Por mis putas fantasías: capítulos 19 y 20

Alcohol, sexo y descontrol, los ingredientes perfectos para una noche de descontrol y, probablemente, de arrepentimiento.

19

Me levanté de inmediato del suelo, ofendido, y retrocedí hasta que mis pantorrillas chocaron contra la silla vacía que solía ocupar Paula. Desde allí, observé a una Lorna cada vez más irreconocible, que por mi reacción había cerrado sus piernas y se había puesto de pie.

—No me faltes al respeto, Lorna —le dije.

Mi voz había temblado y había escapado con una bocanada de resentimiento.

Lorna, tragando saliva, intentó sonreír, todavía con sus grandes tetas al aire.

—¿Qué pasa, Bichi?

Me parecía inaceptable que se comportara de esta forma conmigo, escupiendo comentarios hirientes disfrazados de comicidad.

—Vístete y busca a tu machito, por favor —le pedí, acomodándome la corbata—, y ambos lárguese de aquí.

—Bichi, Bichi, por favor —me alcanzó del hombro cuando pretendía dirigirme a mi escritorio. Sentí un escozor en los ojos y un nudo en la garganta—: tranquilo, tranquilo, que era una bromita, no es para que te encrespes. Obviamente me refería al consolador que me obsequió.

Me volví para mirar sus destellantes ojos azules, que me contemplaban con ¿remordimientos?

—Mira, Lorna, te juro que justo ahora te pareces a uno de esos personajes ficticios que tanto criticas en las novelas eróticas, donde la protagonista, de buenas a primeras, pasa de ser la virgen María para de pronto convertirse en la diosa del sexo y la desvergüenza.

Lorna abrió la boca, pero no la dejé que dijera nada, porque continué:

—¿Cómo puedes haber cambiado tanto de la noche a la mañana? No tiene sentido, esto es irreal.

—Creí que te gustaba que me comportara como una guarra contigo, como esas que tanto te gusta ver en el porno.

—¡Sí, sí, me excita, lo sabes bien, pero esto ya tira ya a lo descarado y a la desvergüenza!

—¡Ah, mira, tú, santo Bichi de Atocha! ¿Y desde cuándo te volviste tan moralista? Porque, hasta donde yo me acuerdo, fuiste tú el que me regaló un consolador para que me lo retacara hasta el útero.

Puse los ojos en blanco.

—Mira, Lorna, sabes bien a lo que me refiero. No desvirtúes mis palabras.

—En primera, Bichi —comenzó con sus cansinos reproches enumerados, como tanto le gustaban—: esta nueva Lorna que tanto te asusta (y que ni siquiera es tan nueva), la hice pensando en ti, porque noté que desde que soy más salida pues… tu desempeño ha mejorado, aunque lleves tantos días sin tocarme. —Resoplé, cruzándome de brazos, mientras ella comenzaba a vestirse—. En segunda, de virgen María nada, ni siquiera en pastorela. Desde que me conoces sabes bien que en nuestra intimidad me gusta ser muy cachonda, y que me pone que, de vez en cuando, me trates como una zorra. Y esto siempre lo hacíamos para evitar caer en el tedio de un matrimonio consumado.

—Sí, sí, lo sé, lo que quiero decir es que…

—Y en tercera, desde hace dos semanas que me tienes en abstinencia, provocando que yo esté más caliente que El desierto de Death Valley.

Su respuesta esta vez por poco le quita la seriedad al asunto y me hace reír.

—Pues de abstinencia nada, reinita —me quejé—, que por el escozor y enrojecimiento de tu vulva, se nota que ese puto dildo curvado ha tenido más suerte que yo.

Mi esposa sonrió, se acercó sensualmente hasta mí y me suspiró:

—¿Estás celoso de una verga de cera, Bichito? —me dijo haciendo un tono de voz de telefonista sexual, acariciándome la polla con esmero por arriba del pantalón—, ¿te pone fatal que un enorme garrote de cera me atiborre mi coñito hasta el hartazgo?

Con su cercanía apretó sus senos contra mi pecho y su lengua comenzó a lametear mi cuello, provocándome una oleada de sensaciones que me empalmó de inmediato.

—Vamos, cariño —me volvió a hablar como una niña mimada—, si supieras lo incómodo que es el consolador por su rigidez, probablemente me compadecería más.

Ante su mojada lengüita chupándome el cuello, y sus pequeñas manitas friccionando mi polla, gemí de placer.

—¿Entonces ya no estás enfadado conmigo, papi?

—Te… aprovechas… Lorna —le reproché, mientras sus manos me sobaban ahora los testículos.

—¿De qué? —preguntó con inocencia.

—De lo buena que estás. Sabes que estás tan riquísima y eres tan imposiblemente erótica y sexual, que podría tirarme de un edificio si me lo pidieras.

—¿Tanto así? —jadeó.

—Bueno, no, tal vez exageré.

Con un beso apasionado dimos por zanjado el enfado.

—¿Entonces ya me perdonaste, Bichi?

—No estoy enfadado contigo, Lorna, simplemente ya no quería que estuvieras desnuda, sentada en ese escritorio.

—¿Por qué?

—Tú me entiendes, ¿no? —le dije con una sonrisa violenta—, la próxima vez que folle a Paula sobre ese escritorio, me dará un poco de remordimientos saber que antes tú estuviste allí.

El gesto de Lorna se deformó. Con sus manos apretó mis testículos y yo pegué un grito de dolor.

—¡Guárdate tus chistecitos babosos para otro momento, Noé!

