Por mis putas fantasías: capítulos 5 y 6

Lo que parece una velada tranquila, en el apartamento de Paula y Gustavo, podría convertirse en la peor de las pesadillas para Noé.

5

No sé si fue mi estúpida paranoia tipo «Leo el tronador de coños está saludando a mi esposa» «Leo, el que quiere tirarse esa noche a Paula, estrechará sus guarras garras en las delicadas manos de mi linda muñequita de porcelana» lo que me obligó a observar con detenimiento cada detalle y movimiento en la expresión imperturbable de mi viejo amigo.

Quise encontrar un atisbo de morbo, deseo, lujuria o un desvío descarado de sus ojos verdes en el escote de mi mujer, pero, de momento no encontré nada raro. Incluso se me habría hecho lógico si lo hubiera sorprendido mirándola con lascivia. Aquél escote en forma de corazón no solo hacía propulsar los dos grandes senos de mi mujer, sino que provocaba que la oquedad que separaba un pecho del otro se remarcaba. No es que fuera un escote vulgar, pero sí que daba pie a pensar que en cualquier inclinación no bien medida, podrían salírsele las tetas y reportar sobre la cara de alguien.

El maquillaje que Lorna solía emplear en su atildado rostro tampoco era escandalizante. Se me figuraba más bien natural, un tono que matizaba su tez nívea. Un poco de rubor, máscara para pestañas, sombras oscuras que remarcaban sus bonitos ojos azules y un labial brillante, casi transparente, que le hacía lucir el sonrosado de sus pequeños labios.

Su cintura y piernas contorneadas estaban completamente pegadas al vestido, y su figura lucía mucho más estilizada gracias al par de tacones altos que hacían que me sacara un par de centímetros en la cabeza.

Lorna decidió llevar suelto su cabello rubio, (parecía una cortina dorada), cuyas puntas en forma de flecha rozaban su espalda baja, casi en el preludio de sus redondos glúteos.

Como yo decía, aquella mujer era una diosa del Olimpo encarnizada; y, para mi gran sorpresa, Leo permaneció a la altura. No puedo asegurar que no estaba sorprendido, pero si lo estaba, al menos en ese momento, simulaba muy bien.

No sin temor, ahora desvié mi mirada en el rostro de mi chica, intentando encontrar en ella un esbozo de al menos un poco de pudibundez, intimidación, pena, irritación o ya por las dudas, un poco de fogosidad al contemplar el enorme semental que tenía delante. Pero, igual que sucedió con el primero, Lorna se comportó serena.

¿Por qué me sorprendía? ¿En serio había pretendido ver arroces negros donde solo había blancos? Me sentí sofocado, con la piel fría y el corazón latente.

Sus manos se estrecharon, la derecha de Leo con la derecha de mi chica: la de él era grande, bronceada, venas brotadas, fibrosa. La de ella pequeña, inocente, blanca como la espuma de mar y casi virginal. El dorso de Leonardo cubrió totalmente la mano de mi mujer. Uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos. No se soltaban. Seis, siete, ocho segundos. Se soltaron.

Despedí el aire almacenado en mis pulmones.

¿Qué me pasaba? ¿De verdad estaba aterrorizado de estar presentando a mi mujer con uno de mis mejores amigos? Más bien me sentí como un burgués que presentaba un pan recién horneado a un mendigo hambriento. Vaya estúpida analogía, claro.

Sus miradas, fijas una con la otra, se conectaron por primera vez. Los ojos esmeraldas de Leonardo acapararon los ojos azules de mi mujer. ¿Por qué no parpadeaban? Sentí un nudo en el estómago que me hizo gorgotear. Al fin ella rompió el silencio, con la misma sonrisa, ¿sonrisa coaccionada?, diciendo:

—Es un placer conocerte, ¿cómo dices que te llamas?

—Leo, querida, mis amigos me dicen Leo, pero las chicas guapas me dicen León.

Ahí estaba la primera tirada de este cabrón. «Te habías tardado, pedazo de longaniza», pensé. Esbocé una sonrisa al tiempo que carraspeaba, y luego puse cara de que no pasaba nada. La sonrisa de Patán de Leo no tuvo desperdicio.

Una risa nerviosa y aguda procedente de la boca de Lorna me hizo volver a mirarla. Por lo que se podía apreciar, todavía estaba serena.

