Por querer experimentar un embarazo (1)

Pensé que había, para mí, una manera de experimentarme como mamá: ¡si tomaba yo los anticonceptivos químicos y hormonales, mi cuerpo creería que estaba embarazado!

Desde que tengo uso de razón, me sentía distinto.

Sensible, muy inteligente e ingenuo, jamás me atrajeron los juegos violentos o el fútbol. Prefería, de verdad, refugiarme en mis hermanas y en sus amiguitas, y compartir con ellas: disfrutaba tomar sus muñecas y unirme a sus fantasías. Y envidiaba la belleza de su apariencia: ¿por qué ellas podían lucir sus piernas, usar ropas en tonos variados, llevar el cabello largo y ser delicadas? Me magnetizaban sus faldas, sus shortcitos y sus ombligueras; sus ademanes sutiles y su manera de sentarse; sus aretes y sus anillos.

Pero mi padre, médico, furibundo comunista e innegable macho, se siempre preocupó de hacerme lucir de la manera más viril posible. ¿Intuía algo? Quizá. Sólo recuerdo que me llevaba al peluquero con puntualidad extrema y que únicamente permitía en mi guardarropa pantaloncitos largos, camisas de un solo color o de aburridos cuadros, y zapatos que siempre me parecieron toscos y pesados.

Obvio: jamás me faltaron figuras de acción para jugar (masculinísimas representaciones de exploradores, soldados y vaqueros), y nunca pude mostrarme débil o delicado. Afortunadamente, la escuela de monjas donde había hecho el kínder y estudiaba en ese momento la primaria, no daba importancia al deporte, y éste podía cambiarse por un aburrido curso "avanzado" de educación en la fe.

–Compórtate –me gritaba mi padre, con un tono áspero que aún hoy evoco con desagrado, ante cualquier gesto que le pareciera "inapropiado".

Yo permanecía en silencio y me tragaba mis deseos. Hubiera deseado, por ejemplo, usar la ropa interior de mis hermanas: calzoncitos y corpiños tan hermosos como los suyos (me fascinaban los rositas, de algodón; los blancos, cuajados de pequeños corazoncitos rojos o de tiernos ositos). Expresarme como ellas. Oler como ellas. Convertirme en una de ellas. Ser una de ellas.

A mi padre se le agrió más el carácter, luego de sufrir una cirugía radical por cáncer de próstata. Ahora entiendo que en el proceso había quedado impotente y sexualmente frustrado, pero en el momento sólo supe que había aumentado su rigidez de carácter conmigo (llegó a agredirme verbalmente). Si a eso agregamos que, con mi afeminamiento, yo representaba el peor fantasma de mi padre, se entenderá lo complejo que me resultaron esos días.

–¡Dame el pinche eleuxín! –le gritaba a mi madre–. A ver si no termino en vieja. ¡Cáncer hijo de puta!

Los quince años de mi hermana mayor, Luisa, ni qué decirlo, fueron un tormento: toda la familia volcada en celebrar su feminidad, convertida Luisa en foco de las atenciones. Mientras que yo quedé relegado, en una chaquetita azul marino con corbata, a llevar un cojín para que la tierna jovencita se arrodillara en la iglesia.

–¿Yo tendré fiesta de quince años? –le pregunté a mi mamá.

Ella se rió.

–No, mi vida. Los quince son fiesta de niñas. Que no te oiga tu papá.

Me amargué el resto de la noche. Necesitaba un vestido tan lindo como el de Luisa (de diseñador; cortísimo pero ampón); ser yo quien se estrenara (lo había oído claramente en casa, durante los preparativos) en el uso de pantimedias y zapatillas de tacón alto (tres pulgadas); y quien portara el impresionante juego de pantaleta y bra blanquísimo, con encaje, que había visto sobre la cama, en el cuarto de mi hermana.

Mi padre falleció cuando acababa yo de cumplir 12 años (el avión en el que regresaba de un congreso, en Cuba, se había estrellado), y de alguna manera mi vida se volvió menos tensa. Me dolió perderlo, sí. Lo lloré. Pero en el fondo del corazón, sabía que no extrañaría sus arranques explosivos o la manera en que me decía: "pareces puto".

Mi madre procuraba, entre la atención que daba a la farmacia fundada por mi padre (y de la cual vivíamos), dedicarme tiempo a mí y a Andrea, mi hermana de 14 años. Luisa, entonces ya de 21, estudiaba medicina y amenazaba por casarse.

