Por querer experimentar un embarazo (6)

No hubo más: Santiago se acomodó tras de mí y tomó nuevamente mis nalgas: las separó por tercera vez, pero ahora con un movimiento violento, como si quisiera partirme. “Me va a coger”, pensé...

Santiago, sin dejar de estirar mi tanga, me tomó por los glúteos (una mano en cada uno) y comenzó a separarlos.

–¡Vaya! –dijo, con avidez– ¡Qué rosadito y sabroso está!

Oírlo me aceleró aún más el ritmo cardíaco: ¡él hablaba así de mi intimidad! ¡él contemplaba mi ano, esa cavidad que había permanecido secreta, que ninguna mano extraña había tocado, y que ahora estaba a punto de ser subyugada, usada, desvirgada! Sin reflexión ni posibilidad de detenerme, luego de tantas fotos semidesnuda, me germinó aún más el apetito de exhibirme por completo: mostrar mi cuerpo, pues, se me desencajó como estímulo erótico. Sin pensarlo, así como estaba, "en cuatro patas", me incliné al máximo, ofreciéndole las nalgas, desplegando mi entrada ante él, hasta que mi cabeza toco la cama. Desde ahí, quise girar un poco: verlo viéndome. Pero él me detuvo con una orden tajante:

–Quieta, puta... Hacia el frente, ya te dije.

–Sí, amor..

–¿Qué es este agujerito tan rico? Explícamelo...

Juro que pensé contestar "mi ano", pero mi mente quedé un segundo en blanco y, tras esa pausa, a través de mi red neuronal, se inició la transmisión de mensajes completamente imprevistos: "Eres mujer. Todas las mujeres tienen una vagina. Todas las mujeres carecen de pene. Tú eres mujer y tienes una vagina. Tú eres mujer y careces de pene. Tu culo es tu vagina. Todas las mujeres tienen una vagina para dar placer a los hombres. Eres mujer, y tienes una vagina para dar placer a los hombres. Careces de pene. Tu culo es tu vagina. Darás placer a los hombres con tu culo. Todas las mujeres tienen una vagina para que los hombres las penetren. Eres mujer, y tienes una vagina para que los hombres te penetren. Careces de pene. Tu culo es tu vagina. Los hombres te penetrarán por tu culo. Careces de pene. Tu culo es tu vagina. Tu culo es tu vagina. Tu culo es tu vagina". Sí: acababa de descubrir lo que la primera parte ininteligible de la cinta había grabado en mí para siempre.

–¿Qué es este agujerito tan rico –repitió Santiago.

–Es mi vagina –respondí, sin poder evitarlo...

Primero, una tibieza casi voltaica se me extendió por el vientre. Después, una especie de calambre hizo que mi pene dejara de ser mío: no sólo se me constriñó y se me adormeció para siempre (como si me hubieran inyectado anestesia), sino que se anuló de mis referentes. Por último, con un estremecimiento, mi cerebro dejó de percibir mi ano como el extremo terminal de mi tubo digestivo: sus inervaciones, así como las del recto y del perineo, se me sensibilizaron al máximo, constituyéndolo, de manera fulminante, en órgano sexual. Así lo experimenté, mientras la voz interna me derrumbaba: "A todas las mujeres les gusta la verga. Tú eres mujer. Te gusta la verga, como a toda mujer. Quieres que los hombres te metan la verga. Tu vagina está hecha para recibir vergas. Tu culo es tu vagina. Tu culo está hecho para recibir vergas. Las mujeres dan placer a los hombres con su vagina. Darás placer a los hombres con tu vagina. Tu culo es tu vagina. Darás placer a los hombres con tu culo. Te urge hacer gozar a tu hombre. Quieres entregarte a tu hombre. Entregarle tu vagina. Entregarle tu culo. Quieres que tu hombre te disfrute. Quieres que tu hombre te meta la verga en la vagina. Tu culo es tu vagina. Quieres que tu hombre te meta la verga en el culo. Careces de pene. Sólo puedes obtener placer a través de tu vagina. Y si ahora tu culo es tu vagina, sólo puedes obtener placer a través de tu culo. Tu culo es tu vagina. Careces de pene. Tu culo es tu vagina. Sólo puedes dar y obtener placer a través de tu culo".

–Así que tienes vagina, ¿eh? –me musitó Santiago–... ¿Pues qué eres?

–Soy una mujer...

–¿Y cuál es el destino de toda mujer?

–Darle placer a su hombre; que su hombre le meta la verga...

–¿Quieres que sea tu hombre?

¡Dios! Una reminiscencia nebulosa, más sensitiva que visual, se hizo presente. Me emergió el momento en que Lenin había descubierto a Santiago cogiéndose a Martha. Y supe que yo haría gozar a Santiago más que esa chica insoportable. "Porque estoy buena, y porque mi cuerpo femenino está destinado a que lo disfruten".

–¿Quieres ser mi mujer? –agregó, completando el recuerdo.

–Sí –jadeé, alcanzando casi un trance–. Quiero que seas mi hombre para darte placer... Quiero ser tu mujer para que metas tu verga en mi vagina; para que me goces...Tú eres mi macho y yo soy tu hembra...

Con una seductora exquisitez, Santiago me despojó de la tanga. Luego, volvió a separarme las nalgas y comenzó a lamer entre ellas, hasta que alcanzó mi culo-vagina, y se detuvo ahí.

–Este agujero se ve tan chiquito –anunció, complacido–, ¡y te lo voy a dejar tan grande!

Pronto, con voracidad, logró acoplar su lengua al punto más recóndito de mi esfínter, y la movió dando pequeños empujones, como tratando de introducirla a fondo. Sus manos, que no se estaba quietas, me acariciaban la cadera y las nalgas.

–Ay, amor –resoplé, gustosa–. ¡Qué rico!... Así...

De repente, noté sus dedos queriendo preparar mi intimidad para la penetración, ejerciendo presión en los bordes. Una espontánea convulsión me recorrió el intestino. Noté mucho más delgada la piel del margen de mi culo-vagina, ¡y se me humedeció! Santiago lanzó un silbido de admiración y complacencia.

–Esto se mueve y se moja solo, putita. Tiene hambre... No voy a necesitar dilatarlo...

Santiago se bajó de la cama y volvió a subirse...

–¿Y ahora? –le pregunté, queriendo voltear, pero sin atreverme a hacerlo.

Por respuesta, me dio la copa.

–Llénala otra vez... Exprímete las tetas...

Obedecí. Toquetearme, excitada como estaba, sólo me hizo bufar. Mis pezones se erguían al máximo, manando una leche espesísima, y despidiendo agradables chispazos hacia todo mi cuerpo.

–Ten –devolví la copa...

–Gracias, putita...

Una sensación tibia, cremosa, comenzó a llenar mi culo-vagina. Y no tardé mucho en darme cuenta: Santiago me estaba untando mi propia leche...

–¿De qué se trata esto? –gemí, sin soportar más.

–Te estoy lubricando, putita... Es tiempo...

No hubo más: Santiago se acomodó tras de mí y tomó nuevamente mis nalgas: las separó por tercera vez, pero ahora con un movimiento violento, como si quisiera partirme. "Me va a coger", pensé. No tardé en apreciar la dura cabeza de su enorme pene en mi culo-vagina. ¡Éste, entonces, se dilató instintivamente! Santiago, con habilidad, comenzó a entrar en mí, sin esfuerzo, atiborrando de dureza mi suavidad interna.

–¡Carajo! –bramó– ¡Se te está yendo la verga bien fácil!¡Recuerda el día y la hora en que te desfloré: primero de noviembre de 2002, dos y treinta y siete de la mañana...!

Yo, ante la gustosa sensación de recibir a mi hombre, me sumí en un pozo de voluptuosidad. De hecho, descubrí que conforme Santiago avanzaba, sojuzgándome, rompiéndome, embutiéndome, un goce infinito florecía en mi vientre y se extendía por mi piel, mutándola toda en una zona erógena, lista para responder a roces, caricias y besos. ¡Supe cuán maravilloso era ser mujer y poder recibir a un macho! ¡La poderosa herramienta viril hundiéndose en mí, más y más, semejaba un pistón caliente que encendía los motores de mi sexualidad femenina.

–¡Dios! –clamé– ¡Esto es delicioso! ¡Estás enorme, Santiago!

Justo cuando me habían entrado poco más de tres cuartos de verga, mi culo-vagina se cerró. Sí: ahora mi cuerpo reaccionaba instintivamente, buscando dar más placer a quien lo usara. Oí un masculinismo "ah", de placer.

–Me aprietas, puta...

Santiago comenzó a moverse violentamente, sacándome y metiéndome la verga; y tomándome por la cintura con mucha fuerza, me obligó a seguirle el ritmo. "Me llena", pensé, "me deleita por dentro". ¡Dios! ¡Cómo me sujetaban sus manos rudas! ¡Cómo enervaba ese masculino tacto mi dócil piel de hembra! Cerré los ojos, captando las incitantes penetradas y salidas de mi macho, la manera en que me abría, el golpeteo de su cuerpo contra el mío (que lograba levantarme cada vez, dejándome un poco en el aire) y el balanceo sin control de mis senos colgados. "Estoy dando las nalgas", me dije. No dudé: mi carne, mi piel y mis huesos se estaban transformado en instrumentos al servicio de Santiago, de su placer, afinados por él, supeditados a él. Lejanas, me llegaron una serie de lúbricas exhalaciones femeniles, agudas, desvergonzadas: era yo misma, entregándome sin pudor a mi semental. "Tengo una verga dentro", me repetía. "Tengo una verga dentro". No supe en qué momento me llegó la primera nalgada, pero inició una serie imparable que me hizo caracolear y preguntarme: "¿Dónde termina el dolor? ¿Dónde empieza el éxtasis?".

