¿Por Qué Lloras? [Silvade]
Silvade nos guía a través de una dolorosa confesión.
—¿Estás llorando?
La penumbra reinaba en la mísera habitación de motel, ocultando, en parte, la falta de limpieza del pequeño complejo, situado a la diestra de una sinuosa comarcal. Los viejos y pesados cortinajes, cubrían casi en su totalidad el gran ventanal, permitiendo, tan sólo, el paso de un pequeño haz de luz de sol poniente, que se filtraba a través de la frágil unión de telas opacas. Al traspasar el halo luminoso, las etéreas motas de polvo que impregnaban el ambiente, mostraban un sutil baile de cortejo a cualquiera que se tomara un segundo para contemplar, brillando como diminutas estrellas en un pozo desolado.
Las paredes, que seguro alguna vez fueron blancas, revelaban claramente el paso del tiempo, luciendo húmedas medallas oscuras, premio meritorio al servicio de toda una vida. El escaso mobiliario, debía ser tan antiguo, al menos, como las paredes, inundando de melancolía la estancia. En la esquina más oscura, una cómoda destartalada hacía las veces de tocador, coronada por un espejo deslustrado. En la esquina de enfrente, un descolorido sillón de orejas gachas, cuyas entrañas, espuma barata, se asomaban por una grieta en su espalda; y por último, una silla, de madera, desvencijada. El único anacronismo en aquella sala de otra época, era la gran cama carmesí, en forma de corazón, que reposaba justo en el centro de la habitación, bajo un gran espejo que la reflejaba desde el techo. Una difusa claridad rojiza, de origen inapreciable a simple vista, teñía toda la estancia de irrealidad.
—¿Estás llorando? —volvió a preguntar él, con voz profunda, sentado sobre el colchón, al percatarse del reguero de reflejo escarlata que la mejilla de ella teñía.
—No, no es nada. —Con el dorso de su fina mano enjugó la prueba del delito, y forzó la mejor de sus sonrisas, dejando al descubierto una nívea dentadura, vigilada siempre de cerca por delicados labios bien perfilados. Ella estaba en pie frente a él, sosteniéndole la mirada, sin saber muy bien porqué.
—Dime por qué lloras, pequeña. Recuerda que he pagado por ti, hoy te he comprado, eres mía.
—No te equivoques. —La ira, la rabia y la impotencia, refulgieron en los ojos oscuros de ella—. Tú no me has comprado, tan sólo has alquilado mi cuerpo, y es a lo único a lo que tendrás derecho esta noche. Todo lo demás, está fuera de tu alcance.
Él era rápido y fuerte, y antes de que ella se percatara, su férreo, aunque no excesivamente musculoso brazo, salió disparado, agarrándola por la esbelta muñeca, tal vez ejerciendo más presión de la necesaria. Ella se volvió, enfurecida, y tensó con gracilidad su cuerpo en dirección a la puerta, a la salida, de la habitación cochambrosa. Pero no pudo moverse más allá de un simple paso, pues él tiró con fuerza, deteniendo su fugaz intento de escapada.
—No me equivoco, esto siempre fue un negocio, lo sé. Un negocio en el que ambos ganamos, yo obtengo lo que quiero, y tú, a cambio, recibes tu dinero. Y lo que yo quiero, es saber por qué lloras. —Ella había dejado de intentar huir, y poco a poco fue dejándose arrastrar, de espaldas, sin mirar, hacia donde él tiraba—. Hagamos un trato. Tú me contarás tu historia, y yo, a cambio, te daré el doble de lo acordado.
Ella dudó. El doble de lo acordado era una suma más que considerable. Pero una cosa era abrir sus piernas, y otra muy distinta dejar al descubierto su alma y su corazón. Él continuaba arrastrándola hacia sí y ella cada vez oponía menos resistencia. Cuando notó la presión de sus rodillas en la parte trasera de las piernas, no tuvo otro remedio que claudicar y sentarse sobre él.
—¿Por qué lloras, preciosa? —insistió él, mientras aspiraba con fuerza el aroma de sus negros, largos y ondulados cabellos, rodeando su esbelta cintura con manos varoniles.
Ella dudó por última vez. No tenía ningún deseo de confesarse ante aquel desconocido, pero había tantas cosas que no deseaba y con las que había tenido que transigir, que una más poco importaba. Cerró los ojos, y pensó en su hija, por ella lo hacía, la situación era desesperada, no había otro remedio, no había otra forma, se dijo. Y suspiró.
—Lloro porque una vez juré que jamás volvería a hacer esto que hago. Porque me prometí a mí misma que nunca más me abriría de piernas ante un hombre por un puñado de billetes. Porque decidí que sólo me entregaría a la persona a la que amo. —Apretó con fuerza los dientes durante un segundo y continuó—: Y lloro porque lo he perdido todo, y sólo me queda vender mi cuerpo, a ti, o al mismo diablo si pudiera pagarlo, para que con él hagáis lo que os venga en gana, porque lo necesito para cuidar de mi hija y… y mi marido.
—¿Tu marido… y tu hija? —La voz de él dejó traslucir sorpresa y cierto desprecio, una burla implícita sobre la situación de ella, quizás hasta una pizca de condescendencia—. ¿Y que le dices a tu marido cuando estás aquí, vendiéndote…?
—¡No te atrevas a juzgarme! —Ella se levantó bruscamente, y le abofeteó con toda la fuerza de la que fue capaz en la mejilla—. Ya me conozco a la gente como tú…
—De mí no sabes nada —respondió él, deteniendo a la mujer que intentaba abofetearlo de nuevo. Volvía a estar sentado, con ella de pie, frente a él, pero con un rápido movimiento se levantó, obligándola a darse la vuelta, inmovilizándola contra él, al cruzar sus robustos brazos sobre el pecho vulnerable de ella, y apretar fuertemente contra sí—. Perdóname, no he debido decir lo que he dicho. Tienes razón, no tengo ningún derecho a juzgarte. Te prometo que no volveré a hacerlo.
El cuerpo de ella, tenso hasta ese momento, se relajó abruptamente, mientras rompía a llorar de forma desconsolada. Él la liberó del bloqueo al que la tenía sometida y, con ternura, la ayudó a recostarse sobre la cama.
—Tranquila, preciosa, respira —intentó consolarla, mientras se recostaba en la cama junto a ella, que, haciendo un alarde de autocontrol, aspiró profundamente varias veces, y consiguió que las lágrimas regresaran al lugar del que nunca debían haber salido.
—¿Qué quieres saber? —preguntó al fin, cuando estuvo algo más calmada.
—¿Cómo una preciosa muchacha como tú, ha acabado en un sitio como este? Y empieza por el principio, tenemos todo el tiempo del mundo, o por lo menos, todo el que pueda pagar, y te aseguro que eso es mucho, mucho tiempo…
Ella seguía tumbada de espaldas en la cama, por lo que mirando el gran espejo situado en el techo, pudo ver como él, que estaba junto a ella, tumbado bocabajo, estiraba una de sus manos, llena de largos y finos dedos, para dejarla caer con suavidad sobre su vientre aún vestido. El primer contacto fue menos desagradable de lo esperado, tal vez porque no era más que una caricia suave y delicada sobre la ropa, pero la intención era clara, él quería usarla, como tantos otros habían hecho en el pasado, así que aquella simple caricia escondía mucho más, y ella lo sabía.
—¿El principio? Casi no puedo recordar el principio. De eso hace ya tantos años…
«Tal vez todo empezara el día en que murió mi madre, tal vez antes, no lo sé, pues por aquella época ya pasábamos muchas penurias en casa. Mi padre era un hombre jovial, de baja alcurnia, pero que disfrutaba con su trabajo como carpintero en un pequeño taller. Su sueldo no era gran cosa, pero nos daba de comer a los tres.»
Lo que en su momento había parecido una casta caricia sobre la ropa, comenzaba a tornarse menos inocente. El hombre continuaba repasando el contorno de su vientre, pero cada vez que tenía ocasión, enredaba las yemas de sus dedos con la fina camiseta, haciendo que, poco a poco, ésta fuera dejando al descubierto la tersa y fina piel que rodeaba el ombligo.
