¿Por qué a mí?
Se preguntó Ramòn, una y otra vez. Nunca supo la respuesta.
De un fuerte golpe en la nuca despertaron a Ramón. No pudo ver de dónde o de quién había venido, pero si sintió de inmediato un agudo dolor, sensación a la que, a pesar de haber sido una constante los últimos días, no podía acostumbrarse. Intentó cubrir la zona del impacto con sus manos, pero las tenía atadas, al igual que sus ojos vendados y su boca amordazada. No pudo ni siquiera gritar, se conformó con derramar algunas lágrimas y rezar callado, en su mente y ya sin fe.
Estaba completamente desnudo y así lo había estado ya por varios días, sin que a quienes lo mantenían en aquel sótano por razones que desconocía les importaran las bajas temperaturas. Su piel permanecía aterciopelada todo el tiempo, ya fuera por el miedo o por el frío. A lo largo de su cuerpo se podían apreciar los moretones y las yagas de una clara tortura. En uno de sus pies ya no había cinco dedos, sino cuatro. El otro yacía en el piso, junto al pequeño charco de sangre producto de su mutilación.
Un golpe más, pero en su estómago, un puntapié que le quitó el aire. Luego otro en la espalda y un par más en la cara. No sabía de dónde o de quién provenía, si del hombre que aparentaba ser el jefe de la banda o de alguno de sus dos asistentes, pero igual lo lastimaban. Igual le dolían. Se preguntó por qué a él.
Uno de los tres aflojó los nudos de los pañuelos que cubrían sus ojos y su boca y estos, con un movimiento de cabeza, cayeron al suelo permitiéndole quejarse y ver de nuevo, algo de lo cual no estaba seguro de alegrarse, menos al darse cuenta de que sus captores, al igual que él, estaban desnudos. Sí, los tres sujetos, uno con la sonrisa más perversa que los otros, caminaban a su alrededor mostrando orgullosos sus erecciones. Les excitaba verlo sufrir, ver su expresión de dolor, angustia y miedo maquillada con su sangre y sus lágrimas secas. Les causaba un infinito placer torturarlo y sabían que al verlos de esa manera, sin ropa, su tormento aumentaría, al imaginarse lo que estaba por venir. Al imaginarse que el castigo ya no sería superficial, sino interior, de ese que causa heridas más profundas que una puñalada.
Ninguno de los tres hablaba, se limitaban a caminar alrededor de él, acariciando sus miembros de vez en cuando. No necesitaban palabras para alimentar su suplicio, no más. Había llegado a un estado en el que el terror y el dolor vivían por sí solos. Era tanto el tiempo que había permanecido secuestrado y tanta la incertidumbre, que la paranoia que invadía su cerebro era suficiente para mantenerlo temblando y con los vellos erizados. Al principio eran los insultos, las amenazas y los golpes lo que más le preocupaban, pero, con el paso del tiempo, los silencios se fueron volviendo su más grande temor porque sabía que era durante ellos que planeaban qué harían con él y, nada más de imaginarlo, nada más de pensar las cosas que podían pasar por las cabezas de tipos tan retorcidos, eso bastaba para destrozar sus nervios. Eso bastó para aplastar su voluntad, su seguridad, sus esperanzas. Volvió a preguntarse por qué a él.
Ninguno de los tres pronunciaba palabra, seguían moviéndose en círculos en torno suyo y tocando sus penes en señal de advertencia. Ya no pudo soportarlo más. La duda lo mataba. No estaba seguro si en verdad deseaban abusar sexualmente de él, pero si tenía la certeza de que, si esas eran sus intenciones, lo mejor era que lo hicieran de una vez por todas. No es que quisiera o anhelara ser ultrajado por aquellos individuos, pero si ese era su destino, ¿para qué esperar? "Al mal paso, darle prisa", pensó.
¿Qué diablos están esperando? Si me van a violar, háganlo de una buena vez. - Gritó con voz de mando, intentando ocultar el inmenso miedo que sentía.
¿Lo escucharon? - Preguntó el jefe a sus dos compinches - Ya sabía yo que a éste puto le encantaba la verga. Le urge que se lo claven. Ese no era el plan, pero... ni hablar. Si eso es lo que quieres, eso tendrás. - Exclamó, acercándosele y pidiéndole a sus compañeros que hicieran lo mismo.
Al escuchar esas mentiras, Ramón, justo como su verdugo lo pensara al decirlas, se culpó por lo que estaba a punto de sucederle. Bastó con que su captor lo mencionara para que él, en la fragilidad en que se encontraba, se convenciera de que era cierto, de que lo violarían por petición suya y nada más. Fue entonces que se sintió peor. Su mente estaba tan desquebrajada por el tormento que había vivido y el que estaba por vivir, que sus ideas ya no eran claras, pensadas por voluntad propia. Nunca lo había sido, nunca le habían gustado los hombres y mucho menos había deseado que uno lo penetrara, pero comenzó a creerlo. Empezó a verse y a sentirse como si en verdad fuera un homosexual o, peor aún, un puto. Volvió a entonar las estrofas de una oración en su mente, pero ya no pidiendo salir de aquel infierno, sino rogando el perdón por ser un sucio pecador, uno que suplica a esos que tanto lo han hecho sufrir lo sodomicen.