Pronto, reaccioné espontáneamente, otra vez, para sorpresa de Santiago ¡y de mí!: los músculos de mi culo-vagina se relajaron, para luego volver a tensare: una y otra vez. Mi voluntad consciente permanecía ajena: simplemente, ellos habían emprendiendo esa tarea férrea, incontrolada, para apretar y soltar el pene, conforme al ritmo de la cogida, como si tuvieran inteligencia propia y supieran complacer más a Santiago. ¡Mi delectación era dar delectación!

–¡Qué sabroso, Ninel! –gimió– ¡Tienes perrito! ¡Muerdes bien rico!

Santiago me tomó por los hombros, para poder cogerme aún con más ímpetu. Mis piernas temblaron, y las contracciones se me extendieron: de mi culo-vagina, a mi vientre. No pude más: abrí los ojos, giré la cabeza y vi a mi hombre, penetrándome con violencia: sus músculos tensos, su cuerpo empapado en sudor, su mirada lujuriosa.

–¿Te estoy haciendo disfrutar? –averigüé...

–Más que ninguna –respondió...

Santiago se salió de mí, y me hizo acostarme boca arriba. Mirándome fijamente, escupió en su mano y lubricó su verga, descomunal, erecta al máximo, frotando hacia arriba y hacia abajo. Yo estaba húmeda, calientísima, y tal acción no era necesaria. Pero pronto, con una sonrisa algo burlona, mi novio me mostró sus verdaderas intenciones: abrumarme psicológicamente. –¿Te gusta mi verga?

–Sí...

–Dímelo...

–Me gusta tu verga...

–La quieres...

–Toda...

–Pídemela...

–Quiero tu verga...

–¿La necesitas?

–Mucho...

–No te creo...

–Necesito tu verga, ya...

–¿Quién eres?

–Ninel Garza Vallés...

–¿Y qué eres?

–Tu novia, tu mujer, tu hembra...

–¿Mi puta?

–Sí, tu puta...

–¿Mi perra?

–Tu perra...

–¿Dónde te pongo la verga?

–En mi vagina...

Se colocó encima de mí y, con furia sexual, me abrió las piernas. Alzándomelas, se las acomodó en los hombros, y volvió a encajarme el pene. Mientras él me cogía, vi en el aire mis lampiñas y bronceadas extremidades, tan redondas, tan femeninas, y me calenté al límite: ¡mis pequeños pies, de uñas perfectamente pintadas, calzados aún en las sandalias con tacón de madera y apuntando hacia arriba, me parecieron reflejo de mi sumisión! Repentinamente, mi macho se apoyó en mis muslos, dejándome caer todo su peso: pronto, mis rodillas quedaron justo al lado de mis oídos, y un grato desgarrón interno me hizo saber que Santiago había logrado ir más profundo en mi culo-vagina. Verifiqué con mi mano: apenas un centímetro estaba fuera de mí.

–Pinche vieja, ¡qué suculenta estás!

Así, frente a frente, con su boca y sus manos sueltas (como pájaros rozando el agua, primero; pero con la furia devastadora del huracán después), Santiago continuó activando las reacciones de mi cuerpo, de mi mente y de mi espíritu, previamente feminizados. Las yemas de sus dedos despertaron la sensibilidad de mi frente, de mis párpados, de mis mejillas, de mis labios, de mi bajo abdomen. Sus besos prolongados y sus fieros mordiscos transmutaron en detonadores sexuales, para siempre, los lóbulos de mis orejas, mi cuello, los costados de mi cuerpo, la zona alrededor de mi ombligo y el interior de mis muslos.

–¡Me voy a venir dentro de ti, puta! –balbuceó Santiago– ¡Voy a hacerte un hijo para que sigas amamantando!

–Sí, hazme un bebé; conviérteme en mamá...

Las contracciones se me hicieron más fuertes. Yo sólo pude contemplar a Santiago: su rostro de delectación, su pelvis ondulante. Me abracé a él, pues, disfrutando sus músculos firmes, pasando mis manos por su espalda, asiendo sus fuertes nalgas varoniles. ¡En mi excitación, incluso, y con el reciente ajuste de personalidad, me emergieron los mismos deseos del inicio de mi aventura e imaginé que era posible, por fin, quedar embarazada! ¡Hasta supuse las reacciones de mi madre ("¿qué vas a tener un bebé? te dejo sola unos días, y te vas de puta"), y los sublimes movimientos de una criatura en mi vientre!

Súbitamente, reventé por dentro, desde el perineo, en una ola de placer más animal que humana. Recordé los cohetes de feria, en cadena, uno tras otro. Arqueé la espalda, queriendo fundirme para siempre en mi hombre. Y justo entonces, Santiago eyaculó dentro de mi culo-vagina. Tres deliciosas ráfagas me golpearon internamente.

–Si, papacito –grité–... Así, así... Lléname con tu esperma... ¡Préñame!...

Santiago se derrumbó sobre mí, con un bramido. ¡Dios! Yo me convulsioné otro poco, maravillada de la fuerza del erotismo en la mujer, y permitiéndome asimilar, en todo, la nueva experiencia: me había venido como la hembra que ya era. Cuando mi respiración se normalizó y me regresó la paz, no pude menos que dirigirme a mi macho, despegando mis labios resecos:

–¿Te gustó, amor...?¿Gozaste conmigo? ¿Me disfrutaste?

Santiago asintió. Y me permití, entonces, una relajación máxima. Quedé, pues, con las piernas abiertas, con las manos tiernamente depositadas en los hombros de mi macho, y empapada en sudor. Mi corazón semejaba una yegua desbocada, cuyo galope cimbraba mis sienes. De repente, noté como el pene de Santiago, suavizándose, abandonaba mi culo-vagina, liberando un vasto escurrimiento de semen. ¡Y juro que deseé haber quedado fecundada; que supliqué al cielo que un espermatozoide hubiese alcanzado un imaginario óvulo mío!

–¿Viste? –bisbisó Santiago– Te has convertido en una putita a la que le retencanta la verga...

Luego, me señaló el pene de Lenin, ¡y me sorprendí de tenerlo! Minúsculo, casi un botón en mi vientre (sobre dos ínfimas protuberancias, vacías, casi desaparecidas), no sólo no me extrañaba su falta de reacción, sino que me parecía absurdo, sobrepuesto de manera artificial. Lo toqué con repugnancia: nada sentí. Obvio: mi castración ahora era física y mental. Recordé la voz: "Careces de pene. Sólo puedes obtener placer a través de tu vagina. Y si ahora tu culo es tu vagina, sólo puedes obtener placer a través de tu culo. Tu culo es tu vagina. Careces de pene. Tu culo es tu vagina". ¡Dios!

Santiago se reacomodó en la cama, boca arriba, y me jaló hacia él. Yo me acurruqué sobre su pecho. Los números luminosos de un reloj, sobre una de las repisas, me permitieron ver la hora: las cuatro y diez de la mañana: Santiago me había metido la verga durante casi dos horas... ¡Y yo quería más! Sin pensarlo, estiré mi mano a su abdomen.

–¿La puta sigue caliente?

Respondí tomando el pene de Santiago, con mi mano derecha. Luego, felina, gateé hasta alcanzarlo con la boca y comencé a lamerlo de arriba a abajo con la parte plana de mi lengua. Habiendo logrado humedecerlo lo suficiente, inicié una felación superficial, dándome maña para mover mi lengua por debajo del glande, y chasqueándola a veces sobre la pequeña hendidura debajo de él. Simultáneamente, comencé a pasar mi mano de arriba a abajo del tronco del pene; y a acariciar sus testículos con la izquierda. La erección fue inmediata: Santiago volvió a tomarme del cabello y empujó mi cabeza con fuerza, haciendo que su verga se me deslizara nuevamente a profundidad, para luego levantarla y tornar a hundirla.

Luego de un rato, con maravillosa y masculina fuerza, me levantó en vilo sobre sí, sosteniéndome por las nalgas, y me giró, de nuevo cara a cara.

–A sentones, mi Reina –ordenó.

Y, en efecto, me hizo sentar de golpe sobre su pene. ¡Dios! Ahí estaba de nuevo ese firmísimo y enorme trozo de carne, dentro de mí, revolviendo mis entrañas ya completamente femeninas. En esta postura, sin embargo, con la gravedad a su favor, Santiago pudo lograr un grado de penetración definitivo (juro que, cuando me jaló de la cadera, para meterme la verga hasta el último milímetro, los huesos púbicos se me reacomodaron, ante la longitud y el grosor de la invasión). Obvio, también aprovechó para ensañarse con mis tetas, golpeándolas con la palma abierta y ocasionando una lluvia de finas gotas de leche.

–¿Para eso querías cambiar de sexo y transformarte en mujer? –me preguntó, con tono lúbrico, y dándome un par de bofetadas en el rostro– ¿Para que los hombres te cojan? ¿Para ser una puta?

–Sí –aullé–... Soy mujer... Y jamás podré dejar de serlo...

–Porque te encantan los hombres, ¿verdad?

–Porque me encantas tú... Porque me fascina darte placer... Porque me estás haciendo adicta a tu verga...

Basculé, pues, mis piernas a la derecha del pecho de Santiago, y comencé a girar mi pelvis en forma de ocho. Mi semental respondió dándome otra serie de ruidosas nalgadas, primero; chupando mis senos con vigor, después, hasta vaciarlos; y, finalmente, estimulando mi cóccix: colocó las manos abiertas (dedos hacia lo alto de la columna vertebral) a cada lado de él (del cóccix), y con la punta de los pulgares, subió unos cinco centímetros (el pulgar derecho seguía al pulgar izquierdo, en alternancias de tres segundos), trazando movimientos que comenzaron a llevarme a otra nueva explosión interna. Sin embargo, se detuvo.

