Por mis putas fantasías: capítulos 3 y 4
La relación entre Noé y Lorna está en un momento en que tiene que evolucionar. Por otro lado, una confesión sorpresiva de Leonardo podría cambiar el rumbo de las cosas.
3
Lorna no me dirigió la palabra en dos días, Martes y Miércoles. Y yo no sabía por qué. Entiendo que la había ofendido con el consolador y que la había hecho sentir una zorra, pero… ¿en verdad era para tanto? ¿Andaría en sus días susceptibles? Yo había dado por hecho que haberla descubierto masturbándose como una posesa había sido un parte aguas para nuestra relación. Entonces, ¿qué había pasado?
El jueves por la mañana no pude más y le dije:
—Perdóname, Lorna, no pensé que te fuera a ofender tanto… el regalo que te hice.
Estábamos sentados en la misma mesa, pero me sentaba falta saberme frente a ella y que no me miraba, que ni siquiera me hablara. Su silencio e indiferencia me superaba. No me gustaba. Además, me sentía incómodo. Era como estar sentado en una iglesia con santos de yeso que no se mueven.
—Lorna, entiendo que fui un estúpido —intenté de nuevo—, que siempre hago cosas que creo que mejorarán nuestra relación y al final termino arruinando todo. Pero en serio, no soporto estar así. Me siento fatal. Si te sentiste agredida, quiero que lo olvides, como todas las pendejadas que hago y que siempre olvidas. Cada día es un resurgimiento nuevo, ¿no me dijiste un día? Entonces ya no me trates así, por favor. No quiero que estés enfadada más conmigo.
Mi rubia esposa, con su hermosa carita de muñequita, y perfilando sus centellantes ojos celestes, me observó y me dijo con dulzura:
—No estoy enfadada contigo, Noé.
Sus palabras me hicieron dar un respiro de alivio.
—¿Entonces por qué estás tan indiferente conmigo?
—Porque estoy enfadada conmigo misma. Me doy vergüenza. Soy una hipócrita y doble moral, Noé. Sé que me viste masturbándome aquél día, después de que…
—Después de que mi polla falló, dilo con todas sus letras.
Y entonces se echó a llorar en mis brazos.
—¿Qué pasa, Lorna, mi amor?
—Me da tanta vergüenza que me hayas visto haciendo eso. Me da tanta vergüenza saber que fui una egoísta y me autocomplací, dejándote de lado, mientras tú sufrías en la habitación. Tuve miedo de que a partir de haberme visto haciendo eso…, pensaras que yo era una mujer sin moral. Por tal razón, cuando me entregaste ese consolador, sólo pude confirmar lo que pensabas de mí, que yo era una zorra sin escrúpulos que no merecía tenerte. Pensé que tu regalo era un castigo para mí.
—¡No, no, no! Por favor, muñequita, ¿de dónde sacas que yo pienso esas cosas tan horribles de ti? ¿No entiendes que por primera vez me sentí liberado?
En ese momento su carita lechosa me miró a los ojos:
—¿Te sentiste liberado viéndome masturbar?
—¡Tú sabes bien que me he vuelto un impotente desde que supe que era estéril, y que esa afección es algo psicológico que pronto curaré cuando vaya con un doctor! Porque lo haré, Lorna, esa noche que te di esa… cosa, también tenía pensando decirte que iría a partir de la próxima semana con el psicólogo, porque quiero que nos recuperemos. Que reconstruyamos lo perdido.
—¿En serio lo harás, bichi, irás a consulta?
—¡Sí, sí, mi amor, por ti, por mi, por ambos!
La sonrisa de mi muñequita de plata fue la más hermosa que le vi en mucho tiempo. Se sentó sobre mis rodillas y me comió la boca con la pasión que sólo ella podía hacer. ¡Cuánto había extrañado su boquita! Su lengua dentro de mi boca siempre me provocaba erecciones, y esa mañana no fue la excepción. Lo malo no era que mi pene se me pusiera duro, sino que a la hora de la hora…. Pff… se desinflaba.
