Por querer experimentar un embarazo (7)

A la par de la reducción y del desplazamiento de mi pene y de mis testículos, mi pubis se había elevado, dejando un perceptible espacio en relación con la cara superior interna de mis muslos; además, su sínfisis se había recubierto con una almohadilla adiposa en forma de triángulo invertido...

Contemplé los objetos...

Covarrubias, mientras tanto, fue de nuevo al estante: regresó con un estuche rojo de madera y piel, del cual extrajo dos pinzas metálicas soldadas a cadenas pequeñas. Sin titubear, me colocó una en cada pezón, provocando derrames lácteos, y me oprimió los senos entre sus enérgicas manos. ¡Dios! ¡Me supo tan doloroso y placentero a la vez! Obvio: se me activó el reflejo de eyección. ¡Esto me hizo pensar en Jaime! ¡Y el pensar en ese bebito que se había alimentado de mí, contribuyó, a su vez, de manera definitiva, al ya de por sí abundante llenado! ¡De pronto, mi busto pareció querer reventar entre las cuerdas!

–¡Te encanta que te jueguen las tetas! ¿Verdad? ¡Puedo sentir cómo se te cargan desde dentro! ¡Esto sólo lo he visto en mujeres que están amamantando!

Entonces, buscó en el estuche un par de pirámides de plomo, que pronto terminaron colgando de las cadenas y generando tanto movimientos pendulares en mis senos como que de ellos brotaran constantes disparos de espesa crema y finos riachuelos blancos. "Dios, soy tan sensible ahí", pensé.

Luego, tomó el aparato blanco y me lo mostró.

–¿Sabes lo que es esto, perrita?

Moví la cabeza en forma negativa.

–Es un Hitachi Magic Wand, un masajeador eléctrico. Nota sus características: su cabeza redonda, suave y flexible de poco más de cinco centímetros de diámetro, y su asa de casi 23...

Gracias a un cable cercano a los dos metros, Covarrubias conectó el masajeador en un enchufe empotrado en el piso. Luego, me lo recargó en la teta izquierda.

–Encendámoslo en el nivel más bajo: cinco mil revoluciones por minuto...

Pronto, inició una vibración deliciosa, cuyo sonido rebotaba en mi aceleradísmo corazón y cuyo efecto enervaba hasta la última célula de mi piel... Mi culo-vagina se me dilató otro poco...

–Bien –se complació el médico–, bien...

Con muchísima habilidad, me paseó el Hitachi Magic Wand por todo el cuerpo, hasta que llegó a mis nalgas... Se detuvo, repentinamente, lo apagó, y volvió a encenderlo: supe, de inmediato, adónde lo dirigiría...

–Pasemos a las seis mil revoluciones por minuto –anunció.

Y comenzó a jugármelo en mi ano-labios-vaginales. ¡Dios! ¡Esa celestial ondulación me hacía revolverme! Cerré los ojos. El deseo me crecía. "Soy mujer; soy esclava sexual, y me gusta; estoy hecha para que me cojan, para dar placer a cualquier semental".

–¿Estás muy caliente, puta?

Asentí. Sólo podía concentrarme en los efectos que la agitación del dispositivo me causaba. Máxime cuando éste salió de mi raja y paseó por mis muslos, por mi vientre, por mi estómago, hasta que se ensañó con mis pezones. ¡Oí el choque de las pirámides, como si fueran un móvil al viento!

–¡Estarás satisfecha con cómo te dejé las tetotas! –rió– ¡Pronto estarás causando erecciones! ¿Sabes que los pechos de la mujer han recibido más atención erótica que cualquier otra parte de su cuerpo? ¡Los machos no podrán dejar de vértelas!

Me imaginé, con escote insolente, siendo objeto del escrutinio masculino: en la escuela, en un restaurante, en un taxi, en la calle. "Excitaré más a los hombres; se incrementará su deseo por mí". ¡La sola idea me ponía a mil!

Entonces, algo invadió mi boca: ¡era la verga de Covarrubias! ¡El muy cabrón aprovechaba para hacerme una irrumación! El espéculo mantenía mi tragadero abierto, lo convertía en un órgano sexual más, y yo no podía hacer nada, sino recibir ese vital pedazo de carne. Obvio: ya no experimentaba nauseas, pese a que mi úvula y mi glotis estaban siendo agredidas. Mi mente sólo registraba la aguda delectación de ser utilizada, cosificada, y el grato sabor que la rugosa piel y los levemente salados fluidos dejaban sobre mi lengua.

Tras un rato (y aún sin venirse), el médico sacó otra ampolleta de la caja y me la dio a oler. Mi culo-vagina se abrió y colapsó otro poco, mientras todo mi cuerpo entraba en una especie de embriaguez sexual.

–Lo prometido es deuda... Pero estás tan caliente que no requeriré el bat...

Con parsimonia, sacó de la caja unos guantes desechables, se los colocó, me untó una cantidad exagerada de lubricante en mi culo-vagina, y finalmente se cubrió su propia mano derecha, hasta el antebrazo, con la viscosa sustancia...

–Respira, respira...

Me sentí completamente indefensa. Bajé el rostro y abrí los ojos: sólo puede contemplar los grumosos charcos de mi leche, en el piso; las goteantes pirámides; las cadenas recubiertas por una delicada telaraña de nata...

–Trata de poner duros los muslos, para que puedas parar bien las nalgas...

Obedecí. Sí: yo no tenía control de la situación: mi voluntad estaba siendo dominada por completo. Miedo, exaltación, placer, duda, todo se me agolpaba en una especie de oscuro remolino, cuya única iluminación procedía de la voz del macho.

Noté cómo me introducía dos dedos en mi culo-vagina. Luego añadió otro dedo. Y otro más. ¡Dios! ¡Cuatro dedos de nuevo estaban en mí, pero mucho más gruesos ahora que los de Santiago! ¡Además parecían querer escarbar el doble de profundo!

–Cada vez que te lo ordene, perra, deberás apretar el esfínter –ordenó Covarrubias...

Y comenzó a encajarme el quinto dedo, mientras giraba los otros, hasta formar una especie de punta de flecha; luego cargó toda su mano hacia dentro de mí.

–Aprieta...

Lo hice. Mi esfínter y todos mis músculos rectales presionaban los dedos, causándome una sensación gozosa. Poco a poco, sin embargo, comencé a perder fuerza...

–Aprieta, puta..

¡Dios! Reinicié. Duré menos.

–Aprieta...

Covarrubias me insistía ahora cada dos o tres segundos, hasta que comencé a extraviar el sentido del tiempo. Yo obedecía, una y otra vez, pero mi esfínter se iba poniendo más flojo, más vulnerable. Simultáneamente, veía como las tetas se me estiraban debido tanto al lastre en los pezones como a las prodigiosas cantidades que producían y emitían de una emulsión ahora ya casi cuajada. En un momento dado, sin embargo, me abandoné en algún punto del infinito. El esfuerzo me estaba agotando.

–Cierra el esfínter –volvía a ordenar...

¡Dios! Ignoro cuánto tiempo pasamos en ese juego terrible. No obstante, había algo suculento: el creciente morbo, la seguridad de que un macho estaba transmutando otras porciones de mi anatomía.

–Aprieta...

Lo intenté, al fin, sin éxito. Gemí. Y miré a Covarrubias...

–Aprieta, con una chingada...

¡Ya había yo perdido no sólo el control de la situación! ¡También el de mi cuerpo! Covarrubias lo notó, y me dedicó una sonrisa.

–No puedes, ¿verdad?

Asentí. Él me extrajo la mano.

–Bien. ¡Hora del banquete! Flexiona las piernas hasta donde las cuerdas te lo permitan...

Obedecí y cerré los ojos. De inmediato, percibí cómo Covarrubias me ponía una nueva ampolleta de popper ante la nariz, y luego saturaba toda mi raja con más lubricante. Se acomodó tras de mí; y su mano, otra vez en forma de punta de flecha, regresó a mi culo-vagina.

–Aflójate, perrita. Entrégate. Ahora sí vas a saber cómo es que un verdadero hombre te haga suya...

Lenta, firmemente, presionó hacia mis entrañas: mi esfínter, completamente derrotado, ya no ofrecía resistencia.

–Así, puta... Así...

Inesperadamente, sentí cómo los nudillos de la mano alcanzaban mi culo-vagina: ¡me los estaba tragando! Gemí: de dolor y de placer.

–Te gusta, ¿verdad?

¡Dios! Noté, primero, cómo la mano de Covarrubias se me deslizaba por la unión rectosigmoidea, hasta entrar completa en mi colón; después, el esmerado e imparable paso de su muñeca; al final, las primeras y hábiles caricias en mi vientre ¡pero por dentro, desde mi interior!

–Me perteneces –me susurró...

Este nuevo placer era distinto: residía en la dilatación, en las contracciones que me provocaba la introducción de algo tan considerable, sin encontrar dificultades, y con la ventaja de que mis entrañas parecían someterse a la voluntad del macho. Recordé las palabras de Santiago: "No sangraste... Ni siquiera un poco... Estás hecha para que te forniquen". Y supe que, en efecto, más allá del popper, mi cerebro feminizado había fusionado, de manera no sólo psicológica sino también física, el puesto y el funcionamiento de mi recto con el de una vagina, y el de mi colón con el de un útero. Así, operaba inconscientemente sobre la elasticidad de mis músculos internos, para aceptar el brío de quien me dominara. Quise balancearme, pero Covarubias cerró la mano, en forma de puño.

