Por mis putas fantasías: capítulos 17 y 18

El matrimonio entre Lorna y Noé cada vez está más al borde del colapso. ¿Infidelidad o fantasía?

17

Comparé la forma que tenía el consolador de cera que Lorna había guardado en su cajón con el pene real de Leo, según pude mirar en las fotos que éste había enviado tanto a mi whatsapp privado como al de nuestro grupo de amigos, presumiéndonos sus hazañas.

Salvo por el color moreno del cuero del verdadero falo de Leo, el consolador parecía tener las mismas dimensiones (soberbias) y configuración que el suyo: incluso la forma fálica del dildo estaba curvado hacia arriba, como el real, y la textura de los relieves de sus henchidas venas también sobresalían indecentemente en el tronco, así como la gran cabeza en la parte superior.

Me parecía mentira que, mientras Lorna dormía, yo estuviera en el baño a deshoras de la noche intentado comprobar que el hijo de las diez mil putas de Leonardo Carvajal le hubiera dado a mi esposa una réplica precisa de su anaconda en forma de polla de cera para que se lo metiera.

La pregunta era, ¿a qué pinches horas el impresentable del mastodonte se había reunido con Lorna (sin avisarme siquiera), y bajo qué estúpida justificación le había obsequiado un duplicado de su trozo? ¿Lorna sabía que era una réplica de su aparato reproductor masculino? No, no podía ser así. Claro que no. Una mujer casada, con dos dedos de frente, sería incapaz de masturbarse con una copia de la verga del mejor amigo de su marido. Por sentido común. Por tantita vergüenza. Por al menos un poco de compasión.

¡Por respeto a mí, chingado, a mí, que era su esposo!

Las dudas y mis inseguridades me hicieron una mala jugada esa noche, sobre todo cuando me di cuenta que con mi mano apenas si podía empuñar aquel grueso dildo. No tuve el coraje para medirlo con una cinta, pero tener esa cosa entre mis palmas me hizo comprender que era más enorme y gorda de lo que se veía en las fotos. Era verdad que un par de veces había logrado ver la polla de Leo mientras había follado con algunas de sus amiguitas en turno, en el pasado, pero nada se comparaba con mirarla desde la distancia a tenerla de cerca, al menos en copia, sobre mis manos, haciéndome dimensionar su verdadera longitud y grosor.

La escena era tan humillante, que incluso, para acabar de auto flagelarme, tuve el valor de sacarme mi polla (que de por sí estaba flácida) de debajo de mi pijama para compararlas.

—Carajo… —musité cuando advertí la ridícula e irrisoria diferencia.

No había punto de comparación. Mi pene ni siquiera podía considerarse un parámetro clasificable que sirviera como instrumento de análisis en el método de observación directa.

«Sus inseguridades se deben al síndrome de Klinefelter» me había dicho el psicólogo esa semana «este síndrome provoca que quien lo padece produzca niveles bajos de testosterona. Desafortunadamente, señor Guillén, usted nació con una copia adicional del cromosoma X que es un desencadenante de infertilidad. Pero de lo malo lo bueno, Noé,  ya que, por lo que he leído en su diagnóstico y lo que yo estoy observando, usted únicamente tiene infertilidad, poco vello facial y corporal y una masa muscular reducida. El síndrome, además de lo anterior, provoca un crecimiento desmedido en las mamas de los hombres, la mayoría de las veces padecen bajo rendimiento sexual y un libido mínimo, osteoporosis, pene pequeño (más pequeño que sus medidas, Noé), pubertad tardía y hasta déficit de atención. Y usted no padece ninguna de estas últimas cosas. A lo que me dice, Noé, su desempeño sexual siempre ha sido bueno (y su problema de disfunción en la actualidad se debe a una depresión que ya estamos tratando). Y por lo que me dice respecto a sus inseguridades respecto al tamaño de su miembro, aunque no lo crea, Noé, su tamaño está en el promedio mundial. La pornografía nos hace normalizar tamaños y formas inverosímiles que en la realidad sí que son anormales. Usted debe estar tranquilo y con la disposición para curarse.»

