Por mis putas fantasías: capítulos 8 y 9

Lorna y Noé pasan una de las mejores noches de sus vidas, entre fluidos, caricias y gemidos. Sin embargo, al amanecer, Noé descubre algo que podría cambiar el rumbo de su vida matrimonial.

8

Mi vida sexual con Lorna antes de saberme infértil era muy erótica. Ella misma era una mujer muy erótica. Toda su tersa piel, humectada y suave, exudaba erotismo. Todo el tiempo me tenía empalmado. Era usual estar en mi oficina y que en alguna parte de la mañana o en la tarde me mandara algo como esto:

«Espero termines pronto, cariño, porque hoy tu conejita está muy caliente, y cuando llegues te hará cositas muy ricas que harán que te corras de placer.»

«Uy, bichi, si supieras cómo estoy de mojadita dejarías todo cuanto estuvieras haciendo para venir a enterrar tu lengua en mi conchita rosita.»

«Mi amor, hoy tu gatita siente deseos de chupar tu pene hasta que tu lechita escurra entre mis labios.»

«Mi cielo, mis pezones están tan duritos que pareciera que quieren que los muerdas y los chupes hasta que te canses.»

«Mi amor, hoy quiero hacer cosas sucias contigo toda la noche, hasta que mis gemidos te arrullen y mis fluidos te humecten la piel.»

«Papi, hoy quiero sentarme sobre tu carita, para que saborees mis orgasmos mientras juegas con tu lengua en mi clítoris.»

Sus juegos sexuales me excitaban sobre manera, como cuando desayunábamos o comíamos en la mesa y ella se sentaba frente de mí, para que al cabo de unos minutos sus pequeños y traviesos pies acariciaran mi entrepierna en tanto pasaba su lengua por sus labios sonrosados.

De lo cachondos que nos poníamos, muchas veces habíamos interrumpido nuestras comidas para terminar follando allí mismo sobre la mesa de cristal, ella con sus piernas sobre mis hombros, y yo empujando sobre sí, comiéndome su boca, cuello, senos, de nuevo boca, de nuevo senos, en medio de una orquesta de gemidos que nos sacaba a flote nuestro instinto animal.

Lorna siempre estuvo dispuesta a complacerme en todo. Y mi entrega hacia ella era recíproca. Estaba enamorado de ella, y eso fue siempre el mayor aliciente en nuestros actos amatorios. La amaba por su elegancia al andar, su culturización a la hora de compartir temas de interés, su profesionalismo como profesora de infantes, su mirada coqueta, su sonrisa procaz, su voz de ángel, sus gemidos gloriosos. Ufff.

Mi amada diosa sexual.

Me enloquecía su carita de muñeca, tierna, casi infantil, misma que mutaba al de una mujer de fuego cada vez que quería que hiciéramos el amor.

Toda ella estando desnuda o vestida era un espectáculo.

Esa noche, después de la fiesta, durante el trayecto al apartamento (luego de un incómodo silencio que se prolongó hasta que entramos a nuestra habitación) Lorna, después de mucho tiempo, me miró otra vez con deseo. Lo noté por su gesto lascivo, por sus ojos azules que ardían desde adentro. Por sus labios rosas que se chupaba uno con el otro. Por el modo en que friccionaba sus piernas, una con otra, como si quisiera evitar escapar un derrame interno.

Entonces, sin decir agua va, me cogió de la corbata y me partió la boca con un delicioso beso casi estrangulador. Quería guerra, vaya que sí, entre chasquidos con la lengua y pequeños gemidos erotizantes me tumbó de espaldas a la cama, se acomodó toda su rubia cabellera hasta quedar por uno de sus costados, y me dedicó esa sonrisa lujuriosa que yo tanto había aprendido a amar.

Después, se arrancó el vestido con violencia, se apartó el sostén y se quitó las bragas hasta que sus enormes senos rebotaron sobre su propio cuerpo, y sus caderas y gloriosas nalgas respingadas se desnudaron ante mí.

Verla allí de pie, sin ninguna prenda en el cuerpo salvo sus tacones, me enloqueció de inmediato. Bajo el haz de la tenue luz pude distinguir una diosa de plata. Blanca como si hubiese sido rociada con leche. Entre tanta blancura, el azul de sus ojos, el rosado de sus labios, y el dorado de sus cabellos contrastaron violentamente con el tono de su piel.

