Por mis putas fantasías: capítulos 21 y 22

El deseo, la pasión, los celos y el orgullo son el detonante para que la relación matrimonial entre Lorna y Noé llegue a lo más álgido de sus vidas.

21

Eran las 3:45 de la madrugada cuando me levanté, según me enseñó mi teléfono celular con unos pequeños números blancos que estaban delante de donde Lorna y yo nos exhibíamos en una selfie (en la que aparecíamos dándonos un pico) que nos habíamos tomado en nuestra última visita al cine

«La hora del diablo» pensé sin pensar, agitado, con la garganta seca y mi lengua pegada en el paladar.

Volví a constatar en el baño, en mi cama, debajo de la misma, en el sofá que estaba frente a una cómoda, en las cuatro esquinas del dormitorio, incluso en el techo (como si fuera posible) pero Lorna no estaba por ninguna parte.

No obstante, los berridos sordos, rasposos, intensos, masculinos, aunados a los chillidos femeninos, tersos pero desbocados que provenían de la habitación contigua me tenían retenido en ese habitáculo, sintiéndome incapaz de tener el valor de cruzar los límites del umbral de la puerta.

—¡Puja, puja, puja! —Oí la voz rugiente y embelesada del semental; eufórico, hambriento, caliente—. ¡No te contengas, mami, puja, pujaaa!

—¡Para! ¡Para! ¡Ay, Por Dios! —evocaba la voz femenina de una mujer renuente, pero entregada; insegura y dubitativa, pero sometida y ansiosa por continuar experimentando la insubordinación de placeres que la estaban llevando al éxtasis—. ¡Me dueleee! ¡Aaahhh, por Dios, que rico! ¡Ya, ya, ya!

—¡Aprieta, mami, así, aprieta más!

—¡Ya no puedo, ya no puedo!

—¡Ufff, qué aguante tienes, mi reina!

—¡Aaaahhh, me vas a ma…taaa…r!

Las oleadas de repeluznos que me envolvieron de pies a cabeza (cual víctima de paludismo), con aquellos escalofríos horadantes que se clavaban hasta mis huesos, sólo me expusieron el nivel de miedo, nervios y tensión que me estaban atacando el cuerpo en ese instante.

¿Los muros que dividían los cuartos eran de tabla roca? Era la única explicación para que yo pudiera escuchar aquella obscena conversación y concierto de gritos, chillidos y jadeos de forma tan nítida.

—¡Siéntelo, siéntelo, cómetelo todo, preciosa, oh, sí, cómetelo todo, qué bien aprietas ricura, qué bien te mueves!

—¡Dios! ¡Dios!¡Dios!

—¡Ufff, me encantan tus ubres, mi amor, me encantan!

—¡Leo, Leo, me corro, me corro, me corroooo!

—¡Hazlo, hazlo, no te detengas, libérate, córrete para mí!

—¡Ay, por Diooos! ¡Leooooo!

—¡Wooooow!

Mientras permanecía de pie, al costado de una de las patas inferiores de la cama vacía, me encontré con el vestido color vino de mi esposa, húmedo por el tequila que Leo había vertido sobre él, permanecía en la alfombra, justo en el centro del ámbito, cosa que me extrañó, pues la última vez que lo había visto estaba tirado en la sala del apartamento.

También me encontré con uno de sus tacones de plataforma, al pie de la puerta café, y el otro, como Lorna, permanecía desaparecido. Miré otra vez hacia la puerta del dormitorio y me pregunté por qué tenía miedo de salir.

—¡Por favor, por favor, por favooor! — suplicaba ella, mas me hizo falta concluir si sus palabras eran una imploración para que su semental se detuviera; o, por el contrario, para que la siguiera penetrando con la misma potencia con que, a juzgar por el recurrente soniquete de colisión de cuerpos mojados, la estaba perforando.

—¿Te gusta, mami, te gusta?¡Verga, verga, verga, cómo aprietas, mi amor, como aprietas!