Juro por Dios y por Buda que las palabras de aliento del doctor Santelmo ese día me devolvieron la seguridad que la misma Lorna me había ayudado a superar, y que había perdido durante muchos años antes de conocerla y después de enterarme que era infértil. No obstante, esa noche, comparando el tamaño del dildo con mi pene, volví a tropezar en el mismo hoyo.

Me sentía indignado, titubeante, irresoluto y rabioso.

Incluso sufrí un episodio de taquicardia al intentar recrear la charla y la situación en que se habría podido propiciar el tema de los «consoladores», y la posterior entrega del falo a mi mujer.

Imaginé la sonrisa ganadora de Leo (y el morbo y calentura que pudo experimentar) cuando depositó su polla de cera en las pequeñas manos de mi Lorna. Visualicé los ojos azules de mi preciosa angelita, cuando observó, recibió, palpó, sintió y acarició esa cosa entre sus dedos que incluso era mucho más grande y grueso que el consolador que yo mismo le había regalado semanas atrás. Pude fantasear con su cara de asombro, sorpresa y fascinación, al mirar una cosa así por primera vez en su vida.

Tanta complicidad en dos personas que llevaban 3 semanas de conocerse era inusual, sobre todo ahora que yo era consciente de  los antecedentes morales y perversos de mi antiguo mejor amigo.

«¿Esa chingadera es lo que creo que es?» le había preguntado con indignación a mi diosa rubia esa noche, sintiéndome al borde de un estado de descompensación emocional, mientras ella se retorcía sobre la cama como si un pitón venenoso se hubiera introducido en su útero, «¡Lorna! ¿Ese consolador de cera te lo dio Leo?» entre chillidos ella me respondió «Una broma, Bichi… todo resu-ltó de una broooma. Cuando nos contó su emprendimieeento con las mujeres indígeeenas no le creímos, ni Miranda ni yo… y hoy… me comprobó que era ciertooo… regalándooome unoooo. ¡Aaahhh!»

Se había masturbado hasta correrse como una guarra en toda regla, con sus bragas tintas puestas, (sólo se las había apartado hacia un ladito), sin ninguna clase de pudor.

Claro que la había visto pajearse con el consolador anterior muchas veces, cosa que me calentaba a morir, pues observar su hermosa carita inocente deformada por el placer, mordiéndose los labios, gimoteando, con sus piernas abiertas, ¡uuufff!, la mejor imagen que un hombre puede ver.

Pero ahora, teniendo en cuenta que esa cosa monstruosa que se metía en la vagina, una y otra vez, llevaba inmersa la huella de Leo, me había acaecido una horrible desmoralización sin precedentes. Un golpe a mi orgullo como hombre y como esposo.

Tuve la sensación de que me habían colgado de los huevos en lo más alto del edificio, exhibiéndome como el mayor mediocre del continente americano.

Y es que verla allí, tan desatada y cortita de moral, era como saber que Leo mismo la había perforado, como si la hubiera violado en mi presencia.

Pronto recordé las palabras del doctor Santelmo y me asusté:

«Noé, noto en usted demasiado resentimiento, y eso es peligroso. Si no conseguimos encauzar sus inseguridades y su rabia, puesto que tiene un carácter demasiado fuerte y de decisiones intempestivas, usted podría cometer una locura.»

Con todo el dolor de mi corazón, esa noche me contuve. Me dormí sin decirle nada y así permanecí en silencio, alejado, reflexivo, durante el fin de semana y casi todos los días que le siguieron.

Lorna, que se había dado cuenta que mi indiferencia hacia ella y su cuerpo se había originado a partir del episodio del consolador de cera, no lo volvió a usar más (al menos en mi presencia), y tampoco supe dónde lo escondió. Porque pensar que se había deshecho de él era una idea que, francamente, no creí.

Si no le reclamé nada a Leo no fue por pusilánime ni por miedo a nuevas represalias, sino porque sabía que yo me había pasado de a madres con lo que le había hecho al provocarle un fin de semana de estadía en la peor pocilga que una cárcel de Linares le podía ofrecer.

