Por una habitación -11-

En casa.

Dejó a Esther dormida en la habitación y caminó hasta la cocina. Acababa de pajearse y estaba hecho polvo. Tuvo que acabar rápido cuando oyó que ella le llamaba.

Una vez en la cocina se dejó caer sobre la silla que ocupaba habitualmente contra la pared. Apoyó la cabeza en los azulejos y cerró los ojos, se estaba quedando sin fuerzas. Tomó una bocanada de aire, llenó al máximo sus pulmones de nadador y contuvo la respiración durante unos segundos, luego soltó el aire poco a poco y al hacerlo cada uno de sus músculos se relajó.

Otra vez. Inhaló profundamente, exhaló. Oh, sí.

Se iba sumergiendo de esta forma en un estado de relajación en el que podía pensar más despacio. No quería pensar e invertía esfuerzo en no hacerlo, pero desgraciadamente por lo visto no estaba en su mano evitarlo. Imágenes de lo que acababa de pasar con Esther bombardeaban su cabeza, mezclándose con aquellas aberraciones que él había deseado. El deseo se había abierto paso a latigazos, a golpes. Tan pronto le sobrevenía como después se esfumaba, dejándole escandalizado y con miedo. ¿Realmente él era así?

Trabajaba con chicos procedentes de entornos familiares y sociales problemáticos día a día, sabía el daño que el abuso causaba. No le entraba en la cabeza el hecho de excitarse realmente por todas aquellas cosas que pensaba ahora, de pronto. Nunca había pensado en algo así -nunca, ¿verdad?...- y ahora no podía parar de hacerlo.

Había pensado en violencia. O no. No exactamente, más que violencia era rudeza, brusquedad en el trato. Tomar por la fuerza aquello que deseaba, y hacerlo sin más y porque sí, porque era suyo.

Morder, arañar, golpear. Violar. Aquello era… maltratar. ¿Lo era?

Decididamente no iba a dárselo a Esther.

Para sacudirse la tentación de la cabeza—tentación inevitable que iba más allá de lo que ahora podía dilucidar, su deseo era enorme—cogió su móvil y mandó un mensaje de texto.

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Jen no tenía tregua aquella mañana. La jornada estaba siendo agotadora en el centro donde trabajaba. Los chavales estaban revolucionados ni idea de por qué motivo, rechazando medicación y liándola parda; su jefe le había dado el coñazo mil veces sobre la actualización de no sé qué registros, y por si fuera poco, se acababa de presentar un tipo de la comunidad a hacer una auditoría. De vez en cuando había controles, y así tenía que ser, pero qué inoportunos eran, carajo.

No, decididamente no podía mirar el teléfono móvil que acababa de vibrar en el bolsillo de su pijama, no en aquel momento.

Con el hombre de la auditoría observando las caducidades de la medicación ahí dentro—la enfermería era un tugurio de dos por dos—se abrió la puerta con un sonoro “Blam” y entró Macaco sangrando por la nariz. Macaco era un chaval residente en el centro, muy torpe por otra parte, que solía lesionarse a menudo. Esta vez, por lo que pudo observar Jen nada más verle, parecía que le hubieran dado una patada o un codazo en la cara. Los chavales estaban jugando un partido de fútbol, Macaco siempre terminaba lesionado de una forma o de otra.

Joder, no podía tener más agobio.

Y algo le decía que era importante, que debía detenerse un momento y mirar el teléfono, pero eran tantos los frentes abiertos que temía perder la concentración. Se obligó a centrarse en la nariz rota de Macaco… Oh joder, parecía rota de verdad, había que derivarle al hospital, pobrecito.

—Maca, por dios, qué has hecho…

—gfñzjfjmm…--respondió el aludido. Vocalizar nunca había sido su fuerte pero por ende tenía los labios hinchados y sanguinolentos, así que no había forma de entenderle.

—Aquí hay medicación fuera de inventario…—le espetó el auditor a Jen, sin ninguna sensibilidad.

Jen continuó limpiando con suero las heridas de Macaco a conciencia. Ya atendería al tipo ese cuando terminase.