—¡Diooos, Diooos! ¡Por favor, por favor! ¡Para…para! ¡Ah, sí, más fuerte, así, así! ¡Para…!

O las dos cosas.

Los pensamientos de una mujer son un universo infinito de secretos que ningún hombre normal está facultado para interpretar.

—¡Leo, por Dios, Leooo!

¿Lorna? ¿Miranda?

Fabriqué mil voces y resonancias en mi cabeza con el propósito de confundir la entonación que a mí me interesaba, lo hice tantas veces que al final me convencí de que las presentes voces podían ser las de cualquier otra mujer. Desconocer el color de aquella voz y gemidos que tanto placer estaba escupiendo desde su boca, era una buena forma de desorientar mis sentidos y evitar que mis emociones colapsaran y me llevaran hasta lo más hondo de las entrañas del infierno.

Traté de visualizar cualquier otra mujer, menos la mía.

La pude imaginar cabalgando sobre el semental, untada en sudor desde su frente, cuello y hasta las puntas de sus pies, rendida y abandonada a una verga enarcada, gorda, larga y que inundaba y chapoteaba dentro de su vagina, rellenándola hasta comprimirse dentro sus carnosas paredes, hasta los límites de su útero, con sus ojos medio torcidos, sus senos saltando de arriba abajo como globos con agua, al ritmo de los bruscos movimientos de apareamiento que originaban que sus nalgas botaran sobre las piernas y pelvis de Leo, provocando el sonido de los choques entre dos pieles ardientes que, pese a ser de diferentes cuerpos, se homogenizaban al verso de sus caricias y los besos.

Respiré hondo, como pretendiendo aspirar toda la serenidad y el estoicismo del mundo, empuñé mis manos y, venciendo mis implacables tremores, abandoné el claustro en el que estaba metido y me coloqué a medio metro de la puerta que acababa atravesar. Luego, todavía en un estado timorato e inacción, divisé hacia la izquierda, donde una luz muy tenue pero sólida me mostró dos sombras vaporosas que se proyectaban hacia afuera de la habitación, figurando una escena de apareamiento que provenía desde adentro.

—Carajo —susurré.

Al acercarme me encontré a una mujer tirada en la entrada del cuarto de Leo, inconsciente por la borrachera, con una tanga tinta puesta en su cabeza, con el minúsculo hilo dental en la parte delantera de su rostro, y con el largo cuello de una botella vacía de tequila metido dentro de su vagina.

La mujer que estaba con Leo la estaba pasando mejor, a juzgar por el bombardeo de gemidos y gritos de alcances estratosféricos que despedía desde las entrañas y que seguramente ya habían despertado a todo el edificio.

Mientras sacaba la botella de la vagina de la mujer que tenía junto a mis pies, no pude evitar congelar mi vista en la hembra del dormitorio que estaba a cuatro patas, con sus tetas aplastadas en una almohada que reposaba debajo de su cuerpo, apoyando sus antebrazos en la cama, al tiempo que con sus puños se aferraba a las sábanas mientras su culo respingado, en pompa, echado hacia atrás, estaba siendo reventado por un Leo que, completamente desnudo, la bombeaba con un ritmo endemoniado, lúbrico, potente, impúdico, casi bestial.

—¡Por Dios, ya, ya, ya…, me matas, me matas!

Leo había recogido el cabello de aquella gata en celo en una cola de caballo, y en ese momento lo jalaba como si fuese una rienda de las cuales tirar. El macho ni siquiera yacía de rodillas, sino que estaba sosteniendo su enorme cuerpo con sus pies, con las rodillas flexionadas, a la altura del coño de esa golfa que no dejaba de bramar.

—¡Me matas, me matas!

—¡Ufff, mi amor, sigue así, mi reina, sigue engulléndome la verga hasta que te salga por la boca!

Ella reaccionó con un grito al cachetazo recibido en una nalga. Luego continuó bramando.

