Por querer experimentar un embarazo (3)

Agaché la cabeza: tenía los pezones paradísimos. Y no sólo eso: bajo la playera, parecía haber un aumento. Mis tetas eran más tetas, por decirlo así, e incluso, su pliegue inferior había atrapado un poco de tela...

Santiago volvió a la carga:

–¿Por qué tan callada? ¿Estás bien?

¿Bien? ¿Cómo estaba yo realmente? "Con cuerpo de chica, vistiendo el uniforme de mi hermana (que me luce entalladísimo), frente a un chavo guapísimo... Y sin saber qué hacer", pensé.

Me entraron deseos de extender la mano, acompañándola de un "me llamo Stephanie Guzmán, soy alumna de nuevo ingreso y no tengo novio". Sí, quizá fingir un poco, en tanto terminaba de convertirme en mujer. Pero me detuve. En primer lugar, no podía asistir a clases como alumna de prepa, pues me toparía con Andrea; en segundo, no podía faltar, como niño, a la secundaria, donde estaba registrado en verdad (supuse lo que significaría una llamada del director a mi mamá); en tercero (más importante), ¡yo no quería mentirle a Santiago! Y decidí que era mejor jugar limpio.

–Es que... no soy chica.

Ahora fue Santiago el que se pasmó:

–¿Perdón?

–Bueno: no soy una chica completa aún... Soy hombre...

–¿De qué hablas? Estás bromeando... Sólo mírate...

Lo hice. El espejo me permitió darme cuenta de mi posición: con el torso hacia delante, paraba las nalgas y recargaba mis manos en ellas. Decidí cambiar: crucé los brazos, doblé levemente la rodilla izquierda y eché todo el peso de mi cuerpo sobre la pierna derecha; quise ser rudo, pero sólo logre que mi cadera diera un requiebre sexy. ¡Dios! ¿Siempre habían sido mis movimientos tan femeninos?

–¡Uy, sí! ¡Qué hombre tan rudo! –soltó Santiago. Luego agregó, viéndome los pechos:– ¡Y con las altas puestas!

Agaché la cabeza: tenía los pezones paradísimos. Y no sólo eso: bajo la playera, parecía haber un aumento. Mis tetas eran más tetas, por decirlo así, e incluso, su pliegue inferior había atrapado un poco de tela.

–En serio. Soy chico aún. No quiero engañarte.

Santiago hizo una cara pícara.

–De acuerdo, señor: ya que es usted hombre, no tendrá inconveniente en bajarse el short. Si se niega, tendrá que ir conmigo al cine. Ahora bien, si descubro algo interesante, digamos de mujer, tendrá que aceptar que yo le haga lo que quiera durante 15 minutos...

Me sorprendió Santiago. Hablaba con un tono que no admitía reproche. Puedo transcribir sus palabras, como las recuerdo, pero no reflejar el tono seductor y de mando que tenía. Sí: alguien tan guapo estaba acostumbrado a conquistar chicas.

–¿Prometes no enfadarte? –me aseguré.

–Palabra.

Desaté la cinta del short y, no sin esfuerzos, lo baje paulatinamente. Hasta la mitad de mi vientre, Santiago conservaba una cara victoriosa, pero cuando asomaron mi pene y mis testículos, quedó en stand-by. Me miré al espejo: de por sí pequeños, contrastando con el tamaño de mis caderas y de mis nalgas, resultaban francamente ridículos.

–No lo puedo creer –artículo, al fin–. Eres hombre...

–Pero me estoy convirtiendo en mujer...

–Tienes pene...

–No es como el tuyo... –se me escapó.

Afortunadamente, Santiago no me oyó. Por su comportamiento errático, parecía fascinado.

–Ya –dijo–. Mi padre me contó de casos como el tuyo. Un transexual quiso que lo atendiera, pero como él se dedica a otras cosas...

Esa fue la primera vez que oí tal palabra.

–¿Transexual...?

–Sí... Mi padre es cirujano plástico, pero está enfocado más a cuestiones cosméticas, y gana bien. Ya sabes: enderezar narices, hacer liposucciones, quitar cicatrices... Los cambios de sexo no son lo suyo...

Estaba perdido.

–No te entiendo...

–Olvídalo. Es tarde. Debo guiarte a la cancha con las de prepa, y llegar a práctica de futbol.

–Pero no soy de prepa. Soy alumno de secundaria: me esperan en la cancha tres.

–¿Neta? Pues te llevo, de cualquier manera.

Sonreí.

–Gracias, Santiago...

Las palabras se me escaparon, antes de que pudiera detenerlas...

–¿Sabes mi nombre?

–Bueno –titubeé–... Eres de los alumnos más famosos...

–¿Cómo te llamas tú?

–Lenin...

Se extrañó.

–¿Aún no usas nombre de niña?

–De hecho, eres la primera persona que sabe que me estoy volviendo chica...

Santiago soltó un bufido.

–¿O sea que oficialmente eres chico?

–Sí –me extrañé–... ¿Por qué?

–¿Y quién diablos va a creerte?

Pensé.

–Mira –le mostré las orejas–: son de hombre, sin perforaciones.

–¡Ajá! ¿Y quién se concentrará en tus orejas, con ese cuerpo y en ese uniforme femenino! Discúlpame, pero como vieja estás más buena que mi novia...

Sentí una punzada en el corazón.

–¡Ah! Tienes novia...

Santiago me ignoró...

–Explícame, pues. ¿Quieres pasar como chico o como chica?

Me costó decidir, lo confieso.

–Pues... Como chico...

–Espérame entonces...

Santiago fue a su lócker, revolvió dentro, y sacó un uniforme deportivo.

–Ponte éste. Es mío y está limpio. Te quedará enorme, pero disimularás mejor las curvas...

Me encerré en el retrete para desnudarme a toda prisa, y ponerme la ropa de Santiago: bajo el suavizante de telas, se distinguía su aroma. Me sentí abrazado por él. ¿O abrazada? Cuando salí, el galán me veía divertido.

–¡Carajo! –pronunció.

Me sentí ofendido.

–¿Qué?

–Mírate...

El espejo no mintió: pese a la holgura de la playera, se me notaban las senos, ¡y mis piernas seguían decididamente femeninas!

–Veamos –suspiró Santiago.

Volvió a revolver el lócker.

–Ten. Son calcetas de futbol.

Me las calcé a toda prisa, hasta la rodilla.

–Piernas resueltas –sentenció–. Aunque tus muslos darán de qué hablar...

–¿En verdad?

–Sip –rió–. Te caerían mejor las medias...

Reí también.

–Pero tus tetas...

Santiago me contempló en silencio. Luego, se agachó, se bajó la calceta, se desenredó la venda que le cubría la espinillera, volvió a acomodar ésta sin aquella, y se incorporó.

–¿Qué haces? –me intrigué.

Sin advertencia alguna, Santiago se acercó a mí, y con un inesperado movimiento, comenzó a quitarme la playera. Para mi sorpresa, no opuse resistencia alguna: dócilmente, alcé los brazos, permitiendo la liberación de mi torso. Cerré los ojos y me mordí los labios.

–Guau –escuché...

¡Dios! No quise mirar a Santiago, Giré hacia el espejo: en él, simplemente, un chico guapo contemplaba a una jovencita semidesnuda.

–Tienes unas tetas pequeñas pero hermosas.

Oí mi voz, involuntaria:

–¿Te gustan?

Santiago me tomó la barbilla, y me obligó a girar el rostro.