–¿Quién es ahora tu dueño?

La invasión era imparable (podía distinguir el cada vez más recóndito avance de los dedos, su movimiento sutil aunque definitivo). Recordé a Lenin, frente a su prima embrazada, e imaginé: "así deben estremecerse las entrañas cuando son habitadas por un bebé". Se me generó el primer orgasmo, desde mi mente de mujer: "quiero estar embarazada ya, y vivirlo así; que me hagan un hijo y tenerlo dentro". Ante mi respuesta sexual, Covarrubias me sacó la mano y, de golpe, me introdujo completo el Hitachi Magic Wand. No tardé en convulsionarme, presa de un placer intensísimo, mientras las pirámides de plomo se azotaban, una contra otra. Quise creer que los golpecillos en mi centro más íntimo eran las "pataditas" de un Jaime minúsculo, ansioso por nacer.

Abrí los ojos: el descomunal pene del médico se erectaba, otra vez, frente a mí. Noté sus venas hinchadas, su cabeza húmeda y brillante, su largo, su grosor. ¡Olía tan bien como sabía! Traté de estirar la cara, para que se deslizara, nuevamente, entre mis retraídos labios.

–Esta verga estuvo dentro de la boca, de la vagina y del culo de tu madre. –me informó, de forma violenta, detiéndome por las mejillas– Ya la probaste... ¿Quieres que te la dé, ahora, en todas las formas que ella la recibió?

¡Dios! "Soy mujer, como mi madre", pensé. "Soy hembra del mismo macho que se la desvirgó, ¡y pueden meterme las mismas vergas que le metieron a ella, de las mismas maneras¡ ¡Este cabrón, incluso, debe haberla igualmente violado con el puño, como a mí!".

Asentí. Él me retiró el espéculo.

–Dímelo: "quiero disfrutar la verga que mi madre disfrutó".

–Quiero disfrutar la verga que mi madre disfrutó...

–"Ya me la dio usted a mamar, señor, pero quiero tenerla también, como mi madre, en mi vagina y en mi culo"...

–Ya me la dio usted a mamar, señor, pero quiero tenerla también, como mi madre, en mi vagina y en mi culo...

–"Porque soy tan mujer y tan puta como ella"...

–Porque soy tan mujer y tan puta como ella...

–"Y mi culo y mi vagina son una misma cosa".

–Y mi culo y mi vagina son una misma cosa...

Covarrubias me puso dos pirámides más en cada pezón, luego extrajo de golpe el vibrador, se arrancó los guantes, y me tomó por atrás, penetrándome de golpe. Obvio: mi culo-vagina, luego de tanta dilatación, no opuso resistencia. Pero yo no contaba con los cálculos del médico: el efecto del popper pasó, justo cuando la descomunal verga terminaba de llenarme. Percibí, un espasmo exactísimo y el violento cierre de mis músculos...

–¡No mames! –jadeó Covarrubias– ¡Te sientes por dentro igualita que tu madre!

Sus manos me tomaron por las caderas, y me movieron con fuerza, en direcciones caprichosas, aprovechando mi suspensión en el aire, y ocasionando que un hervidero de nuevos placeres se me acrecentara exponencialmente. ¡Toda el vigor de su cuerpo, sin embargo, estaba concentrado en dar impulso a su miembro! Cerré los ojos de nuevo, y revolví mis caderas, para aprovechar cada porción de endurecida carne.

–¡Sí! ¡Coges como ella¡ ¡Aprietas como ella! ¡Y te mueves como ella!

No sé cuánto tiempo duró la sesión. De hecho, me había bloqueado a toda percepción ajena al sexo (simbólica y literalmente). Y mi energía, feminizada, superconcentrada, potenciaba cada caricia, cada arremetida, cada contacto, haciendo que me experimentara, a la par que profundamente mujer, más humillada y más perra. ¡Era una sensación que me devoraba! ¡Necesitaba sentirme todavía más y más hembra, y más y más puta! ¡Como si aún no fuera todo lo que debía ser! ¡Cada embestida de ese adulto y experimentadísimo macho, alcanzando rincones insospechados de mis entrañas, era una sentencia de emputecimiento! "¡Haré lo que sea para tener siempre esta verga", discurrí.

Me estallaron más orgasmos, una tras otro. Y, a la par de las contracciones, salvajes, sentí una especie de tensión en la parte más baja de mi abdomen que devino en sensación de descarga. Abrí los ojos. Paradójicamente, mi pene se había contraído por la excitación, hundiéndose hasta sobresalir apenas un poco más del glande, y parecía un botoncito, ¡pero estaba arrojando líquido! Guardé silencio: sólo entonces pude darme cuenta de que yo había estado gritando. Sentí una descarga eléctrica en mi columna vertebral...

–Me vengo –respingó Covarrubias.

Me jaló el peló y me forzó a acoplármele más, mientras lanzaba un gruñido casi animal. Su semen, más caliente que el de Santiago, pareció llegarme hasta el estómago mismo. Inesperadamente, apenas habiendo cumplido su desahogo, me empujó por las nalgas: el balanceo me desunió de él. A la sensación de vacío, en mi culo-vagina, siguió una de frío. Esperaba escurrimientos, pero no llegaron: la espesa ofrenda de vida reposaba muy dentro de mí.

–¡Qué buen culito eres! –me dijo el médico...

Entonces, estupefacto y divertido, se agachó y levantó del suelo un poco del líquido que yo había arrojado por el pene. Valoró su textura; lo olió.

–¡Vaya! –dijo.

Me acercó la mano empapada a la cara. La giré, las descargas eléctricas avanzaron por todo mi sistema nervioso, alcanzando mi cerebelo. ¡Sí! ¡La feminización a la que había sido sometida no resistía la incoherencia! Y me percaté: ¡me daba pánico el haber eyaculado! ¡Yo no quería producir semen! Fue como si los programas de mi mente se "actualizaran", y las dos partes de mí, Lenin y Ninel, se mezclaran por primera vez, con todas sus consecuencias. "¡Dios!", pensé. "Soy una mujer. ¡Pero nací niño!". ¡Me negaba a tener esos flujos viscosos lo suficientemente cerca de mi nariz para olerlos y confirmar mi sospecha! Temblé.

–¿Qué te pasa? –se intrigó Covarrubias.

–No quiero dejar de ser mujer...

–¿De qué hablas, puta? ¡Claro que no puedes dejar de ser hembra!

–¡No quiero eyacular! –sollocé– El único semen que deseo en mi cuerpo es el que usted me deposite...

Covarrubias me untó el líquido en el rostro, hasta en la boca.

–¿De qué carajo hablas? Esto es una mezcla de orina con líquido prostático. ¡Cómo podrías producir semen si te has destrozado los huevos con los medicamentos?

Quedé estupefacta. Covarrubias llevó su mano a mi entrepierna, y me jaló la apenas sobresaliente piel de los testículos...

–¡Date cuenta! ¡Siente! ¡Te vaciaste los escrotos a golpe de antiandrógenos! ¡Y la mayor parte de los efectos de las hormonas femeninas son ya permanentes en ti!

–¿Entonces? –cuestioné...

–No sólo eres multiorgásmica; te vienes, de hecho, como algunas mujeres especialmente cachondas... Eso es todo...

Suspiré.

Covarrubias comenzó a operar las cuerdas y me depositó suavemente en el piso, hasta que quedé en cuatro patas (la frialdad de los mosaicos hizo más evidente la elevada temperatura de mi cuerpo). Luego, retiró las pinzas de mis hinchados pezones y me desató con habilidad.

–Ve a bañarte –ordenó, señalándome una puerta al fondo de un pasillo...

Me levanté, sin chistar, y quise hacerlo rápido, pero tuve que acostumbrarme a mis nuevas dimensiones: las tetas me pesaban casi hasta lo insoportable y notaba toda la piel del cuerpo bien distendida. Poco a poco, con mucho cuidado, comencé a moverme, tratando de hallar tanto mi nuevo punto de equilibrio como un alivio general. Para mi sorpresa, entre más seductora me movía, más cómoda estaba. Me invadió una felicidad intensa: "¡he cambiado de sexo! Fui Lenin, pero me transformé. Soy Ninel, ahora: una tentación para los hombres; una mujercita cachonda, y como tal me vengo. ¡Y nadie puede quitarme eso! ¡Ni siquiera la pendeja de Martha!".

La puerta deba a un baño muy austero, pero bien equipado. En los anaqueles de acero inoxidable sólo había productos de la Farmacia de Santa María Novella, esponjas nuevas, y toallas impolutas de algodón egipcio. Entré a la ducha, sin abandonar por completo el trance. Conforme el agua tibia se deslizaba por mi cuerpo, sin embargo, fui asimilando la sesión. "Soy una esclava sexual genética". Con cuidado, llevé mi mano hacia mi culo-vagina: no sentía dolor alguno. Estaba yo un poco dilatada aún, sí, justo al tamaño de la verga de mi nuevo semental ("me está amoldando a voluntad, hormando mi anatomía"), pero podía sentir la progresiva secuela de contracción que me dejaba lista, nuevamente apretada, para hacerlo gozar.