Cuando Leo soltó la cascada rubia de sus rizos, cambiaron de posición, a modo de misionero. Lorna atrapó con sus piernas el gran tronco musculoso de su amante, por su espalda, atrayéndolo hacia ella. Con sus piernas lo rodeó (hasta que sus talones se encontraron) y sus rígidos brazos circundaron, a su vez, su cuello, para permitir gravitar su cabeza y conseguir besar los labios de su macho.

Leo, con la habilidad de un gigoló y la desesperación de un ex presidiario que no ha cogido en años,  con su mano derecha guió su colosal rabo hasta retacarlo en la encharcada vulva de mi esposa. Se la metió toda, centímetro a centímetro, y entre la semioscuridad vi cómo esa cosa desaparecía en aquél receptivo y caliente agujero hasta que su pelvis y sus huevos chocaron contra las paredes de su vagina.

¿Qué por qué me quedé mirándolos si en cada gemido, vaivén y respiro suponía para mí una hendida de navaja en mi pecho? La medicina dice que se llama «estado de shock», aunque no hubiese perdido el sentido.

Por eso, durante los siguientes minutos, la petrificación de mi cuerpo, alma y sentidos, me obligaron a observar cómo ambos amantes fornicaban en mi delante, sin siquiera advertir mi presencia, ambos entregados a un conjunto de vaivenes que sacudían la cama como si un terremoto la estuviera acometiendo.

Leo la besó de nuevo, restregó su lengua en su cuello y como pudo lamió con furia cada una de sus grandes y redondas tetas, exprimiendo sus pezones como si se estuviese amamantando:

—¡Ufff, eres una diosa, una hermosísima diosa! —le decía entre cada lametada—. ¡Me encantan tus ubres, mi amor, en serio que me vuelven loco!

—¡Leo, ya no puedo más, por favor, ya no puedo más!

Cuando mi esposa, en medio de violentas convulsiones, estalló en un escandaloso orgasmo, Leo sacó su polla, luciéndola más erguida y tiesa que antes, brillante y escurriendo todos los flujos viscosos que antes había adquirido mientras la mantuvo enfundada en el coño de mi hembra, aunada a los chorros que también habían mojado sus piernas y abdominales.

—¡Quiero abarrotarte de mi leche, preciosa, quiero que otra vez tu agujero se llene de todos mis espermas hasta que se inunden tus entrañas!

Logrado uno de sus cometidos, y sin dejar de esbozar una sonrisa victoriosa, Leonardo Carvajal  se la volvió a meter, esta vez con más brío. Fue en ese momento en que descubrí que se la estaba follando a pelo, el muy cabrón. Lorna volvió a aullar como una loba en celo al sentirse perforada e invadida una vez más por aquel inmundo falo. Sus estallidos de excitación podrían deberse al dolor o al placer, ve tú a saber: lo que sí era seguro es que mi diosa rubia había perdido el control de su propio cuerpo.

Era brutal esa imagen de fornicio, como imaginada por el más perverso de los demonios del averno.

Advirtiendo cómo gritaba y se estremecía, concluí que ese cuerpo ya no le pertenecía a ella, ni a sus recuerdos, ni a sus remordimientos y mucho menos a sus sentidos. Ella ya no era dueña de sí, ni de su decencia, moral y ni siquiera de su propia voluntad. Incluso, ya no era dueña ni siquiera de mi respeto ni de mi cariño. Y, viéndolo de este modo, creo que esto último fue lo que más me dolió.

En lo que respecta al macho semental que se la estaba follando como verraco, sin parar, entregado a ella con deseo inmisericorde: entendí, después de mucho sopesarlo, que en realidad él ya no me estaba robando nada, porque ella solita había decidido unilateralmente quebrantar nuestros vínculos y decidir que ya no me pertenecía.