–Están bien. Aunque las prefiero más grandes. En eso, Martha te gana.

Otra punzada en el corazón...

–¿Quién...?

–Martha, mi novia. Cuando fajamos o cogemos, mis manos no se dan abasto.

No supe qué responder. Santiago se limitó a hacerme voltear, hasta que le di la espalda, me colocó la venda sobre las tetas y apretó.

–¿Qué es fajar y qué es coger? –le pregunté.

–Gira –me ordenó.

Lo hice: poco a poco, la venda oprimió mis tetas, ocultándolas.

–Te hice una pregunta, Santiago.

Volvió a reír.

–¿En serio no sabes lo que es coger?

–No –respondí completamente serio.

–¿Ni fajar?

Mi negativa se interrumpió con un gemido, cuando Santiago apretó aún más las vendas.

–¿Duele?

–No...

Una voz nos sacó de la conversación:

–¿Qué le estás haciendo?

Era Ricard. Estaba de pie, en el acceso del vestidor, alarmadísimo. Pensó que, con su habitual conducta abusadora y gandalla, Santiago me lastimaba. O algo así...

–Vine por ti, Lenin –dijo con toda la seguridad que podía–... El maestro Pimentel me mandó...

Me dio ternura: mi nuevo amigo trataba de defenderme. Aunque él temía que la causa estuviera perdida.

–¿Quién eres tú? –le preguntó Santiago.

–Ricard, de primero "A". ¡Y soy amigo de Lenin!

Santiago me guiñó un ojo, y me arrojó la playera...

–Listo, Lenin. Con eso no afectarás tu costilla en la clase de deporte. ¡Vaya caída!

Ricard se alarmó:

–¿Te caíste, Lenin? ¿Estás bien?

–Algo así –dije con timidez, vistiéndome la prenda–. Santiago me echó la mano...

El galán tomó la pelota, y nos despidió.

–Bueno, chicos: el deporte espera. Ricard te llevará a la cancha...

Santiago abandonó el vestidor. Y yo quedé como idiota. Obvio: Ricard seguía buscando intenciones dobles en Santiago.

–Dime la verdad, Lenin. ¿Te hizo algo ese pendejo? ¿Te amenazó?

–Para nada –sonreí.

–Menos mal. Espero que no se te acerque de nuevo.

Yo deseaba exactamente lo contrario.

En la clase de deporte, me costó trabajo concentrarme. Desde la cancha, podía ver entrenando al equipo de futbol de la escuela y, por supuesto, a su apuesto delantero. Y yo sentía nacer en mí algo más que el deseo de sentir un embarazo: el de convertirme totalmente no sólo en mujer sino en mujer de Santiago. Recordarlo viéndome las nalgas y las tetas me hacía estremecer.

–Lenin –dijo el maestro Pimentel–, ¿puedes repetir lo que dije?

Volví a la tierra.

–Disculpe, maestro. Estaba yo distraído.

Pimentel bufó.

–Decía yo que también puede cubrirse esta clase si participan en algunos de los equipos de la escuela. O en los clubes

Una compañera del salón levantó la mano.

–Soy de nuevo ingreso, maestro. ¿Puede decirme cuáles deportes son mejores para moldear la figura?

Paré la oreja. A su vez, Pimentel no pudo reprimir una sonrisa.

–Cada vez oigo más eso. Creo que le interesará la clase de la maestra Monique...

La compañera se extrañó:

–¿Monique, la profesora de francés?

–No sólo da francés. Tiene un club que muchas chicas frecuentan: hacen una mezcla de aerobics, pilates y caminata.

Ya para terminar la clase, Pimentel nos entregó unas hojas, para que seleccionáramos la actividad deportiva. Mi respiración estaba entrecortada. Por la mirada de Santiago, yo tenía la seguridad de que mi cuerpo le llamaba la atención. ¿Qué pasaría si, con ayuda de ejercicio, moldeaba éste más femeninamente? Ricard se me acercó

–¿Elegiste..?

Justo en ese momento, acababa de tachar: Club "Joie et Vie", Licenciada Monique Duval.

Doblé la hoja para que Ricard no la viera.

–Casi...

Y enfilamos al vestidor. ¡Dios! Seguía apreciando el olor de Santiago en la ropa.

Minutos después, tras cambiarme en el retrete pero dejándome las tetas vendadas, me acerqué a Pimentel para darle la hoja.

–¡Vaya! ¿Estás seguro? Creo que serás el único varón del club...

Se me ocurrió un pretexto formidable:

–Sí. Quiero conocer chicas. Usted sabe...

Pimentel se encogió de hombros.

No volví a ver a Santiago el resto de la jornada. Cuando mi madre pasó por nosotros, yo estiraba el cuello tratando de ubicarlo, para devolverle su uniforme. Fue inútil. Andrea y yo subimos a la camioneta.

–¿Cómo les fue, amores? –preguntó.

–Súper, ma –explotó mi hermana–. La escuela es genial. Hice un montón de amigas, todas cool. De no haber sido porque me diste el uniforme de Lenin...

–¿Cómo…?

–Sí, ma. Una chava me prestó uno... Pero bueno, todo genial. ¡Y hay un chico! Se llama Santiago. Es guapísimo...

Sentí una punzada en el estómago. Curiosamente, no pensé en él como algo de mi propiedad, sino al revés: "¡hey! ¡yo soy de Santiago! ¡no tú!". Pero guardé silencio.

–¿Y a ti, Lenin? ¿Te gustó? ¿Descubriste algo?

Asentí con la cabeza. ¡Había descubierto tantas cosas!

–Espero que se te quite lo serio con unos regalos que les compré.

Suspiré. Mi mamá nos entregó a mi hermana y a mí, sendos paquetes: eran teléfonos celulares.

–Digo: la escuela está algo lejos, y es mejor que nos mantengamos comunicados.

–También necesitaré nuevos uniformes –avisé–. Éstos me aprietan.

–¡Vaya! –sentenció mamᖠ¡El estirón de la adolescencia!

De inmediato, mi mamá se estacionó y fuimos a la tiendita-cafetería-papelería-venta-de-souvenirs. Santiago siguió sin aparecer.

La mañana siguiente, con uniforme nuevo (holgado, para no perder la costumbre) y tetas vendadas, ingresé a clases de informática en la primera hora. La escuela contaba con equipos de cómputo modernísimos, así que me sentí a gusto.

–Por favor –pidió el doctor Gómez–, de los de nuevo ingreso, levanten las manos quienes no hayan llevado un buen curso de computación...

Lo hice. La tecnología no había sido prioridad de las monjas.

–Bien. Mientras pongo un ejercicio a los demás, ustedes conéctense a Internet y traten de familiarizarse con el equipo. Se les abrirá una pantalla de búsqueda. Pongan ahí cosas que les interese saber... Y naveguen...

Internet. Las monjas no lo usaban, porque, decían, podíamos encontrar "cosas sucias" o "contrarias a la moral y a la virtud". Tecleé "Thalía", y comencé a revisar notas y fotos de la cantante mexicana. "Quisiera ser como ella", pensé. Descubrí una canción de su entonces disco más nuevo ("A quien le importa"), que aún no compraba.

Después, escribí el nombre de otra de mis estrellas favoritas, "Shakira". Pero me detuve. Corregí el texto. "Transexual", puse. En unos segundos, a través del brillo de la pantalla, otra realidad se me abrió a la vista.

