Por qué no quedo con mis admiradores de Internet 2

Aquél día quería que todo fuera perfecto. No sólo el sexo. Quería que viera que su diosa era real.

Hola a tod@s,

Parece que mi último relato ha ocasionado muchas reacciones (más que otros, al menos). Mi mail (ver en el perfil) está rebosante de mensajes que prometo responder cuando pueda. Sí, porque no quedar con vosotros no significa que no me guste recibir vuestros comentarios (en la página o en el mail) o que no continúe gustándome saber que os excitan mis relatos o… que os excite yo misma. Sólo que, por seguridad (y responsabilidad), no quedaré en real con vosotr@s. Dicho esto, dejad que continúe detallando razones para no quedar de otra de mis experiencias.

Cuando relaté la anterior situación, tal vez lo peor fue lo que no detallé, el largo proceso para quitarme de encima a Andrés, pues conocía mi residencia. Los lentos y frustrantes pasos de la justicia del Reino de España y la angustia que me generó todo el proceso. Pero no entrañó “riesgo físico” (pese al acoso, debo reconocer que Andrés no guardaba malas intenciones). Así que podéis alegar que tampoco fue para tanto.

Hoy os explicaré otra experiencia, de otro tipo, para que veáis que no fue sólo una anécdota y que pasó después de lo de Andrés y fue la que, definitivamente, me hizo separar los dos mundos, el físico y el de los relatos y libros.

Tal vez sea cosa de la edad, pero yo continúo queriendo provocar y sentirme deseada, notando cómo me pasa el tiempo y no sé cuánto más continuaré pudiendo hacerlo (ya paso de los treinta y cinco –una edad que me sentó fatal-, así que…). Tal vez note cómo pasa el tiempo y que cada vez cuesta más mantener mis nalgas firmes o que el día que no hago mis ejercicios mi cuerpo lo nota (o lo noto yo, o me lo parece).

Además, la nueva etapa con Javier, una etapa que me ha dado mucha seguridad y tranquilidad, a la vez ha traído algo de soledad por sus viajes y que hace que me pregunte si podré mantenerlo (una duda secreta que, no por faltada de razón deja de estar ahí). Sé que está loquito por mí, que me adora y que también él querría pasar más tiempo a mi lado. Pero a la vez él tiene un plan (siempre lo planifica todo) para que en unos pocos años (cinco como máximo), pueda bajar el ritmo y entonces ya no tengamos ninguna preocupación en el horizonte. Pero las mujeres somos unas tontas y no podemos dejar de preocuparnos pese a que todo esté tan planificado y pautado.

Por otro lado, no soy la única que se estabiliza y se centra en otras cosas. Cada vez es más difícil poder quedar con las amigas (o los amigos). Todos parecemos tener mil cosas inaplazables en nuestras agendas además de nuestras rutinas que no paran de aumentar (trabajos, trámites, la vida diaria, etc.). Y, a qué negarlo, nos hacemos más conservadores.

Todo ello me llevó a pasar un período difícil, que me hizo tratar de cometer algunas locuras para volver a sentirme viva, deseada, joven. Y que culminó con la experiencia angustiosamente larga de Andrés, que fue la que cerró el ciclo y me hizo volver a centrarme, recuperar mi yo y volver a sentirme bien conmigo misma y valorar lo que tengo y lo que hago.

Sí, fue una locura, tal vez, pero también sirvió para que hoy pueda estar mejor y sentirme más fuerte. Lo que me permite excitar desde una nueva realidad y haber recuperado el… gusto por mis travesuras y la satisfacción con mi vida. Pero no negando el pasado, pues son nuestras experiencias las que nos llevan a nuestra realidad actual. Aunque no negarlo tampoco es reconocer los errores. Como lo fue (hoy lo veo), aceptar conocer en la vida real a Nacho.

Dejadme ponerlo en contexto. Nacho me llevaba escribiendo desde los inicios de mis publicaciones en Todorelatos y con él habíamos comentado innumerables detalles de mis libros, de las situaciones reales que habían inspirado cada una de las imágenes descritas y nos habíamos intercambiado fotos. Sí, le conocía de hacía mucho, por mail. Conocía su cuerpo, y esta vez no era de gimnasio, aunque tampoco dejaba de ser deseable. Un poco de barriguita (no mucha), sobre los cuarenta (algo mayor que yo), alto, … y sí, un sexo largo y apetecible. Tal vez no muy gordo (nada de botella de cerveza), pero os aseguro que muy apetecible. De nuevo, también con él habíamos jugado al juego de las fotos y le había visto regarme con su ofrenda varias veces.

También él era un ejecutivo de éxito con un nivel acomodado, divorciado y con ganas de divertirse conmigo. Muchas ganas de divertirse conmigo. Cada vez que me conectaba al mail tenía unos cuantos suyos con texto, fotos y algunos vídeos. Era parte de su rutina, contándome que cuando llegaba a la oficina siempre se tomaba un tiempo para escribirme, o algunas noches en que llegaba tarde a casa, se ponía una copa y entonces se calentaba pensando en mí y acababa enviándome vídeos que casi me colapsaban la cuenta cuando yo me conectaba.

A veces me escribía mientras su secretaria le estaba haciendo una mamada bajo la mesa, y puedo aseguraros que era cierto, pues tengo vídeos de eso. Sí, su secretaria, Marta, una chica de menos de treinta años, con poco pecho pero buenas piernas y culo, era su desahogo habitual cuando él necesitaba… relajarse (por eso su sueldo era el que era).

No, Nacho no era un santo precisamente, pero tenía en mí una fijación y un deseo extremo. No era nada enfermizo, era un juego, una diversión muy excitante. El caso es que fui convirtiéndome en el objeto de todas sus fantasías, de sus más depravadas fantasías. Y eso me alagaba mucho. Pensadlo, sabéis cómo soy, me encanta excitar y que me deseen, ¿cómo podía no disfrutar que, pese a tener todo el sexo que quisiera, yo era su máximo objeto de deseo?