Al fin, me sequé delante de un espejo de cuerpo entero: el gel inyectado en tan brutales dosis había, efectivamente, tensado mi piel (disimulando los moretones infligidos por Santiago), y haciéndola ver tersa, superfirme. Sin embargo, cuando me contemplé, entera y desnuda, casi me fui de espaldas ¡Ya no era simplemente una mujer, sino una hembra candente, un mujerón con pinta de puta! Recordé las medidas que Covarrubias me había dado: 99, busto; 59, cintura; 95, caderas. Y supe que fulguraba tan despampanante como una chica argentina que, entonces, conducía "Caliente", un programa de la televisión hispana estadunidense retransmitido a México: Dora Noemí Kerchen, Dorismar. Recordé mis pensamientos en el baile de graduación de mi hermana Andrea, cuando imaginaba lo hermoso que me resultaría sentirme y moverme como ella, admirada por ojos masculinos. ¡Cuántas veces me había preguntado cómo sería tener un cuerpo femenino! ¡Ahora no sólo lo sabía: lo sentía, lo vivía, pero en dimensiones espléndidas, inimaginables entonces para mí, con un aura decididamente erótica que, estaba yo segura, erectaría vergas a mi paso! Estaba entretenida con el nuevo volumen de mis tetas ("mis glándulas mamarias", las llamé por vez primera), hasta que detuve mi revisión en el vientre, y quedé pasmada: a la par de la reducción y del desplazamiento de mi pene y de mis testículos, mi pubis se había elevado, dejando un perceptible espacio en relación con la cara superior interna de mis muslos; además, su sínfisis se había recubierto con una almohadilla adiposa en forma de triángulo invertido. Sí: ya tenía entre mis piernas la femenil distinción del monte de Venus o manzana de Eva. ¡Dios!

Dos golpes en la puerta del baño me devolvieron a la tierra.

–¡Apúrate!

Salí del baño, apenas envuelta en una toalla. Covarrubias me arrojó un conjunto de lencería, todo en red negra stretch (teddy, tanga de hilo dental y medias), y unos zapatos de tacón muy sexis (de plataforma y tacón de seis pulgadas, que se abrochaban con cierre en la pulsera del tobillo):

–Ve a esa habitación –me mandó, señalándome otra puerta–. Vístete, péinate, maquíllate y perfúmate.

Avancé, con pasos sensuales. La habitación, a diferencia del consultorio donde yo había sido sometida, sí evidenciaba un uso constante. De entrada, me resultó luminosa y austera: sólo la ocupaban una cama king-size, pulcramente preparada, con buró a juego (sobre el que había una jarra de agua, un vaso, y un paquete de toallitas húmedas); una pistola de pelo y una pinza térmica descansando en sus bases (empotradas en la pared); así como una especie de tocadorcito, repleto de productos femeninos de belleza (todos ellos de las mejores marcas), con un bote de basura al lado. Abrí los cajones del tocadorcito: ¡estaban atiborrados!: cepillos y peines de diferentes estilos, esponjitas, hisopos, algodón, condones y toallas sanitarias... Sin embargo, no tardé en apreciar los enormes espejos que colgaban de todas la paredes. "¿Acaso José Antonio piensa seguirme cogiendo", me pregunté.

–¡Apúrate! –surgió la orden, de nuevo.

Me vestí la tanga y el teddy, me senté en la cama, e inicié el secado de mi pelo, mientras reflexionaba. José Antonio Covarrubias cogía de una manera increíble, pero yo aún estaba enamorada de Santiago: los regaños y los insultos de mi padre eran nada comparados con el dolor que la traición me ocasionaba; con la impotencia de haber conocido un mundo perfecto y luego recibir el pálido golpe del rechazo y del abandono. Tomé la pinza térmica y me realicé ondas suaves. "A estas horas, Santiago debe estar fornicándose a Martha", concluí.

Decidí resignarme, y me repetí lo que ya había pensado: "soy una hembra intensamente femenina y totalmente sumisa, voluntariamente consagrada a servir; me excita ser disfrutada en toda forma posible; quiero dar lo mejor de mí misma, mediante la entrega gozosa de mi cuerpo y de mi pasión de mujer; quiero ser un objeto de placer por el resto de mis días; quiero ser una propiedad. Si Santiago no me quiso, José Antonio me tendrá".

Tomé una buena cantidad de cabello de forma circular, en la zona de la frente, y realicé un escardado en la raíz. Percibí una voz fuera del cuarto. Afiné mi oído, a la par que me peinaba: Covarrubias hablaba con alguien por teléfono. Supuse que se trataría de su esposa (debía tenerla); que él le inventaba pretextos para llegar tarde, como lo hacía mi padre con mi mamá; y que ella respondería, como mi mamá: "¡patrañas! ¡te vas con la otra!". La imagen me embelesó: "ya soy tan mujer que puedo convertirme en ‘la otra’". Me puse fijador. "José Antonio me ama y me convertiré en su esclava sexual", sonreí. Tomé dos mechones de pelo de la zona lateral, y los llevé hacia atrás; me coloqué un clip para sujetarlos, y escondí éste debajo del cabello. "Mi madre fue la puta de José Antonio, y yo la sustituiré", planee, mientras distribuía más fijador pero ahora en todo el pelo. "Es como si José Antonio también engañara a mi mamá conmigo".

Con habilidad femenina, abrí los estuches de maquillaje. Discurría repetir los estilos que conocía, cuando me detuve. Decidí jugar. "Quizá puedo hacer que mis ojos se vean más grandes; o incrementar la sensualidad de mis labios". Elegí dos tonos de verde: uno intenso y mate; otro clarito y luminoso. ¡Quería ser más deseable ante el macho que me esperaba afuera! Para preparar mis párpados, me apliqué una sombra base en tono vainilla; luego, marqué la línea de pestañas y el hueso del ojo con sombra negra, y emprendí la distribución de la sombra verde intensa a suaves toques, difuminando el color con el negro. ¡Me veía tan bien! Usé la sombra clarita bajo la ceja, para dar luz y para trazar el delineado. Cuando me coloqué la máscara de pestañas, la autoestima se me renovó. "Soy bella y estoy buena. He podido sentir como los varones me desean". Me pinté con un labial nude, que me resaltó la mirada a la vez que me dejó una boca portentosa, y rematé con un colorete tostado.

Con calma, disfrutando la feminidad del momento, me puse las medias. ¡Había algo distinto en mí! "Ya lo sé", me dije. "Es la conciencia: ya no estoy en un momento romántico con un adolescente, sino en tratos sexuales con todo un hombre, seguramente casado, al cual he decidido permitir que me haga lo que quiera". Me calcé los zapatos y me vi en los espejos. ¡Dios! ¡Cómo me lucía el nuevo cuerpo, exuberante, bajo la entallada lencería!

Covarrubias, recién bañado y cambiado, abrió la puerta de golpe. Ocultaba la mano izquierda tras de sí...

–Te distribuí bien el gel de ácido hialurónico. ¿O no?

Asentí: pese a lo enorme de mis medidas, todo mi físico mantenía la armonía. ¡Me encantaba el efecto que el médico había logrado, vinculando mis nalgas, mis caderas y mis muslos! Sin dudarlo, agité un poco el pelo y me meneé con lubricidad, irguiendo sutilmente el trasero y acariciándome los pechos. Quería excitarlo; que se percatara de lo mucho que valía yo como hembra. ¡Que magnífico cuerpo se me veía! ¡Digno de una amante! Desde luego, no pude dejar de preguntar, con un contrastante tono de niña buena:

–¿Es usted casado, señor?

–¿A qué viene eso?

Me pase la lengua por los labios...

–Me embruja la idea de ser "la otra"...

Covarrubias rió...

–Sí, soy casado. Y tengo tres hijos; uno de tu edad, por cierto. Pero siempre ha habido mujeres en mi vida, a la par de mi esposa... Muchas hembras biológicas han sido emputecidas aquí, de hecho... Tú eres la primera de tu estilo...

Me admiré...

–Quizá pueda considerarlo un honor...

–No del todo... Como te dije, sólo llegaste aquí porque te creí tu hermana... Pero serás una buena adición...

Una leve incomodidad se me despertó en el estómago.

–¿Le gusto un poco, al menos?

Covarrubias me ignoró:

–Vamos a lo siguiente...

Y, llevando su brazo izquierda al frente, me dejó ver la extrañísima raíz envuelta en celofán (que había sido muda testigo de mi sometimiento): parecía una "mano" monstruosa, veteada de verde, sobre su propia mano.

–¿Qué es eso?

–Tu nuevo paso como esclava sexual...

–¿Debo comerla?

Covarrubias no pudo reprimir una carcajada. Divertido, tomó asiento en la cama. Pude notar que se había puesto guantes otra vez, y que de uno de sus oídos colgaba un audífono para teléfono celular.

–Podrías hacerlo, pero no funciona así. Arrodíllate en el piso y recarga tu torso en la cama, mientras te explico... Pero levanta bien las nalgas: me fascina cómo lo haces...

Me acomodé y quedamos frente a frente.

–¿Y bien?

–Esto, putita, es raíz de jengibre, una planta de la familia de las zingiberáceas, muy apreciada por su aroma y por su sabor picante...

–No entiendo aún –interrumpí...

De nuevo, el médico pareció no haberme oído. Sacó una navaja del Ejército Suizo, arrancó un "dedo" de la "mano" (el más grande), dejó el resto del jengibre en el buró, y prosiguió:

–Las variedades más caras y de mayor calidad generalmente proceden de Australia, India y Jamaica, mientras que las más comercializadas se dan en China. Ésta, en particular, procede de un cultivador local, que importa plantas desde Bombay. ¿No es fascinante?

Me encogí de hombros.