No obstante, la nostalgia de mil momentos compartidos sí que me estaban acometiendo por todos lados, sabiendo que Leo estaba amasando, acariciando y lamiendo la piel, labios, boca, lengua, cuello, senos, nalgas, piernas y el pelo de aquella mujer que alguna vez me perteneció, y que yo también había poseído, misma mujer que, al haber sido profanada por aquél tronador de coños, ya no era mía.

—¡Te amo, Lorny, te amo! gruñía él en su oído, sin dejar de darle aquellas impetuosas envestidas —. ¿Tú me amas, cielo?, ¿tú me amas?

La respuesta de Lorna fue contundente.

—¡No! ¡Nunca! ¡Jamás!

Fue su respuesta la que me hizo reaccionar, como si una llamarada de fuego se hubiera enterrado en mi pecho para despertarme.

Lo primero que hice fue sacar mi móvil para mandar un mensaje:

Noé:

Ey, ven por mí a esta ubicación, apartamento 33, porque me estoy muriendo. Ven pronto por favor.

[Ubicación: Avenida Pedregal #1759, colonia Paraíso]

Luego, encendí la cámara y me dispuse a filmarlos. No sabía para qué, si sabía de antemano que no sería capaz de colgarla en la red por miedo a la humillación a la que yo mismo sería sujeto. No obstante, sería una prueba fundamental para un divorcio apresurado. Mis dedos me temblaban mientras intentaba enfocar.

Fui consciente de que a Leo le faltaban manos para acariciarla, y por la forma en que se sincronizaban, y la naturalidad con que él la besaba y ella reaccionaba en automático a sus estímulos, con profundo dolor me di cuenta de que aquella no podría haber sido la primera vez que cogían.

Gustavo:

No te muevas de allí. Voy para allá. Estoy cerca.

Cuando el sonido del mensaje recibido sonorizó la habitación, Leo dejó de penetrarla y en ese momento se volvió hasta la puerta donde me encontraba yo, su mejor amigo, el honorable marido de la zorra que se estaba tirando.

—Noé —carraspeó, totalmente empapado de sudor, con un rostro al que no le pude encontrar una expresión aparente.

22

En ese instante Lorna logró salir del transe en el que estaba sumergida, (reacción lógica al haber escuchado mi nombre de los labios de su amante), y proyectó un sollozo de sorpresa. Ella, que estaba vencida bajo el mastodóntico cuerpo desnudo de Leo, alzó un poco la cabeza y me miró. En ese segundo se desarmó con pánico y angustia, al tiempo que sus torneadas y húmedas piernas dejaron de estar prensadas al ancho lomo de su macho.

Sus ojos azules se hicieron grandes y muy pronto se aguaron. Luego se volvió hacia Leo (que me seguía observando fijamente) y, tras un fuerte ataque de hiperventilación, nuevamente me registró.

—Perdón si interrumpo —dije con la voz ahogada, deshecha, doliéndome cada palabra como si estuviese escupiendo cristales rotos por la garganta—. Lo que pasa es que estaba buscando a una reverenda puta que antes había estado follando conmigo en mi cama. —Suspiré estremeciéndome de arriba abajo—. Pero ya la encontré. Debí de suponer que las golfas como ella siempre están de cama en cama, y si primero fui yo, después sería otro que le pagara más. ¿Qué me sorprende? Sin son rameras, al fin y al cabo. —Terminé mis palabras clavándole una mirada de odio a mi querida Lorna.

Quise ver una sonrisa de satisfacción en la cara de Leo, de ironía, de ensañamiento; esa que tantas veces me dedicó, seguramente, burlándose de mí. Ansié de mil maneras que me concediera un gesto de victoria, que dijera un diálogo humillante donde hiciera alarde a su gesta de que finalmente se había follado a mi mujer, (así habría tenido una razón perfecta para acabar con él en ese mismo instante), pero no lo hizo, ni una cosa ni la otra. En lugar de eso, el hijo de las mil putas me dijo con seriedad, sin gritos y sin alardes:

—Si le vuelves a faltar al respeto a Lorna, juro que te romperé todo el hocico, cabrón.