Todavía gimiendo de dolor, le devolví las palabras que me había dicho antes.

—Tranquilita, tranquilita, que era una bromita, no es para que te encrespes.

Torciéndome un gesto, se fue directo al ascensor, justo cuando Leo iba entrando de nuevo. Lorna pasó junto a él sin mirarlo, y éste enarcó las cejas con sorpresa.

—No te demores tanto, Leonardo, que antes de ir al local quiero que me lleves a comer —le espetó, metiéndose colerizada al ascensor—. Si no vienes en cinco minutos me llevo tu camioneta, que recuerda que yo tengo las llaves en mi bolso.

—Como usted diga, jefa —contestó el mastodonte encogiéndose de hombros.

—Para que veas lo que se siente, mi reina —susurré orgulloso, dirigiéndome a mi escritorio.

Leo me siguió con pasos intempestivos.

—Oye, campeón, ¿qué le hiciste a Lorny? Salió echa una fiera.

—Descuida, Leoncito: tú no estás para saberlo ni yo para contarlo, pero pasa que en tu ausencia me cogí a mi «Lorny» sobre el escritorio de Paula, de forma salvaje y animal. De hecho, creo que fui muy violento y la lastimé.

—¿Qué? —me preguntó Leo con incredulidad, entornando sus ojos como medallas redondas de olimpiadas.

—Sí, sí. Hubieras escuchado cómo gritaba, Leo. Creo que se la metí muy bruscamente. Pobrecilla.

La reacción del tronador de coños era todo un poema; una amalgama entre el ¿enfado?, la sorpresa y el escepticismo.

—¿Que le metiste qué?

—Mi falo, mi polla, mi pito, mi verga, como tú lo quieras llamar —le expliqué, hurgando entre los papeles que tenía en mi escritorio de superficie de cristal—. De tan enfadada que iba ni siquiera le dio tiempo de limpiarse mi corrida en el coño. Espero que el semen no traspase su ajuar o, lo que es peor, que el olor te desagrade.

Me eché a reír como un idiota.

Por el aspecto de Leo, daba la sensación de que se había puesto una máscara veneciana.

—Pero ¿por qué pones esa cara, Leoncito? Pareciera que mis palabras te han lastimado.

—¿A mí? Jaja, ¡naaa!, ¿por qué habrían de lastimarme? Solo que, con lo pudoroso y modosito que eres, me sorprende que lo hubieras hecho ahí… afuera, en el pasillo, donde alguien los podría haber visto.

—Algo de maldad y exhibicionismo te he aprendido últimamente, mi estimado —le recordé—. Además, estamos en un horario no laboral, en el piso que alquilo para mi despacho contable. A diferencia de ti, a mí nadie me podría haber metido a la cárcel por actos inmorales en la vía pública.

Leo carraspeó al recordar el calvario que pasó encerrado. Me pregunté por qué se estaba a rehusando a reclamarme mi diablura.

—Además se trata de mi esposa, ¿no, Leoncito? A quien, por legítimo derecho, puedo follar, follar, y follaaar, en donde sea, en el lugar que sea, a la hora que sea, y cuantas veces se me den mis putas ganas.

Terminé mi argumento con una sonrisa que Leo apenas pudo tragarse.

—Igual y mientras van a comer, procura que Lorna beba algo que la revitalice y la hidrate. La verdad es que en pocos minutos perdió muchos nutrientes.

—Descuida, Noecito, que yo cuidaré de ella —me respondió con frialdad.

—Confío en ti —le dije solamente para tantear el terreno.

—No deberías de ser tan confiado, amiguito.

Puse intención a su mirada sardónica, siendo totalmente capaz de interpretar cada una de sus palabras a la perfección.

—Antes de que te vayas, Leo, hazme favor de firmarme estos papeles.

Extendí sobre mi escritorio un folder con siete horas y Leo se volvió a sentar para hojearlas sin minuciosidad. Y era de extrañarse, pues Leo era un experto en los negocios. Pero claro, cuando te consideran imbécil, difícilmente podrían sospechar de ti.

—¿Y para qué son? —me preguntó mientras firmaba una a una con la impaciencia de por volver a su camioneta, donde ya mi sensual y furiosa esposa lo esperaba.

—Ya sabes, colega —le dije haciéndome el disgustado—, la burocracia del ayuntamiento. Piden firmas y más firmas. Tantos papeles y más papeles, que parece que uno nunca terminará con los trámites. Piden de todo, ya no más falta pedirte tu acta de defunción.

Fue imposible no lanzarme una risita hipócrita.

—Pues bueno —me dijo, levantándose con urgencia para dirigirse a la puerta. Allí se detuvo, se volvió hasta mí, y sobándose impúdicamente el bulto fálico que guardaba debajo del chándal, con una mirada socarrona me dijo—; me voy, que estoy extraordinariamente hambreado.

—Nomás no te atragantes con la leche —le dije.

—¿Qué?

—Digo, por si tomas chocomilk —Le exhibí todos mis dientes.

—Cuando he llevado a comer a tu mujer, Noecito, te juro que nunca he quedado con apetito —me contraacató—. Y con respecto a los papeles, pues nada. Confío en ti.

Ya me había dado la espalda y se dirigía al ascensor cuando le grité:

—¡No deberías de ser tan confiado, amiguito!

[Marcador de la cuarta contienda: Noé 3 —Leo 3 ]

20

El viernes por la noche, Lorna y yo apenas si nos hablamos. Lo mismo ocurrió durante el día sábado mientras hacíamos nuestras labores del hogar. Buena parte del día ella se la pasó encerrada en su taller, dedicada a las esculturas que le había encargado Leo.