–No pares –supliqué...

Santiago se salió de mí, y me arrojó a la cama. Caí, desesperada, notando las espasmos de mi culo-vagina...

–¿Estás caliente, puta?

–Mucho... Por favor, cógeme...

–Suplícamelo...

–Te lo ruego, papi...

–¿Qué me ruegas?

–Que me la metas...

–¿Qué quieres que te meta?

–Tu verga...

–Dilo más fuerte... Convénceme...

–Dame tu verga... Ya... Por favor, por favor... Soy tu perra... Úsame...

–Sólo si te tragas mi orina...

La sorpresa no me duró más de dos segundos. "Ser mujer te hace mejor amante. Ser mujer te hace sumisa. Tú eres sumisa. Tu hombre está antes que tú. Quieres obedecerlo, hacerlo feliz. Necesitas obedecer a tu hombre". Lejos de cualquier duda, me acomodé en la cama, sentada sobre mis talones, separando las rodillas. Y me preparé para la urofagia.

–¡Qué chingón se te ve el vientre así, perra! –me alabó Santiago, poniéndose de pie frente a mí.

Giré mis ojos hacia abajo: desde mis senos hasta mis muslos, se extendía una superficie limpia, tersa, sólo interrumpida por la perfección de mi línea alba (reveladora tanto de firmeza como de feminidad). Mi ombligo ya no era redondo, sino oblicuo y vertical. Y lo increíble: ¡la parte inferior de mi vientre no sólo se me había redondeado más, sino que ahora existía mayor distancia entre ese ombligo y mis genitales: los restos de Lenin quedaban exactamente entre mis piernas y se disimulaban por completo! Con mis ojos, busqué los de Santiago:

–Este vientre es tuyo –balbucí–... Toda yo te pertenezco...

Santiago me dedicó una sonrisa de superioridad. Encajó, entonces, sus pulgares en las comisuras de mis labios, y comenzó a abrirme la boca...

–Sin regarlo –ordenó, introduciéndome el pene...

Y se orinó, mientras yo tragaba desaforadamente: ¡yo quería que mi velocidad de ingesta fuera mayor a la de su micción, por lo que prácticamente no saboreaba (sólo percibía el aroma picante y ligeramente ácido de sus orines)! Sin embargo, no pude evitar el derrame: el líquido dorado comenzó a escurrir por mi barbilla, salpicándome las tetas. Me apremió el orgasmo. No lo sabía entonces, pero los mensajes subliminales no sólo me habían dejado personalidad de mujer sumisa: me habían programado, literalmente, como una esclava sexual, que encontraba la mayor parte de satisfacción en la complacencia de su macho.

–Creo que me voy a venir –gemí...

Santiago terminó de orinar y reinició la irrumación, pero más violenta. Simultáneamente, me fue obligando a doblarme ante él, hasta que, inclinándose a su vez sobre mí, pudo jugar un dedo en mi culo-vagina.

–¡Estás bien buena! –me dijo.

Y me lo metió.

–¡Dios! –grité.

No tardé en notar el segundo dedo deslizándoseme. Luego, el tercero...

–¿Quién te desvirgó, Ninel?

–Tú, papi...

–¿Quién te está volviendo puta?

–Tú, tú...

La entrada del cuarto dedo terminó de provocarme el orgasmo. Lancé un aullido prolongado, mientras todo mi ser se volvía líquido, primero, y etéreo, después. Los programas femeninos, sumisos y de esclavitud sexual seguían activándose en cada célula de mi cuerpo, entre cataratas multicolores, exhalaciones llenas de pasión y prodigiosas descargas eléctricas. Santiago, a fuerza de cogerme por la boca, comenzó a venirse; me sacó la verga y me eyaculó encima (en el rostro, en las tetas, en los muslos): cada depósito de semen fue como lava que se fundiera en mi propio ardor. Me desplomé.

Cuando recuperé el aliento, Santiago me acariciaba el pelo con ternura: pero ahora yo percibía mi cuero cabelludo tan sensible, tan delicado, tan... de mujer. Abrí los ojos: aunque tenía el trasero bien levantado, mi rostro se había rendido a los pies del macho; éste, en cambio, permanecía en cuclillas sobre la cama.

–¿Estás bien, amor? –me preguntó.

Asentí, besando sus pies. Él me tomó de la barbilla y, agachándose, me besó en los labios. Luego, me hizo levantarme, dándome la tanguita para que me la pusiera, y me condujo a su baño.

–Hace unas horas, había en la escuela un chico llamado Lenin –me indicó, con tono de profesor en clase–. Pero ha desaparecido. ¿Sabes lo que quedó en lugar de ese mocoso de secundaria?

Y me colocó frente a un espejo de cuerpo entero. Obvio: yo ya no podía reconocerme como Lenin, pero la imagen (cubierto mi pene por la tanguita) me hizo irme para atrás. ¡Ya no vi a una chica, sino a toda una mujer: con el maquillaje desleído por completo, estropeado salvajemente (a excepción de los ojos, delineados de manera permanente), con el cabello enrevesado, con las tetas majestuosas luciendo un par de enrojecidos chupetones, y con la piel lustrosa de sudor, leche materna y orines, veteada de espesos escurrimientos de semen (cual cera de velas)! Era evidente: ese tronco de hembra había sido calamitosamente revolcada por un verdadero macho. ¡Y ese tronco de hembra era yo! ¡Dios! No me extrañó tanto el no haberme dado cuenta del nivel de violencia de la cogida, de la fuerza de los apretones y de los golpes, sino del que lo hubiera disfrutado tan animalmente. Santiago me hizo girar, separándome las nalgas (enrojecidas, con una mano claramente marcada incluso), y tiró de la tanguita, hasta mostrarme una cavidad bien dilatada. Quedé fascinada. Igual que por la ahora categórica curva femenina de mis muslos prolongada a mi trasero. Sí, mi cuerpo había terminado de ajustarse.

–No sangraste –agregó–... Ni siquiera un poco... Estás hecha para que te forniquen...

–Para que me forniques tú –sentencié, con convicción–... Soy tuya...

–Vamos a bañarnos –invitó Santiago–. Prepara el agua, que ahora regreso.

Obedecí: me desnudé, me descalcé, me metí a la ducha y comencé a manipular las llaves, hasta lograr que el agua brotara tibia y con fuerza. ¡Me sentía tan plena! En un santiamén, mi novio me alcanzó, tomó shampoo y comenzó a lavarme el cabello; luego, con una esponja y gel, me frotó todo el cuerpo. ¡Yo estaba tan sensible en todos lados! Bajo esas manos rudas, cubiertas por espuma jabonosa, mis caderas y mis nalgas parecían ensancharse, mientras mis tetas volvían a endurecerse y, sobreestimuladas, producían más leche (¡cómo disfrute el efecto del llenado!).

Cuando dejamos la ducha, Santiago tomó un juego de toallas blanquísimas, de sus papás, con las palabras "él" y "ella" bordadas en hilo color plata. Huelga decir cuál me dio. Secándonos aún, regresamos al cuarto: la cama lucía ahora una juego impoluto de sábanas de seda.

–Hicimos un batidero –rió Santiago–, así que preferí cambiar todo...

Me acercó entonces, un glamoroso camisón largo confeccionado en satén y fino encaje, con tanga a juego, todo en color rosa.

–Es otro regalo para ti –subrayó.

Quedé fascinada con el conjunto. En especial porque el camisón tenía una peculiaridad: podía dejar la zona del pecho al descubierto, mediante la apertura de pequeños broches en forma de rosa, colocados, estratégicamente, uno en cada copa. Me llegó un recuerdo lejano, ajeno: Lenin contemplando a su padre, cuando éste le reglaba lencería a la secretaria; supe, entonces, con certeza que se la cogía. "Los hombres le dan ropa interior a sus amantes", pensé. "Es el segundo obsequio de este tipo que Santiago me da. Definitivamente, soy su amante". Me vestí, pues. Santiago se limitó a ponerse un bóxer de raso (negro, con rayas blancas) que le marcaba el paquetazo.

Terminamos la botella de vino y nos acostamos. Fue la primera vez que dormí como mujer (¡incluso protegida por el fuerte y cálido abrazo de mi hombre!) y que tuve sueños femeninos: me vi en la escuela, en un día normal de clases, haciendo migas con Ivonne, Concepción y Rachelle, pero desnudas y embarazadas las cuatro, ¡y yo sin pene, luciendo unos hermosos labios vaginales!

Me despertó un violento rayo de luz que se había filtrado entre las cortinas del cuarto. Me separé de Santiago, cuidadosamente, y comencé a desperezarme, dándome cuenta de una terrible sed. Santiago notó mis movimientos.

–¿Qué haces?

–Nada, amor –respondí...

–¿Qué horas es?

Vi el reloj:

–Casi las once...

–¿Estás bien?

–Si... Pero tengo sed... Quiero agua...

–Sírvete una botella del minibar...

Me levanté. Santiago lo hizo también, pero fue hacia su reproductor de DVD’s y comenzó a revolver cosas. ¡Se veía tan guapo! Abrí la puerta del minibar y, para mi decepción, sólo encontré un montón de coca-colas, ¡apenas un tímido squirt en el fondo!

–No hay agua –informé.

–¿Ni mineral?

–Tampoco...

–Si quieres, ve a la cocina. Mientras, yo termino de arreglar esto...