"Una persona transexual encuentra que su identidad sexual está en conflicto con su anatomía sexual. Es decir, se produce una disconformidad entre su sexo biológico y su sexo social y el sexo psicológico.

"Una mujer transexual es aquella que nace con anatomía masculina y un hombre transexual es el que nace con anatomía femenina. Es decir, se les designa por el sexo con el que se sienten identificados y no por el sexo al que al nacer corresponden, por ejemplo, sus genitales.

"En estas personas suelen darse el deseo de modificar las características sexuales que no se corresponden con el sexo con el que se sienten identificados. Por eso, algunas de estas personas suelen pasar por un proceso de reasignación de sexo, que puede incluir o no una cirugía de reconstrucción genital...".

¡Dios!

Y de pronto, el sobresalto: "La maternidad es imposible para mujeres transexuales, sin embargo, hijos genéticos son posibles, si el esperma es almacenado en un banco de esperma antes de la transición. Esta es una opción muy atractiva para mujeres transexuales lesbianas ya que sus parejas podrían ser inseminadas artificialmente con el esperma previamente guardado".

¡Era imposible que tuviera hijos! ¿Qué me estaba haciendo, entonces? Otras páginas me dieron la respuesta: los componentes del eleuxín y del lunelle no me harían experimentar un embarazo: ¡estaban reemplazando las hormonas que naturalmente existían en mi cuerpo con otras, de mujer!

Me cayó el peso de todo: "soy transexual y, sin saberlo, he comenzado a cambiarme el sexo". Entendí mi nuevo cuerpo, con nalgas y tetas preciosas. Lo increíble fue que no me asusté, no me alarmé. Me sentí feliz. Porque más allá de ser mamá, había esa nueva prioridad en mí, recién descubierta el día anterior (como ya mencioné): ser de Santiago, como mujer.

Salí de clases, tratando de encontrarlo, pero con mucho miedo. No lo logré. Más bien tristón (y evitando a Ricard) regresé a clases (Taller de Lectura y Redacción). Me taladraba un pensamiento: "¿Y si sabiendo ya lo que verdaderamente soy Santiago me rechaza? ¿Y si no quiere volver a hablar conmigo". En un descanso, fui a la tiendita-cafetería-papelería-venta-de-souvenirs. Descubrí a Santiago, con su recia presencia, entre un grupo de mujeres. Me alegré, hasta que noté que mi hermana estaba en el repertorio, y que a una de ellas, guapísima, de senos marcadísimos, perfectamente maquillada y cuidada del look, Santiago la abrazaba por la cintura, apoyando las manos en el vientre. Mi día se nubló: decidí echar marcha atrás y no hablarle. Apenas giraba, cuando escuché:

–¿No vas a saludarme, Lenin?

¡Dios!

–Hola, Santiago...

Me acerqué, cauteloso.

–¿Cómo va el magullón de la caída? –me preguntó.

Sonreí.

–Bien. O bueno: mejor

Santiago me guiñó un ojo.

–Notó que estás vendado aún...

–Sí.

Para mi sorpresa, Santiago me asió el hombro y me integró al grupo.

–Ésta es Martha, mi novia. Ivonne, Rachelle, Concepción, Andrea...

–Conozco a Lenin –interrumpió Andrea, con acento de desagrado–. Es mi hermanito. ¿Cuál caída? No le dijiste a mamá...

–Pues tu hermanito y yo quedamos de jugar futbolito –cortó Santiago...

Quedé pasmado. Santiago besó a Martha en la boca. ¡Y se fue conmigo!

Al principio, en efecto, fuimos hacia las mesas de futbolito. Pero dado que todas estaban ocupadas, optamos por caminar un poco.

–Tu hermana es una pesada –me dijo.

¡Mi día volvió a brillar! Más cuando fuimos hasta la reja de la escuela, donde una señora vendía (sin mucha autorización de la dirección, es cierto) vasitos de flan, yogurt con fruta, paletas heladas y caramelos.

–¿Qué quieres?

–Nada –me extrañé....

Santiago pidió dos paletas, una de fresa y otra de limón. Me dio la primera y comenzó a devorar la segunda. Fuimos a una banca. Cuando me puse la friísima y dulzona superficie en los labios, ya estaba en las nubes.

–Es cierto –dije–.... Soy transexual

–Ajá. ¿Algo nuevo?

No críticas. No rechazos. ¡Dios!

–Creo que no...

Santiago se lamió los labios de una manera tan masculina y rápida, que parecía de ensueño.

–¿Desde cuándo estás en tratamiento?

¿Tratamiento? ¡Claro! Las medicinas.

–Varios meses.

–Ahí la llevas...

–Tengo tu uniforme en la mochila... Y tus vendas en el pecho...

–Tú tranquilo. Te hacen falta.

Ese fue el inicio de nuestra amistad. Durante el tiempo que estábamos en la escuela, Santiago me buscaba. Y yo a él. Ante la sorpresa de Martha y la envidia de mi hermana. Incluso, cuando debía estar con su novia, se daba tiempo para mandarme un mensaje al celular... O me marcaba, para saludarme... Hablábamos de todo. Le conté desde mis gustos musicales hasta mis secretos más profundos, pasando por la revisión diaria de mi telenovela.... Los propios amigos de Santiago llegaron a preguntarle que por qué se juntaba tanto con el "mariconcillo de primero", pero un puñetazo en el ojo de David, también alumno de quinto, interrumpió los amagos de burlas.

También Ricard se volvió cercano a mí (aunque prefería ausentarse en presencia de Santiago, lo que lejos de incomodarme me fascinaba). De tarde en tarde, se dejaba caer en mi casa, para que hiciéramos la tarea. A veces se quedaba a comer. O me invitaba al departamento de sus papás, en un edificio precioso. Jamás me trataron mal, aunque Don Enric, un comerciante bastante rígido, sí me dedicaba miradas de extrañeza.

Yo, por mi parte, antes ajeno al deporte, me entregué en cuerpo y alma al club de la maestra Monique, una francesa impresionante, de cuerpo escultural. Vistiendo siempre el uniforme de Santiago, me complacía en tonificarme y en modelarme, con una identidad cada vez más decisivamente femenina, y en trasladar a mis ademanes la elegancia de la francesa. Pronto, incluso, dediqué las tardes a tratar de caminar como ella: hombros hacia atrás, la pelvis ligeramente inclinada, asentaba la punta del pie primero y trataba de mantener el balance del peso allí mas que en el talón; luego, colocaba un pie delante del otro literalmente, manteniéndolos en el centro de mi cuerpo y cuidando que mis dedos "miraran" siempre al frente. Cuando dominé el estilo, comencé a utilizarlo todos los días, ¡sin que me importara el verme amanerado!

–¡Cuánta habilidad tienes, Lenin! –me decía la maestra Monique– ¡Ojalá tus compañeras poseyeran tu disciplina, tu entusiasmo y tu flexibilidad! ¡Gozas de la gracia de una bailarina!

Poco a poco, mi abdomen y mi vientre se fueron haciendo planos y firmes, trazando una continuidad casi perfecta (apenas interrumpida por un pene insignificante, pues los testículos ya no se me notaban). A su vez, mi talle, más constreñido cada día, enfatizaba mis definitivamente redondeadas caderas y nalgas. Una mañana, incluso, en el patio, sin dejarse engañar por el traje azul marino, Santiago me rodeó la cintura con sus manos: poco faltó para que la cubriera por completo.