Yo, por mi parte, me dediqué a leer una novela de Guillermo Arriaga titulada «El búfalo de la noche», que trataba sobre la extraña relación de dos mejores amigos, Gregorio y Manuel, así como el ir y venir de uno de ellos en hospitales psiquiátricos, a causa de terribles episodios de esquizofrenia, mientras el amigo sano comenzaba con una insana aventura sexual y de amor con la novia del primero.

—Vaya mierdas de personas son Manuel y Tania —murmuré indignado—. Mientras Gregorio se debate entre la vida y la muerte en el sanatorio, Manuel y Tania no dejan de follar.

Relacioné la historia que proponía Arriaga en el libro con Leo, Lorna y yo…

—La diferencia es que yo no estoy loco —me convencí. Luego reflexioné—: aún…

Eran las siete de la tarde cuando Lorna salió de la ducha envuelta en una toalla. Se sentó frente al tocador para humectarse la cara y se miró la alianza matrimonial.

Yo estaba recostado en la cama embobado con una serie de Netflix que trataba sobre viajes astrales, cuando Lorna me miró a través del espejo.

—Leo, quiero confesarte algo.

Por poco y las palomitas de maíz se me atoran en el cogote. Me senté sobre la cama y la miré.

—Dime, mi amor, te escucho.

—Te engañé.

La sangre se me congeló en las venas y los dientes me comenzaron a castañear.

—¿Cómo dices?

Lorna me siguió mirando por el espejo, mientras se daba golpecitos en las mejillas con aquella plasta blanca que la hacía lucir como bruja de cuento.

—Nunca me tomé la píldora desde que nos casamos.

Por fin pude soltar todo el oxigeno almacenado en mis pulmones.

—Ah, ah, ah, era eso —contesté aliviado.

¿Qué habría esperado escuchar?

Lorna continuó:

—Ya sé que ambos dijimos que debíamos intentar ser padres cuando nos sintiéramos preparados, y que mientras, había que disfrutar de la vida y así. Pero, la verdad, Bichi, a mí me hacía ilusión ser madre joven. Por eso no me cuidé. Y entonces pasaron los meses y nada que quedaba embarazada. Hasta que un día, temerosa de que yo fuera infértil como mi tía María Luisa… (ya ves que dicen que puede ser hereditario) me hice unos estudios. Y, y… pues allí descubrí que yo estaba perfectamente. Así que deduje que el que estaba pues… Eso, mal, eras tú.

Pulsé el botón de apagado en el control remoto para que la televisión dejara de distraerme.

—¿Por qué me cuentas esto ahora, muñequita? —le pregunté cuando me acerqué a ella, acariciándole sus cabellos rubios mojados.

Ella, cuando al fin distribuyó su crema por tu preciosa tez blanca hasta desaparecerla, se giró hasta mí y me miró con ternura.

—Porque quiero que sepas, que si bien mi ilusión siempre fue la de ser madre, yo te preferí a ti. Elegí tu amor. Elegí estar a tu lado hasta hacernos viejitos. Apenas llevábamos un año de casados, Bichi, cuando descubrí (aunque no oficialmente) que tu no…. que tú…

—Dilo, mi amor, que yo no podría darte hijos.

Me puse de rodillas frente a ella y deposité mi cabeza, de perfil, en sus piernas desnudas. De pronto estaba afligido, y en esa posición, mi diosa rubia siempre conseguía consolarme, acariciándome el pelo y mis mejillas como si yo fuese un bebé.

—Sí, eso —murmuró, frotando mi rostro con dulzura. Sí, porque además de ser una diosa sexual, cuando se lo proponía, Lorna podía ser una mujer muy dulce y comprensiva—. Y quiero hacerte entender que si yo hubiera sido otra...

—Me habrías abandonado —completé de nuevo, dejándome llevar por sus caricias. Como pudo se inclinó hasta mi mejilla que estaba al descubierto y me dio un montón de besitos—. Sin embargo —continué—, tú no me abandonaste, sino que siempre estuviste allí, conmigo. Ahora entiendo que tienes mucha razón en lo que me dijiste esta mañana, Lorna. Tú me amas más de lo que yo merecería.

Con sus dedos me hizo incorporar, y entre lágrimas nos fundimos en un beso que, al menos a mí, me supo a gloria, así como aquél que nos dimos cuando firmamos el acta de matrimonio, frente a nuestras familias y amigos. Un beso que nos unió y me hizo pensar que a partir de ese momento no habría cosa ni persona alguna que nos pudiera separar.

—¿Y ahora qué hacemos? —le pregunté, pensando en el deterioro que había tenido nuestra relación por mis celos y sus imprudencias.

—Llévame a bailar, Bicho.

Su respuesta no era la que esperaba, pero me enterneció.

—¿Quieres ir a bailar a una disco?

—Por fiii. ¿Sí?

—¿Estás segura?

—¡Por fiii, por fiii, por fiiiii!

Y así, a las diez de la noche estábamos entrando a un club nocturno llamado Babilonia. Lorna, después de mucho tiempo, se había vuelto a poner un sensual y ajustado vestido color tinto muy escotado, (la mitad de sus exquisitos senos quedaban al descubierto, comprimiéndolos uno con el otro por el corte del estilo) con la espalda desnuda (salvo por dos listones cruzados que se unían entre sí), y con un corte tan pequeño, más arriba de los muslos, que estuve seguro que al sentarse se le podrían ver hasta las anginas.

