. Poca cuenta se daba Esther de lo que ocurría, y poco recordaría al día siguiente sobre lo que pasó después. Sentía sus ojos vueltos hacia dentro, como si no pudiera ser del todo consciente de lo que ocurría fuera de ella. Le parecía que sólo era capaz de sentir un inmenso dolor a la altura del pecho, procedente de su corazón destrozado. No podía soportarlo, ¿podía?...

Se sentía sola y también desolada. Le faltaba Inti, su Amo, el primero. Apenas le había conocido, y lo que había conocido de él aún dolía, ¿por qué entonces su falta le quemaba?, ¿por qué sentía que no podía con el vacío que le había dejado?

De puertas para dentro, su mundo se le antojaba un páramo abrupto: tierras baldías azotadas por la nieve, la humedad y el frío. Un desierto abrazado por la noche, y en total silencio salvo por el rugir del temporal que se expandía dentro de su cabeza.

Él la había negado. La había repudiado. La había mirado con indiferencia absoluta, ni siquiera con ira. En el último momento le había parecido distinguir a Esther una chispa de desprecio en sus ojos de acero, pero quizá sólo lo había imaginado.

Le había perdido, él se encontraba a años luz de ella. Había perdido sin remedio la oportunidad de compartir nada, absolutamente nada con él. Y su alma no parecía soportarlo ni ser capaz de aceptarlo, al menos en aquel momento.

Jen le decía algo sobre comer. El sonido de su voz le llegaba a Esther amortiguado como si su cabeza estuviera tapizada de forespán.

Recordaba haberse metido trozos de algo en la boca--¿jamón? ¿pan?--, que habían traído de la cocina, haber masticado y tragado para que por fin ellos dejasen de insistir, para que la dejaran en paz de una vez.

No tenía hambre, pero lo que comió le sentó bien. Nada podía quitarle el dolor que sentía, pero al menos la sensación de pérdida de fuerza, de debilidad, la abandonó. Esto le permitió llorar de nuevo, por si sus lágrimas hasta el momento presente hubieran sido pocas. Llorar la liberaba, era cierto. No olvidaba esa primera lección aprendida de la mano de Jen, la primera persona que había vivido su llanto sin alterarse. Pero sentía tanta vergüenza…

Tímidamente, masculló algo inconexo para dar a entender que quería marcharse. Intentó pedir permiso pero para su desgracia solo consiguió articular un gañido de angustia.

El hecho de no poder hablar, de que se le atropellaran las palabras en la boca, no contribuyó a que se sintiera mejor. Ocultó la cabeza entre las manos y lloró rendida; lloró por ser la mierda que sentía que era, por estar sola, por sentirse una imbécil, por haber perdido a Inti… y con él a sus otros dos Amos, dijeran lo que dijeran. ¿Había llegado alguna vez a odiarse a sí misma, en su vida? ...¿quizá sí... pero no siendo consciente de ello como ahora?

Sentía que todo castigo era poco para su ineptitud, su estupidez y su debilidad, por duro e inimaginable que éste fuera. Y lo deseaba, en lo más profundo de su ser. Cuánto necesitaba ser castigada, y cómo ardía de tan solo pensarlo, y cómo sufría por ni siquiera poder aspirar a tenerlo.

Recordaba haber dicho cosas sobre esto delante de los chicos, sin haber podido contenerse, pero no sabía qué exactamente ni si ellos la habían entendido. Alex y Jen la habían escuchado, eso sí, y éste último le había hablado a Esther de poco en poco mientras le acariciaba el cabello, pero ella poco recordaría de la conversación.

Alex por su parte la había mirado con gesto de no entender; había lástima en sus ojos, le pareció a Esther, compasión. Qué horror, eso era lo último que deseaba ver en su mirada.

