Por una habitación -13-

Fuera y lejos

[Nota para datos importantes de posible interés para el lector que sigue la saga:

Esta saga se complementa con otras dos series que tienen personajes comunes. Una de estas dos series es "Kido", de la cual he subido los dos primeros capítulos hoy. Se pueden leer ambas series en paralelo teniendo en cuenta que lo que ocurre en "Kido" sucede varios años antes de lo que ocurre en "Por una habitación". Digamos que a través de "Kido" se puede ver el pasado de Inti entre otras cosas.

Dejo una guía de sagas y series en mi página de Twitter, @DarkSintagma. La guía puedo ir actualizandola en twitter sin necesidad de spam publicandola en la página, no obstante también la pongo aquí: https://t.co/3KutICxlPP

Si no me he explicado lo bastante bien y tienes cualquier duda, contáctame por twitter o por mail.

Gracias por seguir leyendo :)]

—Así que se ha roto la nariz, el Maca—decía Alex cuando Esther hizo su aparición en el salón.

Hablaban en el sofá, sentados frente a la tele apagada. Alex estaba de espaldas a la puerta, así que no pudo ver a la silenciosa muchacha, pero Jen si la vio.

—Buenas noches, guapetona—le dijo con una de sus encantadoras sonrisas.

Ya había oscurecido tras las ventanas, aunque Esther no sabía qué hora sería.

—¿Qué hora es?—preguntó, sin estar muy segura de emplear la palabra que tan extraña y familiar le resultaba al mismo tiempo.

—Casi las nueve—repuso Jen--¿Tienes hambre?

Alex se giró y la saludó.

—Hola Esther, ¿has dormido bien? O mejor dicho… ¿has dormido algo con el escándalo cojonudo que se ha liado aquí?

Ella abrió mucho los ojos. No, no había habido nada que se hubiera interpuesto entre ella y sus pesadillas de cemento.

—No he oído nada, ¿qué ha pasado?

Jen exhaló con resignación, se levantó y caminó hasta el aparador que se encontraba en la pared de enfrente. Cogió una copa de cristal color verde esmeralda y vertió en ella un poco de vino de una botella que tenían abierta en la mesa. Se la acercó a Esther.

—Podría parecer que no es lo mejor para despertarse—le dijo con una sonrisa enigmática—pero prueba un trago y ya verás…

Esther, obediente, besó el borde de la copa y olisqueó el vino. Tenía éste un olor cálido y fuerte, afrutado. Dejo deslizar un pequeño trago por su garganta e inmediatamente lo sintió bajar como seda líquida, caldeándola por dentro.

—¿...Qué es lo que ha pasado?—insistió tímidamente, después de tragar.

—Bah, nada que no tenga arreglo—respondió Jen.

—Inti tiene muy mala hostia—dijo Alex--puede llegar a tener muy mala hostia—se corrigió—nos hemos puesto a hablar los tres, se ha cabreado y se ha ido.

—Bueno, ya venía cabreado, creo…--terció Jen, llevándose a los labios su copa llena de vino hasta la mitad.

—Sí. Ha debido de tener un mal día.


Inti Estaba muy cabreado, mucho.

Como siempre que se sentía así, con los nervios a punto de estallar, se había alejado para evitar daños colaterales. Estaba acostumbrado a liberar grandes cantidades de energía a través del ejercicio físico y aquella noche no fue una excepción: salió a la calle y corrió, corrió, corrió.

Cruzó tantas calles que perdió la cuenta. Cuando comenzó a marearse sin resuello después de muchos minutos a todo correr, cuando la cabeza pareció rellenársele de arena y los oídos le zumbaron, sólo en ese momento se sintió un poco más en paz. Sólo un poco.

Aflojó la marcha para detenerse finalmente junto a un árbol grueso que brotaba de la acera. Las raíces se habían abierto paso toscamente, abultando el adoquinado y llenándolo de grietas. Inti apoyó la mano sobre el tronco del árbol y se inclinó para respirar mejor. Cerró los ojos, sintió que se tambaleaba y se deslizó poco a poco hasta llegar al suelo, descendiendo con ambas manos por el tronco del árbol, sin soltarlo.

Él no quería que Esther volviera. Lo que había pasado cuando ella se fue era para él algo cuyo recuerdo apenas podía soportar.

Él no quería hacer sufrir a Esther. No. No así.