–Ya verás que sí –completó Covarrubias y comenzó a pelar el "dedo" –. Lo que vas a experimentar se llama figging, y es una práctica vieja pero olvidada...

Covarrubias era muy cuidadoso: nada dejaba de la piel marrón en la raíz; incluso, cortó topetones y nudos, y alisó la superficie, dejándola bien pulida y dándole forma. Aromas delicados y agradables llenaron la habitación. Pronto, pude ver un uniforme y grueso tubo de, más o menos, 12 centímetros.

–Esta raíz en particular –agregó, viéndome fijamente– ha sido envejecida. La dejé unos días, en el refrigerador, dentro de una bolsa de plástico bien cerrada... En cuanto el moho apareció, fue señal de que el jugo del jengibre estaba listo, con un aumento dramático de su potencia...

–¿Es para té? –arriesgué.

Una risotada fue la contestación. Con la navaja, el médico talló una concavidad alrededor del "dedo", a unos dos tercios del extremo, y trazó un anillo de unos 12 milímetros de profundidad. A partir de ahí, comenzó a afilar. El celular sonó.

–¿Qué pasó? –articuló Covarrubias, acercando su boca a lo que, me di cuenta, era un pequeño micrófono–. ¡Claro que sí! Has hecho bien en marcarme de nuevo. El artículo ya está casi listo...

Luego, sirvió agua en el vaso y depositó ahí el "dedo" ya bien tallado, como enjuagándolo. Comencé a asustarme.

–José Antonio, yo...

–Aunque por sí solo el figging sería para ti todo un aprendizaje –dijo, con la inflexión de quien emite una sentencia–, prefiero que te sirva como preparación para tu primer cliente. No tardará en llegar...

Un cubetazo helado cubrió mi espalda. "¿Cliente?".

–¿De qué habla, señor? –me sorprendí.

–Eres mi puta y tengo derecho a venderte –contestó, poniéndose en pie...

–Pero...

–Además, serás tú misma quien me lo suplique...

Sin darme tiempo a reaccionar, incorporándose como un rayo, me detuvo por la espalda con la mano izquierda, mientras con la derecha extraía del agua el pedazo de jengibre. Hábilmente, me hizo la tanga a un lado y me lo metió. Luego, con ambas manos, junto mis nalgas.

–¡Dios! –gemí, al notar cómo mi culo-vagina lo atrapaba en automático.

Hubo una leve sensación tibia, no muy incómoda, que en un instante aumentó de manera perceptible: primero, se convirtió en caliente; después, en quemante. Comencé a sudar: pequeñas gotas caían por mi rostro hasta mi cuello. Pronto descubrí que mis piernas se abrían y se cerraban por voluntad propia.

Resistiendo el dolor, jadee. Mi cuerpo inició una serie de agónicas contorsiones, esperando que el dolor bajara, que hubiera alivio, pero sucedió completamente lo opuesto: se volvió más intenso y desesperante; ¡estimuló mis sentidos de forma brutal! Desde el vientre me brotó una incandescente, inexplicable, diabólica e incontrolada excitación. ¡Necesitaba imperiosamente que me metieran algo, lo que fuera, y tener un orgasmo! ¡Me urgía que me cogieran! ¡Nunca, hasta ese momento, había sentido tal apetito por un macho!

–Sólo tendrás una verga si te vendo –me susurró Covarrubias al oído–. ¿Estás de acuerdo?

Cada segundo se convirtió en una lucha. ¿Estaba yo gritando para que terminara la tortura o lo hacía para conseguir algo de alivio sexual? ¿Qué era más fuerte? ¿El dolor o el deseo?

Sin soltarme, Covarrubias parecía disfrutar la forma en que me retorcía.

–¿Quieres recibir al cliente? –agregó el médico, mientras apretaba más mis nalgas, una contra otra.

La quemazón era tan intensa que llegué a pensar que jamás me recuperaría. ¡Dios! ¡Pero ya no podía distinguirla de la excitación! ¡Mi culo-vagina y mi colon-útero parecían estremecerse, hervir! Abrí la boca y sólo logre balbucear. ¡Me urgía que José Antonio tuviera piedad de mí! ¡Que me montara él mismo o que me hiciera montar por otro! Me arquee sobre la cama, apoyándome con brazos y piernas: ¡estaba derrotada y dispuesta a aceptar lo que fuera!

–Sí –alcancé a aullar...

Justo en ese momento, un agudísimo timbre me sacudió: el cliente había llegado, anunciándose, y Covarrubias fue a recibirlo. ¡No pude levantarme, mucho menos correr! La palabra puta me resonaba, mentalmente, con una nueva fuerza. No se trataba sólo de entregarme incondicionalmente a un macho, o de andar de cama en cama (como mi madre, proyectándose psicológicamente, temía en relación con sus hijas), sino de ser, efectivamente, prostituida. Lo supe, de golpe: "José Antonio no me ama; va a venderme". Sin embargo, nada podía hacer: el suplicio y la excitación me obligaba a permanecer en espera de quien fuera, joven o viejo, guapo o feo, para que me apagara el fuego interno. ¡No quería prostituirme pero me apuraba hacerlo! Intenté extraerme el jengibre, sólo logré empujarlo y llenarme de más jugo. Volví a hacerlo: con los dedos, anhelantes, me escarbé el culo-vagina, hasta que la candente masa abandonó mi cuerpo. ¡Nada varió! Frustrada, la arrojé al bote de basura.

–Intentos vanos, Ninel –pronunció Covarrubias, de regreso, sin guantes, mientras tomaba unas toallitas húmedas del buró y me las daba para que me limpiara las manos–. No puedes evitar las consecuencias de esta raíz perturbadora: sólo tienes una opción: pórtate bien con este cliente. Te prometo, además, que podrás seguir disfrutando de mi verga. ¿Acaso no te he cogido como nadie?

Cuando el cliente entró, casi me desmayo: era el padre de Rolo y Eloy, mis ex-compañeros, un amigo del Doctor Villasante. ¿Me recordaría de la fiesta, como novia de Santiago? Sin embargo, sólo pude pronunciar:

–Cójame, por favor...

Covarrubias rio:

–Putita, éste es el Doctor Ricardo Elizasu. Necesitas que calme tu furor, ¿verdar?

–Sí...

–¿Qué broma es ésta? –intervino Elizasu– ¿Acaso no me habías dicho que, por fin, me habías conseguido algo? Si quisiera una mujer, iría a mi casa...

–Ella es hombre...

Con ansia, me tiré de nalgas al piso, abrí las piernas y me bajé la tanga, para mostrar la incongruencia de un monte de Venus sin vulva, rematado por un pene que cada vez parecía más un clítoris masculinizado.

–Seré lo que quiera, pero métame algo, por piedad... ¡Mónteme!

Complacido, Elizasu sacó su billetera.

–¡Está hermoso este cabrón! ¡Y aunque él no podrá fornicarme a mí, se me antoja! ¡Creo que sí podrás contarme entre tus socios!

–Te lo dije...

–¿Cuánto? ¿Lo mismo que le cobras a los otros médicos por tus viejas?

–No. Esta muñequita es especial... Tres mil quinientos pesos...

Elizasu contó el dinero.

–No me los des –indicó Covarrubias–. Pónselos en el buró...

Los billetes quedaron, pues, a mi vista. Conocí, de inmediato, lo que Covarrubias buscaba despertar en mí. "Esto si es ser puta", pensé. Luego, me subió la tanga, me cargó, me dio una nalgada, y me arrojó a la cama, boca arriba. De tan excitada, aprovechando las redes del teddy, comencé a jugarme los pezones, mientras Elizasu se quitaba la ropa. ¡Yo notaba mis tetas como piedras!

–¡Que se diviertan! –se despidió Covarrubias, cerrando la puerta.

¡Dios! "Han cobrado por mí; estoy a punto de prostituirme". Clavé la vista en el techo: un espejo enorme me devolvió la imagen de una hembra despampanante, calientísima, ansiosa por ser cogida; de un mujerón que, en espera del macho, se abría lúbricamente de piernas. Giré mis ojos hacia Elizasu: completamente desnudo, revolvía sus bolsillos; pronto, se subió a la cama.

–¿Cómo te llamas?

–Ninel...

–Abre la boca, Ninel...

Especulé que pretendía sexo oral, cerré los ojos y acaté: para mi sorpresa, una pastilla se me deslizó de golpe por la garganta. ¡Tuve que tragarla! En cuanto sentí los primeros efectos, supe que ya había tenido una experiencia similar: ¡ignorante del jugo de jengibre que me recorría, Elizasu acababa de administrarme éxtasis! Obvio: la excitación superó cualquier barrera, a la vez que me acrecentaba el dolor y la excitación. Me levanté y me arrojé a la verga del recién llegado médico, para mamarla como si la vida me fuera en ello: quería erectarla lo más rápido posible, y sentarme en ella. Una bofetada fue la respuesta:

–Estás aquí para seguir mis instrucciones. ¿Entiendes?

Asentí. Elizasu me arrancó el teddy y la tanga, me acostó boca arriba y me lamió brevemente el pene y los testículos. No hubo sensaciones físicas, pero sí un recóndito desagrado. ¡Carajo! No era ahí donde necesitaba atención: ¡parecía que mis entrañas se estaban licuando! "¡Dios!", reflexioné. "No estoy aquí para recibir placer, sino para procurarlo". Al fin, se colocó un condón, puso mis piernas en sus hombros y comenzó a penetrarme. ¡Sentí tal descanso, que emití un sonido rarísimo, y comencé a girar mis caderas de una manera tal, veloz y frenética, que jamás me hubiera creído capaz de lograr! ¡Podía oír el golpe seco del pubis viril en mi entrepierna, alternado con el burbujeo acuoso de mis propios líquidos!... La verga, pese a que el látex no me permitía gozarla al cien por ciento, estaba logrando que se empaparan mi culo-vagina y mi colon-útero, calmando el ardor maléfico...