El siguiente fin de semana, Rolando y Samír reanudaron su concurso de a ver quién lograba recaudar más bragas y tangas al final del años, y mandaron al grupo sus nuevas presas.

Leo, por su parte, pese a no haber tenido comunicación con él (ni reclamos ni amenazas) desde el día en que lo abandoné en los separos, me envió en privado una foto de su falo enhiesto reposando sobre un culo pequeño, en cuyo glúteo izquierdo había una frase escrito, al parecer, con lápiz labial, que decía «para el cornudo de Benja.»

Noe

¿Y a mí para qué carajos me la mandas?

Leo:

Por si a caso lo ves por ahí, le digas que su putita lo extraña jajajajaja

Noé:

¿Es en serio que te la sigues cogiendo, baboso? No pensé que hubieras terminado enamorado de ella.

Leo:

Jajajajaja ¿enamorado yo?, no mames, «Bicho». Eso nunca. Si te mando esta foto es para que veas cómo terminan las parejas de mis enemigos, aquí, en mi cama, emputecidas, y con los deseos de tener sus culos asignados únicamente para el depósito de mi verga.

Hasta el más pendejo habría identificado que esa era una advertencia para mí. Bufé con odio y ansias de meterle un cactus en el culo.

Noé:

En cuanto puedas, Leoncito, te quiero en mi oficina. Necesito que me firmes unos papeles que hacen falta para tu nuevo local.

Leo:

Va, va. Nos vemos.

—Sí, Leoncito, ven y fírmame los papelitos —le dije a la pantalla de mi celular—; así de poco en poquito estarás cavando tu propia tumba.

Aunque sabía que Leo continuaba visitando constantemente el taller de Lorna en nuestro apartamento, ella evitaba hablar sobre el asunto. Tampoco es que el guaperitas me lo informaba, pero el muy hijo de puta tenía una habilidad tan fría y calculadora, que siempre que podía me dejaba pistas de que había estado en mi casa. Muchas noches al regresar al apartamento, fue frecuente encontrar algunas de sus cazadoras de cuero en el sofá de siempre, abrigos, botellas semivacías donde solía tomar sus malteadas proteicas, su gorra o hasta su bolso donde guardaba su ropa para ejercitarse. De hecho, un jueves de quincena en que decidí cancelarle nuestras habituales noches de copas, al llevar al apartamento me encontré su reloj de mano en la cocina.

Una cocina que, por cierto, encontré echa un desastre, con huevos rotos por doquier, leche derramada en los pretiles y en el suelo. Sobre todo harina, mucha harina.

—¿Qué diablos ha pasado aquí? —le había preguntado a Lorna, que estaba recostada sobre nuestra cama, recién bañaba, mientras miraba la tele.

Sin mirarme me respondió:

—Pasa que con tu indiferencia ni siquiera soy capaz de hornearte un maldito pan —Su voz denotaba resentimiento.

¿Y el reloj de Leo? ¿Qué putas hacía en la cocina entre el desastre el reloj de Leo? No le pregunté. Fui a limpiar el cochinero y luego me metí a bañar.

Y esa noche tampoco hicimos el amor.

La semana siguiente, cuando Lorna ya había logrado hacer las bases de los tres primeros dragones, recibí por la noche un mensaje de un número que no tenía registrado, que decía:

Número desconocido:

Noé x favor leeme bn.. no confiez en Leo, nunk

Attttt: Jessica

«¡Menuda zorra! ¿Y en ti sí puedo confiar?»

Apenas iba a responderle a su mensaje cuando Leo me envió por privado al menos diez fotos de Jessica, en diferentes posiciones, de pies a cabeza, (imágenes muy fuertes y explícitas) con sus cabellos rojizos con plastas de un líquido blancuzco que imaginé que era semen, ¿semen de Leo? Obvio que sí.  En otras fotos apareció con sus tetas de plástico al aire, rígidas, con su rostro perfectamente visible, nítido. En su cabeza llevando orejas de cerda, y un plug del mismo animal, insertado con naturalidad en su ano.