Él tenía amigas, secretaria, escorts de lujo, … pero cada vez que tenía sexo me lo contaba con pelos y señales y hasta llegaba a grabarlo para mí, gritando mi nombre y no el de la chica cuando se corría (por dinero puedes hacer lo que quieras, las chicas os aseguro que no se quejaban). Era corriente recibir sus mails por la noche o de madrugada, cuando todavía se le notaba la respiración acelerada por el sexo, cada vez era más y más habitual. Hasta que empezó a tener sexo con otras que, cada vez, escogía no sólo más parecidas a mí, sino con las que recreaba lo que habíamos fantaseado en nuestros mails.

Y, cada vez, acababa con la misma petición, poder quedar los dos y vernos donde yo dijera y cuando yo dijera.

Al final acabé por claudicar, claro. ¿Cómo podía resistirme después de ver su deseo y su morbo? (Fue un error, claro, ahora lo veo, pero…).

Aquél día quería que todo fuera perfecto. No sólo el sexo. Quería que viera que su diosa era real. No sólo era el sexo (sí, yo también tenía ganas, pero… sólo si las cosas salían como tenían que salir). Esta vez no se lo había comentado a Javier. Él sí sabía que Nacho existía, pero no le conté que iba a conocerlo, se lo oculté (un error, sí, ya lo sé). Pero Javier estaba en Boston y allí se quedaría dos semanas, de manera que ese viernes era mío, para mí… y para Nacho. Perdonad mi orgullo, pero en ningún momento dudé que Nacho caería rendido a mis pies. Sabía que lo haría, lo que quería no era sólo que cayera a mis pies, sino que su diosa superara todas las expectativas.

Así que me tomé mi tiempo. Después del trabajo hice una comida ligera y descansé (los viernes me encanta hacer una siesta para prepararme para el fin de semana). Aunque debo reconocer que ese día desperté de la siesta excitada. Mis sueños debían haber sido… divertidos, porque mis labios estaban inflamados y húmedos, mis pechos duros y los pezones… por eso fui a la sauna y me relajé (sola y tratando de bajar la excitación) y luego subí al apartamento (sudada pero muy relajada), sin dejar de notar la mirada de Julián cuando subía en albornoz por el ascensor de cristal, pero sin hacer nada por excitarlo. Mi mente estaba sólo enfocada en Nacho.

En casa la rutina de asearme (completamente, ya me entendéis), me tranquilizó todavía más. Me puse las cremas y, con las pinzas, repasé que todo mi vello estuviera perfecto. Delineé y pinté mis labios de un rojo intenso, la línea de los ojos y poco maquillaje más. Recogí el pelo para que mi cara quedada enmarcada, libre, perfecta. Desnuda, busqué los pendientes, largos, para que colgaran y destacaran mi cuello esbelto, a juego con un collar muy delicado que dejaba el colgante justo al inicio de mis pechos. Pulsera y, último detalle de joyas, en mi tobillo una segunda pulsera también a juego.

Renuncié a los anillos, sólo la alianza de casada. Ese era un mensaje importante. ¿Una rusa sin anillos? Sí, Nacho también me conocía bien, y sabía que siempre voy con anillos. Pero llevar sólo la alianza era un mensaje con mucho morbo. Destacar que era una chica (bueno… mujer) casada. Eso, siendo como era Nacho, le haría casi correrse. Le destacaría que era yo, real, casada, excitante y su sueño húmedo, casada.

Sí me puse ropa interior. Después de pensarlo mucho, elegí un conjunto negro de tanga y sostenes muy transparentes y con algún detalle de lencería excitante, pero una mujer casada tiene que llevar ropa interior. No quería dar la imagen de puta (aunque debo reconocer que la tentación la tuve), pero con Nacho quería avasallarlo con mi yo real. La tanga me encajaba perfecta desapareciendo entre mis nalgas, enmarcando mis labios por delante con su minúsculo triangulito y alzando las tiras laterales por las caderas, estilizando la figura, marcando las formas onduladas de mis caderas. Prácticamente sólo tiras de tela, pero que estuvieran allí le excitaría muchísimo más que ir desnuda bajo el vestido. El sujetador prácticamente no tapaba nada de transparente que era. Dos triángulos de tela que sólo alzaban mis pechos y los apretaban entre sí para crear el canalillo justo, con el detalle del colgante que quedaba a la altura ideal, al inicio del sensual valle.

Prada o… el vestido tenía que enmarcar mi figura, eso seguro, pero también tener distinción. ¿Traje chaqueta? No, ¡por Dios! Debía ser sensual y sofisticada. Mejor un vestido ligero (no podía llevar medias por el calor, eso sería exagerado). Pero tenía que tapar mis pechos. Al final escogí uno que me recordaba a Audrey Hepburn, negro (si no el negro del conjunto de ropa interior quedaría demasiado vulgar), de un tono ahumado, con tiras en los hombros para tapar las del sujetador y escote justo para cubrir lo que llevaba debajo y nada más. Era perfecto para ese colgante y mis grandes pechos, dejando la media espalda libre y los hombros suficientemente a la vista. La cintura era ceñida (sin cinturón, ligeramente elástico para asegurar eso) y corto por debajo, a medio muslo, con faldita abierta del lado izquierdo hasta justo debajo de mi nalga, sólo dos dedos más de tela, ideal para insinuar sin ser descarado, falda abierta con algunas vueltas. Al sentarme podría cruzar las piernas elegantemente sin mostrar más que lo pudoroso, pero permitiendo ver mis muslos perfectamente.

Naturalmente, zapatos de un negro brillante, abiertos, con tacón alto y fino (en eso Nacho era un poco fetichista, pero no tanto como Raúl, otro de mis admiradores). Mi pulsera en el tobillo quedaba delicada y sensual. Me sentía perfecta (y lo estaba). Un pequeño bolsito de Dior completaría el conjunto de negro con llaves, móvil, tarjeta, documentación y poco más. Pero… pero necesitaba también un chal por si refrescaba. Tomé un pañuelo grande de un marrón oscuro semitransparente, ligero, con el que podría cubrirme si refrescaba un poco y me contemplé en el espejo un buen rato tirando de aquí y de allí hasta que me di cuenta que mostraba exactamente lo que tocaba, ni más ni menos. Una perfecta y decente mujer casada que, a la vez, era terriblemente sensual y que atraería todas las miradas allí donde fuera, eso no lo dudaba.

