Por querer experimentar un embarazo (2)

Él no sólo estaba seguro de que hablaba con una mujer, sino de que había una vagina entre mis piernas...

Pasé dos meses sin mayor novedad. Y sin que detectara yo sensación alguna. Obvio: seguía tomando mi cápsula diaria de eleuxín, y aplicándome semanalmente el lunelle.

Por esos días, mi hermana y yo nos graduamos: Andrea, de la secundaria; yo, de la primaria. Nuevamente me frustré: mientras ella tuvo un baile elegantísimo y un vestido hermoso, yo me limité al horrendo uniforme gris y a un acto en el patio de la escuela.

Recuerdo mucho todo lo que atravesaba mi mente, en el salón de fiestas, cuando contemplaba a mi hermana, radiante, bailando con un chico guapo que, yo sospechaba, era su novio. Pensé en lo hermoso que sería sentirse como ella, admirada por ojos masculinos; moverse como ella, con esa gracia, con esa cadencia, con esa sutilidad femenina; ser tomada como ella, de la cintura, y guiada con suavidad en una coreografía que se me antojaba perfecta.

Cuando pusieron las piezas más rápidas, animadas y modernas, y mi hermana inició un baile hipnótico, con sensual movimiento de caderas, opté por salir, a los jardines del salón. Ahí, solo, sentado en el borde de una fuentecita, me di cuenta de manera plena: no era únicamente que yo deseara experimentar un embarazo, no: yo despreciaba mi propia sexo.

–Me hubiera gustado nacer niña –escuché mi propia voz, convencida, sobre el murmullo del agua borboteante–. No quiero ser hombre. ¡Quiero ser mujer!

Se repitió lo que había sentido al abrir la caja de lunelle: esa emoción contenida, ese calor en el vientre. Pero mi pene no se puso rígido. Y jamás volvería a hacerlo. Sólo tuve conciencia de una erección en mi vida. Sin que yo lo supiera, el eleuxín me estaba haciendo efecto, castrándome químicamente.

Justo en ese momento, mi madre salió también a los jardines:

–¿Qué haces?

–Pensar –respondí.

Ella suspiró y se sentó en la fuente.

–Quiero comentarte algo, Lenin. Y éste es un buen momento...

–Dispara, ma –pedí, con toda la atención puesta.

–¿Estás a gusto en la escuela? –preguntó.

–No me quejo –sonreí–. Al menos, no hago cosas que me desagradan.

Mi madre se mordió el labio:

–Necesito cambiarlos... A Andrea y a ti.

–¿Y eso?

–Las monjas avisaron de un aumento en las colegiaturas. Y, bueno, la verdad no quiero que nos sintamos apretados. Al menos, en lo que terminamos de coger el paso...

Para mi mamá, "coger el paso" significaba superar la muerte de mi papá. No estábamos mal económicamente (la farmacia iba bien), pero yo conocía el estilo dependiente, sumiso y obediente que ella siempre había asumido ante él, y cómo éste, a su vez, en un machismo extremo, la había reforzado en la anulación personal. Añádese un miedo a la pobreza sin asumir y se tendrá una idea de los sobresaltos que había en casa.

–¿Ya hablaste con Andrea? –bisbisé.

–Está tan alegre, pensando que seguirá viendo a sus compañeras, que no me atrevo.

–Por mí, no hay bronca, ma –concluí–. Te aseguro que hay otras cosas más importantes que me dan vueltas en la cabeza.

En menos de una semana, estábamos de visita en nuestra nueva escuela, pese a un berrinche formidable de Andrea (esa era otra cosa que me molestaba: mis hermanas podían llorar, gemir, hacer pucheros; a mí, mi padre siempre me había remarcado que las lágrimas no eran de hombres). Se trataba de una institución excelente, desde jardín de niños hasta bachillerato (y con planes para universidad) más económica que la de las monjas, pero muy por encima de ella en lo académico. Es cierto: tenía menos renombre, pero los fundadores estaban preocupados por impulsar un modelo humanista formidable que, después, fue fundamental en mi vida. Además, sus instalaciones eran enormes, de ensueño: enclavadas en pleno bosque, distribuidas con respeto ecológico y buen gusto, trazaban juegos arquitectónicos en armonía con el paisaje.

–Bienvenidos –nos dijo, en su oficina, el director y principal accionista, Javier Dilts, un doctor en Psicología, hombre apuestísimo de personalidad recia–. Me alegra que iniciaran sus trámites con tanta antelación. Estarán a gusto.

Distribuyó varios materiales promocionales impresos, nos explicó las fortalezas del programa de estudios, y se dio tiempo para enfatizar la importancia que daban a la individualidad de cada alumno. Yo estaba entusiasmado (Andrea se limitaba a una pose de diva trágica), hasta que leí una paginita de un folleto: "La educación deportiva es un método de formación física más motivante. La práctica de múltiples deportes haciendo hincapié en algunos de sus aspectos, proporciona una preparación física superior a la de los métodos clásicos de la educación física".

–¿Es obligatorio el deporte? –pregunté asustado–. ¿Puedo cambiarlo por educación en la fe o algo así?

El director rió.