Leo:

No me gusta deberte favores, ya te dije, Noecito. Aquí está la zorra de Jessica en una situación bastante comprometedora. Si la muy turra te vuelve a amenazar, ya sabes cómo chantajearla.

De Nada ;)

Noé:

Mañana te quiero en mi oficina, segunda llamada.

Tragué saliva, contuve el aire y continué comiendo en silencio, frente a Lorna, que sin duda había notado mi temblorina y mi rostro descompuesto.

—Bichi, por favor, ya va siendo hora de que quites esa cara —me había dicho en un intento por hacerme reflexionar.

—¡¿Y qué otra pinches puta cara quieres que tenga, Lorna, si te ordené que dejaras de ver a Leo y a ti te valió un carajo?!

No recuerdo haberle gritado nunca a tales grados de decibeles desde que nos conocimos.

—¡No me vuelvas a gritar de esa manera, Fernando Noé! —me respondió Lorna tirándome en la cara la leche tibia que se estaba bebiendo esa noche—. ¡Ya me tienes harta! ¡¿Qué carajos te pasa para que me trates así?, ¿qué carajos te pasa para que ya ni siquiera me toques?, ¿de verdad te pone rabioso que hable con Leo, o será que te has alejado de mí en estos días por los remordimientos de conciencia que no te dejan en paz por estarte tirando a Paula? ¡Eso explicaría que por las noches llegues sin besarme siquiera!

—¡No trates de hacerte la víctima otra vez, Lorna! Si tienes tantito sentido común entenderás que no está bien que ese imbécil aprovechado se la pase metido en esta casa como justificación de que viene a trabajar contigo a tu taller. Si ya hicieron juntos los diseños y tú ya comenzaste a elaborar las esculturas, ¿por qué jodidos tiene que estar contigo cada vez que se le hinchan los huevos?

El rostro de Lorna se me figuraba tan consternado por mi conducta, que por un momento creí que me tiraría el litro de leche encima, con todo y la botella.

—¡Pues mientras no mandes al carajo a la estúpida prostituta de Paulita que cada día que pasa me está robando todo de ti, te juro que yo seguiré viendo a Leo cuantas veces hagan falta para entregarle un proyecto profesional digno de mí!

—¿Entonces a eso estamos jugando, «Lorny» a un estira y afloja?, a nuestra edad, ¿estamos jugando al «si tú me haces yo te hago» ? Por favor, Lorna, que estamos casados y somos mayorcitos, no somos enemigos, ¿qué clase de amor me tienes entonces, carajo, si me haces sufrir con tus decisiones?

—¡Lo mismo digo yo, Noé, te juro que lo mismo digo yo! Pero a lo que yo veo, «Bichito», tú no estás celoso, tú estás encaprichado con que yo deje de hacer lo que más amo de esta vida.

—¡Sí, sí estoy celoso, y qué! ¡Aborrezco que ese hijo de la chingada esté aquí, que te mire, te hable, te toque! ¡Ah, y tampoco quiero que le vuelvas a hablar a Miranda!

—¿Ahora también Miranda entró en tu paquete de barbaridades? ¡Se te han cruzado los cables, Noé, te has vuelto un fastidioso controlador del carajo!

—¡Harás lo que te digo!

Lorna se llevó las manos a la cara, como si no diera crédito a lo que yo le decía.

—¡Tú a mí no me mandas, faltaba más! —Los labios le temblaban de la cólera—. ¿No te da vergüenza poner a Leo como excusa a tus locuras e indiferencias, Noé? ¿No te da vergüenza tratarlo así, sabiendo que él es el amigo del que tanto me hablaste? ¿Sabes las maravillas que él habla de ti? Por Dios, Noé. En todo caso, tú me lo presentaste, tú me hiciste tenerle aprecio incluso si yo no lo conocía, ¡tú!, ¡tú tienes la culpa de todo lo que ha pasado!

—¿Y qué ha pasado?

Lorna lloraba.

—¿Qué diablos ha pasado, Lorna? ¡Habla!