—Mi madre nunca trabajó, por lo menos, que yo recuerde —continuó ella, mientras un escalofrío, provocado por las caricias de él, la recorría de los pies a la cabeza—. Aún así, no nos hacía falta, nunca vivimos en la opulencia, pero teníamos lo necesario. Hasta que ella enfermó.
«Fue una enfermedad larga, dura y difícil. Vimos como mi madre se iba apagando poco a poco hasta morir, sin que los médicos pudieran hacer nada para remediarlo. Y poco era también lo que podíamos hacer nosotros. —Contuvo la respiración durante un instante, sumergiéndose en el recuerdo de la hermosa mujer que fue, y de cómo se marchitó frente a sus ojos—. Mi padre se endeudó, hipotecando lo poco que poseíamos, para conseguirle los mejores médicos a su mujer, para pagar los mejores hospitales y para que se le aplicaran los tratamientos más efectivos. Pero nada era bastante, y ella seguía muriendo día a día.»
«Llegó un momento en el que el banco no estaba dispuesto a prestarnos más dinero, y los costes médicos se habían disparado. No teníamos muchas opciones, y mi padre tuvo que pedir dinero prestado a gente… No sé cómo decirlo…»
—¿Poco recomendable? —Sugirió él, que ya había abandonado gran parte de sus precauciones iniciales y ya acariciaba con desparpajo su vientre desnudo, subiendo la mano de forma subrepticia hasta justo el lugar donde comenzaban sus redondeados y prietos senos, que aún permanecían ocultos bajo el enigmático velo de la ajustada camiseta.
—Sí, poco recomendable sería una forma suave de describir a la gente con la que mi padre se vio obligado a hacer negocios. —Se sentía mareada, el angustioso recuerdo de la muerte de su madre la turbaba. Y esa turbación se acrecentaba debido a las tiernas caricias de aquel extraño, al que había vendido alma y cuerpo, y ante el que se estaba abriendo como no había hecho nunca con nadie. Ni tan siquiera con el hombre al que amaba.
Por si esto fuera poco, durante toda su vida, en la que había conocido a cientos, tal vez miles de hombres, sólo dos la habían tratado con aquella delicadeza. Uno ya había muerto, y del otro, se había enamorado.
—¿Y tu padre te entregó a aquellos hombres a cambio de dinero? —preguntó él, procurando que su voz transmitiera el menor atisbo de emoción. Ya había franqueado la barrera imaginaria marcada por los pezones, y rozaba con la punta de los dedos los pechos de ella, consiguiendo robarle un ligero gemido quedo.
—No, no lo hizo, o por lo menos no directamente… Además, ¿piensas dejarme que cuente la historia yo, o pretendes contarla tú? — protestó, frunciendo el ceño y los delicados labios. Si bien al principio era reticente a compartir sus vivencias con aquel extraño, ahora que había empezado, no se sentía capaz de detenerse.
Un pellizco en el pezón, fue la única respuesta que obtuvo, así que tras un pequeño grito de dolor placentero, prosiguió, mientras él se volvía cada vez más y más osado en sus caricias.
—Lo que hizo mi padre tan sólo fue pedirles dinero, mucho dinero, un dinero que a todas luces no iba a poder devolver. Pero en esos momentos daba igual, la única preocupación de aquel hombre desesperado era la de salvar la vida de su amada. Y fracasó.
«Ni todos los cuidados, ni todos los médicos, ni tratamientos, ni clínicas ni hospitales, todo fue inútil. Aún no había transcurrido un año del primer diagnóstico cuando mi madre nos dejaba para siempre.»
Procurando no interrumpirla, la obligó a incorporarse lo suficiente como para poder pasarle la camiseta por los hombros, dejando ya totalmente al descubierto los pequeños y turgentes pechos que apuntaban, firmes, hacia el mismo cielo.
Ella vio en el espejo como él acercaba sus labios a los erectos pezones y sintió el calor de su lengua recorrer sus aureolas. La mezcla de sentimientos y sensaciones era extraña, pues sentía deseo por aquel hombre, y por como la estaba tratando, sentía desprecio por sí misma, por disfrutar con aquello, por ser débil, y sentía nostalgia y tristeza por el recuerdo de aquella vida que había perdido, y que nunca recuperó. Él consiguió robarle un jadeo furtivo al apretar con fuerza uno de los pezones entre sus húmedos labios, haciéndola reaccionar y obligándola a retomar el hilo de la historia.
—Cuando mi madre murió, ni yo ni mi padre pudimos encontrar consuelo. Por si nuestro dolor y angustia no fuera suficiente, las cuantiosas deudas amenazaban con ahogarnos, y mi padre acabó por sumirse en una profunda depresión. Al igual que había visto a mi madre apagarse día a día hasta su muerte, ahora veía a mi padre, y sentía como su vida se escapaba entre mis dedos, no por enfermedad o dolencia física, sino por la pena y el dolor.
«El dueño del taller de madera había sido paciente. Nos había ayudado más de lo inimaginable durante la enfermedad de mi madre, manteniendo a mi padre en plantilla durante todo el calvario de clínicas y hospitales, entendiendo y perdonando todas las ausencias prolongadas. —Conforme hablaba, notaba cada palabra más pesada que la anterior, convirtiéndose el recuerdo en la propia carga, pero no se detuvo—. Cuando ella faltó, él esperaba que mi padre volviera, si bien no a ser el mismo, sí a ser el trabajador responsable que había sido. Pero no fue así, y mi padre cada vez estaba peor. A las pocas semanas de enterrar a mi madre, y viendo que no reaccionaba, no le quedó más remedio que despedir a mi padre, que se dio a la bebida, como nefasto último refugio.»
«Yo me vi obligada a abandonar mis estudios, y a tomar las riendas de la casa. Comencé a trabajar como ayudante en un pequeño colmado del barrio, gracias a que la propietaria conocía nuestra historia, y se apiadó de mí. Pero si lo poco que ganaba no bastaba para cubrir nuestras necesidades básicas, mucho menos lo hacía para saldar nuestras cuantiosas deudas. A las pocas semanas se ejecutó una de las hipotecas, y el banco nos embargó el coche, lo siguiente sería la casa, y nos quedaríamos en la calle.»
Él seguía lamiendo con descaro y dulzura los pechos de ella, invitándola con su silencio a continuar la historia. Al principio todo había sido un pequeño juego, simplemente pretendía forzarla a someterse por completo a cambio de dinero, y de paso, satisfacer su curiosidad sobre el porqué de las lágrimas de la prostituta. Pero la historia estaba comenzando a fascinarle de verdad, y sentía que aquel morboso y extraño cortejo, en el que él iba avanzando por su cuerpo mientras ella relataba su pasado, comenzaba a excitarle. No era un hombre malvado, ni disfrutaba con el sufrimiento ajeno, mucho menos provocándolo, pero intuía, por los suspiros, por los gemidos, y sobre todo, por la relajación de ella, que no era sufrimientos lo que estaba padeciendo. Sin apartar los labios de los jugosos pezones, deslizó la mano por sus caderas hasta llevarla justo a la altura del botón de los pantalones, y con sumo cuidado, casi con devoción, jugueteó con el cierre durante unos segundos, hasta que finalmente consiguió abrirlo.
Ella, absorta como estaba en narrar la historia, no se percató de la pequeña excursión que él realizaba por su cuerpo hasta la zona baja de su vientre, o, si se dio cuenta, no lo demostró, pues no hizo nada para colaborar o tratar de impedirlo.
—Por si todo esto fuera poco, aquella misma noche, justo tras el primer embargo… Mi padre estaba tirado en el sofá, auto compadeciéndose, mientras yo fregaba los platos de la escueta cena. Dejé lo que estaba haciendo cuando sonó el timbre, y al abrir la puerta me encontré a uno de aquellos tipos, de los poco recomendables, a los que mi padre había pedido prestado. Venía solo, pero no le hacía falta nadie más. De un empujón terminó de abrir la puerta, golpeándome a mí con ella en el proceso, y haciéndome caer. Se adentró como una exhalación por el pasillo, guiándose, supongo, por el sonido amortiguado del televisor, y frente a él, encontró a mi padre.
«Oí los gritos, y los golpes. Él hombre le reclamaba un dinero que mi padre no podía pagar, y mi padre rogaba que dejara de golpearle, “por favor” decía, “por favor”. Pero aquel hombre no paraba con los golpes, y de seguir así, seguramente, acabaría matándolo.»
