Por mis putas fantasías: capítulos 12 y 13
Leo, el antiguo mejor amigo de Noé, quizá tiene una razón muy fuerte para querer vengarse de él por un asunto del pasado que probablemente no ha quedado en el olvido. Noé sabe que si sus pesquisas fueran ciertas, Lorna, su amada mujer, sería el objetivo perfecto de su amigo el "tronador de coños"
12
Siempre he pensado que la vida te tiene reservados muy pocos momentos de gloria, para luego aplastarte como si fueses una rata de alcantarilla. Así me sentía ese jueves por la mañana cuando llegué a la oficina, como una rata de alcantarilla, con el traje arrugado, que había sido infiel a su esposa (sin serlo) y la había lastimado. Me sentía el peor de los canallas, aún si sabía que no lo era. De hecho, siempre me consideré un buen tipo (omitiendo mi metida de pata en aquella tragedia que afectó a Catalina y a Leo), por eso no lograba comprender por qué siempre me pasaban cosas así.
Me preocupó sobre manera que Lorna no hubiera salido del taller ni siquiera para desayunar por más que le hablé. Mi instinto fatalista se la imaginó colgada de una de las vigas al no haber podido soportar «mi adulterio con Paula», pero cuando la escuché andar de allá para acá, moviendo cosas y limpiando otras allí dentro, me dije que estaba bien. Al menos físicamente. No quise acosarla más y decidí darle tiempo, por eso me marche sin decirle adiós.
El café del mediodía me lo tuve que tomar desde temprano. Me sentía fatal y necesitaba espabilarme. Un nudo en el estómago me sofocaba y aplastaba las tripas en cada segundo que pasaba allí sentado en mi oficina, por lo que no tuve más remedio que continuar descargando las facturas electrónicas de un cliente, dueño de cinco tiendas de ropa, y seguir con mis cálculos. Ya pensaría cómo arreglar las cosas con mi Lorna. Revisando algunos de mis contribuyentes, me encontré con los folders de Leo y cada una de sus operaciones financieras durante los últimos dos años. Recordé su cinismo al enviar esa foto explícita al grupo de amigos de whatsapp, y luego volví a hojear sus libros de cuentas.
«Leo, Leo… si un día me traicionaras… sí un día tú me traicionaras te juro que te destruiré…»
—Licenciado Guillén —me dijo Paula desde la puerta de mi oficina, distrayéndome de mis planes maquiavélicos—. ¿Me permite pasar?
Aquella extraordinaria mujer llevaba un traje de ejecutiva que le quedaba precioso. Falda de pitillo hasta los muslos que le contorneaba sus redondeadas caderas y nalgas, y una bonita blusa color beige que moldeaba su cintura y oprimía sus senos. Lorna tenía razón en sentir celos de la mujer de Gustavo. Era tan hermosa y provocativa que incluso entendía la obsesión que tenía Leo para tirársela. Pero claro, era probable que esta vez sí que ya la había hecho suya.
Todo coincidía: la llamada de Gustavo sobre la ausencia de Paula en su casa, la foto de Leo donde enseñaba una tanga negra sobre su monumental falo. ¡La desvergüenza de este último para subirla al grupo donde el propio Gustavo estaba incluido, como si le provocara placer humillar a un pobre cornudo que había llorado el posible adulterio de su esposa!
Y como los hombres somos tan distraídos, es obvio que Gustavo habría sido incapaz de reconocer esa tanga (de su esposa) en la imagen.
—Adelante, Paula —la invité a pasar con nerviosismo en mi voz.
La alta pelinegra, con la cadencia de una modelo que camina en pasarela, se acercó hasta la silla que tenía delante de mi escritorio y se sentó.
Con razón se desbocaron mis palpitaciones cuando me di cuenta que llevaba unas pantimedias beige que le hacían brillar sus bien formadas pantorrillas y muslos. ¿Ya dije que uno de mis fetiches son las mujeres enfundadas en medias, pantimedias y ligeros? Y Paula no era la primera vez que usaba algo así. Tragué saliva y me dediqué a mirar sus ojos antes que sus senos y sus piernas.
—¿En qué puedo ayudarte? —le pregunté una vez que su fragancia a tinto inundó mi nariz.