–¡Vaya bramido, Ninel! ¡Y hasta te mojas como una auténtica mujercita!

Vi los billetes en el buró de la cama. "En un par de días, he probado ya tres vergas", pensé. "¿Cuántas más me faltarán?". Sí: había una certeza terrible en mi mente. "Me están cogiendo por dinero, y estoy segura de que volverán a hacerlo. Éste es el inicio de mi vida como puta en todos los sentidos".

–Te fascina esto, ¿verdad, mariconcito?

Imaginé mi futuro: a merced de los desconocidos que tuvieran la cantidad exigida por José Antonio, sin emoción, sin relación afectiva, sin besos en la boca, sin más criterio de elección que un pago; y yo, obediente siempre, para ganarme el amor de éste y el derecho a que me fornicara. ¡Por increíble que parezca, me sentí más caliente! Elizasu, muy excitado también, llevó su boca a mis tetas. Chupó.

–¡No chingues, cabrón! ¡Tienes leche!

–Es tuya –gemí, asiéndolo por las nalgas para acelerar el ritmo de la cogida...

Sí. Conforme me acercaba al orgasmo, sentía que el efecto del jengibre disminuía. El médico, a su vez, estaba concentrado en alimentarse de mí.

–De tan pastosa, se siente como crema o como nata –se relamió–... Y a eso sabe...

"Elizasu me come los pechos", pensé. "Ricardo Elizasu". Se me despertó el morbo, por un montón de razones: porque se trataba del papá de unos ex-compañeros, es cierto, pero también porque caí en la cuenta de que era el tercer Ricardo en mi vida: el primero me había enseñado a inyectarme, y gracias a ello había podido aplicarme hormonas femeninas; el segundo, me había dado la bienvenida en la escuela, el escenario de mi cambio de sexo, y se había convertido en mi amigo incondicional como chica; el tercero era mi primer cliente como prostituta.

–Pellízcame los pezones –me pidió.

Acaté, pero experimentando molestias. "Es a las viejas a las que se nos juegan las tetas, no al revés", sentencié. No obstante, mi cliente pareció calentarse mucho. Desafortunadamente, cuando yo estaba a punto de venirme, Elizasu eyaculó, y se desplomó sobre mí.

–Sigue, sigue –pedí.

–No, putito. Hemos terminado. Voy a darme un baño...

Salió, entonces de mí y se quitó el condón. Me hizo abrir la boca, y me vació el contenido: entre el sabor del látex y el del lubricante, el semen no sabía a semen. ¡Fue una experiencia ingrata!

Quedé en la cama, frustrada, absurda, y comencé a meterme los dedos, para tratar de masturbarme. Covarrubias entró.

–¿Insatisfecha, perra?

–Mucho, señor...

¡Dios! ¡Mi culo-vagina seguía en llamas!

–¿Quieres que te ayuda a venirte?

–Por favor...

–¿Te dejarás coger por quien yo te indique, las veces que sean?

–Sí... Apiádese...

Covarrubias cerró la puerta y se bajó los pantalones y el bóxer: tenía el pene erecto, listo. Luego, de pie al lado de la cama, me puso de lado y me jaló por las piernas, abriéndome: la derecha quedó en el aire, sostenida por sus manos poderosas; la izquierda, reposando en la cama. Así me penetró de golpe, haciéndome ver estrellas. "¡Este hombre coge como un dios!", pensé.

–Me encanta que me haga suya, señor –balbucí.

–Lo veo... Pero es un premio que te tendrás que ganar, conforme me obedezcas.

Me acarició: la áspera rudeza de sus manos masculinas se hundía en la suave, femenina y redonda carne de mis muslos.

–¿Por qué duró tan poco mi cliente? –pregunté a gajos, con la respiración entrecortada...

–Porque sólo buscaba su propia satisfacción, no tu necesidad...

–Eso ya lo intuía, mi señor... Pero usted... Usted me lo hace tan rico... ¿Cómo lo logra?...

–Soy tu verdadero macho... ¿O no?

Se me revolvieron las entrañas, como acomodándose para el trabajo sexual ¡Sí! ¡Supe que me seguía transformando! ¡Más, cada vez más!

–A mi cliente no le hizo efecto el jengibre en su pene –vacilé, mientras me toqueteaba los senos...

–Desde luego que no. Se protegió con el condón...

–¿Y a usted?

–Estoy acostumbrado al figging. Te lo dije... El jugo me excita a mí también...

Poco a poco, la ígnea sensación fue cediendo, aminorándose. Conforme José Antonio sentía una mayor holgura en mi cavidad (¡ese hombre sabía provocar y aprovechar mi dilatación y mi humedad!), incrementaba el ritmo del bombeo. Una y otra vez, la verga se hundía en mis intestinos y salía victoriosa para volver a horadarme. Supe que pronto me vendría. Covarrubias lo notó también y asiendo mis nalgas con sus manos, me abrió más y más, como queriendo ganar espacio para tocarme en lo mas profundo: el fiero reptil de carne se deslizó hábilmente, revolviéndome y dándome la sensación de hurgar hasta el interior de mi estomago. Vi los espejos: todos me devolvieron la misma figura: un hombre se cogía violentamente a una mujer madura, anhelante, de vientre afinadamente plano, caderas celestiales y piernas perfectamente torneadas, cuyo bellísimo rostro dejaba ver cuanto placer sentía y cuyas formidables tetas se mecían obscenamente. ¡Completamente disminuidos y ocultos mi pene y mis testículos, aún en mi desnudez, yo lucía como una hembra biológica auténtica!

–¡Señor! –grité de satisfacción, cuando me llegó el orgasmo múltiple, llevándose las molestias del jugo de jengibre.

Covarrubias me detuvo por la cintura (abarcándola completa, con sus manos), y, sin previo aviso, lanzó el ronco gemido que ya le había escuchado: en menos de un segundo, volví a sentir su esperma colmándome, agitándose dentro de mí.

–Ten mi semilla, puta de mierda –bufó y, por primera vez, me besó en la boca...

Caímos en la cama.

–¡Gracias, señor! –dije, con la respiración entrecortada– ¡Gracias!

Covarrubias sonrió, y me apretó un seno.

–¿Viste que fácil diste las nalgas..? ¡Y éste es sólo tu debut!

Luego, contó mil quinientos pesos de los billetes y me los colocó en la liga de la media. Tal acción me hizo saber tres cosas: que ya había sido prostituta, que no había tenido suficiente con mi primer cliente, y que el terrible y fascinante macho que estaba a mi lado podía controlarme con la sexualidad. Volvió a besarme en la boca...

–Cogerte es como volver a tener a tu madre... ¡Cuando gimes, la escucho nuevamente!

Se levantó, entonces, y se acomodó el bóxer y los pantalones; tomó el resto del dinero de mi fornicada y se lo guardó. Yo, sin saber qué pensar, me hice un ovillo en la cama. Elizasu regresó del baño, perfectamente arreglado y perfumado, pero con el pelo seco.

–José Antonio –preguntó–, ¿cuánto me cobras si me llevo a este putito como dama de compañía?

–¿Para?

–Quiero ir al antro, pero sin llegar solo...

Covarrubias se encogió de hombros:

–Es tu primera visita, Ricardo, así que dame cinco mil pesos más.

–Va...

Me sentí, ahora sí, cosificada: hablaban de mí, decidían sobre mí, pero sin tomarme en cuenta. Sólo pude ver cómo el dinero pasaba de mano en mano.

–¿Lo traigo de regreso aquí? –averiguó Elizasu...

–No... ¿Adónde van?

–A "La Esfinge"...

–Yo la recogeré ahí, a las tres de la mañana... Obvio: si a esa hora quieres llevártela para volvértela a coger, serán otros tres mil quinientos...

–Me parece perfecto...

–Bien –concluyó Covarrubias–... Ninel, báñate, ponte guapetona y acompaña al Doctor... Si quieres algo de tu maleta, está en el recibidorcito... O elige del guardarropa lo que te convenga...

Abandoné la cama como una autómata, y enfilé al baño...

–¡Pero recoge antes tu pinche desmadre, cabrona! –me detuvo Covarrubias, en forma violenta– ¡Y deja la cama lista!

–Sí, señor...

–¡Todo está en el clóset!

Quedé sola en la habitación. Un poco temerosa, me descalcé, puse mis mil quinientos pesos en el buró y recorrí las paredes con la mirada: hallé una pequeña y bien disimulada perilla al lado de dos espejos. La jalé: en un espacio maravillosamente aprovechado, había repisas atestadas de sábanas, fundas y toallas; dos cestas con sendos letreros ("indumentaria" y "blancos"); y un montón de ganchos de madera colgados de tres fortísimos tubos de acero. Levanté el teddy y la tanga, me quité las medias, doblé todo cuidadosamente y las destiné a la cesta correspondiente. Al moverme, me percaté de algo: el abundante esperma de Covarrubias no me bajaba; se me había acumulado en los intestinos, tras las dos eyaculadas, y podía sentirlo, en mi vientre, con un efecto semejante al de tener el estómago lleno por beber mucha agua. Mi mente feminizada volvió a surgir: "ahora sí te preñaron, Ninel; debes haber quedado panzona". Sin darme descanso, arreglé la cama, procurando que la ropa retirada y las toallas mojadas quedaran en su sitio, y que el tendido con mudas pulcras fuera impecable. Sí, me estaba dejando llevar por la situación...