Tenía que haber hecho caso a su intuición. Desde el primer momento en que vio a Esther, se había dado cuenta de que no era el tipo de persona que aguantaría la más mínima rudeza. Tenía que haber hecho caso de ese instinto, independientemente de las ganas que tuviera de sentir su sumisión. Independientemente de la decisión de la propia Esther.

La había pegado con toda su rabia y todas sus ganas. Y temía haberle hecho algún tipo de daño en la piel, algún desgarro, alguna herida… algún nervio tocado, eso último no parecía probable pero quién podía saber. No había podido controlar la evolución de los golpes, no sabía cómo estaba.

Jen y Alex le habían puesto verde.

Alex había golpeado la mesa y había puesto el grito en el cielo cuando Esther se fue. “¡Estás loco!” había exclamado, llevándose las manos a la cabeza “¿Tú has visto lo que has hecho?”

No lo había visto, no. No se había visto a sí mismo hacerlo, desde fuera. Lo había sentido. El brazo le había quemado desde el hombro hasta la mano, el estómago se había contraido y transformado en una espinosa bola de fuego.

Esther estaba avisada de lo que podía ocurrir. Unos azotes no matan a nadie. Si los busca, los quiere, había pensado Inti justo antes de blandir el cinto. Desde luego que aquella niñata inmadura los necesitaba, ella misma se lo había mostrado aquella misma tarde. Y, para qué negarlo… no podía olvidar el placer que había sentido al azotarla, no podía dejar de evocarlo… algo en aquella mujercita le volvía malo, estimulaba su pequeño demonio interior. Las ganas de darle lo que según él merecía le estaban comiendo por dentro.

Pero también era una pobre criatura, él se daba cuenta. Estaba perdida, herida, como Jax. No pasaba por un buen momento. Si hubiera pensado más en esto, quizá se hubiera dado cuenta de que no tenía sentido exigirle tanto en tan poco tiempo. Independientemente de la buena voluntad de la muchacha, pedirle algo inalcanzable no iba a funcionar. Arrinconarla y asustarla tampoco.

Él no pensó que Esther fuera a marcharse. Había visto la devoción en sus ojos aquella misma tarde, y había actuado movido por la precipitación de su impulso, tenía la errónea certeza de que Esther ya era del todo suya. Se había equivocado, desde luego. Ni se le pasó por la cabeza que la historia fuera a terminar así. Pero claro, no había pensado lo suficiente en la situación de Esther para prever su reacción.

Y por otra parte estaba lo que le había dicho Jen. No podía quitárselo de la cabeza.

Alex había manifestado rechazo abiertamente, pero eso no le había extrañado a Inti. Las palabras de Jen, sin embargo, le habían dejado fuera de combate.

"Si ella vuelve" le había dicho su amigo, despacio "No se te ocurra volver a tocarla estando enfadado. ¿Lo entiendes?"

Inti se había quedado parado sin saber qué contestar. El castigo tenía que ser inmediato a la falta, o por lo menos él lo entendía así. Pero estaba claro que Esther no estaba preparada para ese tipo de vida.

Mierda.

Joder. Pero aún no tenía muy claro qué tenía que haber hecho él. ¿Controlarse y reprimir lo que sentía, lo que sentía que en realidad él era? ¿Castrar esa parte íntima tan enorme de sí mismo que se veía obligado a esconder a diario, a la que por fin podía dar voz al estar bajo consenso?

¿Mentirse? ¿Mentir?

Daba igual mentir. Si a Esther le espantaban estas cosas, era mejor que hubiera huido a tiempo. Por mucho que él fingiera, por mucho que apretara los dientes y se controlara, tarde o temprano ella iba a sufrir.

Es que él no quería hacerla sufrir, como una y otra vez se decía a sí mismo.

¿Cómo estaría ella ahora? ¿Soportaría volver a verle? ¿y él? ¿Soportaría mirarla, dejarse ver, rechazarla?

¿Y si ella quería… volver... a todo?

No, no podía acceder a eso, ya no. Se sentía fatal por haber sucumbido a su pulsión, no iba a permitir que eso volviera a ocurrir sabiendo cuánto daño le hizo a ella. Había confiado en que Esther aguantaría, en que tomaría aquello como parte de todo lo demás, en que en el fondo—sabía que un poco de caña le iba a la chica—quizá lo disfrutaría. Ese tipo de cosas tenían un gran componente catártico, justo lo que a Esther le vendría de perlas para sacudirse un poco de culpa de encima.