Vaya feminidad desprendía.
—Primero quisiera preguntarle, licenciado Guillén, sobre la llamada que recibí de usted durante esta madrugada.
Me pareció que Paula se sentía un tanto incómoda estando allí sentada, frente a mí. Ora se cruzaba de piernas, ora se descruzaba, y aunque cada movimiento que ejecutaba no pretendía ser sexy, mi «amiguito» no pensó lo mismo. Por desgracia no había forma de que yo pudiera hacerle entender que debía controlarse «donde tienes que despertar no despiertas, maldito pito de mierda». Con pena, no dejé de pensar en lo afortunado que era Gustavo de tenerla. Sin duda era casi tan afortunado como yo de tener por esposa a Lorna, «aunque ahora ella te considere un prostituto teibolero»
—Ya que hablaremos de asuntos no relacionados con trabajo —me adelanté a decirle, bebiendo un poco de agua fría para calmar mi calentura —, preferiría que nos tuteáramos.
—De acuerdo, Noé, como gustes.
—Lo de mi llamada fue un error, Paula. Intentaba apuntar el número de Paulo, el dueño del taller automotriz, en una de mis libretas, pero por error pulsé Paula y… bueno, ya sabes lo demás. Pero descuida y perdóname. Ya no volví a insistir por pena a saber que te había despertado. No hay nada de cuidado.
—Ah —musitó mirándose los dedos. Como el escritorio era de cristal, podía ver con facilidad que esos dedos descansaban sobre sus perfectas piernas—. También quisiera hablarte sobre otra cosa, Noé, si me lo permites.
—Faltaba más, Paula, te escucho.
El tono de su voz había cambiado. Se había vuelto más ansioso e inquieto. Incluso oscuro.
—Es que… a decir verdad, me da vergüenza decírtelo, Noé.
Sus nervios me contagiaron a mí también, por lo que tuve que incorporarme cuando mi cuello se tensó. ¿Estaba a punto de revelarme la verdad respecto a sus aventuras con Leo?
—A ver, Paula, tranquila, por favor. Dime qué pasa.
Por su agitación y nerviosismo entendí que sí, que me lo revelaría. Me diría que estaba engañando a Gustavo con mi amigo.
—Está bien, Noé, es que. No sé ni cómo empezar.
—No pasa nada. Tenme confianza. Yo podré ayudarte.
—Ayer… yo…
Guardé silencio.
«Dilo, solamente dímelo… si me lo pides, prometo guardarte el secreto ante Gustavo siempre que me prometas que nunca más lo engañarás.»
—¿Ayer qué, Paula?
Paula se había puesto roja, y nada tenía que ver el rubor propio del maquillaje que coloreaban sus mejillas. Incluso la noté perturbada, arrepentida, como si hubiera tomado la decisión de levantarse y salir corriendo de la oficina sin decirme nada.
—Paula, te escucho. Confía en mí.
—Jessica me dijo que tú me espiaste… la otra noche.
El corazón por poco se me sale por la nariz en forma de mocos cuando la escuché decir aquellas palabras. Los colores de mis mejillas y orejas se me fueron hasta los testículos y mi ojo izquierdo comenzó a parpadear como uno de mis tics nerviosos. Volví a incorporarme, rojo de la vergüenza, y la dejé que continuara.
—Me dijo que… te vio espiándome —su voz temblaba, no me miraba a los ojos. Y la entendía. Tener que hablar con su jefe «enfermo sexual y acosador» no era fácil para ella—. Me dijo que te encontró… auto complaciéndote mientras yo descansaba desnuda en mi cama.
«Di algo, imbécil, defiéndete, niégalo todo, ¡habla, habla!»
Y como mi salvación ante bochornoso momento, tuve que recurrir a las carcajadas. Paula por fin volvió sus ojos negros hasta los míos, confundida, y casi me pareció que hacía una mueca de tirria.
—Perdona, Paula, por mi actitud —dije sin parar de reír. Si ella hubiera sabido que mis risas eran de horror, trauma, pesar y vergüenza, seguro se habría burlado de mí. Me sentía bloqueado de la cabeza, como si en lugar de neuronas tuviera piedras—. ¿Sabes por qué te lo dijo? ¿Sabes por qué Jessica te dijo mentira semejante?