–¿Qué haces? –me quejé, verificando que nadie más nos viera.

–¡Puta madre, Lenin! ¿Dónde carajos tienes el estómago y las tripas!

Por esas mismas fechas, mi mamá se decidió a expandir la farmacia. Primero, y sin sentirse presionada por colegiaturas altísimas, abrió una sucursal en una colonia bastante alejada del centro que fue un éxito inmediato: contrató, pues, más gente, y pronto mi apoyo en el negocio se hizo innecesaria. Después, a través de una tía (la madre de mi prima, la que me había despertado las ganas de experimentar un embarazo y que tenía ya, para entonces, un precioso bebé de varios meses), comenzó a involucrarse con un laboratorio de Monterrey. Tras tanto tiempo sin ejercer su carrera (químico fármaco bióloga) y sin las ataduras machistas de mi papá, mi mamá comenzó a recuperar la alegría de vivir y descubrió confianza y seguridad.

Recuerdo la última vez que atendí como chico la farmacia, la víspera de la llegada de las nuevas empleadas. El doctor Covarrubias, a través de una nota, había mandado pedir varios paquetes de algodón y gasa, y yo los había despachado sin problema. Pero olvidé tirar la nota. Cuando mi madre llegó, la descubrió.

–¿Y esto…? ¿Quién es Stephanie…?

Improvisé:

–Una enfermera del hospital. Pidieron eso...

–¿De parte del imbécil de Covarrubias?

–Sí...

–No le mandes nada...

–¿Cómo?

–Que se vaya al carajo...

Rompió la nota y se metió en silencio a la bodega. No me atreví a decirle que el pedido estaba entregado.

A partir de la siguiente tarde, tuve tiempo libre. Afortunadamente, bullendo el dinero, yo recibía cada semana lo suficiente para mis gastos; pero, bien administrado, me permitía además comprar el lunelle: simplemente, iba a otra farmacia (donde la dueña, una viejecita distraída, la conocía a ella y me conocía a mí), y justificaba la adquisición:

–Doña Rosa, se nos acabó el lunelle. Dice mi mamá que si le manda una caja...

Así pues, me enfoqué al cultivo de mi cuerpo, alentado por los ocasionales comentarios de Santiago.

–¡Que bruto! ¡Cómo se te están poniendo las nalgas de ricas! ¡Y qué piernotas se te ven! ¡Aún con el traje de niño se te nota!

Sólo el desarrollo de mis tetas aparentaba un estancamiento. Hasta la primera semana de octubre. Puedo evocarlo con detalle: estaba en mi cuarto y, con cierta satisfacción, me veía al espejo, revisando mis avances, cuando noté en la punta del pezón izquierdo una gota blancuzca. Me estremecí. Y el estremecimiento causó que esa gota, vibrante, se me escurriera por el seno. Con cierto desconcierto, me oprimí el pezón: brotó un chorrito. Chequé mi otro seno: lo mismo. "Este líquido parece leche", pensé. Tomé un poco y lo llevé a mi boca: estaba tibio y dulce. "Estoy dando leche; soy más mujer". Pensé en lo extraño de mi estado: no poder experimentar un embarazo, pero si la lactancia.

Entonces no lo sabía, pero como efecto del estrógeno tenía yo un nivel elevado de prolactina, la hormona que induce la producción de leche en las mujeres y que sirve como un regulador de la función sexual en los hombres. E ignorante de los efectos para mi salud, me sentí feliz y me mantuve así. Desafortunadamente, un día la cantidad de líquido se elevó, de tal manera, que se me escurrió a media clase, empapándome las vendas y alcanzando la chaqueta del uniforme. Sin pensarlo, crucé los brazos, fui con la señora de entrada, compré un yogurt y me lo derramé encima, para disimular.

En la a casa, tras comer a toda velocidad, fui a la cocina, tomé un vaso, y me encerré. Liberé mis tetas y comencé a extraerme la leche, depositándolo en el vaso. Siempre había pensado que sólo la puntita del pezón manaba, pero me sorprendieron las filtraciones en otros puntos de la areola. ¡Disfruté tanto! ¡Las caricias, la feminidad del momento, el cremoso llenado del recipiente! Pero un golpe en la puerta me hizo saltar.

–Lenin, está aquí tu amigo Ricard. Dice que tiene dudas de una tarea

–Dile que pase –grité, vendándome las tetas.

Quité el seguro de la puerta. Y corrí a mi closet.

–Hola –oí a Ricard.

–Pasa y espérame, por favor. Me estoy cambiando.

Me puse una playera y salí, ¡encontrando a Ricard bebiéndose el vaso, con deleite!

–¡Ricard!

–Perdón. Traía sed. Es como atole, ¿verdad?

Pese a todo, callé. En el fondo, hubo algo sexy en el contemplar como un chico se alimentaba con algo nacido de mis senos. "¡Dios! ¡Ahora sí es como ser mamá", pensé. Ricard se relamió:

–Está riquísimo, bien calientito y dulce. ¿De qué es?

Me encogí de hombros:

–Receta secreta de familia...

Sin embargo, fue un poco después, a mediados de octubre, tras mi cumpleaños (que oculté a todos, y cuya celebración quedó limitada a un pastel con mi mamá, con mis hermanas y con Ricard, a quien por cierto no pude negarle, una vez en el cuarto, un vasito de atole solícitamente extraído unas horas antes y recalentado en el microhondas) cuando mi vida tomó un rumbo aún más extremo. Recuerdo que yo buscaba a Santiago para mostrarle lo estupendo que me había ido en Matemáticas. Pero sólo me topé con David.

–No encuentras a Santiago, ¿verdad?

–No...

Se rió.

–Debe estar atrás de la bodega.

Fui, pues, hacia allá. Había cajas de madera, viejas bancas y otras cosas que obstaculizaban el paso, e intenté avanzar, hasta que un gemido me dejó helado. Me asomé. Primero distinguí a Martha, de pie, pero recargada en un librero ajado, parando sus nalgas: tenía la blusa abierta y el bra subido, de manera que sus bien formadas tetas colgaban libres aunque firmes; la falda, mal enredada en la cadera, y la pantaleta, casi en el piso y sólo sujeta en la espinilla derecha, dejaba al desnudo la mitad de su cuerpo. En eso, Santiago, la cubrió por atrás: él tenía los pantalones caídos, el pene paradísimo y enfundado por lo que después supe era un condón. Pronto, guiando a su pene con la mano, se lo clavó de golpe en la vagina. Martha lanzó un nuevo gemido.

"Eso es fajar y coger", pensé. "Santiago está revolcando a Martha".

La visión me excitó y me dolió al mismo tiempo. ¡Era yo quien debía estar ahí, transformado ya en mujer, y ofreciéndole mis nalgas a Santiago, dejándome revolcar, disfrutando! "Tengo mejor cuerpo que Martha... La cintura más pequeña y las curvas más bonitas... Y ya doy leche... Pero, claro, no tengo vagina". Decidí irme. Accidentalmente pisé una madera. Martha estaba tan embebida, disfrutando verga, que no me oyó. Pero Santiago sí. Giró los ojos hacia mí. Pensé que me correría, que me gritaría, que me odiaría. Nada de eso. Se limitó a tomar la pierna de Martha por el muslo, alzándola, permitiéndome ver como el pene se deslizaba hacia las entraña de su novia. Y clavó su mirada en la mía.

–¿Te gusta...?

–Sí –respondió Martha.