Quizá no era tan superficial como parecía, la niñata. Quizá los sentimientos eran muy fuertes, la culpa era fuerte, el dolor era fuerte. Alex les había contado a Jen y a él sobre el pasado familiar de Esther, o al menos una parte. Inti no sabía si de haberlo sabido él se habría sentido devorado tan salvajemente por el deseo de educarla a su modo, de someterla, de darle mucha caña y no pasarle ni una, menos aún delante del resto de Amos, o no.

Pero nada había sido real. Él había sentido que Esther era suya, pero se había equivocado.

Se había equivocado. Y la había pegado con todas sus ganas.

Temblaba aún--de deseo y de culpa—al recordarlo. Sabiendo lo que sabía, eso le asqueaba. Se había equivocado, Esther no era la persona que él pensaba, no podía darle nada. No tenía ningún sentido seguir fantaseando.

Esther era una buena chica, asquerosamente pija, pero no tan tonta como él había pensado en un primer momento a golpe de vista. Estaba perdida, debía encontrar su sitio y su rumbo en la vida, si es que tales conceptos existían. En cualquier caso, no le haría ningún bien sufrir un tormento que ni aceptaba ni le aportaba nada. Una lástima, porque Inti hubiera jurado ver en sus ojos el brillo de la entrega, y ver también cómo ella había disfrutado algunas cosas por su parte.

Se giró y apoyó la espalda contra el tronco del árbol. Le parecía que ya iba recuperando el ritmo de su respiración. Cerró los ojos y, de pronto, una gruesa gota le cayó en la frente.

Entró a la casa empapado de agua. La sudadera negra se le pegaba al cuerpo, mojando la camiseta vieja de algodón que llevaba debajo, su pecho y su estómago. Mechones de pelo amarillo chorreaban por su cuello y sus hombros haciéndole castañetear los dientes.

Escuchó voces en el salón. Pasó de largo por el pasillo directamente a su habitación, necesitaba quitarse la ropa mojada. Sin embargo, no había podido evitar mirar por el rabillo del ojo al pasar por delante de la puerta… y le parecía que había visto a Esther, sentada en sofá con los chicos.

Al oír la llave en la cerradura ellos se habían callado. Sin pararse a saludar, Inti entró en su habitación y cerró la puerta tras de sí. Minutos después volvió a salir y, de nuevo pasando de largo, se metió en el baño para darse una ducha. El calentón emocional, la carrera y finalmente la lluvia que le había calmado y “lavado”-- por dentro y por fuera-- le habían dejado al irse una sensación de frío intenso hasta la médula de los huesos, aparte de una considerable fatiga. El día había sido duro, muy duro; ya sólo le quedaba esperar a que se terminara, de la mejor manera posible.

Alex y Jen hablaban entre ellos como si no pasara nada, como si no le hubieran visto pasar, pero Esther había seguido cada uno de sus movimientos. No dijo absolutamente nada, pero el ver de soslayo a Inti moviéndose por la casa sin hacer acto de presencia en el salón le partió el corazón. Tampoco sabía qué alternativa podía haber esperado: un saludo normal estaba claro que, con lo que había ocurrido el día anterior, era imposible… no obstante había abrigado la secreta esperanza de que ocurriera, o de que por lo menos él la mirase y le hablase. Desde que llegó al piso de los chicos de nuevo supo que lo pasaría mal al volver a ver a Inti, pero no estaba preparada para la pared en blanco, para la ausencia de palabras.

—Esther, deberías comer algo—Jen la llamó a la realidad—y cuando Inti termine de ducharse puedes darte un baño si quieres…

De nuevo una orden con amabilidad, disfrazada de sugerencia. Esther no pudo reprimir el asomo de una sonrisa.

Se escuchaba claramente ya el rumor del agua desde el cuarto de baño, igual que podía sentirse el temblor de las viejas tuberías en toda la casa.

Desde luego, Esther tenía hambre. No había comido más que polla en las últimas veinticuatro horas.

Se estremeció al recordarlo. Aún le faltaba probar la polla de Alex. “Perra viciosa”, se recriminó a sí misma tratando de sacudirse la idea de la cabeza.

