Por querer experimentar un embarazo (5)

Sentí, entonces, cómo Santiago se acercaba; luego, fue evidente su peso sobre el colchón... Oí los clics de la cámara...Y, al fin, noté la mano de mi macho haciéndome a un lado la tanguita y dejando mi ano al descubierto.

–¿Cuánta leche tienes? –me preguntó Santiago, acercándose cada vez más.

–Lo ignoro –confesé–. Me ha salido el equivalente de un vaso o de una taza entre las dos tetas, pero ahora siento como si el bebé me estuviera exprimiendo al máximo...

Pronto, el tibio aliento de Santiago me hizo estremecer: ¡su boca estaba tan cerca de mi pezón libre!

–¿A qué sabe…?

Quise responderle "prueba", pero el timbre de un celular me sobresaltó. Era idéntico al del mío.

–Tienes una llamada, Ninel –me informó Santiago, incorporándose y extrayendo mi propio teléfono de su chaqueta–. Supuse que lo necesitarías, así que lo tomé de tu mochila.

Con cuidado, sin soltar al bebé y sin dejar de amamantar, respondí a la llamada: era mi madre.

–¡Hola, Lenin! ¿Cómo estás? ¿Qué haces?

No pensé en responderle: "aquí, de mujercita, dándole pecho a un bebé".

–Bien, mamá. Extrañándote. Y sin algo especial en el horizonte...

–Me alegro. Estoy con tu tía...

Los hambrientos labios de Jaime me dieron un chupetón especialmente fuerte: primero, sentí calor y cosquilleo en todo el pecho; luego, un "bajón" de leche. La emisión era tan incontenible como desde el principio, pero ahora percibí cómo el líquido, mucho más espeso, me surgía desde el centro mismo de mi seno y, en su camino, me abría radicalmente los conductos internos (los galactóforos). No sabía entonces que Jaime había detonado un reflejo (¡en mí, al igual que en su mamá!): sólo noté, en verdad, el dinamismo de mis glándulas lácteas (activadas, de por sí, con el exceso de prolactina), como si fueran racimos dentro de mi teta.

–¡Dios, qué bueno! –gemí.

–¿Luisa? –se interrumpió mi mamá.

¡El impacto de lo experimentado me había hecho producir el sonido más femenino!... Al menos hasta ese momento.

–Perdón –susurré, tratando de regresar a mi tono normal, pero sin poder evitar mis reacciones ante la voracidad de Jaime–. Que qué bueno que estés con mi tía...

–¿Estás bien, hija? ¿Adónde fue Lenin?

La respuesta de mi madre y los ojos sorprendidos de Santiago me hicieron darme cuenta: estaba yo hablando como una chica universitaria. ¡Me veía y sonaba como toda una mujer! Ya no producía sólo el matiz cristalino que Dilts había escuchado. Mi voz ya no era la de un niño. ¡El amamantar me había hecho avanzar más en la metamorfosis, de tal manera que mi propia madre ya no reconocía a Lenin, por teléfono, sino a una hija!

–No te escuché, mamá...

Volví a tener otra "bajón" de leche, al tiempo que mis glándulas se agitaban, siguiendo el ritmo que el bebé les imponía: tampoco lo sabía entonces, pero mi reacción biológica, alterada hormonalmente, era como la de cualquier hembra que ha parido, y pronto mi seno derecho comenzó a prepararse para la lactancia, llenándose también, abultándose interiormente (¡cómo se me separaron y constriñeron los tejidos!), hasta que algunas gotas indudablemente blancas y cremosas empezaron a brotar de un montón de nuevos puntos que se rompieron en mi pezón. Obvio: mi culo palpitaba con más intensidad.

–¿Qué adónde fue Lenin?

–Ya lo conoces –dije–. Fue a ver un programa de televisión...

–Te manda saludos tu prima. ¡Su bebé está precioso!

–Me imagino...

–Ahorita lo está alimentando...

¡Dios!

–¿Quieres decir que le está dando de mamar?

Mi madre suspiró con ternura.

–Sí, Luisa. ¡Se ve tan linda!... Ya verás cuando tengas tus hijos y los amamantes: ¡es una de las experiencias más maravillosas para toda mujer!

Hubiera querido decirle a mi madre: "ya lo sé; es sublime sentir como alguien, pequeñísimo, se nutre de mí; como le transmito vida: porque no soy Luisa, pero tampoco soy ya Lenin: me estoy transformando en Ninel, en una nueva hija para ti; tengo las tetas repletas de leche y un bebé se alimenta con ella; ¡porque yo también, como mi prima, estoy lactando!". En cambio, sólo pude articular:

–Me imagino...

–Bueno, hija, te dejo. ¿Quieres que te marque más tarde a la casa, a tu celular o al de Lenin?

–Despreocúpate. Estamos bien...

–Me tranquilizas... ¿Sabes? Estaré muy ocupada y aquí no tengo muy buena recepción. Si necesitan algo, llámame mejor a casa de tu tía... Si no estoy, deja mensaje...

–Bye, ma.

–Adiós, linda...

Colgué y le devolví el teléfono a Santiago. Al mismo tiempo, percibí algo distinto en el interior del seno izquierdo.

–¡Dios!

–¿Qué pasa, amor?

–Ya...

–¿Ya qué?

–Jaime me vació...

–¿Estás segura...?

Asentí. Santiago fue hacia la ventana y se asomó.

–¿Qué hago? –pregunté.

–Lo que toda mujer. Cámbiate al bebé de teta...

–¿Y si viene tu tía?

–Está platicando con los socios de Theo...

Jaime no me había soltado, aunque ya no succionaba. Sus ojitos parecían decirme: "vamos, aún no termino; quiero más". Me lo reacomodé ante el seno derecho, tomé éste y se lo ofrecí, sin necesidad de excitarme el pezón (¡pues lo tenía enorme!). En un segundo, me estaba succionando.

–Me encanta esa voz que estabas haciendo –me dijo Santiago, sentándose a mi lado.

–¿Cuál?

–Esa, precisamente...

–No es voluntaria... Reacciono ante lo que esta cosita me hace...

–Es tu verdadera voz; tú lo sabes...

–¿Crees?

–Suenas como tu hermana Luisa, pero en sexy...

–Exageras...

No pude decir más. Sin aviso alguno, Santiago me tomó la mejilla, me hizo girar hacia él y me besó en la boca. Primero recorrió mis labios con los suyos, lentamente, permitiéndome disfrutar su tibieza. Luego, de manera sutil, comenzó a acariciarlos con su lengua, hasta que  la introdujo suavemente entre ellos, separándolos, buscando la mía y tocándola para despertarla. Mi mente quedó en blanco. Sólo tenía conciencia del riquísimo aliento de Santiago, del embriagante sabor de su saliva, y del agradable jugueteo de Jaime en mi seno. Mi vientre se contrajo y mi culo aguijoneó haciéndome exhalar de placer.

–¿Nadie te había besado antes? –me preguntó, viéndome a los ojos.

–Nadie...

–¿Chicas tampoco?

Mi gesto de desagrado lo hizo sonreír.

–No soy lesbiana... –dije, con un asomo de broma...

–Gracias por permitirme ser el primero, entonces...

Suspiré. La referencia me había hecho surgir algo:

–¿Por qué me presentaste a tus papás como tu novia?

–¿No te gusta serlo?

–¿Lo soy, realmente?

Me besó otra vez.

–¿Te queda duda?

–No... Es que...

–¿Qué?

–Tú sabes... Aunque no me guste, aún soy un chico...

–¿Qué te dije respecto a cómo debías hablar de ti?

–Santi, mis palabras no pueden transformar hechos...

–Busca la manera de decir lo mismo, pero sin dejar tu identidad de mujer...

No tardé en hallar lo que él deseaba:

–Aún no soy una chica completa...

–Mírate...

Lo hice. Contemplé mis senos desnudos, sobresaliendo por encima del brassiere; la falda entalladísima que dejaba apreciar mis piernas claramente femeninas; al bebé mamándome y recargado sobre mi vientre plano...

–Pero mi pene...

–Ninel, a lo que tú tienes no puede llamársele pene. Vamos: los testículos casi ni se te notan. ¡El solo cuadrito de la tanga te ocultó el paquete entero! Además, no creo que quieras conservar eso para siempre...

Asentí, con fascinación.

–Sería maravilloso poder quitármelo, y tener vagina...

–Y te lo quitarás. Créeme. Llegado el momento, tendrás vagina...

–¿Es posible...?

Quedamos en silencio y volvimos a besarnos. Jaime empezó a dormirse, y sentí su cálida respiración en aumento paulatino, ¡aunque no dejó de chupar mi teta! A la par, el deseo de entregarme a Santiago se hizo cada vez más mayor. "Quisiera, ahora, los labios de Santiago en mis pezones", me dije. "Dios, que me coja ya".

–Conozco esa mirada –me siseó Santiago, aproximándose a mi oído...