Así se le amontonó la mañana entre unas cosas y otras. Cuando por fin la ambulancia se llevó a Macaco y el auditor se fue, no sin antes haber discutido pormenorizadamente cada incidencia de manera agotadora, Jen cogió su móvil y lo desbloqueó.

El mensaje era de Alex.

“Está en casa. Todo bien”.

Tuvo que leerlo varias veces para asimilarlo. ¿En casa? Se refería a Esther, sin duda. Habían tenido una larga conversación sobre ella la noche anterior, los dos.

Se apresuró a marcar el número de Alex pero justo en ese momento—horror de los horrores—apareció por la puerta Ofelia, la mujer de su jefe. Era una mujer oronda con pinta de viciosa que se comía a Jen con la mirada y acudía a verle frecuentemente con cualquier pretexto, tuviera éste trabajo por delante o no.

—Hola—saludó, sonriendo melosa--¿me tomas la tensión, por favor? Sólo si no es mal momento…

“¡Mierda!” pensó él.

—Sí claro, pasa, Ofi…

Ofelia era de esas personas que en lugar de echarse colonia parece que se bañen en ella. La atmósfera en la enfermería enana, que ya olía a cerrado de por sí después de pasar por ella el jefe, el auditor y el Macaco, se enrareció de forma insoportable.

Pero Jen ni reparó en ello.

Esther, en casa. Todo bien.

Se preguntó si podría escaparse antes. Estaba el día como para ello, ¡ja!

Pero quizá si llamaba a Paola, su compañera del turno de tarde, y le pedía que viniera un poco antes…

***----~~~(,, ,,ºº>----*****

Inti jugaba con sus papeles sobre el escritorio, poniéndolos en riguroso orden haciendo coincidir cada uno de sus extremos -maldito TOC-, cuando sonó el teléfono de la pequeña consulta que ocupaba aquella mañana en la clínica.

Con desgana, presuponiendo que se trataba de una llamada interna, descolgó el auricular.

—¿Sí?

—Ey, tengo que hablar contigo, ¿estás ocupado?

Inti hizo una mueca de disgusto. ¿Alex? ¿Qué coño quería?

—No—contestó con resignación—¿qué pasa?

Alex se demoró un momento.

—Perdone su excelencia que le moleste—respondió finalmente—sólo quería decirte algo que quizá te interese saber…

Joder. “Más te vale que sea importante”, pensó. La mañana estaba siendo una auténtica mierda. Había recibido un perrito pequeño a primera hora, destrozado por un atropello, un chiuaua con un jersey de tamaño minúsculo. La dueña le amaba, sin duda. Y no habían podido hacer nada.

Por si esto fuera poco, hacía tan solo minutos había tenido que sacrificar al viejo Jax… se trataba de un perro callejero que habían adoptado en la clínica hacía tres años, recién llegado Inti, y ya era viejo entonces. Había aparecido en la hípica de al lado con una herida profunda en el lomo que aún no sabían ni quién ni qué se la había producido. Era un perro grande y afable, con pinta de mastín aunque un poco más grande. No era agresivo pero tenía carácter, y lo había tenido hasta el final. El pobre ya no podía levantarse si quiera, la artrosis le estaba matando de dolor.

Cuando lo encontraron la herida había tardado mucho en curarse, e Inti pensaba que tal vez eso le había robado al perro tiempo de vida, le había debilitado. Mucho sufrimiento en poco tiempo, y eso que nadie sabía nada de su historia anterior.

Dormirle había tenido al menos un componente liberador pues había puesto fin al sufrimiento del animal. Pero había sido horrible, jodidamente horrible, apagar la vida de un viejo amigo. Pobre Jax. Y en cuanto a Inti, desde luego había tenido días mejores.

—¿Qué pasa?—repitió con aspereza.

—Es sobre Esther. Está en casa.

Silencio.

—¿Ha vuelto?—carraspeó Inti finalmente.

—No… --respondió Alex—no lo sé, la verdad.

—¿Pero está ahí ahora? ¿Cómo que no lo sabes?