Se había rizado su melena rubia, y lo lucía con orgullo cual si fuese una modelo que posaba en un comercial de champú. Una máscara de pestañas negras y su delineado en los ojos, provocaba que su iris azul contrastara aún más en su mirada, y sus labios estaban pintados con un brillante color uva semejante al tono del vestido

—Te has puesto muy sexy, mi diosa. ¡Estás de infarto! Lo mismo te llevo a un cementerio y resucitas muertos. Estoy mega cachondo.

—¿Quién te entiende? —me preguntó ella riendo mientras nos escabullíamos entre las personas del lugar—, ¿o provoco infartos o resucito Lázaros?

—¡Las dos cosas, mi reina, las dos cosas! Ese vestidito te hace lucir riquísima. Y el perfume que te pusiste creo que tenía viagra porque, deberías de saber cómo me estás poniendo.

—Y a que no sabes lo que llevo debajo.

—¿Qué llevas debajo?

—Una mini tanga, cuyo hilo dental está enterrado completamente entre mis nalgas.

—¡Ufff! —me calenté—. ¡Ya se me puso dura!

—Pues a ver si me sostienes bien querido, porque muchos tipos me están comiendo con la mirada, y al parecer también ya se las puse dura. Encima, los más listillos me están dando agarrones en el culo.

—¡Oh, no, no, que este culo —lo nalgueé—, sólo es mío.

En el local había algunas jaulas de hierro pendiendo en las alturas, donde se hallaban algunas mujeres encerradas, semidesnudas, bailando de forma candente, algunas con diminutas prendas que apenas les cubrían los pezones y los coñitos.

—Cuidadito, Bichi, que se te están yendo los ojos donde no debes —me gritó Lorna entre el volumen alto del dj.

—¿Crees que a mí me hace falta mirar a otro lado teniendo conmigo un mujerón con semejante culazo y tetazas? —le dije, besándole el cuello mientras la protegía por la espalda, abrazándola por la cintura.

—¿Entonces qué se te perdió en esas jaulas, o qué tanto buscas con insistencia, Bichi?

—Nada, nada, muñequita, que estaba pensando que las rubias se mueven con menos sensualidad que las morenas.

—Mentira —me indigné—. Todas se mueven estupendamente bien por igual. Así que calmadito con hablar de las rubias, que me sentiré aludida.

—No, no, mira bien, esas rubias de apariencia escocesa parece que se trajeron el hielo de sus países a sus piernas.  ¡No se mueven nada!

—Ahs —se quejó—. Luego por qué a las europeas las tildan de frígidas y a las americanas nos ponen como zorras calientes.

—A la única zorrita caliente que amo es a ti, mi diosa —le dije metiéndole mi lengua en su boca.

—Vamos a bailar, Bichi, que aquí parados  en lugar de mesa, lo único que vamos a agarrar es un resfriado.

Nos introdujimos entre el gentío en una búsqueda intensa de un lugar dónde meternos a bailar (aunque de reojo yo estaba buscando un sitio para sentarnos, pues con esos tacones de plataforma que Lorna llevaba puestos, en cualquier momento iba a necesitar descansar).

Y en eso estábamos cuando Lorna profirió con sorpresa:

—¡Mira, Bichi, ahí está Leo!

—¿Qué?

—Y Miranda.

El corazón por poco se me sale por el culo cuando, en los límites de la pista de baile, Leo y Miranda estaban besándose, (más bien devorándose, tragándose, lamiéndose), ocupando una mesita redonda donde habían (curiosamente) dos sillas vacías.

—Qué raro que me hayas guiado precisamente donde estaban ellos, ¿no, muñequita? —me quejé con sospechas.

—Ay, no empieces de pesado, Bichi —me reprochó, arrastrándome hasta ellos.

—¿Sabías que Leo estaría aquí? —le pregunté.

—¡Por supuesto que no!

—Pues vámonos a otro lado, que si nos acercamos más nos van a salpicar de babas.

—No exageres, ¡Leo, Miranda! —gritó Lorna.

—¿Ahora me crees cuando te digo que este par de cabrones cornearon cruelmente a Benja? Y ahora están allí, como si nada hubiera pasado.

—Ay, Bichi, ¿quién se acuerda de Benja ahora?

—Pues bien que te gustaron sus hamburguesas.

Ella no contestó.

Cuando Leo nos interceptó con la mirada, sonrió, se puso de pie y nos invitó a su mesa con una seña.

—Vengan aquí, parejita —gritó el macho semental entre el ruido del gentío—. Aquí hay dos sillas vacías. —Miranda, que portaba un mini vestido negro más corto que el de Lorna aunque sin escote (pues de todos modos no tenía mucho qué haber presumido) le dijo a Leo algo al oído y ambos rieron.

Leo rodeó la mesa para saludarnos. Cuando miró a Lorna, aún entre la semioscuridad y los colores neones que brillaban en la discoteca, pude ver cómo sus ojos ardían y se follaban a mi mujer con la mirada.

Me la arrebató de mis brazos, la tomó de su mano y la hizo dar una vuelta:

—¡Pero mira nada más que hermosura de diosa estás hecha, preciosidad!

—Y todo esto es para mí —le sonreí, reteniendo de nuevo Lorna con mis brazos.

—Pues ustedes también están guapísimos —les dijo Lorna.

Miranda era bonita, pero nada impresionante, al menos para mí. Leo, como era su costumbre, llevaba puesto un atuendo cuyo propósito era lucir sus potentes músculos, piernas, nalgas y paquete, consiguiendo hacer mojar a cuanta calentona lo mirara por allí.