Su sentencia había escapado de su boca sin que su cuerpo se hubiera movido un solo centímetro de mi mujer. Continuaba estando arriba de ella, con sus manos sosteniendo su nuca, como protegiéndola, su pecho seguía aplastado contra sus voluminosas tetas (brillantes de sudor), y, lo peor; el mastodonte follador todavía tenía su verga tiesa incrustada en su chorreante chocho.

Y ella, horrorizada, me había robado el estado de shock que yo había tenido antes, para colgárselo sobre sí.

—¿Desde cuándo defiendes a las perras por encima de tus amigos? —pregunté a Leo mientras mis ojos se escocían.

—¡Déjate de mamadas, pendejo, y lárgate de aquí! ¡Lorna es una dama, y la respetas, en todo caso, aquí el perro soy yo!

—¡Los dos son unos hijos de puta! —estallé, metiendo el móvil en el bolso de mi pantalón—. ¡Los dos son unos perros de porquería! ¡Un par de despojos humanos!

—¡Que te calles te digo!

Al principio sentí que las hormonas del hipotálamo se me habían congelado en la cabeza, al tiempo que un fuerte temblor en el pecho, piernas y brazos me amenazaban con colapsarme en el suelo si no era capaz de respirar.

Pero luego, cuando, sin dejar de mirarme con aquella extraña inexpresividad, noté que Leo comenzaba a empujar sus caderas de forma sexual hacia el coño de mi esposa (haciéndola salir de la estupefacción, mientras ella gritaba «¡Basta, Leo! ¡No! ¡No! ¡NO!») me fue imposible no reaccionar.

Muchos cornudos reaccionan de forma más o menos serena cuando descubren una infidelidad. Su mansa postura hace alarde a la filosofía que afirma que las personas no son de nuestra propiedad, y que por tanto, mientras el cariño en una pareja continúe intacto, el refregar de cuerpos desnudos con alguien que no es tu esposo, no puede conducir al término de una relación. Otros, los cornudos consentidores, reaccionan empalmándose, e incluso integrándose a la pareja en cuestión, en un formidable trío.

Por desgracia, aunque, podría haber encajado en la etiqueta de cornudo sereno, cuando hice lo que hice, entendí que yo no figuraba en ninguna de las dos clasificaciones anteriores.

Por impulso, dejándome llevar por el resentimiento y el orgullo, corrí con premura hasta llegar a ellos, y con tremenda fuerza rompí la botella vacía (que le había sacado a Miranda de la vagina) sobre la cabeza de Leo, asegurándome de golpearlo con la base inferior de la misma, la que era más dura, a fin de que el impacto y dolor fuera mayor.

Ni tiempo tuvo Leo de gritar. El maldito guarro de mierda, al intentar recobrarse, sacó su falo de mi esposa y se levantó de la cama pretendiendo caminar hasta mí, pero un fuerte mareo provocado por el golpe, lo terminó noqueando cuando cayó de bruces en el suelo. Mi esposa, gritando con verdadero terror, se dirigió hasta su amante, en cueros, en su afán de ayudarlo.

—¡¡Por Dios Noé!!

Leo temblaba de dolor en el suelo, agitado, por primera vez jadeando, mientras un puñado de sangre escapaba por su nuca. Lorna a duras penas se puso de cuclillas junto a él, observando con terror que se estaba desangrando.

—¡¿Qué has hecho, Noé?! ¡¿Qué has hecho?! —lloró.

—¡¿Y todavía lo preguntas, maldita perra hija de puta?! —le grité soltando el mango de la botella rota antes de que mis puños se impulsaran sobre el cuello de su amante y terminara enterrándole los picos que habían sobrevivido a la quebrada.

—¡No! ¡NO! ¡No! —se lamentaba ella sin saber qué hacer—. ¡Esto no pude estar pasando! ¡Esto no puede estar pasando!