«“Yo te pagaré” le grité, mientras imploraba que lo dejara, mientras le pedía que no lo matara. —Se tomó un momento para respirar profundamente, mientras él no cesaba de acariciarla—. El hombre, contra todo pronóstico se detuvo y se giró hacia mí. Jamás olvidaré su mirada, y no la olvidaré porque desde entonces muchos hombres me han mirado igual, pero aquella vez fue la primera. Nunca antes me habían desnudado con la mirada, nunca antes me habían evaluado como si tan sólo fuera un trozo de carne, como si fuera una simple mercancía a la que poner un precio.»
«“¿Eres virgen?” me preguntó. ¿Qué le iba a decir? Estaba aterrada, sólo quería que dejara de golpear a mi padre. Le dije la verdad, tal vez eso le salvó la vida, le dije que sí. — La mano de él ya había conseguido sortear la frágil resistencia que la cremallera del pantalón de ella ofrecía, y acariciaba sin pudor sobre las finas braguitas, entre las dos solapas de tela vaquera vencida. Aún le era imposible alcanzar la entrepierna de ella, objetivo último e indispensable de la aventura, porque el ajustado pantalón se lo impedía, pero sospechaba, por la respiración algo acelerada, y por algún jadeo furtivo, que la delicadeza de sus caricias, estaban excitando a su acompañante—. Nunca supe muy bien cómo lo hizo, pero en un abrir y cerrar de ojos había esposado a mi padre mientras le decía que el primer pago se lo cobraría conmigo, que me iba a desvirgar como si fuera una perra, y que lo haría frente a sus ojos, que él lo vería todo, que así no olvidaría con quien se la estaba jugando.»
«Afortunadamente, aquel hombre no estaba muy bien dotado, aunque no tenía con qué comprar, y me pareció algo enorme, he de reconocer que era bastante pequeña. De no haber sido así, lo más probable es que me hubiera desgarrado. Nunca olvidaré la primera vez que me follaron. La primera vez que me follaron fue por dinero, ¡Por dinero! Y con mi padre presenciándolo todo, con ojos horrorizados, llorando y suplicando, frente a nosotros. Al parecer el hombre disfrutó mucho de mi virginidad, pues después de obligarme a lamerle la polla durante unos segundos, me tumbó de espaldas sobre la mesa, y subiéndome los talones, me penetró sin miramientos. A pesar del pequeño tamaño, me dolió bastante, pero por fortuna el hombre se vació enseguida, llenándome con su semilla, pero librándome del sufrimiento. Antes de irse me dijo que ya era una puta, que si quería más dinero, que fuera a verle, que el me daría trabajo. Mi padre le gritó, le dijo que se fuera, que no volviese. El hombre le escupió, me agarró por la cintura, me besó, y se fue. No sé si en ese momento ya era una puta, pero sí sé que descubrí que poseía entre las piernas algo que podía ser la solución a todos nuestros problemas.»
—Continúa —pidió él, tras un rato de silencio. Moviéndose despacio se incorporó ligeramente y acercó sus labios a los de ella, depositando allí un lúbrico beso.
—No sabía muy bien cómo actuar, mi padre se negaba a mirarme a la cara, y no hacía más que llorar, pedirme perdón y echarse la culpa. Me repetía que él había matado a mamá, que no había hecho todo lo que podía, que él tenía que haber muerto en su lugar. Me decía que me había abandonado, que era su culpa que aquel hombre me hubiera violado, que no había sido capaz de mantener el trabajo, ni de cumplir con los pagos, que todo era culpa suya.
«Yo intentaba consolarle, le decía que no había sido para tanto, que apenas me había dolido, y que si para salir de ésta era necesario dejarme follar por todos nuestros acreedores, que sería un precio bajo. Ante esto, y normal, ahora lo entiendo, mi padre no encontraba consuelo. Me decía que no, que no podía hacerlo, que no era correcto. Que no quería a su hija convertida en una vulgar puta, chuleada por matones de poca monta. Cuanta razón tenía, y como me arrepiento de no haberle escuchado.»
—Todos deberíamos escuchar los consejos de los padres —susurró él.
—Al día siguiente hice mi primer experimento —continuó, haciendo caso omiso a la interrupción—. Dejé a mi padre en casa, durmiendo la culpa y la resaca, y me fui al taller de madera en el que ya no trabajaba. Sin anunciarme, entré en el despacho del propietario, y sin mediar palabra, me bajé la faldita. “Si le devuelves el trabajo a mi padre, todo esto será tuyo cuando quieras”. El hombre debió echar cuentas, y debió salirle rentable. Supongo que un trabajador, aún en estado lamentable, sumado a una zorra a quien follarse, bien valía un salario miserable. Me atrajo hacia él, me besó con rudeza y me obligó a rodear su polla con mis labios. Aquella era más gorda que la de la noche anterior, y él me forzaba a comérmela entera, provocándome ahogos y arcadas. Enseguida se dio cuenta de mi inexperiencia, lo cual no pareció importarle, más bien al contrario, disfrutaba enseñándome.
«Mi padre recuperó el trabajo, abandonó la bebida y empezó a recuperarse, seguramente espoleado por el miedo a que volvieran a violarme, o algo peor. —Ella ya notaba las caricias por debajo de la ropa íntima, sintiendo los dedos repasar cada centímetro de su monte de Venus, pues por culpa de lo ceñido del pantalón, no podía llegar más allá—. Él no sabía, que cada día, cuando pasaba por el taller a verle, subía también a ver a su jefe.»
«Él sentado sobre la silla, con los pantalones en el suelo, agarrándome por la cintura, y yo, sentada encima, dándole la espalda, con las piernas abiertas, los pies apoyados en sus rodillas y el chorreante cimbrel inundándome de leche blanca. Así nos sorprendió mi padre, aproximadamente al mes del acuerdo. Nunca lo había visto tan furioso. De un golpe me lanzó por el aire, haciéndome caer de espaldas en el suelo, quedándome sin resuello, y como si el mismo diablo lo poseyera, arremetió contra su jefe. El hombre era incapaz de defenderse de los golpes y puñetazos enfurecidos, y mi padre no paró hasta después de haberle hecho perder la conciencia, cuando por fin conseguí que oyera mis súplicas “vas a matarlo, vas a matarlo, déjale, vas a matarlo” le gritaba llorando. Tal vez matarlo fuera su deseo, no lo sé, pero por fortuna conseguí aplacar su ira. Para mí sólo tuvo una última mirada cargada de asco y despreció, y salió de allí, dejándome junto al hombre inconsciente, con su blanca semilla corriéndome por los muslos desnudos y las frías lágrimas por los carrillos.»
Como en un reflejo del pasado, una solitaria lágrima cayó por la mejilla de ella, y él la recogió con gentileza, acariciándola con el dorso de mano. Ella suspiró, y se detuvo para tomar aire durante un instante, mientras él se incorporaba y le bajaba el pantalón lentamente, rozando los dedos con sus caderas y el contorno de sus piernas.
—Aquella noche mi padre no llegaba a casa, y yo sólo lloraba y lloraba, sin saber qué hacer. Todo lo que había hecho, lo había hecho por él, por los dos. No comprendía porqué mi padre se enfurecía tanto, cuando a mí no me importaba cumplir con aquel hombre que, a cambio, le proporcionaba trabajo. Es más, había llegado a aprender a disfrutar de nuestros encuentros, que no por obligatorios, dejaban de ser, en cierta manera, placenteros. No era un hombre tierno, ni cariñoso; más bien todo lo contrario, era brusco y descuidado, pero con él había tenido mis primeros orgasmos. No fueron muchos, porque la mayoría de las ocasiones tan sólo buscaba que yo le complaciera. Pero a veces, cuando lo que quería era lamerme la entrepierna, y disfrutar con mis jugos en sus labios, me recorría con la punta de la lengua, hasta hacerme disfrutar como una perra, arqueándome y gimiendo.
