Por querer experimentar un embarazo (4)

¿Qué buscaba Santiago? ¿Por qué estaba tan interesado en mi metamorfosis? ¿Por qué estaba contribuyendo tanto a cambiarme de sexo? ¿Debía acompañarlo?

Luego, el segundo paso. Y el tercero.

No supe cómo, pero todos mis movimientos se habían acompasado a la música de Thalía. Incluso, el golpe de mis altísimos tacones parecía marcar el ritmo con el vigor de un metrónomo.

"Róbalo, amárralo, pégale, goza su dolor, muérdelo, lastímalo, castígalo, comparte su pasión. agárralo, desgárralo, azótalo, sufre el corazón, cálmate, tócalo, mímalo, una canción de amor".

En mi avance hacia el centro de la explanada, detecté un silencio absoluto. Sí: todos habían enmudecido. Recorrí, en una ojeada veloz, al resto de los participantes: vestidos de manera paródica (más de uno con ridículos globos por senos y nalgas), yo era, entre ellos, una visión inesperada.

–No mames –escuché una voz reclamante–. ¿Qué hace esa vieja en el concurso?

"Esa vieja...". Dios. "No me ven como chico, sino como mujer", pensé.

Al fin, me detuve. Por oscuras razones del destino, mis senos apuntaban, imponentes, a alguien conocida: había quedado justo frente a una Martha boquiabierta. Sus ojos, negros, durísimos, me revelaron algo: ya no era el amiguito afeminado e inoportuno de su novio, sino alguien que podía competir con ella y arrebatárselo. Por primera vez, supe como mira una mujer a otra cuando rivalizan por un hombre: porque así me miró ella.

Entonces, alcancé a oír un comentario de David a Martha:

–El concurso es para chicos. ¿Quién es esa pendeja? ¡Anda perdida, pero está buenísima!

La respuesta de Martha fue gélida:

–Esa pendeja es Lenin, el putito de primer semestre.

Me decía putito, pero reaccionaba frente a mí como frente a otra chica. "Pendeja tú", pensé. "Te demostraré lo hembra que soy". Decidí bailar sensualmente. Pero me detuve un segundo. "¡Dios mío! ¿Cómo me muevo? ¿Qué pasos hago?". Y me llegó la iluminación: no en balde Santiago me había dado los videos del programa español en disco compacto y pedido que los viera al menos todas la tardes. ¡Los sabía de memoria! Y comencé a repetir la coreografía de Thalía, sintiendo cada vez más comodidad en mis nuevas actitudes, disfrutando la voluptuosa flexibilidad de mi cuerpo y mostrando un dominio absoluto de la situación: el escenario de la explanada se volvió pequeño y mío.

"Es un pacto entre los dos, un pacto entre los dos, es un pacto entre los dos, un pacto entre los dos. Es un pacto de dolor, un pacto entre los dos, tú y yo...".

No había gran complicación en los pasos. Especialmente porque descubrí lo fácil que me resultaba ser sexy; lo espontáneo que era para mí mover las caderas y las nalgas con una combinación equilibrada de seducción animal y sutileza, de ingenuidad de niña y de apetito de puta: justo cuando parecía estar por alcanzar lo vulgar, un giro elegantísimo derramaba glamour.

"Sedúcelo, rasgúñalo, hiérelo, goza su dolor, regáñalo, enójate, ódialo, hoy hace calor. Ay, pero ámalo, bésalo, gózalo, pídele perdón. Olvídalo, despiértate, háblale, fue un sueño sin razón".

Muchas de las alumnas me veían con fascinación y con envidia; pero los chicos eran harina de otro costal: si me había estremecido la manera en que Santiago contemplaba mis nalgas y mis tetas, la nueva sensación me apabulló. ¡Era yo un objeto de deseo para multitud de varones! ¡Podía experimentar, incluso, la huella quemante de sus ojos sobre mi piel! Más de dos, habían dejado de prestar atención a sus novias y me enfocaban, sin parpadear. "Me desean. Quieren cogerme", concluí. "Les gustaría revolcarme, porque soy mujer y estoy buenísima".

Aún no se iba la idea de mi mente, cuando del baño de hombre salieron dos jóvenes, como de entre 25 y 30 años, completamente vestidos de cuero: tenían el impresionante tipo de los fisicoculturistas. Para mi sorpresa, comenzaron a realizar hábilmente la coreografía y me alcanzaron en el centro de la explanada.

–Somos bailarines –me susurró uno–. Me llamo Khibrán y él es Ángelo. Dania nos pidió que viniéramos a apoyarte, Ninel.

¡Dios! ¡La mesa estaba servida! "Cómete esto, Martha". Me quité la gorra, la arrojé al piso con un gesto de diva, y pronto pude realizar los pasos más atrevidos de Talía: acercarme sexualmente a cada bailarín, como si quisiera seducirlo, y después rechazarlo; pegar mi vientre, de frente, con el de uno de ellos, sostener mi cabello y agitar todo mi cuerpo; dejarme tomar, por el muslo y por la cintura, para que me giraran por completo. Surgieron los primeros aplausos.