—Te noto estresado. Ya te lo explicaré cuando llegues a casa…

Alex escuchó como Inti bufaba al otro lado del teléfono.

—Pero Alex, vamos a ver, ¿está ahí o no?

—Sí. Está aquí.

—¿Y está bien?

—Sí—Alex no pudo evitar que le temblara la voz ligeramente al decir esto—sí, está bien. Ha dormido en la calle pero está bien. Inti, tenemos que hacer algo con este tema...

No era el mejor momento para tirar de ese hilo con su amigo. Pero quería decírselo, aunque fuera para dejarlo como apunte pendiente y hablar de ello más adelante.

—¿Ha dormido en la calle? Está mal de la cabeza esa chica. Joder. Con el frío que hace habrá pillado una pulmonía.

—No, parece que no.

Por si acaso, Alex la había tapado bien.

—Bueno, ¿qué quiere?—quiso saber Inti--¿largarse? ¿Quedarse? Yo si fuera ella no volvería a convivir con un “maldito cabrón”.

—No te olvides de “hijo de puta”—le recordó Alex.

—Eso—corroboró Inti—y de “hacer algo con el tema” yo paso. Paso de este asunto. Lo último que quiero ahora son quebraderos de cabeza.

—Pero…

—Si queréis jueguecitos pues jugad, por mí no tengáis problema, pero que quede entre vosotros tres. Yo paso.

—Bueno, veo que te he llamado en el momento perfecto…

—Para no variar.

Alex colgó el teléfono. Era amigo de Inti desde hace muchísimo tiempo, pero a veces sentía que le daría de ostias hasta hartarse. Puta forma de ser tenía, jodido bivalvo, metido en su concha con su madreperla. A tomar por culo.

Quería hablar con él, no sólo sobre Esther, sino sobre el inquietante descubrimiento de sus nuevas pulsiones propias. Le parecía que Inti podía entenderle. Con Jen hablaría también, pero Jen era más tranquilo, era de esas personas que tienen el don de hacer sentir bien a los que tienen cerca. Jen no parecía impulsivo como él. Le parecía que Inti podía entenderle mejor a ese respecto. Alex necesitaba entender lo que estaba pasando, lo que le estaba pasando.

Pero en fin, ya habría oportunidad de hablar largo y tendido cuando su amigo volviera, o al menos eso esperaba.


Jen entró en la casa y cerró la puerta quedamente, sin hacer ruido. La buenaza de Paola había accedido a cubrirle desde las dos hasta las tres de la tarde, así que llegaba a casa una hora antes de lo que lo hacía normalmente. Le había dicho a su compañera que había tenido una emergencia, y no había mentido, por lo menos sentía que era así.

Se quitó la chupa y la colgó en el perchero de la entrada. Debajo de ella llevaba aún el pijama blanco de trabajo ya que no se había cambiado de ropa ni siquiera, había subido al coche tal y como estaba para llegar cuanto antes sin querer perder tiempo.

Encontró a Alex en la cocina. No se había movido de la silla donde se había sentado hacía ya horas, pero eso Jen no podía saberlo.

—¿Dónde está?—preguntó desde la puerta.

Su amigo le miró sorprendido como si no le hubiera oido llegar.

--Duerme—respondió.

—¿En la habitación de alquiler?

—Sí.

Jen salió de la cocina y enfiló hacia el pasillo.

—Eh, ¿adónde vas?—le gritó Alex desde su silla.

—A verla—contestó.

-

Abrió la puerta con cuidado de no hacer ruido. La habitación se hallaba sumida en una suave penumbra, iluminada tan sólo por los pequeños cuadraditos de luz que se filtraban por las ranuras de la persiana. La cama se distinguía abultada por la persona que dormía en ella aunque no se adivinaba ninguna silueta, solo mantas. Jen se mordió el labio. Estaba ahí...

Se acercó y se sentó en el borde de la cama, a su espalda. Extendió el brazo para colocar los cobertores y sin querer rozó la frente de Esther con una tira de cuero que colgaba de su muñeca. Ella se revolvió entre sueños y murmuró algo ininteligible.