—¡Anda, llora, llora, guarra inmunda, llora, que es lo único que sabes hacer! Pero ¿sabes qué? ¡Se te acabó tu pendejo! ¡A los dos se les acabó su pendejo!

—¡Por Dios, Noé, basta! —volvió a chillar Lorna, que intentaba encontrar su teléfono sobre el juró de junto para llamar a una ambulancia—. ¡Se va a desangrar, Noé, pide ayuda, por favor, pide ayuda! ¡Se va a morir!

—¡Lorna! ¡Lorna! ¡El que se está muriendo soy yo!

Al fin mi esposa pudo marcar al 911 y pedir una ambulancia al edificio de Leo. Les dijo algo sobre una caída y les proporcionó el domicilio y el número de puerta. Eso me confirmaba que hasta eso se había memorizado, ¿cuántas veces lo habrían hecho allí…? ¡¿Cuántas?!

—¡Estamos alterados, Noé, ahora no podemos hablar!

—¡Estúpida! —sollocé—. ¡Al final hiciste que este cabrón se saliera con la suya! Pero, ¿sabes qué es lo que me da más gracia, Lorna?! ¡Que te perforó el coño como venganza! ¿Sabes por qué? Porque me culpa de las acciones de una puta peor que tú de la que tal vez el muy imbécil se enamoró.

Lorna ya había roto una sábana del colchón para ponerla de tapón en la herida de su amante, a fin de evitar que de verdad se desangrara.

—¡Catalina se llamaba, y era novia de Leo, vivían juntos! —le grité sin inmutarme, sintiendo un ardor muy en la garganta—. ¡Leo había ido a Toluca para unos asuntos laborales que tenía, y esa misma noche mi novia en turno, borracha como tú, me confesó que se había acercado a mí con el único propósito de estar cerca de Leo, de quien estaba enamorada! ¡Ella me dijo que estaba harta de mí, de lo soso y picha corta que era! Me dejó entrever que también se había cansado de insistir a Leo para que se la follara, pero que él siempre la rechazó por los códigos que marcaban el ser mi amigo. ¡De todos modos, Lorna, los celos y el odio me invadieron, y… ¿y sabes lo que hice?! Aprovechando la ausencia de Leo fui con Catalina, su mujer, y le conté que mi novia se estaba acostando con su amorcito. ¿Y sabes qué fue lo mejor o lo peor? ¡Que Catalina me creyó! ¿Y sabes lo que hizo la muy pendeja como venganza? Fue a una clínica clandestina y abortó al bebé de cuatro meses que esperaba con Leo, una cirugía que por poco le cuesta la vida a ella, ¡y me inculpó a mí la muy mezquina, por teléfono le contó a Leo que yo la había convencido de que hiciera lo que hizo, que yo la había llevado a la clínica y que había pagado el procedimiento!

Lorna estaba horrorizado ante mi relato, mirándome desde el suelo con miedo y estupefacción.

—¡Te juro, Lornita, que yo no pretendía que ella hiciera lo que hizo, pero entiendo que aquello que le dije respecto a mi novia y a Leo la trastornó completamente! Cuando Leo se enteró quiso matarme, me amenazó por teléfono pese a que yo siempre negué mi participación directa en lo que había hecho Catalina: pero… pero, repentinamente un día me citó en el bar donde, hasta hace poco, nos reuníamos cada quincena, y me dijo que me creía. Que me creía a mí y no a Catalina. Entonces se fue a Miami durante muchos años y volvió para vengarse de mí. ¡Ahora entiendo que nunca me perdonó, y haberme matado ese día que me amenazó habría supuesto una satisfacción menor a todo lo que me ha estado haciendo desde que llegó! ¿Lo entiendes, Lorna? ¡Poco a poco se acercó a mí e incluso me contrató como el responsable de sus contabilidades, sabiendo que de esa manera podría asediar mi vida! ¡Tuvo dos años para urdir un plan, como una astuta serpiente, para saber cómo joderme la vida, y entonces apareciste tú y así de fácil le entregaste las nalgas!