Paula negó con la cabeza, casi a punto de echarse a correr.
—Porque la encontré en una situación cuestionable con uno de mis amigos, lógico es, siéndole casi infiel a Sebastian.
—¿Cómo dices? —Los ojos de Paula crecieron tanto como las aureolas de Lorna cuando las incrustó en el cristal del cubículo de la ducha.
—Fui al baño de la segunda planta —intenté explicarle—, porque el de abajo estaba ocupado. Entonces escuché unos ruidos extraños en el cuartito que está al fondo del pasillo donde Gustavo trabaja sus proyectos, y entonces la vi, a ella sí que la vi, protagonizando una escena tan violenta que, por respeto a ti, que eres una verdadera dama, prefiero no decirte.
Pensé que no me creería. Tal vez que me haría preguntas. Que me abofetearía. Que me escupiría en la cara diciéndome «mentiroso», mas lo único que hizo fue levantarse de la silla de inmediato y suspirar muy agitada, escondiendo su avergonzado rostro del mío. Temí que me preguntara por el hombre con el que había encontrado a la zorra de Sebastian, pero no lo hizo.
—Entonces, perdóneme —se disculpó volviéndome hablar de «usted»—. Por favor, lo siento mucho, yo me tengo que ir.
—Paula, espera —me levanté intentando detenerla.
—Licenciado Guillén, en verdad, perdóneme. Y, si es posible, me gustaría que no le contara nunca a mi marido sobre lo que aquí hemos hablado. La verdad es que Jessica… ella. Claro, conociéndola debí de suponer que me estaba mintiendo.
Y hablando sobre esa embustera, no me quedé con las ganas de preguntarle:
—Entonces, Paula, ayer sí que estuviste con ella todo el tiempo, ¿verdad?
—Sí… —me miró con asombro ante mi pregunta, aunque adiviné que lo que realmente me quería preguntar era «¿Y tú cómo lo sabes?» En lugar de eso, ella me dijo—: ¿por qué lo pregunta, licenciado Guillén?
—Por nada. Por nada. Solo es que me dejas más tranquilo.
—Con permiso —dijo, con un rostro que parecía querer tener una lámpara maravillosa para que uno de los deseos fuera desaparecerla de allí y aparecerla en Plutón.
Me sentí mal por ella. Desde luego, no había sido del todo sincero.
—Me la vas a pagar, prostituta hija de la chingada —mascullé pensando en Jessica—. Se lo dijiste a Paula y a mi Lorna. ¡Me la vas a pagar, menuda chismosa!
La verdad es que últimamente mi faceta de «Noé vengativo» estaba más presente en mi vida de lo que hubiera querido. Estuve seguro que Jessica no diría nada a Gustavo porque entonces sí que estaría metida en graves problemas.
Y justo estaba pensando en él cuando recibí un mensaje suyo por whatsapp.
Gustavo:
Noé, hermano. Te pido que no le cuentes a Paula nada de lo que te dije anoche, por favor. Creo que tienes razón y estoy viendo fantasmas donde no los hay. Y disculpa mis estupideces y también perdón por haberte despertado tan de madrugada. Espero no haberte ocasionado problemas con Lorna.
Ay, Gustavo, si te hubiera contado los problemas en los que me había metido por haber espiado a tu mujer.
Noé:
Para nada, colega. Yo estoy aquí para lo que necesites.
Otra vez Leo me había engañado. ¡Menudo hijo de puta! Aunque claro, técnicamente él nunca me hizo ninguna referencia de que la ropa interior de la foto se tratara de Paula. De todos modos había algo muy raro en todo este numerito. Leo era un tipo muy astuto, (si lo sabía yo), y no daba paso sin huarache; yo estaba seguro que había algo más oscuro en el fondo de esto. El haber enviado esa imagen a nuestro grupo de amigos debía significar algo. Lo que sí tenía claro es que Paula no había caído en sus redes… aún. Más bien mis paranoias y al haber ligado piezas que parecían tan obvias me habían llevado a pensar lo peor de ella y el musculitos.
Cuando se dieron las siete de la tarde entendí que Leo ya estaba metido en mi apartamento, con Lorna en su derecha o en su izquierda, hablando sobre diseños para sus futuras esculturas de resina de dragón.