En los momentos límite—o en los momentos más inesperados—el ser humano puede sentir infinidad de cosas que quizá parecen un montón de contrasentidos a simple vista, pero el hecho es que se fundamentan en una o muchas razones bien definidas, aunque la mayoría de las veces no podemos verlas. En los momentos de tensión, de choque emotivo, pueden dispararse fácilmente emociones o deseos extraños, inconcebibles, poco confesables, poco comprendidos por el propio sujeto y no digamos por el resto del mundo.

En aquel momento, Esther se sintió de pronto invadida por unas terribles ganas de "todo". Reviviendo las felaciones a sus “AMOS” mientras se sabía a su merced, el severo tono de voz de Inti, la determinación de Jen, la palabra “perra”, no podía evitar sentirse horriblemente excitada, para su desgracia; más que excitada necesitada de tocarse, de volver a pasar por su alma y su cuerpo aquellas vivencias.

Inti se dio una ducha breve. Cuando acabó, salió del baño sin pena ni gloria y volvió a encerrarse en su habitación. Sus pasos se perdieron por el pasillo, y en el salón se escuchó con toda claridad el sonido de su puerta al cerrarse.

—Esther—Jen se giró hacia ella—¿por qué no te das un baño, te relajas, y mientras nosotros preparamos algo para cenar?

Ella intentó decir algo, pero se le agolparon mil palabras en la garganta y al final no pudo hacerlo. Se encontraba superada por los nervios, el no saber qué pasaría, y envolviendo todo esto la llenaba una enorme sensación de gratitud. Pero no era agradable del todo esa sensación… no estaba segura de si merecía que se portaran bien con ella. No sabía si aún era perra o no—no sabía nada—pero si lo era—ojalá—tenía que ser ella la que hiciera la cena, y la comida, y el desayuno. No ellos. Los Amos no preparan cenas… ¿o sí?

“Me estoy volviendo loca” se dijo.

No se atrevía aún a decir la palabra Amo refiriéndose a los chicos, fuera de la cama.

—Jen…—dijo en apenas un susurro.

El aludido la miró y sonrió. No estaba molesto porque no le hubiera llamado “Amo”.

—Dime—respondió.

—Necesito… ver a Inti…

Alex bufó a su espalda.

—No, ni se te ocurra—dijo, tajante.

—Igual no es el mejor momento ahora, Esther…—añadió Jen.

Ella bajó la cabeza. Le había llamado “maldito cabrón hijo de puta”. Se sentía fatal.

Él la había pegado… y ella no había podido evitar reaccionar así, pero toda la ira se había evaporado de su mente y ahora sólo le quedaba el regusto de haber hecho mal las cosas, de no haber resistido lo suficiente. Habían hecho un pacto, y estaban bajo ese pacto hasta que ella lo había roto. Que no estuviera firmado daba igual, la firma que importaba era su consentimiento, su obediencia, la decisión de aceptar aquella nueva condición.

Inti era especial. Ella lo sabía. Le gustaba, y más que eso. En aquel momento sentía que no sólo le había decepcionado sino que había hecho exactamente lo que, a buen seguro, él temía que ella hiciera. Romper el pacto a la primera dificultad, al primer escollo.

—Esther, se pasó quince pueblos—le dijo Alex—que se joda.

Jen le lanzó una mirada-relámpago a Alex que parecía decir “ahora no te pases tú”. Se acercó a Esther y pasó una mano por su gacha cabeza.

—Debes de tener un lío monumental ahora mismo, ¿verdad?—le dijo, jugando con los dedos entre su pelo—No te preocupes ahora, Esther, no pienses en nada. Ve al baño y relájate. No te preocupes de nada. Todo se hablará… pero no ahora. No esta noche.

Esther asintió.

—Ya sabes dónde están las toallas…

Sí, lo sabía, y se aseguraría de no volver a equivocarse. Dio las gracias una vez más y se giró para dirigirse al cuarto de baño.

Buena era Esther. Sus “Amos”, amigos, compañeros o como quiera que fuera la palabra correcta para definirlos a aquellas alturas de la historia, aún no la conocían del todo a ese respecto. No sabían lo terca y obstinada que podía llegar a ser. Y curiosamente no era una persona tenaz, era más bien inconstante. El deseo—la necesidad—de ver a Inti, a su primer Amo, de pedirle perdón era una de esas ideas que, si se le metían en la cabeza, le era imposible deshacerse de ella. Funcionaba así. No era del todo culpa de ella, quizá sólo por el hecho de no haber aprendido a controlarse. Un poco de disciplina y control desde uno mismo es necesario para no sufrir, pero eso Esther no lo entendía así.