—Entonces te llamaré Leo.

El aludido volvió a mostrar todos los dientes. Una sonrisa torcida. Un pestañeo sugerente. Se acomodó el saco, intentó abotonar esa camisa que parecía que iba a reventar por no poder soportar la presión de semejante musculatura y volvió a sonreír. Fue innegable que Leo habría esperado cualquier respuesta, menos esa.

—Tal vez no has entendido la indirecta, amiga —la barajó otra vez. Voz ronca, seductora, servicial.

Lorna respondió con otra sonrisa, diciendo:

—Por supuesto que la entendí. Pero, sin ánimos de ofenderte, para mí sólo a los elogios de mi marido puedo tomar con sinceridad.

¡Estupendo! Por lo menos Lorna había recordado que yo estaba allí. Su brazo se entrelazó en el mío, quizá para sentir una seguridad que se le estaba diluyendo por los dedos, y la oí tragar saliva.

Entre tanto, Leo continuó:

—Por supuesto. Aunque los maridos siempre están obligados a decir halagos a sus mujeres. Supongo que esos halagos no valen mucho la pena.

En ese punto vi prudente intervenir.

—¡Bueno, bueno, me alegra un montón que se hayan conocido, por fin!

—A mí me alegra más —respondió Leonardo aunque no sé con qué clase de sentido en su voz—. Mira, amiga, en tantos años de encontrarnos los jueves de quincena tu marido y yo, recuerdo que algunas veces me habló de ti, ¿Lorna te llamas? —Mi mujer asintió con la misma sonrisa—. Y si te soy sincero, rubita, para mí su esposa era un mito, al no haberla visto nunca no le podía creer. Yo como santo Tomás, hasta no ver no creer. Menos lo tomaba en serio cuando decía que su mujer eraq una rubia, despampanante y muy hermosa, pues hasta donde yo sabía, él siempre había preferido las morenas.

Por primera vez escuché que Lorna carraspeaba. Como pude intenté proyectar mil balas en la cabezota de Leo para que se callara.

¿En serio nos estaba cuentiando de esta manera? ¿De verdad nunca, ni siquiera por curiosidad, habría echado un vistazo a mis redes sociales para conocer a mi mujer?

—¿Ahora me crees? —entré a quite, orgulloso de sostener en mi brazo a esa rubia que tantas miradas había robado al ingreso al apartamento de Paula y Gustavo.

—Más o menos —contestó el muy cansino, ahora haciendo como se acombada las mangas—. Lo mismo es una amiga tuya a la que has pedido de favor que se haga pasar por tu mujer.

Lorna se echó a reír, pero luego se puso seria.

—¿Por qué no se besan en mi delante para distinguir esa pasión que parecen contener? —se atrevió a decir.

Lorna me presionó con su brazo y me indicó que se estaba incomodando.

—Me parece perfecto —le seguí el juego.

Lorna, suspirando nerviosa, intervino de inmediato:

—Mejor mañana te mando las copias fotostáticas de nuestro contrato matrimonial, ¿Leonardo dices que te llamas? Así te quedará más clara nuestra relación, por si te hace falta. —Lorna estaba seria. La verdad que me sorprendió su respuesta y el tono frío con que lo dijo. Luego movió su rostro hacia todos lados como si buscara a alguien y añadió—: ¿Les molesta si los dejo un momento? Mis amigas me necesitan.

—Adelante —concedió Leo un tanto mosqueado por la repentina actitud de mi chica—. ¿La enfadé por algo que dije? —me preguntó cuando aquellas insinuantes curvas embutidas en ese precioso vestido brillante de color perla desapareció en un punto lejano en el fondo del salón, donde estaban amigas Miranda y Rosalía.

Puesto que no quería que Leo viera en mi mujer a una niña berrinchuda que no sabía tomar las bromas como tal, intenté justificarla.

—Para nada. Está preocupaba por algo que tiene con una de sus amigas. Cosas de mujeres, ya sabes.

Leo intentó recomponerse. Se irguió de nuevo y puso esa cara de empotrador empedernido que solía llevar siempre.

—Pues felicidades, Noecito, tienes una mujer extraordinaria y excesivamente hermosa.

Intenté interpretar su énfasis y la entonación empleada para describir a Lorna, a mí Lorna.