«“Te pareces tanto a ella” nunca olvidaré lo que me dijo cuando por fin llegó, borracho como una cuba, oliendo a whisky, o tal vez a ginebra. “¿Alguna vez te conté como nos conocimos?” Sí, me lo había contado, cientos de veces, y me lo volvió a contar en aquella ocasión. Pero tras la historia de cómo conoció a su gran amor, cuando tenía la misma edad que yo, hizo algo que nunca había hecho antes: Se acercó hacia mí muy despacio, llamándome por el nombre de mi madre, diciéndome lo mucho que me quería, cuánto me echaba de menos, y me besó con una ternura que yo no había encontrado en los labios de los dos hombres que ya me habían follado. No guardo un recuerdo claro de lo que pasó aquella noche, sólo sé que mi padre fue el primer hombre que me hizo el amor, que recorrió mi cuerpo con ternura y que logró que cada una de mis terminaciones nerviosas se estremecieran bajo sus manos. Tal vez en ese momento comprendí lo miserable que era comerciar con aquellas sensaciones, con aquel placer, que lejos de parecerme prohibido, me pareció lo más valioso y delicioso que tenía. Comprendí que mi padre no se enfadaba porque yo hubiera practicado el sexo, sino que su enfado radicaba en que algo tan perfecto lo traficaba por dinero, cuando lo que él quería era que se lo regalara. Y se lo regalé con gusto.»
Él había retirado con delicadeza los zapatos de ella, y le había quitado los pantalones por completo, dejando su cuerpo sólo cubierto por las braguitas semitransparentes. Con dulzura, recorrió la parte interna de los muslos con la punta de los dedos, mientras acariciaba cada centímetro de las largas y bien torneadas piernas con los húmedos labios. Ella se estremecía asqueada por excitarse con aquellos suaves besos, avergonzada por sus actos pasados, y, en el fondo, aliviada por poder compartir, aunque fuera con un extraño, su pesada carga.
—Me equivoqué. Mi padre no me deseaba para sí. No sé qué es lo qué quería, o que pretendía, pero es evidente que para el fue demasiado.— Ahora ya era incapaz de controlar las lágrimas que durante tanto tiempo había escondido—. A la mañana siguiente, cuando desperté, no estaba, y no volvió a lo largo de varios días. Lo encontraron en la playa, muerto y destrozado, seguramente por las rocas del acantilado desde el que la policía decía que había saltado.
—No tienes que seguir, si no quieres —susurró él, acongojado.
—No, no, quiero seguir, ahora que ya he empezado. Necesito desahogarme, necesito contarlo…
Él se levantó y buscó en su valija, que reposaba en la silla desvencijada, hasta que encontró un paquete de pañuelos de papel.
—Toma —ofreció, tumbándose junto a ella y rodeándola con el brazo. No sabía muy bien cómo actuar, pero la culpa había sido suya. Podía habérsela follado sin más, haber echado un polvo increíble con una tía impresionante, que bien valía lo que pedía. Pero no… Tenía que indagar en el motivo de su tristeza, tenía que abrir la bocaza…
—Gracias —intentó sonreír ella, cogiendo el paquetito que le tendía y sonándose ruidosamente—. Lo siento, esto no es muy excitante…
—Culpa mía, yo he preguntado, me lo merezco.
—Puede que al final te haga un descuento— intentó hablar mientras se le escapaba una carcajada, mitad por los nervios, mitad por lo surrealista de la situación.
Y después, sólo silencio.
—¿A dónde vas? —Durante un par de minutos habían permanecido callados, sin moverse, pero ahora ella se había levantado.
—Dame un segundo, voy a lavarme la cara —contestó ella, volviéndose para mirarlo y sonriendo—. Ahora vuelvo.
—¿Terminarás de contarme tu historia?
—Te lo prometo.
No entendía lo que le estaba sucediendo, pero notaba que había conectado con aquel hombre de forma muy especial. Se repitió varias veces mientras se lavaba con abundante agua, que sólo era un cliente, sólo otro más, que lo único que estaba haciendo era vender su cuerpo como ya había hecho muchas veces, y que la única diferencia era que en esta ocasión también vendía su alma. Pero la sensación de alivio que sentía al hablar con alguien de su oscuro pasado no la abandonaba.
Cuando salió del aseo, él seguía tumbado en el mismo sitio en que lo había dejado; con la espalda sobre el colchón y con la mirada perdida en el espejo del techo. Ella se acercó con movimientos lentos, sinuosos, consiguiendo que él fijara los ojos en sus torneadas caderas y no pudiera apartarlos.
—No, no te muevas, continuaré con mi historia, pero ahora soy yo la que he de desnudarte a ti —susurró al tumbarse en la cama a su lado, intentando no apartar la vista de sus ojos verdes en ningún momento. Él no contestó, y, como si en el reflejo del espejo se hubieran convertido, ella comenzó a acariciarle el vientre sobre la camisa, como él había hecho hacía tan sólo unos instantes.
«Supongo que puedes hacerte una idea de la desesperación en la que me vi sumergida. —Él asintió, pero ella no pareció darse cuenta—. No habían pasado más que unos pocos meses de la muerte de mi madre y yo me había convertido en una puta, me había acostado con mi padre, y lo había conducido al suicidio. Durante muchos años me he dicho que no fue culpa mía, o que por lo menos, no sólo fue mi culpa. Pero siempre he sabido que yo fui la que acabó con su vida. No quise hacerlo, en aquella época era muy inocente, no conocía conceptos como el incesto y había otros que no los acababa de entender, como el de la prostitución, pero está claro que aquello fue lo que acabó por destruir el alma de mi padre. Realmente no le culpo por hacer lo que hizo, la única responsable soy yo…»
Un nuevo nudo se le había formado en la garganta, y sentía como volvía a estar a punto de romper a llorar otra vez. Así que decidió respirar hondo, y dejar la historia durante un momento. Se concentró en desabrochar, uno a uno, los botones de la elegante camisa de él, acariciándole la bronceada piel del pecho con las uñas y las yemas de los dedos. Cuando la carísima, a juzgar pos su aspecto, camisa, estuvo totalmente suelta, dedicó sus esfuerzos a recorrer el pecho, libre de vello, con sus tersos labios, repasando cada marca con la lengua, remarcando cada contorno con los dientes entreabiertos, mientras él, continuaba en silencio.
—Estaba sola, perdida y sin rumbo —continuó cuando se sintió con fuerza para ello, separando los labios del pecho de él, y manteniendo sus caricias que abarcaban todo el torso—. Las deudas que había contraído mi padre seguían ahí, y yo no tenía forma de pagarlas. Bueno, en realidad, pensé entonces, sí tenía forma, sólo una.
«A los pocos días del suicidio de mi padre, decidí que si quería sobrevivir, debía utilizar aquello que había aprendido sobre mi cuerpo y sobre el sexo, en mi propio beneficio. Me prometí a mí misma que nunca jamás volvería a hacer el amor con ningún hombre, que aquella experiencia permanecería siempre única e inalterable en mi recuerdo, y sería sólo mi padre al que se la habría entregado por gusto. El sexo ya no tendría para mí ningún valor más allá del monetario, pues había conducido a la muerte al único hombre al que había amado.»
«Como creía que tenía poco que perder, qué ilusa, fui a ver a los hombres con los que mi padre había negociado sus préstamos, y busqué a aquél que me había desvirgado hacía unas semanas. Él ya sabía la suerte que había corrido mi padre, y lo primero que me dijo fue que yo debía cubrir todas sus deudas, pero eso era algo que yo ya sabía. Le dije que pagaría, pero que necesitaba que me diera trabajo, que haría lo que fuera. Supongo que debió ver la desesperación en mi rostro, porque se rió de mí y me dijo que no valía ni para puta. Le rogué que me dejara demostrárselo y entre risas despectivas accedió. Se bajó los pantalones y me ordenó que se la chupara. —Sintiendo que volvía a derrumbarse, se paró, tomó aire y buscó fuerzas en los labios del extraño, que le devolvió el beso. No debería sentir seguridad al besar al hombre que la compraba, aún así, y no entendía por qué, pero el lengua contra lengua, consiguió tranquilizarla—.Yo me arrodillé frente a él e hice lo que me pidió, intentando demostrarle todo lo que había aprendido en mis encuentros con el dueño del taller de maderas. No tardó demasiado en correrse abundantemente entre mis labios, mientras yo intentaba tragar toda su leche, pues era algo con lo que el antiguo jefe de mi padre disfrutaba sobremanera.»