Así que, una vez dentro del agua del baño, cerrando sus ojos hinchados y respirando los vapores jabonosos, decidió dónde iría nada más salir. En realidad ya lo había decidido antes de entrar.

Sentía escalofríos al pensar en enfrentarse a Inti, pero le parecía que no podía soportar no hacerlo. Se veía a sí misma hecha polvo, pero para hablar con él se encontraba extrañamente fuerte. Muchas sensaciones nuevas estaba sintiendo, extrañas y sorprendentes.

Pero tenía que hacerlo, tenía que verle, tenía que ir a su habitación.

Se enjabonó a conciencia pensando en agradarle; recordó cuanta importancia le daba él a la limpieza y al orden. De hecho, el baño estaba en perfecto estado; sólo un ojo avizor podría detectar que había sido utilizado por alguien, si no fuera por la nubecilla de vapor que aún empañaba el espejo y que había visto Esther nada más entrar.

Se notaba algo diferente, como si pudiera palparse la reciente presencia de él si uno cerraba los ojos. Esther respiró y se empapó de un rastro que creyó detectar, un coletazo del olor de la piel limpia de Inti. Se le amontonaba el tiempo y tenía un nudo apretado en el estómago: necesitaba verle y hablarle, necesitaba al menos una mirada, una palabra de su boca para sentirse más tranquila.

Salió de la bañera, se secó con meticulosidad—las nalgas a suaves toques, y aun así vio las estrellas-- y volvió a ponerse la ropa que traía, aunque las bragas se las guardó en el bolsillo de los pantalones pues le pareció que estaban muy sucias. Lógico. No quería ni pensar en oler mal.

Antes de salir del baño no pudo evitar, en la santa intimidad de aquellas cuatro paredes (había cerrado la puerta, ante la duda de seguir siendo perra o no), llevarse a la nariz la toalla roja de Inti. Comprobó con el alborozo de un niño que no se había equivocado al atribuirle ese rastro de olor que flotaba en el aire.

Salió al pasillo y, sin pensárselo dos veces, echó a andar al que sabía que era el cuarto de Inti, desoyendo los consejos de Alex y de Jen.

Sigilosa para que no la oyeran, caminó como si flotara y se detuvo ante la puerta cerrada.

“Vamos, no te detengas ahora que has llegado hasta aquí” la espoleó una voz interior que cada vez era menos tímida. Llamó con los nudillos y esperó.

—Adelante—escuchó al otro lado. La voz era potente, seca y cortante.

Probablemente Inti pensaba que el que había llamado era uno de sus compañeros, y a buen seguro no tenía ninguna gana de verles. A ella tampoco, claro.

Vaciló unos instantes.

—Adelante—apremió la voz, en un tono más elevado y más seco si cabe.

Deseando por enésima vez que la tierra se abriera bajo sus pies y se la tragase, Esther giró el pomo y empujó la puerta.

Se quedó parada a medio camino, ni dentro ni fuera, como clavada en el suelo. En silencio.

Inti estaba sentado frente a su escritorio repasando unas notas. Levantó la vista y por un momento la estupefacción se pintó en su cara.

—¿Qué quieres?—preguntó con su frialdad habitual.

Esther, parada en la puerta, no supo qué decir.

—¿Qué quieres?—repitió Inti, girándose en la silla hasta quedar frente a ella.

—Amo…

La palabra había brotado de sus labios directamente desde el corazón. No había pasado por el cerebro, no había pedido permiso para ser dicha. Esther se asustó cuando se escuchó a sí misma decirla, pero de perdidos al río, qué demonios. Ante la impavidez de Inti lo único que le quedaba era ser sincera.

—No, no—negó el rápidamente. Iba a continuar pero Esther le cortó.

—Amo… lo siento mucho… por favor, perdóneme.

Ya se había abierto el grifo de nuevo. Incontinencia emocional pura y dura. No sabía lo que le ocurría cuando estaba frente a Inti—El Amo Inti—pero se sentía inmensamente pequeña, temblaba como un flan y lo único que le salía de la boca eran verdades como puños. Los ojos húmedos le picaban y comenzaron a arderle, pesados, amenazando con desbordarse de pronto.