Desnuda, corrí al baño. A través de una puerta recién abierta (y nueva para mí), noté a los médicos sentados en el mismo sofá donde yo, ebria, había perdido la conciencia. "El recibidorcito", pensé. Los dos bebían algo en elegantes vasos. Me bañé de nuevo, tratando de apurarme y evitando mojarme el pelo. Luego, me envolví en una toalla, y decidí averiguar la ubicación del guardarropa: era una cuarto mediano, al lado de una pequeña lavandería, repleto de atuendos femeninos. ¡Dios! Había desde disfraces evidentes (diablita, ángel, atuendos franceses de la época de los Luises), hasta uniformes (escolares, de enfermera, de policía), pasando por modelitos sexys, lencería y zapatos. Opté por un espectacular minivestido halter, en color amarillo, corrugado y con apertura en pierna; por una tanga del mismo tono; y por unos stilettos con tacón de seis pulgadas y plataforma sexy strass glam. Obvio: con las tetas que cargaba ahora, no pensaba ponerme brassiere: anhelaba lucirme, sentir los ojos de los machos puestos en mí, "en mis glándulas mamarias". Regresé al cuarto. Iba a la mitad de mi arreglo, cuando Covarrubias ingresó súbitamente:

–Ten –me dijo, poniéndome en las manos un pequeño bolso dorado, con una cadenita elegantísima a modo de correa, y dejando mi maleta a un lado del oculto clóset–... Alcancé a ver las prendas que seleccionaste y les va bien... Los dos mil pesos que te tocan de la salida están ahí...

–Gracias...

–Como oíste, iré por ti a las tres... Si el cabrón quiere pasarse de listo, llámame...

Me extrañé. Así que el médico me explicó:

–Llevas un celular en el bolso... Mi número privado, no el que tú tenías, está en la memoria... Si quiere una mamada, pídele dos mil pesos... Los bailes eróticos, para él o para otro, son de mil quinientos... Luego haremos cuentas...

Estaba apabullada.

–Sí, señor...

–Si alguien te pide un número de teléfono, no proporciones el tuyo sino el de la tarjeta...

–¿Tarjeta? –cuestioné.

Fui ignorada. Otra vez...

–Pórtate bien, putita, no me juegues chueco, y prometo darte verga cuando llegues...

–Sí...

Covarrubias sonrió. Me dio una palmada en el muslo.

–Apúrate, pues...

En cuanto se retiró, abrí la bolsa: además del dinero y el celular, contenía láminas de menta para el aliento, una botellita de perfume, condones, lubricante a base de agua, un pequeño jabón, ¡y tarjetas, muchas tarjetas, en finísimo papel de lino! Extraje una, con elegantes letras y un extraño círculo en relieve, muy semejante al del ying y yang, pero con tres divisiones: "Masajes Ejecutivos. Todos los servicios. BDSM. Las 24 horas". ¡Dios! ¿En qué rayos me había metido? Encontré respuesta tras de mí: una chica hermosísima, de no más de 20 años, vestida sensualmente, había abierto la puerta y caminaba hacia mí, contoneándose:

–¡Hola, Ninel, qué gusto! ¡Soy Michelle!

Nada pude responder. La chica me dio un beso en la mejilla y prosiguió:

–¡Así que tú eres la nueva! ¡Qué buen gusto del patrón, carajo! Ni duda cabe: ¡sabe elegir al personal!

Me di cuenta en un santiamén. ¡José Antonio Covarrubias no buscaba sólo hacerme su esclava sexual! ¡Era un proxeneta y yo me había convertido en una más de sus prostitutas!

–¿Cuántas somos? –atiné a preguntar.

–¿Perdón?

–¿Cuántas... prostitutas somos?

–Contigo, dieciocho...

Sentí una punzada en el corazón.

–Pero despreocúpate: todas somos buenas amigas... Sólo cuídate de Iberia: es un poco intrigosa, pero noble en el fondo...

Michelle observó la habitación.

–¿Sabes? –me dijo– Éste fue mi primer cuarto... Te dará suerte... Muy pronto ascenderás...

Suspiré... Yo quería rumiar la nueva información, pero la chica era incansable:

–¿Cómo te reclutó el patrón? Se ve que eres fresita, niña de familia...

–Bueno –balbucí, tímida...

–Cuéntame, con confianza... ¿Drogas? ¿Deudas? ¿Hijos?... Fue su vergota, ¿no?... El cabrón coge como nadie...

Me sonrojé...

–Además –me guiñó un ojo–, tiene mucha habilidad para encontrar a las idóneas... De las diecisiete, quince somos sumisas... Y bueno, francamente nos ha hecho adictas a su verga... ¿Tú te sumarás al club?

Asentí con amargura.

–Sumaremos dieciséis –chilló Michelle–. ¡Y qué bueno! ¡No nos damos abasto! ¡Las dos vainillitas no sirven más que para despedidas de soltero!

Volvió a besarme. ¡Yo quería estar sola!

–¿Me permites, amiga? –solicité–. Debo terminar de arreglarme...

–¡Claro, linda! ¡Y felicidades! ¡Conseguir al Doctor Elizasu fue un éxito!

Giré la cabeza.

–¿A qué te refieres?

–Entre los médicos que atendemos tiene fama de puto...

–¿Perdón? –tartamudeé.

–Sí, chica: decían que le gustaban los machos. Pero ya ves, estás enderezando jorobados...

Me resultó evidente (y entendí la pregunta acerca de los hijos): Michelle no sabía que yo era transexual. Y decidí mantener así las cosas...

–Te dejo –se despidió Michelle, saliendo de la habitación–. Seguro que te tocará lavandería los martes y aseo los miércoles... Hay un rol en el refri de la cocina... Chécalo... Y anota, en el cuadro de abajo, la fecha de tu próxima menstruación...

Quedé con la boca abierta. "Piensa que soy mujer biológica, que menstrúo, y que ya podría haber dado a luz". No quise reflexionar más, y me limité a terminar mi arreglo. Luego, permanecí en silencio unos minutos, hasta que una voz femenina distinta a la de Michelle, se dejó escuchar:

–Ninel... ¡Qué dice el señor que te apures!

Abrí mi maleta y busqué mi verdadero celular: se había descargado y no encendía; de cualquier manera, lo metí en el bolso: Recogí mis mil quinientos pesos del buró, y los acomodé ahí también. Respiré profundamente, me levanté y fui al recibidorcito: habían llegado cinco prostitutas más, hermosas todas, de cuerpos esculturales. Tres conversaban con Michelle, y dos estaban sentadas en las piernas de unos hombres cuarentones con pinta de altos funcionarios de gobierno. Covarrubias y Elizasu habían terminado sus tragos.

–Cabrona, el doctor se quiere ir –me tronó los dedos Covarrubias–. Mueve las nalgas...

Traté de sonreír. Una de las chicas más altas me evaluó sin disimulo. "Debe ser Iberia", deduje.

–José Antonio –intervino Elizasu, con gesto agradecido–, te veré más tarde...

Luego, me echó el brazo al hombro, salimos del departamento y tomamos el elevador. Por fin, pude notar su apariencia: vestía Hugo Boss de los pies a la cabeza, pero olía a Eternity de Calvin Klein.

–Eres muy guapo –se dirigió a mí, al oprimir el botón señalado como "Estacionamiento".

Me molestaba que se dirigiera a mí en masculino, pero decidí aguantarme. Preferí poner toda mi atención en la mirada constante que dirigía a mis senos. Incluso cuando subimos a un maravilloso Jaguar color plata, parecía más al pendiente de mis pezones que de las maniobras de arranque. Vi el reloj, en el tablero: 23:15. Y la fecha: 02/11/02. ¡Había pasado un montón de horas en el prostíbulo de Covarubias. ¡En menos de 24 horas, mis hermanas estarían de regreso en la casa! Puse mi mente en blanco...

El camino a "La Esfinge" fue un momento de confesiones para Elizasu: me contó que era un importante médico (dato que obviamente yo ya conocía) y que, por eso mismo debía mantener oculta su homosexualidad.

–Muchos colegas acudan a José Antonio, pero nada tenía que ofrecerme... Hasta hoy...

–¿No te gustan las... mujeres-mujeres?

–¡No! ¡Los travestis tampoco, de hecho! ¡Siempre había salido con tipos varoniles, más bien activos!... Por eso me enfadé al principio. Tu patrón me había dicho: "tengo un chamaquito que te hechizará"... No esperaba a alguien como tú...

–¿Por qué te animaste, entonces?

–Porque cuando te vi, me recordaste a cierto ex-compañerito de mis hijos: Lenin, un mocoso superafeminado, pero muy lindo, con nalguitas ricas... No sé... Fue como cogérmelo a él... Además, me parece increíble que habiendo nacido con pene tengas esas tetotas...

Callé... Y Elizasu retomó su historia: vivía con su esposa, sin sexo, sin vida en común, sin alegría, sólo para mantener las apariencias...

–No creas –sentenció–: entre el montón de noches de sexo ocasional, a veces desearía encontrar un amor verdadero...

Pensé en Santiago. Y me dolió...

–¿Nunca lo has tenido? –me atreví...