Poco a poco, empecé a distinguir otros comentarios.

–Te digo que es Lenin –escuché a Ricard.

–¿Tu amigo, el otro jotito? No mames... Si hasta tiene chichis...

–Deben ser postizas...

–No creo... Fíjate en el escote: cómo le nacen y la rayita que se les forma en medio...

"Cuidado, los sueños siempre son despierto, con los ojos bien abiertos. No pienses mal, es un animal, somos tal para cual. Medítalo, métete a al cama y vuelve a soñar".

Me di cuenta, entonces: el momento cubría un vacío que había sentido desde siempre. ¡El maquillaje, la tanga de hilo dental, la ropa escotada y los tacones me eran tan naturales como mi nuevo cuerpo, de senos enormes; como los movimientos femeninos, sensuales; como el bailar con un hombre! ¡Sentía una realización plena! "¡Ésta soy yo, verdaderamente!". Poco a poco, de manera cada vez más clara, descubrí cuán ajenos me resultaban las ropas y la personalidad masculinas. No es que me sintiera chica, no: yo era en realidad una mujer atrapada en cuerpo de niño. "Pero la mujer ha surgido", pensé. "Y deseo que se quede para siempre".

–¿Ya viste qué nalgotas?

–Y la cinturita...

–Neta que si es chico, está más bueno que cualquier vieja de la escuela... Se lleva de calle a Martha, la de quinto...

"Es un pacto de dolor, un pacto entre los dos, es un pacto entre los dos, un pacto entre los dos, Es un pacto de dolor un pacto entre los dos, tú y yo, tú y yo. Es un pacto entre los dos".

Dado que nos faltaba la moto en la coreografía, ya para terminar la canción, uno de los bailarines hincó en tierra la pierna derecha y dejó la izquierda en ángulo. Supe lo que tenía que hacer: sentarme, cruzando a la vez mis piernas, aunque dejando que mi cuerpo se inclinara levemente. Nunca olvidaré el primer contacto de mis suaves nalgas femeninas con el musculoso y duro muslo de un hombre. Nuevamente quedé frente a Martha. Busqué en lo más profundo de mi corazón de mujer y le sonreí con descaro. Ante mi seguridad, se marchó. Justo en ese momento, se vino una cerrada cascada de aplausos. Los bailarines se pusieron de pie, ¡y me felicitaron, besándome en la mejilla!

–Eres una travesti de lujo, Ninel –me dijo Ángelo–. Deberías integrarte al show de Dania.

Sonreí. Hasta que Khibrán me hizo una seña con la mirada. Volví el rostro: en un rincón, oculta tras unos gafas oscuras de Prada, estaba Dania. Se limitó a hacerme una caravana simpatiquísima, me arrojó un beso y se fue.

–Pensé que no se quedaría a verme –les dije...

–Dania está llena de sorpresas –asintió Ángelo.

Debía formarme con el resto de los participantes, pero me urgía regresar con Santiago. Me despedí, pues, de los bailarines y fui al aula 28, ante la sorpresa de la escuela.

Santiago me esperaba, recargado en la puerta, con un gesto de complacencia, cruzando los brazos. Me guiñó un ojo. Caminé hacia él, especialmente consciente del atractivo movimiento de mis caderas.

–¿Le gustó mi actuación al caballero? –pregunté, con tono de niña ingenua.

Santiago me abrió la puerta. Entramos, pues, al aula.

–Estuviste fenomenal –gritó casi, con un entusiasmo que no le conocía.

–¿De verdad?

Entonces, me tomó por la cintura y, acercándome a él, me abrazó.

–Felicidades, Ninel...

Nuestros rostros quedaron frente a frente, apenas separados por un par de centímetros. ¡Dios! ¡Mi estómago saltó! Cosa rara: no quería yo besarlo, sino dejarme besar: que él tomara la iniciativa y me besara a mí. "¿Realmente le gustaré tanto?", pensé.

Ignoro cuántos minutos pasaron. Pudieron ser uno, dos o quince. Todo parecía detenido: nuestras respiraciones, nuestras miradas, nuestro aliento... Hasta que la puerta se abrió con violencia: era Andrea.

–¡Que bruto, hermanito! ¡De veras parecías vieja!

Sobresaltado, quise separarme de Santiago, pero él no lo permitió.

–Muchos no creían que eras tú... Ganarás de calle...

Una mirada suplicante convenció a Santiago: me soltó. Giré, pues, hacia mi hermana.

–¿Baile bien?

Entonces, sentí nuevamente las manos de Santiago en mi cintura. Me atrajo hacia él, apoyando sus manos en mi vientre (¡justo como hacía con Martha la primera vez que lo vi con ella!) y pronto sentí la rigidez de su pene entre mis nalgas.

–De pelos, hermanito. ¡Quisiera saber moverme como tú! ¡Tienes que enseñarme a fingir esas tetas!

Quise sonreír. Pero sólo había un pensamiento en mi mente: "¡qué rica verga!".

Por fin, Andrea le dio un golpe simulado a Santiago en el hombro.

–Bueno. Ya suéltalo. Parecen novios... Si los ve Martha se pondrá hecha una furia...