Mis nalgas quedaban perfectamente resaltadas, pero no marcadas como con vestidos elásticos, simplemente, decían: “Estamos aquí”, perfectas, insinuadas, no mostradas impúdicamente. El escote mostraba dos pechos alzados y firmes (todavía, ¿Por cuánto tiempo?), un poco del canalillo, lo justo para saber que escondía todo tipo de placeres para el afortunado que tuviera el plácet de esa terrible hembra. No pude evitar sonreír, con mis labios perfectos e insinuantes, pícara.

Llamé a Julián para que avisara un taxi. Al poco rato bajaba por el ascensor y Julián se quedaba de piedra al verme. No pudo articular palabra, pero su mirada, sus ojos como platos siguiendo mi andar, fueron suficiente (pero pude controlarme y no me humedecí, no quería que el olor de mis flujos me delatase ante Nacho). Por suerte se recuperó para adelantarme y abrir la puerta del edificio, del taxi y dejarme entrar. Le regalé una elegante vista de mis piernas, una sensual sonrisa y un agradecimiento muy educado y cerró la puerta mientras yo daba la dirección de las oficinas de Nacho al taxista.

Tuvimos que atravesar la ciudad casi entera, desde la zona alta hasta el Poble Nou , el 22@ , donde Nacho trabajaba, pero me relajé en el asiento y esperé, paciente, tratando de vaciar mi mente y no fijarme en las miradas del taxista por el retrovisor. Al llegar el taxista cobró y corrió a salir para abrirme la puerta (no es corriente, pero tal vez haber visto a Julián lo había inspirado… o tal vez mi presencia… o tal vez quería ver mis piernas al descender).

Me dirigí al vestíbulo del edificio y tomé el ascensor hasta el sexto piso, que era donde Nacho tenía su despacho. En recepción pedí por él y la chica consultó por teléfono. En menos de un minuto su secretaria, Marta, venía a buscarme y pude captar su atenta mirada. También ella debía saber que era la destinataria de los mails y sus vídeos. Una mirada interesante, un reto de mujer a mujer donde se vio su rabia al sentirse superada. Sonrisas hipócritas y dos besos sin contacto en las mejillas como si fuéramos amigas de toda la vida y me condujo al despacho de Nacho, el único en toda la planta diáfana llena de puestos de trabajo, abrió la puerta, me anunció y se apartó para que pasara, cerrando detrás y aislándonos.

Nacho en pie, paseando mientras hablaba por teléfono, llevaba un pinganillo y debía haber dado instrucciones de dejarme pasar inmediatamente sin interrumpirlo, porque cuando se giró y me vio, al cerrarse la puerta, quedó completamente petrificado contemplándome. Algo sonó en el pinganillo y recuperó el sentido. Murmuró algo como “ Luego seguimos ” y, llevándose un dedo a la oreja, colgó. Su mirada no se había desviado ni un milímetro de mí, y todavía estuvimos en un silencio tenso un rato, hasta que sonreí.

—¿Vas a tenerme así, esperándote, mucho más? —Entonces reaccionó. Sus ojos volvieron a cobrar vida y me sonrió, acercándose.

—Espectacular, simplemente… espectacular. —Nos dimos dos castos besos en las mejillas y, por primera vez, pude notar su tacto. Sus manos tomaron mis brazos para acercarnos y sus labios rozaron mis mejillas. Un suave aroma de perfume de hombre me envolvió y mis besos también le alcanzaron a él. Cuando se separó volvió a tomar distancia para poder observarme bien y yo pude notar cómo en su perfectamente tallado pantalón de tres pinzas ( casual wear los viernes) se formaba un leve bulto que antes no estaba allí. Camisa con sus iniciales bordadas, sin corbata, pero con gemelos en los puños. Cabello perfectamente peinado y zapatos clásicos estilo British lustrosos. Sólo tomó el móvil y la chaqueta y se giró quedando otra vez un momento quieto, mirándome. Pero reaccionó rápido, con voz entrecortada. — Vamos. —Dijo mientras pasaba a mi lado y abría la puerta.

Marta se alzó como un rayo y le alcanzó una carpeta. Nacho la tomó, me miró disculpándose, la abrió y tomó los tres folios, les echó un ojo repasándolos en diagonal, los dobló y los puso en el bolsillo interior de su chaqueta. Ni se despidió de Marta, o del resto de gente que nos cruzamos en la oficina, su mirada fija en el ascensor, su mano en mi codo para guiarme. Entramos solos en el ascensor, pulsó el parquin y se me acercó suavemente para besar mi cuello.

—No sabes cuántas veces he soñado con este momento. —Dijo moviendo sus labios contra mi piel. El contacto era suave y cálido su aliento, me hizo estremecer entera. Sus brazos tomaron los míos con delicadeza y su aroma (¿ aftershave ? Un aroma seco y varonil, muy delicado, pero claramente varonil), volvió a envolverme. Le separé un poco, pidiéndole calma. Mi cadera había podido notar su erección, pero yo no quería ir tan rápido.

—Tranquilo, no vayas tan rápido… —dije sensualmente sin ocultar mi deseo de que hubiera tiempo para todo.

—Eres mucho más de lo que esperaba… tan… real. Sí, supongo que es eso. Tanto te había soñado que el hecho de tenerte aquí… —Me hablaba casi susurrando, algo ronco, muy cerca de mi piel. Podía notar el aliento cuando pronunciaba sus palabras en mi cuello, oreja… era tremendamente sensual y hacía vibrar mi piel en una reacción de instinto animal. — Estoy como en una nube. — Y volvió a acercarse a mí no dejando espacio entre nuestros cuerpos y abrazándome. Notaba su excitación en mi cadera y sus labios recorriendo mi cuello y aspirando mi aroma. Me salvó la campana del piso. La puerta se abrió mientras él, a su pesar, se separaba y volvía a tomarme del codo para guiarme por un inmenso parquin hasta una berlina Porche.

