Por una habitación-12-

Placer.

Al cuerno los planes del estreno conjunto, del “estreno feliz”, pensó Jen con la rapidez del relámpago. Las cosas habían tomado un ritmo muy distinto al que llevaban días atrás cuando aquello se pactó.

La polla le dolía contra la tela del pijama. Sacó la mano derecha de entre las nalgas de Esther—la izquierda la mantuvo firme, presionando donde estaba—y se desató los cordones que mantenían el pantalón en su sitio. Gimió de alivio cuando al fin liberó su erección; su verga osciló en el aire como si fuera de goma, ya sin la molesta ropa. Los pantalones, muy amplios, se deslizaron hasta sus caderas a pesar de tener él las piernas separadas.

Esther sintió rebotar algo caliente y elástico contra la parte baja de su espalda. Jen ya no le sujetaba la cabeza, así que pudo girar un poco el cuello para mirarle. Tan sólo alcanzó a ver un sesgo de su mirada emborronada, de su boca entre abierta y jadeante y de su pecho que subía y bajaba en cada respiración. Vio que estaba desnudo de cintura para abajo y se estremeció.

—Amo…—musitó—por favor, ¿puedes quitarte la camiseta?

Él sonrió divertido y metió la mano en su bolsillo para desenganchar una cadena plateada donde llevaba instrumental de trabajo. Sacó también una cartera pequeña y colocó ambos objetos sobre la mesita de noche.

—Puedo—dijo, ayudando a Esther a girarse un poco para mirarla de frente—Claro que puedo…

Ella le mantenía la mirada con los ojos muy abiertos, dándole atención plena. A Jen le pareció que estaba triste, o tal vez asustada independientemente de la excitación.

—¿Y lo vas a hacer, Amo?

Jen volvió a sonreír. Se quitó la parte de arriba del pijama, la arrojó al suelo y se inclinó sobre Esther para acariciarle la mejilla y darle un delicado beso en el cuello. Subió con la boca bordeando su mandíbula, rozando la piel levemente con los dientes; siguió subiendo y le lamió la comisura de la boca.

Esther temblaba como una hoja bajo el enjuto cuerpo de Jen. Le parecía que no tenía ojos suficientes para mirarle a pesar de tenerlos tan abiertos, desbordados sin apenas parpadear.

—¿Estás bien, Eshter?—le preguntó él al oído.

Lo que ella respondió le sorprendió, o al menos no esperaba oír algo como eso.

—Contigo siempre estoy bien, Amo—le dijo.

-—Si te encontraras mal me lo dirías, ¿verdad?

Esther asintió.

—Respóndeme—le conminó él, aún en voz baja pero con firmeza.

—Sí, Amo, se lo diría. Te lo diría…

Jen sonrió contra su oído.

—Tranquila—ronroneó—no voy a hacerte daño.

Acto seguido la asió de la cintura con un movimiento absolutamente calculado y en apenas dos segundos la tenía de nuevo vuelta de espaldas sobre la cama. Se volvió a sentar a horcajadas sobre ella.

—No me tengas miedo…

Acarició la parte interna de las redondas y amoratadas nalgas. Hundió los dedos en la mullida piel cuidando de no presionar en las señales del cinto, y tiró de ella separando de nuevo los cachetes. El agujero que se escondía ahí se veía enrojecido y más abierto que la última vez. Volvió a escupir en él, a frotar con la yema del dedo—arrancándole gemidos a la perra, otra vez—y a penetrarlo manualmente con ganas. Empezó de nuevo, metiendo sólo un dedo, pero comprobó que le sobraba espacio para meter otro y así lo hizo. Al principio le costó mover los dos dedos allí dentro; tuvo que acomodarlos juntos despacio, con pequeñas insinuaciones, imprimiendo ritmo y aumentando la profundidad a medida que aquel túnel se hacía más penetrable.

Esther sentía que le estaban rompiendo el culo a conciencia y le gustaba. A penas le dolía ya la presión de los dedos de Jen—suponía que tenía dentro más de uno, aunque no sabría decir cuántos—y se sentía inmensamente cerda disfrutando de aquel masaje, de aquella secreta fuente de placer.

Jen movía los dedos cada vez más rápido y más fuerte para ensancharla. Sólo de pensar lo que le parecía que él quería hacer, para qué se estaba molestando en hacer el pasillo más amplio, le hizo a Esther brincar de júbilo por dentro. Siempre lo había deseado. Desde hacía ya tiempo, desde antes de conocer a los Amos, ella había deseado en secreto poder disfrutar de ese tipo de sexo.

Le habían intentado hacer sexo anal una vez y había sido nefasto. Sin embargo sentía que con Jen sería diferente: disfrutaría. De hecho, estaba disfrutándolo… mucho…

—¿Todo bien, nena?—gruñó él detrás de su nuca.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo para que le saliera la voz. Tragó saliva y tomó una bocanada de aire.

—Sí, Amo…

Jen necesitaba desesperadamente tocarse, de la manera que fuera. Tenía ambas manos ocupadas y no las quería despegar de donde estaban, así que basculó sobre los muslos de Esther y apretó la polla contra lo primero que encontró. Resultó ser la tierna piel de ella cerca del hueco detrás de su rodilla derecha.

Ella dio un respingo cuando sintió aquella verga dura y humedecida, rotunda, clavándose en la parte interna de su pierna. La deseaba. Le vino a la cabeza su textura, su olor, la huella de su sabor…

—¿Me la vas a meter, Amo?—preguntó.