–Una vez... Pero me dio miedo: era un tipo genial, dos años menor que yo, y estábamos llegando a una relación muy seria... Vamos: no quise arriesgarme... Tú sabes: mi familia, la imagen pública, el qué-dirán...

Volví a callar. Elizasu encendió un cigarrillo, y me ofreció uno. Lo acepté, con manos inexpertas.

–¿Tú tienes pareja? –disparó.

Preparé mi tabaco con mucho cuidado, para darme tiempo... ¿Qué debía responder?... Encendí el delgado tubillo, cuidando de aspirar el humo sólo hasta la boca... ¡Dios!

–Tenía –admití, al fin...

–¿Qué pasó?

–Me engañó –tosí...

–¿Con otra o con otro?...

–Más que eso...

"Le Esfinge" resultó un lujosísimo centro nocturno, en un suburbio de la ciudad. Jamás había oído de ella, y me sorprendió tanto su carácter festivo como las alusiones a los colores del arco iris que había en los accesos, entremezclándose con relieves de tipo egipcio

–¿Qué antro de ambiente es tu favorito? –me preguntó Elizasu, mientras me conducía, de la mano, a la puerta principal, tras entregar el Jaguar a un valet parking.

–¿De ambiente? –me sorprendí...

–Sí, pues: gay...

¡Dios! ¡No tenía idea alguna!

–No conozco los de esta ciudad –jugué...

Apuré los pasos, como si estuviera ansiosa por bailar, para evitar que mi inexperiencia quedara al descubierto, y arrojé el cigarrillo prácticamente entero: su sabor me había desagradado. El guardia retiró la cadena, ignorando la larga y enfadada fila, y saludó:

–Doctor, buenas noches...

En el vestíbulo, nos recibió el arenoso rostro de Abu el-Hol, la Gran Esfinge de Giza, diestramente reproducido en cinco metros de altura. Un tipo malencarado le entregó a Elizasu dos tarjetas doradas tamaño media carta y nos hizo el gesto de que avanzáramos, para luego dirigirse a tres jóvenes recién llegados que cacheó de inmediato.

Rodeamos la sorprendente efigie, a través de un pasillo (donde, además, se alojaba el guardarropa), y desembocamos en un salón de techo encumbrado. Modernísima estructuras metálicas y de madera integraban balcones alrededor de una inmensa pista, bañada por alucinantes juegos de luces. En el centro, se erguía una "Calavera Catrina" de no menos de diez metros, en papel maché, al estilo de la del grabador José Guadalupe Posada, pero con un abigarrado vestido en tonos rojo, naranja, amarillo, verde, índigo y violeta. Pronto, estuvimos ahí, en el corazón de una vibrante fiesta gay de Halloween: chicos que bailaban con chicos, chicas que bailaban con chicas, un montón de evidentísimos travestis, guapísimas mujeres cuyo sexo y orientación era un misterio, ataviados todos con disfraces que iban de lo ingenioso a lo artístico.

–¿Te agrada el antro? –me cuestionó Elizasu, deshaciéndose de su cigarrillo en un enorme cenicero...

–Mucho –respondí...

En efecto, me emocionaba lo que veía: la apertura, los besos (repentinos, unos; apasionados, otros; contagiosos, todos), el buen gusto, las coreografías casi hipnóticas. No tardé en moverme sensualmente, al ritmo de una espectacular música, guiada por Eliazasu... ¡Me sentí parte de algo, nuevamente!

–¿Qué es lo que suena? –le grité, muy cerca del oído...

–Están mezclando piezas de Paul van Dyk, un músico alemán...

Amé de inmediato a Paul van Dyk. Un año más tarde, una de sus canciones, "Nothing but you", se convirtió en el himno de mi vida. ¡No quería parar de bailar!

–¿Por qué los colores del arco iris? –volví, a la carga.

–No están todos: falta el azul.

¡Era cierto! Elizasu rió ante mi cara de sorpresa.

–Los empezó a ocupar un artista gringo, Gilbert Baker, como símbolo del movimiento por los derechos de la comunidad ge-ele-be-té –agregó...

–¿Ge-ele-be-té?

–Gay, lésbico, bisexual y transexual...

Justo a la medianoche, un disparo de humo, una lluvia de confeti en papel metálico, y una espectacular música nos hizo buscar asientos: estaba por comenzar un show... Elizasu, muy conocido en "La Esfinge" consiguió, de inmediato una mesa de pista, sobre la que depositaron una botella de whisky Glenfiddich, agua mineral, una hielera y dos vasos. Me sirvió un trago y se preparó otro.

–¿Quieres comer algo? –me cuchicheó...

Sólo entonces me di cuenta de el hambre que tenía. ¡Dios! ¡Llevaba un montón de horas sin probar bocado!

–Sí...

–¿Qué se te antoja?

–Lo que gustes...

Elizasu le dio instrucciones al mesero. No alcancé a oírlas, pero la cara complacida de éste me dejó ver que la elección era adecuada. No quedé defraudada: llegó una maravillosa pizza con salsa pesto, tomates deshidratados, queso de cabra y rebanadas de jamón de Chaves. En menos de cinco minutos, devoré tres rebanadas y solicité una coca-cola bien fría.

Justo en ese momento, inconfundibles notas musicales árabes sonaron en los altavoces. Una chica, idéntica a Shakira, comenzó a avanzar por la pista, hasta quedar frente a nosotros.

–Te encantará el show travesti –me susurró Elizasu...

Sí: ¡ese clon de Shakira era hombre! Comencé a seguir la canción:

"Ayer conocí un cielo sin sol y un hombre sin suelo, un santo en prisión y una canción triste sin dueño. Ya he ya he ya la he, y conocí tus ojos negros; ya he ya he ya la he, y ahora sí que no puedo vivir sin ellos, yo. Le pido al cielo sólo un deseo que en tus ojos yo pueda vivir; he recorrido ya el mundo entero y una cosa te vengo a decir; viajé de Bahrein hasta Beirut, fui desde el Norte hasta el Polo Sur, y no encontré ojos así como los que tienes tú".

Shakira me dedicó una mirada de estupefacción. Y entonces, me di cuenta: ¡bajo el maquillaje, toda una obra de arte, estaba Dania! No supe qué hacer, máxime cuando las dos intercambiábamos expresiones de angustia, cuyo origen no alcanzaba a comprender. En cuanto Dania concluyó su intervención (que me pareció eterna), una travesti ataviada como Paulina Rubio salió a escena. No tardó en llegar un mesero con una tarjeta: "ven al camerino. Pronto".

–¿Y eso? –se extrañó Elizasu...

–Es de Dania...

–¿En serio? ¿Conoces a la estrella de este show?

–Es mi amiga –dije; después, añadí para darme importancia–: me ha visto imitar a Thalía...

–¿Te manda saludos?

–Me pide que la vea... Permíteme un segundo, por favor, quizá sea algo de trabajo...

–Recuerda que yo ya pagué por ti...

–No tardaré...

Avancé a los camerinos, guiada por el mesero. Dania me salió al encuentro:

–¿Dónde carajos te habías metido? –me abrazó; aún estaba caracterizada de Shakira– Te hemos estado buscando...

–¿Quiénes?

–Santiago y yo...

Me enfadé...

–¿El pendejo quería cogerme de nuevo o qué?

Dania se detuvo en seco. Me tomó de la mano y me guió hasta una salita privada. Tomamos asiento.

–Ninel, Santiago está honestamente enamorado de ti...

–Sí, cómo no... Ahórrate saliva... La imbécil de Martha ya me le contó todo...

–¿La ex de Santiago? ¿Qué te contó?

Comencé a levantarme, pero Dania me puso la mano en el hombro. Suavemente.

–¿Por qué no contestaste a sus mensajes, a sus recados, a sus llamadas?

Le pedí al mesero que fuera por mi bolso. No tardó ni un minuto. Extraje el celular...

–¿Tienes un cargador?

Dania me condujo a su camerino: una habitación confortable, aunque repleta de espectaculares vestidos, de pelucas y de postizos. Sacó varios cargadores de una cómoda con espejo enorme (desbordada por maquillaje, brochas y esponjas), los probó hasta encontrar el indicado y me lo dio. Conecté, entonces, el celular a la corriente y lo encendí. De golpe, me llegaron un montón de mensajes de texto y de voz... Fui leyendo y oyendo...

"Amor, disculpa que me tardara en llamarte. La pendeja de Martha vino a la casa a chingar, pero ya la mandé al carajo".

"Ninel, estoy por llegar a tu casa. ¿Estás lista?".

"Ninel, estoy fuera de tu casa. ¿Por qué no me abres?".

"Tus vecinas dicen que saliste en un taxi".

"Amor, márcame".

"¿Estás bien?"

Si leer los textos me emocionaba, la voz de Santiago fue un golpe en mi corazón: su tono iba del romance a la preocupación, de la preocupación a la angustia, de la angustia al terror... Las inflexiones quebradas evidenciaron, en las grabaciones más recientes, que estaba al borde del llanto.

"Sigo dando vueltas en el coche. Si no quieres verme, está bien; pero sólo déjame saber que estás bien".

"Te amo".

"Ninel, no quise causarte daño. Si quieres volver a ser Lenin, dímelo"...

"Por piedad, contéstame".

Para ese momento, había lágrimas en mis ojos.

–Cometí un error –le dije a Dania.

Me sentía sucia. ¿Por qué diablos no me había dado tiempo de hablar con Santiago?