Pero Santiago no la veía a ella, ¡me veía a mí!

–¿Quieres que sea tu hombre?

¿A quién le preguntaba? ¿A ella o a mí? Yo estaba excitadísimo. Pero no sentía ganas de tocar mi pene (diminuto y dormido), sino mis tetas, con pezones paradísimos.

–Lo eres –suspiró Martha.

Santiago no oía a su novia. Vaciaba sus ojos en los míos...

–¿Quieres ser mi mujer?

¡Dios! ¡Yo lo anhelaba! ¡Pero no poseía vagina! Sentí una combinación de celos y miedo, y salí huyendo de ahí.

Evité a Santiago el resto del día. ¿Había sido mi imaginación? ¿O me había formulado un ofrecimiento? ¿Pero cómo me revolcaría, teniendo yo aún pene? No lo sabía. Confundido, fui al salón. Ricard estaba embebido en un libro: "Harry Potter y la Cámara de los Secretos" (pues, según decía, le había impresionado mucho la película estrenada ese verano). Aunque no tanto como para ignorarme.

–¿Qué te pasa, Lenin?

–Nada... ¿Cómo va Harry?

–¡Genial! Tendré que disfrazarme de él en el Halloween.

–¿Halloween?

–Sí... Es como la semana del estudiante aquí. Ya lo verás. ¿Entonces? ¿Me vería bien de Harry?

Observé sus lentes, su piel blanquísima.

–Te va el papel...

En la siguiente clase, el Presidente del Consejo Estudiantil (un chico de tercer semestre apellidado Ortuño) pidió permiso para informarnos de los festejos, y para entregarnos un volante con las actividades previstas.

Salí de clase, rodeando toda la escuela para no encontrarme a Santiago. Al fin, ya a salvo, me senté en una banquita y la marqué a mi hermana.

–Dime, Lenin...

–Salí un poco antes –mentí– y estoy en la banquita de la entrada. Te espero aquí... O en la camioneta, si mi mamá te gana.

–Va...

Para matar el tiempo, revisé el volante. Todo me parecía sin chiste. ¡Dios! ¡Quería y no quería ver a Santiago! ¡Me hacía tanta falta! De pronto, su voz me estremeció:

–¿Vas a participar en algo?

Alcé la vista. Estaba tras de mí, subiendo un pie en la banquita.

–No, Santiago. No lo creo.

–Tenía esperanzas de que lo hicieras...

Reí.

–¿En el torneo de futbol? ¿En la excursión a la playa? ¿O en el concurso de comer donas?

–No, Lenin. En esto.

Me señaló: "la flor más bella del ejido".

–¿Qué estupidez es esa?

Santiago extrajo un cigarillo de su mochila. Observó que ningún profesor o prefecto estuviera cerca, y lo encendió.

–Un concurso de chicos vestidos de chicas.

Quedé frío.

–¿Pretendes que me vista de chica delante de todos?

Santiago tosió levemente...

–¿Por qué no? Eres más mujer que muchas de las alumnas.

Un claxonazo me anunció la llegada de mi mamá. La portezuela de la camioneta se abrió y yo vi un refugio. ¡Dios!

–Lo pensaré –susurré...

Santiago me habló al oído:

–Te verás mejor que Martha...

Nada respondí. Andrea llegó, por primera vez oportuna en su vida.

–¡Hola, Santi precioso! ¿Nos vamos, hermanito?

Iba a levantarme, pero Santiago me detuvo del antebrazo. Y me puso un disco compacto en la mochila.

–Prométeme que verás esto todas las tardes, acordándote de mí –ordenó en un tono bajísimo.

–Santiago, yo...

–Prométeme.

Asentí. Y subí a la camioneta más raudo que nunca.

Toda la tarde estuve pensando. ¿Vestirme de mujer? ¿Dejarme descubrir por toda la escuela? La idea comenzó a gustarme. Un sonido metálico me anunció la llegada de un mensaje al celular: "Vamos. Acepta". ¡Santiago! Suspiré.

Recordé el disco. "Debe ser un video" Fui al aparato reproductor del cuarto de mi mamá (aprovechando su ausencia): lo era. En la pantalla aparecieron algunos números viejos de Thalía, cuando participaba en un programa de televisión español (VIP). Eran tres, muy sexys: bailaba "El Limonero", "Amarillo azul", y "Un pacto entre los dos". En el primero, con un look tropical (traje verde); en el segundo, con ajustadísima ropa blanca; en el tercero, ataviada de cuero. ¡Sí! ¡Santiago recordaba mi gusto por Thalía! De inmediato, contesté el mensaje. "Sí. Pero tú organizas todo".

Ese video me tranquilizaba, lo confieso. Me hacía sentir un vínculo especial con Santiago. Y dado que tuve insomnio casi todas las noches previas a la fiesta de Halloween, lo repasaba mentalmente en la cama. Máxime cuando Martha se enteró del plan. Fue accidental. Santiago y yo comentábamos algunos detalles, en la tiendita-cafetería-papelería-venta-de-souvenirs, cuando llegó sin que nos diéramos cuenta.

–¡Ah! ¿Y quién va a ser la "flor"? ¿Tú, amorcito, o tu amiguito el peque?

Santiago bufó, aunque se mantuvo en control.

–Él...

–¡Y cómo no! ¡Con ese tipo de nena que tiene!

–¿Por qué no nos ayudas? –sugirió Santiago– Eres la reina del arreglo.

–¡Encantada! –brincó– Dejen esto en mis manos.

El 29 de octubre, mi madre anunció que debía viajar de inmediato a Monterrey.

–Voy al laboratorio –nos contó, entusiasmada–. Me ofrecen una gerencia regional...

Andrea brincó:

–No irás a cancelarme mi excursión, ¿verdad? Ya pagué... Y el camión sale de la escuela, pasado mañana, al terminar el Halloween

Mi madre negó con la cabeza.

–Estarás fuera todo el puente de días de muertos, Andrea. Y yo regresaré hasta el miércoles. Así que Luisa tendrá que cuidar a Lenin...

Luisa puso un rostro obediente.

–Descuida: Lenin y yo nos dispondremos como buenos hermanos...

Sinceramente, yo estaba ajeno a todo el asunto. Oía sin escuchar. A cada minuto, yo estaba más cerca de participar en "la flor más bella de ejido", y sólo podía pensar en cómo salir bien librado de tal "aventura".

Llegado el 31, estuve a punto de negarme a ir a la escuela. Mi madre había salido a Monterrey la tarde anterior, así que sólo estábamos en casa mis hermanas y yo. Luisa nos llevó en la camioneta, le dio instrucciones a mi hermana para el viaje y, poco antes de marcharse a la facultad, me pidió que aguardara.

–Adelántate, Andrea. Necesito coordinarme para la salida.

–Sale, Luisa. Nos vemos el domingo en la noche...

Permanecí, pues sentado. Al fin, ¡Luisa encendió un cigarillo delante de mí (jamás lo había hecho)!

–Necesito pedirte un favor, hermanito.

Me sorprendí...

–Dime...

–¿Puedes quedarte solo en la casa y portarte bien?

Me extrañé.

–Quizá. ¿Por qué?

–Aprovechando la salida de mamá, mi novio y yo queremos irnos a la montaña. Sus papás tiene una cabañita, pero como están en Sudamérica...

–Bueno, yo...

Luisa sacó varios billetes de a 500 pesos.