–¿Cuál?

–La tuya, la que me estás regalando –agregó, alzándome un poco la falda y colocando la mano directamente sobre la piel, en la parte superior de mi muslo–. Estas caliente y quieres que te coja, ¿no es así?

–Yo...

–Pero todo a su tiempo, putita...

Ahí estaba otra vez: esa vulgaridad que me magnetizaba. "Puta" era un insulto, pero oírlo aplicado a mí me estremecía. Santiago lo notó.

–¿O no quieres que te coja y te haga mi putita? –prosiguió.

–Santi...

–Dilo: que quieres que te coja y que te haga mi puta.

¡Dios!

–Quiero que me cojas y que me hagas tu puta...

Aún no terminaba la frase, cuando volví a experimentar el vacío en el seno y Jaime, profundamente dormido, dejó de mamar. Gemí.

–Acabó el bebé, ¿verdad?

–Sí –respondí con tono de Lenin-niño.

–Recuerda las sensaciones de amamantar y fíjalas; reencuentra tu verdadera voz. Quiero oírla en ti de manera permanente; pues ya está dentro tuyo...

Lo hice. Dejé que la mujer que me habitaba saliera aún más.

–¿Es ésta...?

–No, ve más allá...

Cerré los ojos. "Lenin, vete. Deja que Ninel se quede. Yo soy ella, en verdad; no tú".

–¿Así...?

–Casi.. Piensa: acabas de amamantar a un bebé, y eso es algo que sólo ustedes las hembras hacen. Los verdaderos hombres ni siquiera tenemos tetas. Y tú, sí: tienes un par de ricas tetotas que dan leche. Eres una mujer y estás buenísima. Tu culo, delicioso, fascina a los machos. ¡Hasta tienes novio y quieres que él te coja y te haga su puta!

–Santiago, para...

Y ahí estaba. En efecto, mi voz femenina era muy parecida a la de mi hermana Luisa, pero más cadenciosa y más erótica.

–¿Lo ves?

Recordé mi pregunta, antes de entrar a la fiesta: ¿cuántas cosas de niña habría ya en mí? "Una más", me dije.

–Tienes razón. Me siento mejor hablando así...

Santiago tomó a Jaime de mis brazos y lo llevó a su cunita.

–Vístete, Ninel.

Lo hice. Paradójicamente, sentía los senos más ligeros, pero se me habían hinchado un poco. Obvio: el brassiere se me ajustó, y se me incrementó el peso en las copas, lo que tuvo su efecto en los tirantes y en la blusa (me vi obligada a estilizar otro poco mi manera de erguirme, ¡y a dejarme dos botones abiertos!).

–Mira lo que este bebito perverso ocasionó...

Santiago se rió, hasta contagiarme.

–No es para menos. Estuviste dándole de mamar casi una hora, a razón de media por teta...

–¿No es mucho? ¿Cuánta tardan las...?

La ceja levantada de Santiago me frenó.

–¿Las qué?

–Las... otras mujeres...

–Lo mismo... Pero deja de preocuparte: así me gustas, con mucho para agarrar...

Quedé con la boca abierta todo el trayecto de regreso, hasta la mesa donde habíamos comido.

–¿Cómo está Jaime? –preguntó la tía Iris, a lo lejos– ¿Qué tanto hacían?...

–Lo dormimos –se adelantó Santiago.

–¿No tenía hambre?

–Yo creo que no...

–¡Qué raro!

Santiago ni siquiera ocupó su lugar. Me esperó sólo para tomarme de la mano:

–Nos vamos, papá...

El doctor Villasante lo detuvo:

–¿Y finalmente nos acompañarás a Cancún?

–Tengo muchísima tarea para este fin. De hecho, Ninel está en mi equipo... Aún necesitamos investigar un buen de datos... Y pasarlos en limpio...

Doña Paloma me vio fijamente:

–Si te deja todo el trabajo a ti, márcame de inmediato

Sonreí.

–Bueno –ordenó el doctor Villasante–, pero espero que llegues a la cena de hoy, y que, al menos, nos acompañes al aeropuerto... Ninel, estás invitada...

Salimos de la casa. ¡Los papás de Santiago habían quedado convencidos de que era ya toda una mujer! "Saben que soy la novia de su hijo", reflexioné con muchísima complacencia. Y más, aún: "¡Dios! Le di de mamar a un bebé, como si yo fuera su madre, como si yo lo hubiera parido".

–¿Por qué te quedaste tan callada? –me preguntó Santiago.

–No supe qué voz usar –justifiqué...

–Sé tú, simplemente.

Dos segundos después, avanzábamos en el Audi.

–Necesitamos ir con Dania...

–¿Ahora para qué?

No hubo respuesta. Santiago se limitó a poner un disco compacto en el formidable equipo de sonido del auto y a tomarme de la mano. David Bisbal nos cantó el resto del trayecto una tonadilla entonces de moda:

"Ave Maria, cuando serás mía Si me quisieras, todo te daría Ave Maria, cuando serás mía Al mismo cielo, yo te llevaría. Dime tan solo una palabra Que me devuelva la vida Y se me quede en el alma Porque sin ti no tengo nada... Envuélveme con tus besos Refúgiame en tu guarida... Y cuando yo te veo, no se lo que siento Y cuando yo te tengo, me quemo por dentro Y más... y más de ti yo me enamoro Tú eres lo que quiero Tú eres mi tesoro".

Sin percatarme de lo que hacía, abandoné el auto en cuanto se estacionó, para contemplar el lugar al que habíamos llegado.

–¡Que te esperes a que te abra la puerta! –me regañó Santiago...

Y es que Dania vivía en un elegante edificio de cierta zona comercial de moda (en los dos primeros pisos, había una clínica de belleza y una boutique para novias). Al subir, quedé en fascinación: aunque su departamento, hermosísimo, no era propiamente el penthouse, los ventanales ofrecían una hermosa panorámica de la ciudad, lo suficientemente amplia para impresionar, pero a la altura necesaria para contemplar detalles.

–¿Cómo puedo ayudarlos ahora, chicos? –averiguó Dania.

Francamente, la travesti se veía hermosa: con pantalones formales, una casual camiseta y sandalias. Nada en ella delataba su carácter de hombre.

–Antes que otra cosa, quiero agradecerte –le dije–. Por ti, mi presentación fue un éxito.

–¡Guau! ¡Qué voz tan seductora! –se sorprendió, divertida– Santiago ha acelerado tu cambio de sexo de manera impactante. ¡Mírate las boobies! ¡No te caben ni en el brassiere ni en la blusa! Me alegra haber podido contribuir un poquito...

Santiago se acomodó en un sillón, y me jaló a su lado.

–Has tocado el punto, Dania. Tenemos una cena formal y una fiesta en la disco. Y Ninel debe verse hermosísima... Quiero que la feminicemos más...

–¿Más? –jugó, con ironía...

–Sí... Que, de hecho, la feminicemos por completo...

–De acuerdo... Sígueme, niña... Tú, Santiago, si gustas, ve a arreglarte también. Regresa en unas tres horas...

–De acuerdo. Paso por ti a las siete, amor... Y, Dania, por favor, no repares en gastos.

Dania me condujo a su habitación, un espacio amplísimo donde no había asomo alguno de masculinidad: todo (color de paredes, muebles, decoración, objetos) se acomodaba en un concierto fascinante dedicado a la mujer. De inmediato, me sentí en ubicación.

–No tienes vello aún, así que nos ahorraremos varios pasos. Pero antes, desnúdate para que te prepare un baño...

Dania me dejó, y yo seguí la indicación. Me sentía expectante. "Quiero que la feminicemos más, que la feminicemos por completo". ¡Dios! ¡Si hasta mis senos ya habían sido ocupados como si trataran de los de una mamá y ahora olían a bebé! ¿Qué faltaría? No pasó mucho tiempo antes de que oyera el rítmico golpeteo de las sandalias de mi amiga.

–¿Lista? –me preguntó.

–¿Qué vas a hacerme? –devolví...

–Ya pareces una hembra por fuera, así que voy a feminizarte interiormente...

Luego, despejó la cama de cojines, retiró un finísimo oso de peluche Steiff y extendió una suave y blanquísima sábana de lino (con gráciles bordados de florecitas en las orillas).

–Bien, Ninel. Acuéstate sobre tu lado derecho, y encoge las piernas.

Para mi estupefacción, Dania se fue y regresó con una especie de bolsa con una boquilla o tubito.

–¿Qué es eso?

–Acomódate y te voy explicando.

Con cierto nerviosismo, me tumbé en posición fetal. La cama era comodísima.

–¿Así?

–Así, niña... Supongo que Santiago piensa cogerte hoy mismo, así que voy a limpiar tu colita.

–¿Qué dices..?

Sin advertencias, Dania untó la boquilla con el gel de un tubito (extraído de su buró) y comenzó a usarla para acariciarme el culo.