–Si te refieres al cuerpazo –me respondió, para animarme–, te ves estupenda... ¿Qué te hiciste?

Dos mensajes de voz de mi madre se colaron. En ambos, me decía que estaba por viajar a Texas con mi tía, para celebrar su nombramiento como gerente de la farmacéutica, y que no tendría cobertura en el celular hasta el sábado por la noche. Para ser sincera, ella era la menor de mis preocupaciones. "¡Dios! ¡Santiago no me falló! ¡Soy yo la puta infiel". No aguanté más, y lloré inconteniblemente...

–Fui a casa de Santiago para sorprenderlo –inicié una explicación entrecortada por sollozos–, pero me recibió Martha... Me contó una historia y le creí...

–Eso me clarifica muchas cosas...

Poco a poco, puse a Dania al tanto de lo que me había ocurrido. Obvio: me costó trabajo llegar a lo que más me inquietaba...

–Despechada, le fui infiel a Santiago... Y el cabrón que me cogió me reclutó como su prostituta...

Sonó el celular: no el mío, sino el que Covarrubias me había dado. Respondí... Dania me veía sin entender.

–¿Qué te crees, puta? –vociferó José Antonio, a través de la bocina– No sé con quién madres te hayas encontrado, pero te regresas de inmediato con Elizasu... ¡No se abandona a un cliente así!...

–Sí, señor...

–Y vete preparando... Te tengo dos clientes para cuando salgas, y mucho popper... Quieren hacer un trío con una perrita como tú, y meterte dos vergas en el culo al mismo tiempo...

No pude evitar la excitación. Me imaginé siendo desnudada, fajoteada y cogida por dos desconocidos. "Dos vergas. ¡Dios mío! No me daré abasto para mamar. ¿Qué sentiré cuando las tenga dentro, simultáneamente? Van a abrirme de una nueva manera". Dania se percató de la erección en mis pezones...

–¿Entendiste, putita?

–Sí, señor.

Covarrubias colgó.

–¿Disfrutas esto? –averiguó Dania...

–Sí... ¿Se te olvida que tú me feminizaste? En buena medida tu grabación fue la semilla de mi emputecimiento...

Iba a salir del camerino, pero la travesti me cerró la puerta.

–No niego que mis grabaciones tienen mensajes de sumisión. Pero hasta ahí... Hay una parte ininteligible, destinada a que tú, inconscientemente, produzcas tu propia personalidad de mujer...

Quedé de una pieza...

–¿Es decir que mis deseos de esclavitud sexual no venían de ahí?

Dania parpadeó, sinceramente impactada.

–¿Deseos de esclavitud sexual?

–Respóndeme...

–No... Tienen que ver con tu imagen previa de lo femenino y de lo masculino...

Me derrumbé en un silloncito. ¡Se me estaban desbloqueando un montón de recuerdos infantiles! El primero, de una noche de tormenta. Tenía tres o cuatro años y, temeroso de los cortes resplandecientes en el cielo, había corrido de mi habitación a la de mis padres. Sabía que mi papá estaba fuera de la ciudad, en un congreso, y confiaba en poder dormirme con mi mamá. Volví a ver el momento en que abría yo la puerta, para encontrarme a un hombre desconocido, Covarrubias, erguido en la cama y diciendo:

– Tu valor comoesclava sexuales el susurro de tu amo en tu oído.Tu valor comoesclava sexuales la voz severa de tu amo cuando te humilla. Tu valor comoesclava sexuales el dolor cuando tu amo te niega su mirada. Tu valor comoesclava sexuales el tacto de la mano de tu amo cuando el miedo asuela tus ojos. Tu valor comoesclava sexuales una lágrima que resbala por tu mejilla mientras esperas a tu amo. Tu valor comoesclava sexuales el dolor en tu mirada cuando ves alejarse a tu amo en la oscuridad, y te sientes sola y desvalida. Tu valor comoesclava sexuales tu entrega a los deseos de tu amo. Tu valor comoesclava sexuales una marca en tu alma, de orgullo y de honor. Tu valor comoesclava sexuales el regalo de tu entrega y de tu obediencia.Tu valor comoesclava sexuales la aceptación de los deseos de tu amo, cuando te sangra el corazón y tus manos están vacías de todo menos de esperanza.

Poco a poco, en la penumbra, comencé a distinguir: ese desconocido cubría a mi madre con su cuerpo. Cuando ella me notó, quiso separarse:

–José Antonio, es mi hijo... Para...

–Ni madres... Que vea el pendejo; que aprenda de un verdadero macho...

Luego, me surgieron, profundamente vívidos, los momentos en que mi padre me repetía:

–No chilles, puto. No eres vieja. Tienes pito: sé un macho como yo.

Siguió la recapitulación de sus golpes; de cómo éstos eran el único contacto físico que tenía con él, mientras invocaba:

–Te pego porque te quiero...

Y supe que, en mis primeros años, yo había tomado varias decisiones: "no quiero ser como mi padre; me niego a ser macho y a tener pito; ansío ser vieja, como mi mamá".

Rememoré los cientos, quizá miles de veces, en que había sido testigo del maltrato de mi madre por parte de mi padre, y de la sumisión en que ésta se hundía: de su falta de respuesta, de su aceptación de la violencia, de sus resignados comentarios ("las mujeres nacimos para sufrir; es tan duro ser mujer").

Cuando torné al presente, Dania me contemplaba con afecto...

–De cualquier manera, no puedo regresar con Santiago –declaré...

–¿Por qué?

–He estado con otros hombres... Le he jugado chueco...

Empujé a Dania, y salí del camerino...

–Ninel –me gritó–, desafortunadamente no eres la primera transexual que se prostituye... Ni la última...

–¿De qué hablas? –me contuve...

–Esta pinche sociedad nos margina: es más fácil para nosotras dar las nalgas que encontrar un trabajo donde nos acepten con faldas... Muchísimos hipócritas nos quieren en un show o cortando pelo, pero no cerca de sus hijos o conviviendo con ellos en situación de igualdad...

Avancé...

–Escuchame –concluyó–... Podemos ser marginados entre los marginados... ¡A veces, hasta otros putos nos desprecian!... Pero si tienes amor, Ninel, puedes comerte al mundo... El amor lo vence todo...

Regresé con Elizasu: lo encontré tan enfadado, que abrí mi bolso, saqué los tres mil quinientos pesos y se le puse en la bolsa del saco. Después, opté por el mutismo...

–No se trata de que me devuelvas el dinero –me dijo Elizasu, poniéndolos nuevamente en mi bolso–. En serio tengo ganas de divertirme contigo, de pasarla bien...

Me sentía revuelta, confundida. ¡Y hasta estúpidamente incómoda con Elizasu por no poder ser amable!... ¿Amaba a Santiago? Sí. ¿Me excitaba ser prostituida? Sí. ¿Disfrutaba la manera de coger de Covarrubias? Sï. ¿Quería probar dos vergas más? Sí... ¿Qué camino debía seguir?

Pasé el resto de la velada en automático... Hasta que volvió a sonar mi celular de prostituta: Covarrubias se limitó a ordenar:

–Faltan quince para las tres, puta... Te quiero puntual en la entrada... Y saboreándote ya la cogida que van a darte...

Colgué... "Dos más tres. Cinco penes en un fin de semana, y contando"...

–Debemos irnos, le indiqué a Elizasu...

El pago fue veloz (las tarjetas doradas servían para llevar un registro del consumo mínimo) y, en un santiamén, estábamos en la entrada de la disco. El frío de la madrugada me golpeó con fuerza, pero era nada comparado con la temperatura de mi alma: me sentía francamente congelada. Obvio: Elizasu no me quiso acompañar... En cuanto llegó el valet parking con el Jaguar, se subió, sin consideración alguna.

–Creo que no hicimos buenas migas, cabrón... Adiós...

Me quedé, pues, sola, en la calle, provocativamente vestida, desafiando la oscuridad con mis pezones erectos. De pronto, un Chevy se detuvo frente a mí: lo tripulaba un joven con pinta de estudiante universitario.

–¿Cuánto, mi reina? –lanzó.

No me extrañó. Máxime cuando descubrí que varias prostitutas deambulaban por la acera y que en nada me distinguía de ellas. ¡Yo era una más! ¡Incluso me nació el impulso de decir algún precio!

–Lo siento –me atajé–: ya viene un cliente por mí...

–Al menos un oral... Aquí en el coche.

"Una mamada rápida. ¿Por qué no?", pensé.

–¿Qué hora tienes? –pregunté.

–Tres y diez...

–No me dará tiempo –me lamenté...

El joven se encogió de hombros y se fue. "Puta para siempre", sentencié. "Voy rumbo a mi destino".

Vi el arroyo vehicular: dos coches avanzaban: un BMW color vino y un Audi convertible blanco. Se detuvieron, ambos, en la acera de enfrente. Del primero, descendió Covarrubias, poderoso, dominante; del otro, Santiago, sin perder un ápice de su galanura, pero con los ojos enrojecidos de llanto y con las huellas evidentes de un desvelo prolongado. Un hombre; un adolescente. Un proxeneta; un novio. La cogida salvaje; la fuerza en el hacer el amor... Giré la cabeza en ambas direcciones... ¡Dios!

Repentinamente, en un mágico gesto del destino, mis dos sementales sonrieron: Covarrubias de manera feroz, con desprecio; Santiago, con la alegría y el cariño de volver a verme...

Mi corazón se desató y nada pude reflexionar. Caminé hacia el Audi de Santiago y subí en él.