Con sensual encanto se puso a cuatro patas sobre la cama matrimonial, y pronto comenzó a andar a gatas lentamente, contorneando su culo con maestría, acercándose a mí como una conejita hambrienta y viciosa hasta quedar sentada encima de mi entrepierna. Sus tetas grandes parecían flotar, y sus pezones hinchados y erectos pedían a gritos que mi boca los devorara. Ella los acercó a mi boca y luego se volvió hasta mi oreja para decirme lo siguiente con las palabras más sexys que una mujer en celo puede proferir:

—Estoy tan caliente mi vida, estoy tan mojada, ¡quiero que esta noche me hagas tuya hasta el amanecer!

No entendí el motivo de su calentura, ni lo que la había estimulado a estar tan mojada, según verificaron mis dedos cuando los enterré dentro de su vagina, ni mucho menos los impulsos que la habían llevado a gemir como una gatita excitada mientras se contoneaba al ritmo de mis dedos.

—¡Por favor, bichi, por favor, acaríciame, lame mi piel, tócame, hazme tuya!

Y me volvió a besar, pasando después su jugosa y esponjosa lengua sobre mi cuello. Gemí ante la excitante sensación. Luego, como si un fuego interno la quemara por dentro, con sus manos guió las mías para acariciarla completa: nalgas, cintura, cada centímetro de sus curvas, su abdomen, sus senos, sus pezones. Ufff. Pronto volvió a devorar mi boca. Su lengua se encontró con la mía y jugueteamos. Su aroma. Su afrodisíaca aroma.

De inmediato se incorporó y comenzó a quitarme la ropa. Yo estaba temblando de dicha, de placer, de calentura contenida. Me levanté un poco para desnudarme y luego ella se recostó en la cama quedando boca arriba.

—¡Cómeme, mi amor, cómeme toda!

Sus largas piernas rodearon mi cuello y me llevaron hasta su monte Venus, viscoso, caliente, jugoso. Con gusto enterré mi nariz y mi lengua sobre esa rajita sonrosada, depilada. Su aroma a sexo, a diosa cachonda, a luna de plata, a gatita apetitosa se escondió en cada poro de mi piel. Mi pene palpitaba, se inflamaba poco a poco y luego descendía.

Sentí las puntas de sus tacones arañarme la espalda, luego sus manos hundieron con fuerza mi cabeza sobre su coño. Ah, cuánto placer. Ella gemía, gritaba, bramaba y se columpiaba sobre mi cabeza. Me tenía empapado, mientras yo continuaba lamiendo su yacimiento de hembra.

Restregó sus pliegues rosas en mi boca y me siguió mojando con sus fluidos. Una corrida, otra corrida, ¿qué le ocurría? ¿Por qué estaba tan caliente? No importaba, yo lo estaba disfrutando de verdad.

Lorna, mi Lorna, mi amada y cachonda Lorna.

Continuó estallando en un manar que sólo las diosas cómo ella podrían proveer. Y era mía, solo mía. Mi lengua divagó en su estrecha vagina, mojada, caliente, carnosa. Por mi nariz chorreaba su corrida. Y ella gemía de gozo. Le gustaba el trabajo de mi lengua. Y los fluidos continuaron destilándose en mi cara, boca y cuello, y yo bebía todo cuando podía por el simple hecho de saber que era de ella.

Y sin penetración, como ella me lo había propuesto horas antes, la hice tener los mejores orgasmos de su vida. Cuando ella estuvo saciada me colocó boca arriba y se encargó de lamerme el cuello, pecho, abdomen, pelvis y hasta llegar a mi polla, donde la chupó con devoción mientras sus largas uñas como de cristal acariciaban mis testículos. Sentir su lengua sobre mi glande, sobre la base de mi pene, sobre cada espacio de mi sexo, me provocó una corrida de ensueño. Mi pene, pese yo estar calientísimo como nunca antes, no logró engrosar como en sus buenos tiempos, pero el menos conseguí eyacular.

Y nos quedamos dormidos, desnudos, ella gimiendo encima de mi pecho, y yo acariciando sus pezones hasta que el cansancio me venció.