–Aquí no hay educación en la fe, Lenin. Somos humanistas. Y sí, deberás involucrarte... A tu propio ritmo, desde luego.

Me quedé mudo. ¡Y entonces yo asumí la pose de diva trágica! Pero la decisión estaba tomada. Salimos inscritos de la oficia del director, rumbo a una tiendita simpática, mezcla de cafetería y papelería con tienda de souvenirs, para comprar los uniformes.

En dos minutos, estaba yo de nuevo lamentándome internamente de mi sexo: mientras a mí me tocaba llevar un traje azul marino liso, de cuello mao y toscos botones metálicos, totalmente cerrado (y guango, de ribete, dado que mi madre siempre me elegía así la ropa, siguiendo la tradición iniciada por mi padre), mi hermana resultó beneficiada con una coquetísima falda de tela escocesa por encima de la rodilla, una blusa blanca corta, un elegante lazo color vino, una chaquetilla (de la misma tela de mi traje, pero incomparablemente más sutil y estética) y boina. Cuando me enteré de que, dado que Andrea iba a prepa, podía enfundar las reglamentarias medias blancas hasta medio muslo en unas curiosas zapatillas escolares ¡de tacón alto!, me quise morir. Después averigüe que el director había estudiado en Japón, y que el diseño de los uniformes estaba basado en el Gakuran y en el Sailor Fuku que usan allá los estudiantes, hombres y mujeres, respectivamente.

La siguiente frustración me vino por los trajes deportivos. Me alegró usar un short por primera vez, pero, de nuevo, el de Andrea, dos tallas mayor, tenía un corte distinto: ajustado de la parte superior, lo que le marcaba sus bellas curvas. ¡El mío, de varón, era parejo y holgado! Y aunque, estrictamente, el de ella tenía las aperturas para las extemidades ligeramente más anchas, sus piernas femeninas lo llenaban perfectamente; yo, sin dificultad alguna, metí tres dedos entre mi pierna de niño y el extremo de una de las aperturas. A la vez, su playera era corta (un poco por encima de la cintura) y en forma de reloj de arena; la que me correspondía, en cambio, de trazo recto, me quedaba lo suficientemente larga para vestírmela.

Cuando salimos de la escuela, con varias bolsas y paquetes de libros, yo iba cabizbajo.

Pasé el primer mes de vacaciones tratando de no pensar en mi futura clase de deportes. Y cumpliendo mi tratamiento "para sentirme embarazado".

Por supesto, seguí apoyando a mi madre en la farmacia (para garantizarme, además, tener el lunelle; del eleuxín, mi padre había dejado en casa una cantidad asombrosa de cajas), pero las jornadas comenzaron a aburrirme (en especial cuando mi madre comenzó a dejarme solo largos ratos, en las horas de poca clientela, para ir a charlar con la dueña de una perfumería cercana). Hasta una tarde. Nada parecía extraordinario, así que cuando sonó el teléfono me limité a levantar la bocina y a decir, como mi madre hacía.

–Farmacia Volga, buenas tardes.

Me respondió una voz masculina:

–Disculpe, señorita, hablo del Hospital San Rafael. Necesito urgentemente suero glucosado y salino. ¿Tendrán disponibles unos diez litros de cada uno?

No me admiró la cantidad solicitada, sino el trato que por primera vez me habían dado: ¡mi tono de niño pasaba por el de una mujer! Sentí calor en el vientre. Traté de dar a mis palabras la velocidad y la cadencia que mis hermanas usaban. Ser femenino.

–Déjeme ver.

–¿Quién habla?

Temblé. El Hospital estaba a dos cuadras de la farmacia. ¿Debía identificarme? No. Yo quería que el tipo en el teléfono me siguiera tratando como a una mujer. Vi la portada de una revista de espectáculos, con información sobre una nieta de la actriz Silvia Pinal.

–Stephanie...

No diría Salas, así que tomé el apellido de otra cantante, consignada en la misma nota:

–Guzmán...

–Stephanie, ¿está la dueña?

¡Carajo! Conocía a mi mamá.

–No, señor. Salió un momento.

–Mira, guapa, habla el doctor Covarrubias...

El doctor hacía la voz más ronca, como seductora. "Guapa...". ¡Dios! ¡Un hombre me hablaba así a mí! Pensé en cómo me imaginaría... Y traté de sentarme en la posición más femenina que pude.

–Dígame, doctor.

–¿Estás muy ocupada?

–No, doctor, no estoy ocupada...

"Stephanie", "ocupada": ¡hablaba de mí mismo en femenino! ¡Y me encantaba!

–Mira, nos hemos quedado sin suero, por un descuido del administrador. Si no tienes en existencia, ¿podrías conseguírmelos? Estoy seguro de que eres una chica eficiente...

–Permítame un momento, doctor. Primero revisaré en bodega.

Caminé tratando de imitar los cadenciosos movimientos de mis hermanas. Me sentía Stephanie: me sentía mujer. Afortunadamente, acababan de surtirnos: había en bodega 20 sueros glucosados y 25 salinos. Regresé, triunfal. Pero decidí que Stephanie "se diera importancia". Tomé el teléfono:

–Doctor Covarrubias...

–Dime, Stephanie...