Visualicé la imagen de un lobo hambriento que acecha a una solitaria corderito y me mosqueé.
—No, no —dije entre susurros—. Leo, tú sabes que lo que hizo Catalina no fue mi culpa. Ella me engañó y cuando menos acordé no pude detenerla. Al final me dijiste que me creías.
Rememorar aquella tragedia que nos había separado a Leo y a mí por casi nueve años, hasta que él reapareció en mi vida dos años atrás, me tenía asustado.
A veces pienso que Leo me habría perdonado más fácil si yo me hubiera acostado con Catalina (como si acaso hubiera habido posibilidad) antes que perdonar mi complicidad de lo que esa maldita enferma hizo. Una complicidad que nunca fue. ¡Yo fui inocente siempre!
—Te juro que yo no fui su cómplice, Leo —repetí de nuevo en el silencio, sintiendo que mi garganta se cerraba—. Tú dijiste que me creías, ¿entonces por qué mi mente perturbada piensa que tú… en realidad no me creíste y que, por ende, no me perdonaste, razón por la que has fraguado un plan estratégico para reaparecer en mi vida con un plan cuyo propósito es perjudicarme?
«Lorna cerca de Leo.»
«Leo cerca de Lorna.»
«Venganza.»
«Leo y Lorna.»
—Que poca imaginación la tuya, Leo —mascullé con odio por primera vez—, si de veras crees que tirándote a mi esposa te vengarás de mí, sabiendo que tú tiene más qué perder, estás muy equivocado.
Pero cuando pronuncié lo anterior, deduje que sí, que sí iba a hacer doloroso para mí, y decirlo en voz alta era tan terrible como el hecho de que todo resultara verdad, «¿Te quieres tirar a mi esposa, Leo, por lo que hizo Catalina?»
—¡NO! —exclamé, guardando los folders de Leo en un cajón especial. No quería que se desbalagaran. Los tenía que tener todos juntos, en un solo sitio. Por si los llegaba a necesitar.
«Una mujer herida de su orgullo es más peligrosa de lo que sería Donald Trump si descubriera que a su esposa Melania se la está cogiendo Obama» escuché decir a Samír, el rubito, una noche de copas en que planeábamos buscarle a Sebastian una amante con la que pudiera desquitarse de los cuernos que le metía la turra de Jessica.
¿Lorna de verdad estaría herida por algo que ni siquiera me había dejado explicarle? Pensar en afirmativo me indignaba, pues nunca, jamás en la puta vida, le había dado un solo motivo para que pudiera pensar que yo la engañaba. ¿Qué hombre, por más imbécil que estuviera, podría acostarse con otra teniendo en su casa a una rubia despampanante como mi diosa de plata? Era absurdo.
Sin embargo, ella estaba otra vez a solas con Leo «el tronador de coños», un Leo que posiblemente estuviera fraguando algo contra mí.
“—¡Eres un hijo de perra, Noé! —me había gritado hace nueve años Leonardo Carvajal por teléfono, tras enterarse de lo que Catalina había hecho—. ¡Después de todo lo que hice por ti, por tu madre y tu familia, me pagas así, asqueroso gusano! ¡Eres una mierda de persona, Noé! ¡Eres despreciable! ¡Así que mejor escóndete hasta por debajo de las piedras, porque cuando te tenga de frente te juro que te voy a cortar la cabeza!
No obstante, tres días después de su amenaza, me había mandado citar en el bar donde incluso ahora nos reuníamos los jueves de quincena, para informarme que se marchaba a Miami para reconstruir su vida.
“—Leo, hermano, si quieres que me arrodille y me arrastre ante ti hasta que me creas que yo no tuve nada que ver con lo que hizo Catalina yo…
“—Te creo —dijo sin mirarme, bebiéndose en un solo trago la mitad de una botella de tequila.
“—¿En serio? ¿En serio me crees?¿Ella al final te ha dicho la verdad?
“—No.
“—¿Entonces…? ¿entonces cómo es que me crees?
“—Porque lo estuve pensando, y concluí en que es ilógico que tú… Noé, que eres casi mi hermano, me hubieras hecho algo así. Además, si no te creyera, ¿crees que ahorita estarías vivo, aquí bebiendo conmigo? —bromeó, sonriendo por primera vez.