9

Eran las siete de la mañana cuando desperté. Lorna me había ganado a levantarse, la pillina. Sonreí. Me sentía feliz. Renovado. Me sentía como un adolescente precoz que se ha enamorado de su primera novia.

Me metí a bañar y encontré el consolador de Lorna sobre la bañera. Sorprendido, lo tomé con mis manos y lo olí. Sí, sí, todavía tenía sus fluidos. Olía a ella, a su caverna de carne. ¿A qué hora se había levantado y por qué se había masturbando esa mañana tras la noche que habíamos pasado? No lo sabía, pero era claro que estaba en sus días de lascivia. ¿Estaría ovulando?

No lo sabía, pero me gustaba pensar ella, de momento, se sentía plena y, en contraparte, por primera vez en mucho tiempo yo me sentía seguro de mi Lorna. Mi disfunción eréctil no tenía por qué ser un impedimento para gozar en el sexo. Acababa de comprobar que si había voluntad, una pareja podría resurgir cuantas veces le dieran la gana.

Me bañé, me vestí, y me encontré a Lorna en el desayunador.

—¿Cómo está la diosa rubia más sexy del mundo? —le pregunté besándole la espalda.

Vestía un baby doll negro muy sexy que transparentaba todo su majestuoso cuerpo. Olía a limpia. A flores.

—Esta diosa rubia, la más sexy del mundo, amaneció más cachonda que nunca, porque su hombre le dio una de las mejores noches de su vida.

No puedo negar que mi ego creció tanto como el influencer que consigue sus primeros cinco seguidores en redes sociales.

—Lo merecías, mi amor.

—Amos lo merecíamos, bichi.

«Aunque no hubiera habido penetración» pensé.

Preparó un delicioso desayuno americano y sirvió dos porciones para cada uno en platos de porcelana. Entre lo que fui a sentarme y volví a mirar a mi mujer, noté que Lorna se había quitado la prenda transparente que cubría su cuero y ahora estaba completamente desnuda frente a mí, en el otro extremo de nuestra pequeña mesa de cuatro sillas.

—Espero no te moleste, bichi —dijo con sonrisa pícara, mordiéndose el labio inferior—, pero he amanecido con calor.

Me quedé helado viendo a tan escultural mujer.

Tragué saliva y le dediqué una sonrisa nerviosa, como la primera vez que la vi en aquella discoteca. Quise pararme para ir chuparle los senos, pero con la mirada me dijo que no.

—No, bebé, no quiero que arrugues tu traje. Tan lindo que te ha quedado el día de hoy.

—Pero mujer, es como ofrecerle este menú a un mendigo y pedirle que no lo coma.

—Gajes del oficio, querido. Además, quiero mantenerte empalmado todo el día para que esta noche me vuelvas a cenar.

Sonreí de oreja a oreja. La idea me gustaba.

Comencé a devorarme los panqueques sin perderla de vista, y cuando menos acordé, Lorna cogió el bote de la miel que estaba junto a una escultura de un ángel que ella había hecho, y derramó un par de chorros sobre cada uno de sus hinchados pezones.

—¡Madre mía! —gemí al ver el espectáculo.

Vi a mi mujer amasar sus grandes senos y luego llevárselos a la boca. Con su lengua lamió sus aureolas rosas y sus pezones dulces hasta dejarlos brillantes y sin una gota de miel.

—¡Yo también quiero chupar! —le pedí haciendo un gesto infantil—. ¡Yo también quiero lamerte la miel de tus senos!

Ella negó malvadamente con sus dedos embarrados de miel, chupándoselos con la lengua.

—¡Eres una niña muy mala! —me quejé entre broma.

—Pues tendrás que darle a tu rubia niña mala un merecido ejemplar esta noche, bichi.

—Ni siquiera tienes que decirlo —me adelanté a contestar, con mi polla medio dura.

Estaba empalmado, sí, otra vez. Si Lorna continuaba erotizándome, estaba seguro que mi disfunción pronto sería cosa del pasado.

—¿Pero qué te ha pasado, mi diosa rubia? —le pregunté feliz—. ¡Desde esta madrugada te noto más prendida, más cachonda!

—¿Te molesta? —quiso saber haciendo una voz de niña mimada.