–Sólo tengo cinco.

Oí la respiración contenida del médico.

–Pero –agregué–, si me da usted 15 minutos puedo tenerle 20 de cada uno.

–Gracias, linda. Eres un amor.

¡Me fascinaba oír eso! ¿Estaba el doctor galanteando conmigo?

–¿Desea que se los envíe?

–No, en 15 minutos enviaré a alguien del Hospital... Gracias por todo.

–Estoy para servirle, doctor.

–Cuando necesite una secretaria, ya sé dónde encontrar una, muy eficiente. Bye.

Colgué. El calor en mi vientre iba de lo delicioso a lo casi insoportable. Me conjeturé como secretaria, como mujer, ateniendo al doctor Covarrubias. Yolanda, la secretaria de mi papá usaba minifaldas con pantimedias de fantasía, pantalones entallados, blusitas reveladoras. Mentalmente me coloqué las prendas.

Recordé una tarde, en el consultorio de mi papá. Me había llevado con él, pero quedé estupefacto, al arribo, cuando le entregó una sorpresiva caja de regalo a Yolanda.

–Feliz cumpleaños, Yolis.

Yolanda abrió la caja, sin pudor: albergaba ropa interior (una tanga, un bra y un negligé, de seda, todo a juego). Y chilló de gustó. Luego, mi papá me dedicó una mirada de odio. Cambié los personajes: el doctor Covarrubias regalándome a mí la ropa. "Feliz cumpleaños, Stephanie". Y yo, gritando femeninamente, alzando el pie hacia atrás, como Yolanda, en un sexy gesto de deleite.

Pronto surgió en mi cabeza el reclamo que alguna vez, en la camioneta, al regresar de una cena, le había hecho mi madre a mi padre, convencida de que yo dormía en la parte trasera: "Ya me enteré que te revuelcas con Yolanda". No entendía bien lo de revolcarse. Pero pensé en la esposa del doctor Covarrubias (seguro que la tenía) diciéndole a éste: "Ya me enteré que te revuelcas con Stephanie". Fuera lo que fuera revolcarse. Seguramente algo que los varones muy machos, como mi padre, le hacían a las mujeres. Sí: un hombre revolcándose con Stephanie, conmigo, con una mujer. Supuse lo bello que sería oír al doctor Covarrubias por teléfono, con ese tono grave: "¿quieres revolcarte conmigo, Stephanie?". Y yo: "no sé que es eso, doctor". Y él: "yo te enseñaré, guapa; sólo alguien muy macho, como yo, puede revolcarte".

Justo en ese momento, entró un joven vestido de blanco, buscando algo con la vista.

–Dígame –le pedí.

–¿La señorita Guzmán, Stephanie Guzmán?

Me brincó la panza. Mi madre estaba entrando a la farmacia.

–Salió –respondí en un susurro–. Pero me dijo de los sueros. Es usted del Hospital San Rafael, ¿no? Ahorita se los traigo.

Corrí hacia la bodega, mientras le gritaba a mi mamá:

–Yo atiendo al muchacho, ma. Tú llega con calma.

Nunca pensé cargar tanto suero y cobrarlo en tan poco tiempo. En un par de segundos, cerré la transacción, ante la contemplación atónita de mi madre.

–Gracias, estamos a sus órdenes,

Mi madre entró al baño de la farmacia. Suspiré aliviado.

–¿Puedes darle algo a Stephanie, de parte del doctor Covarrubias? –me preguntó.

–Desde luego –contesté, girando los ojos hacia la puerta del baño...

El muchacho me entregó un sobre. Lo abrí. Venía una tarjeta del doctor José Alberto Covarrubias, con una leyenda escrita atrás: "gracias, Stephanie; estoy en deuda contigo". Y una generosa propina. Me estremecí: ¡un hombre acababa de darme un regalo como si yo fuera una mujer! Doblé todo el dinero y lo guardé en un rincón de mi billetera.

Huelga decir que a partir de ese momento, permanecí reglamentariamente en la farmacia, y que, con un diario y un directorio a la mano, aprovechaba las ausencias de mi mamá para hablar por teléfono. Pedía informes de casas que rentaban, de obras de teatro, de automóviles que vendían, todo para que me trataran como mujer, como Stephanie Guzmán.

Una mañana, al inicio de mi segundo mes de vacaciones, desperté algo incómodo. Es cierto que había dormido poco, con mucha inquietud. Pero había algo más: sentía el pecho raro, como grueso. Fui al baño, oriné muchísimo, y luego me contemplé desnudo en el espejo de cuerpo entero de mi cuarto. Nada, salvo que mis pezones y sus areolas estaban como más pálidas (casi rosadas). Volví a revisarme. Lucían más grandes también. Un poco alzadas, quizá. Me toqué: estaban tan sensibles que experimenté un choque eléctrico.

En el desayuno, tomé vaso tras vaso de agua: me moría de sed. Pero mi madre no se dio cuenta: estaba seria, y veía con severidad a Luisa y a Andrea; luego me sugirió en un tono ríspido:

–A ver si te cortas ya el pelo. Lo traes larguísimo y te ves pachón.

–No, ma –gemí–... Dame chance. Hasta entrar a clases.