–Vamos. Ten... Puedes pedir pizza para comer, o ir a la fondita de Doña Obdulia: está a dos cuadras de la farmacia...

–Luisa, es que...

–Porfis. No me arruines el plan...

Acepté. Tenía otras preocupaciones.

–Va que va.

–Gracias, hermanito. Eres un amor... Regresaré también el domingo por la noche. Si me gana Andrea, dile que salí al cine. Y ya nos coordinarnos... Por el momento, programé el teléfono de la casa, para que todas las llamadas lleguen a mi celular... Si hay algo, te marco al tuyo...

–De acuerdo...

–¿Cuento con tu discreción?

–Por completo...

Suspiré...

–¡Buenos días! –oí en cuanto bajaba de la camioneta.

Santiago, recargado en la reja, con los brazos cruzados, me esperaba. Empecé a sentir miedo. Me encantaba darle gusto a él, ¡pero de su novia podía esperar cualquier cosa!

–¡Buenos días! –respondí.

–¿Cómo te sientes?

–Nervioso...

–¿Arrepentido?

–No...

Fuimos a la tiendita-cafetería-papelería-venta-de-souvenirs, antes de entrar a clase. Pronto, Ivonne se le acercó:

–Aquí tu encarguito, Santi –y le dio una bolsa.

–Gracias.

Seguimos caminando.

En la cola de los jugos de naranja, Rachelle llegó, misteriosa, con una mochilita:

–Espero que te sirva –subrayó.

Santiago le guiñó un ojo.

No me extraño que la escena se repitiera, rumbo a las aulas, con Concepción.

–Te veo al rato –se despidió Santiago.

Le dije adiós con la mano.

A las nueve en punto, suspendidas ya las clases, Martha anunció, con bombo y platillo, que disponíamos del aula 28 (la de quinto "B") para mi arreglo (en otros salones, las "flores" iniciaban también su preparación).

–Yo misma lo arreglé con Ortuño...

Una vez encerrados los tres, para mi desencanto, vi desplegados en las bancas los vestidos más antiguos de su mamá. O de su abuela.

–Traje muchos para que escojas, Lenin...

Yo esperaba una defensa de Santiago, pero nada hizo.

–Bueno, bueno –ordenó Martha–... Quítate la ropa, quédate en choninos. Y ponte esta bata de baño...

Un tanto apenado, me refugié en la bodeguita del aula. Me quité todo. "Pinche vieja", pensé. "Tengo mejor cuerpo que ella, pero con estas mierdas de ropa me veré ridículo".

Ya sólo en trusa y descalzo, con la bata cerrada, me acerqué a Martha. Santiago la tenía asida por la cintura. Sentía furia... Odio... Nausea. "Huye, Lenin".

Martha me señaló una silla. Me acomodé. Y ella inició el maquillaje. Terminó en menos de 20 minutos: me había mal puesto unas pestañas postizas, manchado con colores de payaso y trazado una boca del tamaño de una ranura de buzón. Santiago permaneció serio, viéndome, sin intervenir. "Dios. Quieren que haga el ridículo". Mis ojos se humedecieron.

–Bueno, cámbiate.

Santiago suspiró.

–Yo ayudaré a Lenin, Martha. Es tímido...

–Pues que se vista solo –rugió.

–Ajá. Cómo no. ¡Trajiste faldas y vestidos viejos, que se abrochan por atrás! Ve a la cafe. Allá te alcanzamos.

Una vez solos, comencé a llorar. Descaradamente.

–No hagas drama, Lenin –ordenó–. El tiempo apremia. ¡Pinche, Martha!

Sacó el celular y marcó.

–¿Dania? No. En el aula 28. Gracias.

Luego me vio:

–Límpiate la cara.

Fui al fregaderito de la bodega y me enjuagué con ganas. Cuando salí, una mujer impresionante, de pelo oscurísimo y ojos azules, estaba junto a Santiago, armada con dos maletas, una bolsa de mano y un cajón metálico. Tenía una blusa cortísima, casi transparente, que traslucía sus bellísimos senos atrapados por un brassiere negro, un pantalón de mezclilla a la cadera, entalladísimo, que dejaba asomar una sexy tanguita negra de encaje, y botas de tacón altísimo, picudas.

–Te presento a Dania –dijo Santiago–. ¿O prefieres que te diga Danilo? Es paciente de mi papá...

¡Dios!

–Vete al carajo, Santiago –rió–. Acuérdate que tengo lo puto en el culo, pero lo macho en los puños.

¡Dania era un hombre! ¡Danilo!

–¿Eres transexual también? –me admiré.

–De alguna manera, corazón. Yo me identifico más como travesti.

Luego, hizo un gesto que, sin lugar a dudas, significaba "y al fin y al cabo, qué importa". Sí. Fuera etiquetas.

–Aunque tú ya eres toda una niña –completó–... ¡Qué preciosa cara tienes! ¡Pareces muñeca de porcelana!

Me ruboricé: ¡Dania era tan honesta! No me piropeaba, era evidente que lo decía de corazón. Y de la furia pasé a la intriga: ¿qué me haría Dania?

–¿Te dejo lacio el pelo? –me preguntó, mientras me conducía a la silla.

Santiago intervino:

–Mejor, rizado... Va más con el look. ¿No?

Me sentaron, pues, y dispusieron de mí.

Dania me limó las uñas hasta emparejármelas, me remojó las manos, me retiró las cutículas y me dio masaje con una crema. Luego, me puso uñas postizas transparentes, adhiriéndolas con ¡kola-loka!, y les aplicó esmalte blanco en el borde. Cuidadosamente, tomó un pincel con acetona y dio forma de luna al esmalte, dedo por dedo. Concluyó poniéndome barniz de tenue matiz hueso en toda la uña, sellador transparente y protector.

–Hay uñas postizas ya con la manicura francesa –me comentó–. Pero no se ven naturales. En cambio, así...

Repitió la operación en mis pies (sin uñas postizas, desde luego).

–¡Son tan femeninas las lunitas en los pies! No te las verán, pero tú sabrás que las llevas. Y son esos detallitos, justamente, los que nos hacen sentir mujer.

Luego, comenzó el peinado: me tomaba mechones de cabello, de tamaño regular; los enredaba con sus dedos y los tapaba con papel aluminio. Una vez que se sintió satisfecha con el número de mechones y con la altura de la colocación, extrajo una plancha de pelo, y calentó suavemente el aluminio, no más de 30 segundos. Poco a poco. Verificando. Por fin, me retiró todo: me había dejado unos rizos preciosos, bien definidos, y me los acomodó en un coqueto peinado, ocultando suavemente parte de mi ojo derecho...

–Tú disculparás lo improvisado, pero Santiago me dio poco tiempo...

Concluida la operación, Dania me pasó un cepillo de dientes por los labios, como queriendo exfoliarlos, y después me puso una tenue capa de aceite de canela.

–Arde –me quejé.

–No pain, no gain –me calló Dania, mientras me tomaba la oreja derecha...

–¿O sea..?

Dania me ignoró. Se volvió hacia Santiago:

–¿Trajiste el hielo?

Santiago asintió, alcanzándole un vaso de plástico, lleno de cubitos. Dania tomó uno de éstos y me frotó el lóbulo. Sonrió falsamente:

–Piensa cosas bonitas para que no me digas cosas feas...

–¿Qué vas a...?