En cinco meses, sin quien me llevara obligadamente al peluquero, mi cabello estaba más largo. Trataba de pasar inadvertido y me dedicaba a pensar. Simplemente.

Por esas fechas, nos visitó una prima de Monterrey, embarazada de seis meses. ¡Cómo me fascinó verla y saber que un bebé crecía dentro de ella! La envidié.

–¿Te das cuenta cómo brinca tu sobrino? –me preguntó, al percibir mi mano recargada en su vientre.

–Sí –respondí.

Me vio divertida.

–Apuesto, Lenin, a que ya quieres ser tío.

Sonreí. Nada más lejano de ello que las cosas que pasaban por mi mente: sentía nacer en mí el deseo de estar embarazado, de ser mamá.

Dos días después, hubo una pequeña fiesta familiar para darle la bienvenida a mi prima. Entre los invitados estaba el hijo de un hermano de mi difunto papá: Miguel Ángel, un año mayor, por el cual sentía una atracción que entonces no sabía explicarme. Pensaba, simplemente, que envidiaba su masculinidad incuestionable y que quería ser como él:

guapísimo, con cuerpo ya evidentemente musculoso.

–¿Jugamos a algo? –me propuso, ante lo insípido del festejo.

Me ruboricé. Era raro que me prestara atención.

–Si quieres...

Estábamos sentados en el patio de la casa de mi abuela. Yo comía desganadamente un poco de pastel, y él sostenía un balón.

–¿Fútbol? –propuso.

–No –me negué de inmediato.

–¿Entonces?

Observé la casita que mi abuelo había hecho construir para sus nietas. Estaba vacía (todas las niñas rodeaban a mi prima de Monterrey, mientras ésta abría los regalitos para el bebé).

–¿Por qué no jugamos a la casita?

–Porque somos dos niños –se rió Miguel Ángel.

–Si quieres yo puedo ser la mamá –susurré.

–Estás loquito, Lenin –se rió–. Los niños no podemos ser mamás.

Ahí acabó la plática. Entré a la casa, haciéndome el ofendido. En realidad, estaba triste. ¿Por qué no podía yo ser mamá? ¡Lo deseaba tanto! ¡Mi prima se veía tan feliz con su panza enorme!

No supe ni cómo, pero terminé metido en el cuarto de mis padres. Sentí brotar lágrimas en mis ojos, hasta que descubrí en un rincón las cajas abandonadas del medicamento de mi papá. Recordé sus palabras –"a ver si no termino en vieja"– y, sin más, abrí el eleuxín y me metí una cápsula en la boca; luego, fui al baño, y me la pasé con agua de la llave, bebiendo directamente en el lavabo. Me guardé un par de cajas, y salí.

Pasé el resto de la semana pensando, lamentándome de no haber nacido niña, deseando ardientemente convertirme en una, y tomando eleuxín.

Una tarde, mientras veía una telenovela (siempre me identificaba con los personajes femeninos), oí una conversación entre mis dos hermanas. Andrea estaba haciendo un trabajo sobre anticonceptivos en la escuela.

–Hay de varios tipos –le explicaba Luisa–. De barrera, químicos y hormonales, combinados...

No puse más atención. Hasta que Luisa agregó información interesante para mí:

–Básicamente, los anticonceptivos químicos y hormonales le hacen creer a tu cuerpo que estás embarazada. Producen las mismas reacciones metabólicas de un embarazo y, por tanto, tu cuerpo no puede volver a embarazarse.

Me estremecí. Pensé que había, para mí, una manera de experimentarme como mamá: ¡si tomaba yo los anticonceptivos químicos y hormonales, mi cuerpo creería que estaba embarazado! ¿Podría llegar a tener un bebé? No lo sabía, pero al menos tenía la seguridad de que podría sentirme como si uno creciera en mí. ¡Qué ingenuo era yo!

Poco a poco, tracé mi plan: primero, necesitaba averiguar cuáles eran esos anticonceptivos. Así que, haciendo caso de algo que mi mamá me pedía desde hacía meses, me presenté en las tardes en la farmacia, para "ayudarle". El directorio de especialidades no me ayudó realmente: pasaba horas hojeándolo, entre despachos y tareas, sintiendo que perdía valioso tiempo. Cuando estaba a punto de darme por vencido, casi tres semanas después, una chica como de 19 años, desinhibida y fachosa, llegó al negocio. Mi madre estaba en la bodega.