Abrió mi puerta y me acomodé regalándole una perfecta sonrisa y la visión de mis piernas. Mientras yo me abrochaba el cinturón él ya estaba en su sitio y saliendo. El motor era bastante más enérgico que el del Jaguar de Javier. Digamos que el de Javier es más elegante, pero el de Nacho más deportivo. Acabados de piel e impoluto, mi cabeza no dejaba de fijarse en los detalles (y precios, lo siento, es una deformación profesional, un defecto). Rápidamente enfiló hacia la playa, yo me recosté en el amplio asiento de piel confortablemente y él desviaba la mirada para mirarme y admirarme sin llegar a pronunciar palabra. Su mano trató de llegar a mi muslo, el coche era amplio y no pudo mantenerla, pero su tacto me llenó de calor, un estremecimiento me recorrió la pierna, el muslo hasta el pubis. Su sonrisa era franca, amplia y de satisfacción, de profunda satisfacción.

Aparcó en una plaza reservada del restaurante y me vino a buscar abriéndome la puerta. Descendí regalándole un dulce momento y esta vez su mano se posó en mi baja espalda (no en los glúteos, malpensados, lo hizo muy correctamente en la baja espalda) y me guio al interior, a la primera planta. Saludó al servicio con un gesto de cabeza y me dirigió a una mesa en un rincón, junto los amplios ventanales a través de los que se divisaba el espectáculo de los muelles y el mar. Un restaurante de pescado, caro y con clase.

Rápidamente se acercó el metre y una chica. Le sonrieron saludándose (con el metre ) por el nombre de pila y la chica descorchó la botella de vino sin preguntar. Sirvió nuestras copas mientras Nacho ordenaba marisco variado.

—Tranquila, no temas, es un marisco fresco delicioso y no te sentará pesado, ni en la cena. — Yo me dejaba llevar. Él fue quien probó el vino y, cuando se retiró el servicio, brindamos por primera vez. — Por que sea el inicio de muchas más veces. — Dijo él mientras yo sonreía. Acerqué la copa a mi nariz mientras daba unas pocas vueltas a su contenido para elevar los olores, sorbí un poco y lo retuve en la boca antes de tragar para poder notar todos los aromas y detalles. Fresco, afrutado, pero seco y con carácter. Mi mirada se dirigió a la cubitera con la botella y él me la mostró orgulloso. Ese vino sólo se encontraba en bodegas especializadas y la botella no debía bajar de los setenta euros, en un restaurante… me comí mis pensamientos ¡Por Dios! ¿Nunca dejaría de ser rusa? Sonreí aprobando la elección y entonces sí di un sorbo para degustarlo.

Dejaba la copa cuando apareció la fuente de hielo con las ostras. Nos mirábamos como dos adolescentes. Yo necesité otro trago de vino antes de tomar mi primera ostra. Sólo entonces me di cuenta que nuestra mesa más parecía la mesa de trabajo de un cirujano que una mesa de restaurante. Tenedores para diferentes mariscos, tenacillas, cuchillos y espátulas… tomé el tenedorcillo de las ostras cuando me di cuenta que él, simplemente, la dejaba resbalar a su boca. Claro, ya estaban libres de la concha para comodidad de los comensales. Dejé que se deslizara en mi boca y sentí el estallido de sabor a mar, casi ni la mastiqué y se deslizó por mi cuello tragada con ansia bajo la atenta mirada de Nacho, que parecía degustar conmigo cada porción, penetrando en mi piel y sintiendo cada detalle. Su mirada parecía traspasarme y acceder a mi yo más íntimo.

Limpié mis labios con la servilleta, sorbí más vino… y a partir de ahí todo fluyó. Nacho se mostró encantador interesándose por mí y preguntándome mil detalles de mi vida que se nos habían pasado por alto hasta entonces. Su mirada se perdía de mi cara al escote y, su deseo era evidente.

Los erizos ( garotas , los llaman aquí) venían acompañados de una suave salsa cremosa muy delicada que ayudaba a pasar su sabor intenso. Siguieron navajas, langostinos, brochetas de gambas, centollas, … Con las langostas llegó la segunda botella de vino y se nos fue llenando la mesa de salseras y fuentes de verduras para acompañar. Perdimos la noción del tiempo. Comíamos a pequeños bocados, bien regados de vino, y realmente el marisco me cayó perfectamente en el estómago. Me relajé, aunque él no tanto. La visión de mi escote todavía le desconcertaba. Mi relajación produjo efectos secundarios y mis pezones se endurecieron y marcaron atrayendo su deseo (me di cuenta por su reacción, ¡No por la mía!). Pero yo sólo sonreía, coqueta, pícara, hablando de mil temas sin centrarnos en lo que ambos teníamos en mente, el sexo y el deseo mutuo que los dos sentíamos en esos momentos.

Fue retirar la mesa y me di cuenta que el restaurante, al que habíamos llegado temprano para la cena, ya se estaba vaciando. Llevábamos mucho rato entre charla y platos. No podía con un postre y pedí un té. Él una tarta de Santiago de la que le robé un pedacito para limpiarme la boca con la almendra. Cuando acercó su tenedor a mi boca me recosté traviesa en la mesa mostrándole un espléndido escote y noté cómo temblaba su pulso.

Dejaron una botella helada de orujo en la mesa y dos vasitos y volvimos a nuestra burbuja de intimidad. Alternaba el té con los sorbitos del licor blanco (estomacal, para ayudar a la cena). Nacho tomaba el vaso de un sorbo, a la manera rusa, pero yo me entretenía y degustaba el licor. Y entonces nos atrevimos a desnudar nuestros deseos.