—¿Cómo me va a molestar, mi amor? Si me encanta.

—Por cierto, bichi, esta tarde viene tu amigo Leonardo a casa.

Por instinto escupí todo el jugo de naranja sobre la mesa. Tosí con fuerza hasta que pude tragar los restos del sumo que se me había atorado en la garganta. Mi mujer me miró sorprendida y frunció el ceño.

—¿Perdona? —fue lo único que pude decir, casi sin aliento.

¿Qué putas tenía que ver Leonardo con todo esto?

Aquella atmósfera sensual estalló en mil fragmentos en una milésima de segundo.

—¿Qué pasa, bichi? —me cuestionó ella sorprendida.

—¿Cómo está eso de que Leo viene a casa hoy, y por qué lo traes a cuento cuando estamos hablando sobre otra cosa…?

Lorna volvió a fruncir el ceño, como si no entendiera de lo que le hablaba.

—A ver Noé —comenzó como si tuviera que regañar a uno de sus tontos alumnos—; no recuerdo haberte visto tan borracho esta madrugada como para que hayas olvidado la conversación que tuvimos Leo, Jessica, tú y yo, respecto al encargo que me haría tu amigo para hacerle tres esculturas de resina para su nuevo local.

¡Claro, claro! Esa maldita conversación.

Después de haber visto a Paula en condiciones poco decentes, la noche anterior, volví al salón donde encontré a Leo, Jessica y Lorna platicando muy animados sobre las artesanías que hacía mi mujer.

Jessica le había contado a Leo que Lorna era una gran artista; incluso le planteó a mi amigo la posibilidad de que mi mujer le hiciera un par de esculturas para su nuevo local, a lo cual Leo, (que repentinamente se había interesado en las artes plásticas) había aceptado encantado, sin consultármelo siquiera.

Estando yo presente, Leo y Lorna acordaron encontrarse esa tarde para que el primero pudiera observar algunas de las esculturas que mi mujer tenía en una habitación que habíamos acondicionado para que hiciera las veces de su taller.

Claro, claro, ya lo recordaba. Por esa razón yo no había dicho una sola palabra en el trayecto a casa. Yo había decidido persuadir de esa locura a Lorna esa misma mañana. Pero con tanto ajetreo durante la madrugada, ahora lo había olvidado por completo.

—Vamos a ver, muñequita de porcelana —intenté hablar, tragando aire en exceso para que mis ideas se oxigenaran—. Yo entiendo tu gusto por las esculturas que haces, pero una cosa es hacerlo por pasatiempo, y otra por dinero. Quiero decir, Lorna, que tú no necesitas trabajar más allá de tu profesión como maestra. Yo soy tu marido y te puedo mantener.

Cuando Lorna se levantó para recoger el baby doll y ponérselo encima, me quedó claro que mi respuesta la había enfadado.

—Noé, no comencemos de nuevo, por favor. No es la primera vez que vendo algunas de mis esculturas. Por lo que se ve, Leo tiene posibilidades de pagarme algunas.

—Si te hace falta dinero, pídemelo, Lorna.

—¡Por Dios, hombre! ¿Ya olvidaste mi deseo de comprarnos una casa en forma? Entre tu sueldo y el mío podemos cumplir ese propósito. Te lo llevo diciendo desde que nos casamos, hace siete años. No es que no me guste este apartamento, siempre le voy a tener un cariño especial porque fue nuestro primer nidito de amor. Pero a mí me hace ilusión tener mi propia casa, con un jardín donde pueda plantar flores, una piscina donde podamos nadar en los veranos, ¡una casa en forma, bichi, ese es mi deseo!

Claro, ese era su segundo deseo: el primero era tener hijos, el segundo tener una casa propia. Desde luego, esto segundo era una ilusión que no le podía negar, no si ya le había fallado con el primero.

—Ya lo veremos entonces, mi hermosa. Haciendo unos ajustes a nuestras finanzas yo puedo encargarme de ello.

—¡Que no, que no! —exclamó—. Yo quiero aportar. Ya pasó la época donde las mujeres quedábamos relegadas de las finanzas del hogar. Así que, por favor, no me vayas a salir ahora con argumentos machistas a estas alturas de la vida, ¿es posible?