–Al menos que te lo rebajen o despunten –sentenció.

Esa misma tarde fui con estilista de mi mamá, quien, para mi buena fortuna, se limitó a marcarme el corte, dejándome el pelo suficientemente largo, como yo quería. Una vez listo, me contemplé al espejo, cubierto todo mi cuerpo por la bata. Y me sorprendí: parecía yo niña, o más bien una jovencita, como si mis facciones se hubieran suavizado. De hecho, todas las líneas de mi rostro se veían más delicadas que las de mis hermanas. Pensé que era mi imaginación.

–Quedaste muy bien, Lenin –me dijo el estilista, mostrándome los resultados con el apoyo de un espejo–. Tienes un cabello precioso, supersedoso y abundante.

"Sí", volví a pensar. "Debe ser mi imaginación".

Entonces, una joven guapísima entró al salón de belleza, fue hasta el estilista, y lo separó de mí.

–Te robo a Tony un momento, amiga.

"Amiga": esa chica le había hablado a una mujer, con toda naturalidad. ¡Pero se refería a mí! Llegó hasta mis oídos el arranque de su discurso:

–Tony, tuve un ajuste en la fecha de mi boda, y vengo a apartar lo de mi arreglo.

Pero no oí más. "Amiga". La palabra me repicaba con fuerza. No había sido algo por teléfono: alguien me había tratado en femenino de manera directa y personal. ¡Mi cara, tan fina, parecía de mujer! Salí del lugar en las nubes, sin que la joven corrigiera lo dicho: me había ubicado como alguien de su mismo sexo, y con esa idea se quedó.

En cuanto estuvo solo en la farmacia, más tarde, busqué un salón de belleza en el directorio telefónico. Me respondió una joven amable.

–Diga.

–Hola –titubeé un poco, sintiendo la boca sea–. Quiero ver lo de un arreglo para boda.

–Bien, señorita –me respondieron–: eso lo ve Antoine directamente.

Antoine, el dueño del salón de belleza, resultó un chico amaneradísimo.

–Hola –averiguó–, ¿con quien hablo?

–Me llamo Stephanie Guzmán y voy a casarme –mentí–... en dos meses.

–¿Y apenas vas a ver lo de tu arreglo, chica?

–Es que he estado muy ocupada... Tú sabes...

–Lo sé, amor: uno de los días más grandes de tu vida, y quieres que todo salga a pedir de boca. El momento en que te entregas para siempre a tu hombre...

Conforme hablábamos, yo improvisaba las respuestas. Me sentía genial ¡tan mujer! Me evoqué de novia, en un vestido blanco elegantísimo, a punto de unirme en matrimonio a un apuesto caballero: siendo novia, luego esposa (¡sí! ¡con un marido tan macho como mi padre!), y mamá, ¡por supuesto, mamá! Brotó el calor en mi vientre... Y una especie de nuevo cosquilleo en el pecho. Lo miré: para mi sorpresa, los pezones estaban levantados y se marcaban en mi camisa.

–¡Dios mío! –se me escapó, interrumpiendo a Antoine.

–¿Perdón?

–Que... ¡Dios mío! ¡Cómo pude dejar el arreglo hasta el final!

–Pierde cuidado, amor. Serás la novia más bella del año. ¿Cuándo es la boda? Haré todo lo posible por agendarte. Me caíste bien. Suenas a que eres una chica hiperlinda. Stephanie, ¿verdad?

–Sí. Me caso el seis de octubre.

–¡Qué lindo nombre! El seis, entonces. Permíteme un momento, linda, estoy consultando la compu... Por cierto, ¿cómo se llama el afortunado?

–¿Quién? –temblé.

–Obvio. Tu galán, tu futuro esposo.

Pensé en mi primo, el guapo.

–Miguel Ángel.

Por fin, Antoine ubicó:

–¿A qué hora es tu boda, chica suertuda? Tengo espacio por la tarde, desde las cuatro. Puedo tenerte listísima en dos horas.

Sentía el corazón desbocado. ¡Era capaz de hacerle creer a alguien no sólo que yo era mujer, sino que estaba a punto de casarme!

–A las ocho es la misa....

–Pues a las cuatro para que salgas con calma. ¿Llevas tocado?

¿Qué era eso?

–Sí.

–Trae todo. Y aquí te vistes... Ahora, preciosa, ¿para cuándo te hacemos la prueba?

¡Dios!

–¿La prueba?

–Sí, ya sabes. Necesito definir tu estilo para poder dejarte sexy, sexy… Miguel Ángel querrá arrancarte la ropa con los dientes en la luna de miel...

Nunca me había pensado así: como mujer, recién casada, siendo desnudada por un marido. Y la idea me fascinó. "Stephanie: primero, encuerada; después... su macho la revuelca". El calor interno era avasallador. Quería tocarme. Lo necesitaba. O mejor aún: que alguien me tocara. Un hombre sí. Pero no siendo yo hombre, sino transformado en mujer.

–¿Cuándo tienes tiempo?

–¿Te va bien el sábado 18, a las 6 de la tarde, niña?

–Perfecto para mí.

–Okey. Todo listo… Sólo dame tu teléfono. Por cualquier cosa.