La expresión turbada de mi esposa estaba por los suelos. Mientras hacía presión en la herida de Leo, su gesto de deformaba y se descomponía.

—¿Y apenas me lo dices, imbécil? —exclamó furiosa, su rostro enrojecido y sus ojos azules inyectados en sangre—. ¿Apenas me lo confiesas? ¿Tuviste que tardarte tanto tiempo para contármelo? ¿Tuviste que esperar a que el niño se ahogara para tapar el pozo? ¿Esa es la confianza y comunicación con la decías amarme?

—¡No me hables de amor ahora, hipócrita!

—¡Hipócrita tú! —En este momento se desbordó y comenzó a llorar desconsoladamente—. ¿Me odias tanto que me dejaste a merced de un tipo que quería utilizarme para vengarse de ti?

—¡Te lo mereces, Lorna, por cortita, por pinches putas cortita!¡¿Dime cuántas veces me has hecho cornudo?!

Y dicho esto, Lorna se incorporó furiosa del suelo y me plantó una bofetada.

—¡Basta, Noé¡ ¡Basta!

—¡¿Dime cuántas veces te cogió y cuándo fue la primera vez?! ¿Fue el día de las bragas rojas en que el muy hijo de puta las llevaba enrolladas en sus manos, justificándose de haberlas encontrado en el baño, cuando tú y yo sabemos bien que ninguno de los dos usamos ese baño para ducharnos? ¿Por eso me pediste perdón por lo que había pasado antes y ese mismo día?

—¡CÁLLATE! —lloró ella, jalándose de los pelos—. ¡Lo has estropeado todo, Noé! ¡Todo!

Cántaros de lágrimas escapaban de sus ojos azules, como si aquel color cielo se estuviese derritiendo.

—¡¿Lo hicieron en nuestra casa, Lorna?¡, ¡¿follaron en mi cama, en nuestra cama matrimonial?¡ ¡RESPÓNDEME PUTA!

Otra bofetada me cimbró los sesos de mi cabeza.

Fue entonces que retrocedí ante su nuevo golpe, y es que tuve miedo de perder el control y lastimarla. Pese a todo, la seguía amando, como estúpido, irremediablemente, como un piches loco. ¡La amaba con desenfreno y con locura, como el más grande de los pendejos! ¡Es que…! ¿cómo se deja de amar en un segundo a la persona en quien depositaste todo cuanto tenías? No, no, tenía que retroceder, porque agredirla habría sido una acción que jamás me habría perdonado en la vida.

—¡Yo te amo, Lorna! —dije, cayendo de rodillas en el suelo—. ¡Y ya no quiero… ya no quiero amarte! ¡Ya no quiero estar contigo jamás!

Ella corrió hasta donde yo estaba y se echó sobre mí, acariciando mi cabeza, besando mi frente, mis mejillas, mojándome con sus lágrimas.

—¡NO, no, no, mi amor, no me digas eso, por favor, no me digas eso!  —me suplicaba—. ¡Pégame, grítame, insúltame, pero no me digas que ya no me amas, te lo ruego, por Dios, Noé! ¡No me dejes!

—¡Eres una mujer frívola, Lorna, mentirosa y cruel! ¡Eres el peor ser humano que he conocido en mi puta vida!¡Y yo siempre justificando los indicios que me gritaban a los mil vientos que me estabas engañando! ¡Ya puedo imaginarme cómo se burlaban de mí, par de tortolitos, cómo se reían a mis espaldas mientras tú te retacabas esa putrefacta verga en tu coño de piruja! Pero ¿sabes cuál es la satisfacción más grande que me voy a llevar?, que nunca encontrarás a nadie que te ame como yo, quien habría dado la vida entera para protegerte. ¡Te llevarás a la tumba ese dolor de saber que te follaste a Leo creyendo que yo me estaba tirando a Paula cuando no era así! ¡Paula sí es una mujer decente, a diferencia de ti! ¡Paula sí que es un mujerón en toda regla!, ¿y sabes qué?, te juro que más tarde que temprano me la voy a coger, allá, en nuestra casa y en nuestra cama.