—Gracias por ser tan comprensivo, bichi.
—No, no, Lorna, gracias a ti por comprenderme a mí.
—¿Me dirás, entonces, por qué dices que te sentiste liberado cuando me viste en la bañera… haciendo eso…?
—¿Sabes cómo me sentía al saber que tú necesitabas de mí, y que yo no podía… ya sabes? Me preocupaba que estuvieras tan insatisfecha. Sé que has resentido demasiado nuestros encuentros maritales porque siempre fuimos muy activos sexualmente. Hasta que pasó eso que ya sabes. Por eso, al saber que tú sola podías complacerte, pues…
—Entiendo, entiendo bichi. Pero te pido perdón, no debí reaccionar así cuando me diste ese… consolador. Pero es que no sabía cómo interpretar tu regalo.
—Hizo falta más comunicación, mi querida.
—Que no vuelva a pasar, bichi. Compartamos todo lo que pensemos y evitemos malos entendidos. De hecho, mi querido marido, quisiera ejercer mi derecho de decir lo que pienso, y es que había pensado en algo que podríamos hacer para revivir nuestra pasión, pero no sé si te ofendería.
—No, no, dime muñequita, dime.
—Había pensando que podríamos intentar hacer el amor… pero, sin penetración. Ya sabes. Amo tu lengua, tus dedos y tus caricias, bichi. El pene no es lo único sexual que tienes para sacarme orgasmos.
Sonreí de oreja a oreja.
—Por un momento pensé que querías a un tercero en nuestra relación —admití asustado.
—No, no —rió ella poniéndose roja de las mejillas—. Jamás podría tocar a otro hombre que no fueras tú, mi pequeño Noé. ¿Entonces qué dices? ¿Lo probamos? ¿Sexo sin penetración?
—Sí, sí, lo haremos esta noche, muñequita de porcelana, te prometo que lo haremos. Haré que te vengas mil veces.
—Me bastaría con venirme una sola vez, querido. Pero me temo que debemos de aplazar nuestros planes para mañana.
—¿Por qué? —le pregunté preocupado.
—¿Olvidaste que hoy es la fiesta de Gustavo?
«Fiesta de Gustavo», «Paula», «Leo» fue lo primero que se me vino a la mente.
—Este… mira que lo había olvidado por completo. Pero claro, claro. Hoy iremos a su cena.
—Bien, querido, ve con cuidado a la oficina y nos vemos por la noche. Hoy por la tarde iré al gimnasio.
—Muy bien, muñequita. Y bueno, ahora que nos hemos reconciliado, te prometo que haré lo mejor que pueda para hacerte feliz. Por lo pronto, comenzaré por deshacerme de ese consolador que tanto mal nos trajo.
—Descuida —me respondió—. Lo desapareceré yo misma.
Era como si a raíz del disgusto que habíamos tenido Lorna y yo hubiera pasado desapercibido los dos días previos a nuestra reconciliación. Lo digo porque cuando entré, mi obsesión por descubrir si Paula y Leo le habían puesto los cuernos a Gustavo volvió a encenderme la mecha.
Esa mañana, Paula llevaba un bonito y ajustado conjunto de falda y saco sastre que destacaba la curvatura de su cintura. Como era costumbre, su cabello largo, lizo y negro se repartía en dos mitades que delineaban su fino rostro.
Luego estaban sus labios rojos, grotescos pero sexys, que sostenían la goma del lápiz amarillo como si ya fuera parte de un ritual matutino.
—Buenos días, licenciadas —saludé a mis empleadas.
—Buenos días, señor.
Cabe decir que odiaba que me dijeran señor. Me sentía más viejo de lo que era.
En la oficina recordé el video que me había enviado Leo, así como la frase de «A que no sabes, compañero, me han invitado a una cena el próximo jueves, ¿a que no adivinas quién es el cumpleañero?»