¡Rayos! Inventé cualquier número y se lo dije.

–Apuntado –concluyó Antonie–. Aquí te espero, Steph. Salúdame a Miguel Ángel, por favor.

Cuando colgué, estaba temblando. Pero necesitaba más. Comencé a hojear el directorio y encontré algo tentador. Marqué.

–Consultorio de Atención Integral para la Mujer –contestó una chica joven.

–Buenas tardes, quisiera pedir una cita –mentí, de nuevo.

–¿Con algún médico en particular, señorita?

"Señorita". De nuevo yo era mujer.

–No. Es mi primera vez.

–Bien. ¿Puede decirme de qué se trata, para canalizarla con alguien?

¡Zas!

–¿Es qué me da un poco de pena?

–Permítame ayudarla. ¿Se trata de un chequeo general? ¿De algún análisis? ¿Quiere realizarse el papanicolau? ¿Teme algún padecimiento?

"¿Papa-qué? ¿Papanicolau?"... Decidí irme por lo seguro.

–Creo que estoy embarazada.

La telefonista, sin asomo de titubeo, hizo un cambio sutil, que me hizo ver estrellas.

–Bien, señora, entonces le recomiendo al doctor Márquez. Puede atenderla mañana a las seis y media de la tarde.

–Está bien a esa hora.

Colgué. "Señora", "creo que estoy embarazada". Decidí ir más lejos. Abrí mi billetera, y busqué la tarjeta del doctor Covarrubias. Me contestaron en el conmutador del Hospital San Rafael, y luego me comunicaron al consultorio.

–Consultorio del doctor Covarrubias –de nuevo, contestó una chica joven.

–¿Podría comunicarme con el doctor?

–¿Quién le llama?

–Dígale, por favor, que Stephanie Guzmán.

Oí la típica musiquita de espera y luego, tras un corte abrupto, la seductora voz del médico.

–Hola, Stephanie. ¿Cómo has estado?

–Bien, doctor –"sé femenina", me ordené; "sé femenina"–... Contenta de escucharlo de nuevo.

–Es mutuo, Stephanie. ¿En qué puedo ayudarte?

–Una duda –busqué en mi mente–... Me recomendaron hacerme el papanicolau, y me da un poco de miedo.

Covarrubias rió.

–Muchas mujeres lo temen, pero es una prueba sencilla. ¿Puedo preguntarte algo?

–Por supuesto...

–¿Crees tener alguna infección o es un análisis de rutina? Suenas muy joven...

¿Joven? Sí... ¿Infecciones? Stephanie, jamás.

–Un análisis de rutina, doctor.

–Pues ven al Hospital y yo te lo hago.

Mis pezones parecían querer romper mi camisa. "Sigue, Stephanie", me dije.

–¿Qué necesito?

–Prepararte. No tomes baños de tina, no te hagas lavados vaginales y no uses desodorante al menos dos días antes. ¡Ah! Y evita todo contacto sexual durante 24 horas...

–¿Desodorante?

–Vaginal, quiero decir: de femfresh o cosas así

¿Femfresh? ¿Vaginal? Sí, por supuesto. "Si soy mujer, tengo vagina". Mi respiración era agitadísima. Me detuve un segundo. ¿Eso de revolcarse tenía que ver con eso del contacto sexual? Mi educación al respecto había sido pésima en la escuela de monjas. Sabía, sí, que los hombres tenían pene, y las mujeres, vagina; y que ambos podían tener bebés. Pero nada del procedimiento. ¿Cómo llegaba el bebe a crearse en el vientre? Más: ¿eso del contacto sexual tenía que ver con mi creciente deseo de ser tocado?

Oí la voz de Covarrubias:

–¿Stephanie? ¿Sigues ahí?

Sí: él no sólo estaba seguro de que hablaba con una mujer, sino de que había una vagina entre mis piernas, y de que yo tenía ya contactos sexuales ("quizá que me revuelco con hombres muy machos"). Más calor. Pensé si al doctor le hubiera gustado un contacto sexual con Stephanie.

–¿Cómo es el procedimiento? –averigüé–... Para estar... No sé... Tranquila...

–Muy simple, te digo. Llegarás, te quitarás la ropa de la cintura para abajo, te reclinarás en la camilla con tus piernas levantadas y separadas, te cubriré con un lienzo, te insertaré un espejo vaginal para abrirte y facilitar el acceso hacia el cérvix, y extraeré de él una muestra con una espátula. Enviaré la muestra al laboratorio, y listo.

A estas alturas, casi jadeaba en el teléfono. Me veía con las piernas abiertas, mostrando una vagina, mi vagina, para que el doctor Covarrubias pudiera abrirla e insertarle cosas. Cuándo un hombre revolcaba a una mujer, ¿le tocaba la vagina o le metía cosas? Lo ignoraba... Fingí prisa.

–Lo pensaré, doctor. Discúlpeme. Debo colgar. Acaba de llegar mucha gente a la farmacia.

–Aquí te espero, linda. Y no tengas pena...