—Mira, vamos con Rolando y Samír —me dijo cuando los vimos junto a la barra—. Nos la estamos pasando de puta madre.

De reojo vi que Gustavo y Paula descendían por la escalera y preferí ir a felicitar al cumpleañero.

—Adelántate, Leo, luego te alcanzo.

Paula portaba un vestido blanco que le llegaba a la mitad de los muslos. Como ocurría con mi mujer, sus zapatillas negras también estilizaban su voluptuosa figura. A sus 36 años lucía espectacular, y me da vergüenza confesarlo. Con maquillaje en exceso, sus labios rojos, (gruesos y levantados) y su pelo largo repartido por mitad, cayendo cada cortina en cada lado, Paula de inmediato acaparó la mirada de todos los presentes.

Se hubo una porra para el cumpleañero.

—¡Cuarenta y cuatro años, mi querido Noé! —dijo aquél hombre pelirrojo mientras le entregaba la bolsa de regalo que contenía el obsequio que Lorna había hecho con resina para él; un toro rojo alado—. Cada vez más viejo, ¿no me ves? Pero así pasen los años, mi buen Noé, yo siempre seguiré siendo el más guapo de los cinco —Se refería a nuestro grupo de amigos más cercanos.

Lo abracé y palmee su espalda. Apenas tenía unas entradas que figuraban que era el mayor de los amigos, así como un par de marcas faciales que se le marcaban en el seño cada vez que sonreía. Era un hombre pecoso, de color sonrosado, que había sido un buen mozo en la juventud.

Paula, que lo sostenía del brazo, se soltó para venir abrazarme a mí también.

Me apenó que el tacto de sus tetas tocando mi pecho me aceleraran el corazón. Nunca antes la había visto con morbo, pero… claro, de reojo miré al cabrón que lo había provocado todo: Leo.

—Buenas noches, Noé, gracias por venir —me dijo. En la oficina me llamaba señor, licenciado o contador, y ya en reuniones informales me decía por mi nombre—. ¿No vino Lorna contigo?

Lo cierto es que Lorna no quería mucho a Paula. Por alguna extraña razón mi mujer sentía celos de ella. Se toleraban, pero sabían tomar sus distancias.

—Por supuesto, está allá, mira, junto al macetón, con Miranda y Rosalía.

Paula barrió toda la sala de estar hasta encontrar a mi mujer. En algún momento del recorrido de sus ojos se topó de frente con la presencia de Leo, a quien sonrió de forma más bien natural, sin síntomas de sorpresa o culpa, mientras él sólo se había limitado a asentir con la cabeza. No encontré nada raro ni cómplice en sus miradas, y aunque me tranquilicé un poco, me dije que debía de estar alerta ante cualquier cosa extraña que advirtiera.

—Mi amor —le dijo a Gustavo, que estaba recibiendo un nuevo regalo de una pareja de recién llegados que yo no conocía de nada—. Me acercaré a saludar a las chicas, ah, Jessica, allí estás —exclamó cuando se encontró con la mujer de Sebastian, que, como ya dije, tenía más silicona en el cuerpo que carne.

Y de pronto me vi parado sin nadie con quien conversar. Busqué con la mirada a Sebastian, pero estaba sentado en la barra esperando enseñarle algo a Gustavo.

Fui al baño, pedí al barman un mojito y luego me senté en un sofá que quedaba justo en frente de donde estaba Paula y Jessica conversando.

El tiempo pasaba, pero yo quería estar alerta. Desde allí creí tener todo controlado. Era mi responsabilidad moral salvar a Paula de las garras del cabrón de Leonardo «antes de que cante el gallo» «antes de que cante el gallo» ¿A qué horas cantaban los putos gallos? ¿Valía lo mismo el gorjeo de una paloma que la de un gallo? Porque, en una ciudad como Linares, ¿en verdad era más probable escuchar el cántico de un gallo?

Pedí otro mojito y me volvía a sentar frente a la mujer de Gustavo. Me prometí no apartar mis ojos de encima.

—A ver si te vas quedando ciego un poquito, bichi —me dijo Lorna en el oído. Había aparecido de repente—. ¿No te basta con mirar a la tal «Paulita» todo el día en la oficina, sino que también tienes mirarla aquí?

—Pero qué dices, mujer —dije enrojeciendo de la vergüenza.