—¿Quién crees que soy yo, Noé, una puta que se acuesta con el primero que se pone en su camino? ¡Ese papel se lo dejo a la puta de Paula y a ti!

—¡El tema de Paula queda zanjado desde ya, Lorna! A partir de mañana queda prohibida la entrada de Leonardo Carvajal a esta casa. Ah, y quiero que te deshagas de esas estúpidas esculturas que tienes en ese taller.

—¡¿Ahora te parecen «estúpidas» mis esculturas?! —vociferó indignada, con el grito más fuerte que le oí en mi vida—. ¡Basta ya con tus caprichos!¡Si no me puedes dar un hijo al menos dame la posibilidad de hacer lo que más amo, que son mis esculturas!

Una bomba atómica estalló dentro de mi pecho cuando Lorna me dijo semejante barbaridad. Palabras crudas, dolientes, humillantes. Que sí, que yo también la había tratado de lo peor y le había gritado mil cosas. Pero ella, con muy pocas líneas me había polvorizado. Me limpié las lágrimas y me desplomé sobre el sofá cuando entendí que si no hacía algo para salvar lo que ella y yo teníamos, Leo terminaría destruyendo mi matrimonio.

[Marcador de la tercera contienda contienda: Noé 2 —Leo 3 ]

18

«Cambio de táctica, Noé», me sugirió mi subconsciente, «Leo te quiere débil, desesperado, te quiere estallando contra tu esposa pendejada y media para que ella descubra lo peor de ti. Leo te está atacando psicológicamente como el cáncer, de forma silenciosa. A través de tus celos y la vulnerabilidad de Lorna está haciendo metástasis hasta matar tu relación. No le des ese gusto a ese cabrón.»

Así concluí que intentar desprestigiar a Leo ante Lorna revelándole todas sus frívolas fechorías, a estas alturas de la vida ya no iba a dar resultado. Ella me mandaría al diablo si le contaba que el tronador de coños se había cogido a Miranda en un callejón sin salida mientras su novio accidentado estaba tirado cerca de su moto (aquí mi muñequita de plata descubriría que la había engañado respecto al supuesto viaje de estos dos a Cuernavaca, resultando todo peor).  ¿Y si le enseñaba la foto de Miranda donde ambos humillaban a Benja con aquél escrito en una de sus nalgas? Imposible. Creería que Sebastian, con sus habilidades de informático, habría truqueado la foto. Además ni siquiera se le veía la cara a Miranda… una cara que sí se le miraba a Jessica, pero, respecto a esta última, ¿qué le iba a decir?, ¡Mira, Lorna, te quiero enseñar estas fotos donde no aparece Leo pero sí la zorra de doña tetas de plástico, vestida de cerdita!

Lo único que se me ocurrió hacer esa noche es abrazar a Lorna mientras gimoteaba. Ambos nos habíamos hecho daño, como nunca antes. Nos habíamos gritado y agredido verbalmente. Una situación muy fuerte para ambos porque nunca habíamos pasado por algo así.

—Perdóname, Lorna, por favor —le susurré mientras ella seguía llorando, oculta bajo la cobija como una niña a la que sus padres han regañado—. Perdonémonos, mi muñequita adorada, por favor, te lo pido.

Pero ella no respondió.

Como todos los días, Lorna preparó el desayuno.

—Le pedí a Leo que me busque un local donde trasladar mi taller de esculturas —me dijo de repente, bruscamente, indiferente, justo cuando yo pretendía dar el primer bocado a mi sándwich.

«Cambio de táctica, Noé. » «¡Cambio de táctica!»

¿A qué hora se habían hablado?

«Cambio de táctica, Noé. » «¡Cambio de táctica!»

Las sienes se me crisparon del coraje.

—No es necesario, Lorna. Lo de ayer fue un exabrupto. Demasiado estrés en el despacho y pagué los platos rotos contigo. Perdóname.

—Lo tengo decidido —me contestó.

—Esta es tu casa, cielo, en verdad, olvida todo lo que te dije ayer. Tratemos de recomenzar de nuevo.

—Lo tengo decidido —reiteró.