—Desde que te he visto que me has dejado en un estado de shock . No sé cómo he podido resistirme en el despacho… o en el ascensor... o en el coche. Es la prueba más dura que he tenido en mucho, mucho tiempo. De hecho, me tengo que retener para no pedir a Mariano (el metre ) que cierre el restaurante y tomarte aquí mismo. — Mi mirada de inocente colegiala sorprendida casi le lleva a hacerlo, especialmente cuando parpadeé como escandalizada por la imagen. Noté cómo se aferraba a la mesa y sus nudillos se volvían blancos.

—Menos lobos, no exageres. — Aquello no iba a mejorarlo. — ¿Y qué harías? ¿Quitar el mantel de una estirada y tumbarme en la mesa? ¿Al lado del ventanal? ¿Subirme la falda, apartar la tanguita y empalarme de un golpe? — Sus ojos empezaron a destilar locura, y lo peor era que también yo estaba deseándolo. Mi juego empezaba a superarme y si no me controlaba no dudaba que era muy capaz de hacerlo. — ¿No te apetece más que… la primera vez… sea en un entorno más cómodo? — ¿La primera vez? ¿¡Qué estaba diciendo!? Pero aquello pareció devolver a la bestia un poco de racionalidad.

—Sí, claro… quiero poder disfrutar de ti y que disfrutes completamente de mí. Sin prisas, aunque… la tentación… — Nuevo vaso de Orujo. — Casi me sacas de mis casillas. — Hizo un gesto pidiendo la cuenta y rápidamente apareció el metre con una factura en la que estampó la firma y se alzó. De nuevo su mano en mi baja espalda, esta vez rozando donde empiezan a separarse los glúteos y, maldita sea, me excitó tanto a mí como a él. En la salida nos entregaron su chaqueta y mi chal y de ahí al coche todo sucedió en un suspiro.

Esta vez usó toda la potencia del Porche para llegar raudo a nuestro destino, su mano no tuvo casi ni oportunidad de posarse en mi muslo porque tenía que ir apurando las marchas. Entró en el parquin del bloque con la familiaridad de quien lo hace cada día, brusco y rápido, con virajes cerrados y ajustados, para dejar el coche y venir a abrirme. Al bajar me tomó en sus brazos y ahora sí nos besamos mientras sus manos delineaban mi figura y yo apretaba las nalgas para que las notara duras a la vez que mi vientre encajaba en el suyo. Cuando mis pechos se aplastaron contra él pude notar cómo su virilidad vibraba. Pero me separé y anduve rápidamente hacia lo que suponía que era el ascensor del bloque (las rusas eso de los cuatrocientos metros en tacones lo dominamos).

Me siguió y me atrapó por detrás cuando yo ya había llamado y volvimos a besarnos con fuerza e intensidad, explorando con nuestras lenguas la boca del otro y nuestros cuerpos hasta que se abrieron las puertas. Entramos enlazados (¡sin tropezar! Milagro) y él pulsó sin mirar. Durante el recorrido pude explorar con mi manita su bulto en la entrepierna y él coló una de sus manos bajo mi falda y recorrió la curva de mi nalga con deseo mientras la otra pellizcaba un pezón arrancándome un gemido.

Sentía mi deseo creciendo dentro de mí y mi tanga se empapó dejando el sello de mi olor en el ascensor. Mi piel parecía incendiarse con su contacto y él parecía a punto de estallar. Salimos, de común acuerdo, del ascensor desanudando nuestros cuerpos. Sería ridículo tener sexo en el ascensor teniendo su apartamento allí (aunque la tentación… allí estuvo).

Luchó con las llaves, pero consiguió abrir y se apartó para dejarme pasar. Un loft confortable se extendía ante mí. Parecía sacado de una revista de moda con carteles de películas clásicas de Hollywood y anuncios de Warhol que parecían de ediciones originales. Dejé mi chal en una percha de las de la entrada y examiné con calma el entorno mientras el corría a una barra a servir dos copas. Me tendió un Orujo blanco en un vasito alto (sabía que no me gustaba mezclar) y con un sorbito acabé de hacer el mapping del loft .

Parqué con calefacción en el suelo, más de doscientos metros cuadrados, paredes de ladrillo vistas de la antigua nave industrial que había sido, ventanales del suelo al techo como en la antigua fábrica, una antigua nave rehabilitada con estilo, y una amplia terraza al fondo. Barra de cocina americana, inmenso lecho con cubrecama de satén, servicio con paredes acristaladas (ahumadas), mesa de trabajo y grandes y silenciosas pantallas que tanto indicaban canales de bolsa como cadenas internacionales dando una luz variable llena de intermitencias.

Pero el conjunto demostraba un espacio multifuncional, acogedor y aislado del entorno. Un espacio amplio. Me recosté en una de las butacas y dejé que el zapato se balanceara al extremo de mi pie mientras él, en pie, se limitaba a contemplarme con un vaso de wiski (supuse) en la mano. Le miré desafiante, sabiendo que tenía que contenerse para no saltarme encima, pero él se acercó a un equipo de música y la sala se llenó de la voz rota de Ella Fitzgerald en una cadencia suave. Se acercó y me tendió la mano. La tomé para alzarme y nuestros cuerpos volvieron a quedar pegados por un instante, hasta que nos separamos para dejar los vasos en la barra y volvimos a enlazarnos para bailar.

Su respiración en mi lado me alteraba más de lo que estaba dispuesta a aceptar. Mi pierna se colaba entre las suyas y notaba su tremenda necesidad de mí contra mi vientre. Mi aroma se había tornado de perfume a efluvios sexuales y le sentía aspirar contra mi piel con fuerza, tratando de regularizar su respiración sin conseguirlo. Nuestras manos dejaron de estar entrelazadas para explorar nuestros cuerpos y nuestras bocas, ávidas de deseo, exploraron la del otro. Mi cuerpo temblaba de deseo, y el suyo también, podía notarlo ansioso y con premura por… Por eso lo separé de mí y le empujé hasta una de las butacas obligándole a sentarse (caer, de hecho).