—Por lo menos disimula —bramó apretando los dientes—. Si Gustavo te llega a descubrir, te pondrá cemento en las pupilas.

—No la estoy mirando a ella, muñequita. No tendría por qué. En esta noche, tú eres la diosa más hermosa del lugar.

Mi rubia sexy sonrió, me dio un beso de lengua más intenso de los que recordaba últimamente, y luego volvió con sus amigas.

En mi próximo mojito, decidí observar al lado opuesto de la barra. Allá estaban Leo, Rolando y Samír.

Como dije antes, Rolando y Samír eran un par de fichitas calentonas que cada finde alzaban bragas de victoria tras haberse tirado a una chica en alguna de sus salidas. Desde que los conozco, ambos coleccionaban las tangas y las bragas de las chicas en turno que fornicaban. Era un ritual que ejercía cada uno por su propia cuenta. Tenían sus propios códigos como colegas. Tras profanarles la conchita, Rolando y Samír se quedaban con sus prendas sin que ellas pudieran hacer algo al respecto. Sí, todo un estereotipo de chulitos. Competían por saber cuál de los dos reunía más ropa íntima femenina al final del año. No valía repetir la misma chica, y si repetían (era muy raro, y cuando ocurría era porque la «hembra», como ellos las llamaban, había estado demasiado buena) debían primero compartirla con el otro. Sí, sí. Una chica reincidente podía ser compartida al otro como si fuese una prenda de vestir. Incluso si esa chica era tan «buenaza» como para un tercer encuentro, solían hacer tríos.

Bastante enfermos eran, ya lo creo yo.

Pero si era un nuevo ligue debían de seguir con el protocolo fornicador; follar, quedarse con las bragas de la chica (embarradas de cualquier tipo de fluido sexual), enrollarse la prenda en el pene empalmado y hacerse una foto para mandársela al otro. A veces, incluso las compartían en el grupo de amigos que teníamos, ¡vaya sorpresas me daban ese par de cabrones! Y claro, no valía lavar las bragas o las tangas por un año. Tenía que quedar evidencia de las manchas del semen o la corrida de la chica impregnada en las prendas. En el conteo final nos reuníamos los cinco; Rolando, Samír, Sebastian, Gustavo y yo (sí, sí, reconozco que me ponía mucho saber de sus andanzas), y era precisamente yo quien hacía de interventor supremo para verificar que las cifras finales se llevaban a cabo de acuerdo a los criterios establecidos por la contienda sin ninguna clase de trampa.

De hecho, un año anterior, Rolando, el moreno rapado, se había llevado la victoria por segundo año consecutivo. Recuerdo bien que sólo había habido tres prendas de diferencia entre Samír y él.

Debo recalcar que este torneo de bragas y tangas entre Samír y Rolando sólo era un secreto de nosotros cinco, aunque Sebastian, Gustavo y yo quedásemos fuera de la contienda. Fuera de nuestro quinteto de camaradas, nadie más lo sabía. Ni siquiera Jessica, mujer de Sebastian, Paula, mujer de Gustavo, y Lorna, mi amada esposa.

Eso sí, en nuestro pequeño grupo de amigos íntimos teníamos una especie de fraternidad. Y el código sagrado de nuestro quinteto era: «Las mujeres de los amigos son prohibidas», es decir, Jessica, Paula y Lorna eran sagradas, intocables. Nunca podía haber un solo comentario fuera de lugar respecto a nuestras mujeres, por más broma que pareciera.

Y es que Sebastian, Gustavo y yo llevábamos las de perder, pues, además de ser los únicos con esposas, éramos los menos llamativos en comparación de los otros dos.

Dicho lo anterior, ha de comprenderse el motivo de mi angustia al saber que Leo, Rolando y Samír estaban juntos en el fondo de la barra, hablando entre cuchicheos como si estuvieran tramando algo. Me enteré que Leo y Samír eran amigos de tiempo atrás. Este último es el que había llevado a Leo a la fiesta. Por supuesto al principio ninguno de los dos sabía que éramos amigos en común.

Leo recién estaba conociendo al resto de nuestro quinteto (y me ardía el pecho por saber si ya había tenido la desvergüenza de saludar a la cara a Gustavo, sabiendo que se quería tirar a su mujer esa noche). Era muy probable que sí, pues si ya había hecho migas con Sebastian, pues cualquier cosa era posible.