—Nada de machismo, Lorna. Por favor no me malentiendas. Yo estoy de acuerdo en que sigas ejerciendo de maestra en el preescolar y que continúes haciendo tus artesanías como pasatiempo personal. Pero no hay necesidad de que te estreses teniendo que hacer pedidos a extraños.

—¿Entonces cuál es el problema, Noé?, ¿que quiera dedicarme a mis artesanías de manera más profesional? ¿O que se los venda a extraños? Porque aquí el extraño vendría siendo tú amigo Leonardo, que por cierto es tu amigo desde la infancia y con el que sales se copas cada Jueves de quincena.

Me había dado un golpe bajo. A estas alturas de nuestro matrimonio, lo último que quería era que descubriera mi faceta de celoso. Nunca le había hecho una escenita y tampoco deseaba que aquella fuera la primera vez. Entendía su punto, no podía estar celoso de un tipo con el que me reunía cada quince días. Así que respiré hondo. Tampoco quería agobiarla.

—¿Qué cosas dices, muñequita? —intenté sonreír sin convicción—. ¿No estarás sugiriendo que estoy celoso de Leo?

Ella levantó las cejas.

—Eso mismo me pregunto yo. Mira, Noé. Te tengo por un hombre sensato, correcto e inteligente. No quiero escenitas.

—¿A qué hora vendrá? —quise saber—. Tal vez yo mismo pueda ir a recogerlo.

—Creí que tenía vehículo —contestó ella.

—Sí, sí tiene dos, lo que pasa es que…

—Entonces no tienes por qué ir por él.

Tomó un trago de jugo de naranja y yo continué:

—Yo solo preguntaba a qué hora venía. A lo mejor me salgo un rato del trabajo para venir a hacerle plática y no te sientas incómoda estando a solas con él.

Lorna de nuevo entornó sus ojos turquesa, como si pensara que yo había perdido los estribus:

—¿Incómoda por qué, Noé? Hablaremos cuestiones de trabajo, y te recuerdo que yo soy una mujer empoderada que ha hablado de negocios muchas veces. A diario trato con padres de familia, a cual más grosero e intimidante, así que no veo por qué después de tantos años tendría que sentirme incómoda con un tipo como Leonardo.

«Es que tú no conoces cómo es Leonardo» le grité desde mi cabeza.

Dicho esto, se levantó, recogió los platos y se fue al fregador. Intenté serenarme, pero es que no podía. Que un tipo con los precedentes de Leo estuviera a solas en mi casa, con mi diosa rubia, me tenía nervioso, enfadado y descolocado. Intenté sonreír a mi mujer cuando le besé la mejilla, despidiéndome.

Por fortuna ella me devolvió el beso, aunque no tan animosa como había estado antes. Tomé las llaves del auto y me dirigí a la puerta, y entonces, desde la distancia, me dijo:

—A las cinco, bichi, Leo viene a las cinco.

Toda la mañana la pasé intrigado en la oficina, y sin poder concentrarme en nada de lo que hacía. Calculé unos impuestos que ya había calculado, y cancelé por error una declaración que no debía cancelar.

Por un lado estaba el hecho de que había descubierto a Jessica masturbándose con un banano a un palmo de donde estaba Leo con la verga hiniesta, también pajeándosela mientras la observaba. Por otro lado la misma Jessica me había descubierto espiando a Paula desnuda mientras reposaba en su cama.

Luego estaba la sensación de pena cuando me encontré a la mujer de Gustavo sentada en su cubículo, con su lápiz entre sus labios rojos, sin saber que horas antes había estado intentado cuidarla de las garras de Leonardo «Así que te la follarías antes de que cantara el gallo, ¿no?» Menos mal no ocurrió. Pero tampoco es como si estuviera seguro de que no lo intentaría otra vez.

Recuerdo que esa mañana apenas si pude responderle el saludo. Tenía vergüenza. Mucha vergüenza de verla.

Además, descubrir que Jessica era una zorra en toda regla no era lo que me sorprendía, pues era un secreto a voces entre nuestro círculo social que esa pelirroja del demonio llevaba corneando a Sebastian desde hacía muchos años. Nunca entendí por qué mi amigo seguía con ella, si ya en una ocasión le había descubierto unos mensajes que oficializaban sus cuernos en manos del mismo cirujano que le operó las tetas. Sólo podía llegar a la conclusión de que Jessica lo tenía dominado, y ya que el autoestima de Sebastian estaba tan por los suelos, seguramente no podría concebir su vida sin ella.