–¡Dios –gemí.

Una punzada riquísima me recorrió por dentro, desde el ano hasta el estómago.

–No puedo creerlo. Tu ano parece tener vida. Le urge una buena verga...

–¿Qué vas a hacer exactamente?

Por respuesta, me deslizó la boquilla hacia adentro, y mi culo se la tragó sin problema. ¡Fue delicioso! Mis pezones se me irguieron, y yo no pude reprimir un sutil movimiento de cadera, como si tratara de acomodarme.

–Tranquila, niña... Si ya te estás poniendo así con esta tripita, imagínate cuando estés con Santiago. Porque me imagino que tiene una vergota...

Asentí, mordiéndome los labios.

–¿A poco ya se la viste, Ninel? –sonrió Dania.

Me sonrojé...

–Bien –continuó–, prepárate para el líquido...

Poco a poco, sentí el ingreso de una sustancia tibia que me llenaba el intestino. No era completamente agradable, pero tampoco molesto.

–Parece que se me estirara la panza...

–¿No te gustaría saber qué es lo que te estoy metiendo?

–Dímelo...

–Es un lavado femenino Summer’s Eve, un producto de limpieza íntima hipoalergénico...

–¿Femenino?

–Sí. Las mujeres se le ponen en la vagina...

–¡Pero me lo estás echando por el culo...!

–Precisamente. Quiero remarcarte que hoy en la noche tu culito servirá como vagina...

–¡Dios!

–Es evidente que te has castrado químicamente con antiandrógenos: tu pene se ha consumido y no funciona ya... Te acostumbrarás, entonces, a dar y a recibir placer por atrás... Digo: hasta que tengas vagina... Aunque dudo que después de hoy te resistas a una buena cogida anal...

–¿En serio puedo llegar a tener vagina? Hace rato, Santiago me dijo lo mismo...

–Claro... Si te operas...

Recordé lo que había leído en internet. "Cirugía de reconstrucción genital". ¡Claro!

–Eso me encantaría...

Comencé a querer evacuar el vientre. Paradójicamente, al mismo tiempo me llegó la agradable fragancia del Summer’s Eve: ¡mi estómago parecía querer reventar, pero había algo refrescante en el efecto! "Dania me está metiendo un líquido para mujeres", pensé. "Me está preparando para que Santiago me coja como a toda una hembra".

–Aprieta más el culo. Te está comenzando a palpitar...

Y cómo no, ante lo bizarro de la situación.

–¿Falta mucho?

Dania me extrajo la boquilla. Y abrió una puerta:

–Aprieta bien las nalgas y corre a la taza. Éste es el baño...

No necesitaba decírmelo. Corrí a sentarme en la taza, y el líquido salió raudo de mí. Hubo descanso. Tranquilidad. "Me han lavado por dentro, como a cualquier mujer, con una sustancia para vaginas".

–¡Qué rollo! –suspiré.

–¿Terminaste? –me alcanzó Dania.

–Sí.

–Bien. Límpiate con papel higiénico...

Obedecí. Me levanté, cerré la tapa del excusado, jalé la palanca y me lavé las manos. Hasta entonces, me percaté de la enormidad del baño y de su tibia atmósfera interna.

–A bañarse, pues, Ninel.

Siguiendo una costumbre que me habían inculcado en la niñez (orinar antes de entrar a la ducha), alcé la tapa de nuevo, me acomodé frente a ella y tomé mi pene para orinar.

–¡Alto! –se sobresaltó Dania– ¿Qué haces?

–Voy a hacer pipí...

–¿Así mean las mujeres?

Me sonrojé.

–Dania, es que...

–Nada... Siéntate en la taza. Así mearás de ahora en adelante... Pero no permitas el contacto total, mantén una separación...

Lo hice. Me percaté de lo cómodo que me resultaba orinar así, pese a la tensión en mis piernas: dado que mi pene se me reducía día a día, cada vez era mayor la inclinación que tenía que hacer sobre la taza o sobre el mingitorio, para evitar mojarme los pantalones. Así, en cambio, simplemente me podía dejar fluir. ¡Y qué diferente sonaba el chorro al estrellarse en el agua, conmigo en esa posición, de cuando lo arrojaba de pié!

–Terminé...

–Toma un pedazo de papel y sécate: pero metiendo la mano por delante de ti.

Al fin, me levanté y bajé la palanca del baño. Dania, entonces, corrió unas puertas de vidrio esmerilado, dejando al descubierto una tiña de baño preciosa. El vapor que de ella brotaba había generado la tibia atmósfera del lugar. Empecé a distinguir aromas delicados, enervantes.

–Guau...

Me acerqué: velas de miel y limón, colocadas estratégicamente, complementaban la iluminación y perfumaban. A un lado, un sorprendente depósito de productos L’Occitane (pastillas burbujeantes y chispeantes, aceites, geles, jabones, cocteles de vitaminas, resplandor de flores) invitaba a una experiencia de relajación y frescura. En el agua de la tina, que olía maravillosamente, flotaban pétalos de rosas.

–Entra, niña...

Dania me extendió la mano para ayudarme. En cuanto mi piel hizo contacto con el agua, descubrí que se sentía tan bien como olía: había en ella algo diferente, quizá aceite ligero. Me dejé, pues, conducir, sumergiéndome, acomodándome. Luego, Dania fue hacia el control de la luz, lo giró y me dejó en penumbras. El brillo centelleante de las velas, la temperatura del agua, el roce de los pétalos con mi cuerpo: todo se conjugó, sumiéndome en una especie de letargo. Me llegó, lejana, la voz de Dania:

–Bebe esto...

Giré la cabeza: Dania sostenía un vaso. Respiré profundo, lo sostuve y apuré el amargoso contenido. Comencé a sentir bienestar general, alegría...

–¿Qué es –averigüe, devolviéndolo...

–Disolví en el agua un poco de crystal meth... Tranquila...

No lo sabía, entonces, pero el crystal meth no era otra cosa que éxtasis, 3,4-metilendioximetanfetamina, un agonista directo de los receptores neuronales presinápticos de serotonina, que me indujo la liberación de estos neurotransmisores desde las vesículas en las terminales presinápticas de las neuronas. Estos cambios neuroquímicos se tradujeron, primero, en una desinhibición total: mi desnudez me pareció no sólo cómoda sino indispensable (me deleité en la visión de mis senos sumergidos; levanté mi pierna en un gesto de coquetería y me pareció especialmente redonda, torneada; me acaricié los brazos). Luego, me llegó una empatía profundísima con Dania.

–Cierra los ojos.

Lo hice, mientras descubría cómo mis emociones y mis afectos se abrían, dejando mi mente completamente indefensa. Entonces, me llegó una música casi hipnótica. Era evidente que había bocinas hábilmente ocultas, para acentuar la estereofonía de la grabación. Pero al cabo de unos minutos (unos quince), como entre sueños, noté que dos voces sutiles, superpuestas, se acomodaban entre las notas musicales. Gradualmente, conforme se incrementaba etéreamente el volumen, fui consciente sólo de una, que podía entender:

"La transformación es real. Tú eres mujer. Te has transformado en mujer. La transformación es real, completamente real. Haberte transformado en mujer está bien. Ser sumisa está bien. Es lo mejor que pudo haberte pasado. Tú sabes que es verdad. Haberte transformado en mujer es lo mejor que pudo haberte pasado. El temor se va. La transformación es real. El temor se va. Lo que estás haciendo es lo mejor para ti. Y te hace feliz. Tú yo masculino se va. Tu personalidad masculina se va. Está bien que seas femenina. Está bien que seas sumisa. Ser mujer te hace mejor persona. Ser mujer te hace mejor amante. Está completamente bien que seas femenina. Está completamente bien que seas sumisa. Tú eres mujer. Está completamente bien que seas mujer. Las mujeres son femeninas. Las mujeres son sumisas. Tú eres mujer. Y a las mujeres les gustan los hombres. Está bien que te gusten los hombres".

¡Dios! Cada frase era una descarga que, gracias al éxtasis, se distribuía por toda mi red neuronal y terminaba por convertirse en un golpe en mi subconsciente. Poco a poco, la semilla de Ninel que ya estaba depositada en lo más profundo de mi ser, que había sido abonada con las hormonas y que había germinado a través de mis vivencias recientes, principió una expansión total, enraizándose en mi cerebro y tendiendo sus ramas hacia todo mi cuerpo. Lo que Lenin había sido se estaba desmoronando. Podía sentirlo. ¡Y era definitivo! Repentinamente, mi corazón se desbocó: parecía latir al ritmo de la otra voz, ininteligible. Mientras, la primera seguía taladrándome:

"Tu personalidad masculina se ha ido. Es lindo ser mujer. Es lindo que te gusten los hombres. Quieres que la gente sepa que eres mujer. Quieres que la gente sepa que te gustan los hombres. Quieres que la gente sepa que eres sumisa. Puede actuar como mujer. Porque eres mujer. Puedes ser sumisa. Porque eres mujer. Eres completamente mujer. Puedes actuar como mujer donde sea, en cualquier circunstancia. Las mujeres atraen a los hombres. Y tú quieres atraer a los hombres. Porque eres mujer. Quieres gustarle a los hombres, arreglarte para los hombres, ser deseada por los hombres. Eres feliz. Ser deseada por los hombres te hace feliz".

