Por si acaso . . .

¿Eres tú? - Sí. - Ven en seguida, porque ya se ha ido Pepe.

POR SI ACASO...

-Pepe —dijo la Condesa tocando suavemente en el hombro a su

marido, que dormitaba en un sillón al lado de la chimenea.

  • ¿Qué pasa? —dijo él incorporándose.

  • ¿No vas al club? Son muy cerca de las siete.

-Te agradezco que me hayas despertado; voy a vestirme. Y tú, ¿qué piensas hacer esta noche?

-Es nuestro turno del Real, y si viene Luisa, iremos un rato. ¿Tú no vas al palco con nosotras?

-Veré si puedo. Por ahora voy a vestirme. Media hora después, el Conde, envuelto en su gabán de pieles, se acomodaba en su berlina, diciendo al lacayo:

-Al Veloz.

Cuando el ruido del carruaje anunció que el Conde se alejaba, alzóse el portier del salón en que había quedado la bella Condesa, y la cabeza rubia de una mujer joven asomó por allí.

  • ¿Se ha ido? —preguntó a media voz.

-Sí, Luisa, entra.

  • ¿Insistes en tu plan?

-Sí; no hay peligro alguno, y además, Luciano me ha prometido ayudarme.

  • ¿Lo crees seguro?

-Vaya, y necesario. En toda esta temporada del Real no he conseguido que me acompañe un solo día al palco por irse al Veloz. ¡Dichoso Veloz! No sé qué tiene para nuestros maridos. Y después de todo, debe ser muy aburrido. Pero esta noche sí me acompaña; vaya si me acompaña. Ahora voy a vestirme yo también.

El club estaba lleno. Unos socios jugaban al tresillo o al whist, haciendo tiempo mientras se abría el comedor. Otros conversaban alegremente en los salones. Se oyó el timbre del teléfono, y pocos momentos después, un criado entró preguntando:

  • ¿El señor Marqués de la Ensenada?

  • ¿El Marqués de la Ensenada? —dijo uno.

-Sí, señor —contestó el criado. — Le llaman al teléfono.

-Pero hombre, si el Marqués hace siglos que se murió.

  • Llamarán a la calle del Marqués de la Ensenada —dijo otro.

-Señor -contestó el criado, — ya he dicho a la señora que habla que aquí no hay ningún señor que sea el Marqués de la Ensenada.

-Y ¿qué ha contestado?

-Que eso no me importaba a mí -dijo el criado.- Que yo preguntase por el Marqués de la Ensenada, que ya lo demás no era cuenta mía.

Todo el mundo escuchaba con curiosidad este diálogo, y entre todos, quizá con más atención, Luciano de Oriz, el más alegre y más bromista de los socios, que en aquellos momentos conversaba con el Conde.

-Yo creo que eso es un camelo -dijo una voz.

-No —replicó Luciano;- éste es un lío. Eso de Marqués de la Ensenada es nombre convencional. Ya verán ustedes. Voy a tomar el hilo.

-Pero ¿cómo?

-Nada más fácil. Me acerco al aparato y me hago pasar por el de la Ensenada.

Y sin esperar más, se dirigió rápidamente al aparato. Pocos minutos después volvía, pudiendo apenas hablar a causa de la risa.

  • ¿Qué hubo? ¿Qué hubo? —le preguntaron todos con interés y rodeándole.

-Pues tiene gracia. Luego que me anuncié como el Marqués, una voz femenina me preguntó: "¿Eres tú? -Sí. -Ven en seguida, porque ya se ha ido Pepe." Oí algo como risas de mujer, y se cortó la comunicación.

Una carcajada general contestó a la relación de Luciano, y entonces comenzaron los comentarios.

Claro; se reían de Pepe.

-¡Qué gusto, que no me llamo Pepe!

-Pues yo me llamo Pepe, pero no soy casado.

-Pues yo sí; pero mi mujer está en Niza y desde allí no llama a nadie.

Pero algunas fisonomías se nublaron, y a poco oyéronse dos o tres coches del club salir precipitadamente.

El Conde entró en su casa de vuelta, y al entregar su gabán al criado, dijo a la Condesa, que apareció en aquellos momentos por allí seguida de Luisa:

-Pensé mejor y he resuelto venir a comer contigo para irnos después al Real.

-¡Bendito sea Dios, Pepe! ¿Qué santo me habrá hecho este milagro? ,

Y furtivamente dirigió a Luisa una mirada, en la que podía haberse leído todo este cuento.