«Pero si te ha puesto los cuernos, Sebastian» le habíamos dicho Gustavo y yo esa noche, esperando que se divorciara de su adúltera mujer.

«Ella me prometió que cambiaría, y yo le creo.» nos dijo ese día llorando.

«El síndrome de la esposa del marido borracho y golpeador que cree que este va a cambiar porque se lo prometió a la virgen. Solo que a la inversa.»

Rolando y Samír no dudaban en hacer bromas de mal gusto respecto a sus cuernos, cuando Sebastian no estaba cerca, y Gustavo y yo no nos cansábamos de mandarlos a la mierda cada vez que lo hacían.

«Que poca empatía para con sus amigos, hijos de la chingada» les decía Gustavo con rabia.

Pero claro, la madrugada anterior yo mismo había descubierto que su lealtad era cuestionable. Ellos sabían que Leo se iba a tirar a Jessica (aunque al final no se hubiera consumado el acto), y no habían hecho nada al respecto. Incluso puedo jurar que habían alentado a Leo para que ejecutara tal artimaña.

«Ella es de las fáciles, campeón, dale duro contra el muro, que la zorra ya tiene experiencia corneando a Sebastian» imaginé que le habían dicho.

Me dije que a la brevedad tendría que informar a Gustavo sobre lo que había pasado con Jessica (sin implicar a Leo), para barajar entre los dos una forma de intentar abrirle los ojos al pobre de Sebastian de una vez por todas.

Mientras me tomaba el café del mediodía que me solía preparar Margarita, me pregunté si Leo finalmente habría sido capaz de confesarles a Rolando y Samír su deseo de tirarse a Paula también.

«A partir de ahora no podré confiar más en ninguno de los tres. En ninguno. Y tampoco los pondré en sobre aviso de que vi a Leo y a Jessica en una situación voluptuosa.»

Pero, ¿y si Jessica se lo contaba a Leo? Después de todo ella me había amenazado con contarle a Lorna lo de Paula si yo habría mi boca.

De lo único que estaba seguro era de que no me podía tomar a la ligera sus últimas palabras:

«No, no, querido Noé, que yo no me meteré con ella (Lorna). El que se podría meter con ella si continúas de listillo, es quien menos te imaginas.»

Y minutos más tarde la había encontrado recomendándole a Leo las habilidades artísticas de mi chica.

Y para colmo esa tarde el «tronador de coños» estaría a solas con mi mujer, con el pretexto de que ¿quería que ella le hiciera tres esculturas para su próximo local? ¡Par favaaaar!

El colmo de los males era que, aunque solo los martes y viernes iba a mi casa a comer con mi esposa, ese viernes no podría hacerlo porque tenía una reunión muy importante con el dueño de una farmacéutica que quería dejar el despacho por un error que había cometido Esperanza, una de mis torpes contadoras. Mi intención era persuadirlo, pero con esa rabia que tenía en la cabeza, dudé si podría salir airoso. Si don Everardo de Manríquez dejaba el despacho, entonces sí estaría en serios problemas económicos.

Se dio la hora de la comida y mi encuentro con el viejo gordo fue más o menos bien. Quedó de confirmarme su decisión de continuar o retirarse de mi despacho el lunes próximo, y aunque no lo noté muy convencido de que aceptara quedarse, tampoco encontré signos de que deseara cesar nuestro contrato laboral.

Más tarde me llenó de rabia que Leo ni siquiera se hubiera tomado la molestia de, al menos por deferencia, informarme que iría a nuestro apartamento. Por respeto. Por sentido común. Y pensar que probablemente se habrían pasado él y mi mujer sus números de teléfono para estar en contacto permanente me tenía con el culo fruncido. Era obvio que se los habían pasado, porque si no, ¿cómo iba a llegar al edificio sin tener el domicilio? Yo nunca lo había llevado al apartamento, y tampoco recordaba haberle anotado la calle y el número nunca.