Mi cuerpo reaccionó físicamente de manera paradójica: tuve mayor conciencia de mis atractivos femeninos, como si mis senos, mis nalgas y mis curvas todas se afirmaran; pero a la vez, me sentí increíblemente frágil, con necesidad de protección, ¡y eso me alegró!

"Ser mujer te hace mejor persona. Ser mujer te hace mejor amante. Ser mujer te hace sumisa. Todos saben que las mujeres son más cariñosas. Todos saben que las mujeres son más afectuosas. Tú puedes ser sumisa. Todos saben que las mujeres son leales. Te estás haciendo más sentimental, más afectuosa, más sumisa. Tú eres sumisa. Tu hombre está antes que tú. Quieres obedecerlo, hacerlo feliz. Necesitas obedecer a tu hombre. Oye en tus pensamientos siempre tu voz de mujer. Eres una mujer, una hermosa mujer. Cuando ves al espejo, ves a una mujer. Tienes cuerpo de mujer, voz de mujer, personalidad de mujer. Eres mujer en espíritu, alma y cuerpo".

Ignoro a ciencia cierta cuánto duró esta "sesión". De hecho, en un momento dado, dejé de distinguir las voces: se habían transformado en un murmullo que penetraba en mis oídos y transmutaba para siempre mi cerebro, mi personalidad, mi ser. Supe que no quería "despertar". Hasta que noté mi corazón relajado y un silencio completo.

–No abras los ojos aún, Ninel –ordenó Dania–. Tampoco hables... Te puse una mascarilla y no quiero que la agrietes...

"¿Una mascarilla? ¿Pero cuándo…?", me interrogué.

Algunos minutos después, la propia Dania me enjuagó el cabello, el rostro y el cuerpo, usando esponjas suavísimas y varios geles de L’Occitane. Luego, aún en penumbra, me ayudó a salir de la tina.

–Alza los brazos.

Requerí apoyo, pues no podía abandonar el trance. Dania me rodeó el cuerpo con una toalla de algodón egipcio, justo a la altura de los senos, y me envolvió con otra el cabello. Así, me guió cuidadosamente de regreso a su cuarto. Un chico amanerado nos esperaba...

–Ninel, te presento a Antoine. Tiene una de las mejores clínicas de belleza de la ciudad, y es el estilista y maquillista de mi show travesti.

Entre nubes, supe que yo ya había hablado con Antoine por teléfono.

–Me dijiste que había que arreglar a un chico –pronunció Antoine amaneradamente...

–Es un chico...

Como pude, articulé:

–Soy mujer... Está bien ser mujer...

Antoine me vio un tanto divertido:

–¿El cd con mensajes hipnóticos, Dania?

–El mismo...

–Aún no me has prestado el que sirve para dejar de fumar...

–Hoy mismo te la llevas...

–¿En serio es chico?

Intervine, de nuevo:

–Soy mujer...

Dania se limitó a mover la cabeza afirmativamente.

–Increíble –concluyó Antoine.

–Lo sé...

–¿Qué más le metiste?

–Cien miligramos de éxtasis...

–Ya lo feminizaste, entonces...

–Obvio... Sólo era necesario tumbar algunas barreras; de hecho, ya tenía más de mujer de lo que él mismo creía...

–¿Y de veras quieres las extensiones de cabello…?

–Sí...

–Pero así como me las pides, no es barato. Y tampoco rápido...

–El novio me dijo que no reparara en gastos...

–Siendo así... ¿Crees que la niña pueda caminar hasta la clínica?

–Hagamos el intento...

Antoine sacó su celular y marcó...

–Chicas, cancélenme todas las citas. Y estén preparadas. Quiero a todas disponibles...

Así como estaba, me sacaron del departamento, tomamos el elevador y llegamos hasta el estacionamiento. Ahí, nos dirigimos a otro elevador, privado: era el acceso VIP a la clínica de belleza. Pronto, estuvimos en un amplio reservado, de decoración minimalista. Antoine me hizo sentar, y oprimió un timbre. Antes de que desapareciera el sonido, un montón de chicas estaban listas, en formación casi militar.

–Manos a la obra...

Sentí una euforia pasajera que devino en dormitar. De repente, percibí entradas y salidas. Obedecí a Dania que me hacía levantarme. Supe que me desnudaron, que me hicieron acostarme en un cama luminosa y que me trasladaron a varios sillones. Como si me hubieran alterado la velocidad de la percepción, oí a Antoine que pedía otra cortina de cabello y a las chicas que se referían a mí con cierta envidia. Experimenté piquetitos, calor, trabajo en mis manos y en mis pies, un vigoroso cepillado de dientes, la densa aunque agradable sensación del maquillaje, el cambiado de ropa. Pero la voz continuaba en mi cabeza: "Eres completamente mujer. Ser mujer te hace feliz".

Un imprevisto sorbo de té me hizo reaccionar: estaba caliente y dulcísimo...

–Ya me estabas asustando, niña... Bebe un poco más...

Mis sentidos comenzaron a aguzarse. Me di cuenta: aunque tenía los ojos abiertos, simplemente había estado sin conciencia plena.

–¿Qué horas son?

–Las ocho y media...

Enfoqué la visión: Dania y Antonie me veían complacidos.

–Sostén tú la taza de té, niña, y continúa bebiendo –me indicó.

Lo hice: tenía manchas de carmín en los bordes. Observé mis manos: ¡me había cambiado las uñas por otras mucho más largas y elegantes! Y reparé en mí: ¡olía yo tan rico!

–Santiago llegó desde hace un buen –rió Dania...

–Pero no podíamos terminar –terció Antonie...

–Las chicas están exhaustas...

Fue como si luego de haberle "cargado programas", mi cerebro necesitara reiniciarse. Comencé a moverme. ¡Me sentía igual, pero a la vez tan diferente!

Y hablé. Fue lo primero que pude decir:

–Soy mujer en espíritu, alma y cuerpo...

Dania me vio con atención:

–¿Cómo te llamas?

–Ninel...

–¿Quién es Lenin?

Tragué saliva:

–Alguien más...

Lo juro: no sentía que yo mismo hubiera sido Lenin. ¡Hasta mis recuerdos de niño me parecían ahora una lejana pesadilla, una costra desagradable que por fin me habían arrancado! Sólo podía pensar en ser femenina, delicada, linda. Quería ver a Santiago y complacerlo: sabía que le pertenecía.

Sí, mi psique masculina había sido completamente demolida...

Justo en eso, entró Santiago. Se veía guapísimo: con un traje Calvin Klein Collection de lana. No pude evitar arrojarme en sus brazos: me sentía vulnerable en extremo, dependiente. Quería oír su voz. ¡Ante los cambios a que me habían sometido, no me importaba tanto revisarme sino obtener su aprobación!

–¡Quedaste espectacular...!

Giré, por fin, al espejo: ¡no sólo me sentía feminizada en extremo: realmente lo estaba! El niño de secundaria se había pulverizado en todos los sentidos. Sólo pude contemplar a una hermosa chica, de pelo hasta media espalda (recogido de manera sexy, pero dejado suelto en la parte frontal), que, por el sugestivo atavío y por el soberbio maquillaje, aparentaba no menos de 18 años, 19 ó 20 fácilmente: lucía un vestido de coctel strapless en elegante color púrpura, ajustado del talle y por encima de las rodillas, combinado con unos stillettos de tacón de cuatro pulgadas. ¡Era ideal la pareja que formaba con el musculoso y altísimo Santiago! ¡Dios! ¡Mis hombros, mi espalda, mis piernas y casi la mitad de mis senos, fulguraban con un saludable tono caramelo! ¡Y mi rostro, de voluptuosos labios, bermellones, y resplandecientes ojos (enormísimos ambos, como nunca), era una combinación de candidez, elegancia y sensualidad, enmarcada por unos carísimos aretes de oro y rubíes! No obstante, más allá de mi impresionante look, lo más importante brotaba desde mi interior: Ninel se había posesionado, para jamás irse.

–Guau –dije...

Santiago giró hacia Antonie:

–¿Qué tanto le hicieron?

–Ya te preparo la cuenta detallada, chico –mencionó Antoine–... Tu novia estuvo en cama bronceadora, le inyecté colágeno en los labios, le blanqueé los dientes, le delinee permanentemente los ojos, le puse extensiones, le cambié las uñas postizas por otras más caras, le realicé un pedicure francés mucho más fino, le apliqué serum antes del maquillaje...

–¿Y la ropa?