Ante él decidí explayarme, exhibirme. Me contoneé sensualmente y mis manos fueron a reseguir mi contorno subiendo desde mi cintura a mis pechos, cuello y cabeza, liberando mi pelo del recogido que hasta entonces llevaba. Sacudí la cabeza permitiendo que mi pelo saltara libre a mi alrededor. Aquello no sólo liberó mi pelo, liberó también mis instintos depredadores más profundos.

Mi mirada seguía prendada de la suya y pude ver su reacción. Ojos vidriosos de deseo. Seguí con mi contoneo un rato, manos en la cabeza y caderas libres, meneándolas y sintiendo cómo se mareaba tratando de seguirme con la mirada. Mis pezones resaltaban en el vestido porque estaba realmente muy excitada y mi olor debía llegar hasta él. Me sacudí al ritmo de esa voz sensual y rota y mis manos descendieron por orejas y cuello mientras mi mirada se mantenía fija en sus ojos sin desviarme un milímetro, examinándolo, controlándolo, manteniendo el control en todo momento y siguiendo cómo su excitación aumentaba hasta límites desconocidos hasta entonces por él.

Bajé el cierre de la cremallera del lateral y sacudí mi cuerpo. La mitad superior de mi vestido se deslizó dejando a la vista la lencería de mis pechos y tuve que usar las manos para salvar la cintura y que el vestido descendiera hasta el suelo. Al verme en ropa interior su sangre hirvió y se olvidó de todo y saltó hacia mí.

Me tomó en un abrazo posesivo sin haber terminado mi show, pero no pudo contenerse. Sus manos amasaban mis pechos por encima del sostén y sus labios recorrían mi cara con desesperación. Al fin le había sacado de sus casillas, perdía el control, y yo me abandonaba sabiéndome ganadora. Su mano derecha bajó a mi sexo y se dejó dominar por su deseo recorriendo mi húmeda raja sobre la tela sin poderse contener. Mis gemidos eran de aceptación abandonándome, presa fácil y complaciente. Todo él era precipitación y deseo, un deseo tosco, animal, primitivo. Había perdido el control y eso me encantaba, saberme poderosa habiendo derribado sus instintos civilizados y despertado la bestia primitiva que llevaba dentro.

Yo me mantenía pasiva buscando el contacto de nuestras pieles mientras él se arrancaba camisa y pantalones batallando con los pies por sacarse zapatos, desenfrenado. Acabó por arrancarse la vestimenta entre zarandeos y me apretó firmemente contra su cuerpo mientras con una mano sostenía su polla para penetrarme. Pero mi tanguita se interponía.

Aquí fui mala, debo reconocerlo. Me zafé de él con un giro y fui hacia la cama, me incliné doblándome por la cintura y le miré girando la cabeza mientras mi manita apartaba la tanga ofreciéndole mi preparada y húmeda vulva. Creo que se corrió antes o mientras entraba, con bufidos y resoplidos, porque su simiente rebosó por mis nalgas mientras su sexo entraba en mí. Pero fue placentero sentirlo, fue placentero sentir que había perdido el control y que se derramaba, sin poderse contener, antes incluso de penetrarme. Pero me llenó, su sexo todavía estaba duro cuando lo sentí abrirse en mi intimidad, cubriéndola con su simiente conforme avanzaba, larga, hasta el fondo, y él caía sobre mi espalda, dulce contacto del saberlo rendido a mí, por mí, para mí.

Quedó su peso sobre mi cuerpo y juntos caímos, todavía encajados, sobre la cama. Resoplando, respiraciones aceleradas, cuerpos sudorosos sacudidos por la respiración. Había sido muy intenso, demasiado, pero satisfactorio. Se había derramado antes de penetrarme, y eso me llenaba de orgullo, me sabía ganadora. Me giré sobre la cama y nuestras bocas se encontraron de manera natural y destilaron pasión y deseo y satisfacción.

Pero entonces vi una rabia creciendo en su mirada. Nos separamos y me alcé, sucia y puta, a tomar mi vasito y hacer un sorbito del Orujo. Él también se alzó y vació su copazo de un golpe. Volvió a servirse y a mirarme. Su simiente bajaba por mis nalgas y notaba un hilillo en la parte interior de mi muslo. La tira posterior de la tanguita estaba todavía mal puesta y húmeda de él. Me giré, como si no hubiera pasado nada y fui hacia la terraza.

Me recosté en la baranda, la ciudad ante nosotros. Sentí que volvía a beber a grandes tragos, recuperando la respiración y dejaba el vaso acercándose por detrás. Esta vez no le miré, simplemente abrí mis piernas mostrándole su imagen soñada. Yo, recostada, esta vez ante la ciudad, enmarcada por las luces cambiantes de las pantallas de las televisiones, marcando nalgas y muslos perfectos, todavía con los restos de su corrida, ofreciéndome impúdica, sudorosa, viciosa, en la terraza.

Sabía lo que iba a pasar, pero no por ello lo disfruté menos. Volvió a la carga incapaz de contenerse. Su sexo todavía no estaba del todo recuperado, pero su prisa lo venció, el deseo lo venció y con una mano abrió mis nalgas mientras con la otra sujetaba su todavía creciente sexo a penetrar mi ano. Su sexo se dobló sin llegar a penetrar, pero entonces embistió con todo su cuerpo y a la segunda la rigidez fue suficiente para forzar mi prieto ano que yo también distendí para ayudarle.

La barandilla resistió cuando me afiancé, bajando un poco más mi torso y empujando atrás para aumentar el contacto y gimiendo con la boca abierta al notar cómo me penetraba. Su sexo pareció alimentarse de mi gemido y creció dentro de mí. Reposó en mi interior mientras sus manos tomaban mis pechos por detrás y entonces empezó a retirarse y embestirme mientras sus dedos agarraban con fuerza mis pezones.