¿Cómo sabía él que Gustavo ofrecería una cena esa noche? La respuesta era algo frívola de ser cierta; Paula misma había tenido el descaro de invitar a su amante a la fiesta de su marido. ¿Era esto posible?
«No, no, no, Paula sería incapaz. Ella es una dama. La conozco de años. ¡Es imposible!» ¿Entonces qué otra justificación había?
Esa misma tarde lo descubrí cuando me encontré con Leo en un restaurante que estaba cerca del despacho. Lo tenía que abordar antes de que las cosas se salieran de control.
Pese a mi puntualidad inglesa, cuando llegué al reservado, Leo ya estaba sentado a la mesa. Lo distinguí por su enorme figura, su pelo negro, su barba cerrada, su atuendo chulesco que le marcaba sus brazos trabajados y esa camisa blanca desabotonada que enseñaba las líneas de sus pectorales y su vello corporal.
Más de alguna mesera lo observaba entre risitas nerviosas, imaginándose porquerías en sus sucias cabezas.
—¿Me puedes explicar qué pitos son esos de que vas a ir a la cena de Gustavo? —le exclamé tan solo sentarme frente a él.
Leo ya había pedido una botella de tequila, y estaba bebiéndose una copa mientras yo lo retaba.
—Buenas tardes, yo también tengo mucho gusto de verte, amigo.
Luego me enseñó sus dientes blancos con una sonrisa socarrona.
—Bien, bien, perdona, buenas tardes.
—Mucho mejor, Noecito, mucho mejor.
—¡Que no me digas Noecito! —le repetí.
—Mesera, por favor, retíreme la sal de aquí —le dijo de broma a la camarera más atrevida del local—, que mi amigo viene en modo baboso y no quiero que se me vaya a morir.
—Muy gracioso, Leonardo Carvajal.
—Pedimos unas milanesas de pollo con sopa de arroz, y me negué a decirle nada hasta que me hubiera serenado un poco más.
—Te mentí —me dijo él rompiendo el hielo, tras otro trago de tequila.
—¿Cómo dices?
—Que te mentí respecto a Paula —Por su gesto burlón supuse que yo había puesto una cara de estúpido—. No me la he follado. Ni siquiera le he robado un piquito. Pero, claro, que tampoco es como si no vaya a pasar tarde o temprano.
—¿Estás de coña?
—No, no, Noecito.
—¿Y el video?
—Como tú intuiste, es un ligue que se le parece a ella, sobre todo en la boquita mamadora, ¡hasta tú te confundiste, cabrón! ¿A que sí? ¿Cuántas pajas te hiciste, Noé?
Sus carcajadas me dejaron sordo por un instante.
—¿Y cómo sabes entonces sobre la cena?
—Al parecer tenemos amigos en común, Noé, y ellos me inventaron a la cena de esta noche. Atando cabos me di cuenta que se trata de la fiesta que Paula está organizando para su marido.
Seguía desarticulado.
—¡Pero… pero, entonces!
—Pero entonces nada. Por el momento hemos tenido contacto, sí, y ya van dos veces que hemos venido, por cierto, a este local a comer, para tratar asuntos relacionados con mis contabilidades. Desde la primera vez que la vi, Noé, quise comerte a besos, ¡me pusiste en bandeja de plata a tu empleada más sexy! Y mira que no le soy tan indiferente, que yo he notado que se pone caliente cada vez que nos encontramos.
—¿Y… y tú cómo lo sabes?
—¿En serio no eres capaz de identificar cuando a una chica la pones cachonda?
Debí de decirle que un tipo con su cuerpo y gallardía pondría cachonda a cualquier cosa que tuviera falda, pero no quise aumentar su ego.
—Por la forma en que respira cada vez que la veo. Por cómo se le eriza la piel cada vez que la rozo «accidentalmente», por cómo se muerde los labios cada vez que me acomodo el paquete por arriba de mi pantalón, por cómo aprieta sus piernas cada vez que le sonrío o hago alarde de su belleza.