«Supongo que quedó satisfecho, porque me dijo que tal vez podría hacer algo conmigo, pero que debía someterme a otra prueba. No sé cómo no me dí cuenta de que lo único que pretendía era ver hasta dónde estaba dispuesta a llegar, con la intención de aprovecharse de mí todo lo que pudiera. Yo le rogué que probara lo que quisiera, pero que me diera trabajo. Inocente de mí, podía haber sacado lo que hubiera querido por mi cuerpo, podía habérmelo montado por libre, o haber acudido a alguien con más escrúpulos, pero yo era muy inocente y no estaba preparada para la crudeza del mundo. Me dijo que esperara, que iba a buscar la siguiente prueba. Debí haber salido de allí en aquel mismo instante, pero estaba sola y desesperada, así que me quedé quieta, aguardando la sorpresa.»
«A los pocos minutos volvió, apareciendo en la puerta acompañado de dos hombres muy grandes, no los recuerdo, pero me dijo sus nombres. Y después me dijo que si quería trabajar para él, debía estar dispuesta a cualquier cosa, y que cualquier cosa eran ellos. Yo le contesté que sí, que hicieran conmigo lo que quisieran, y eso hicieron. —La amargura del recuerdo la impulsó, de nuevo, a buscar consuelo, aferrándose a los labios de él, que la escuchaba casi sin aliento—. No sé cuánto tiempo me tuvieron follando. Me obligaron a chuparles las pollas, que eran las más grandes que yo había visto hasta el momento, me obligaron a tumbarme entre los dos mientras me follaban la boca y el coño a la vez, y, al final, untándose de vaselina los miembros, me penetraron por el culo. Al principio cada una de sus embestidas me dolía como si me partieran por la mitad, tanto por delante como por detrás, y sólo hacía que implorar. Mis sollozos y mis lágrimas parecían no importarles, más bien al contrario, parecía que disfrutaban con ellos. Al final, llegó un momento en que ya no sentía nada. Cuando por fin se corrieron, yo suspiré aliviada, pero solo era el principio. Unas rayas de un polvo blanco que hasta entonces nunca había probado y volvieron a la carga, dejándome al final, con el cuerpo destrozado.»
Él suspiró, excitado, cuando notó las cálidas manos de ella acercándose a su entrepierna. Era una situación extraña, allí tumbado, mientras escuchaba aquella historia triste de labios de la puta que había contratado. Las caricias que le proporcionaba eran tiernas y sensuales, y cuando necesitaba detener las palabras, tal vez porque se le atragantaban, lo compensaba gratamente, lamiendo el cuerpo, y besando.
—Trabajé para aquel hombre malvado, durante al menos, un año. El trato que me propuso fue algo raro, pero yo no tenía idea de cómo funcionaba aquel mundo, así que acepte, sobre todo por necesidad. Me convertí en una… no sé cómo decirlo, en una puta particular. Él me acogió, entregándole mi casa al banco, y me instaló en una habitación que arregló, pared, pared con su despacho. Él me tomaba siempre que quería, lo que solía ser varias veces al día, además, yo siempre debía estar dispuesta para satisfacerle a él o a quien él me mandase. Todos sus clientes, amigos y parientes desfilaron entre mis piernas, pues para él no era más que un presente barato para ofrecerme a la hora de cerrar un negocio, o de agasajar a uno de sus socios.
«Él ya se encargaba de tenerme siempre dispuesta, y sobre todo, colocada. Primero me dio la cocaína; luego, mariguana, por último; heroína, con todo esto ya me creía cazada. —Las manos de ella, juguetonas, se enredaron con el botón del pantalón, hasta vencerlo, y poco a poco, lo fue, de lado a lado, retirando. Para acabar de quitárselo, se movió, gateando hasta el final de la cama, dejándolo vestido sólo con los slips, en los que se veía, perfectamente marcado, el excitado falo, que quizás sólo por torturarlo, al volverse a tumbar a su lado, comenzó a acariciarlo, tan sólo rozándolo con la punta de las uñas, por encima de la tela—. Me obligaba a chutarme, supongo que porque pensaba que al tenerme enganchada no se me ocurriría irme, y bien es verdad que a mí me gustaba, pues suponía un alivio a toda mi pesada carga. Normalmente no sabía ni quiénes, ni cuántos, ni cómo me follaban, no era más que una muñequita de trapo, en brazos de hombres grandes, que tan sólo me utilizaban, todo el día por los suelos, todo el día en sus manos, todo el día drogada.»
«Por fortuna, o por desgracia, un día, me quedé preñada. No sé cómo pudo suceder, pues mi captor, que aunque no me tenía secuestrada, sí me tenía capturada, había intentado evitar esta posibilidad. Me había instalado un dispositivo intrauterino y además, obligaba a usar preservativo a la mayoría de tíos a los que me entregaba, supongo que por el riesgo de que me contagiaran algo que yo luego pudiera pegarle, aunque no a todos. De todas formas, yo solía estar tan puesta que no me enteraba si se corrían en mi culo, en mi coño o en mi cara. Tranquilo, no pongas esa cara, que no me pegaron nada.»
Ella ya había liberado del calzón el erecto miembro de él y lo pajeaba despacio, con una dulzura poco común en una prostituta. Él se había intranquilizado al escuchar la última parte del relato, pero el riesgo de contagio no era algo nuevo para una persona que frecuenta la compañía de mujeres públicas, a pesar de utilizar siempre las precauciones pertinentes. Si ella decía que no le habían pegado nada, así sería, y aunque no, a estas alturas nada impediría que se la follara, evidentemente, con la polla bien resguardada. Ella pareció leerle el pensamiento, pues estirando la mano, buscó a tientas el pequeño bolso y extrajo un condón. Abrió con cuidado el pequeño paquetito de plástico y se puso la goma entre los labios, después, acercándose despacio, se introdujo el miembro en la boca, colocando, de paso, el preservativo.
—Como ya te he dicho, pasó más o menos un año —dijo, sacándose el falo engomado de la boca—. Cuando me di cuenta de mi embarazó, quise dejarlo todo, pues era algo para lo que no me había preparado Ya era bastante duro enfrentarme cada día al espejo, como para además, cargar con una nueva muerte; la de mi hijo nonato. —Cada vez que hacía una pausa para respirar, bajaba los labios sobre la polla erecta, que estaba bien sujeta con la mano, por la zona de los huevos, y jugueteando con la lengua, la introducía lo más hondo que podía, para después, con suma cautela, sacársela de nuevo y continuar con su relato—. Si quería salir de allí, sabía que no podía decírselo a mi captor, pues estaba convencida que no me lo permitiría, hace tiempo que me había dado cuenta de que no trabajaba para él, sino de que me retenía, no en contra de mi voluntad, técnicamente, sino sin contar con ella. En ese momento ya sabía que no era puta, era algo peor, era una esclava sexual.
«Lo que hice al principio fue lo más sensato, y es algo con lo que mucha gente no puede lidiar, pero mis motivos eran fuertes, y sabía que podía. De la noche a la mañana dejé de tomar coca, en vez de esnifármela, soplaba; cuando fumaba, disimulaba, y procuraba no tragarme el humo, y al igual con la mariguana. Con el caballo fue más difícil, pues al dejar de tomarlo, el mono fue tremendo, y no tuve más remedio, sobre todo, por que no se diera cuenta, que volver a inyectarme. Pero cada vez me ponía menos, lo que él me daba lo guardaba, y poco a poco la ansiedad se fue reduciendo. Finalmente, estando ya casi del todo limpia, al mes y medio de mi primera falta, cuando ya empezaba a notárseme algo más hinchada, pues siempre he sido muy, muy delgada, aunque para nada parecía aún embarazada…»
Ella pareció dudar, o perder interés en la confesión, centrando toda su atención en juguetear con el falo de él entre sus labios, repasando el glande con la lengua, recorriendo con la boca toda su extensión, y recibiendo suspiros de placer entrecortados.
—¿Qué pasó, al mes y medio de tu primera falta? —Preguntó él, entre jadeos, totalmente absorto con la historia.