No, no me gustaba que Leo entrara en nuestro quinteto. Él era igual o más hijo de puta que Samír y Rolando. Entre los tres podrían destruir una amistad que había estado basada en la confianza y la lealtad. Me preocupaba que ya entrados en copas, estos dos le contaran a Leo su jueguito de «contienda de bragas y tangas», y que a su vez, Leo les confesara que tenía firmes intenciones de follarse a Paula. No me gustaba nada esa idea. ¿Qué clase de reacción tendrían Rolando y Samír ante tal revelación de Leo? Lo natural tendría que ser que le metieran un puño en la cara por haberse atrevido a faltarle al respeto a la mujer de nuestro amigo. Pero… ¿en verdad lo harían? ¿Les ganaría más el morbo? ¿Romperían nuestra regla de oro de «las mujeres de los amigos son prohibidas»? ¿Se atreverían a traicionar a Gustavo de esta manera? ¿Y si ahora era con Paula y luego era con….?

No, no, no Lorna, no.

La cabeza me estaba dando tantas vueltas que incluso me comenzó a doler. Mis teorías eran de lo más absurdas. Pero como dice el dicho «Piensa mal y acertarás.»

Si por alguna razón no lograba evitar que Paula cayera en las garras de Leo, ¿qué tenía qué hacer yo al respecto? ¿Leo sería tan hijo de puta para rolarla con mis dos amigos? No. Nuestro quinteto ya tenía años, y nunca de los nuncas había ocurrido nada que pudiera alterar nuestra amistad.

No quería pensarlo así, pero algo dentro de mi cerebro mal pensado me advertía que admitir a Leo en nuestro quinteto fracturaría de tajo nuestra relación. Me sentía cabreado, ¿sin razón?  ¿Quién sabía?

Sebastian platicaba animoso con Gustavo en la esquina opuesta de la barra, y yo estaba sentado en un sofá desde donde podía contemplar toda la habitación. Que el trío de chulitos estuviera en el otro extremo de los maridos de Paula y Jessica me hacía ver ya desde ahora una primera separación. Dos bandos; Leo, Rolando y Samír contra Gustavo, Sebastian y yo… Los primeros solteros. Los segundos casados.

No, no podía permitirlo. Dejar avanzar esta locura podría ocasionar no sólo una ruptura amistosa, sino una desgracia irreversible.

6

Pensándolo bien, por primera vez me sentía contento de que Lorna le hubiera dado un ¡zasca! al idiota de Leonardo. Ahora mi querido amigo sabía que mi mujer era una chica de armas tomar con la que debía andarse con cuidado. Aunque me seguía preguntando la razón por la que Lorna se habría enfadado tanto por la proposición de Leo de que nos diésemos un beso para corroborar que éramos marido y mujer.

Mi única teoría era que tras haberlo visto bien, ella había logrado reconocer que Leo era el tipo del bañador (de la anaconda gigante) que le había enseñado en instagram una vez, y del que había tenido una opinión muy mala por considerarlo demasiado vanidoso, creído y petulante.

Eran las tres de la madrugada cuando miré mi reloj. Me había tomado cuatro mojitos más y ya sentía que mi culo rebotaba en el suelo aun si estaba recargado en el sofá. Comencé a ver menos invitados, pero había cuatro grupos que permanecían en el mismo lugar.

Lorna, Miranda y Rosalía en la mesita que estaba al fondo del salón. Al parecer Miranda había tenido problemas con su novio y ahora las otras dos intentaban consolarla y aconsejarle propuestas dignas para remediar el suceso.

Sebastian continuaba enseñándole a Gustavo las herramientas de la nueva aplicación que le había creado como carta para el nuevo restaurante que éste último estaba por montar.  Estaban inmersos en una conversación muy nutritiva en la esquina opuesta de la barra.

Paula y Jessica conversaban muy animadas en el mismo sofá que estaba frente a mí y delante de la barra, (dando la espalda a la vinatería) a cuatro metros de distancia.