“—¿Estás seguro de que NO le has puesto veneno a mi bebida? —le pregunté intentando calmar la atmósfera.
Me miró con lo que supuse era una sonrisa amistosa y me contestó:
“—¿Por qué habría yo de vengarme de ti matándote? La muerte es un castigo simple para una venganza dulce.
Nos dimos un abrazo y esa fue la última vez que lo vi. Hasta hace dos años, cuando regresó a Linares con sus proyectos de negocios que, en poco tiempo, habían progresado.
Y me quedé mirando por un buen rato la foto que Lorna me mandó la mañana siguiente de la fiesta de Gustavo. Aparecía ella desnuda, enseñándome su rajita rosita, depilada, acuosa, sus deditos blancos enterrados hasta el tope, y sus enormes senos, cubiertos con algunos mechones rubios, exhibiendo sus pezones respingados, apuntando hacia la cámara.
13
Antes de entrar al apartamento informé a mi esposa por mensaje que ya estaba en el edificio. Aunque estaba enfadada y sabía de sobra que no me iba a contestar, de todos modos hice por avisarle más bien por condescendencia antes que por cortesía. Condescendencia para mí. Lo último que esperaba es tener que divorciarme de Lorna por entrar a casa y encontrarla fornicando como una puta en nuestra cama matrimonial, mientras Leo la empotraba como máquina infernal, sonriéndome con su estúpida sonrisa de ganador.
Quise pensar que siete minutos eran suficientes para que se vistieran e hicieran como si no había pasado nada.
—¿Qué patrañas estás pensando, Noé? —me dije con una risita, negando la cabeza.
Entre todos los escenarios, yo estaba eligiendo en donde yo quedaba más mal parado.
—Deberías de ser escritor, idiota —me volví a decir.
Metí la tarjeta de desbloqueo a la puerta y me encontré con que Leo y Lorna estaban sentados en el Sofá que yo había masacrado a golpes días atrás. Ambos se retorcían de las carcajadas, seguramente, por alguno de los chistes de Leo, pues mi «encantador amigo» era de la clase de cabrones que cuando quería atraer la atención de una chica sexy se convertía en el comediante más gracioso del mundo.
No obstante, lo que llamó mi atención fue que cada uno tenía en mano esa maldita bebida color cítrico con espuma en la superficie que, gracias a una conversación que tuve con Leo una vez, por trauma no volví a beber.
“—Mira, Noé —me había dicho Leo hace muchos años en una reunión en casa de mi madre. Recuerdo que yo lo estaba regañando porque sospechaba que el muy toro quería tirarse a Julieta, mi prima hermana, quien, para colmo, estaba por casarse con uno de sus más fehacientes enemigos (todo por futbol)—. Ni siquiera he dado señales de que quiero tirarme a la sosa de tu primita. Te juro que no me ha pasado por la mente ni aunque sea la novia de ese cara de culo, ¿has visto tú las piernas de mosco del dengue que tiene esa vieja? Están más gruesos los pelos de mis huevos que las patas de tu prima. No, mi querido Noecito. Hay niveles hasta para decidir culearte a la novia de tu enemigo.
“—Pues entonces perdona Leo, pero con el problema que tuviste con Darío la otra vez, y con tu repentina devoción por platicar con Julieta últimamente, supuse que caerías en el famoso cliché de tirarte a la novia de tu enemigo para vengarte.
“—Para vengarme de Darío basta y sobra con follarme a la calentona de su madre. Ella está más buena que la mosquita muerta de tu prima.
“—Ya, tampoco hables así ni de Julieta ni de mi tía, Leo. Yo solo pensaba que te la ibas a tirar.
“—Ya te dije, Noecito, que ni siquiera te he dado indicios que delaten mis intenciones de querer empotrarla.
“—¿Y qué tipo de indicios tendrías que mostrar, entonces, para imaginar que te quieres beneficiar a una chica?