Estaba atónito. ¿Me había hecho toda una película para nada? No sabía si estaba feliz o frustrado ahora que sabía que no había pasado nada entre Paula y Leo.
—Que sepas que no soy yo quien la atormenta, Noé. Ella misma es la que busca cualquier pretexto para contactarse conmigo por teléfono, supuestamente por «dudas con la papelería de mis contabilidades». Al final terminamos hablando de cualquier otra cosa, menos de mis «contabilidades»
—¿De qué cosas hablan, entonces? —quise saber con intriga.
—Vaya que eres chismosito, amigo, no te conocía esas mañas —se burló de mí.
Me puse rojo pero esperé a que me contestara.
—Hablamos de cómo he trabajado mi cuerpo todo este tiempo. Es evidente que está obsesionada con mis músculos, y no la culpo. Ella me cuenta sobre lo frustrada que está con las formas que tiene su silueta (maldita mentirosa, si todo el mundo sabemos lo buena que está), y me pide consejos para ponerse más en forma, así como recomendaciones para tener una dieta mejor. Me ha hablado incluso por las noches, seguro mientras su maridito se está bañando. Una vez incluso la escuché jadear. Quiero pensar que se estaba masturbando mientras escuchaba mi voz. Sí, Noé, desde kilómetros se nota que Paulita es toda una zorrita.
Me quedé pensando en lo que me día, y le dije:
—¿De verdad no te las cogido?
—¿Quién te entiende, compañero? Cuando te dije que le había roto el coño en el estacionamiento de tu despacho fuiste más escéptico que un ciudadano en las promesas del gobierno. Y ahora que te digo que todo fue una mentirilla piadosa dudas que te esté diciendo la verdad. No seas tan repelente, Noecito.
—¿Cómo pudiste ser capaz de engañarme, Leonardo? ¿Para qué?
—Quería ver como manejabas tu inteligencia emocional. Cuál sería tu reacción en una situación así. Te conozco bien y sabía que no la echarías, aunque lo único malo es que la alejaste de mí. Te comprendo. Eres un caballero de honor. Si en tus manos está impedir que la mujer de tu amigo Gustavo le ponga los cuernos, pues es lógico que la apartaras de mis garras. Aunque me gustaría que le volvieras encomendar mis contabilidades.
—Ni hablar.
—¿Por qué no, Noé? Sabes bien que aunque no lo hagas yo tengo mis propios métodos para continuar seduciéndola, pero si me evitas la fatiga, mucho te lo agradecería.
—Tú no entiendes nada, pedazo de cabrón —murmuré sacudiendo la cabeza, mientras la camarera a la que se le iban los ojos por mi amigo recogía nuestros platos vacíos.
—Lo que sí no entiendo, Noecito, es tu papel de juez del mundo. ¿Quién te crees que eres tú para intervenir en las vidas ajenas? ¿Volver al cauce a las ovejas descarriadas supone en ti el saldo de una culpa que te aqueja en lo más profundo de tu corazón?
—¿De qué hablas?
—Deja que el mundo ruede, Noé. Vive tu vida y deja vivir en armonía a las demás. ¿Qué más te da que Paula esté deseosa por ejercer su sexualidad con plenitud aún si no es con su marido?
—Por sentido moral. Por sentido ético.
—Ay, no mames, Noé. ¿Es ético y moral evadir impuestos en hacienda?
Sus palabras me detuvieron en seco.
—¿No es eso lo que haces en tu despacho?, ¿evadir los impuestos de tus contribuyentes para pagar lo menos posible a hacienda?
—¡Eso es diferente!