No pude terminar: Dania me perforó hábilmente el lóbulo con una especie de tachuela y, antes de que pudiera reaccionar, me colocó una enorme argolla de plata, con decoraciones de lunas y estrellas. Repitió la operación con mi oreja izquierda. "¡Me están haciendo más mujer!", pensé. "Me han agujereado los oídos".

Luego, delineó mis ya de por sí delicadas cejas, y comenzó a maquillarme: ¡el cajón metálico era un enorme depósito de frascos, tubos, esponjas, pinceles, polvos, ordenados por secciones! Paulatinamente, el rostro atónito y complacido de Santiago me hacía sentir curiosidad. Hasta después de un rato, Dania se detuvo.

–Es increíble...

Santiago asintió.

–Creo que ya debería verse...

Me pasaron un espejo. ¡Me veía despampanante! ¡Mi rostro era el de una jovencita de 17 ó 18 años! Literalmente, daba la impresión de albergar en él los mejores rasgos de mis hermanas y de mi madre, pero mucho más delicados y atractivos.

–Vaya –balbuceé

Dania me había aplicado una base de maquillaje ligera, sombras de ojos delicadísimas (de buen gusto), colorete suave marrón tierra y máscara de pestañas. Obvio: la canela me había hinchado los labios, dejándomelos superfemeninos, ¡y con ese tono rojo claro, remarcado con un brillo con efecto de agua, parecían ofrecerse a un beso! "Eres una mujer bellísima, Lenin", me dije.

Bien –suspiró Santiago–. ¿Tienes el traje?

–Sí –respondió Dania–. Para tu buena fortuna, no acostumbro tirar mi vestuario antiguo. Todo está en la maleta verde.

–Gracias. Yo me encargo del resto.

Dania sacó una botella de su bolsa de mano, y me la dio:

–Es importante, ahora, que empieces a oler como mujer. Te regalo este perfume.

–Gracias...

Dania se despidió de beso de mí.

–Seguiremos en contacto. Y no olvides: tu pene, jálalo hacia atrás.

Luego, giró hacia Santiago:

–Dile a tu papi –agregó–, que la caigo el viernes. Necesito un poquito de colágeno en los labios.

El portazo nos indicó que estábamos solos.

–¿No que tu papá no atendía transexuales?

Santiago encogió los hombros.

–Dania conserva sus partecitas. Y no ve a mi papá para cambio de sexo, sino para detallitos. Colágeno. Gel de ácido hialurónico. Yo siempre he pensado que tiene más cuidado por su cuerpo que muchas mujeres. Y, bueno, rebasa en lo sexy a no pocas...

–A muchas...

Santiago movió las manos, como si fuera un pianista preparándose...

–Manos a la obra, Lenin. Quítate la bata.

Lo hice. Santiago volvía verme desnudo, como aquella vez en el vestidor. ¡Pero qué diferencia! Yo, bellamente maquillado y con el cuerpo más estilizado y firme. Él, tan cercano a mí.

–Te tengo una sorpresa, Lenin.

Sacó de su mochila una especie de maletín de doctor.

–¿Qué es eso?

–El maletín de mi papá.

–¿Para?

–Cierra los ojos.

Lo hice. "Haré cualquier cosa que Santigo me pida, sólo para complacerlo", pensé.

Entonces, me condujo de nuevo a la silla. Oí la extracción de materiales. Yo estaba intrigado. Santiago, tomó mi teta con suavidad, desde abajo, como sopesándola, y le untó una crema fría. Se me pararon los pezones.

–Quieta, niña –me susurró al oído. Desde nuestro encuentro en el vestidor, no había vuelto a dirigirse a mí como mujer.

–Santi... –gemí.

¡Y entonces sentí dolor! Abrí los ojos: Santiago me estaba clavando una inyección. Tenía la aguja bien metida en el seno.

–Duele… ¿Qué haces?

–Poniéndote gel de ácido hialurónico, justamente...

–¿Qué?

–Sólo espera...

Fue espectacular: mi teta comenzó a crecer, como si la inflaran.

–Pero, ¿por qué...?

–Te dije que me gusta que mis chicas las tengan grandes...

–Pero yo no soy tu chica...

–¿Quién dijo que no?

¡Dios! ¡En ese momento, me sentí tan de su propiedad! Y justo ahí, brincó un chorrito de leche... Santiago se asustó...

–¡Qué demonios!...

Reí.

–Nada especial. He estado produciendo leche desde hace unas semanas...

Santiago silbó de alivio.

–Estaba seguro de no poder fallar... En fin. Iré despacio...

Con mucho cuidado, fue repitiendo las dosis, alternando las aplicaciones en cada seno. Y dándome masaje para distribuir bien el gel. Podía apreciar el paulatino aumento de peso, así como los inevitables disparos lácteos...

–Mi papá me ha pedido que le ayude cuando da este servicio a las viejas. Y, bueno, para mí es una oportunidad de echarme un taco de ojo... ¡Pero nunca había tenido algo así! ¡Qué cachondo es ver tu leche...!

–¿Ya habías inyectado?

–No. Pero se me dan estas cosas...

Yo sentía que mi vientre hervía. Por el suave contacto de los dedos en mi teta, sí; pero además por el hecho de poner toda mi confianza en Santiago.

–Llegue a 120 mililitros en cada uno. Es lo que pone mi papá. ¿Me dejas intentar otro poquito.

–Sí –titubeé...

Pronto estaba llenándome con más gel. Templaba un poco, de nerviosismo y excitación. De repente, sentí un cambio en la respiración de Santiago. Su rostro estaba un poco enrojecido. ¿Estaba excitado? No pude detener mi vista: fue hacia su entrepierna, donde su pene, apenas contenido por el pantalón, se mostraba descaradamente erecto.

–¿Esto te prende? –le dije.

–Calladita, mujer...

–Tienes la verga parada...

–Y dura –añadió, con una sonrisa.

Luego, tomó mi mano y la colocó suavemente sobre su pene, permitiéndome percibirlo en todo su esplendor. Alejé la mano. ¡Era demasiado!

–¡Uy! ¡Qué niña tan delicada...!

Cuando al fin me puse de pie, mis senos eran impresionantes: de hecho, al principio, me jorobé.

–Enderézate –ordenó Santiago.

–Pesan –respondí.

–Vamos... Hombros hacia atrás...

Poco a poco, pude establecer una posición cómoda y que, curiosamente, exudaba feminidad: espalda completamente recta, pecho desafiante. Y aunque mis tetas eran firmes, no pude evitar el efecto de la gravedad: se colgaron deliciosamente, otorgándoles una naturalidad incuestionable. Santiago me vio con satisfacción. Y me secó la leche con pañuelos desechables.

–¿Cómo te sientes?

Yo tenía los labios secos.

–Raro...

–¿Raro?

–Sí...

–No vuelvas, delante de mí, a hablar de ti como hombre...

–Bueno, rara...

–¿Rara?

Santiago volvió a extenderme el espejo. ¡Dios! Martha, Ivonne, Andrea y el resto de chicas guapas de la escuela nada tenían que hacer frente a mí. "Cualquier hombre sería feliz de arrojarse sobre mí", pensé.

–Me siento guapa...

Santiago rió:

–¿Sólo guapa?

Me dio una tenue nalgada.

–¡Santiago!

–Di: "estoy buena"...

Titubeé.

–Santiago, yo...

–Dilo...

–Estoy buena... Estoy buenísima...

Lo estaba en efecto. Pero al obligarme a decirlo, Santiago parecía querer feminizar mi mente.

–Bueno, mujer, a cambiarse...