Levántenlo y póngalo contra la pared. - Ordenó el líder a sus camaradas, quienes de inmediato obedecieron y, tomándolo uno de cada brazo, lo estrellaron contra el muro.
El rostro de Ramón, ensangrentado por los previos golpes, rebotó contra el ladrillo provocándole una nueva herida, una por la cual ya no se lamentó. Estaba tan absorto en sus pensamientos de culpa y sus oraciones suplicando el perdón, que ni siquiera sintió el choque. Ya no era lo que sucedía afuera de su cuerpo lo que lo torturaba, sino eso que pasaba en su interior. No opuso resistencia alguna cuando sus piernas fueron separadas para recibir a la primera verga: la del cabecilla de la banda. El pedazo de masculinidad se fue abriendo paso entre sus nalgas y, cuando se topó con el hasta entonces virgen ano, de un sólo y violento movimiento lo atravesó, con casi la mitad de su longitud.
Ramón escupió un amargo alarido al sentirse penetrado por aquel grueso y largo falo, el cual no detuvo su avance hasta sentirse completamente envuelto por su estrecho y tibio culo. Enseguida comenzaron las furiosas y profundas embestidas que, al lastimarlo desde dentro, lograron romper esa especie de trance en la que había caído, regresándole el control de su sufrimiento a sus captores. Se preguntó por qué a él, por enésima vez.
Las fuerzas y el aguante que tenía el dueño de aquel monstruo alojado en sus adentros, era más impresionante que las dimensiones del mismo. Tuvo que soportar ser follado sin contemplaciones durante un periodo que le pareció eterno. Cada estocada era más profunda y rabiosa que la anterior. Sus tejidos anales sangraban y el dolor que sentía, poco a poco, fue agotando sus ánimos de seguir gritando. Era como un muñeco en las manos de aquellos tres sujetos, uno fabricado para satisfacerlos hasta que se cansaran. Estuvo a punto de perder el sentido, pero ellos se aseguraron de que eso no sucediera, de que estuviera conciente todo el tiempo. Luego de un largo rato, el jefe se vació bañando con semen los intestinos de su víctima y fue entonces el turno de uno de sus compinches y después del otro. Las pollas de estos no se comparaban a la del primero y su excitación era mucho mayor, por lo que no las tuvo dentro por mucho tiempo. Una vez que todos se vinieron, dejaron de sostenerlo y se desplomó, completamente acabado.
Sus tres verdugos, al verlo tirado y prácticamente muerto en vida, recuperaron las erecciones que perdieran tras sus recientes orgasmos. Se masturbaron y eyacularon en su endeble anatomía. Una lluvia de esperma y luego de orina, cayó sobre él sin provocarle reacción alguna. Su razón, su cordura, terminaron de perderse en esos fluidos que escurrían por sus piernas, brazos, tórax y cara. Ni siquiera el escuchar "mátenlo", orden que el jefe dio como si se tratara de cualquier cosa, le significó algo. Ya nada le importaba, ya no quería ni saber las razones por las que se encontraba ahí, por las que había sido torturado durante más de una semana. No le preocupaba que acabaran con su vida, pues hacía mucho que se la habían arrebatado. Esa última herida, esa navaja clavada en su corazón, no fue más que el final que a gritos callados había pedido.
Ramón dejó de existir sin saber el porque de su secuestro. Muchas veces lo preguntó, pero no encontró respuesta. Como único gesto de consideración, sus captores decidieron no decírselo, decidieron dejarlo pensarse tan importante como para haber sufrido todo aquello por una razón de peso. Les pareció que confesarle la verdad, decirle que sólo lo hacían por diversión, por placer y no por dinero o venganza, habría sido demasiado cruel. Pensaron que hacerle saber que lo habían llevado a ese sótano por simple azar, robándole la última pizca de autoestima, sí los habría convertido en unos monstruos.
Los tres sujetos arrastraron el cuerpo de Ramón hasta una pequeña puerta que daba a una jaula donde guardaban decenas de ratas. Luego de darles de comer a sus mascotas, salieron de la casa, se subieron a su camioneta y arrancaron en busca de la siguiente víctima. El líder, tomando uno de los números de la placa de otro automóvil, propuso que la cacería sería en la calle ocho. Una vez en el lugar, un muchacho rubio y una chica morena les parecieron perfectos para sus planes. Lanzaron una moneda para escoger a uno de los dos.