Ricard se asomó a la puerta, entre confundido y maravillado, y se limitó a levantar el pulgar, como felicitación silenciosa. Ante la presencia de Santiago, abrazándome, dijo adiós y se fue.

Pronto, resonó una voz por las bocinas:

–Se anunciará a los ganadores de los concursos en la Fiesta de Halloween de esta noche. Y un aviso: el autobús para la excursión sale en 10 minutos... Buenas tardes.

Andrea me dio un beso:

–Cuídate. Nos vemos el domingo. Por fa, dile a Luisa que me reporto cuando lleguemos al campamento... Y que, como me ordenó, llevo el cel a tope y el cargador...

Y se marchó. Santiago y yo estábamos solos de nuevo.

–¿Qué harás hoy? –me preguntó, girándome hasta que quedamos, otra vez, cara a cara.

Recordé mi largo puente vacacional. En soledad.

–Nada especial... Pedir una pizza para comer, ver mi novela y dormirme.

–¿No iras a la Fiesta de Halloween?

–Pues...

–No puedes perdértela. ¿Quién recibirá tu premio, entonces?

Titubeé.

–Es que...

Él me acarició el pelo.

–¿Va mi chica a llevarme la contraria?

¡Dios! "Mi chica". Otra vez...

–Santi, yo...

–De entrada, quiero que me acompañes a una comida con mis papás... No es la gran cosa, pero...

–¿Con tus papás?

–Por favor... ¿Quieres que telefoneé a tu casa para que tu mamá no se preocupe?

–No hace falta, estoy solo...

A Santiago le brillaron los ojos ostensivamente. Pero una orden directa redujo el impacto que esto me había causado:

–¿Qué te dije? ¿Cómo debes hablar de ti?

Corregí, de inmediato.

–Perdón: estoy sola.

–Explícame: oí que tu hermana va a la excursión. ¿Y las otras dos mujeres de la casa?

La pregunta me encantó por poco clara. No en su sentido general, sino en su intención: ¿me incluía entre las mujeres?

–¿Las otras dos?

–Ustedes son cuatro, ¿no?

Sí, me incluía. ¡Dios! ¡Sus palabras eran vitaminas para mi ánimo!

–Mi mamá, de negocios en Monterrey; Luisa, se escapó con el novio...

–Razón de más para que la más buena y guapa de todas no se sienta abandonada...

Me sonrojé...

–Ya, Santiago...

–Vamos, anímate... Mis papás son la neta...

Suspiré. Poco a poco, una tristeza me invadió: era hora de dejar a Ninel, y ponerme la ropa de Lenin. "Mi verdadero disfraz es el de chico", reflexioné.

–De acuerdo, pero me costará un trabajo enorme disimular los senos. Me los dejaste enormes. ¿Cuánto dura el efecto del gel ese?

–Mínimo un año...

Me fui para atrás...

–¿Qué..?

–Tu cuerpo lo va absorbiendo, pero como el gel retiene agua, pues...

–¿Un año?

–¡Oh, bueno! Algunas pacientes de mi papá se retocan las lolas hasta después de año y medio...

¡Dios! ¡Cuando menos un año con tetas enormes!

–¿Y qué rayos voy a decirle a mi mamá?

–¿No sabe tu mamá que eres transexual?

–¡No! Te dije que eras el único...

Pronto llegue a una conclusión: la bizarra situación no me preocupaba tanto. Lo que mi mamá opinara me tenía sin cuidado. "Si no se acostumbra a que tiene una tercera hija, será su bronca". De hecho, me sentía perfectamente con mi nuevo equipo. Más: me daba cuenta de la falta que me hacía ya vivir así. "Orgullosamente tetona; perfectamente definida como mujer".

–Espero no haberte metido en problemas, Ninel.

–Olvídalo –sonreí–. Te acompañaré a la comida... Pásame las vendas y mi ropa...

Santiago me vio apasionado. Y con un gesto firme, señaló las tres mochilas dispuestas: la de Ivonne, la de Rachelle y la de Concepción.

–Escoge...

Me quedé en stand-by.

–¿Qué quieres que escoja? ¿Una de las mochilas? ¿Dónde está mi ropa?

–La ropa de Lenin está en la cajuela de mi auto, junto con su mochila. Y aquí hay tres uniformes para que tú, Ninel, busques el que mejor te quede.

¡Se había llevado mis cosas!

–No entiendo...

–Si mi chica y yo salimos de la escuela rumbo a la casa de mis papás, es obvio que los dos lleguemos de uniforme...

–¿Pretendes que vaya de niña a la casa de tus papás..?

–¿De qué otra manera? ¡Eres niña!

Luego, antes de que pudiera decir algo, me extendió una bolsa de papel preciosa: sin marcas, la fineza de los materiales, los sellos adhesivos troquelados (en color oro) y el cuidado en el amarrado de los listones evidenciaban su origen en alguna boutique carísima.

–¿Qué es esto?

Santiago no respondió. Se limitó a salir.

–Te espero afuera, amor.

Y cerró la puerta.

¡Dios!