–Es mía, amor –intervino Dania–. Te preparé una maleta con dos cambios: uno para el antro y otro para mañana... ¡Todo prestado, incluyendo el Light Blue de Dolce y Gabbana que le rocié y que ya va también ahí!

–Será mejor que mañana la lleves de shopping...

Santiago me hizo sentarme. Luego, realizó los pagos correspondientes con tarjeta de crédito. Mientras tanto, Dania se me acercó:

–En la maletita vas a encontrar algo especial para esta noche. Úsalo...

Me guiñó un ojo y se fue.

–Es tarde, amor –me dijo Santiago–. En marcha...

Dania me pasó un bolso de mano vacío (a juego con los stillettos), me incorporé y salimos. Me sentía especialmente plena al caminar. Sin embargo, aunque había salido por completo del trance y, de alguna manera, estaba en dominio de mí, en mi mente había ahora una sola identidad femenina y sumisa, que mi historia y mis referentes (¡el comportamiento de mi mamá ante mi padre!) habían contribuido a anclar, sin posibilidad de modificación alguna. Pronto me daría cuenta hasta qué grado... Por el momento, disfrutaba avanzar en la fresca noche, balanceando mis caderas sin reparo alguno, con el viento rozando mis piernas y mi escote: ¡por primera vez era yo libre y auténtica, sin asomo de temores! ¡me notaba sexy, nalgona y tetona! ¡y codiciaba lucirme, gustarle a los hombres, ser deseada! ¡tenía, incluso, ganas de anunciar a todos, hasta a mi madre: "soy mujer"! ¡pero, sobre todo, anhelaba ofrecerme a ese macho que me llevaba de la mano, entregármele, mostrármele absolutamente suya! Me repetí, pero ahora con certeza atroz, con convencimiento pasional, con convicción de hembra plena, con urgencia animal: "quiero que me haga su puta".

Nada pude hablar en el auto: me dediqué a contemplar a Santiago. Veía sus manos, de dedos largos y rudos, y las imaginaba recorriendo mi cuerpo, separando mis piernas; me concentraba en el bulto de su entrepierna, recordando su pene, y me planteaba cómo se albergaría dentro de mí. Su aroma, en combinación con las definidas notas de un Escape de Hugo Boss, me despertaba ahora un erotismo inédito. Sabía que minuto a minuto se acercaba el momento definitivo. "Me va a coger, me va a desvirgar". Me detuve, extrañada. Esa palabra. "Desvirgar". Oí, en mi mente, las palabras que mi madre le había dedicado alguna vez a mis hermanas, ¡pero que ahora también me resonaban a mí!: "los chicos sólo buscan algo en las chicas; cuiden su virginidad, hijas; sean buenas chicas; sólo las putas andan de cama en cama". Y lo supe: "no soy una buena chica, quiero que Santiago me haga puta; que me meta la verga; que me desvirgue y me emputezca". Ahora entiendo que para Lenin la palabra "virginidad" había tenido una connotación exclusiva y triunfalmente femenina, por lo que resultó lógico que yo me la aplicara inmediatamente tras asumir mi verdadero rol.

Cuando llegamos al restaurante francés, no me moví de mi asiento en el Audi. Tomé el estuche de Martha (que me había apropiado); me retoqué la pintura de los labios, viéndome en el espejo del auto; elegí, sin dudar, algunos cosméticos (incluyendo el lipstick) y el perfume, le pedí a Santiago mi celular, y deposité todo en mi bolso. Sólo entonces volví hacia el vallet parking, que ya me había abierto la puerta, y le extendí la mano para que me ayudara a bajar, ¡poniendo cuidado en no mostrar mi ropa interior! Obvio: disfruté el recorrido entre las mesas, al ingresar, siendo el eje incuestionable de las miradas. Debido a algo: ahí no había estudiantes (compañeros de escuela), sino desconocidos hombres de todas las edades (muchos maduros, experimentados) que, fue evidente, me valoraban como posible compañera sexual. Me repetí, de nuevo mentalmente, lo que me había dicho en la escuela: "¡Contémplenme, cabrones! ¡Gócenme, que estoy buena!". Pero no lo supe ni lo sentí, lo viví. Porque ahora estaba convencida de que ese "gócenme" podía implicar que lo hicieran físicamente, es decir, que me metieran la verga, que me sometieran.

Cuando saludé de beso a los papás de Santiago, no esperaba la presentación, general, que hizo el propio doctor Villasante:

–Ya conocen todos a Santiago, mi hijo... Y ella es Ninel, su novia...

Me sentí complacida. "Quiero que la gente sepa que soy mujer. Quiero que la gente sepa que me gustan los hombres". La sesión subliminal había tenido éxito.

Luego de saludar a los médicos, tomamos asiento. La mirada complacida que Santiago me dedicó me hizo revisarme. Había yo cruzado las piernas, colocando la derecha sobre la izquierda (apretadas, subrayando su redondez), y metido el pie derecho por detrás de la pantorrilla izquierda (colocando el tobillo derecho a la derecha y el izquierdo a la izquierda). Además, me había orientado un poco al lado de Santiago, en un gesto de coquetería, y mantenía la espalda recta. ¡Aunque ya mi manera de actuar era femenina, Dania había logrado aderezarla con una sensualidad inconsciente! ¡Cada una de mis miradas, cada unos de mis movimientos, cada una de mis palabras, brotaban ahora de una mujer que se sabía atractiva y deseada, y que conocía la manera de ser refinadamente sexual sin llegar al descaro! ¡Mi energía vital se había feminizado completa, rotunda y definitivamente!

Yo sólo compartí con Santiago un fondue savoyarde y bebí una naranjada, pero él remató con un confit de canard y se sirvió un par de copas de vino tinto (de nuevo Chateau Petrus).

Poco a poco me enteré: el festejo era en honor del papá de Santiago, quien daría el sábado, en Cancún, dentro de un congreso internacional, una conferencia sobre ciertas nuevas técnicas que había desarrollado para la rinoplastía. Todos celebraban la creatividad y el talento del cirujano plástico. Hasta que noté una férvida mirada sobre mis piernas. Giré discretamente la cabeza: un recién llegado, como de 50 años, de pié, me comía con los ojos: pulcro, elegante, segurísimo, llamó mi atención.

–¿Quién es ese hombre? –le pregunté a Santiago...

–Es el dueño de una clínica –me respondió–. Se llama José Alberto Covarrubias. ¿Quieres que te lo presente?

¡José Alberto Covarrubias! ¡Era el doctor Covarrubias!

–No, amor –disimulé–. Creí que era profesor de la escuela, que lo había visto antes...

El doctor Covarrubias buscó un lugar a la mesa desde donde pudiera seguir viéndome. Sin reflexionarlo, me acomodé un poco hacia delante en la silla, sabiendo que el vestido se me subiría hasta medio muslo, y separé las piernas, con lascivia, para volver a cruzarlas (aunque ahora la izquierda sobre la derecha), dando la ilusión de que mostraría mi ropa interior por un descuido, pero sin llegar a hacerlo. Noté su interés. En un momento dado, hasta permití que mi mirada se cruzara sutilmente con la suya. Juro que no pensaba en faltarle al respeto a Santiago, a quien, de hecho, consideraba mi dueño. Más bien me fascinaba el tener a mi disposición tantos elementos para seducir.

Luego de un rato, entre carcajadas por un chiste que el doctor Villasante había contado, doña Paloma se levantó:

–Ninel, ¿me acompañas al baño, por favor?

"Las mujeres vamos al baño juntas", pensé.

–Desde luego, señora –acaté, levantándome y poniéndome en marcha.

Para mi sorpresa, mi mente reaccionó de inmediato ante la silueta femenina dibujada en la puerta del baño (y lo ha hecho así, desde entonces: trátese también de una flor, de una letra "M" o de cualquier signo relacionado con la mujer). La abrí, pues, con naturalidad y me introduje, seguida por doña Paloma, percatándome de dos cosas: primero, que la silueta varonil, la pipa, la letra "H" y cualquier otro referente masculino habían quedado borradas para siempre de mi percepción; y segundo, que no echaba de menos los mingitorios.

Una vez en el baño, doña Paloma me pidió que le sujetara su pequeño bolso; entró al retrete, orinó, salió y se lavó las manos. Luego, me pidió el bolso, de donde extrajo un lipstick para retocarse. Para mi sorpresa, ¡yo también llevaba mi bolso! ¡lo había tomado sin darme cuenta! Pedí el mismo favor, y me introduje al retrete, sin pensamiento alguno: simplemente me levanté la falda por encima de la cintura, con toda naturalidad. Hasta entonces, pude contemplar mi ropa interior: era una coqueta panty tipo hilo dental, confeccionada en suave y delicado encaje rouche color púrpura suave, con adorno lateral de moño. La bajé y me encuclillé (sin hacer contacto con la taza, conforme a las recomendaciones de Dania). Y ahí estaba, otra vez: Ninel meando conforme a su ser de hembra.