Cuando se dieron las cinco de la tarde mi corazón comenzó a palpitar. Puesto que mi salida era a las 8:00 de la noche, (y tardaba 40 minutos en llegar), Lorna y Leo estarían casi 4 horas solos en nuestro hogar en caso de que al imbécil de mi amigo se le ocurriera extender la sesión de preguntas y respuestas más de lo debido.

Como lo hice la noche anterior, (y casi seguro de que ambos se habían agregado como contactos en whatsapp) revisé la última hora de conexión de Leo:

5:05

Por impulso también revisé la última conexión de mi mujer:

5:05

Comencé a sudar frío.

—Tranquilo, Noé, tranquilo —me dije, tomándome un vaso con agua.

Cuando se dieron las 5:30 comencé a sentir una taquicardia aguda. A las 6:00 de la tarde creí experimentar la sensación de que la presión arterial me subía y luego me bajaba.

A las 7:00 horas busqué todas las excusas posibles para telefonear a Lorna e interrumpir cualquier cosa que estuvieran haciendo.

Un «Hola, muñequita, ¿todo bien con Leo?» no consideré que fueran frases escandalosas.

Aún así, eché por borda el plan y no la llamé.

Me daba vergüenza saber que estaba haciendo una película con la reunión de Leo y Lorna en mi apartamento. ¿Por qué estaba celoso? ¿De quién estaba desconfiando?

De Lorna, desde luego, no. Nunca. Jamás me había dado un solo motivo para dudar de su fidelidad. Como Paula, Lorna era una mujer que sabía darse su lugar. Una diosa sexual, sí, pero con carácter. Me respetaba, se respetaba así misma. Obviamente nunca me engañaría, mucho menos con un amigo mío de la infancia del que tanto le había hablado. Además, apenas se conocían. Era imposible que por más seductor que Leo pudiera ser, fuera capaza de engatusar a una mujer tan recta como mi muñequita de porcelana.

Tal vez lo podría levantarse a cualquier chica en una noche de discoteca, pues allí la mayoría estaban predispuestas a fornicar con el primer tipo buenorro que se les cruzara. En este caso era diferente, pues mi casa no era una discoteca, ni Lorna estaba en modo de predisposición de tirarse a ningún chico buenorro.

Por otro lado, ¿por qué desconfiar de Leo? Que era un cabrón hijo de las mil putas, sí, era verdad, pero incluso ante la monstruosa imagen que yo pudiera tener sobre él, sabía que jamás me traicionaría. No así, no con mi mujer. No él. No mi amigo. No el que había sido mi hermano por elección durante mi infancia. El que me defendía de los grandulones que se formaban para golpearme en el colegio; el que hacía de Cupido para concertarme alguna cita con alguna chica guapa que él creyera apropiada para mí.

Aunque yo era mayor que él, durante muchos años él me protegió. Era hablador, empotrador «tronador de coños», pero también era Leonardo Carvajal, quien duramente mucho tiempo fue mi mejor amigo, hasta que se marchó a Miami.

Cuando volvió de nuevo a Linares, todo era diferente, pero sabía que con el tiempo podríamos recobrar nuestra confianza.

Nunca tuvimos ningún problema… y el único que habíamos tenido… se había aclarado. Sí. Él no podía odiarme ya por eso…

Todo era tan confuso, que mi visión comenzó a ser borrosa.

Y ya no pude más. Faltando diez para las ocho de la noche, cogí mi saco, mi maletín y salí de prisa de la oficina.

El trayecto se me hizo eterno, como si estuviera conduciendo en un auto sin ruedas.

Llegué a casa a las 8:20.

Tiempo record.

Salí del auto y corrí hacia el ascensor como si me estuviera persiguiendo un agente tributario de hacienda.

Cuando llegué a nuestra puerta miré por segunda y última vez las últimas conexiones de whatsapp:

Leo:

7:40 p.m.

Lorna

7:41 p.m.

¿Ya se habría marchado?

Los puños se me tensaron cuando metí la tarjeta de desbloqueo en la puerta de ingreso, y tras un acelerón en el corazón, las piernas se me desbarataron cuando vi sobre el sofá la cazadora negra de Leo, y en el interior de nuestra habitación unos gemidos pornográficos como salidos de la imaginación del diablo.

No me quedaron dudas; esos jadeos eran los de mi mujer.

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Continuará…