Nos sentamos, pues, en su mesa, yo más por Lorna que por ganas, y Leo nos mandó pedir una primera ronda de tequilas con sal y limón, las famosas palomas. Tampoco es que pudiéramos hablar mucho por el ruido de la música, así que nuestros silencios los aprovechábamos para mirarnos entre sí. El descaro de Leo en el escote de mi rubia era casi para darle una trompada. Así que, si de todos modos la iba a mirar, decidí meterle la lengua a mi preciosidad de mujer, chapoteándonos los labios y boca, para ver si aquél imbécil se cortaba poquito.

Mi trama hizo efecto, pero también mis ganas por seguir bebiendo. En la tercera ronda de tequilas los cuatro parecíamos algo mareados; pero, aún así, Lorna nos propuso que fuéramos a bailar.

—Claro, vamos —acepté.

Entre más lejos de este imbécil mejor.

Lo que no preví fue que la parejita de golfos se fueran a situar al costado de nosotros; específicamente, Leo detrás de Lorna. Repentinamente la música electrónica fue alternada por bachata, cuyo candente ritmo invitaba a que los movimientos de las parejas fuesen mucho más lentos, y que las caderas se menearan más sutiles pero con un toque de sensualidad.

Arrastrados por el erotismo de la cadencia sonora, nos pegamos aún más, cuerpo con cuerpo, aliento con aliento, y tuvimos que flexionar nuestras piernas para que los movimientos de nuestras caderas se acompasaran con naturalidad en las oscilaciones. No es que fuera un gran bailarín, pero Lorna conseguía atraerme a su propia métrica, y yo me dejaba llevar a dondequiera que ella decidiera conducirme.

«Es el colmo que un mexicano como tú no pueda tener ese ritmo latino que tiene que llevar en la sangre por naturaleza» me había dicho una vez, en nuestros encuentros previos a que nos hiciéramos novios. «¿Sabías tú que una mujer puede darse una idea de cómo de rico puede follar un hombre mirándolo bailar? Entre más sexy mueva las caderas, su desempeño sexual es inmejorable.»

Y ahí me tenían a mí en esa tercera cita, intentando ondear mis ancas lo menos ridículo posible, cuidándome de no tirar a las personas que estaban a mi alrededor, con el único propósito de impresionar a Lorna.

Pero el tiempo pasa y las mujeres como Lorna siempre consiguen moldear a su pareja. Y pensando justamente en la teoría de Lorna respecto al movimiento de cadera masculino y su relación con el desempeño sexual, eché un vistazo a Leo quien, pese a corpulento cuerpo atlético, bailaba con Miranda con sensualidad, ejecutando insuperables movimientos de apareamiento que si mi muñequita hubiera visto, sin duda se le habrían mojado las bragas.

Pero seguí en lo mío, entregado a las sensación erotizante que me provocaba que los senos de mi diosa se aplastaran en mi pecho, ella introduciendo una de sus piernas entre las mías, restregándome el pene, y yo metiendo mi lengua en su providente boquita. Pronto escapó un jadeo de su boca mientras me besaba y lo aspiré por mi garganta: y luego otro, y otro, y otro, y fue así como me di cuenta que su culo estaba rozándose con el cuerpo de Leo.

Con los ojos abiertos, noté que mi amigo se restregaba «involuntariamente» en sus nalgas, aparentemente sin ser consciente de sus propios movimientos. Y Lorna volvió a jadear, hasta que la arrastré discretamente hasta el otro extremo de la pista. Allí estuvimos bailando entre besos y magreos por otro buen rato, pero de pronto algo pasó, porque ella se separó de mí con un gesto de rabia, luego se volvió hacia donde estaba un tipo pelón y con un piercing en la oreja que hacía como que bailaba, y le gritó:

—¡Me vuelves a meter mano y te la corto, cabrón!

—¡Córtame esta con tu boquita, zorrita —dijo el fulano, señalándose la bragueta—, que con esa ropita de guarra que llevas puesta no sé por qué no te han metido en las jaulas de allá arriba!

¿De verdad yo tenía un aspecto de pusilánime y medroso para que un hijo de puta como ese no hubiera respetado a mi mujer incluso sabiendo que yo la tenía entre mis brazos?

—¡A ver si te quedan ganas de volver abrir el hocico para irrespetar a mi esposa, perro hijo de puta! —le grité, haciendo a un lado a Lorna para permitirme darle un empujón que lo tumbó de bruces sobre una mesa que tenía detrás.

Lorna, impresionada, me jaló de mi camisa y me arrastró hasta ella, vociferando:

—¡Mejor volvamos con los chicos, Noé, ahora!

Apenas había dicho esas palabras cuando una lluvia de puñetazos me tiró hasta el suelo, mientras escuchaba frases como «Para que aprendas a no meterte con quien no debes, maricón.»

Allí en el suelo fui inmovilizado, teniéndome boca abajo, de modo que los puñetazos que recibí en la espalda los sentí menos agresivos, y no me dolieron tanto. Bueno sí, pero no como si hubiese estado en otra posición. Pude percibir mil voces por doquier, entre ellos los gritos de miedo y angustia de mi pobre muñequita, que rogaba que me dejaran.

—¡Corre, Lorna, corre! —le grité a mi esposa entre la barahúnda que se había formado, pues me aterrorizaba que mi hermosa pudiese salir lastimada.