—Es lo mismo, Noé, pero en diferentes circunstancias. Principios básicos de supervivencia; o jodes o te joden, ¿tú qué prefieres? Lógico joder. ¿A quién le gusta que lo jodan? A lo que quiero llegar es a que tienes que entender de una buena vez que tú no eres el responsable de la degradación o dignificación de las personas. Si Paula está cansada de la rutina en su matrimonio, pues ya está, tiene derecho a buscar quién la satisfaga. ¡Empoderamiento femenino, se llama!
—Aquí y en China, Leo, lo que tú propones se llama infidelidad, no liberación sexual.
—La palabra infidelidad la inventaron los soberbios y controladores que tienen la creencia de que las personas les pertenecen. Y no es así. El amor es algo etéreo, impalpable, que siempre estará allí y que nadie puede suplir. El cuerpo es cuerpo, y tocarlo, acariciarlo, hacerlo tuyo no debería alterar el cariño que almacena dentro de sí. Conclusión, Paula tiene derecho a ser feliz, y tú no tienes por qué ser un obstáculo. No voy a destruir su matrimonio, si eso es lo que te preocupa. Lo mismo y hasta se refuerza y los une más.
—¿Te estás escuchando, Leonardo? ¡No puedes ser tan hijo de la chingada!
—¿Por qué te pones a la defensiva, campeón? No sería la primera ni la última vez que me follo a una casada.
—A ver si me voy enterando que tienes cierta afición por las casadas, sinvergüenza.
—Ya te lo dije, da morbo empotrar mujeres ajenas. Una mujer nunca se ve más sexy que cuando se desprende de la mano del marido.
—Pero si tú estás enfermo. Eres el ser más perverso que he conocido.
—Perversidad es encontrarte en la calle a una mujer que va feliz de la mano del marido, y saber que esa misma manita te pajeó la polla.
No pude evitar carcajearme.
—Además deberías de saber la mayoría de las veces que he follado con casadas, he hecho las veces de Centinela amatoria.
—¿Cómo es eso?
—Después de follar con casadas, he sabido que su libido femenino aumenta, y los más beneficiados son los maridos.
—¿Ahora eres un reparador matrimonial?
—Deberían darme el nobel de la paz.
Me eché a reír, aunque no debía.
—¡Hossana, el buen samaritano!
—Tronador de coños, puedes llamarme.
Ambos nos echamos a reír.
—¿Entonces quedamos en que dejarás en paz de Paula?
—Ey, campeón, detén tu carro —me previno Leo—. Yo nunca prometí eso.
—¡Leonardo, por favor, te lo pido!
—Lo único que sí te puedo prometer, Noecito, es que no destruiré su matrimonio.
—¿Me lo prometes?
—Como que me llamo Leonardo Carvajal —se carcajeó—. Lo que sí voy a destruir será su hermosa vagina jugosa.
—Eso está por verse —me reí.
—No quiero sonar presuntuoso, Noé, pero dime con sinceridad, ¿tú de verdad crees que hay chica alguna que se resista?
Pensé un momento qué responder, hasta que me vino una contestación automática.
—Mi esposa, por supuesto.
No me gustó para nada la mirada desafiante que me dedicó mi amigo el «tronador de coños.» De hecho tuve miedo de una burda respuesta de su parte, así que no le di tiempo a que me contestara al planteamiento anterior.
—Y Paula, claro está —concluí.
Su mirada maligna y morbosa no se desvaneció en ningún momento.
—¿Te doy un consejo, Noé? Nunca, jamás vuelvas a desafiarme. Sabes bien que soy un hombre de retos, y ahora, sólo para cerrarte esa bocota de chupa pollas que tienes, te prometo que antes de lo que canta un gallo, el cuerpecito de Paula será mío. Y todo será por tu culpa, por hablador, por desafiarme. Y no habrá nada que puedas hacer al respecto.
Sopesé con terror su amenaza, hasta que caí en la cuenta en algo.
—Por sentido común, Leo, supongo que el gallo cantará mañana, al amanecer.
—Sí, sí, por eso. Antes el amanecer, Paulita habrá sido mía.