Tras lavarme las manos, también me di un tiempo para retocarme el maquillaje.

–Me has caído muy bien, Ninel –me dijo doña Paloma–. Siempre quise una chica como tú para novia de Santiago: guapa, femenina, bien arreglada, con buen gusto...

–Gracias, señora...

Cuando abandonábamos el baño, sonó el celular de doña Paloma.

–Permíteme, Ninel –me indicó–. Es mi hermana...

Y se alejó un poco. Me decidí a esperarla, pero noté a alguien junto a mí.

–Hola –oí una voz ronca, seductora, que ya conocía...

Giré: el doctor Covarrubias estaba frente a mí... De cerca, era mucho más guapo. Aprecié su traje, Scappino, que debía costar un ojo de la cara; su sedoso y bien peinado cabello ornado por tiras de plata; y pude percibir su loción, deliciosa. Después supe que usaba la exclusiva y carísima Lavanda Imperiale, misma que solicitaba directamente a la Farmacia de Santa María Novella, en Florencia, Italia.

–Creo que estamos en la misma cena, señorita, y no nos han presentado –agregó–. Me llamo José Alberto Covarrubias. ¿Y usted?

Decidí cerrar algo que había quedado pendiente. No supe por qué. Sólo verifiqué que doña Paloma estuviera lo suficientemente lejos...

–De hecho, ya nos conocemos, aunque no personalmente... ¿Le dice algo el nombre de Stephanie Guzmán?

Al médico se le iluminó el rostro.

–¡Stephanie! ¡Al fin puedo conocerte en persona! Nadie, en la farmacia, me había podido dar razón de ti...

–Tengo varios meses que dejé ese trabajo...

–No me equivoqué al imaginarte: eres guapísima. Aunque debo reconocer que tu voz en persona es mucho más seductora... Al principio pensé que eras más joven, casi una chiquilla. Pero cuando me preguntaste sobre el papanicolau, concluí, como veo, que eres ya en realidad toda una mujer. Y muy atractiva...

Al doctor Covarrubias no le costaba trabajo halagar: evidentemente, era un experto en ligar chicas. De inmediato, me sentí cómoda y a gusto.

–Es usted muy amable...

–Háblame de tú, por favor...

–Entonces, eres muy amable...

–Parece que eres amiga de los Villasante. ¿Su hijo es tu novio o algo así?

Aún me pregunto qué me llevó a responder de la manera en que lo hice. Quizá mi inexperiencia como mujer, quizá esa personalidad sumisa y puta que se me había instalado...

–No, José Alberto. No tengo novio...

–¿Quieres que vayamos a otro lado? Me gustaría invitarte una copa...

–Debo acompañar a los Villasante, lo siento... Estoy tratando de que el doctor César me contrate como secretaria...

El doctor Covarrubias extrajo una tarjeta de presentación de su billetera:

–Ya la tenías. Pero aquí van de nuevo mis datos... ¿Puedes darme tu teléfono?

Lo hice. Le dicté mi teléfono celular, que él registró en la memoria del suyo... Justo en ese momento, doña Paloma regresaba.

–Me despido, José Alberto...

–Te llamaré...

Caminé con doña Paloma hasta la mesa. Covarrubias regresó sólo para despedirse, felicitó al doctor Villasante y se marchó... Santiago y yo tampoco duramos mucho en la cena: una media hora más tarde, salimos del restaurante.

–Disculpen que no los acompañe al aeropuerto –se despidió de sus papás–. Tenemos el baile de Halloween de la escuela... Y no nos lo queremos perder...

Santiago manejó a toda velocidad.

–Debemos llegar antes de la premiación...

Sólo hicimos una rápida parada en un Sanborn’s, para que pudiera yo cambiarme de ropa en el baño (Santiago se había limitado a quitarse el saco y la corbata, quedándose en una camisa de Hawes y Curtis, que permitía apreciar, ligeramente transparentados, tanto los maravillosos cuadritos de su abdomen como sus firmes pectorales). Abrí, pues, la maleta: Dania había preparado tres paquetes, cuidadosamente envueltos en papel y rotulados. "Para el antro", "para la noche", "para la mañana". Seleccioné "para el antro" y lo abrí: venía un elegante y sexy minivestido, en microfibra negra, con gran escote en forma de "V" y espalda descubierta, con detalles de encaje y tiras elásticas; un string, también en microfibra negra, a vida baja con ramal sobre el lado; un sutil juego de gargantilla de plata, aretes y una pulsera con decorados de obsidiana; y unas strappy sandals negras con tacones de seis pulgadas. No tardé en quedar lista (eso sí: colocándome la pulserita no en la muñeca sino en el tobillo). Obvio: salí del Sanborn’s entre miradas masculinas, bien disimuladas unas, desvergonzadas otras. ¡Pero yo me sentía feliz! Sólo oía, en mi cabeza: "Tú quieres atraer a los hombres. Porque eres mujer. Quieres gustarle a los hombres, arreglarte para los hombres, ser deseada por los hombres. Eres feliz. Ser deseada por los hombres te hace feliz".

Cuando llegamos al antro, ya estaba a reventar. La Fiesta de Halloween de la escuela había atraído a chicos de otros colegios, y una larga fila, en el acceso principal, auguraba una larga espera. Muchos llevaban disfraces. Para mí sorpresa, apenas nos acercábamos, el guardia nos hizo señas, alzando la cadena de la puerta:

–Ustedes pasen: no necesitan formarse...

Ingresamos pues, entre un montón de chicos (que se notaban entre frustrados y enfurecidos), directo a la diversión. Pude distinguir a mi primo Miguel Ángel, al que admiraba y quien no me reconoció e inclusive (¡me pareció tan opaco y deslucido).

La música estaba sensacional: aún sonaban con fuerza Héctor y Tito, los primeros reguetoneros famosos internacionalmente, y Santiago no esperó, me asió por la cintura, y me condujo a la pista. Pronto comencé a bailar de una manera decididamente sexual: quería que mi macho se diera cuenta de que yo estaba disponible, de que no le negaría lo que me pidiera; en un momento dado, me di la vuelta, me incliné eróticamente y comencé a mover mis nalgas, hasta tocar su pubis. Obvio: ¡la multitud en el antro volteó hacia nosotros! Pero un grito agudo nos arrancó del ensueño:

–¡Santiago!

Martha, con un entallado disfraz de gata, rodeada por Ivonne, Concepción y Rachelle, nos veía. Por sus ojos desfilaron, de manera revuelta, el enojo, los celos, la indignación...

–¿Qué haces con ese puto disfrazado? –le reclamó a mi novio.

Quise ir hacia Martha, pero él me detuvo.

–¿Acaso eres puto tú también, Santiago? –siseó.

–Martha –enunció Santiago, con una calma que me pareció increíble–, ¿no te dije, cuando acababas de dizque ayudar a Ninel y ella se encerró, llorando, que no había caso en seguir juntos? ¿Qué puedes reclamarme?

–¡Chinga a tu madre! Al menos me gustaría saber que perdí con una mujer, no con este fenómeno... Ninel, un carajo: es Lenin y tiene pito... Y si puedes estar con él, es que el pito te gusta...

Lejos de que me sintiera ofendida, los insultos de Martha me hicieron sentir fuerte. "Hablas de ardor, pinche vieja. Soy más hembra que tú". Advertí el desconcierto de Ivonne, Concepción y Rachelle: parecían querer apoyar a su amiga, pero algo me señalaba que Santiago y yo les simpatizábamos.

–Déjanos en paz, Martha –cerró Santiago.

Para desgracia de Martha, en ese momento dio inicio la premiación. Todos tuvimos que despejar la pista.

El doctor Dilts, con un micrófono en la mano, dijo que los festejos escolares de Halloween se estaban volviendo una tradición y que resultaban más significativos que una simplona semana del estudiante. Hizo un par de chistes malos y dio inicio a la premiación: repartió los primeros lugares de los torneos deportivos (Santiago, capitán de futbol, recibió un trofeo), de los concursos de comer donas, de atrapar manzanas con la boca en un balde de agua y de disfraces (¡Ricard hizo un Harry Potter perfecto!). Cuando anunció los resultados de "la flor más bella del ejido", quedé estupefacta: el diploma fue para Ramiro, un chico de tercero de secundaria: ¿acaso nadie había votado por mí? Martha tenía una sonrisa triunfal.

–Finalmente –anunció Dilts–, daré a conocer a los ganadores del Rey y la Reina del Estudiante... Obvio: serán ellos quienes inicien, con su baile, la tanda de melodías románticas... Primero las tercias... Hagan favor de pasar aquellos a quienes vayan nombrando: Santiago Villasante Levy, David McDonald Reed y Pedro Arokiasamy Márquez... Martha Aurora Gómez del Ángel y Vásquez Laovoisier, Ivonne Cruz Biedma y Ana Cristina Altamirano Nicholson.