Y en la esquina opuesta de la barra de copas estaban los tres demonios fornicadores maquinando un maléfico plan que yo no era capaz de discernir. Concluí en que de haber estado conversando cosas nada serias, como siempre ocurría en nuestras reuniones, Leo, Rolando o Samír me habrían invitado a la plática, ¿qué más daba que yo les escuchara? Pero no. Me estaban dando la espalda. Bebían copas de tequila y juntaban sus cabezas para evitar que alguien más oyera sus confabulaciones. De todos modos no habría habido manera de escucharles por el  volumen de la música electrónica que no cesaba de sonar.

¿De qué estarían hablando? Allí no había mujeres solteras a las cuales pudieran seducir; la única era Rosalía, pero ella era del tipo de chica seria y modosita que no gustaba darle entrada a pedantes como esos tres; además estaba entregada en el pesar de Miranda que no dejaba de llorar.

Me sobresaltó un mensaje de texto de Lorna, que decía:

«Bichi, en el auto, en la guantera, tengo un pastillero, tráemelo por favor, que Miranda se encuentra mareada.»

«Vaya», me dije, al menos ya se le había pasado el enfado de la escenita de celos que me había montado por estar mirando a Paula.

«Enseguida vuelvo» le escribí, y como si no me mortificara nada bajé con premura al estacionamiento por el encargo de mi mujer y luego regresé.

No me había tardado más de diez minutos en ir a mi auto y regresar al apartamento, sin embargo, ese tiempo había sido suficiente para que Paula y Jessica hubieran desaparecido del sofá.

—¡Mierda! —exclamé cuando me volví hasta el fondo de la barra de vinatería y descubrí que mis peores miedos se habían cumplido: Leonardo también se había esfumado del grupito.

—¡Por Dios, bichi, las pastillas! —gritó Lorna sacándome de mi ensimismamiento.

Corrí hasta ella, le entregué el pastillero e intenté alejarme sin parecer indolente por el malestar de Miranda.

¿Y ahora qué hacía? ¿Dónde se habían metido esos a los que se supone no les iba a quitar la vista toda la noche?

Es cierto que me sentía ridículo cuidándole el culo a la mujer de Gustavo, pero también es cierto que si yo no pensaba decirle lo que estaba a punto de suceder con ella, lo mínimo que podía hacer es protegerla de que se la tragara el cabrón de Leo.

—¡Mierda! —volví a vociferar.

Me acerqué un momento a Sebastian y Gustavo para ver si podía averiguar algo, pero ellos continuaban concentrados en esa porquería que el informático llevaba en las manos. Por un rato hice como si estuviera poniendo atención a lo que decían, y luego puse a rotar mi cabeza hacia todos lados para intentar averiguar a dónde pitos se habían metido estos tres. Quise tranquilizarme pensando que si Jessica tampoco estaba en el sofá, probablemente en esos momentos estaría acompañando a Paula. ¿Cómo preguntarle a Gustavo y a Sebastian por el paradero de sus mujeres sin que me tildaran de acosador?

—¿Dónde te metiste, Leonardito? ¿dónde? —dije entre dientes.

—¿Leo? —preguntó Sebastian que me había logrado escuchar—. No sé, creí que seguía con Rolando y Samír —Gustavo y Sebastian echaron un vistazo hacia donde estaban estos dos y corroboraron que mi amigo se había esfumado.

—Habrá ido al baño —concluyó Sebastian.

—¿Dónde está la pequeña Lilí? —se me ocurrió preguntarle a Gustavo por su hija. ¿Habría ido Paula a verificar que la niña estuviera dormida?

—Supongo que dormida —contestó Gustavo echándose un trago que lo dejó atontado por unos segundos. No parecía darle importancia a la desaparición de Paula, a no ser que no se hubiera dado cuenta que ya no estaba en el salón—. Ya pasa más de la medianoche.

—Ah… —musité como imbécil, intentando obtener más información—. Seguro Paula no ha parado en darle sus vueltas para corroborar que sigue dormida, ¿verdad? Ya sabes, con el sonido de la música y la gente aquí abajo…

—No, no, Noé —sonrió Gustavo, cuyas pecas se habían acentuado por las bebidas—: su abuela vino por la niña esta tarde precisamente para evitarle insomnio.

¡Pufff! ¿Entonces la niña no estaba en casa?

Sentí una bofetada invisible.

—Ah, entiendo. Es que como no vi a Paula ni a Jessica en el salón, pensé que habían ido a ver a la niña —lo solté tal cual.