«¡En la fiesta de Gustavo!» resumí lo que se avecinaba.
4
Cuando llegué a casa, a las nueve de la noche menos diez, supe que Lorna ya había preparado nuestros atuendos para la cena. Decir que estaba nervioso a morir por lo que se supone que pasaría en esa fiesta me tenía un tanto tembloroso.
Vi en el sofá un precioso vestido extendido, largo, escotado, de color perla, que tenía incrustados ciertos motivos de pedrería brillante donde hacía ondas la cintura. Junto al vestido había unos bonitos tacones blancos, y junto a ellos mi traje negro de gala, junto a una camiseta del color del vestido de mi mujer.
—Bichi —cantaleó la voz de mi mujer desde nuestra habitación—. ¿Ya llegaste?
—Sí, guapa, ¿qué estás haciendo?
—Ven y averígualo tú mismo.
Esa voz seductora yo la conocía. Tenía una entonación escabrosa y caliente que solía emplear cuando quería guerra.
De inmediato me dejé ir hasta el umbral del cuarto, encontrándola cubierta con una sábana blanca. Junto a ella estaba la caja donde había estado guardado el consolador, así que le pregunté:
—¿Qué hiciste con el pene de silicona, muñequita?
Su mirada de ángel se tornó al de una diablita sexy.
—Te dije que lo iba a desaparecer —me respondió con una sonrisa diabólica—. Y lo desaparecí aquí dentro.
Cuando mi mujer se apartó la sábana de su cuerpo, la descubrí completamente desnuda. Sus piernas blancas estaban separadas de lado a lado, y, para mi gran sorpresa, la punta inferior del consolador se distinguía en sus paredes vaginales.
¡Madre mía! Tenía el consolador enterrado en el coño.
Semejante imagen hizo que mi polla despertara y me diera golpecitos en la bragueta. Tuve una risa nerviosa, sin saber cómo actuar, y luego la imagen que tenía delante se eternizó en mi mirada.
No era la única novedad de la noche. También me encontré con que su coñito estaba depilado, y desde mi ángulo su piel se veía tan suave como si fuese la piel de una bebé recién nacida.
Ahí parado como idiota, sólo pude recordar todas esas veces en que mi boca atrapaba sus dulces pezones y los chupaba y saboreaba como si mi vida se fuera en ello. Cuando menos esperé, sus pequeños dedos comenzaron a acariciar su rajita, hasta que pronto ese trozo de silicona abandonó lentamente su empanadita mojada, impregnado de fluidos viscosos que hicieron chapotear su vagina.
Luego, lo volvió a ingresar lentamente por la cavidad, que había adoptado una forma que nunca le había podido provocar yo por el tamaño de mi boca.
—¿Así me querías ver, bichi, siento ultrajada por un pene de silicona? ¡Ufff!
Su voz tan sensual, su gesto de desquiciada, tetas bamboleándose a cada movimiento, y de nuevo sus gemidos, me hicieron ponerme a full.
Sus caderas eran tan espléndidas que me fascinaba verla contornearse. Las meneaba con sincronía, como si se tratase de un baile de apareamiento en que intentaba excitar al macho. Y vaya que lo hacía. Por el tamaño promedio de mi pene, las primeras veces que hicimos el amor me preocupó que no pudiera llenarla tanto como lo estaba haciendo el consolador ahora, hasta que me di cuenta que mi muñequita de porcelana, estando arriba de mí, se las ingeniaba para contornearse, de modo que mi pija se restregara por sus humectantes paredes vaginales. Y ambos lo disfrutábamos en exceso.
—Ah, ah… bichi, bichi…
Sus gemidos eran cánticos apoteósicos, delicados, dulces, armoniosos, cual sirena hambrienta que intenta atraer a un macho para alimentarse. Me bastaba con escuchar las campanillas vibrantes de sus jadeos para que lograra ponerme tiesa la polla. Apenas iba a desvestirme para intentar descubrir si milagrosamente podría follarla antes de irnos a la cena, cuando el teléfono de casa nos interrumpió, apagando toda la tensión sexual que se estaba generando.