Cuidadosamente, para no desmaquillarme, me quité las botas y el traje de cuero. Ya sin ropa, dediqué un momento a pensar. ¿Qué buscaba Santiago? ¿Por qué estaba tan interesado en mi metamorfosis? ¿Por qué estaba contribuyendo tanto a cambiarme de sexo? ¿Debía acompañarlo? Abrí la bolsa: resguardaba un conjunto compuesto por un brassiere triángulo y una coqueta y fresca tanga, confeccionados ambos en suave algodón-licra blanco estampado en minúsculas flores y con detalles de encaje casi artesanales. ¡Dios! El doctor Covarrubias me había dado dos regalos pensando en mí como mujer (la propina y el oso de peluche), ¡pero esto me sabía tan intenso! Dejé de cuestionarme y terminé de desnudarme.

Si la sensación del hilo separándome las nalgas fue genial, la manera en que la tanga acogió mi cuerpo, estrechándolo eróticamente, no se quedó atrás: el puente de algodón puro entre mis piernas, en especial, pareció hacerme entrar a un mundo de intimidades femeninas y confirmarme en mi nueva sexualidad. "Es caricia y resguardo para la vagina", me dije. Y deseé, con todo el corazón, que mi pene desapareciera. "Me estorba; necesito estar abierta".

Luego, me dispuse a ponerme el brassiere (¡el primero de mi vida!). Pasé los brazos por los tirantes y aprisioné mis senos en copas, por segunda vez en el día. Pero había algo distinto ahora, y no sólo porque el material resultaba más sutil que el cuero del traje de Dania. Llevar ambas manos hacia atrás, buscando el ganchillo en mi espalda, a tientas, a ciegas, y tensando mis músculos de brazos y pechos, me hizo sentir dependiente, frágil. Pero lo más excitante vino justo en el instante en que conseguí cerrar el brassiere, cuando me llegó la huella de la gravedad más física en mi cuerpo: el peso de mis senos, reposando en sus fundas de tela, se me transmitió hasta los hombros desnudos donde los tirantes se tensaron firmes y ceñidos.

–Apúrate –me gritó Santiago desde fuera.

"Me espera un hombre", pensé.

Abrí las mochilas. Y me probé las faldas de Ivonne, de Concepción y de Rachelle: todas me apretaban en caderas y nalgas, aunque (para no variar) me nadaban de la cintura. "Estoy más buena que todas", concluí. Con las blusas, ni valía la pena hacer el intento. Cuando guardaba todo, buscando qué hacer, me llamó la atención una bolsa de plástico en el fondo de la mochila de Ivonne. La extraje. Era un equipo colegial competo más, envuelto en papel de china. Con una nota: "Santi: no sé para qué quieres un uniforme de chica, pero éste es de Martha; lo olvidó en mi casa, en la pijamada de septiembre; si no te sirve, devuélveselo tú, por fis (ya conoces su genio ante mis olvidos). Iv". ¡Dios! Desdoblé cuidadosamente el uniforme de la buenísima Martha. ¡Y me lo puse! Para mi sorpresa, ¡aunque me quedaba levemente justo, no sólo no me incomodaba, sino que me hacía ver despampanante! Sólo el talle de la falda dejaba libre poco más de dos centímetros de tela; y la blusa, holgada para Martha, ¡me constreñía los senos! Dos cosas se me evidenciaron, entonces: que le ganaba en estilización de la figura, ¡y que tenía las tetas más grandes que ella! Cuando comencé a deslizarme las medias, como acariciando mis piernas, ya estaba en las nubes. Meditaba: en las veces que Santiago debía haberle arrancado a Martha esa misma ropa, antes de cogérsela.

Por fin, me até el lazo y me coloqué la chaquetilla. Sin embargo, las zapatillas escolares de Martha, descomunales, fueron un fiasco. "¡Pinche vieja patona!", reí. Rachelle, de pie tan menudo como el mío, me dio la solución: su calzado me vino exacto. Me retoqué el perfume, me puse la boina. Y arreglé el tiradero. ¡Ninel seguía avanzando!

–Lista –avisé.

Santiago entró y me vio tan estupefacto que bien pude creerme la mujer más guapa del mundo. Recordé la manera en que yo había envidado a mi hermana, el día de la compra de uniformes, porque ella iba a poder vestirse de manera tan femenina y llamativa. Y entendí que ya no tenía razones al respecto.

–El look te queda maravilloso, Ninel...

–Es un uniforme de tu noviecita –dije con mala uva–. Venía en la mochila de Ivonne.

–Sólo que ella no lo llena tan bien –me guiñó un ojo–. ¿Sabes que lo ancho de tus caderas hace que se te suba un poco la falda y te luzca más corta?

–¿En verdad?

–Neta: estás dos o tres centímetros arriba de lo reglamentario... De hecho, serías una invitación al estupro para cualquier maestro...

–¿Al qué...?

–Olvídalo. Date la vuelta...

Seguí la indicación, con cierto aire complacido y rayano en la coquetería, disfrutando el momento.

–¿Te gustan? –averigüé, moviendo mis nalgas como una niña traviesa.