Mis gemidos no eran fingidos y se alternaban gritos con gemidos y sus esfuerzos por tomar aire y expulsarlo. Sus manos tuvieron que abandonar mis pechos para tomar mis caderas y entonces empezó un baile animal de sudores y gemidos profundos por parte de ambos. Me tomaba con rabia y sin mesura. Después de su corrida inicial ahora podría resistir más, y lo hizo. Los ruidos de succión húmeda aumentaron junto con nuestras respiraciones entrecortadas y yo misma le ayudaba en los envites, acompasándonos en el deseo.

Pero él se negaba a mi colaboración, quería controlarme, no sólo tomarme sino controlarme, poseerme, romperme… Se le notaba la rabia de la desesperación en sus profundas penetraciones que yo aceptaba con placer. Abrí más las piernas para facilitarle la tarea y sus manos fueron bruscas en afianzar mis caderas, garras sometiendo la presa y envites que querían ser brutales se sucedieron una y otra vez hasta que ya no pudo resistir más. Mi ano se contrajo cuando me recorrió mi tan ansiado orgasmo y, al poco, cuando yo ya me recuperaba, fue él quien se vació en mi interior, derrumbándose con un gran estertor y aplastándome contra la barandilla.

Le dejé recuperarse, pero justo cuando yo volvía a excitarme él se había derramado, así que… así que giré y me zafé de él, regalándole una sonrisa y un piquito, dejándole allí mientras yo volvía dentro, con su líquido rezumando de nuevo entre mis muslos, la tanguita descolocada y el sostén arrugado bajo mis pechos. Me vio altiva, todavía con los perfectos tacones, andando como una dama hacia el interior del loft sosteniendo todavía mi vasito (no sabía cómo lo había conservado). Me perdió el orgullo, porque le sabía derrotado. Su diosa había vencido una vez más y se mantenía orgullosa, bella pese al sudor y el semen, incluso con las prendas mal puestas le llenaba de deseo.

Me acerqué a la barra, me volví a llenar el vasito y di unos delicados sorbos, respiración recuperada. Dejé el vaso en la barra y me desprendí del sostén dejándolo caer ante su mirada, justo en el linde de la terraza, me volvía a mirar con esos ojos vidriosos de deseo animal incontrolado. Mis pechos, orgullosos y firmes, con los pezones duros, le apuntaban. Recoger el vasito y sorber sin desenlazar nuestras miradas mostró mi seguridad, picardía y vicio. Mi sonrisa le superó y le incrementó la rabia. Se acercó, pero para tomar un trago de la botella sin dejar de mirarme. Me sentía segura y seguía sintiendo cómo tenía el completo control de su deseo. Estaba loco por mí, radicalmente y totalmente loco, se sabía vencido por su diosa. Otro sorbito y dejé el vaso mientras me acercaba a él, que volvía a beber a morro de la botella un gran trago.

—Vamos cariño, que todavía queda noche. — Dije acercándome y dejándole notar mi aliento en su cara. Acerqué mucho mi cara a la suya, mis labios estaban casi rozando los suyos, mi aliento en su boca, pero nuestros ojos fijos en los del otro, sin contacto.

Entonces empecé a descender sin deshacer el contacto visual, sonriendo, pícara, traviesa. Dejé que hubiera un poco de contacto de mi barbilla con su piel y noté su estremecimiento. Seguí bajando hasta quedar en cuclillas con su sexo delante de mi boca. Sexo todavía húmedo y fláccido. Miré ese colgajo sucio y pringoso y bufé sobre él. Mi respiración, mi aliento, lo hizo estremecer y empezar a latir, como a cobrar vida. Abrí mi boca, todavía sin acercarme, alcé mi mirada y le vi mirándome como hipnotizado. Mi mano tomó su nalga y me fui acercando a ese sexo manteniendo sus ojos en los míos. Saqué la lengua para guiarme, porque quería mantener mis ojos en los suyos, y adiviné el momento en su mirada, tomando ese sexo en mis labios mientras la lengüita acariciaba el prepucio y lo notaba inflarse por la calidez de mi boca, por el terciopelo de mi tacto.

Reaccionó en el interior de mi boca y fue tomando cuerpo. Succioné ligeramente para aumentar sus sensaciones y su rigidez empezó a aumentar. Mi boca empezó a moverse limpiándolo y degustando sus flujos mezclados con los míos. Ahora deshice el contacto visual, sus ojos estaban vacíos y ya ni me veían, creo. Oí cómo él tomaba otro trago mientras mis deditos en su nalga buscaban el ojete y mis labios empezaban a recorrer ese sexo dentro y fuera de la boca. Se atragantó cuando mi dedito llegó a su ano y fue como un calambre que hizo vibrar y devolvió toda la virilidad a su sexo. Ahora, duro, era más fácil de trabajar.

Una botella vacía rodó por el suelo y sus manos tomaron mi cabeza para forzar el movimiento. Le dejé hacer notando cómo me llegaba a la garganta y traspasaba. Mi respiración se hizo difícil y tuve que soltar mis babas y tomar aire cuando se retiraba. Pero no duró mucho. Noté cómo sus piernas temblaban e introduje mi dedo dentro de su ano, lo que provocó su nueva explosión, esta vez con sólo unas gotitas de leche, si las hubo, que se alojaron directamente en mi estómago. Se derrumbó en el suelo sin poderse contener y yo quedé en cuclillas al lado de su cuerpo que todavía temblaba por el orgasmo.

Me miró, desde el suelo, mi cara llena de baba goteando por la barbilla, pero mi sonrisa triunfal. Mis grandes pechos expuestos y mi empapada tanguita todavía en su sitio. Su mirada recorrió mi cuerpo entero cuando me alcé y volví a tomar un sorbito de mi bebida.