—Bueno… Eres la primera persona a la que le hablo de esta etapa de mi vida y… Supongo que ya da igual, han pasado muchos años… —Durante un momento se tensó, mirando nerviosa a su alrededor, imbuida por la paranoia, pero tras unos segundos, controlando la respiración, se sosegó—.Digamos que un día, un fin de semana, en el que pretendía follarme en sesión maratoniana, abusando de mí, del alcohol y de las drogas, se me fue la mano al calcular la dosis de heroína que debía inyectarle, y al parecer, sufrió una sobredosis… accidental. Supongo que él no se lo esperaba. Cuando llegó la policía, yo ya no estaba, y aunque supongo que me buscarían, él no guardaba nada que le relacionara conmigo, y no creo que la gente a la que me cedía, estuviera muy dispuesta a compartir nada, ni a colaborar, con la policía.
«Todo mi mundo se reducía a aquella habitación junto al despacho, a las drogas, y a los hombres que entraban y salían de mí, nada más. Durante un año, al menos, no había visto la calle. Así que yo no me di cuenta hasta que no escapé de allí. Al salir, descubrí que debía ser el invierno más duro de los últimos años, y no tenía a dónde ir, ni sabía a quién podía acudir. Malviví en la calle durante unas pocas semanas, intentando resistirme, por mi embarazo, al asunto de las drogas, y acabé, durmiendo en un edificio abandonado, con un grupo de toxicómanos, que no tenían inconveniente en que les acompañara, sobre todo si podían meterse en mi cama. O más bien, bajo mi caja… Ese invierno, me enteré años después, murieron varios ancianos debido a las bajas temperaturas, y algunos vagabundos también… A mí me encontró la policía, una noche helada, con evidentes síntomas de hipotermia. En el hospital me hicieron entrar en calor, pero me dijeron que el feto había quedado gravemente dañado por el frío y que era necesario practicarme un aborto.»
«Me negué, lloré y pataleé, creo que hasta mordí. Aquel bebé, era mi única familia, lo único que tenía en el mundo, la razón que me daba fuerzas para levantarme cada mañana, y no podía permitir que me lo arrebataran. Pero lo hicieron. Ahora lo entiendo, evidentemente no podían hacer otra cosa. De no haberme operado, no sólo no hubiera dado a luz, pues el feto ya había muerto, sino que probablemente se hubiera enquistado, provocándome la muerte a mí. Pese a todo, aquella perspectiva no era tan mala… en aquel momento»
Las lágrimas volvían a caer por las mejillas de ella, pero esta vez no eran debidas a la desesperación o a la culpa, sino, más bien a la añoranza de aquello que pudo ser y no fue, o tal vez a la nostalgia de aquello que simplemente nunca pudo ser. Él no lloró, pese a que ella había conseguido que se le formara un nudo en la garganta, aunque muy posiblemente sus ojos verdes sí se humedecieron ligeramente.
—Supongo que puedes imaginarte el suplicio que supuso para mí la perdida de ese niño. —Él asintió, acariciando su rostro con las manos, enjugando con ternura las lágrimas que manaban de aquellos preciosos ojos negros—. Aquella fue en verdad, la peor época de mi vida. Volví a caer en la drogadicción, de la cual aún no me había recuperado en absoluto, y comencé a vender mi cuerpo por mucho menos de lo que lo había hecho hasta el momento, y nunca había sido por demasiado. Estuve bastante tiempo haciendo la calle, chuleada por un camello de poca monta, que me obligaba a darle todo lo que recaudaba a cambio de proporcionarme los chutes. Al menos dormía bajo techo, la mayoría de los días. Pero solía emborracharse hasta perder el sentido, y cuando no le traía lo que él creía que debía traerle, me acusaba de robarle, y me pegaba. Nunca entenderé porqué no me escapé de él. Supongo que a su lado me sentía, de cierta manera, protegida, segura.
«Debió acabar en la cárcel, o muerto, o quizás huyó, escapando de algún… —Pareció detenerse, buscando la palabra correcta—. Proveedor. Sí, escapando de algún proveedor al que le debía dinero, tan sólo sé que un día regresé a la casucha donde vivíamos y no estaba. Nunca volvió. Yo continué haciendo la calle exactamente igual, vendiendo mi cuerpo de yonqui por cantidades miserables, incluso llegué a dejarme follar por un pico, o por una mísera dosis de crack. Si no hubiera sido adicta a las drogas, en poco tiempo habría conseguido suficiente para salir de aquella vida, pues aún cobrando miseria por cada polvo, acababa sacando una buena cantidad. Pero todo me lo pulía en drogas y a la noche siguiente volvía a empezar.»
«No sé cuánto tiempo estuve viviendo de aquella manera, perdí la cuenta de los días. Pero estoy segura de que por lo menos, habían pasado dos o tres años desde el día que visité el hospital por primera vez, del día en que perdí a mi hijo, hasta el día que me tocó volver. No recuerdo bien los detalles, seguramente algún otro drogadicto intentó robarme, pero sé que ingresé en urgencias con un agujero de arma punzante en el abdomen. —Ella, sin moverse, guió la mano de él con la suya, hasta que rozó con los dedos una cicatriz en el costado, que hasta el momento le había pasado desapercibida—. Gracias al cielo no fue una herida excesivamente grave y tan sólo me perforó el estómago. Pero fue lo suficientemente importante como para ser intervenida de urgencias y quedarme una temporada ingresada.»
Por fin ella pareció desistir del intento de felación, pues cada lametón la obligaba a interrumpir sus pensamientos, así que decidió, de forma unilateral, pasar a mayores, algo a lo que él no se negó. Con calma bajó su ropa interior, elevó una pierna sobre el torso de él y se colocó a horcajadas sobre su cintura. Rodeó la polla utilizando la mano y la guió, acercando la pelvis, hacia su interior. Cuando sintió que el glande comenzaba a presionar sobre sus henchidos labios vaginales, apartó la mano e hizo descender sus caderas de forma repentina, introduciéndosela de un solo golpe. Ambos gimieron al unísono al entrar en contacto de forma tan deliciosa, y así se quedaron, él dentro de ella, ella sobre él, durante unos minutos, mientras la historia proseguía.
—Allí entré en contacto con una organización religiosa que se dedicaba a ayudar a gente con problemas como los míos, y siendo consciente de lo cerca que había estado de la muerte, y de la mierda de vida que llevaba, estaba deseosa de dejarme ayudar. Cuando me dieron el alta en el hospital, me uní a estas personas, a esta secta, en lo que ellos denominaban un retiro para purificarse. Al parecer, la fortuna, que tan mal me había tratado hasta aquel momento, había empezado a sonreírme, y me permitió recuperarme de mis adicciones sin dejarme ningún tipo de secuela, algo que no todos los que allí estaban podían decir. En aquellos retiros había gente con recursos, o con familias adineradas que pagaban buena plata por su estancia, y también había gente como yo, gente humilde y sin recursos que podía recibir ayuda gracias a la caridad, y, para qué negarlo, al trabajo duro. Ayudar en las cocinas, fregar, barrer, trabajar en el huerto y en la quesería. Además, creo que el estado les subvencionaba por su labor social. La peor parte era cuando intentaban convertirme a la religión verdadera, pero yo tenía claro que no había dios, o que si lo había, yo le importaba bien poco, así que fingía y asentía. Nunca llegué a creerme una sola palabra.
«Gracias a la buena comida y a la dureza del trabajo, y por supuesto, a mi total abandono de las drogas, en pocos meses recuperé mi anterior figura, sintiendo como los pechos y las caderas volvían a recobrar forma y tamaño, y como dejaban de marcárseme todos los huesos del cuerpo bajo la piel. Nunca he tenido grandes pechos. —Él, como por instinto los acarició con las manos, mientras ella sonreía—. Pero durante la época que viví en la calle, me quedé tan delgada que a veces podía pasar por un hombre.»
—No creo que hayas podido pasar por un hombre —interrumpió él clavando su mirada en aquellos ojazos negros que se la devolvían.
—Bueno, seguía siendo una mujer, y seguía teniendo pechos y caderas, pero llegué a estar tan delgada, sobre todo en mí última época, que si tuviera fotos de entonces, no se me reconocería….