Abrió la mochila: ¡había un traje de cuero, con estoperoles y otros elementos metálicos, casi idéntico al que Thalía usaba al cantar "Un pacto entre los dos"! Me quedé en blanco.

–Alguna vez, me dijiste que era una de tus cantantes preferidas. Dania la imitaba en un show travesti y conserva todos sus equipos. Hoy serás Thalía.

Con calma, extrajo un tanga negra de hilo dental, mucho más pequeña que la de Dania. ¡Y me cayó el veinte! "¡Dios! Esto no es sólo un uniforme deportivo. ¡Realmente estoy a punto de usar ropa femenina! ¡Voy a vestirme como mujer!". Me quité, pues la trusa, y sentí como si me despojara de la masculinidad. "No. No voy a vestirme como mujer. ¡Soy mujer!". Santiago me ayudó a ponerme la tanga, que me ajustaba perfectamente. Sentí el hilo deslizarse sensualmente entre mis nalgas. Aún sin necesidad, porque realmente no se me notaba, jalé mi pene hacia atrás, acomodándole bajo el sutil triangulito de licra, y me vi el vientre.

–¡Caramba! –solté.

–¿Qué? –cuestionó Santiago.

–Realmente estoy buenísima...

Santiago rió.

–¿Puedo decirte que, de hecho, estás más buena que Martha?

Levanté la ceja.

–¿Hasta de las tetas?

La contestación fue breve:

–Obvio...

Entrar en la prenda de cuero no fue fácil: de una sola pieza, entalladísima, parecía más bien un traje de baño. Requerí, nuevamente el apoyo de Santiago, especialmente cuando coloqué mis enormes senos en las copas. ¡Dios! Ese instante me inundó de sensaciones. ¡El roce de la piel de mis pezones en la parte más profunda de la copa (un tanto rígida) me supo como una caricia! Gemí, y Santiago lo notó.

–¡Vaya! –bromeó, mientras abrochaba un montón de ganchitos, en la espalda– Te encantará usar brassiere.

Luego, me pasó el espejo.  La prenda no sólo permitía ver mis piernas por completo, hasta por encima de la cadera, sino que tenía un corte strapless en forma de corazón, que dejaba mis hombros y mi espalda al desnudo. Más: el corte de la prenda, ciñéndome la cintura bajo el cuero y una especie de delgado cinturón metálico, había reducido ésta de una manera increíble.

–¡Guau! –emití.

Ya no era un chico. ¡Era una mujer!

–Y falta algo...

Santiago regresó a la maleta verde: pronto, salió un impresionante par de botas, hasta por encima de la rodilla, de pie pequeño ¡pero con tacones de seis pulgadas! ¡Mis hermanas jamás hubieran soñado con algo así! ¡Ni siquiera mi madre tenía zapatillas de esa altura!

–Siéntate...

–No creo poder con eso, Santiago.

Me guiñó un ojo:

–Sé que caminas más con las puntas. Eres la única de las alumnas de la Maestra Monique que le ha copiado el estilo...

Intenté calzarme las botas. Para sorpresa, me entraron a la perfección, subrayando el femenino delineado de mis piernas.

–No pensé tener el pie tan chiquito...

Santiago estaba divertido:

–Lo tienes como todas las mujeres.

Finalmente, tomó una gorra muy sexy, que me acomodó con cuidado, para no arruinar mis rizos.

–Bien. A caminar, niña.

Lo hice, con miedo. Para mi sorpresa, el uso de los delgados y altos tacones me resultó naturalísimo. Y más que eso: era justo lo que mi estilo de andar requería: obligaban a que se me formara un arco en la espalda, que hacía sobresalir aún más mi pecho y empinaban mis nalgas ligeramente hacia atrás. Pronto, mis caderas se movían rítmicamente.

Una voz en el equipo de sonido me hizo volver a la tierra:

–Los participantes de la "flor más bella del ejido" deben prepararse. Se les irá llamando por turnos. Favor de salir a la explanada de la escuela, cuando escuchen la música que han seleccionado.

Me alarmé:

–Yo no seleccioné música.

Santiago me guiñó un ojo, alcanzándome el regalo de Dania.

–Tu tranquila...

Abrí el perfume, un Truth de Calvin Klein, y me lo apliqué. ¡Dios! ¡Comencé a oler tan ricamente a mujer! ¡Era una fragancia tan fresca, pero a la vez con un toque especial!. Los ingredientes (bambú, savia, pachouli, vetiver fresco, trébol blanco, petonia blanca, verde y cítricos) se cuajaban en mi piel de una manera maravilloso. Sí. Comencé a experimentar el ser sensual: bio vainilla, almizcle, ámbar blanco, flor del árbol de la seda, flor de acacia, benjuí, madera de sándalo blanco, madera de cedro y lila. Santiago y yo aspiramos, simplemente, y nos mantuvimos en silencio, viéndonos a los ojos. Pronto, oíamos los nombres femeninos en broma de los otros participantes, seguidos de notas rítmicas, sexys, tropicales o burlonas; la gritería, los chiflidos, los falsos gritos de excitación y los aplausos.

–Te vi fajando con Martha –disparé.

Santiago agachó la cabeza.

–No me la fajaba, me la cogía.

–¿Cuál es la diferencia?

Santiago puso ojos de plato.

–¿En serio no sabes?

Con cierto dejo de ingenuidad, repuse:

–Soy niña de escuela de monjas...

Santiago cerró los ojos.

–Fajar es tocarse, acariciarse, besarse, excitarse, cachondear, con tu pareja; pero sin llegar a tener sexo, penetración pues, o sexo oral.

–¿Sexo oral?

"Pinches monjas", pensé.

–Sí. Chupar o lamer el sexo de la pareja.

Mi cabeza se estaba llenando de un montón de imágenes. Y en todas aparecíamos Santiago y yo. Él como hombre; yo, ya convertido totalmente en mujer.

–¿Entonces coger es...?

–Lo que me viste haciendo con Martha. Meterle la verga en la vagina o en el culo a una vieja, pues... Y aunque no me lo creas, lamento ese suceso...

–¿Por qué?

Santiago respiró profundamente.

–Ni yo lo sé...

Nueva información. A las mujeres se les podía coger por el culo. "Yo no tengo vagina, pero tengo culo", pensé.

–¿Y revolcar?

–Es coger...

Me callé.

–De primero "A", Ninel...

Santiago me tocó la nalga, para empujarme.

–Eres tú. Lista...

Me extrañó el nombre:

–¿Por Ninel Conde?

Santiago me vio con ojos llenos de luz.

–Es tu mismo nombre. Ninel es Lenin al revés.

¡Dios! ¡Todo el tiempo, sin saberlo, había llevado en mí una esencia femenina!

–¡Suerte, amor! –me susurró Santiago.

Algo comenzó a correr por mis venas. Sentí toda la fuerza del mundo. "Me dijo ‘amor’. ¡Santiago me dijo ‘amor’!".

Me abrió la puerta, con caballerosidad auténtica. Justo en ese momento, empezaron a sonar las notas de "Un pacto entre los dos".

–Muéstrales como se baila, Ninel...

–¿Bailar? –me detuve.

–Sí. Sé que podrás bailar, sensual, cachonda. Busca en tu corazón, en el fondo de tu alma...

–Santiago, yo...

–¿O no tienes corazón y alma de mujer?

Respiré profundo... Y di mi primer paso hacia la explanada de la escuela.