Era Paula, que quería recordarnos que esa noche Gustavo celebraba su cumpleaños.
—¿No te parece que fui muy vulgar? —me preguntó Lorna mientras íbamos en el auto.
—No, no, muñequita, me reteencanta que lo seas. No hay nada más espontáneo que escuchar tus gemidos.
—Me da vergüenza que pienses que soy una zorra.
—¿Pero qué dices, cariño? ¿A caso no te pone comportarte como tal? Las parejas nunca son más sinceras que cuando están en un acto sexual.
Cuando llegamos al apartamento de Gustavo y Paula, no fui consciente de que mi mujer iba despampanante con ese vestido estrecho que le resaltaba sus curvas.
—Estás preciosa esta noche, rubita mía.
—Y tú también estás hecho un pincel, bichi.
En la entrada estaba un hombre que nos invitó a pasar. El apartamento era amplio; estaba el recibidor, una barra con bebidas, una sala de estar, y una pequeña escalera que llevaba al baño y a las invitaciones.
Había alrededor de 24 personas, a cual más elegante, y entre ellas se encontraba con Miranda y Rosalía, las mejores amigas de mi mujer. Fue con ellas para saludarlas y yo me dispuse, nervioso con razón, a buscar al cabroncete de Leonardo. ¿En serio tendría la sinvergüenzada de ir?
Tenía emociones encontradas. Por un lado lo admiraba, lo apreciaba y me gustaba platicar con él, sobre todo cuando hablábamos de futbol. Pero, por otro lado, me sentía un miserable al saber que al mismo tiempo que lo quería también lo envidiaba. Su seguridad para decir las cosas, la facilidad con que, desde jóvenes, ligaba chicas; su capacidad para ser un tipo seductor sin mayor esfuerzo. Eso es lo que le envidiaba. Lo peor es que cuando estaba junto a él me sentía con un cierto complejo de inferioridad, ¿por qué? Odiaba sentirme así.
Esa noche lo encontré entretenido platicando con Rolando y Samír, dos tipos de cuidado que pertenecían a mi círculo social con Gustavo. Los dos hombres pecaban de la misma chulería, atractivo y encanto que mi buen Leo. También eran solteros, guapitos, musculosos y sinvergüenzas.
«Dios los hace y solos se juntan» pensé.
Estaban tan entretenidos platicando y carcajeándose de algo que no sabía, que por un momento temí que Leo les estuviera contando que esa noche se follaría a Paula, la mujer de nuestro amigo en común, parejita a quien por cierto no veía por ningún lado.
—Epa, Noé —oí la voz áspera de Leo en medio de la música—. ¿Dormimos juntos o por qué no nos saludas?
Saludé al trío de golfos con la mano y me acerqué a ellos. Mientras lo hacía vi que se tomaban selfies haciendo gestos seductores. Claro. Tenían que subir contenido a sus redes sociales para regocijo de sus admiradoras y, por qué no, también para engrosar su, de por sí, elevado ego.
Viéndolos en ese cuadro, reconocí que los tres juntos parecían un trío de seductores actores de cine modelando trajes Armani para una revista de sociales.
Leo seguía siendo el más alto y musculoso de los tres, y embutido en ese traje color vino de raso le resaltaban aún más sus atributos fisionómicos. Rolando le seguía en corpulencia, un tipo de ojos negros que se diferenciaba del primero por llevar pelada la cabeza y tener un color más claro en su piel. Su traje azul marino también de raso le resaltaba la mirada. Samír era el rubio del grupo (él sí era rubio, no pálido como yo), de ojos claros y mentón cuadrado que nunca se cansaba de esbozar esas risas torcidas que tanto mojan las bragas de las chicas. Su traje negro era parecido al mío, salvo por la diferencia de que él sí lo rellenaba de cabo a rabo.