—Y aparte de comer y trabajar ¿qué hacías? Si no te gustaba rezar…
— Pues el poco tiempo libre que tenía lo empleaba en leer en la pequeña biblioteca del refugio. Al principio sólo me permitían leer panfletos y libros religiosos, pero finalmente conseguí, utilizando todos mis encantos, que el encargado de la biblioteca, un hombre apuesto, aunque algo simiesco, que también había venido de la calle hacía muchos años, me diera acceso a novelas, a libros de historia y de economía. Recuerdo que leía con avidez los periódicos, cuando en un momento de flaqueza, normalmente después de practicarle sexo oral hasta dejarle seco, conseguía sonsacárselos al bibliotecario. Allí había un mundo entero que yo desconocía, que estaba esperándome, y lo único que quería era prepararme bien para él.»
«El rumor de que me acostaba con el bibliotecario acabó extendiéndose por el refugio, pero los responsables parecían hacer la vista gorda, dado que trabajaba mucho y bien. Además, imagino que todos deseaban en mayor o menor medida acostarse conmigo, y pensaban que si me mantenían allí posiblemente acabaría cayendo, y así fue. Al bibliotecario no le hizo mucha gracia enterarse de que también me acostaba con el cocinero, y a ambos les dolió bastante lo del encargado de los establos... Nunca presté demasiada atención al aspecto religioso, pero supongo que cuando se corrió la voz de que también me metía en la cama del padre cenobiarca, fue demasiado, y me expulsaron.»
Ambos parecían estar disfrutando a su manera aquella extraña situación que mezclaba la erótica del sexo, la complicidad de la confesión, la tranquilidad del anonimato y la discreción de la prostitución, con la que ambos estaban familiarizados.
«Pero en aquel momento, y tras más de un año con aquella secta, aprendiendo tanto de los libros como de los hombres, ya era una persona totalmente distinta. Ahora ya sabía como podía sacarle un mayor rendimiento a mi cuerpo, y eso pensaba hacer.»
«Cuando llegué a la capital, me dediqué a recorrer un buen número de clubs de alterne ofreciendo mis servicios. No tardé en encontrar trabajo en las afueras, con, incluso, contrato de camarera, una buena paga fija y por supuesto… comisiones. Conseguir mis documentos para formalizar el contrato fue una odisea, pues no tenía ninguno desde que me marché de mi casa, pero finalmente lo conseguí.»
«Ni que decir tiene, que en aquel local selecto me obligaron a hacerme las pruebas para todas las enfermedades habidas y por haber. Afortunadamente, tanto para el negocio como para mí, estaba totalmente libre de enfermedades venéreas. Con el dinero que gané trabajando en el club de alterne me alquilé un piso de bastantes metros, lo amueblé a mi gusto y comencé a vivir la vida que desde siempre se me había negado, por primera vez comenzaba a ser feliz. Además, después de malvenderme de forma callejera, para mí aquello era un lujo. Disfrutaba con lo que hacía, disfrutaba con el sexo. Pero nunca lo entregaba, como una vez me prometí, sólo intercambiaba una mercancía, que era yo, por un dinero que me permitía vivir como creía que merecía.»
Desde que ella se había penetrado con el miembro de él, ambos habían permanecido totalmente quietos, simplemente absortos en la historia, en contarla o en oírla. Entonces, como si el recuerdo de la felicidad pasada hubiera servido de espuela, ella comenzó un acompasado y tierno movimiento circular sobre él, haciendo que ambos sexos se deslizaran húmedamente, uno dentro del otro.
—En aquella época conocí a algunas chicas muy interesantes. Una de ellas, con la que hice verdadera amistad, era una estudiante universitaria, de familia bien, que se dedicaba a la prostitución por puro capricho, simplemente porque le gustaba vestir a la última y vivir en la opulencia. La verdad es que ella era todo lo que yo hubiera querido ser; inteligente, segura de sí misma, con las cosas claras y con un cuerpazo y una belleza tal, que casi rivalizaba con la mía. —Tanto él como ella rieron a gusto la ocurrencia, consiguiendo que los espasmos producidos por las carcajadas les proporcionaran un doble placer—. Ella tenía un plan para ganar más dinero, y me propuso llevarlo a cabo junto con otras tres chicas. Quería alquilar un piso en el centro con varias habitaciones y que nos dedicáramos a la prostitución de lujo, llevándonos todo el dinero limpio para nosotras, y pagando todos los gastos entre las cinco.
«Las perspectivas eran buenas, así que aceptamos, poniendo anuncios en periódicos y en Internet, algo que para mí era totalmente desconocido. En poco tiempo estábamos viviendo una vida de lujo y desenfreno, ganando más dinero del que yo hubiera podido soñar. Pero nos encontramos con algunos problemas. Primero fue un exnovio de una de las otras chicas, que vino bebido e intentó forzarla, después un cliente que se convirtió en acosador, algún otro cliente agresivo… Acordamos que con lo que ganábamos podíamos permitirnos contratar un guarda de seguridad para la casa. El trabajo era sencillo, sólo tenía que pasar la noche en el salón, viendo la tele y tomando unas cervezas, y socorrernos si teníamos problemas. Como extra, algunas noches, si estábamos solas y teníamos frío, o si algún cliente nos había dejado insatisfechas, él podía hacernos compañía, si quería. Y ya te puedo decir que sí quería.»
Los movimientos lentos y acompasados de ella comenzaron a acelerarse en sube y baja, mientras cerraba los ojos y clavaba sus uñas en el pecho de él, como si estuviera haciéndoselo a otra persona.
—Era un joven guapo, atento y divertido, además de bien dotado, pero sobre todo era muy cariñoso y delicado. Al principio todas nos peleábamos por sus atenciones, pero pronto quedó claro, que aunque cumplía con las cinco, solo tenía verdaderos ojos para una. A las pocas semanas yo prácticamente no aceptaba ningún cliente, y él apenas vigilaba, pues nos pasábamos la noche haciéndonos arrumacos. Una vez juré que no volvería a amar a ningún hombre, que jamás volvería a regalarme a cambio de nada, pero por él rompí, sin dudarlo, mi promesa.
«Yo renuncié, sin pensarlo demasiado, a mi vida de locura, lujo y desenfreno, para vivir a su lado. Dejé el piso que tenía alquilado y abandoné a mis compañeras, que encontraron a otra chica para llenar el quinto cuarto. Él continuó trabajando en la empresa de vigilancia y seguridad, pero lejos de la casa donde me había conocido, y yo, que ya sólo le pertenecería, comencé mi carrera como camarera en un pequeño hotel de las afueras. Ninguno de los dos ganábamos una fortuna, pero haciendo alguna hora extra a la semana, nos daba para pagar el alquiler del pequeño apartamento al que nos mudamos y para vivir holgados. Además, yo tenía, por si acaso, un buen dinero ahorrado, de todo lo que había ganado… trabajando.»
«Él quería ser padre, aunque yo no estaba tan segura, después de todo lo pasado, de haber perdido a mi hijo nonato, de haber sufrido tanto… pero finalmente admití, que tener un hijo suyo, era lo mejor que podía pasarme. Cuando me quedé finalmente en estado, me sentí la mujer más afortunada del mundo, no había nada que deseara y no tuviera. Pensando en el futuro, acudimos al banco, deseando convertirnos en propietarios, para poder proporcionar a nuestros hijos un lugar apropiado. Con todo lo que me quedaba ahorrado, pagué la entrada de un precioso adosado, que el banco nos financió a cómodos plazos. Cuando nuestra hija nació, nos volvimos algo osados, y volvimos al banco, con la intención de financiarnos para iniciar por nuestra cuenta una pequeña empresa.»
La historia se veía interrumpida a cada acometida, pues un suspiro jadeante siempre conseguía escaparse. Y si ella conseguía no alterarse, era él el que la obligaba a detenerse, exhalando bruscamente, y de forma insinuante.
—En el banco tampoco nos pusieron pegas, y, cargados de ilusión, compramos el pequeño hotel de las afueras, en el que había estado trabajando durante algunos años, ya que los ancianos propietarios se jubilaban. La vida me sonreía, mi hija crecía sana y fuerte, y el negocio que regentábamos era, relativamente, rentable. Nunca en toda mi vida había pensado que llegaría a ser tan feliz. Por desgracia, la felicidad no fue eterna. ¿Qué puedo contarte, que ya no sepas? Desaceleración, retraimiento del consumo, crisis, destrucción de empleo, son conceptos que nos son a todos muy familiares en estos momentos. Culpa nuestra por no haber sido previsores, pero, ¿quién lo hubiera dicho? La economía iba viento en popa, la gente gastaba a manos llenas, y nosotros, también. Ganábamos bastante dinero, pero lo gastábamos, y trabajábamos en base a deuda. Pedimos un crédito para reformar la fachada del hotel, un crédito para redecorar las habitaciones, un crédito para comprar la casa de la playa… No pasaba nada, el banco nos lo daba, y el hotel, lo pagaba.