Salí, pues, de la habitación, y bajé, descalza, disfrutando el sensual movimiento de mi camisón. Al entrar en la cocina, noté que aún sin tacones altos, yo caminaba en puntas. Me detuve, satisfecha, frente al garrafón de agua y tomé un vaso. Entonces, aprecié un escurrimiento desde el estómago hasta mi culo-vagina. Supe, de inmediato, lo que era: el semen de Santiago, que seguía dentro de mí, impregnándome. Este hecho me llevó a tomar conciencia de mi nueva realidad: "soy la amante de Santiago, y puedo serlo de otro hombre cualquiera". Sí: no sólo había satisfecho ya las necesidades carnales de un macho de la especie, sino que ese hecho se repetiría una y otra vez, ¡porque era mi destino de hembra! ¡Yo me había transformado en un receptáculo femenino para la pasión masculina, y supe que muchas eyaculaciones más llenarían una intimidad que ya no me pertenecía!

Me servía un poco de agua, cuando una voz me estremeció:

–¿Puedo ayudarla, señorita?

¡Estuve a punto de dejar caer el vaso! Giré la cabeza: una mujer de edad madura, con uniforme de sirvienta, me veía entre sorprendida y desconcertada, pero sin perder la compostura y las buenas maneras.

–Perdón... No... Yo vine por un vaso de agua...

–¿Desea que se lo sirva?

–Yo... De verdad... Mire...

Afortunadamente, Santiago llegó al rescate. Mi caballero andante en bóxer:

–Buenos días, Magdalena.

–Buenos días, joven...

–Ninel, ella es Magdalena, la señora que nos ayuda en casa... Magdalena, te presento a Ninel, mi novia... La verás a menudo por aquí...

Para mi sorpresa, Magdalena sonrió. Luego, me acercó una servilleta de tela. No necesitó decir más: con unos ojitos brillosos, me mostró que ella sabía perfectamente lo ocurrido en la noche: que Santiago me había cogido. ¡Suponer que ella me pensaría como puta, lejos de apenarme me enorgulleció!

–Es un placer conocerla, Magdalena...

Santiago fue al refrigerador, sacó un galón de jugo de naranja Florida's Natural y se lo llevo a la boca.

–Joven –se incomodó Magdalena–, le doy un vaso...

–Mi madre no está –rió Santiago–, así que dame chance...

–Pero, joven...

–Mejor prepáranos el desayuno...

Magdalena se resignó, con gesto de mamá consentidora. Era evidente que conocía a Santiago desde niño, y que secretamente condescendía para darle algunos gustos traviesos. Toda una cómplice. Me surgió una pregunta. Pero ya habría ocasión de formulársela.

–¿Debo subírselos...? –preguntó Magdalena.

–No, mejor sírvelo en porche de la alberca y avísanos cuando todo esté listo...

Regresamos a la habitación. Santiago tomó un par de controles remotos.

–Quiero que veas algo...

La pantalla de plasma empezó a mostrar una película pornográfica: una chica rubia, de cuerpo escultural, se entregaba a un hombre maduro, guapísimo, seductor, de inmejorable porte. Por los ocasionales diálogos, supe que se trataba de una cinta de Europa del Este: quizá rusa o checa.

–¿Habías visto porno antes? –me preguntó Santiago.

–Nunca...

–¿Qué opinas...?

–Me fascina la actitud de la chica...

Sí: la rubia se veía caliente. Con sus movimientos, lograba conducir al macho cada vez más dentro de ella, aprovechando la verga al máximo. Sabía hacerlo gozar, sin lugar a dudas. La envidié: su manera de entregarse, de gemir, de abrir la boca con deleite, de dejarse conducir en cada posición sexual.

–¿Por qué te fascina? –volvió Santiago, a la carga...

–Porque se comporta como una verdadera puta...

Santiago rió. Quitó el DVD y fue hacia una de las repisas. De atrás de unos libros extrajo una cámara de video, y la conectó a la pantalla. Tras unas líneas de estática, se inició otra película porno, ¡pero ahora protagonizada por mí! ¡De manera encubierta, mi macho había grabado mi desvirgada! ¡Y para mi estupefacción, yo me comportaba desde el primer segundo tan caliente como la rubia (lucía incluso de su misma edad y tan escultural como ella), pero iba incrementando mis reacciones más, mil veces más, conforme el registro avanzaba!

–¿Qué opinas?

Quedé muda. El trato que Santiago me dispensaba, como pude comprobar al fin, era salvaje, ¡auténticamente brutal! Supe que no me había hecho el amor: ¡más bien me había violado! Pero las imágenes no dejaban lugar a la duda: yo gritaba como animal, pedía más. ¡Lo había disfrutado!

–Puta –dije...

–¿Cómo? –verificó Santiago.

–Me has transformado en puta...

–¿No venías a eso?

El sonido del teléfono me asustó. Santiago bajó el volumen del equipo de sonido. La Ninel de la pantalla comenzó a girar su cabeza, de modo incitante, para ver a su macho.

–Ya está el desayuno, joven –alcancé a oír.

–En un segundo, bajamos.

Santiago colgó. Y volvió a subir el volumen. Se oyó una inconfundible voz de mujer adulta, seductora, ansiosa, coqueta, quebrada por el placer: "¿Te estoy haciendo disfrutar?". ¡Era la mía!

Suspiré:

–Me violaste... Y me gustó...

Santiago me dio un beso en los labios.

–Hay que alimentar a la perrita –me dijo con paradójica ternura–... Ven...

Magdalena había dispuesto las cosas en la mesa, bajo el porche, con una elegancia a toda prueba: mantelería de lino, una vajilla costosísima, charolas de plata (en varios tamaños), una cafetera refinadísima, un juego de jarras y vasos en auténtico cristal cortado. ¡Dios! La fruta, los jugos naturales recién exprimidos (de naranja y de arándano), el pan y el café se antojaban, pero me dio lástima arruinar el conjunto. Con familiaridad, Santiago me ayudó a sentarme, y luego se colocó a mi lado; me sirvió jugo, y se preparó un café. Luego, conversamos de cosas sin importancia: detalles de la escuela, aventuras familiares; incluso tratamos de identificar, desde esa distancia, algunos puntos de la ciudad. ¡Yo sólo sabía que el universo me parecía reducido a ese momento, junto a la pacífica agua de la alberca!

Magdalena trajo una fuente repleta de hot-cakes, y ofreció jamón y salchichas. Agradecí y me limité a la fruta. Santiago, en cambio, devoró de todo, siguiendo su costumbre.

Regresamos a la habitación, y Santiago encendió la computadora. Para nueva sorpresa mía, descargó las fotos que me había tomado y las revisamos. Obvio: confirmé que me había convertido en su puta. Me agradó, en especial, una toma de medio cuerpo: yo abría la boca al máximo y, con los ojos anhelantes, me preparaba para mamar una verga completa, en total sumisión (la espalda recta, los senos enhiestos, las manos cruzadas atrás).

Como a esa de la una, Santiago se tiró al sofá y me jaló hacia él.

–Dime la verdad –preguntó, viéndome a los ojos–. ¿Tienes algo que hacer este fin de semana?

–La verdad es que no –respondí, acariciando su abdomen bien marcado, sus bien definidos y masculinísimos pectorales–. Sabes que estoy sola...

–Quédate conmigo, entonces... Todo el tiempo...

No necesité pensarlo.

–Sí, amor...

–Gracias, Ninel...

Nos besamos. Pero recordé algo, en automático:

–No traigo el eleuxín, y lo tomo todos los días. Además, hoy me toca inyectarme el lunelle...

Santiago me vio, sin entender...

–¿De qué hablas?

–De las hormonas... Necesito ir a la casa...

Increíblemente, aunque me sentía plenamente mujer, tenía una conciencia especial respecto a todo lo que me feminizaba, experimentándolo como necesidad vital.

–No hay problema. Te llevo, y luego nos vamos a comer...

–¿Ya tienes hambre, tragón?

–Oye: estoy en crecimiento...

Entre risas, volvimos a bañarnos juntos. Luego, mientras Santiago se vestía, yo busqué el tercer paquete de Dania ("para la mañana"): resguardaba un sujetador negro, sin aros, semiabierto en su parte central, con motivos florales bordados, rematado en encaje; una tanga de infarto, de tipo string, con detalles en bordado rojo y negro (que enmarcaban un fino tul transparente), sujeta por una cadenita plateada con cristales rojos de Swarovski; un pantalón, a la cadera, y una ligera chamarra, ambos en mezclilla; unas impecables botas vaqueras negras para dama (superestilizadas); y unos delicados aretes y un dije en forma de placas con diseños indios (de oro). Me encantó la idea: ponerme la chamarra sin nada abajo más que el sujetador, permitiendo que los hombres apreciaran mi torso femenino en toda su magnificencia. En cuanto estuve liste, me maquillé, con tonos claros, viéndome al espejo de cuerpo entero del baño y notando cómo la plaquita, sutilmente acomodada entre mis senos, contribuía a destacarlos, a centrar en ellos la visión del espectador; y cómo el pantalón dejaba a la vista el inicio de mi planísimo abdomen, de mi maravillosa cadera y de mis nalgas en forma de pera perfecta, rodeado todo por la elegante cadena de la tanga (había una hermosa formación de cristales justo sobre mi cóccix). Me peiné (¡en verdad las extensiones me habían dejado el cabello larguísimo!), me perfumé con el Light Blue de Dolce y Gabbana, y alcancé a Santiago: él se había puesto un pantalón de lino, unas cómodas sandalias y una playera de Abercrombie and Fitch.

–¿Nos vamos, guapa?

–Cuando mi hombre lo ordene...

Justo en ese momento, sonó el celular de Santiago.

–Es mi papá –me dijo, viendo a la pantallita luminosa, y activando el altavoz–... Hola, pa...

Desde el celular, emergió la voz del Doctor Villasante:

–Santiago, ¿cómo estás?

–Bien, bien –respondió mi novio–. ¿Qué dice Cancún?

–Excelente, aunque con un calor de los mil demonios... Tu madre te manda saludos...

–Igual para ella... ¿Qué onda, pa?