–Hola, niño –saludó–. ¿atiendes tú? ¿Tienes un anticonceptivo que se llama lunelle?

Sentí un rayo frío en la espalda. Era mi oportunidad.

–¿Es uno químico y hormonal? –pregunté, como si lo supiera todo.

–¡Huy! –rió, charlatana– ¡Qué farmacéutico tan experto! Sí, es ese.

Mi madre, habiéndonos oído, salió veloz de la bodega.

–Dígame, señorita.

La chica repitió el pedido:

–¿Tiene lunelle? Es un anticonceptivo.

Me desentendí. Tenía ya la información. Dejé transcurrir los minutos, y, considerando un espacio prudente, fingí ponerme a curiosear las medicinas. Aprovechando un descuido de mi mamá, tomé una caja de lunelle y la guardé en mi mochila.

Una vez en casa, me encerré en mi habitación y abrí la caja con nerviosismo, expectación y miedo. Un calor agradable me nacía debajo de la panza, haciendo que mi pene se pusiera levemente rígido. ¿Qué me pasaba? No lo sabía, pero me resultaba agradable. Me pasé la lengua por los labios resecos, sintiendo que tenía en mis manos una ostra fascinante con una perla maravillosa en el interior. Y extraje una inesperada ampolleta.

Me desplomé en la cama, sintiéndome derrotado.

Al día siguiente, tras mi dosis secreta de eleuxín, le pregunté a Luisa cómo se aplicaba una inyección. Fingí que era un trabajo de la escuela. Obvio: tomó una naranja y me explicó a toda velocidad:

–Debes "dividir" el glúteo en cuatro, y poner la aguja en el cuadrante de "arriba y afuera".

La naranja no parecía exactamente un glúteo para mí, pero me resultaba didáctica.

–Se introduce la inyección de un solo "golpe" y "derechita".

–Ah –respondí.

Pasé la tarde del día siguiente cavilando. Me daba miedo picar mis propias nalgas y lastimarme si fallaba, así que eso quedó descartado. Hasta que recordé a un compañero de la escuela, Ricardo, quien padecía diabetes juvenil. Todos decían que él mismo se inyectaba.

Ricardo se sorprendió de que el tema me interesara.

–¿Y eso?

–No lo sé. Curiosidad. Yo pienso que uno mismo no puede hacerlo.

–Estás pendejo. Y eso que tu familia tiene farmacia.

Sin embargo, Ricardo no sólo me explicó: me mostró como se aplicaba su dosis de insulina. Paso a paso. Mientras yo contemplaba sus acciones rápidas, decididas: desde la preparación de la jeringa hasta que se la hundió en el brazo, muy cerca del bíceps, vaciándola.

–Fácil, ¿no? También puedo en las piernas.

Yo estaba arrobado.

Horas después, antes de acostarme, desnudo, recién bañado, preparé el lunelle. No sabía cuánto requería, así que serví medio mililitro. Imitando a Ricardo pero buscando facilidades, me pasé un algodón con alcohol en el muslo, empuñé decidido la inyección, y me la clavé de un solo golpe. Me sorprendió la facilidad con que la aguja penetraba mi carne. Luego, al accionar el émbolo, sentí el líquido impregnándome. Luego, me acosté a dormir.

No sabía entonces que pasaban dos cosas en mí.

En primer lugar, dado que aún no iniciaba la adolescencia, mi hipotálamo todavía no permitía que se liberaran mis propias hormonas de la sexualidad, las masculinas (mis testículos y mi pene eran pequeños, pre-puberianos), pero el eleuxín, al contener flutamide, un antiandrógeno, estaba impidiendo este proceso: había yo literalmente obstruido la función de los andrógenos.

En segundo, me aplicaba yo medroxyprogesterone y cypionate del estradiol, progestina y estrógeno: las dos hormonas, responsables de la aparición de características femeninas en las mujeres se estaban mezclando con mi sangre y comenzaban a recorrer mi cuerpo de niño, causando sus primeros impactos

Desperté emocionado y corrí al baño. Todo seguía igual: mi panza estaba en su lugar y yo no percibía sensaciones espaciales dentro de mí. Hasta que caí en la cuenta: el embarazo duraba nueve meses: yo necesitaba seguirme tomando el eleuxín y aplicando el lunelle al menos durante ese tiempo. Ahora me sorprende esa ingenuidad, en serio. Pero yo estaba convencido y quería llevar las cosas hasta el final.

Tomaría, pues, una cápsula diaria y repetiría la inyección cada semana.