Aunque era incapaz de evocar el sentido de lo que Jen le había dicho entonces, cuando quedaron solos—tan solo recordaba vagamente palabras aisladas, como las piezas desperdigadas de un puzle--, sí se acordaba del tono de su voz. La había calmado por dentro. Nada podía quitarle el dolor o eso creía, pero al menos la caricia de aquella voz había aflojado su tormento interior.

—Casi todo tiene solución, Esther, de una manera o de otra.

Esa era la única frase que había podido rescatar de la boca de Jen al hacer memoria, frase que quedó allí, temblando en su cielo personal como el brillo vacilante de una estrella. Esther se había esforzado y se esforzaba aún por mantenerla grabada en su cabeza, tanto mientras él siguió a su lado como cuando por fin ambos se marcharon y ella quedó sola en la oscuridad de la habitación de alquiler.

~~(,, ,,ºº>

—Hemos pensado en todo lo que ha pasado y hemos tomado una decisión, Esther.

Jen era quien había hablado. Se daba perfecta cuenta de cómo debía de encontrarse Esther en ese momento. El día había transcurrido lento y agobiante para ella, sola en casa, sometida a una tensión que aún se podía ver en sus ojos.

Había pasado la mañana sola en el piso porque ellos tres habían ido a trabajar.

En aquel momento eran pasadas las seis de la tarde, y Esther sabía que habían hablado largo y tendido entre ellos desde su llegada a casa, hacia las tres. No había entendido lo que decían, pues habían hablado en voz baja y ella estaba en su habitación, con la puerta entornada. Pero sí le había parecido detectar que en un par de ocasiones el tono de la conversación había subido ligeramente, como precediendo a una inminente discusión.

Por supuesto, ella no había querido salir del cuarto. Se había limitado a esperar, con el corazón latiéndole en un puño al saber que quizá, sólo quizá, sus tres Amos estuvieran pensando en volver a aceptarla como antes.

Ahora estaba allí, sentada frente a la mesa de la cocina, como el primer día que habló con ellos. Era inevitable revivir aquel recuerdo, y las sensaciones que evocaba chocaban con lo que sentía en el momento presente. Cada uno de sus tres Amos—ojalá aún lo fueran—la observaba desde la misma silla donde se habían sentado ese primer día, y ella estaba sentada a su vez en el sitio que entonces ocupó. Aunque el hecho era que deseaba ocupar el sitio que realmente la correspondía: el suelo, a los pies de Ellos.

Se atrevió a mirarlos con cautela. Alex, el hombre de fuego tras aquella armadura llena de aristas, el hombre de los exabruptos inoportunos. Tenía la mandíbula apretada y los ojos verdes fijos en Esther, con una mirada difícil de descifrar. Aunque si la mirada de Alex era incógnita, la de Inti ya era de maestro de póquer profesional. Esther no tenía ni idea de qué podía estar pensando éste, pero el hecho de que la mirase, de sentir el impacto de sus ojos otra vez, hizo que el corazón le diera un salto en el pecho. Y Jen, amable como siempre, la contemplaba ligeramente tenso aunque con expresión serena.

—Si tú quieres volver a intentarlo—prosiguió éste—nosotros también. Pero antes tenemos que revisar un par de condiciones.

Esther asintió.

—¿Quieres volver a intentarlo?—preguntó él, suavemente.

Ella sintió que toda su sangre subía a borbotones por su pecho y su cuello, agolpándose en su cabeza. Oh, claro que quería…

—Sí…--murmuró, sin poder evitar bajar los ojos—Sí, Amos…

Por el rabillo del ojo vio que Inti se giraba y miraba hacia otro lado. Otra vez sintió la puñalada en el pecho, ese dolor gélido y profundo que ya empezaba a reconocer. Lo absorbió con entereza, con cabezonería, aunque se le revolvió el espíritu, ¿estaba convirtiéndose en una especie de pequeño animal?