–Un favor, hijo: dejé en la oficina uno de los discos para mi conferencia de hoy en la tarde...

–Y lo necesitas...

–Sí, canijo...

–¿No hablaste con Sarita?

–Como a mi cabrona secretaria le di el fin de semana libre, se le hizo fácil apagar el celular... No me contesta...

–Márcale a su casa...

–Está fuera de servicio...

–O sea que tu pobre hijo tendrá que manejar hasta el consultorio...

–Por favor, hijo...

–No hay bronca... ¿Te mando todos los archivos del disco por e-mail?

–No... Sólo la presentación en power point... Se llama "villasante2002-5"...

–Va que va...

–Salúdame a Ninel... También de parte de tu mamá... Nos cayó muy bien...

–Gracias, papá...

–Espero el mail... Bye...

Obvio: cuando Santiago colgó, yo sonreía.

–Tus papás me adoran...

Un nuevo beso en la boca fue la respuesta. Cerré los ojos. Mientras Santiago sostenía mis manos, abrió un poco la boca y me introdujo su dulce lengua, primero de forma intermitente y lenta, y luego de una forma más larga y profunda; como en reacción automática, mi pierna derecha se elevó hacia atrás.

–Apurémonos –ordenó–. Quiero volver a violarte...

Los pezones se me pararon, y tuve que morderme los labios.

–Hagamos algo, para ahorrar tiempo –sugerí–. Déjame en mi casa, y ve a cumplir con el encargo de tu papá. Regresas por mí y ya.

–Lo pensaré en el camino...

Santiago manejó especialmente rápido, contrastando con una canción de La Oreja de Van Gogh:

"Cada fallo, cada imprecisión, cada detalle, todo bajo control. Cada acierto, cada aproximación, cada escena, bajo supervisión. La casualidad se puso el disfraz de una mariposa que al vuelo se entregó soltando su efecto nos acarició. No imaginas cómo sería yo si hubiera esperado un segundo más el amor. Ni mis gestos ni mi propia voz, ni mis besos serían hoy de los dos. La casualidad se puso el disfraz de una mariposa que al vuelo se entregó soltando su efecto nos acarició. La casualidad se puso el disfraz de una mariposa que al vuelo se entregó soltando su efecto nos acarició. Si quieres venir conmigo a buscar la fórmula exacta de la realidad intenta escribir a los demás, procura que nadie nos oiga marchar. Cada pregunta de cada respuesta de cada persona de cada planeta de cada reflejo de cada cometa de cada deseo de cada estrella".

–¿En serio no quieres que te espere? –preguntó, cuando se estacionaba frente a la puerta de mi casa.

–Mejor apúrate con lo de mi suegro...

Santiago se bajó del auto, me abrió la puerta y me ayudó a descender.

–Te marco en cuanto venga para acá...

No tardé en sentir unas miradas: Tatiana y Nora, unas vecinas, de pie en el jardín de enfrente, habían interrumpido su charla y me dedicaban un rostro de "¿es o no es?". Lejos de intimidarme, caminé como si estuviera en una pasarela, dedicándoles una sonrisa enorme y un saludo con la mano.

Debo reconocer que, al entrar, mi propia casa me pareció extraña, distante. De hecho, no tuve la intención de ir al cuarto de Lenin: sin titubear, fui al de Luisa, dispuse una maleta y abrí su clóset. Recordaba un conjunto que siempre le había envidiado: de top y minifalda de licra, simulando piel, con tachuelas y encaje de rosas en laterales. No tardé en dar con él, y me lo probé: no sólo me vino exacto, ¡sino que yo lo llenaba mejor que mi hermana! ¡Se me veía exactamente como debía, porque yo era la más buena de las cuatro mujeres de la familia! ¡ La más tetona! Justo en ese momento, sonó mi celular: pensé que era Santiago; pero al ver el número, no pude reconocerlo de inmediato.

–Diga...

–¿Stephanie...?

¡Era el doctor Covarrubias!

–Hola, José Alberto...

–¿Estás ocupada?

–No. ¿En qué puedo ayudarte?

Con mucha sutileza, el doctor Covarrubias me condujo por temas insignificantes (comenzando por la cena donde habíamos coincidido), divirtiéndome incluso, hasta que disparó:

–Me gustaría verte hoy. ¿Tienes algún plan para esta noche?

Mentí, sin mentir:

–Tengo que ver un asunto de los Villasante. Lo siento, José Alberto.

–Ese hombre te explota antes de contratarte. Hagamos algo: te llamaré más tarde, para ver si ya estás libre...

–De acuerdo...

–Cuídate, linda... Bye.

Colgué. Me desnudé y guardé el conjunto en la maleta. Luego, sin titubeos, seleccioné un montón de ropa de mi hermana, incluyendo una chamarra, una gabardina, y, por supuesto, lencería: lo más sexy, lo más llamativo. De hecho, decidí ponerme algo descarado, para mi reunión vespertina con Santiago: un bustier en chiffon y falso cuero con volantes en las mangas y hebilla de apertura frontal, que Luisa había usado en un concurso de baile en su facultad; una minifalda en cera, entalladísima, con cortes laterales, que la habían regalado en broma y que ella jamás usaba (medía 30 centímetros); y las strappy sandals con tacones de seis pulgadas que Dania me había prestado. ¡Todo en negro! Obvio: por la magnitud de los cortes de la falda, no pude ponerme tanga alguna. ¡Quedé sensacional! ¡Dejaba tal cantidad de piel a la vista! "Quiero excitar a Santiago", descubrí.

A fin de aumentar el efecto, decidí usar joyería de mi madre: recordé un juego precioso de gargantilla, aretes, anillo y pulserita, en platino y perlas, que sólo le había visto en una ocasión: era ostentoso y muy femenino. Fui, pues, a su cuarto, y lo busqué. La pulserita, nuevamente, fue a dar a mi tobillo. Ahí mismo, usando los cosméticos de mi madre (todos carísimos: el único lujo que se permitía), me maquillé en tonos más encendidos.

En ese momento, un mensaje llegó a mi celular: "Ninel, voy a tardar un poco. Tuve un imprevisto".Suspiré, y tecleé velozmente: "¿Cuánto tardarás?". La respuesta no demoró: "Un par de horas".

Se me ocurrió algo: tomar un taxi hasta la casa de Santiago (al fin y al cabo, tenía íntegro el dinero de Luisa), y esperarlo ahí: darle la sorpresa. "Me urge que vuelva a cogerme", concluí. Magdalena me abriría la puerta y yo podría aprovechar el tiempo para prepararle a mi novio algo de comer. "Yo seré el postre", agregué mentalmente, sin poder reprimir una sonrisa.

Tomé pues la maleta, una bolsa de mano lindísima, y salí a la calle. Las vecinas seguían ahí y ya no disimulaban su vigilancia hacia la casa.

–Doña Tatiana, doña Nora –saludé–: buenas tardes...

–Buenas –alcanzaron a pronunciar, impactadas por lo mínimo de mi atuendo...

Afortunadamente, un taxi vacío se aproximaba por la esquina. Sonreí a las curiosas y levanté una mano, haciendo la parada.

–Hasta luego –me despedí...

–Adiós...

El chofer del taxi, un hombre de unos 60 años, amabilísimo, descendió para ayudarme con la maleta.

–¿Quiere que la llevemos en la cajuela, señito?

–Póngala en el asiento de atrás, por favor –pedí–. Yo iré adelante...

En un santiamén nos dirigíamos a la casa de Santiago. No pude dejar de notar las ojeadas (evidentes de tan disimuladas) con que el taxista me recorría las piernas y el busto. Pero, en términos generales, avanzamos sin sobresaltos. Fue cuando llegamos a la carreterita privada, cuando don Máximo (así se llamaba) me comentó:

–¿Falta mucho? Creo que se le regó el anticongelante al coche y se está calentando...

–No, señor... Es en la cima...

–¡Menos mal! ¿Podrán darme, allá, un poquito de agua? Digo, por favorcito. Para compensar lo regado y aguantar hasta el taller... Ya le habían sellado el depósito, pero yo creo que volvió a rajarse...

Al alcanzar la cima, me sorprendí: el Audi de Santiago estaba estacionado en su lugar, junto a un Beetle color plata completamente desconocido. "Vaya, pensé".

Descendí del taxi, y don Máximo me ayudó con la maleta, mientras él mismo echaba un vistazo a los jardines de acceso a la mansión.

–Señito, ¿puedo tomar agua en esa llavecita de la esquina?

–Hágalo –contesté, pagándole el servicio, tratando de entender la conducta de mi novio...

Don Máximo abrió la cajuela trasera de su coche, y extrajo un maltratado galón de plástico. Me despedí de él, y avancé a la puerta. Toqué el timbre. Para mi sorpresa, no me abrió Magdalena, tampoco Santiago:

–¡Vaya con el putito! ¡Qué facha de zorra traes!

¡Era Martha! Primero, me enojé; pero luego se me despertó la duda: "¿no había roto Santiago con ella?"

–¿Qué haces aquí?

–Retomar mi vida, desde luego... Santiago ya cumplió su caprichito de volverte chica y desvirgarte, así que ahora eres completamente innecesario en esta casa...

Quise gritar, pero Martha me cubrió la boca con su mano.

–Vete sin escándalos, putín, y trataré de convencer a Santiago de que baje tus fotos y tus videos de internet...

Sentí que el aire me faltaba... "¡Santiago subió mis fotos y mis videos a internet!"...

–¿O creíste todo lo que mi novio te dijo? –disparó, con tono de burla– ¿No te percataste de que la ruptura en la disco fue un show para dejarte en sus manos? ¿Qué él sólo quería meterte la verga? ¿Sabes cuántos putitos y putitas se ha echado?

En el fondo de la casa, descubrí a Magdalena, y quise hacerle una señal con las manos...

