Por mis tripas

Sufriré de las burlas de mis compañeros.

Pepito estaba muy preocupado. Si no hacía algo pronto, sería expulsado de la pandilla. En la reunión que, como cada martes por la noche, habían tenido el día de ayer, el tema principal había sido el sexo. Todos sus amiguitos, que rondarían entre los ocho y doce años, tuvieron algo que decir. Algunos, los más experimentados o mentirosos, quien puede saberlo, presumieron de encuentros con mujeres maduras. Hablaron de senos, coños y venidas. Otros, tal vez con menos imaginación, no confesaron algo más allá de una paja ajena. Pero así fuera un simple rose lo que contaran, a excepción de Pepito, nadie se quedó callado. Ese detalle bastó, para que llamaran a éste mariquita.

El ser el único sin conocimientos prácticos sobre el sexo, dentro de un grupo de un "hombrecitos", era lo peor que podía pasarle a una persona. Pepito lo sabía, por eso su mortificación. De no hacer algo para cambiar su situación, tal y como se lo habían dicho sus compañeros, además de abandonar de grupo, caerían sobre él toda clase de burlas y humillaciones. Pero, "¿qué podía hacer para evitarlo?", se preguntaba. No era guapo y, siendo apenas un niño, tampoco de buena verga. Sería muy difícil conseguir que una muchacha le "hiciera el favor". Y de ir con una prostituta, ni pensarlo, no tenía dinero ni para un chicle. Se creyó perdido.

De pronto, alejando todas esas frases, como "vete comprando tu faldita, niñita" o "si no te coges a una vieja, lo menos que vamos a decirte es Pepita", que lo torturaban, llegó una idea a su mente. Recordó que a María, una chica de su barrio sobre la que se rumoraba andaba en "malos pasos", le encantaban los pastelillos que hacía su madre; alguna vez, le dijo que por uno de esos hasta se las daba. Pepito sabía muy bien que fue una broma, pero con un poco de suerte, pensó, quizá podría convencerla. Le pidió, con el pretexto de que era el cumpleaños de un amigo, uno de fresas y duraznos a su madrecita, y salió corriendo hacia la casa de María.

Para su poca fortuna, ella no estaba en casa. Se sentó a un lado de la puerta a esperar. Los minutos pasaron y María no daba señas de aparecerse. El estómago de Pepito comenzó a reclamarle la falta de alimento. Con un dedo, le quitó un poco de merengue al pastel, esperando calmar con eso su apetito. Pero el tiempo siguió corriendo, la jovencita no apareció, y el pastel se terminó. El desdichado chiquillo, regresó a su casa sin pastel, y aún virgen. Trató de dormir, y lo hizo, pues finalmente, luego de darle vueltas al asunto, se resignó a las consecuencias de su gula.

A la mañana siguiente, se levantó, se puso el uniforme y se fue a la escuela. Todos lo miraban. La maestra nombró lista. Antes de que dijera su nombre, Pepito, mostrándole su nueva y rozada falda, le dijo que a partir de ese día, se llamaría Pepita.