De pronto dejé de sentir golpes sobre mi lomo, y es que, cuando levanté la vista, noté que mi oponente había salido disparado directo a la mesa donde antes yo mismo lo había tumbado. La gente se dispersó en chillidos, al tiempo que Leo lo embestía a golpes, estrellándolo una y otra vez sobre la mesa hasta que esta se partió. Un par de amigos de mi agresor se abalanzaron en la espalda del enorme mastodonte, pretendiendo evitar que este continuara arremetiendo contra el pelón, pero Leo, con admirable habilidad, consiguió que los recién llegados terminaran en el suelo mientras él los molía a patadas.

—¡La policía! —gritó alguien, y todo el mundo comenzó a correr.

Leo se levantó con premura, con las manos ensangrentadas por las heridas que les había ocasionado a los tres cabrones. De inmediato se incorporó despavorido, sus ojos verdes me buscaron hasta encontrarme en el suelo, y con su enorme mano me sujetó del brazo y me levantó de un tirón, como si yo fuese un saco de plumas.

—¿Estás bien, campeón? —me preguntó con seriedad, observando cada espacio de mi cara (una pregunta que me remontó con nostalgia y dolor a los días en que él me defendía en el colegio, cuando nuestros problemas eran más sencillos y no nos odiábamos a muerte como ahora).

Y haciendo honor a aquellos mismos días de amistad, le respondí:

—Estoy bien, gracias.

Nos observamos como si no nos hubiéramos visto en siglos, y luego, mirando hacia los costados, dijo:

—¿Dónde están nuestras mujeres?

—Pues ellas no sé, pero la policía viene detrás de ti.

—¡Vámonos a la verga! —gritó.

A los 15 segundos encontramos a Lorna y a Miranda, cada una llevaba una botella vacía en las manos. Como yo estaba renqueando, Leo se hizo cargo de ellas asiéndolas de las manos, y llevándoselas consigo muy de prisa por la puerta trasera que daba al estacionamiento.

Cuando los encontré, los tres ya estaban metidos en la camioneta de Leo, esperándome. Lorna y Miranda estaban en la parte de atrás de la silverado.

—¡Lorna! —le grité, señalando el lado opuesto del estacionamiento donde habíamos dejado nuestro auto—. ¡Vámonos!

—¡Súbete a mi camioneta, cabrón, que nos vienen siguiendo! —me previno Leo.

Mi esposa, asustada, me hizo señas para que subiera de prisa y le hice caso, sobre todo porque en las condiciones en las que estaba no me sentía capaz de conducir. Y de Lorna ni hablar, que parecía más aterrorizaba que borracha.

Abordé de copiloto y escapamos del lugar como alma que lleva el diablo escuchando la policía detrás. En menos tiempo del esperado ya estábamos en el edificio de Leo, que era el que estaba más cerca del local del que habíamos huido.

—¿Qué hacen ustedes dos con esas botellas? —les preguntó Leo con un gesto cómico cuando subíamos por el ascensor.

—Era para ir a defender a nuestros machos —respondió Lorna con un gesto de heroicidad.

—¿Con esas botellas? —pregunté yo, incrédulo.

—¡Se las íbamos a romper en la cabeza a esos cabrones! —respondió de nuevo ella, cuya mirada estaba casi perdida.

Los cuatro rompimos en carcajadas.

Las cervezas y la música continuaron en el apartamento de mi ex amigo. De hecho, el piso se veía más amplio que el nuestro, o sería que daba la impresión de ser más grande al no tener tantos muebles como nosotros.

—¿Estás seguro de que no te duele la putiza que te pusieron? —me preguntó Leo en carcajadas que asumí al exceso de alcohol, mientras se tiraba sobre la alfombra, recargando su enorme espalda en las piernas de Miranda quien, casi inconsciente, estaba sentada en el sofá.

Seguddísimo —dije entre risas, sintiendo la lengua entumecida—. ¡Ya no puedo pronunciar la errrrre!

Yo también estaba sentado en el sofá que estaba de frente a Leo y Miranda, y mi diosa de plata permanecía sobre mis piernas, con su cabeza recostada en mi pecho.

—¡Arriba, arriba! —dijo un Leo casi pedo, levantándose de la alfombra para traernos unas bebidas energizantes de la cocina (embotelladas en aluminio), las cuales nos entregó a cada quien—. ¡Esto nos volverá a reanimar, ya lo verán! ¡La noche es joven aún!

—¡Uuuuu! —estallaron las mujeres.

Media hora después, la bebida mágica nos había hecho efecto. Las chicas se habían quitado las zapatillas y estaban bailando lo que Leo llamó «un perreo intenso», al asqueroso ritmo del reggaetón, donde ambas se restregaban sus culos ante mi mirada atónica y el gesto pervertido de Leo.

—Música naca  —cantaleé yo, experimentando pálpitos violentos en el pecho mientras me tomaba el resto de una cerveza corona—, música naca, corriente y vulgar. Me extraña que un metalero como tú, Leoncito, tenga en casa esta música tan espantosa.

—¡Esta música es una mierda, Noecito, tienes razón, pero se convierte en mi favorita cuando tengo que ver a mis hembras perrear! —gritó él, subiendo el volumen a la música TWERK—. ¡Que comience el show, mis amores!

Y pese a mi desencanto por aquella horrorosa música de porquería cuya única y poética letra consistía en superfluos «perrea duro, mami, perrea duro, mami, y mueve el culo hasta orgasmear», fui el primero en aplaudir aquellos obscenos movimientos.

Lorna y Miranda tenían sus miradas perdidas, en tanto bebían sus cervezas. A estas alturas, Leo ya se había quitado la camisa por el «intenso calor» que hacía.