–Ah, ah –Martha chasqueó los dedos, y un tipo descomunal descendió del Beetle–... Ya te dije, pinche puto de mierda. Sin escándalos. Te vas por la buena, o mi chofer te saca a punta de madrazos... Déjanos a Santiago y a mí en paz...

¡Dios! Sentí miedo, y una especie de pelusa caliente, desagradable, asfixiante, me nació en la garganta. En mi impotencia, supe que el llanto me brotaría en cualquier momento. "Aguanta, Ninel; que esta cabrona no te vea así"...

Tomé mi maleta y desanduve mis pasos. Para mi buena fortuna, don Máximo apenas estaba terminando de llenar el depósito del anticongelante.

–¿Puede llevarme de regreso, aunque sea a la entrada de la ciudad?

–Sí, señito. Súbase...

Conforme el taxi bajaba de la cima, yo sentía que me hundía. Mi mente comenzaba a asimilar la pesadilla. "Todo era mentira. Santiago no me ama. Sólo quería cogerme". Como si se correspondiera con mi estado de ánimo, el cielo comenzó a nublarse. Pronto, una suave llovizna nos cubrió. Marqué el número de Santiago un montón de veces: siempre me mandó a buzón.

–¿Puedo preguntarle algo, señito? –averiguó don Máximo– Con todo respeto...

–Sí...

–¿No le agarraron el servicio o qué pasó?

Al principio, no entendí. ¿De qué rayos hablaba ese hombre? Pero la evidencia me golpeó, al ver mi reflejo en el retrovisor: él pensaba que yo era puta profesional. Lo contenido me explotó: comencé a llorar. Desaforadamente.

–No, señito –se asustó el taxista–. No chille...

–Es que –sollocé–...

–Neta... No chille... Digo: está usted bien bonita... Si no le agarraron el servicio fue por pendejos... Me cae...

Mi celular comenzó a sonar. "¡Santiago!", me alegré. Pero no: era mi madre. Obvio: no tenía ganas de hablar con ella. Lo apagué y lo sepulté en el fondo de la bolsa de mano. Literalmente, llevaba el corazón roto: me dolía de amor, de tristeza, de desencanto. ¡Mi mundo perfecto de mujer había durado unas 24 horas! Permanecí en silencio hasta entrar en la ciudad.

–¿La dejo donde la levanté, señito? –me preguntó don Máximo–. Me toca cerca del taller...

–Sí, por favor...

–Con gusto la llevaría a otro lado, pero no creo poder ir más lejos ya se comenzó a calentar otra vez esta madrola...

Programada para ser sumisa y esclava sexual, separada del macho alfa, no sabía qué rayos hacer, pero supe que la soledad me anularía. Me sentía confundida. Fuera de lugar. Estar en la casa me deprimiría (me daba pánico caer en una especie de oscuridad sin sentido). Así que tomé una decisión. No supe ni cómo...

–¿Sabe? Mejor déjeme a dos cuadras de aquí, entrando por esa avenida. En el Hospital San Rafael...

Una vez en el hospital, don Máximo me ayudó con la maleta. La llovizna había disminuido, pero sentí frío, así que abrí la maleta, busqué la gabardina, me la puse, y me la ceñí con su cinturón.

–¿Algo más en que pueda servirla, señito?

–Gracias, no. Cóbrese...

La maleta me daba una facha absurda, pero aún así entré al hospital...

–Buenas tardes –saludé a la recepcionista–, ¿el doctor José Alberto Covarrubias?

–Permítame, ¿quién lo busca?

–Stephanie Guzmán...

–Tome asiento, por favor...

Me acomodé en la recepción. Para mi sorpresa, el propio médico salió de su consultorio para recibirme...

–Stephanie, linda, ¡qué sorpresa!

Quise sonreír. No pude...

–Hola, José Antonio...

–¿Y esa maleta? Espero que no vengas a internarte...

–Tenía que alcanzar al doctor Villasante en Cancún, pero cambié de opinión. Creo que no me conviene trabajar con él...

–Te lo dije. Es un explotador...

–¿Sigue en pie la invitación?

–Ahora más que nunca...

–Gracias...

El doctor Covarrubias giró hacia la recepcionista:

–Pídele a mi secretaria que cancele mis citas de hoy...

Tomó mi maleta y, a través de un elevador, fuimos al sótano-estacionamiento del Hospital. Luego, me guió hasta un hermoso BMW color vino.

–Súbete –indicó, abriéndome la portezuela.

Yo me acomodé casi en automático. Me sentía vacía.

–Te veo triste, Stephanie. Opaca. ¿Qué te pasa?

–Digamos que Villasante me hizo una jugarreta...

Obvio: no quise aclarar cuál Villasante.

Salimos del hospital: la lluvia había parado, y el sol intentaba dar sus últimos rayos del día, antes de dejarse vencer por el crepúsculo. Covarrubias llevaba un traje de lino de Canali, una camisa de algodón de Ike Bear, corbata de seda de Bill Blass y botines de lazo de Brook Brothers. Olía a Lavanda Imperiale, y, pese a la hora, se veía fresco, perfectamente afeitado. Yo, sobrándome las manos, me limitaba a jugar con mis uñas.

–¿Adónde quieres ir? –me preguntó.

–No tengo idea...

Covarrubias me vio, luego regresó su mirada a la avenida por la cual transitábamos.

–¿Qué te hizo Villasante exactamente?

–Luego hablaremos de eso...

–No insistiré... Conozco un lugar perfecto para que te relajes...

Enfilamos hacia un sitio de moda, combinación de videobar y de restaurante. Evidentemente, Covarrubias era cliente asiduo: fue bien recibido, con dosis iguales de cortesía y familiaridad.

–Doctor –saludó la hostess–, ¿la mesa de siempre?

–Por favor, Elia...

Nos condujeron hasta un elegante privado, de iluminación más intimista, exactamente entre los dos giros del negocio; olía a madera y a cuero, y el volumen de la música permitía conversar sin dificultad. Covarrubias me ayudó a quitarme la gabardina, y se la dio a Elia para que la llevara al guardarropa.

–¡Qué manera de vestir, linda! –me halagó, tomándome de la mano y haciéndome girar para revisar todos los detalles de mi bustier, de mi minifalda y de mi cuerpo tan atractivamente enfundado– ¡Qué sexy! ¿Te vio Villasante así?

–No...

–De lo que se perdió...

Luego, me ofreció una silla, con un gesto elegante, majestuoso, sin impostación.

–¿Qué quieres tomar?

–No me lo tomes a mal, José Antonio: no sé mucho de bebidas...

El capitán de meseros se acercó, con una platón de queso manchego curtido, que colocó en la mesa.

–Doctor, bienvenido. Hoy sí tenemos Pedro de Valdivia Platinum. Fue un descuido imperdonable el de la ocasión anterior...

–No se preocupe, don Luis...

–Más bien me ocupo, doctor... Usted sabe que esta es su casa...

Covarrubias me vio:

–¿Te gusta el brandy, Stephanie?

–Tomaré lo que tú gustes...

–Traiga el Pedro de Valdivia, don Luis...

El mesero salió del privado, haciendo una reverencia. Covarrubias, entonces, me observó fijamente; luego, me puso la mano derecha en la pierna.

–Hablas como una mujer despechada. ¿Eras pareja de Villasante?

Guardé silencio... Covarrubias pensaba en mí como en la amante del padre de Santiago. "Como si él hubiera engañado a su esposa conmigo".

–Tenme confianza –agregó–. Conozco a Sarita, su secretaria, y sé que él no la sustituiría...

Afortunadamente, el capitán de meseros regresó, trayendo la botella de brandy y un par de copas de balón, de cristal fino, en tamaño mediano. Nos sirvió y volvió a irse. Covarrubias levantó su copa hacia mí: la luz indirecta arrancó matices preciosos al color caoba oscuro del licor.

–Por ti.... Y por la buena fortuna de estar aquí contigo...

Sonreí, por fin, y me acerqué la copa a los labios: me llegó un aroma limpio, muy fino y distinguido, con tonos dulces, sensuales, de pasas, vainilla y frutos secos. ¡Dios! Bebí: si bien el brandy era suave, delicado, redondo y equilibrado, no pude dejar de notar la prolongada fuerza del alcohol. Cuando un ligero calorcillo me envolvió el cuerpo, me di cuenta de que una especie de frialdad me había invadido desde mi encuentro con Martha y que, afortunadamente, comenzaba a dispersarse.

Covarrubias resultó un seductor expertísimo: su charla, cautivante, se combinaba con una actitud de mundo y con una especie de evolucionada virilidad. Seguro de sí mismo, sofisticado sin ser complejo, desgranaba experiencias de sus viajes, de su entorno cotidiano y de su trabajo, sin sonar jactancioso y con mucho humor. Poco a poco, logró devolverme el buen ánimo, y, en un momento dado, tras una anécdota especialmente divertida, me arrancó una sonora carcajada.

–Te ves tan bella cuando ríes –me dijo, con un tono cautivante.

Quedamos en silencio y tuve la impresión de que me besaría, pero se limitó a acariciarme el cuello de una manera erótica que me hizo estremecer. Sí: ¡pese al poco tiempo que llevábamos de interactuar! Por una parte, el médico sabía cómo tratar a una mujer, cómo hacerla sentir deseada, única (a través de sus palabras, de sus inflexiones, de sus movimientos). Por otra, yo traía lo puta a flor de piel y una personalidad de esclava sexual en proceso de activación. Suspiré: ¡estaba yo tan cómoda! Pero había algo más: percibí en mí una euforia creciente y un leve mareo.

Covarrubias pidió algunas botanas: más queso manchego, jamón pata negra de bellota, papitas alioli. Pero yo seguía sin apetito y me limité a beber. Cuando llegó la segunda botella de brandy, yo reía a la menor provocación y me comportaba con descaro. Pronto, me llegaron momentos de inconsciencia.