Los dedos por poco arrancan el cristal de la mesa cuando vi que «mi adorada Lorny», estaba bebiendo uno de esos suplementos alimenticios que Leo vendía en sus negocios.

«Mierda, mierda, ¡Mierda!»

—¿Te molesta que estén mis esculturas en esa habitación por algunos días, antes de que consiga algo?

—Lorna, entiende que no es necesario, por favor. No seas infantil.

Ella no me respondió. Comimos en un incómodo silencio que se prolongó por 15 minutos más.

—Por cierto —me dijo con una fingida sonrisa—. No voy a dejar de ver a Leo, porque además de ser mi cliente, se ha convertido en un gran amigo, de esos que saben escuchar y comprender.

Tragué saliva. Nunca me costó tanto forzar una sonrisa como esa mañana.

—De acuerdo —concluí—. Te amo de todas las formas posibles que te puedas imaginar, Lorna—le dije cuando me marchaba.

Ella, que se dirigía a nuestro dormitorio para preparar su ropa para irse a trabajar al jardín de niños, se detuvo y me observó, diciéndome seriamente:

—Yo te amo más de lo que mereces, Noé.

La mañana me sentó fatal. Y esta vez ni el café me hizo espabilar. Cuando se dio la hora de la comida, todas mis empleadas se despidieron de mí. Aproveché que la esposa de Gustavo todavía permanecía en su cubículo para mandarla llamar por el interlocutor.

—Paula, necesito que vengas antes de que te retires, por favor.

—Por supuesto, contador.

Aquella elegante mujer pelinegra y de gruesos labios rojos se sentó delante de mi escritorio con aquella misma sensualidad que no se cansaba de desbordar.

—Dígame en qué puedo ayudarlo, contador.

—Necesito que cuando regreses del descanso, Paula, me recopiles toda la información contable de Leonardo Carvajal. También preciso las presentaciones de impuestos desde el año uno y los contratos sobre la constitución de su nueva empresa.

—Me asusta, licenciado, ¿hice algo mal?

—No, no, Paula. Por el contrario. Hiciste tu trabajo tan bien que no encuentro cómo joder a este idiota.

—¿Cómo dice?

—Nada, nada. Por favor, encanto. Te espero esta tarde con la información.

¿Le había dicho «encanto»?

Un silencio, un segundo, cinco segundos, diez segundos.

—Sí, sí… por supuesto.

«Fraude fiscal, Noé, ocasiona un fraude fiscal donde ni tú ni Paula se vean involucrados. Difícil porque se supone que eres su contador. Pero lo podrás hacer, “Noecito”.»

Me llevaría algunas semanas ejecutar mi plan (recabando todos los documentos, falsificaciones y movimientos necesarios) para nulificar de tajo a mi objetivo, (no, no es tan fácil ni tan seguro como lo representan en las películas), pero estaba dispuesto a soportar todo lo que viniera si al final lograba destruirlo.

«Te hayas follado o no a mi hembra, “Leoncito”, por tu culpa he pasado las semanas más terribles de mi vida, y eso no te lo voy a perdonar nunca. Te vas a ir directito a la mierda, perro asqueroso, y sin pasaje de retorno.»

—¿Le puedo ayudar en otra cosa, contador? —me preguntó, y se puso de nuevo el lápiz entre sus carnosos labios.

Y entonces, de repente, ellos se aparecieron en mi oficina. Ni Paula y yo los escuchamos llegar. Lorna entró primero y Leo le secundó.

—Por los visto deben de tener bastante trabajo si el resto de las secretarias ya se fueron y ustedes dos siguen con tanto jaleo —mencionó Lorna mirando a Paula con desdén.

No es que el jumpsuit rosa ajustado que mi esposa llevaba puesto fuera obsceno, ya que literalmente no enseñaba nada (de hecho la mayoría de sus amigas de posición social alta solían usarlos como moda), pero sí me parecía un tanto atrevido dado que debajo de la fina tela se insinuaba su aparatosa y exquisita figura, la cual permanecía incrustada en el redondo de sus respingadas nalgas y su par de redondos melones, como si fuesen una segunda piel.