Tarde casi una hora en reponerme. Aún en casa, a punto de dormir, repasaba las dulces conversaciones. Me encantaba actuar femenino. Y que alguien me hiciera sentir mujer. "Si tan siquiera pudiera cambiar de sexo, sería feliz", me dije. "Tener vagina en lugar de pene"

Fue justamente a partir de la mañana siguiente, cuando empecé a notar, por medio de mis pantalones, el principio de cambios mucho más radicales. El largo me indicaba un ligero aumento de estatura, pero lo otro resultaba más desconcertante: pese a que la prenda no sólo me seguía cerrando de la cintura (incluso me quedaba un poco más holgada), en el nivel de las caderas comenzó a apretarme. Un sábado, cuando las costuras de un mezclilla llegaron a molestarme, me senté a pensar. ¿Era así como se experimentaban los inicios de un embarazo? ¿Me crecían las caderas y no la panza? Llegué a una conclusión: simplemente seguir.

Así, entre mis aventuras telefónicas en la farmacia, mi consumo puntual de medicamentos y mis telenovelas, se acabaron las vacaciones. Es cierto: tenía muchísima sed; de tarde en tarde, me entraban unos arranques de apetito voraz, y había perdido vello en casi todo el cuerpo. Pero nada más ocurría. O eso creía yo. Sólo a veces me entraba una especie de tristeza, de melancolía; o bien, después de bañarme, me daba por quedarme desnudo, sentado frente a mi cómoda, con ganas de apapachos. De hecho, poco a poco fue disminuyendo el calor interno que sentía con las llamadas: sólo disfrutaba que fueran caballerosos con Stephanie, y fantaseaba con situaciones románticas, de noviazgos ideales, donde Stephanie era llevada de la mano por un joven tierno, apuesto, sentimental, que le leía poemas y le daba flores. Una tarde, cuando para buena fortuna, estaba solo en la farmacia, el mismo chico de blanco del Hospital me pidió que le entregara algo a la señorita Guzmán. Era un paquete, hermoso, con un osito de peluche y una tarjeta: "Stephanie, discúlpame si fui brusco con la explicación. José Alberto". Lloré sin parar el resto del día, ocultándame en mi habitación.

Obvio: mi madre me obligó, nuevamente a ir con el estilista. Afortunadamente, pude convencerla de que el pelo largo se veía bien (argumenté algo de que estaba de moda), pero no me salvé de que me cortaran unos centímetros. El estilista, oyéndome a mí y oyéndola a ella, optó por una forma sutil (algo andrógina) que casi me llegaba a los hombros. Para mi sorpresa, anulado otra vez mi cuerpo por la bata, el espejo me mostró un rostro más delicado que en la ocasión anterior.

–Es increíble tu cabello –me dijo Tony–. Te ha crecido muchísimo. Yo diría que lo tienes hasta más abundante... ¡Y qué cambiadas se te ven las cejas! ¡Superdelgaditas! ¿Te las depilas?...

La noche anterior a clases, dormí mal. Entre el nerviosismo por la nueva escuela (acentuado por las broncas para organizar mi mochila) y la angustia por las inevitables prácticas deportivas, intentaba conciliar el sueño. No tuve éxito. Por breves momentos, me sumergía en hoyos oscuros. Mas no hallaba descanso. Poco a poco, un calor me invadió. Fui arrojando al piso, cobijas, sábanas. Me arranqué la pijama. Desperté desnudo, bañado en sudor, sólo con la trusa puesta.

Oí los golpes en la puerta de mi cuarto.

–Lenin, ya párate –gritó mi mamá–. Métete a bañar para que no se te haga tarde.

Como pude, me levanté y fui al baño. Tenía muchísimas ganas de orinar. Encendí la luz de un manotazo, fui a la taza y comencé a vaciar mi vejiga, aún adormilado. Cuando agaché la cabeza, para ver el chorro (que adivinaba enorme), me sobresalté. Salí del baño, encendí la luz del cuarto y corrí al espejo de cuerpo entero: mis pectorales habían crecido y engordado, súbitamente, en forma redonda, y lucían coronados por areolas enormes de decidido color rosa y pezones muchísimo más sensibles. Al oprimirlos con un dedo, no advertí músculo, sino la agradable suavidad de un pequeño cojincillo.

Con ese nuevo ingrediente, se remarcaba otro hecho: había adelgazado de la cintura para arriba. Mi estómago lucía más firme y el final de mis costillas se marcaba sutilmente. Mis brazos eran tan finos como los de Andrea, ¡pero mi propia cintura parecía más estrecha que la de ella!

Me bañé con rapidez, entre sentimientos encontrados. Ya tendría oportunidad de averiguar qué ocurría. Mi primera prioridad era llegar a la escuela y sobrevivir al deporte.

Una vez listo, me puse el traje escolar. ¡Dios! El pantalón, con el dobladillo bajado, daba el largo correcto, pero me quedaba entalladísimo. Era soprendente: ¡antes podía haber nadado en él, y ahora luchaba para acomodarlo.

No quise pensar más: arrojé en la mochila el uniforme deportivo y los tenis y salí. Afortunadamente, el corte del saco disimuló mis pechos hinchados, y las apreturas en las caderas.

Mi mamá nos llevó a la escuela a Andrea y a mí. En la camioneta, yo iba silencioso, cabizbajo. Me molestaba el roce constante de la ropa en los pezones, pero no dije nada; pronto estaban durísimos.