Cuando Covarrubias me levantó de la mesa, para que nos retiráramos, me costaba trabajo mantener el equilibrio.

–¿Te llevó a tu casa? –me susurró al oído.

–Llévame donde quieras –balbucí.

Cómo salimos del privado es un misterio para mí, al igual que el viaje en el BMW. Recuerdo, sí, que llegamos a un edificio elegante, que subimos en un elevador y que el médico me abrió la puerta de un departamento y me condujo hasta un sofá. Ahí, sacó otra botella del mismo brandy. Bebí dos copas más. Y me perdí.

Desperté, sintiendo un golpe en el cerebro, desde la nariz.

–¡Vaya! ¡Al fin!

Covarrubias alejaba sus dedos de mi nariz: la tenía adormecida al igual que mi labio superior, y yo podía notar, en ella, una sensación polvosa...

–Lo dicho: no hay como la coca para bajar una borrachera... Quiero que estés plenamente consciente...

Quise moverme, no pude: estaba desnuda, atada y colgada bocabajo a casi un metro del suelo. Intenté hablar: me lo impidió una especie de espéculo, que, sujeto a una mordaza, me obligaba a mantener la boca abierta.

–Tranquila... Poco a poco sabrás la razón de tu estado...

Me observé: eran olorosas y larguísimas cuerdas de yute, sujetas en toscas argollas de hierro (hábilmente empotradas en el techo del lugar) las que me mantenían suspendida. Covarrubias me había ligado el torso, por encima y por debajo de las tetas; los bíceps, manteniendo mis brazos hacia atrás; las muñecas, dejándolas bien juntas; y los muslos, por arriba de la mitad, más cerca de mi pubis que de mis rodillas.

–Déjame contarte una historia. ¿Conoces a Carla Vallés?

¡Covarrubias había mencionado el nombre de mi madre! Comencé a jalonearme y a intentar un grito. Sólo pude babear...

–Este dato será nuevo para ti –prosiguió–: yo fui el primer novio de Carla...

Poco a poco, fui acostumbrándome a la luz eléctrica... Por los pocos muebles, parecía que estábamos en una especie de consultorio antiguo, pero era evidente, por la ausencia de ventanas y por los nulos olores de medicina o de alcohol, que no se ocupaba mucho. Covarrubias empezó a atarme los tobillos con más cuerdas; hizo pasar éstas por argollas colocadas en las paredes laterales y, de un brusco tirón, me forzó a abrir las piernas, dejándolas así, mediante sabios nudos. Luego, se quitó los zapatos y los calcetines.

–Sí. Yo fui el primer novio de tu madre...

Los ojos se me paralizaron, en una mueca inconfundible...

–¿Te sorprende?... Sé que no eres Stephanie Guzmán. Lo supe desde el día de la cena con el estúpido engreído de Villasante...

Quedé estupefacta.

–De hecho –agregó–, yo fui el primer hombre de tu madre en todos los sentidos...

El médico se quitó la corbata, el saco y la camisa: tenía un torso maravilloso, que no evidenciaba su edad. ¡Dios!

–Sí. Yo la desvirgué...

Recordé las palabras de mi madre, semanas atrás: había llamado a Covarrubias "imbécil", en relación con un pedido de algodón y gasas. "No le mandes nada. Que se vaya al carajo".

–Desafortunadamente, su madre, tu abuela, la convenció de que yo no le convenía y rompió conmigo. Pronto, se enamoró de un medicucho, de un tal Víctor Garza Aranda...

"Mi padre", pensé. Como si me leyera el pensamiento, Covarrubias reinició su discurso:

–El mediocre de tu padre... Con sus absurdas ideas, jamás fue capaz de darle buena vida a Carla. Mucho Marx, mucho Lenin, sí, y muchas carencias... ¿Cuándo gozaron ustedes de comodidades auténticas, de lujos?

Covarrubias se desabrochó el cinturón y los pantalones

–Pero tu madre tenía una debilidad... Aún la tiene...

Las cuerdas de yute se me incrustaban en la carne, pero no dolían. Por el contrario, la suspensión comenzó a introducirme en un estado de erótica lasitud.

–Es sumisa... Desde la primera vez que me la cogí, descubrí esa veta en ella...

No pude evitar el shock.

–Sí –retomó–: le gusta que la sometan, que la humillen... Sólo necesitaba decirle "puta" o "perra", para que comenzara a mojarse...

¡Dios! "Soy sumisa, como mi madre", pensé.

–Yo, en cambio –suspiró Covarrubias, quitándose los pantalones–, soy un amo. Me gusta dominar a mi pareja. Así que imagínate lo bien que nos entendimos. Desde la primera vez...

No tardó en aflorar mi propia personalidad de esclava sexual, completamente ajena a mi voluntad y potenciada por la posición: los pezones se me erectaron. Covarrubias lo notó y sonrió. Se quitó el bóxer y dejó al descubierto una verga descomunal. Nunca, hasta el momento en que escribo esto, he visto otra igual.

–Tu padre en la cama era un imbécil. Lo supe por tu propia madre. Obvio: ella se hartó. Me buscó. Fuimos amantes hasta que Garza la descubrió... Eso sí: jamás supo con exactitud que yo era el que le ponía los cuernos: Carla fue leal y guardó el secreto...

Las palabras de Covarrubias me golpeaban. ¡Empezaba a entender muchas cosas! ¡Pero no podía quitar la vista del abdomen cuadriculado del médico, de su verga! "¡Dios! ¡Los dos estamos desnudos!". Mi culo se humedeció.

–Sí... Fue por eso que tu padre empezó a tratar a tu madre con desprecio, y a engañarla con su secretaria, con sus enfermeras, con cuanta vieja pudo... Curioso: lo que él pensó que era un castigo, lo vinculó definitivamente a ella...

La verga comenzó a parársele.

–Y ahí entras tú...

Covarrubias comenzó a dar vueltas alrededor de mí: midiéndome, evaluándome. Luego, de un rincón, tomó una cinta métrica y me midió el busto, la cintura y la cadera.

–Siempre he dicho que la sumisión es algo genético... Sabía que alguna de las hijas del imbécil de Garza saldría sumisa... Todas, con suerte... Se lo dije a tu madre, en un momento de furia: "si no regresas conmigo, en el futuro una de tus hijas será mi perra"...

Una extraña combinación me invadió: excitación y miedo... Mi madre había alejado a su ex-amante para que ninguna de sus hijas fuera lo que ella: pero yo ya lo era, desde el fondo de mi corazón.

–No he dejado de rondar el entorno de tu familia... ¿Crees que no podía conseguir medicamentos en otro lado, más que en la Farmacia Volga? ¡Por favor! ¡Soy el dueño de la clínica privada más grande del Estado!... Mis pedidos eran un pretexto...

Covarrubias caminó hacia un pequeño estante con medicinas, extrajo una caja y la colocó en la mesita junto a la cama, a un lado de un frasco grande. Luego, fue a un minibar, buscó varias bolsas de papel, que alineó con la caja, y prosiguió su explicación:

–Llamaba por teléfono, pero siempre me contestaba Carla, así que colgaba... Hasta que oí a alguien distinto... A Stephanie... Supe que era sumisa, con solo oírla, y decidí que se convertiría en mi pase de regreso a la vida de la familia Garza Vallés...

¡Dios!

–Pensaba utilizar a Stephanie, sí... Y voy a hacerlo...

Covarrubias extrajo varias jeringas de la caja y abrió el frasco.

–Al principio, cuando te vi en la cena de los Villasante, pensé que eras tu hermana Luisa... ¿Recuerdas cómo me coqueteaste?... Lograste que se te subiera el vestido, para enseñarme las piernas, e hiciste la finta de mostrarme tus calzones... Te gusta exhibirte, ¿verdad?... No me extrañaría que ya te hubieras retratado bien encueradito...

Eché la cabeza para atrás y exhalé: ¡me había calentado, definitivamente! Pensé en mis fotografías y en mis videos que ya circulaban en internet. Descubrí el sentido profundo de la palabra "morbo". ¡Me excitaba pensar que desconocidos me vieran desnuda; que me apreciaran siendo utilizada sexualmente, violada! "Quizá en estos momentos hay chicos y adultos masturbándose con mis imágenes", reflexioné. "Es posible que fantaseen conmigo, con hacerme suya".

–Incluso hasta hace rato pensaba que eras Luisa... Aunque me intrigaba que ocultaras tu identidad... Pero cuando te desnudé, entendí todo...

Con ademanes cuidadosos, Covarrubias llenó una jeringa con la sustancia del frasco.

–Sí... Entendí que no voy a someter a Luisa, ni a Stephanie, sino a Lenin, el hijo mejor de Víctor Garza Aranda y de Carla Vallés Ferrer...

"No soy Lenin", intenté gritar. "Soy Ninel".

–¡Qué ironía! ¿No? El pendejo de Garza siempre fue tan macho, y su hijo no sólo le salió transexual: está buenísimo y, como es un perrito, me va a dar mucho placer...

Covarrubias se me acercó, con la jeringa en la mano derecha; con la izquierda, me sopesó las tetas.

–¿Sabías que tus medidas de mujer son 94, 59, 89?... Ya alcanzaste, además, el 1.70 de estatura: lo revisé mientras te ataba... Mucho mejor que el 85, 62, 90 de tu madre. Pero quiero dejarte un cuerpo más putesco.

Y me clavó la jeringa en una teta. Un doloroso gemido, apagado, se escuchó apenas: como el disparo de una pequeña bala de salva.

–Esto es gel de ácido hialurónico...