–Mucho. Tu cuerpo ha cambiado un chingo: entre las hormonas y el ejercicio te has puesto mortal... ¡Bien piernuda y culona..!

Lejos de que me ofendiera, hubo algo en la frase que me entusiasmó. "Me gusta que Santiago sea vulgar conmigo".

–Exageras...

–No: luces espectacular de cualquier forma: con el traje de cuero; o así, de colegiala... ¿Sabes? De hecho, siempre quise una chica con un culo como el tuyo... Tan firme y paradito... Tan femenino...

–¿Por qué insistes en lo del culo...?

–¿Te molesta..?

¡Dios!

–No es eso...

–Repite, entonces: tengo un culo delicioso que fascina a los machos...

Me complací en las palabras, lo admito:

–Tengo un culo delicioso que fascina a los machos...

Santiago sonrió.

–Andando...

Con gesto rudo y fortísimo, se echó las tres mochilas prestadas al hombro, junto a la de Dania, y me tomó por la cintura.

–¿Vamos a salir caminando así? –me alarmé.

–¿Te preocupa?

Aunque la escuela se había casi vaciado, aún quedaban suficientes alumnos como para inquietarme. Una cosa era haber participado en un concurso donde varios estaban vestidos de niña; otra, muy distinta, taconear hasta la reja. Si bien yo deseaba mostrarme descaradamente en plan de mujer, también me nació en el estómago una especie de pelusa tibia: el miedo al rechazo.

–Un poco...

Un paso, otro, otro más. Pronto descubrí dos cosas: la manera en que mis senos (fuera de la rigidez del cuero) se bamboleaban rítmicamente (como si el brassiere los acunara), y el efecto de las miradas masculinas: ¡me advertí tan sensible y tan gusto con ellas! "Me embruja que los hombres me miren", concluí. Sin necesidad de volver la cabeza, supe que varios alumnos me seguían con los ojos y, casi con seguridad, sobre qué parte de mi cuerpo se estaban posando. ¡Y eso me deleitaba! De manera automática, mi andar se realzó, felino. Mi miedo al rechazo se transformó en complacencia, y abandoné cualquier precaución:  "¡Contémplenme, cabrones!", invité, mentalmente. "¡Gócenme, que estoy buena!". Hubo un silbido, mas no de burla sino de reconocimiento.

Santiago, sin dejar de asirme, me guió hasta el estacionamiento: ahí estaba su auto, un Audi convertible blanco, el destino soñado de las niñas de la escuela. ¡Y yo iba a penetrar en él! ¡Y no como Lenin, el amiguito maricón, sino como Ninel, una chica atractivísima!

–Lenin –me sobresaltó la voz del doctor Dilts...

¡Dios!

Mi reacción fue extraña: no me esforcé por verme masculino, no quise disimular. Ya no. "Soy mujer. Punto". Pasé mi mano por la cintura de Santiago.

–Dígame, director.

Dilts jugaba unas esferas kung fu chio, dejando a su paso un sonido agradable y confortador.

–Tu participación en el concurso fue muy comentada...

Traté de sonreír.

–No sé si darle las gracias o sentirme –saboreé la palabra–... preocupada...

–Ni una cosa ni otra... Te lo hago saber... Nada más...

–Pues le doy las gracias, entonces...

–Dice la profesora Duval que has aprovechado sus clases, Está orgullosa de ti...

Sonreí, echando la cadera al lado. ¡Quería acentuar mi femineidad!

–Soy su mejor alumna...

–¿Podemos irnos, doctor? –intervino Santiago, soltándome, abriendo la cajuela y arrojando adentro las mochilas– Vamos a una comida con mis papás, y estamos retrasados.

–Salúdame a tu padre, Santiago...

Santiago cerró la cajuela, fue hacia mí y me abrió la portezuela del Audi. Me di cuenta que debía subirme con elegancia, cuidándome de "no enseñar los calzones" (como le decía mi mamá a mis hermanas), pero, ¿por qué no?, permitiendo que fluyera cierta picardía. Recién me había acomodado, cuando Dilts contraatacó.

–Lenin, ¿podemos hablar el lunes?

–Por supuesto, director.

Santiago cerró la portezuela del Audi y dio la vuelta hacia el lado del conductor. Tomó su sitio en un respiro y se limitó a decir:

–Hasta el lunes, entonces, doctor.

Y yo no pude más:

–Sólo un favor, director.

–Dime...

Se había roto la crisálida, sin lugar a dudas. Mi voz sonó tan diáfana y suave, que las esferas chocaron en la manos de Dilts, emitiendo un chillido metálico.

–No me llame Lenin, director. Soy Ninel...

Santiago arrancó, antes de que nos llegara contestación alguna.

Cuando tomamos la carretera, advertí las posibles consecuencias de mi actuar:

–Santiago, ¿debí callarme..?

Nada me respondió. Se limitó a accionar el acelerador. El aire me rozó las mejillas, y yo preferí quitarme la boina.

–Quizá fui grosera con el director...

Santiago colocó un dedo en sus labios, pidiéndome silencio. Luego, posó la mano en mi muslo.