Lorna, mientras bailaba provocativamente, observaba de reojo los pectorales y abdominales trabajados de Leonardo Carvajal, quien seguía preparando nuevos chupitos tras habernos terminado los energetizantes.

—¡Tú estás loco, Leoncito! —le dijo mi diosa al ritmo del reggaetón, cada vez más fuera de cordura—. Con todas las bebidas que nos hemos tomado, se nos van a cruzar los cables.

—¡Ojalá, preciosa, que nos hace falta a todos una buena desestresada!

Y mientras yo sentía que mis piernas y mis brazos me pesaban lo mismo que si estuviera hundido en lozas de cemento, Leo se puso de pie y se acercó a Miranda y a Lorna con un par de copas. Se puso a bailar junto a ellas y luego les dijo:

—¡A ver, mis amorcitos, abran esas boquitas preciosas que tienen!

La primera en obedecer fue la golfa de Miranda, que entre saltos y más saltos intentó tragarse cada gota que cayó desde la copa que sostenía Leo. Lo cierto es que la mitad mojó la parte alta de su vestido.

La cabeza me daba vueltas y vueltas, y por una razón que ahora no comprendo, sentía muchos deseos de reír por todo lo que ocurría:

—¿Qué me diste, hijo de puta? —le pregunté a Leo entre carcajadas.

—¡Vida, Noecito, te de di vida!

Entonces vi que aquél ebrio semental se acercaba peligrosamente a mi mujer, que también estaba bailando como una poseída:

—Ahora tú, mi amor, abre la boquita —le dijo con su rasposa voz de mando.

Lorna, presa de una locura infernal, abrió la boca.

—Tú lengüita, mi vida, saca tu lengüita —le pidió con cariño dominante.

Y desde una altura considerable, Leo le tiró todo el contenido del tequila directo en la boca, y como había sucedido con Miranda, más de una tercera parte le mojó las tetas y el vestido.

—¡Wow, wow, wooow! —estalló Leo en carcajadas, mirando hacia el escote de mi mujer—. ¡Mira, campeón! —me dijo—. ¡A tu mujer se le han empapado las tetas de tequila! Yo sabía que las mujeres cuando estaban calientes se les mojaba el coño, pero nunca supe nada de las tetas. —Lorna y Miranda (incluso yo, Ave María Purísima), nos echamos a reír—. ¿Quieres probar, Noé? ¡Ven, ven!

Leo se acercó a mí de forma tambaleante, lo que sugería que estaba casi tan borracho como yo (aunque él, por alguna razón, parecía mucho más espabilado, como si tuviera más aguante). Me sujetó de la camisa y me levantó como un muñeco de trapo.

A trompicones, Leo me acercó a mi mujer, que seguía absorta, moviéndose al ritmo de la música, y con sus manos me agarró de los pelos de la nuca y me hundió en sus tetas.

—¡Anda, cabrón, cómete sus tetas con sabor a tequila!

Borracho o drogado como me sentía, me extrañó que la calentura fuera mucho más intensa que antes. Mi polla palpitaba entre mis bóxers, una sensación hormigueante que se me propagó hasta la pelvis.

Lorna, jadeante, levantó mi cara, ahora mojada de tequila, y me la chupó como si fuera una paleta de hielo, gimiendo con gusto. Su lengua jugosa, repleta de saliva, me limpió cada centímetro hasta que se cansó, en tanto yo la rodeaba y le estrujaba sus redondas nalgas por debajo de su vestidito.

Quince segundos después, dos botellas de tequila más, una en cada mano de Leo, fueron vertidas sobre las tetas de mi mujer y de Miranda, quienes comenzaron a gritar de placer tras haberme advertido mi ex amigo que me echara hacia atrás.

Allí, de pie, mareado y con grandes esfuerzos para permanecer de pie, solo podía mirar la boca abierta de mi mujer, cuya lengua reptaba en el aire como una niña que se ilusiona con atrapar con ella un copo de nieve. Solo que en lugar de nieve, aquello eran chorros de tequila que salpicaban en sus labios, cuello y hasta nariz, destilándose entre sus senos, cintura y piernas.

—¡WUUUUUW! —profirió Leo un grito triunfal, sobre todo cuando admiró el resultado final de sus obras de arte.

Dos mujeres con aspecto de zorras, completamente empapadas, desprendiendo una fragancia a hembras, a alcohol, a tequila, mientras las telas de sus vestidos se pegaban aún más sobre sus cuerpos.

—¡Ven aquí, campeón! —me volvió a decir el mastodonte—. ¡Ahora están mojadas de pies a cabeza! Mira cómo esta de feliz tu Lornita, ¿a que quieres seguir bebiendo? Anda, chúpala toda, límpiala toda, hasta la cola.

Al primer paso caí de rodillas y todos soltamos en carcajadas. Así, en cuatro patas, me arrastré hasta mi mujer, y comencé a besarla desde la punta de sus dedos, sus pantorrillas, piernas, hasta esconderme debajo de su vestidito, donde hice a un lado la tela de su ropa interior a fin de comerme su chochito.

Escuché a lo lejos las carcajadas de Leo. Cuando saqué mi cabeza de debajo del vestido, vi que Miranda se había puesto a horcadas sobre él, mientras ella recogía con la lengua el chorro de tequila que el muy cabrón se había roseado sobre sus abdominales. Eché un vistazo hacia Lorna y la sorprendí perdida en el repaso que ejecutaba aquella golfa con su lengua en cada centímetro de la musculatura de su macho.