Rogué al cielo y al infierno no haberla cagado, pero me tranquilizó que mis dos amigos se limitaran a negar con la cabeza, mientras tenían clavados los ojos en la tableta.

—Tú no estás para saberlo, mi buen amigo —comentó Gustavo riendo—, pero Paula ha tenido que irse a cambiar sus bragas negras porque con ese vestido blanco que lleva puesto, se le transparentaba el color. Jessica se lo hizo saber y subieron juntas a la habitación.

Me dijo aquellas palabras sin ninguna culpa. Como decía, estaba prohibido sentir cualquier clase de morbo con nuestras mujeres.

—Entiendo —dije, aunque la verdad es que no entendía nada—. Ahora vuelvo.

Fui a sentarme al sofá otra vez y sopesé la posibilidad de escurrirme por las escaleras y subir a buscar a ese par de dementes para ver dónde los encontraba. En lugar de eso le escribí un mensaje a Leonardo.

«¿Dónde estás?»

Eran las 3:25 de la mañana, y su última conexión de whatsapp había sido a las 3:10.

3:10… 3:10….3:10….

Su última conexión coincidía perfectamente con la hora en que yo había bajo al aparcadero por las pastillas que me había pedido mi rubia.

Suspiré hondo y, con los dedos temblorosos, revisé la última conexión que había tenido mi empleada.

«3:11»

¡Madre mía! En ese momento comencé a sudar de la frente a chorros. ¿3:10 y 3:11? ¿Sería coincidencia que ambos hubiesen tenido la última conexión casi al mismo tiempo?

Una teoría enferma que se me venía a juego me decía que Leo había aprovechado mi ausencia para quedar con Paula (por medio de whatsapp) de verse en algún sitio de la casa.

Pero ¿y Jessica? ¿Dónde estaba la mujer de Sebastian? ¿Aquella hija de puta se había puesto de acuerdo con Paula para cuidarle los flancos? ¡No, no, no y no! Estas idean eran bastante frívolas y telenovelescas. ¡No podía ser!

«Paula es decente, Paula sería incapaz de hacer algo así. La conozco.»

No me quedó de otra que acercarme a Rolando y Samír que, aunque estaban riéndose y platicando sobre algo que no entendí, cuando llegué hicieron como que miraban las botellas vacías que tenían junto a sus teléfonos.

—¿Saben dónde está Leo? —pregunté con firmeza.

—Fue al baño, creo —respondió el rubielas de Samír, echándose un trago.

¿Fue mi impresión o Rolando había hecho una mueca de burla ante la respuesta del rubio?

—Acabo de estar allí y no lo encontré —afirmé con frialdad.

—Estará por allí, Noé —intervino Rolando, que cogía su teléfono como si mandara un mensaje a nadie.

—¿Allí dónde? —me impacienté, haciendo alarde de barrer con la vista todo el salón—. Tampoco es como si el apartamento estuviera tan grande como para que se pierda, ¿no?

Mi amigo el rubio parecía empeñado en no mirarme a la cara. Le parecían bonitas las botellas, claro que sí. Bufé.

—¿Entonces no lo vieron?

—Ya está grandecito para que lo andes cuidando, ¿no? —contestó Rolando sin dejar de teclear en el teléfono.

¿Ellos sabían lo de Paula? ¿Ellos habían participado en el plan de Leo para llevar a cabo esa jugada cornamental en contra de «nuestro amigo» Gustavo?

—Somos amigos ¿no? —dije, sin advertir que había pensando en voz alta—. Ustedes no harían algo así contra Gustavo.

—¿De qué hablas, Noé? —preguntó Samír riéndose.

—Ya le afectaron los chupitos —sentenció Rolando, que también parecía divertido.

—Que fiesta más aburrida —cantaleó el rubio de pronto, haciendo la mueca de burla que había empleado el moreno antes—. ¿Qué tal si la seguimos en otro lado, Rolando? Al menos Leo ya agarró baile.

¿Ya agarró baile? ¿Qué significaba que Leo ya había agarrado baile?

Rolando se levantó del banco, me dedicó una sonrisa casi caricaturesca y levantó la copa, diciendo:

—¡Salud por Gustavo!

Entonces, casi entendí lo que pasaba, y en ese preciso momento salí disparado hacia las habitaciones del segundo piso.

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Continuará