Para los alumnos de nuevo ingreso de la escuela, las primeras horas de la jornada fueron de bienvenida: primero, una charla de inducción; luego, el reparto de un sobre personalizado. Pasamos, entonces, a formarnos en la explanada (hermosa, enmarcada por altos árboles), para unas palabras del director. Eché un vistazo a mi alrededor. Era impresionante cómo lucían las chicas con el uniforme. Las de jardín y de primaria formaban un poema de delicadeza y ternura; a las de secundaria y de prepa, la falda les hacía cinturita y les marcaba la curva entre las espalda y las nalgas; a todas, las medias hasta el muslo les estilizaban las piernas. En contraste, los varones semejábamos prófugos de un colegio militar. "Debí ser mujer", pronuncié en voz baja un montón de veces, sobre todo cuando descubrí a mi hermana ya encanchada por completo, y coqueteando con facilidad. "Debí ser Andrea".

–¿Eres nuevo? –oí tras de mí.

Giré la cabeza y encontré un chico delgado, de lentes, con pinta de inteligente.

–Sí. ¿Y tú?

–No –respondió–. Hice la primaria aquí, así que puedo guiarte en las trampitas de la escuela. Me llamo Ricard.

–¿Ricard?

–Mi familia es de Barcelona. ¿Cómo te llamas tú?

–Mi nombre tampoco es común: Lenin.

–¿Padres rusos?

–No, papá comunista.

Ricard no pareció sorprendido.

–Mucho gusto, Lenin...

Me intrigué:

–¿A qué trampitas te refieres, Ricard?

Él rió.

–Al manual de supervivencia.

En eso estábamos, cuando un grupo de muchachos de prepa abandonó su aula y atravesó la explanada, para formarse a un lado de un contingente de secundaria. Los encabezaba un tipo rudo, alto, guapísimo, con un cuerpo espectacular: medía como 1.75, y sus músculos no delataban una gota de grasa; bajo el pantalón, sus piernas se adivinaban musculosas. ¡Y sus nalgas! ¡Qué nalgas! Mi primo Miguel Ángel parecía un estupidez junto a él.

–Por ejemplo: nunca te metas con Santiago.

–¿Quién es Santiago?

Ricard me señaló discretamente al bombón de 1.75:

–Ese de quinto semestre, que camina como si el mundo no lo mereciera.

"¡Dios!", pensé. "Es que el mundo no lo merece". Y me di cuenta: sí, me gustaban los hombres. No era una fantasía al teléfono: Santiago me atraía; me hubiera encantado que se dirigiera a mí, cobijándome entre sus brazos, y que me besara en los labios como hacía el novio de Luisa con ella. Me sonrojé: "tengo corazón de mujer". Vi su cuello, sus ojos transparentes, sus labios, sus manos perfectas; noté su seguridad. Sorpresivamente, mis pezones se pararon, jalando casi la totalidad de mis pechos hinchados.

El director habló brevemente. Y pronto nos marchamos a los salones. Ricard no se me despegaba.

–¿Qué clase te toca?

–No lo sé...

–Abre el sobre. Ahí viene tu credencial, tu horario, el manual del estudiante, tu llave del lócker y otras cosillas que te harán falta.

Lo abrí. Y casi me desmayo:

–¡Educación deportiva, en la cancha dos!

–Igual yo...

Ricard me condujo a los vestidores. Y yo me quedé frío: un montón de chicos se desnudaban, sin pudor y hasta con regocijo. Era extraño: aunque yo era varón, parecía que había en sus cuerpos algo de lo que el mío carecía. Me sentí inhibido. Máxime cuando pensé en mis pechos hinchados.

–Ricard. Dime dónde es la cancha dos. Yo te alcanzaré. Necesito ir al baño.

Una vez con las instrucciones de Ricard, me encerré en el retrete. Esperé a que acabara el ruido, y salí. Paradójicamente para mi buena y para mi mala fortuna, Santiago estaba entrando para cambiarse. ¡Dios! Volví a encerrarme en el retrete y me subí a la taza, para que mis pies no me delataran. Con curiosidad, me asomé a través de la unión de la puerta: estaba suficientemente grande y me permitió un panorama total: ¡Santiago se estaba quitando toda la ropa, muy lentamente, incluso su calzón!  Vi sus brazos gruesos, sus masculinísimos pectorales (tan diferentes a mis pechos hinchados), su abdomen marcadísimo. Sentí calor. Más cuando giró hacia mí, pues su lócker estaba junto a la puerta del retrete, y caminó desnudo hacia él para guardar su uniforme de diario y extraer el deportivo: su pene quedó frente a mis ojos. ¡Por primera vez veía un pene diferente al mío! "Y es el pene de un hombre verdadero", pensé. "Grande, grueso". Llegaría tarde a mi primera clase, pero valía la pena. Deseé ser mujer, para que Santiago me tomara como novia.

Santiago se colocó un suspensorio y se atavió como futbolista, con pulcritud, cuidando en especial la disposición de sus espinilleras, sostenidas con vendas, y enfundó sus pies en unas gruesas calcetas y en unos tacos de futbolista. Al fin, dejó el vestidor.