–Una cosa a la vez, Ninel... Ahora, el tiempo es nuestro...

Coloqué mi mano sobre la suya, y Santiago sonrió. ¡Dios! Pero el timbre de su celular interrumpió el momento. Lamenté que tuviéramos que soltarnos, pero no fue así: hábilmente oprimió un botón en el volante, accionando un manos-libres. ¡Y escuché toda la conversación!

–Bueno...

–¿Por dónde vienes, Santiago?

Era una voz de mujer, refinadísima.

–Saliendo de la escuela, ma... Ya en la carretera.

–Okey... Nos adelantamos a casa de tu tío... Allá nos vemos...

–Sale, ma...

–¿Traes siempre a tu invitada?

–Sí, ma...

Con un ligero apretón en el muslo, me indicó qué hacer. Hablando al vacío, dije:

–Buenas tardes, señora...

El tono de la mamá de Santiago fue amable. Y muy natural:

–Hola. Ya nos conoceremos en unos minutos...

–Sí, señora....

–Suenas muy linda.

¡Dios!

–Ahorita caemos, ma...

–No corras mucho... Te esperamos...

La casa del tío de Santiago, en un exclusivo fraccionamiento, era bellísima y enorme: estilo californiano a cuatro aguas, rodeada de frescos árboles. Un montón de autos de lujo estaban estacionados a la vera de los accesos asfaltados, poniendo notas multicolores al intenso verde del paisaje. El Audi se hizo un espacio entre un Mercedes y un Camaro.

–Llegamos –anunció Santiago.

Iba a abrir la portezuela, pero Santiago me detuvo. En completo silencio, descendió del Audi, dio la vuelta, me abrió la portezuela y extendió la mano para ayudarme.

–Perdón... No estoy acostumbrada...

Oí el ruido de la fiesta. Y los nervios comenzaron a hacer estragos en mí. "¡Dios! Esto será mi graduación como mujer". Mi corazón parecía querer salir disparado por mi boca resequísima, y experimentaba el doble de calor.

–¿Estás bien..?

–Déjame ponerme un poco más de perfume –pedí, para ganar tiempo y recobrar la seguridad...

Santiago extrajo de la cajuela la mochila de Dania, me la dio, y yo revolví hasta hallar el Truth..

–Quizá quieras un poco de esto, antes –me dijo Santiago.

De un rincón de la cajuela, tomó un pequeño estuche: estaba repleto de maquillajes.

–¿Y esto?

–Se lo compré a Martha, pero apenas lo usó.

–Está lindo...

–Martha tiene miles de estuches, por todos lados...

Tomé el estuche. ¡Era tan femenino! Jamás me había maquillado, ¡pero fue como si inconscientemente supiera qué hacer! ¡Me había fijado tantas veces en mi mamá y en mis hermanas, envidándolas, que había absorbido su conocimiento y su experiencia! Me pregunté cuántas otras cosas de niña habría ya en mí. No me costó trabajo identificar el color de la base de mi maquillaje y retocarlo, viéndome al minúsculo espejito. Cuando tomé la brocha para remarcar el colorete, Santiago sonreía.

–Me fascinas...

Me pinté los labios para él: siendo sensual en cada movimiento para difundir el brillo.

–Lista –concluí.

Guardamos todo y caminamos hacia la casa. Santiago me tomó de la mano y yo, en fascinación plena, me dejé conducir. "Repuestísima, y dispuesta a comerme el mundo", suspiré.

–Te ves hermosa –me dijo...

¡Dios!

–Gracias...

–En serio...

Preferí cambiar el tema:

–¿Puedo saber qué se celebra?

–El cumpleaños de mi tío. Es el hermano menor de mi papá...

Una chica, con uniforme de sirvienta, nos recibió.

–Joven Santiago, pase. Todos están en el jardín.

–Gracias, Lupita.

No me esperaba la magnitud de la fiesta: bajo un montón de carpas desplegadas con buen gusto, decenas de personas se acomodaban en elegantísimas mesas. Sin que ya me sorprendiera, permití que mi percepción del mundo cambiara femeninamente: comencé a compararme con las mujeres, a lamentarme por no traer un vestido de coctel, ¡y a admirar a los hombres! Para mi tranquilidad, casi todos los jóvenes presentes, chicos y chicas, portaban los uniformes de los colegios más caros de la ciudad.

Santiago me sacó de las cavilaciones, haciéndome apurar el paso:

–Ahí están mis papás y mi tío...

"Contrólate, Ninel. Tranquila".

La mamá de Santiago fue la primera en saludarnos: era una mejor hermosa, con un cuerpo bien definido, completamente vestida de Chanel.

–Hola, hijo...

–Mamá, ella es Ninel, mi novia...

–Mucho gusto. ¡Que guapa!

"Mi novia". ¡Santiago me había presentado como su novia! Quedé en silencio, en pasmo total.

–Ninel, ella es Paloma, mi mamá.

Me limité a darle la mano y a intercambiar con ella un beso en la mejilla.

–Y él es mi papá, el doctor César Villasante... Papá, mi novia.

Más pasmo, otro beso en la mejilla.