¡Dios! No podía poner más de esa sustancia en mi cuerpo: Santiago ya me había atiborrado de ella. Quise moverme, balancearme. Pero con hábil mano, Covarrubias me obligó a estar quieta. Sentí el doloroso estiramiento de la piel. Obvio: me brotó leche. Pero ya no era líquida: parecía una pasta cremosa. Covarrubias se admiró:

–¡Qué bruto, niño! ¡Estás retacado de hormonas! Con razón te ves mayor y estás tan bueno. Si no te checas los niveles de prolactina, puedes llegar a desarrollar prolactinomas, unos tumores benignos de la glándula pituitaria que secretan prolactina...

A pesar de que me disgustaba el trato masculino, la información me alarmó. Sentí un escalofrío brutal. Mas Covarrubias, sin inmutarse, llenó alternadamente las jeringas, una y otra vez, para después aplicármelas. Luego, repitió el tratamiento con la otra teta.

–Prolactinomas, se llaman. Cuando crecen, pueden causar daños a la vista, dolores de cabeza, y daños de la glándula pituitaria...

Luego, comenzó a inyectarme las caderas y las nalgas.

–Te verás genial...

Poco a poco, el nuevo peso en mi cuerpo hizo que las cuerdas comenzaran a apretarse mas. El médico lo notó. Recargó su mano en mi espalda y presionó hacia abajo, haciendo que mis tetas se comprimieran entre el atado. ¡Me dolió! Al mismo tiempo, dos chorros de crema golpearon el piso. Se rió. Luego, volvió a tomar la cinta, para medirme...

–Vaya, vaya: 99, 59, 95... Estás listo, putito...

Entonces, extrajo una ampolleta de la caja. La partió y me la dio a oler... Al principio fue agradable... Pero luego, me llegó un golpe químico fue más fuerte que el de la coca... Sentí como si la presión arterial me bajara de golpe, al tiempo que el corazón se me aceleraba; luego tuve una sensación de calor y de euforia. Covarrubias me atrapó las tetas y comenzó a acariciarme los pezones, como si supiera ya cuáles eran mis puntos más sensibles...

–Sé que no eres virgen –me cuchicheó, al oído–... Me hubiera encantado ser el primero...

Mi excitación se elevó, haciendo reaccionar mi cuerpo: en las manos de Covarrubias, mis tetas lucían descomunales, pornográficas. No pude evitar arquearme: estaba completamente receptiva al contacto del médico.

–Supongo que Villlasane te cogió anoche... ¡Qué chupetones te dejó!

¡Dios! En mi mente se sucedían, una tras otras, imágenes y más imágenes, ideas y más ideas: el engaño de Santiago, el miedo ante la posibilidad de que me salieran tumores, intuiciones de lo que el médico me haría, la futura reacción de mi madre ante mi nuevo cuerpo exuberante, el hecho de que había pasado de la infancia a una madurez de mujer sexualmente activa, mi recién adquirida conciencia de sumisa, la seguridad de que mi madre también lo era y de que yo estaba con el macho que la había desvirgado, mi creciente personalidad de esclava. Pasaba de la excitación al horror en un instante, para luego regresar. Mis emociones estaban desbocadas, al igual que mi corazón. Repentinamente, todo mi erotismo y toda mi feminidad quedaron a flor de piel. Comencé  a disfrutar de las cuerdas, del estar indefensa, expuesta, mientras recibía mensajes clarísimos, los últimos y más determinantes del cd con mensajes hipnóticos al que Dania me había sometido: "Eres puta. Disfrutas ser usada. Eres esclava sexual. Quieres tener un amo. Eres puta. Debes obedecer. Eres esclava sexual. Tendrás orgasmos cuando te sometan. Tendrás orgasmos cuando obedezcas a tu amo. Eres esclava sexual. Quieres a alguien que te utilice para su placer. Quieres a alguien que te someta. Quieres un amo. Eres puta. Eres esclava sexual".

–Pero no importa qué te haya hecho Villasante –rió Covarrubias, satisfecho, abandonando mis senos y masajeándome las nalgas–. Voy a demostrarte lo que es un verdadero amo... ¿Quieres eso?

Mi respiración entrecortada provocaba que mis ahora gigantescas tetas subieran y bajaran a un ritmo de locura, con un movimiento gelatinoso... Me pesaban... ¡Y parecía que una nalga se me encimaba con la otra, de tan grandes ambas, mientras manos rudas las exploraban!... No podía más: estaba yo hirviendo de deseo... Santiago me había hecho mujer, sí, y yo estaba enamorada de él; pero José Antonio me despertaba los instintos más bajos... Vi los ojos del médico, llenos de orgullo ante su nueva propiedad, incluso rebosantes de maldad por todo lo que podría hacerme, y supe que yo anhelaba satisfacer y servir a un hombre, al que fuera; verlo sonreír, complacido; y besar sus pies agradecida. "Sí", me dije, con iguales proporciones de excitación y despecho, "soy una hembra intensamente femenina y totalmente sumisa, voluntariamente consagrada a servir; me excita ser disfrutada en toda forma posible; quiero dar lo mejor de mí misma, mediante la entrega gozosa de mi cuerpo y de mi pasión de mujer; quiero ser un objeto de placer por el resto de mis días; quiero ser una propiedad. Si Santiago no me quiso, otro me tendrá".

No tardó en llegarme más del cd, indeleblemente grabada en mi inconsciente: "Eres mujer. Y eres esclava sexual. Está bien que seas mujer. Está bien que seas esclava sexual. Tu valor como esclava sexual son tus ojos cuando miran a tu amo. Tu valor como esclava sexual es el susurro de tu amo en tu oído. Tu valor como esclava sexual es la voz severa de tu amo cuando te humilla. Tu valor como esclava sexual es el dolor cuando tu amo te niega su mirada. Tu valor como esclava sexual es el tacto de la mano de tu amo cuando el miedo asuela tus ojos. Tu valor como esclava sexual es una lágrima que resbala por tu mejilla mientras esperas a tu amo. Tu valor como esclava sexual es el dolor en tu mirada cuando ves alejarse a tu amo en la oscuridad, y te sientes sola y desvalida. Tu valor como esclava sexual es tu entrega a los deseos de tu amo. Tu valor como esclava sexual es una marca en tu alma, de orgullo y de honor. Tu valor como esclava sexual es el regalo de tu entrega y de tu obediencia. Tu valor como esclava sexual es la aceptación de los deseos de tu amo, cuando te sangra el corazón y tus manos están vacías de todo menos de esperanza".

–¿Quieres eso? –repitió.

Asentí...

Covarrubias, de un zarpazo, me quitó el espéculo y me jaló una de las tetas, hasta lograr que mi propio pezón entrara en mi boca.

–¡Mámate tu misma!

Lo hice: la pasta descendió hasta mi garganta. Ya no era dulzona: dejaba un sabor cercano al de la nata. Mientras, la grabación terminó de anularme: "Eres esclava sexual. Tienes amo. Toda esclava sexual tiene amo. Quieres que tu amo te saque a pasear por la calle, con tus manos esposadas a la espalda y cubierta por una capa. Quieres que tu amo te siente en un bar y que te humille públicamente delante de los empleados y de los demás clientes. Quieres que te obligue a decir a cada momento a quién perteneces, de quién es tu mente, tu espíritu, tu cuerpo, cada uno de los poros de tu piel. Quieres que te momifique, que te envuelva en cinta, que te ponga algodones en tus orificios nasales y que selle tus labios con cemento de contacto. Quieres que te asfixie por inmersión o con una bolsa de nylon transparente para poder contemplar así su viril rostro, mientras él se deleita en cómo te consumes. Quieres que te cuelgue. Quieres que te azote las tetas. Quieres que espose tus muñecas, tus tobillos, todo tu cuerpo y te encierre en un lugar absolutamente estrecho. Quieres que muerda tus pezones al extremo. Eres esclava sexual. Y tienes amo. Eres esclava sexual. Eres esclava sexual. Eres esclava sexual".

Justo en ese momento, una convulsión, como un aguijonazo, se me extendió desde mi culo-vagina hasta el último rincón de mi intestino, sumiendo mi vientre en una especie de efervescencia. Aullé.

–Bien, el popper te ha hecho efecto...

–¿El qué? –gemí.

–El popper, Lenin: un compuesto de nitritos de amilo y butilo...

–No me llamo Lenin; soy Ninel...

–¿Ninel? ¡Vaya! Pensé que Stephanie era tu nombre de hembra... ¿Cómo debo decirte, entonces?

Reventé. Supe, en verdad, lo que yo era y lo que necesitaba: entregarme; a quien fuera...

–Dime puta... Dime perra...

–¿Qué eres?

–Una mujer... Una esclava sexual...

–¡Ya caigo!... Por supuesto que te gusta el trato femenino... Es bueno saberlo... Porque te calienta, ¿no?... ¿Y yo quién soy?...

–Un hombre... Un macho...

–¿Y qué soy tuyo?...

–Eres mi amo...

–Háblame de usted, perra...

–Es usted mi amo...

–Cuando termines una frase, dime siempre "señor"...

–Es usted mi amo, señor...

Covarrubias rió.

–Hablas igual que tu madre... En el mismo tono, con la misma ansiedad...

Volvió, entonces, a ponerme el espéculo, tomó una nueva ampolleta, y me repitió la dosis de popper...

–¿Estás lista, perra? Viene la dilatación...

¡Para mi sorpresa, sentí como mi culo-vagina, por efecto de la droga, se abría de manera obscena, y se quedaba ahí, colapsado! Covarrubias lo notó.

–Precioso. ¡Se te ven hasta las tripas!

Luego, vació las bolsas de papel, dejando sobre la mesita un lubricante vaginal, un pequeño bate de beisbol, un aparato blanco, una lata de refresco y una raíz extrañísima envuelta en papel celofán.