—¡A seguir bailando, mis amores! —pidió Leo, poniéndose de nuevo en pie, llevándose consigo a Miranda, a quien besó y nalgueó un par de veces.

Yo, incapaz de poder levantarme, me arrastré hasta que pude recargar mi cabeza en la base del sofá donde antes había estado sentado. Desde allí me convertí en espectador de la escena que tenía delante.

Lorna y Miranda, empapadas, (que permanecían bailando junto a Leo), teniéndolo a él en medio de las dos, contoneaban sus cinturas con alta carga sexual, dirigidas por el movimiento de sus pelvis que iban de adelante y hacia atrás, adelante y hacia atrás, subiendo y bajando, flexionando sus rodillas hasta que sus nalgas casi tocaban el suelo.

—¡Abajo, abajo, abajo! —las animaba Leo que también meneaba la cintura de un lado a otro (por fortuna, todavía con el pantalón puesto)—. ¡Arriba, arriba, arriba!

Luego, las dos mujeres repetían la operación pero ahora con oscilaciones hacia los costados, concluyendo con meneos circulares e infinitas combinaciones.

El mastodonte era el más animado de la noche, palmeando sus manos como apremio a los movimientos de nuestras mujeres.

—¡Fuera vestidos! —gritó el hombre de repente—. ¿Verdad que sí, Noecito?, ¿apoyas mi moción? ¡Mira que están mojadas, y se pueden enfermar!

—¡Pero nada de tocar! —dije yo, soltando en risotadas.

—¡Jamás, jamás! —dijo él con ansias violentas de verlas en cueros—. ¡No a tu mujer, Bichito, que yo la respeto, ¿verdad, Lorny que te respeto? Sí, sí, a ella no la tocaré!

Como un striptease amateur, Miranda fue la primera en sacarse su vestido, el cual recibió en sus manos el fibroso de su amante, mientras le masajeaba sus pequeñas tetas y le daba diversos cachetazos en el culo que sonaban como palmas.

Y luego procedió Lorna, mi diosa rubia, que, fuera de sí, se lo sacó por debajo de las piernas, recurriendo a todo el esfuerzo que le fue posible, porque a la altura de las caderas se le atoraba a madres por el tamaño de sus glúteos. Pero entonces, entre risas, lo consiguió, y muy pronto el vestido tinto estaba tirado en el suelo, y ella se descubrió gloriosa, en sostén y una reducida prenda íntima que apenas le cubría la rajita.

—¡Culazo, campeón! —clamó Leo colocándose de rodillas frente a las nalgas de Lorna, poniéndose en oración como si estuviese frente a un santo—. ¡Soberano y glorificado culazo tiene tu sacrosanta mujer! ¡Mira nomás lo que te comes, cabrón, mira nomás el culonón que te comes!

Entre parpadeos pude mirar que, en efecto, como Lorna me lo había dicho antes, una minúscula tanga tinta, cuyo hilo dental se enterraba soberbiamente entre sus dos glúteos, lucía sobre su escultural cadera.

Entre cada parpadeo que daba, parecía que pasaban muchos minutos de diferencia, a juzgar por las imágenes que veía entre una y otra.

Parpadeo. Lorna acariciando sus senos, sin sostén. Parpadeo. Miranda chupando el enorme falo de Leo. Parpadeo. Lorna gritando sobre la alfombra, mientras una botella vacía de tequila entraba y salía de su coño. Parpadeo. Leo montando a Miranda mientras ella chillaba como si la estuvieran matando. Parpadeo. Lorna de rodillas entre mis piernas…

Lo último que recuerdo haber visto en esa ígnea sala fue a Leo posado de rodillas, gritando como loco cual si celebrase algún campeonato de la champions league, completamente desnudo, en medio de las dos mujeres que reinaban el trono del hogar de perdición. Después de eso, las escenas se sucedieron alternas, borrosas, pues de repente vi a Lorny cabalgando sobre mí, en una habitación que no era la de nuestro apartamento.

Y cuando abrí los ojos de nuevo, más allá de la madrugada, escuché unos fuertes gemidos en la habitación contigua. Tragué saliva y me sentí amargo.

Todavía sentía el alcohol almacenado en mis venas y, pese a la semioscuridad, todo me daba vueltas.

Pum, pum, pum, era el estremecedor sonido del respaldo de una cama que chocaba contra el muro, al otro lado del dormitorio en el que estaba.

Pum, pum, pum. Bufidos y más bufidos varoniles rivalizaban con los golpes inmisericordes del cabecero. Ese había sido el violento, obsceno y reiterativo ruino que me había despertado.

—¡Ahhh, síiii! ¡Aaahhh! —eran los bramidos femeninos de una mujer embravecida que se escuchaban desde la distancia, disputándose con los del cabecero y los rugidos de Leo.

Me eché a reír tocándome la polla, que había reaccionado ante aquella erótica orquesta de gemidos.

—¿Oyes eso, cielo? —susurré en silencio, por si a caso Lorna también se hubiese despertado.

Cuando encendí la lámpara para disponerme a ir al baño, pues vaya si tenía ganas de orinar, horrorizado descubrí que mi cama estaba vacía.

Mi erección se congeló de tajo.

—¿Lorna? —dije, esperando que alguien me respondiera desde el baño.

Nada.

—¡Ahhh, síiii! ¡Aaahhh!

Continuará.

Las últimas tres entregas las publicaré el Lunes, Miércoles y viernes (respectivamente) de la siguiente semana, para que sea más llevadera la cuarentena. Gracias por la acogida de esta historia. Prometo que el final no los dejará indiferentes. (O al menos eso espero).