Y bueno, ahí estaba yo, que no es que fuera feo (Lorna no se cansaba de decirme lo guapo que era) pero digamos que mi rostro casi andrógino le quitaba seriedad al estampado que intentaban proyectar mis amigos.
Cuando estuve junto a ellos, por mi tamaño y escualidez, me dije que yo era el único que desentonaba en el cuadro. Aunque también es cierto que yo era el único que les podía proporcionar cerebro a la reunión. Por fortuna se acercó Sebastian «sin tilde, solía decir» a nuestro comité (un cuarentón de mi estatura, un poco rellenito y con lentes que lo hacían ver como el prototipo de nerd, que siempre nos sacaba de apuros en cuestiones tecnológicas), así que ya éramos dos los instrumentos desafinados en esa orquesta teatral.
—Los veo muy animados, compañeros —les dije esperando descubrir el motivo de sus carcajadas.
Samír, el rubio, fue el que respondió:
—Y tú también te habrías destornillado de la risa si hubieras llegado antes de que le hiciéramos la broma de la noche a nuestro buen Sebastian.
Ah, sí; el pasatiempo favorito de Rolando y Samír era hacerle bromas al pobre de Sebastian, quien sólo se reía con desgano de sus chistes malos porque en el fondo sabía que alejarse de ellos le quitaría el poco de «estatus social» que creía tener ante nuestro círculo de amistades.
—¿Ya empezaron tan temprano a cagarlo? —me enfurecí.
Sebastian quiso suavizar las cosas haciendo como que no era de relevancia lo que había pasado.
—No pasa nada, Noé, en realidad fue gracioso —musitó con una risa más falsa que las tetas de su mujer.
Ah, sí, porque Jessica era otra fichita que yo no podía ver ni en pintura. Era una mujer grosera y prepotente con Sebastian, siempre que no le pidiera dinero para hacerse algún arreglito en la cara, en las tetas o en el culo.
—¿Qué hicieron? —quise saber.
—¿Pues qué va ser? —intervino el pelón de Rolando—. Que como siempre, Sebastian se ha ofrecido a hacerla de dj, poniendo música desde su teléfono, sin contar con que, en un descuido, reproducimos desde su móvil un video porno, cuyos gemidos se oyeron por toda la casa.
Leo, Rolando y Samír volvieron a romper en carcajadas.
—Debiste de ver la cara de Gustavo y sus invitados —declaró Samír, que por su color áureo de piel se había puesto tan rojo como un tomate.
Me llevé la mano a la frente y menee la cabeza:
—Es la broma más ridícula de la que he oído en mi puta vida —reconocí fulminándolos con la mirada—. Un niño de tres años podría ser más ingenioso que ustedes dos, par de brutos desgraciados.
—Ya, ya, vale —intentó mediar Leonardo echándome su poderoso brazo por el hombro para alejarme de ellos—. No te enojes, sólo quisieron hacer amena la noche.
—Y los defiendes todavía, Leo.
—Disfruta la vida, Noé, ¿no aprendiste nada de nuestra conversación vespertina? Anda, respira hondo y afloja la pelvis, que esta noche aún da para mucho. Por cierto, ¿ya viste qué buenaza se ve Paulita con ese putivestido que lleva puesto?
En eso estábamos cuando de pronto una rubia despampanante, de cabellos dorados y suelos se acercó a mí caminando de forma tan sensual que creí que se podía romper el piso.
Me separé del grandulón «tronador de coños» de mi amigo y me dirigí a mi esposa quien me recibió con pico en la boca.
—Al fin se nos hace la presentación —dije un poco nervioso—. Mira, Leo, ven, te presento a Lorna.
Cuando ambos se estrecharon la mano, supe que mi cabeza iba a reventar en mil pedazos en algún momento de mi vida. Si yo lo permitía… claro es.
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Continuará.
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