Me inquietó ver en la pista a Santiago y a Martha, pues sabía que eran ellos quienes tenían más posibilidades de ganar. Me daba miedo que ella dijera públicamente algo como "yo no bailo con putos" y dejara a Santiago en vergüenza frente a todos; pero me aterraba más pensar en verlos moviéndose al ritmo de una canción... Afortunadamente, Ricard se me acercó:

–Me hubiera gustado que ganaras –me comentó.

–Creo que no todos pensaron lo mismo –respondí–... No votaron por mí...

–Yo sí voté. Bueno, aunque diferente.

Sin comprender, me limité a agradecerle con un gesto silencioso.

–Eres muy guapa como mujer –agregó.

–Gracias, Ricard... Y neta: sí te pareces a Harry Potter...

–Tu escote se ve... prodigioso... ¿Son tetas de verdad? ¿Son tus tetas?

–Sí...

–¿Aún así sigues siendo mi amigo? No quiero perderte...

–Algo mejor: ahora seré tu amiga...

Dilts abría los sobres, que Ortuño, el Presidente del Consejo Estudantil le había pasado. De pronto, se detuvo y consultó. Ortuño le dijo algo al oído...

–Pues hay sorpresas –suspiró Dilts–: el Rey del Estudiante, con 97 por ciento de los votos, es Santiago Villasante Levy.

Hubo aplausos. Yo me descubrí gritando entre todas las mujeres. El director prosiguió:

–Sin embargo, la ganadora, con el 98 por ciento de los votos, no estaba en la terna original. De hecho, nunca habíamos tenido un caso como éste. Pero el Consejo Estudiantil ha dado un aval que, sinceramente, honra a una escuela humanista como la nuestra, siempre respetuosa, tolerante, plural y abierta a la diversidad. Se trata de alguien especial: antes Lenin; hoy la señorita Ninel Garza Vallés, alumna de primero de secundaria: Su Graciosa Majestad Ninel I, Reina del Estudiante.

Ricard casi me empuja, pues yo no acababa de creerlo...

–¡Que eres tú! Pasa...

Caminé pues, hasta la pista, donde Santiago me tomó de la mano. Dilts le puso a Santiago una corona y un medallón de fantasía; y a mí, una tiara preciosa y una capa de terciopelo rojo y blanco. Aproveché para deslizarle una pregunta al director:

–¿Esto quiere decir, doctor, que a partir del lunes necesitaré uniformes nuevos?

–En efecto, Ninel –sonrió–. Sobre todo porque la falda que traías hoy resulta muy corta...

–¿Se me ven mal las piernas? –añadí, coqueta.

–Al contrario –bromeó–: se te ven demasiado bien...

Me guiñó un ojo y comenzó a marcharse.

–Gracias, doctor –dije, con sinceridad profunda.

–Esto no te salva de nuestra plática –finalizó, divertido...

Martha se fue del antro hecha una furia, arrastrando tras de sí a David. Ana Cristina (una guapa chica de tercero de bachillerato) e Ivonne me felicitaron, lo mismo que el guapo Pedro Arokiasamy (de tercero). Al fin, nos dejaron a Santiago y a mí solos en la pista, y nos besamos, entre una cascada de aplausos. ¡Supe tantas cosas, entonces! ¡Que era plenamente aceptada como mujer! ¡Y que el galán de la escuela no se avergonzaba de mostrarse públicamente como mi novio! "Soy una chica popular". Cuando sonaron las notas del tema de Titanic, "My heart will go on" de Celine Dion, sentía que mi vida valía la pena: Santiago y yo nos entrelazamos para bailar.

–Te amo –me dijo Santigo.

¡Dios!

–Y yo a ti...

–¿Quiere Su Graciosa Majestad seguir en la fiesta?

Me estremecí por dentro.

–¿Qué otra opción me da, mi Rey?

–Ir a mi casa, porque a estas horas mis papás ya van rumbo a Cancún... Y, no sé: si ya el chico se transformó en mujer, y la mujer en Reina, quizá ahora podamos hacer de la Reina una buena puta...

Mis ojos, febriles, dieron la respuesta. Santiago y yo le entregamos a Ricard la corona, el medallón, la tiara y la capa (para que se las devolviera al Doctor Dilts), y abandonamos del antro. Mi primo Miguel Ángel aún intentaba entrar, y, desesperado, ya le estaba ofreciendo un soborno al guardia

Rumbo a la casa de Santiago, yo iba con mil pensamientos: "Voy a darle las nalgas a un hombre. ¡Dios! Santiago me lleva a coger, me va a desvirgar. Quiero poner todo mi cuerpo a su disposición. ¿Cómo ira a hacérmelo? ¿Qué sentiré exactamente?".

Salimos de la ciudad y recorrimos unos quince kilómetros, hasta encontrar una desviación casi oculta: la tomamos. Luego, giramos hacia una carreterita privada, que rodeaba una colina. Justo en la cima, apareció la casa de Santiago.

Bajé del auto, fascinada: se trataba de una espectacular mansión con estilo de cortijo.

–Bienvenida, amor

El hall de entrada daba a un espacioso salón con vigas de madera en el techo, chimenea y librería. Al lado, se encontraba un comedor con otra chimenea. ¡En toda la casa, los suelos habían sido forrados de una preciosa terracota!

–Esto es una belleza –suspiré...

–Te enseñaré la parte que más me gusta –me dijo Santiago.

Me condujo, entonces, al jardín, donde se alzaba un porche cubierto, de estilo típico andaluz, con zona de comedor y una enorme piscina en forma de lago. Desde ahí, en un casi total silencio (sólo tenuemente interrumpido por los grillos y por el murmullo del viento), se apreciaba la ciudad: un montón de lucecitas, desparramándose por el lejano valle.

No tardamos en comenzar a besarnos, cada vez más apasionadamente. De repente, Santiago me levantó en brazos, para conducirme así hasta la casa. Yo le eché los brazos al cuello y seguí uniendo mi boca a la suya. "¡Qué fuerte es Santiago", pensé. "Es un macho de verdad!". Yo sólo pude sentirme pequeña, frágil, manejable.

Santiago, aún cargándome, me subió hasta su habitación, en el tercer piso: un espacio enorme, donde todo hablaba de masculinidad: la cama, king-size, era austera (sin cabecera, únicamente la base); las paredes estaban decoradas con carteles de chicas, de eventos deportivos y de grupos de rock, en repisas de iroko descansaban un montón de trofeos y de medallas deportivos; en la pared, un tiro al blanco sostenía cinco dardos; sobre un minibar se amontonaban varias botellas de vodka y ron. Hacia un lado, una puerta daba al baño; hacia el otro, una más conducía al guardarropa. En medio, un confortable sofá, forrado en cuero y custodiado por mesitas a juego, apuntaba a una gigantesca pantalla de plasma, a un moderno reproductor de DVD’s y a un portentoso equipo de sonido.

–Mi cuarto, señorita –indicó, solícito–. A su disposición...

Justo entonces, evoqué la recomendación de Dania.

–Amor, ¿puedes traerme la mochila y darme unos minutos?

–Desde luego...

Santiago me depositó suavemente en el piso, fue hasta el coche, regresó en un santiamén y me entregó la mochila.

–¿Quieres una copa de vino? –invitó.

–Nunca he tomado alcohol...

–O un refresco...

–Te acepto el vino. Esta noche es especial...

–Voy, entonces, por una botella y unas copas...

Una vez sola, me desnudé lentamente: mi cuerpo estaba a punto de dejar de ser sólo mío. Busqué en la mochila el paquete de Dania "para la noche": contenía un elegante babydoll blanco, con cierre en el cuello a modo de gargantilla, detalle de flor y una abertura central; una tanguita de chiffon, con abalorios en su parte trasera; una liga de taen, con lacito blanco; unas sandalias con cuña en zig-zag, de cuero importado, con tacón de madera de cuatro pulgadas, miniplataforma frontal y adornos con imitación de diamante; y unos aretes de oro en forma de corazón. Me vestí, gozando plenamente el momento. Incluso, sin tener referente previo alguno, tomé con determinación la liga ¡y me la coloqué a medio muslo! ¡Qué fácil me era moverme, como mujer, en el mundo femenino! Me enjuagué la boca en el baño de Santiago, me retoqué el maquillaje y me perfumé.

Unos golpes en la puerta me alertaron.

–¿Puedo pasar?...

–Sí –respondí, saliendo del baño...

Santiago entró al cuarto. Se había cambiado también: sólo llevaba un sencillo pero aristocrático pantalón de pijama en seda color vino, con cordones. ¡Dios! ¡Su torso era un poema! En una mano llevaba una botella de L’Ermita recién descorchada; en la otra, tres copas de cristal de Baviera. En cuanto me vio, se detuvo, y pude apreciar cómo el satén se elevaba ostensiblemente en su entrepierna. "Lo he excitado", concluí. "Me desea".