Incluso llevaba puestos unos tacones blancos, donde se le veían sus perfectas uñas pintadas en rosa, que le estilizaban aún más la pequeña silueta de su cintura, envaneciendo más su esférico culo, en cuya raya se embutía el tejido de su ropa, como si no portara bragas.

—Paula ya se iba —respondí bastante nervioso.

—Hola, campeón —me sonrió el hipócrita número uno de todo Linares, Leonardo Carvajal—. Buen día, Paulita.

El tronador de coños lucía orgullosamente una playera blanca presume-músculos, una gorra del mismo color, y un chándal deportivo gris donde se le marcaba un buen bulto en la parte delantera, así como el grosor de sus trabajadas piernas. No es que lo hubiera fisgoneado a propósito, pero, por la posición en que se había estacionado, su hinchado paquete quedaba a la altura de una incómoda Paula que por momentos sólo se limitaba a parpadear. De hecho, la protuberancia de Leo estaba tan cerca de mi empleada, que si ella hubiese girado hacia su izquierda seguramente lo habría podido besar.

Vi que sus mejillas se habían enrojecido.

—Pues me retiro —anunció Paula poniéndose en pie.

—Querida, en la entrada hay demasiada basura, ¿podrías levantarla al salir?

Paula estaba asintiendo con docilidad cuando de inmediato intervine:

—Por supuesto que no. Anda, Paula, ve a comer. Cuando regrese Jovita, la afanadora, ella lo hará —Lorna me dedicó una mirada tan violenta, que de haber sido petardo me habría explotado la cabeza—. Salúdame a Gustavo, por favor —le pedí.

—Con gusto. Hasta luego —Esta vez la mirada nerviosa de Paula se dirigió hasta el endemoniado rostro de Lorna y la pervertida mirada de Leo, que parecía querérsela follar con la mirada allí mismo.

Lorna, con una sonrisa maligna, miró a Leo y luego a Paula, en ese orden, diciendo.

—¿Por qué no acompañas a Paulita al estacionamiento, Lencito?

—No hace falta —dijo Paula escabulléndose de mi oficina.

—Claro que hace falta, ¿verdad Leo? —volvió a insistir mi mujer con esa inédita expresión de crueldad.

Leo le devolvió una sonrisa con complicidad a mi diosa rubia y salió de la oficina, diciendo:

—Tienes razón. Un caballero nunca debe dejar ir sola al aparcadero a una dama. En cuando me asegure que Paulita se va, regreso por ti Lorny. Es que la he invitado a ver el nuevo local, ¿no te importa verdad, Noecito?

No tuve tiempo de responderle al cabrón, porque ya había desaparecido de mi vista.

En cuanto nos quedamos solos, Lorna me llevó de la mano al corredor vacío donde estaban instalados los cubículos de mis cuatro empleadas:

—No vuelvas a desautorizarme delante de tus empleadas —me dijo, mientras maniobraba con sus manos para bajarse el cierre de cremallera de la parte alta de su atuendo, situado a la altura de su espalda—. Mucho menos cuando esa pelandusca barata esté frente a mí —Se refería a Paula.

Cuando la parte alta de su sensual jumpsuit rosa descubrió el sostén que guardaba sus senos, mis piernas temblaron.

—¿Qué estás haciendo, Lorna? —le pregunté, mirando hacia todos lados.

Lorna sonrió, pasó su jugosa lengua por los labios y observó cada cubículo vacío. Pronto se deshizo del sostén y me lo tiró sobre la cabeza, con una nueva sonrisa divertida.

—¿Cuál dices que es el cubículo de esa estúpida, Bichi?

—¿Para qué quieres saber? —le pregunté embobado en sus deliciosas tetas, que saltaban de un lado a otro mientras ella caminaba.

—Ah, sí, ya lo encontré, aquí está el retrato de su linda familia —se contestó para sí misma observando el lugar de trabajo de Paula con asquerosidad.