Su mirada contenía deseo, sí, todavía. Pero había algo más, rabia. Sin duda era yo el que lo había follado, pese a todo, y seguía allí, el sudor y su semen sólo me hacían más deseable a sus ojos, seguía siendo su diosa. La tanga mal puesta, los pechos desnudos y con marcas de sus dedos no hacían más que acrecentar mi belleza. El pelo despeinado, el mantenerme allí, derecha, orgullosa, ganadora, esas piernas largas y estilizadas, esas nalgas prietas… Todo ese sexo no hacía más que incrementar su deseo de someterme sin poder hacerlo. Era yo quien lo había follado y bien follado. Exprimido por tres veces y yo seguía perfecta, puta, viciosa y… tranquila, allí su diosa excelsa, más atractiva si cabía con ese vestido de sudor y sexo.

Algo se rompió en su cabeza y la rabia y el animal que llevaba dentro le pudo. Se alzó y saltó sobre mí tomándome del pelo y tirándome sobre el lecho. Entonces pude ver su mirada, vacía, como un animal, ya no expresaba pasión ni ningún sentimiento, sólo una programación de deseo animal. Cayó sobre mi espalda. Con su mano guio su sexo entre mis nalgas y buscó mi ojete pero su sexo estaba fláccido y no consiguió penetrarme pese a estar yo bien abierta y conservando todavía su simiente allí. Aquello todavía aumentó más su rabia.

Chillé y creo que eso rompió nuevas barreras en su mente y empujó con más fuerza introduciendo su mano en mi boca, tomándome con ella y forzando mi cuerpo a arquearse mientras con la otra mano forzaba su sexo, todavía doblado, en mi ano. Después de penetrar la punta, el resto siguió hacia el fondo y nuestros cuerpos cayeron el uno sobre el otro, derrumbados sobre la cama siguiendo el forzado movimiento y tratándome de penetrar con esa cosa floja que no se endurecía. Su frustración creció y quiso darme envestidas pero lo único que consiguió fue que su sexo todavía flojo saliera lo poco que había entrado.

Se levantó y se alejó. Yo no podía ni abrir los ojos. Sólo sentía el palpitar de mi esfínter, rezumando leche y mi sexo entre un mar de espeso flujo. Dos palpitantes ojetes que resonaban en mi cabeza. Me dejé reposar sobre el satén del lecho, frustrada por cómo lo había estropeado. Craso error. Lo siguiente que noté fueron sus manos tirando de mis muñecas y atándome a la cabecera metálica del lecho. Sus manos ya no eran delicadas, ni lo fueron al retirarme la tanga. Quedé boca arriba en el lecho, y cuando pude mirar le vi desnudo, pegado al teléfono.

No llegué a entender sus palabras, pero sí que estaba hablando con alguien a quien prometía un fin de semana espectacular. Y lo fue.

A las pocas horas se presentaban tres tipos en el loft . Tipos musculosos, pero no era por eso por los que Nacho los había escogido, sino por sus tremendas herramientas. Al instante siguiente estaban sobre mí. Primero sus manos recorrieron mi cuerpo a placer entre risas y bromas, pero no tardaron en desnudarse y ponerse en faena. Sin darme tiempo a nada me hicieron la primera doble penetración mientras mi boca engullía dos tremendas pollas, una por grosor, la de Nacho, ya recuperado, por longitud.

Ese fin de semana fui la muñeca de ellos y, para mi desgracia, debo reconocer que el sentirme objeto, que el sentirme usada, me arrancó terribles orgasmos durante dos días enteros con sus noches. Se turnaron y vinieron más. Soy incapaz de recordar todos los rostros o pollas que ese fin de semana me penetraron por el sexo, el ano, la boca o me obligaron a masturbar. Al final no necesitaron ni atarme, estaba tan débil que yo misma buscaba su complacencia, que se corrieran rápido, para que me dejaran en paz.

Varias veces me sumergieron en el baño, me aplicaron cremas en mis orificios y volvieron a usarme hasta que rebosaba de semen por todos lados y me cubría toda mi cara y muslos. Pero la tortura continuaba. Mi cuerpo parecía ajeno a todo y no dejaba de convulsionarse y sacudirse en orgasmos que me recorrían completamente y me dejaban exhausta. Pero la rutina parecía volver a empezar tras cada pausa y sucederse sin fin. Mis pechos eran una pulpa en que cada centímetro cuadrado parecía haber sido objeto de presiones y pellizcos, mis orificios estaban irritados y sensibles, y mis labios parecían en carne viva.

Pese a todo, mi cuerpo seguía sacudiéndose en oleadas de placer, convulsionándose con cada corrida y regalándome nuevas oleadas de placer. Irritada, sucia y denigrada, yo seguía excitándome y sintiendo un orgasmo tras otro en oleadas que me hacían caer inconsciente por su intensidad.

—Eres una puta, y has conseguido llegar a la máxima expresión de lo que siempre has querido ser en tu yo más íntimo. Ahora puedes decir que has llegado a experimentar lo que siempre habías querido ser.

Mis lágrimas no conseguían ocultar mi vergüenza, pues en el fondo sentía que Nacho tenía razón. Había sido la muñeca al servicio del placer de ellos durante ese fin de semana, al servicio de desconocidos que me habían penetrado, bañado en su semen y usado como habían querido. Una muñeca de placer. Y había encadenado un orgasmo tras otro siéndolo. El más humillante servicio, el más depravado de los depravados, me había usado y humillado, y yo había disfrutado hasta rendirme exhausta de placer.

Me liberó en domingo, después de más de dos días de cautiverio, limpia pero destrozada. Necesité tres semanas de cuidados para reponerme, pero por suerte los análisis no revelaron ninguna infección. Las cremas y el reposo lo solucionaron. Pero la mirada de Nacho… la mirada de suficiencia y satisfacción al saberme dominada… pese a ser yo la que lo dominaba a él… esa mirada no la olvidaré nunca.

Corté toda comunicación con él, naturalmente. Pero a veces… a veces todavía siento el deseo de entregarme de nuevo. ¡Dios mío! ¿Qué pervertida soy? ¿Cómo puedo pensar en repetir una experiencia atroz como esa? ¿Qué tipo de persona soy? ¿Cómo puedo ser tan puta?

Besos perversos,

Sandra