—Bien—Jen sonrió, o eso le pareció a ella, que seguía sin querer levantar los ojos del suelo—entonces necesitamos una palabra de seguridad. Piénsala, ahora—su tono se iba volviendo consistente y autoritario, aunque él aún seguía siendo amable—luego tendrás tiempo de cambiarla si encuentras otra que te guste más. Necesitamos una palabra ahora; esa palabra hará que cualquier cosa que se te esté haciendo se detenga.

Esther asintió, comprendiendo. A decir verdad ya tenía pensada la palabra.

("Estigia")

La dijo, y Jen la anotó en un papel.

—Gracias, Esther—sabía que ella respondería rápido, pero no esperaba aquella inmediatez—ahora necesitamos que escribas tus límites básicos—le tendió a la chica un folio en blanco—por favor. De cualquier naturaleza: sexuales, referentes al dolor físico, o al dolor emocional. No me refiero a lo que no te guste, me refiero a lo que realmente piensas que no podrías soportar.

Esther reflexionó durante algunos segundos y poco después tomó el papel. Garabateó algunas líneas apresuradas ("heces, zoofilia, hablar de mi familia") y se lo entregó a Jen. No podía dejar de mirarle, estaba hipnotizada, prendida en sus ojos.

Jen examinó el papel, asintió y se lo pasó a Inti, quien se lo pasó a su vez a Alex tras un breve vistazo. Alex tomó la hoja con ambas manos y la mantuvo frente a sí durante algunos segundos. A Esther le pareció que enrojecía ligeramente.

—Vale, Esther—Jen cogió de nuevo la hoja de manos de Alex, la volvió a leer y la apartó a un lado—entonces voy a explicarte lo que hemos pensado, y tú decides si estás de acuerdo. Como siempre tú tendrás la última palabra y decidirás. Ah, y te digo también que puedes quedarte aquí unos días aunque no quieras ser nuestra perra, como amiga, si lo necesitas. Sabemos que tu situación es mala; la nuestra no es que sea la hostia pero nos apañaremos. Así que no actúes condicionada por nada, ¿vale? Actúa de acuerdo a lo que quieres, solo eso. Haz lo que quieras.

—Sí, Amo…—murmuró ella.

—Esther, tu comportamiento no fue el esperado por uno de nosotros el día que te marchaste—continuó Jen—hubo insultos y un tono de voz demasiado alto y despreciativo. Te encerraste en una habitación, lo que va contra las normas, y diste un par de portazos. Hemos deliberado entre nosotros y hemos resuelto que hemos de castigarte.

Esther asumió aquello casi con alivio. Casi con gozo. Un pez alado de brillantes escamas tembló en su pecho, con un aleteo húmedo y frío. Su pulso se aceleró.

—También hemos pensado—prosiguió Jen—que la resolución de volver, y la valentía de querer intentarlo, es algo que se debe premiar. El no dejarse vencer por algo que entiendes que fue un error es algo que hay que recompensar—sonrió al decir esto—muy bien, Esther. Quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti, y encantado de que hayas vuelto.

Ella se sintió morir y nacer a la vez cuando escuchó aquellas palabras.

—Hemos pensado en el castigo—siguió Jen—pero nos falta ultimar unos detalles aún—señaló la hoja donde Esther había garabateado su lista de límites—si eliges asumir el castigo y la compensación, si eliges ser nuestra, ve a la habitación donde has dormido y espera allí hasta que te llamemos.

Sobre la mesa del salón, una larga mesa de café que había frente al sofá, de cristal opaco, Esther contempló una serie de objetos que le hicieron desear salir corriendo. Estaban cuidadosamente ordenados sobre la pulida superficie, y eran objetos “normales”, pero en aquel contexto le helaron la sangre. Inertes le producían terror, ni quería imaginarlos empuñados por alguno de los Amos.

Ellos se hallaban sentados en el amplio sofá, los tres. Ninguno de ellos llevaba camiseta, y eso le hizo a Esther sentir un escalofrío, no solamente por el hecho de verles desnudos de cintura para arriba. De cintura para abajo, los tres iban vestidos y calzados: Inti con las deportivas grises que Esther ya conocía, Jen con unas zapatillas también de deporte pero más ligeras, que usaba como calzado cotidiano, y Alex en chanclas.