Cuál fue mi sorpresa cuando mi diosa rubia se desnudó con rapidez en pleno pasillo y se acercó al escritorio de Paula, poniendo su precioso culo sobre el borde del mismo, tirando con su cuerpo todos los papeles y carpetas que le estorbaban.

Yo, anonadado, sólo pude sentir cómo la sangre acudía a mis mejillas y engrosaba poco a poco mi pene. Abriéndose de piernas, con su índice derecho me indicó que me acercara a ella, señalando luego su hermosa rajita.

—¿No llevas bragas, Lorna? —me sorprendí.

—Acerca tu lengua folladora en mi conejito, mi amor —me sugirió con una voz de lo más sensual.

Volví a mirar hacia el fondo del pasillo, que daba a la escalera y al elevador.

—¡Lorna, vístete, por favor, que en cualquier momento vuelve Leo!

Pero ella parecía que le hablaban las piedras.

—He visto que Paulita tiene la manía de llevarse un lápiz a la boca, ¿verdad, Bichi? Mira, aquí hay uno, ¿te apetecería ayudar a metérmelo?

—¡Por Dios, Lorna, estás loca, estás enferma!

Sus piernas largas, anchas, excitantes, me tenían idiotizado.

—¡Estás de infarto, mi diosa! —le dije suspirando.

—Sácate la pollita, mi amor, y pajéatela mientras me chupas mi chochito y me metes este lápiz, ¿te imaginas el morbo que te dará ver a Paula con el lápiz, sabiendo que antes estuvo dentro del coño de tu esposita?

—¡Estas terriblemente desequilibrada! —exclamé súper cachondo, ante el morbo que implicaba que alguien se apareciera en ese sitio y nos descubriera.

Y ella comenzó a masajearse las tetas, sus pezones, acercándolos a su lengua, que las lamía. Su gesto profundo era el de una diosa de los infiernos, hambrienta de sexo. Comenzó a gemir.

—¿Ahora sí me dejarás que te la meta, mi amor? —le dije, mientras me jalaba el trozo, sintiéndome más caliente que si me hubiera metido a un lago de lava ardiente—. ¡Míralo, está durísimo, y quiere guerra!

Lorna observó mi polla (sin dejar de acariciarse los pezones) y se rio.

—Mastúrbate, papi, y pon tu lengüita aquí.

Cuando la calentura es tremenda no te importa nada más. Y es que tener desnuda a mi deliciosa rubia despampanante, sentada sobre el escritorio, (con sus enormes tetas de fuera, meciéndose en círculos, su empapado coño expuesto, brillante, su cabeza echada hacia atrás, y apoyada con sus tacones sobre el escritorio de Paula, cada uno echado en cada esquina), era algo verdaderamente muy cachondo.

Cuando menos acordé ya me encontraba esclavizado, una vez más, de rodillas frente a su deliciosa y caliente rajita, listo para comenzar a chuparle su inmaculado pozo de carne hambriento, del que escurrían fluidos aromáticos y viscosos.

—Vamos, papi rico, ¡cómeme el coño y hazme correr!

—Te la quiero meter, mi amor, ¿puedo?

—No, no, estás castigado, por haberme tenido tanto tiempo ganosa, en celo, sin tu lengüita en mi chochito haciéndome estremecer.

—¡Quiero penetrarte, mi amor!

—Si te portas bien, te la chuparé, corazón, y dejaré que tu lechita nade sobre mi boquita, ¿quieres?

—Sí, sí, sí.

Sin embargo, tras haberle dejado de hacer sus nocturnos orales vaginales por alrededor de casi dos semanas, me encontré con una escalofriante y sorprendente novedad: su sonrosada abertura lucía obscenamente más dilatada y abierta de lo que la recordaba, y su brotado clítoris y sus glutinosos labios vaginales estaban mucho más inflamados y flácidos de cómo yo los había dejado la última vez.

—¿Lorna? —musité—. ¿Qué ha pasado aquí?

Ella se incorporó, enrolló sus piernas sobre mi cuello, y con sus manos me empujó hasta su coño chorreante, diciendo:

—Leo tuvo la culpa, mi amor…

CONTINUARÁ