¿Qué sentía? Como si el mundo brillara de tal manera, en un instante, que me hubiera enceguecido; como si la felicidad de mi existencia completa se hubiera concentrado en el granito de un reloj de arena. Todo se movía de manera lenta, dilatada. Quería disfrutar cada segundo, estirarlo, dejar que esas dulces palabras se quedaran en mis oídos para siempre. "Mi novia". Supe que pasara lo que pasara, Lenin jamás regresaría a mi vida: ese niño no tenía cabida en la avalancha de pensamientos que cimbraban mi mente. "¡Me ha presentado a mí como su novia y no a Martha! ¡Sus papás me ven ya como su novia!". Dejé de apreciar el ruido de la fiesta y las hojas de los árboles se detuvieron. "Pero Santiago se coge a sus novias. ¿Acaso piensa cogerme? ¡Dios! ¡No tengo vagina, pero podría meterme la verga en el culo! ¡Que barbaridad!". Luz intensa, calor y frío simultáneos. "¡No sólo soy mujer! ¡Soy novia! ¡Y de un chico guapísimo, del más galán de la escuela! ¡Y las novias se vuelven esposas! ¿Esposa yo?".

–Pero siéntete cómoda, amor –me dijo doña Paloma, devolviéndome al mundo–. Estás en familia...

Y me condujo a la mesa principal.

El tío festejado, Theo, tenía unos 25 años. Su esposa, Iris, una mujer despampanante, cargaba a Jaime, su bebé de seis meses.

–Theo tiene varios negocios y es inversionista bursátil –me explicó Santiago, tomándome de la mano.

–Siempre fui la oveja negra –sonrió Theo–. No me quemé las pestañas como mi hermano, pero no me va mal.

–No lo oigan –bromeó don César...

Había vino en la mesa (¡una par de increíbles botellas de Chateau Petrus!), pero yo pedí un refresco de dieta y Santiago optó por una heladísima cerveza Guiness. ¡Fue hermoso actuar plenamente como mujer, estableciendo una especie de complicidad silenciosa con "las otras"! Ellas se encargaban de Jaime, jugaban con él, mostrándose tiernas... ¡Y yo me les uní! ¡Hasta ayudé a acomodarlo en su bambineto! Incluso, cuando llegaron las bandejas con alimento, me percaté de que doña Paloma e Iris comían tan mesuradamente como yo lo hacía siempre: nuestra concentración estuvo en la ensalada y en suaves pedacitos de pechuga de pollo asada. Don César, Theo y Santiago, en cambio, devoraron pasta, setas salteadas y filetes importados de Texas con entusiasmo varonil.

Cuando terminábamos de comer, Jaime se inquietó, y lloriqueó un poco.

–Debe tener calor –dijo Iris.

Justo en ese momento, llegaron dos socios de Theo, con sus respectivas esposas.

–¡Rayos! –se lamentó Iris– No quiero que Jaime siga fuera...

Santiago se levantó:

–¿Quieres que lo llevemos a su cuarto?

–Sí, Santiago, por favor. Y dile a la nana que se quede con él. Debe estar en la cocina, comiendo...

Santiago me miró.

–¿Me ayudas, amor?

Yo saqué a Jaime del bambineto. "Estoy cargando a un bebé. Y lo hago ya no como chico, sino como mujer!".

–Vamos, pues...

Desandamos el camino hasta la casa. Yo avanzaba con sumo cuidado: ¡era tan bello, y al mismo tiempo tan delicado, experimentar el calor, el movimiento, el olor, el contacto de un bebé! Recordé mis deseos de ser mamá; de cómo había comenzado todo (por querer experimentar un embarazo), sin imaginarme entonces lo mucho que yo cambiaría. Me sentía feliz, ¡hasta que me topé con los hermanos Rolo y Eloy, dos ex-compañeros del colegio de monjas! Obvio: me pasmé.

–¿Los conoces? –preguntó Santiago, advirtiendo mi reacción.

–Estuvieron conmigo, en el mismo salón, toda la primaria –respondí en voz baja...

–Hola, Santiago –saludaron, estancándonos–. ¿No presentas a la mamacita?

–Ninel, ellos son Rolo y Eloy, hijos de un médico, amigo de mi papá... Ella es Ninel, mi novia.

–Hola, chicos –desgrané, con pánico.

Rolo y Eloy se limitaron a verme las nalgas y las tetas. ¡No me reconocieron! ¡Sólo envidiaron a Santiago! Me saludaron de beso y siguieron su camino.

–¿Qué te parece? –jugó Santiago– No te identificaron. Aparentemente, Lenin se ha ido.

"Y para no volver", agregué mentalmente.

Respiré con alivio. Sin embargo, una voz chillona me sacó de balance nuevamente:

–¡Tan jovencita y ya mamá!

Giré la cabeza: una mujer sesentona, recién llegada, de ropa tan cara como estrambótica, me señalaba con el índice. Su mano, cuajada de anillos y pulseras, parecía una sonaja.

–¡Estas nuevas generaciones!

Santiago rió:

–Para tu carro, tía Gertrudis. El bebé es Jaime...