«Al ver los primeros síntomas nos asustamos, pero todos nos aseguraban que la cosa seguía viento en popa. Los ministros desde el informativo nos tranquilizaban, el banco nos animaba a continuar con las andadas, e incluso nuestro gestor, el que se ocupaba de las cuentas del hotel, nos decía qué no había de que preocuparse. Aún así, intentamos ser precavidos, bajamos nuestro nivel de vida, dejamos de endeudarnos, y empezamos a llevar una vida más relajada, pero sin privarnos de nada.»
Conforme hablaba, de forma entrecortada, notaba como los calores empezaban a embargarla, naciendo entre sus piernas, y muriendo, a lo largo de la espalda.
—Finalmente, el castillo de naipes se vino abajo. la crisis arrasó con todo, y también con nosotros. Cuando la cosa se puso fea, e intentamos solucionarlo, descubrimos asombrados, que el gestor que nos aconsejaba, había arramblado con lo poco que nos quedaba, al igual que con el resto de clientes, y se debía estar riendo de nosotros, desde una tumbona en el caribe. No sólo nuestro hotel estaba arruinado, sino que estábamos totalmente endeudados. Intentamos vender la casa de la playa, que con tanta ilusión habíamos comprado, pero no conseguíamos que nadie se interesara por ella. Seguíamos trabajando, el hotel aún funcionaba, pero lo que ganábamos no nos bastaba para cubrir las cuantiosas deudas. Finalmente, malvendimos la casa de la playa, por una cantidad que aunque irrisoria, nos permitió un ligero desahogo. Pero pronto vimos que eso no era todo. El hotel dejó al fin de dar dinero, se convirtió en un monstruo que sólo nos chupaba, la vida, la sangre, y lo poco que nos quedaba. Intentamos venderlo a la desesperada, pero ahora ya sí, a nadie le interesaba.
Ella, como podía, contenía el orgasmo, centrando sus pensamientos tan sólo en la historia que contaba, pero notaba como su interior se encendía cada vez que alzaba la cadera, haciendo que la gran polla de él saliera de sus entrañas, y como cuando recorría el camino, a la inversa, hincándose en aquel falo, un escalofrío la invadía, obligando a contraerse, de forma involuntaria, las paredes vaginales, produciéndole si cabe, un placer más delicioso, y a la par, culpable.
—Totalmente consternados, tuvimos por fin, que bajar la persiana, entregando nuestro hotel a aquel director de banco que tanto, decía entonces, nos apreciaba. Pero nuestra deuda con él no había sido condonada, y aún teníamos que pagar una cantidad desorbitada. Intentamos encontrar trabajo, para poder hacer frente a los pagos, pero imagino que ya sabes como está el mercado. Ninguno de los dos encontrábamos nada y en última instancia, malvendimos el adosado, para alquilarnos un pequeño estudio, en una finca destartalada, mientras continuábamos haciendo frente a los pagos que mensualmente nos llegaban. Muchas veces hablamos de nuestra situación, pero para él, mandarme a la calle nunca fue una opción. Yo se lo sugerí en más de una ocasión, pues aunque cuando le conocí, juré que jamás volvería a dejarme follar por dinero, sabía que así podríamos pagar nuestras deudas y salir adelante.
«Yo he vivido en la calle, he malvivido en la calle, y no pienso permitir que mi hija tenga que pasar por nada parecido. Este mes nos llegará la orden de desahucio, pues ya no podemos ni pagar el alquiler. Antes mi marido aún conseguía algo para comer en los contenedores de los grandes comercios, pero ya llevamos tiempo recurriendo a los comedores sociales… No voy a permitirlo, mi pequeña no se merece eso. Ya casi no soy capaz de mandarla al colegio, porque sé que ha de enfrentarse a las burlas de sus compañeros. Así que si he de follar por dinero, si he de abrirme de piernas ante todo aquel que este dispuesto a pagarme, por ella, por mi pequeña, estoy dispuesta. Ahora, ya lo sabes.»
Toda la tensión acumulada estalló repentinamente, haciendo que sus piernas temblaran espasmódicamente, mientras alcanzaba un clímax como nunca antes había conocido. Todos los recuerdos, todo el dolor y la rabia se acumularon en sus ojos negros como el carbón, haciendo manar un mar de lágrimas cargadas de tantos sentimientos, que sería imposible discernir cual era el motivo de su llanto. Al mismo tiempo, los gemidos incontrolados acompañaban el movimiento de caderas desbocado, que introducía una y otra vez entre sus piernas el falo de él. Lloraba y jadeaba, y cabalgaba sobre el mayor orgasmo que hubiera tenido nunca, porque en aquel momento no sólo follaba, como había hecho en tantas ocasiones, ni siquiera hacía el amor, como con su marido, o con su padre, aquella lejana vez en el pasado, no. Lo de aquel día había sido algo especial, había conectado con aquel hombre como no había hecho nunca con nadie, había desvelado sus secretos más oscuros y se había confesado, limpiando su interior en el proceso.
Él se mordía el labio con fuerza, con los ojos fijos en la cara desencajada de ella, que saltaba como loca sobre su polla, gritando y jadeando como si no hubiera mañana. El orgasmo era inminente, pues ante aquellos movimientos, espasmos y contracciones, no había hombre que pudiera evitar correrse. Ella no paraba sus movimientos, haciendo que las lágrimas gotearan por su rostro, inundándole a él el torso, mientras se corría sin medida. Él se unió al jadeo desenfrenado, mientras su preciada semilla, borboteaba abundantemente, llenando por completo el preservativo que aún llevaba puesto.
Cuando ya ni sus propias piernas pudieron soportar su peso, cayó rendida sobre el pecho de él, intentando aspirar profundamente, sin poder contener el llanto.
—¿Y… y tu marido…? —Se atrevió a preguntar él al cabo de un rato, notando aún como las lágrimas de ella le recorrían el pecho y morían en su hombro—. ¿Tu marido lo sabe?
—Sí. No permitiré que se entere como se enteró mi padre. Él lo sabe, y lo comprende. No le gusta, no nos gusta a ninguno de los dos, pero no hay otro remedio, si lo hubiera….
Se quedaron allí tumbados, abrazados, durante al menos un par de horas. Ella había estado todo el tiempo llorando, y él, no sabía porqué, se había quedado a su lado, acariciando su oscura melena. Pero finalmente ella se durmió, seguramente agotada por el llanto. Él sonrió y negó con la cabeza. Sólo era una puta, sí, con una vida triste, pero seguramente la mayoría de ellas tenían vidas tristes, y en el fondo a él no le importaba.
Se levantó de la cama procurando no hacer ruido, para no despertarla, y guiado por la difusa luz carmesí se vistió con su ropa. Antes de abandonar la habitación, sacó un fajo de billetes de la cartera, y contó hasta alcanzar la cantidad pactada, la mitad por la historia, la mitad por el polvo. Dejó el dinero encima de la cómoda y salió lo más sigilosamente que fue capaz. Pensó en ella durante un rato, de camino a casa, pero al poco tiempo casi se había olvidado. No había sido más que una triste historia de una triste puta, a la que no volvería a ver, seguramente nunca…
Cuando ella abrió los ojos, se maldijo por haberse quedado dormida, era un lujo que no podía permitirse. Se tranquilizó al descubrir el dinero sobre el tocador. Lo cogió y lo contó entre lágrimas. Con aquello les daría para cubrir el alquiler de un mes, pagar luz y agua, y tal vez, la comida de un par de semanas. Con los ojos enrojecidos, salió de la habitación y puso rumbo a casa, sabiendo que la próxima vez que tuviera que venderse por dinero, volvería a ser doloroso.
Relato procedente del XX Ejercicio de Autores de TodoRelatos: "Erotismo en tiempos de crisis económica". Perfil de Silvade: http://tinyurl.com/Silvade