—Sí—jadeó Jen, dejando insinuar ya el tercer dedo a las puertas de su culo—pero no todavía.

Oh, dios. Esther se clavó literalmente en el dedo pulgar de Jen, el que mantenía la presión contra su clítoris. Bajo una imperiosa necesidad, danzó con las caderas en torno a esa presión, tres bruscas sacudidas. Paró justo al borde del orgasmo, orgasmo que se había materializado ante ella de pronto, a muy poca distancia.

Frenó. Boqueó. No sabía si tenía permiso para correrse.

—Amo…—se le quebró la voz.

Jen dejó de mover la mano que tenía en el culo de Esther.

—Dime, perrita.

Oh, esa palabra. La ponía a cien. Pensó que por mucho que se esforzase en estar quieta, si Jen seguía así terminaría por estallar.

—Amo, ¿me deja... me dejas correrme?

Jen bufó.

—Cuando te quieras correr avísame—dijo, y volvió a la carga.

No la había respondido, pensó Esther.

La certeza de que correrse podía estar prohibido subió su excitación hasta límites insospechados.

—Amo, no sé si voy a poder aguantar…—gimoteó en voz más alta.

Jen metía y sacaba ya tres dedos mojados del culo de su perra. En la habitación se escuchaba claramente el chapoteo de su mano al avanzar y retroceder.

—Aguántalo—le susurró. La palabra restalló en el aire.

Esther hacía ya tiempo que no se movía. Temblaba, cada vez de forma más acusada, intentando absorber aquellas estocadas de dedos sin correrse. Para eludir la presión en el clítoris había intentado de todo, pero nada había servido. Si juntaba las piernas se excitaba mucho más, si las separaba era aún peor. Con las piernas abiertas, aparte de notar más profundamente el contacto de Jen, se veía a sí misma ofrecida, preparada, a su disposición para lo que él quisiera hacerle… la sola idea era una catapulta directa al orgasmo.

Se moría de placer sólo con pensar en ser “usada” por él, en que él la utilizase para obtener placer, para disfrutar de la manera que él quisiera. Ardía a su merced. No había lugar para el miedo entre tanto calor, pero sí estaba presente en su cabeza la vaga idea de estar corriendo un riesgo, lo que la espoleaba aún más.

—Amo, por favor, por favor, no puedo más…

El amo había cerrado la mano entre sus piernas y ahora su clítoris palpitaba contra su puño. Dios, iba a correrse…

—A cuatro patas—le ordenó él.

La voz le temblaba por la excitación. Se agarró la polla mientras Esther se apuntalaba en la posición que él le había ordenado y comenzó a acariciarse despacio. También se sentía próximo al orgasmo, y desde luego quería retrasarlo. No podía dejar de tocarse pero lo hizo muy lentamente, tratando de controlarse al máximo.

Alargó la mano hasta la mesita de noche, abrió su cartera y sacó un condón. Le costó ponérselo, estaba ansioso por hundirse en aquel culito de miel.

Sujetó las nalgas de Esther y entró en ella despacio. Todo estaba perfecto. Se abría paso dentro de ella con una resistencia razonable.

Avanzó unos centímetros y se detuvo. Ella se había quedado quieta, jadeando, muy tensa.

—¿Te duele?—le preguntó.

Le dolía, al menos un poco. Pero quería más.

—No, Amo—se obligó a contestar.

Jen le tocó la entrepierna y confirmó que continuaba excitada. Frotó su clítoris con intención y ella se retorció, ordeñándole la polla.

—Oh, dios, Esther…

Con una mano la asió de la cintura fijando las caderas de ella contra su pubis, con la otra le tapó la boca. Cubrió los labios de ella con su palma y apretó fuerte mientras la cabalgaba. Ya entraba y salía de su culo con total libertad; ya podía golpear con las caderas todo lo profundo que quisiera sin miedo a dañarla. Qué gustazo.

—Tócate…—le dijo.

Ella obedeció, como una conejita obediente. Movió los dedos en su coño y agitó de nuevo su culo, tirando de la polla de Jen nuevamente hacia dentro.

Ver y sentir esto fue demasiado para el Amo.

—Puedes correrte, perrita—resolló contra el cuello de Esther—yo me voy a correr…

A pesar de que Jen le tapaba la boca con la mano, el grito de Esther se escuchó perfectamente en la cocina, donde seguía sentado Alex. Gritó como una cerda cuando por fin se dejó llevar y se corrió; se atragantó con palabras que se estrellaron contra la mano de Jen, mano que la amordazaba cerrándose en su mandíbula como una tenaza.

Jen no se contuvo más y bombeó fuerte. Golpeó con saña con las caderas unas cuantas veces y se dejó ir, descargando su leche en aquel culito apretado.

Cuando las contracciones del orgasmo amainaron por fin, se derrumbó dejándose caer sobre la espalda de Esther.

A medida que "aterrizaba" a su vez, ella se preguntó si estaba cayendo enferma. Quizá el pasar la noche anterior a la intemperie la había dejado K.O y eso explicaba que se hubiera volcado en aquel placer de manera tan demencial. No le dolía nada ahora, ni siquiera el culo (ni por dentro ni por fuera), no se encontraba mal… pero, ¿entonces?…

“Quiero volver a casa”

pensó justo en ese momento, quién sabe por qué. No se refería a la casa de sus padres, claro.