—Nena…—susurró Jen.

No quería despertarla, decirlo había sido como pensar en voz alta. Pero ella abrió los ojos y giró la cabeza hacia él.

Al principio no le distinguió con claridad. Poco a poco, cuando sus ojos se fueron amoldando al estado de vigilia, alcanzó a ver quién estaba sentado junto a ella. Cuando se dio cuenta abrió los ojos de par en par y se le cortó la respiración.

—Jen…

Su voz estaba todavía empapada de sueño, teñida de sorpresa.

Él sonrió quedamente sin atreverse aún a expresar cariño. Quizá ella estaba enfadada, quizá no quería saber nada de él…

—Hola, Esther—le dijo suavemente—bienvenida de nuevo.

“No voy a quedarme” pensó ella. Pero no fue capaz de decirlo.

—Hola…--respondió en lugar de eso.

Jen sonrió más.

—Me alegro de que estés aquí…

Ella bajó la cabeza. “Por favor, no digas eso…”

—¿Cómo estás? Inti te pegó fuerte—murmuró-- ¿Te duele?

Como el demonio. Cada vez que se sentaba o apoyaba en alguna superficie, Esther revivía el castigo en su piel.

—Un poco…—respondió.

—¿Sangraste?

Ella le miró desencajada.

—Sí, sangré. ¿Por qué quieres saberlo?

—Porque podría infectarse la piel que se ha roto. ¿Me dejas echarle un vistazo?

No, de ninguna manera. No se le ocurría nada más humillante que eso. Ya era bastante que Jen pudiera ver las marcas que le habían quedado dentro, mirándola a los ojos, como para encima enseñarle las de fuera.

—Me da vergüenza…—le dijo.

El frunció el ceño. No era la primera vez que ella le decía algo así.

—¿Vergüenza? Te aseguro que he visto muchas heridas y bastantes culos por interés profesional. Vamos, date la vuelta. Iré a buscar algo que creo que te ayudará, date la vuelta y espérame.

Vaya, no dejaba de ser amable pero se mostraba autoritario.

Jen volvió en cuestión de minutos. Esther se incorporó y vio que llevaba un tubo de crema entre las manos. Finalmente se avino a la posición que Jen le había encomendado, y sintió un hormigueo cuando las manos de él se posaron sobre su espalda.

Así, con el pijama blanco escotado en pico, sentado junto a ella en la cama, Jen parecía su enfermero personal. Al fin y al cabo era eso, un profesional que podía ayudarla con el dolor.

—Vale, tranquila…—murmuró mientras retiraba la sábana y la manta.

Desabrochó los pantalones de Esther y tiró de ellos con suavidad, enroscándoselos a la altura de las rodillas. Ya por debajo de las bragas se veían señales violetas sobre los muslos de la chica, inicios del camino donde el cinturón había impactado. Tomó la goma de las bragas y se las bajó despacio, apenado. Pobre Esther.

Lo que vio le impresionó en más de un sentido. Ese mapa de señales en zigzag en toda la gama de morados, esas agresivas marcas. Se apenaba por Esther pero a la vez algo le removía por dentro pues le parecía que lo que veía tenía también algo hermoso. A efectos clínicos había alguna herida leve pero parecía estar costreando sin problemas ni signos de infección.

--Voy a darte un poco de crema por encima de la piel íntegra—le explicó—la vas a notar un poco fría al principio, pero te calmará.

Esther se estremeció cuando Jen comenzó a masajearle las nalgas aplicándole el ungüento. Le produjo una sensación desagradable pero eso fue solo al principio, casi inmediatamente sintió alivio. Sentía más el frescor que el dolor, en cualquier caso. Y las manos de Jen eran atentas, cautas, experimentadas.

Sintió que la mano derecha de él subía hasta su hueso sacro y comenzaba a hacer una leve presión sobre las vértebras.

--Hmmmmm…

Escuchó una risita de él en respuesta a su murmullo de gusto. Había sonado vehemente, no había podido evitarlo.