—No me pidas perdón, no tienes que pedir perdón—respondió Inti, girándose de nuevo hacia su tarea—No tengo nada que perdonarte. No soy tu Amo. ¿Querías algo más?

Ya no la miraba.

Esther sintió que se rompía por dentro. Incapaz de decir nada, miró hacia abajo y sintió que se encogía más todavía, si es que aquello era posible.

—Amo, por favor…--suplicó tras unos segundos que le parecieron horas—por favor…

Inti resopló, apartó el cuaderno con fastidio y volvió a encararse a la chica.

—¿Qué?—le espetó, desabrido—¿por favor qué?

—Acépteme…--murmuró Esther. Acto seguido recordó la forma en la que debía referirse a sí misma—Acepte a esta perra de nuevo, por favor, Amo…

Inti no respondió. Apretó los puños por debajo de la mesa hasta que sus nudillos se pusieron blancos. No, no, no. Ese día ya había sido lo suficientemente negro, y la noche anterior. No quería ahora pasar por rechazar a Esther una y otra vez. En su fuero interno no estaba seguro de poder hacerlo, pero se empeñaba en pensar que sí. Era lo único que cabía hacer teniendo en cuenta todo lo ocurrido.

—Acepte a esta perra—lloró Esther, ya sin contención—esta perra hará lo que sea, aguantará lo que sea…

Como si la hubieran empujado unas manos invisibles, Esther se movió bruscamente, caminando anquilosada hacia la cama de Inti. Habría ido hacia él, porque lo que realmente deseaba era arrodillarse y besar sus pies, pero no se atrevió. En lugar de eso, con la mirada aún fija en el suelo, se arrodilló frente a una de las cama. Sabía muy bien lo que hacía, aunque lo hizo sin pensar: se bajó los pantalones y le ofreció todo cuanto podía ofrecer en ese momento, pues no se tenía más que a sí misma. Apoyó la mejilla sobre la colcha de la cama, cerró los ojos y esperó.

—Castígueme, por favor.

El susurro de su voz se derramó por las paredes del cuarto en penumbra; la habitación se hallaba iluminada tan sólo por la bombilla azul del pequeño flexo que había en el escritorio y por la luz de la pantalla del ordenador portátil abierto. El ruido sordo de este último, el runrun del ventilador, se amplificó en los oídos de Esther y dio vueltas en su cabeza, hipnótico. No escuchaba nada más que eso y su propia respiración. No quería abrir los ojos.

—Levántate—le dijo Inti con tono glacial—por favor. No quiero nada contigo—se obligó a decir—márchate.

Le costó mucho decir eso. Más aun viéndola así, indefensa, ofrecida. Se movió sobre la silla: la polla se le había puesto durísima en tan sólo segundos sólo con ver aquello.

—Márchate—insistió, al ver que ella no se movía—por favor, no me obligues a ir hasta ahí para sacarte yo.

Eso precisamente quería Esther, y lo temía más que ninguna otra cosa: que él fuera.

Y fue.

Bufó, se recolocó el paquete—Esther no podía verle, mantenía la cabeza sepultada contra el colchón y los ojos cerrados—y en un par de zancadas se colocó detrás de ella.

Contemplar más cerca los mordiscos del cinturón no contribuyó a tranquilizarle ni de lejos. Apretó los dientes, se esforzó por ocultar el temblor de sus manos tensándolas como garras, y le subió con brusquedad los pantalones. Luego la cogió del brazo, tiró de ella sin demasiada fuerza y la levantó.

Esther dobló las rodillas y se dejó caer. “Tendrás que sacarme a rastras” pensó. Y eso fue lo que hizo Inti, aunque con menos rudeza de la esperada. La tomó por debajo de los brazos y tiró de ella hasta traspasar la puerta. Ella no quiso colaborar, no dio ni un solo paso, pero tampoco se resistió.

Inti la dejó allí fuera en el pasillo, luego se metió en la habitación y volvió a cerrar la puerta tras de sí.

Una vez dentro del cuarto la oyó llorar. Eso le enterneció a su pesar, le excitó, y le puso furibundo de rabia al mismo tiempo. Dios, qué asco de día. Tenía ganas de cerrar los ojos por fin, dormir y olvidarlo todo; cuando viera el amanecer del día siguiente se sentiría, quizá, un poco más tranquilo.