Me levanté, la cogí de los brazos y la arrastré hasta donde Leo se revolcaba de dolor, con los ojos cerrados y sin rastros de entender ni oír nada de lo que estaba pasando en la habitación.

—¡No puedes dejar de amarme, Noé, porque eso no se hace así, de la noche a la mañana, porque yo no podré dejar de quererte ni hay que te acuestes por revancha con todas las mujeres del mundo. ¡Yo sólo quería darte un hijo! Y entiende, por favor, que todo esto que pasó es por la culpa de ambos, por no comunicarnos a tiempo nuestros miedos ni debilidades! Ay, Noé, si tan sólo supieras lo que Paula ha hecho para separarnos.

—¡Quiero que mañana mismo recojas tus tiliches y te largues de mi casa, Lorna! ¡Todo se acabó! —le sentencié al tiempo que escuché el timbre del apartamento de Leo.

Entendí que Gustavo al fin había llegador por mí porque el sonido de la ambulancia todavía no se oía por ningún lado.

Lorna, en lugar de seguirme o rogarme para que no la abandonara, llorando a mares volvió a postrarse junto a Leo, presionándole la herida donde la sangre escapaba.

¿Por qué habría de haber esperado otra cosa?

—¡LOS VOY HACER MIERDA A LOS DOS! —amenacé.

Y experimentando una sensación de que me faltaba el aire en los pulmones, así como una aparatosa taquicardia que por poco me desploma en el suelo, corrí como pude hacia el ascensor, para encontrarme con la sorpresa de que era Paula y no Gustavo, envuelta en un abrigo negro de cuello a pies, la que me esperaba.

—Noé, ¿qué es esto? —exclamó ella, presenciando con espanto el estado en el me encontraba—. Gustavo está borrachísimo en casa por una salida que tuvo en el local, entonces vi tu mensaje en su móvil y… ¡por Dios!

Deduje que su última exclamación había resultado de ver a los dos cuerpos desnudos de Lorna y Leo en la habitación de éste último. Desde el pie del ascensor se podía divisar ese dormitorio, pues quedaba de frente.

—¡Ayúdame, Paula, ayúdameee! —le grité en un estado de histeria—. ¡O lo voy a matar, te juro que lo voy a matar!

—¡No, no! —me rogó, sin dejar de mirar hacia el dormitorio, donde los jadeos de dolor de Leo y los chillidos de Lorna robaban su atención. Con sus brazos me rodeó para ayudarme a incorporarme y entrar al ascensor—. ¡No te comprometas, por favor, no te comprometas! ¡Ven conmigo!

—¡Paula… Paula, ellos…! —gimoteaba preso del desconcierto.

—¡No merecen la pena, Noé, ninguno de los dos merecen la meta!

Entonces, la voz de Lorna rezumbó desde el dormitorio:

—¡Tú eres la responsable de todo esto, maldita puta, y me las vas a pagar! Ya estarás contenta con lo que has logrado, ¿no? ¡Al fin destruiste mi matrimonio, perra!

Antes de que las puertas se cerraran, pudiendo visualizar a Leo borboteando en el suelo, mientras Lorna lloraba como una vil pusilánime junto a él, Paula respondió a mi esposa con acritud:

—¡No soy yo la que está desnuda junto al mejor amigo de su marido! —Y después de una pausa breve, la mujer de Gustavo remató—: ¡Te advertí que al final yo iba ganar, Lorny!

[Marcador de la milésima contienda:

Noé 3 —Leo… ¿Paula 1000?]

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CONTINUARÁ

Sus comentarios tanto en el relato como en mi correo son mi aliciente más grande como relator de historias, ¡los espero!

CVelarde