De hecho, uno de los objetos que había sobre la mesa era una chancleta de goma, muy parecida a las que veía en los pies de Alex. Suspiró pensando que, entonces, la chancla de la mesa sería de Inti o de Jen… incluso haciéndose a la idea del tamaño, no podía saber a cuál de los dos pertenecería.

—Buenas noches, perrita—saludó Jen—acércate.

Esther se aproximó al sofá con paso vacilante, la mirada clavada en el suelo. Le pareció que el tiempo se ralentizaba.

—Gírate, por favor, y mira los objetos que hay en la mesa.

—Oh, joder, acabemos ya con esto—soltó Inti con desidia—tengo a medias una partida de Word of Warcraft…

Alex negó con la cabeza y miró hacia otro lado, incómodo. Se revolvió en su asiento.

Esther obedeció a Jen y se dio la vuelta. Observó que cada objeto que había sobre la mesa estaba precedido de una etiqueta rotulada con un número, salvo dos dados de seis caras, tipo parchís, que había en una esquina.

—Mira bien todo esto—le dijo Jen—porque es lo que vamos a utilizar para demostrarte qué pasa si te rebelas contra nosotros.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Esther. Y otro. Y otro…

Se fijó más en los objetos, sin poder evitarlo, aunque tuvo que hacer esfuerzos por enfocar la emborronada mirada.

El objeto marcado con el número uno era un cepillo de pelo ancho. El dos, la chancla parecida a la que llevaba Alex, de suela de goma gruesa color azul y diseño simple, con una tira ancha de plástico listada en azul y blanco. El marcado con el número tres era una paleta de ping-pong. El cuatro, una gruesa tabla de cocina de madera sin lijar, provista de un robusto mango. El quinto, un cinturón de cuero negro con una gran hebilla metálica gris. El sexto, la fusta que—oh, dios—recordaba bien en la mano de Inti la primera vez que se encontraron como Amo y esclava. En séptimo lugar había una toalla grande cuidadosamente doblada, y Esther reparó en que a su lado, en el suelo, había un cubo lleno de agua. Y por último, el objeto marcado con el número ocho era una nudosa caña rígida, de esas que se utilizan para sujetar firme el tronco de algunas plantas trepadoras.

Oh, por dios…

Esther no podía evitar un temblor descontrolado.

—Inti tiene razón, acabemos con esto cuanto antes—Alex había abierto la boca, lo que en aquellas circunstancias parecía un milagro.

—Vas a probar cada uno de estos objetos, Esther—le dijo Jen—a manos de cada uno de nosotros. Tirarás los dados una sola vez, y sabremos cuántos azotes te daremos cada uno. Si tienes muy buena suerte pueden ser sólo dos azotes cada uno con cada objeto… si tienes muy mala suerte, doce.

Era tremendo, Esther estaba paralizada por el pánico, ni siquiera podía llorar. Pero no iba a irse. No.

Tenía que ganarse de nuevo la mirada de Inti. Le dolía mucho más el corazón de lo que podían dolerle doce varazos por tres, le parecía.

—Y hemos decidido darte opción a que, si quieres, podemos calentarte con la mano antes—concluyó—sólo si quieres, claro. Se te daría el mismo número de azotes con la mano que con los objetos, el número que sacaras con los dados. ¿Quieres que lo hagamos?

Ella asintió. Le aterraba sentir el primero de los objetos en frío, y que la dieran fuerte con él. La mano al menos ya la había probado. Tenía miedo, mucho miedo de las demás cosas.

—Sí, Amo—tragó saliva y se esforzó en decir lo que dijo a continuación—se lo agradecería mucho, a los tres Amos.

--Bien. Tira los dados, entonces.

(continuará)