–Vaya –gimió tía Gertrudis–. Me tranquilizo... ¿Y quién es esta niña?

–Ninel, mi novia...

Apenas pude articular:

–Mucho gusto...

–Ella es mi tía Gertrudis, hermana de mi abuelo y la única que permanece católica de toda la familia...

Tía Gertrudis vio a Jaime (se me figuró la bruja de un cuento revisando su menú), y luego, jalándome del antebrazo, me susurró al oído.

–Ten cuidado con él. Santiago es muy guapo, sí. Pero también se especializa en robarle su virtud a las chicas...

–¿Me estás acusando, tía? –intervino Santiago, con cara de inocente.

–Sólo digo la verdad –continuó la mujer, en voz alta, teatralmente–. Si he de serte honesta y conociéndote, pensé que el hijo era tuyo y de esta niña; que ya le habías arruinado la vida a ella, y que traías a presentarnos el fruto de tu pecado...

No oí más. La fascinación me ganó: alguien me había creído mamá. "Embrazada y dando a luz". ¡Dios! "Si pudiera, me dejaría preñar por Santiago", pensé. Imaginé a Jaime dentro de mí, en mi vientre hinchado, desarrollándose, pateando; saliendo, tras nueves meses de simbiosis. Recordé el documental de un alumbramiento, en Discovery Chanel, y me ubiqué en él: las piernas abiertas, gimiendo de dolor y de esperanza, de amor y de feminidad máxima, en una sala de partos; me vi sin pene, con la cabeza de Jaime asomando por mi vagina; y luego, su cuerpecito todo abriéndome. "Quisiera parir". Y supuse voces: "felicidades, señora, es un niño", "somos papás, amor, tenemos un niño", "es mío y es tuyo, Santiago".

Por fin, alejada la tía Gertrudis, entramos a la casa. Pero no nos dirigimos a la cocina: Santiago me condujo de inmediato al cuarto de Jaime, primorosamente arreglado (sólo personajes infantiles europeos, nada de Disney). Iba a colocar al bebé en su cunita, cuando Santiago me detuvo:

–¿Tienes leche en los senos aún?

–Sí –respondí–. ¿Por qué..?

–¿Te gustaría saber lo que se siente amamantar..?

Me estremecí. Aún no se me iban las imágenes mentales, así que sentí el temblor interno más penetrante de mi vida... Hasta ese momento, al menos...

–¡Santiago..!

–A mí me gustaría verlo...

Sin esperar reacción mía, Santiago me hizo sentar en la cama. Luego, me quitó a Jaime de los brazos.

–Vamos, quítate la chaquetilla y ábrete la blusa.

Fue como caer en trance... Obedecí. Pronto, mis senos enfundados en el brassiere quedaron expuestos. "¡Dios! Me encanta desnudarme frente a Santiago"...

–Sácate las tetas... Por encima del brassiere...

Lo hice.

–¿Así?

–Sí. ¿Estás lista?

Asentí. Santiago me colocó a Jaime en los brazos. El bebé pareció comenzar a olfatearme.

–Estoy nerviosa...

–Haz que se te pare el pezón. Excítatelo...

–¿De qué manera? –balbuceé.

–Así...

Santiago comenzó a acariciarme el pezón izquierdo con dos dedos. ¡Sentí tan rico! En un par de segundos, no sólo se me había endurecido: ¡tenía los dos senos escandalosos, a todo lo que daban!

–Ahora –prosiguió–, tómate la teta y ofrécesela...

Hice una "c" con la mano, capturé mi seno, se lo acerqué al bebé... Y comencé a hacerle cosquillas en los labios, con mi pezón, mientras me brotaba un calor interno inesperado, completamente nuevo. Simultáneamente, mi culo reaccionó de manera extraña: fue como si se dilatara de manera cosquilleante...

–Santiago –balbuceé–, no creo poder...

Entonces, Jaime atrapó mi pezón, abarcando con su boquita toda mi areola, y comenzó a succionar, mientras me veía con ojitos brillosos. Sentí como me brotaba la leche, incontenible.

Giré mis ojos hacia Santiago. Era muy distinto que Ricard se hubiera tomado mi leche en un vaso, a que Jaime, con sus seis meses de edad, se alimentara de mí directamente. ¡Dios! ¡Me sentí plenamente mamá! Por unos segundos, me convencí de que Santiago me había preñado en verdad; que él me había hecho el bebé que cargaba. Aprecié la lengüita de Jaime asomándose por encima del labio inferior y rodeando el pezón con ella mientras mamaba.

–Te ves tan sexy –me dijo Santiago.

La estimulación en el pezón hizo que todo mi cuerpo se revolviera. Mi vientre estaba hirviendo y mi culo palpitaba. Me di cuenta, entonces: "estoy excitada, sexualmente excitada". ¡Quería que Santiago me poseyera, que me metiera ya la verga! Dejé de preguntarme si él lo desearía, simplemente me urgía tenerlo dentro; que se satisficiera conmigo, que me usara. De mamá, pasé a sentirme puta.

Sin previo aviso, Santiago se arrodilló ante mí y se inclinó hacia mi torso.