Pero me brotó una contradicción: por un lado me veía yo magnífica, potenciada en mi sensualidad, y en cierta forma poderosa (con el magnetismo de una hembra cazadora cuyo cuerpo emana una demanda concreta al macho); por otro lado me vi absolutamente vulnerable en la brevedad de mis prendas, minimizada al nivel de ofrenda, dispuesta a someterme como presa a la satisfacción de los deseos de mi hombre.

Santiago me condujo al sofá, sirvió dos copas, me ofreció una y se dispuso la otra. Nos sentamos.

–Salud, amor –brindó–. Por nosotros...

–Salud –dije yo–. Por este momento...

Vaciamos las copas y las dejamos en las mesitas, junto a la botella. Sin decir nada, Santiago me abrió el babydoll, dejándome expuestas las tetas. Luego, de un cajoncito sacó una cámara digital y me fotografió.

–¿Y eso?

–Modélame –se limitó a expresarme...

Quedar retratada, así, semidesnuda, me hizo vivenciarme expuesta, pero sin vergüenza ni miedo; antes bien, comenzó a brotarme el orgullo de mi condición de mujer, ajena a corazas y a máscaras. Mis movimientos se tornaron más lúbricos: sólo veía directamente a la cámara, mientras los clics se me volvían halagos.

–Piensa en Jaime –me ordenó Santiago–, en su olor, en la forma en que te chupaba...

Lo hice. Para mi sorpresa, comenzó el calor y el hormigueo en las tetas.

–¿Qué me está pasando? –me admiré.

Pronto, sin manipulación alguna, sentí el "bajón de leche", y asomaron las primeras gotas en mis pezones. Otro clic.

–Jaime te dejó un reflejo de eyección de leche. Como si tú lo hubieras parido...

Santiago dejó la cámara, levantó la copa limpia, tomó mi seno derecho, lo acarició, suavemente primero, concentrándose en el pezón, y de pronto lo estrujó. Hábilmente, atrapó los chorritos de leche en la copa, hasta llenarla.

–Bébetelo –me ordenó–. Todo...

Obedecí. Yo estaba cada vez más excitada, y mi culo comenzó a palpitar.

–¿A qué sabe? Es 100 por ciento leche de puta...

Por respuesta, tomé mi seno izquierdo y se lo ofrecí. Santiago me hizo levantarme y ponerme delante de él. Atrapó, luego, la areola con su boca, y comenzó a succionarme de manera fuerte, casi violenta: la leche me salía tan rápido y en tal cantidad, que sentí como si en cualquier momento fuera a manarme también sangre. No tardamos: él en alternarse mis dos tetas; yo, increíblemente en disfrutar el dolor. Mi respiración empezó a agitarse y al mismo tiempo, casi sin darme cuenta mi culo se dilató ligeramente.

–Santiago –gemí...

Imparable, con una fuerza y una coordinación extraordinarias, se puso de pié, me quitó el babydoll (dejándome sólo la tanguita) se despojó del pantalón, me tomó por los hombros y me presionó hacia abajo:

–Arrodíllate delante de mí, puta...

Lo hice, sin poder dejar de contemplar la extraordinaria verga (que, enorme, en una curva maravillosa, apuntaba al techo), tal y como si yo quisiera adorarla. Obvio: ¡me sentí tan bien a los pies de Santiago! Supe, entonces, mis verdaderas ambiciones: que él me sumergiera en lo más profundo, para que luego me elevara hacia lo más alto; que fuera el dueño de mis lágrimas y de mis sonrisas. Santiago se acomodó, pues, y, con las dos manos, juntó mis tetas, para después comenzar a masturbar su enorme pene erecto con ellas. En unos cuantos segundos, tenía yo mi torso cubierto con mi propia leche, y hasta ésta ayudaba a lubricar el pene, para que se deslizara más fácilmente. Era una sensación riquísima, pero lo era aún más otra cosa: me deleitaba ser la puta de Santiago, que dispusiera de mi cuerpo como quisiera, como fuera, para alcanzar placer. ¡Su placer me resultaba primordial, trascendente, y que lo obtuviera a través mío, justo, me excitaba en un nivel inusitado! ¡Mi pecho subía y bajaba cada vez más rápido! Más aún: advertir ese trozo de carne obscenamente expuesto tan cerca de mi rostro, sentirlo untado en mi piel, me recordó lo que en la escuela Santiago me había dicho del sexo oral y, por mi primera vez en mi vida, se me despertaron ganas de que me lo metiera en la boca. Vi a Santiago con mirada de fuego.

–¿Qué le pasa a la puta? ¿Desea algo?

–Tu verga. Probarla...

Santiago me obligó a echar mi cuerpo hacia delante, inclinándome más:

–Abre la boca –señaló, tomándome de la mandíbula, y jugando su pene en mis labios–. Más... Y cruza las manos hacía atrás, por tu espalda...

Luego, Santiago me tapó la nariz y, aprovechando el momento, la sorpresa y el jalón de aire por la boca, me metió la verga de golpe, asiéndome por la nuca. Tres sensaciones me colmaron: el pene llegando a mi garganta, la presión del pubis en mi rostro, los testículos sobre mi barbilla. Y se me vino una arcada. Pero Santiago me sacó limpiamente el pene, y volvió a taparme la nariz. Así, paulatinamente, controlando agresivamente mis respiraciones, combinándolas sabiamente con las introducciones de verga, se me fue pasando la nausea. En cuanto se dio cuenta que ya no había espasmos, ni siquiera al rozarme la campanilla, comenzó a cogerme por la boca, de una forma salvaje, jalándome de los cabellos y aprovechando la gravedad que me hacía balancearme hacia él. Yo tenía ya los pezones erguidos, rigidísimos, y mi culo vibraba, abriéndose más. Mi pecho, mi abdomen y mis piernas estaban perlados con minúsculas gotitas de sudor, pero bañados en mi baba (generada a cascadas con la cogida), en mi leche materna y en los salados fluidos de mi hombre...

–¿Así querías mamármela, putita? –me decía Santiago, mientras alzaba la cámara y me tomaba fotos de nuevo.

¡Dios! Yo estaba hirviendo, sin poder hablar, completamente avasallada por la personalidad, por la fuerza, por la viril energía de ese hombre apuestísimo. Sin ambages, con los ojos bien abiertos, contemplaba su cuerpo, de músculos duros, perfectos; y su sexo, titánico, delicioso, invadiendo mi boca. "Soy puta, soy bien puta". De pronto, con un bufido, Santiago se vino. Los chorros de su semen golpearon en el fondo de mi garganta y se deslizaron, imparables, hacia mi estómago; de inmediato, irrumpieron en mí dos cosas insospechadas: un olor a masa antes de hornear y un sabor acre que me fascinó. Por fin me la extrajo. Un caudal de lágrimas me habían empapado las mejillas y otro se me acumulaba en los ojos; tenía los labios entumecidos, con hilillos de saliva colgándoles (uno de esos hilillos iba hasta el orificio del pene de Santiago, donde se había adherido). Me sentía humillada, usada... ¡Y era feliz! ¡Me encantaba ponerme en manos de Santiago! ¡Conocí que él me daría forma, me dominaría y me esclavizaría, en la forma y en el modo que creyera necesarios, a fin de adaptar mi cuerpo y mi mente a sus deseos y a sus caprichos!

–¿Quieres seguir, putita? –me preguntó mi hombre...

–Sí...

–Entonces camina, en cuatro patas, hacia la cama... Como lo que eres: una perra...

Obedecí. Mi gateo me anegaba, cada vez más, en una vorágine de apetito sexual; lejos de refrescarme, la frialdad de la terracota en mis manos y en mis rodillas me generaban estremecimientos. La voz, imparable, comenzó su discurso en mi mente: "Ser mujer te hace mejor amante. Ser mujer te hace sumisa. Tú eres sumisa. Tu hombre está antes que tú. Quieres obedecerlo, hacerlo feliz. Necesitas obedecer a tu hombre".

–Arquea más la espalda –me mandó Santiago–, la cabeza al frente, el culo bien levantado... Enséñale a tu novio que sabes bien a lo que vas, a que te meta la verga...

¡Dios! En un santiamén descubrí lo sencillo que me era mover rítmicamente las nalgas, al avanzar en esa posición, con la lujuria necesaria para provocar al macho. Sí: Santiago me estaba haciendo su puta, su perra.

–Pídeme permiso para subirte a mi cama...

–¿Puedo subirme a tu cama?

–Hazlo, putita... Pero igual te pones en cuatro y con la cabeza al frente, sin voltear...

Comencé a sentir ansiedad. "Me va desvirgar, me va desvirgar", repetía.

Sentí, entonces, cómo Santiago se acercaba; luego, fue evidente su peso sobre el colchón... Oí los clics de la cámara...Y, al fin, noté la mano de mi macho haciéndome a un lado la tanguita y dejando mi ano al descubierto.