Jen siguió masajeándola muy despacio, muy suavemente. Todavía conservaba crema en los dedos, y estos rodaban sobre la piel con completa libertad, sin que nada les opusiera resistencia.

Llevaban así más tiempo del que Esther creía cuando, de pronto, sintió la punta del dedo de Jen entre sus nalgas. Estaba fresca por la crema y se deslizaba de forma deliciosa, aunque sólo se atrevió a insinuarse. Ella no supo qué hacer. Deseo ese dedo hincado en su culo con mucho amor e inmediatamente se dijo a sí misma que era una zorra, una guarra, una perra y blablá, pero qué más daba. Tumbada boca abajo como estaba, emitió un quejido y separó un poco las piernas resistiendo la tentación de levantar el trasero. El coño se le mojó de golpe y lo sintió palpitar.

Le pareció que Jen jadeaba detrás de ella.

—¿Te molesta que toque por aquí?—preguntó él, introduciendo de nuevo la punta del dedo entre las nalgas de Esther.

Ni él mismo había podido imaginar acabar así, deseando ese culito. Estaba preocupado por Esther, estaba centrado en curarla, pero no contaba con que una vez hecho aquello se excitaría de aquel modo queriendo petarle el ano.

Ella gimió y movió las caderas por toda respuesta.

—¿Eres mi perrita aún, nena?

Oh, Amo. Volvió a mojarse con aquellas palabras y la habitación empezó a oler a sexo.

Jen se había inclinado sobre la espalda de ella y había pronunciado la pregunta en su oído, con la mano izquierda le acariciaba el pelo y presionaba muy suavemente su cabeza contra la almohada, con la mano derecha seguía explorándola entre las nalgas cada vez más adentro.

—No me hagas esa pregunta, por favor, Amo.

Él se rió y la besó detrás de la oreja.

—Pequeña…

Encontró su ano y, para sorpresa de Esther, lo penetró de golpe hasta el nudillo con un dedo lubricado en crema. La muchacha arqueó la espalda y levantó el culo como perra en celo; su agujero protestó ante aquella intromisión pero se adaptó en seguida al dedo que lo invadía y la perrita comenzó a mover las caderas en círculos queriendo más, obscenamente pidiendo más.

—¿Te duele?—murmuró Jen.

Ella negó con la cabeza, era evidente que no.

—No…

Él empezó a mover el dedo más rápido. Cuando ya no pudo clavarlo más adentro, se montó a horcajadas sobre la parte posterior de los muslos de Esther, le separó las nalgas y escupió directamente en su agujero que ya comenzaba a verse abierto. La había agarrado con cuidado, procurando no presionar ningún moratón y al mismo tiempo tirar de la piel con la firmeza necesaria para trabajarse ese culito.

—¿Te gusta?—jadeó.

—Sí…

Frotó la saliva entre las nalgas de la perra friccionando la yema de su dedo con rapidez. Esther se revolvió: su culo caliente le echaba de menos. Él la tomó del pelo y la mordió en el cuello. Volvió a penetrarla el culo con el dedo, esta vez con más vigor que antes porque sabía que entraría fácil; trazó dentro de ella círculos cada vez más amplios y profundos, sintiendo como la piel que le abrazaba empezaba a ceder.

La perra gemía de placer. Jen tenía los nudillos empapados por los jugos que le habían chorreado la mano procedentes de su coño, más abajo de la parte donde él centraba en aquel momento su atención. Decidió hacerle un poco de caso al clítoris de ella y deslizó la mano izquierda en el calor de su sexo, buscándolo al tacto. Lo encontró y lo presionó con su dedo pulgar sin moverlo, dejándolo quieto allí para que ella se frotara. Esther cabalgó en el aire como loca.

Ya gemía y lloriqueaba contra la almohada con dos dedos dentro de su culo. Uno más, y Jen podría meterle la polla sin destrozarla. Oh, dios, cómo lo deseaba. Al cuerno los planes del estreno conjunto, del “estreno feliz”; las cosas habían tomado un ritmo muy distinto.

(Continúa)