Salí del retrete, busqué mi locker, el 037, y habiéndolo ubicado, abrí mi mochila y saqué lo necesario para la clase de deportes. ¡Y descubrí que había olvidado yo las calcetas! Ni modo. Me quité todo, excepto la trusa, y me puse la playera: se veía corta. ¡Por equivocación, mi madre había puesto en mi cuarto el uniforme deportivo de Andrea! La idea de tener puesta una prenda femenina me agradaba. ¡Pero era tardísimo! Lamenté no poder disfrutar el momento. ¡Tanto tiempo soñando respecto a cómo se sentiría usar algo de mis hermanas! Ni modo. Llegué a la conclusión de que toda ropa deportiva era un tanto unisex y que no se notaría el cambio: resultaba preferible eso a comenzar la escuela con mala pata.

Entonces, vino lo peor: al intentar meterme el short de mi hermana, que hasta un par de meses antes era dos tallas mayor, no pude: me resultaba pequeñísimo. Me quité la trusa y volví a intentarlo. Tuve que acostarme en una banca, para ayudarme a subirlo. Para mi sorpresa, me apretaba en todas partes (descubrí cuánto me habían engordado las piernas, dado que me ajustaba al máximo), menos en la cintura: de hecho, para evitar lo holgado, corrí la cinta y le hice un nudo. Me puse los tenis sin calcetas, me dejé la playera sin vestir, guardé mi ropa en la mochila y la mochila en el lócker, y salí.

Al abandonar el vestidor y dadas las prisas, me confundí, tratando de seguir las instrucciones de Ricard. Empecé a caminar primero y a correr después, infructuosamente.

"Sólo esto me faltaba".

Un instante después, estaba de nuevo en los vestidores. "¡Pinche Ricard!". Vi uno de mis tenis desabrochado, y fui a una de las bancas, en el interior, para corregir la situación, antes de continuar. Subí, pues, el pie en la banca y me agaché para atar las agujetas. En eso, una voz me cimbró:

–¿Estás extraviada, amiga?

Giré. ¡Era Santiago! ¡Y me veía por atrás!

–¿Perdón? –me sorprendí.

–Sí, linda. Seguro estas extraviada. ¿Eres nueva?

Me sentí estupefacto. ¿Por qué Santiago me hablaba como si yo fuera una chica? Es cierto: mi rostro parecía de niña, máxime con el pelo largo, pero aquí no había batas de salón de belleza que me cubrieran. No entendí. Hasta que el montón de espejos del vestidor, mostrándome mi reflejo desde todas las perspectivas posibles, me hizo caer en cuenta: no sólo tenía facciones de niña, ¡mi cuerpo era el de una chica! ¡Aparentaba, incluso, ser uno o dos años mayor que Andrea! El short, ajustadísimo, marcaba unas curvas impresionantes. Sí: ¡curvas! Admiré el etéreo reviro de mi espalda que, mágicamente, se transformaba en unas hermosas nalgas, más femeninas que las de mis hermanas, con forma de pera. Mis piernas, completamente expuestas, sin vello, redondas, bien torneadas, no le pedían nada a la de las chicas de prepa. Mis pechos no estaban hinchados: eran tetas, pequeñas pero tetas, que se imprimían deliciosamente en la ajustada playera con forma de reloj de arena, subiéndola y recalcando el contraste con mi cintura brevísima. Sin ropa interior alguna, se me traslucía el brillo rosa de los pezones, y mis nalgas, firmísimas, luchaban coquetamente contra el short, elevándolo, aunque sin impedir que éste dejara su redondo inicio al descubierto y se introdujera tenuemente entre ellas, separándolas, y formando una raya que cualquiera hubiera imaginado terminaba en vagina. Mi pene y mis testículos, de tan pequeños, ni siquiera se notaban, por lo que mi vientre, tan plano como el de una actriz de televisión, atraía sutiles miradas de Santiago..

Hasta esa fecha, deseando convertirme mujer, había fantaseado respecto a sentirme una. Pero ahora, rompiendo la barrera de lo cotidiano, con ropa distinta a la que regularmente usaba y viéndome desde un ángulo diverso al ordinario, los cambios se me vinieron de golpe.

Santiago me vio divertido.

–¿Eres mexicana? ¿Do you speak English?

–¿Perdón? –respondí.

–Estás en el vestidor de los hombres. Y sospecho que deberías estar en la cancha tres, con el resto de las alumnas de preparatoria. ¿O no? El entrenador me envió por unos balones.

"Soy alumno de secundaria", pensé. "No alumna de prepa. A menos que... Sí...". Súbitamente, creí entender todo: me estaba convirtiendo en mujer. ¡Me convertiría en mujer, antes de sentir el embarazo! "Claro, Lenin estúpido: los niños no se embarazan. Necesitabas primero ser chica".

–¿Perdón?

–Planeta tierra a chica guapa: aquí, vestidor de hombres; puerta de junto, área de niñas.

Me quede estupefacto. Mudo.

–¿Y bien? –rió Santiago– ¿Puedo pasar por los balones y acompañar a la señorita a clase?

No supe qué hacer. Sólo repetí:

–¿Perdón?