“—Pues mira, Noecito; por darte un ejemplo, y si has sido observador, supongo que ya te habrás dado cuenta que yo suelo ofrecerles una bebida de cara de ángel a las conquistas que me quiero tirar más de una vez, ¿apuntas?, con mi receta secreta. Pues bueno. Cuando me veas preparando un cara de ángel a una nenita, entonces preocúpate o emociónate, porque es seguro que a esa nenita me la voy a tirar, y sí, como me gusta tanto, es probable que lo haga más de una vez. Mi receta secreta es echarle un poquito de mi semen a la bebida y dárselo a beber a la guapita. Ufff. No sabes el morbo que es ver a tu futura putita bebiéndose tu semen incluso antes de que te la cojas. Y bueno. La bebida de cara de ángel , por su textura, se presta para ello, además da gracia que se llame así, porque esa misma «carita de ángel» (aunque más bien será una carita de demonio), será la que ponga la hembra cuando ya la tenga en cuatro perforándola.
Y para mi gran sorpresa, ¡Lorna se estaba bebiendo muy gustosa esa asquerosa bebida de porquería a base de ginebra, azúcar de vainilla, zumo de piña, hielo picado y sem….!
¡Madre mía!
¿En serio Leo había sido capaz de haberle preparado el cara de ángel a mi esposa?, ¿le habría echado su «receta secreta» a la bebida? ¿En qué momento?, ¿se había masturbado en el baño?, ¿lo había premeditado todo y había traído consigo sus espermas en un condón?
¡Mierda!
Juro que entre más me acercaba al sofá donde permanecían sentados, más agitado y tembloroso me sentía de las piernas. Ver a Lorna con sus labios espumosos se me hizo muy fuerte. Demasiado, diría yo, suponiendo que ahora en su boquita, en su garganta y en sus entrañas había restos del semen del «tronador de coños».
—Buenas noches, campeón —me saludó Leo con una sonrisa de oreja a oreja, levantando su enorme cuerpo de macho apareador mientras me palmeaba el brazo a modo de bienvenida—. Después de tanto jaleo, tu mujer y yo quedamos exhaustos y muy deshidratados, así que me tomé la libertad de prepararle a mi nueva colega un delicioso cara de ángel, que,si pones cuidado en su gesto, lo está disfrutando más que si hubiera recibido la noticia de que se ha sacado la lotería.
Y me lo dijo así tal cual, con todo el cinismo y la naturalidad del mundo. Y aunque en su gesto no encontré ningún signo de burla, sólo pude deducir tres cosas:
O de verdad Leo había olvidado que ya una vez me había contado su secreto sobre sus cuestionables tácticas para marcar su territorio como macho alfa ante su futura hembra, y le había preparado la bebida a Lorna ignorando que yo lo sabía. O todo lo había planeado con alevosía y ventaja, con tal perversidad e inquina que, sabiendo que yo conocía ese secreto, desde ahora me avisaba que, desde ya, sus bestiales ojos estaban puestos en «mi hembra», con un mensaje ineluctable de que no iba a parar hasta que esa diosa rubia, que seguía bebiendo esa porquería, fuera profanada íntegramente por sus manos y su mastodóntico falo.
Aunque también cabía la posibilidad de que sólo le hubiera preparado esa bebida sin malicia, sólo porque se le había dado su chingada gana, sin ánimos de nada, sin semen, sin deseos de tirársela, solamente así de fácil y punto, como agradecimiento a su profesional trabajo con los diseños de sus futuras creaciones artísticas con la resina. Pero ¿cómo saberlo?
¿Cuál de los tres puntos era el real? Obviamente no iba a preguntárselo. Haberlo hecho habría sido como darle al tipo la importancia que yo no quería que él tuviera.
—Buenas noches —saludé con la boca seca.
Leo, con la misma chulería de antes, se volvió a sentar al costado de Lorna. Menos de medio metro de distancia separaba un cuerpo del otro. Suspiré y me senté en el sofá de enfrente. Vi que en la mesita central había botana, ginebra, agua en una botella, una cubitera y una copa vacía que estuve seguro que era para mí.
Lorna apenas me miró cuando notó que yo me servía agua con hielos.
—Pero hombre —me dijo Leo simulando indignación—, si te había guardado un poco de mi bebida estrella como para que tú te conformes con agua con hielos.
—No te hubieras molestado, mi estimado —le respondí a Leo dando un sorbo a mi copa—. Esta noche no se me antoja beber nada de alcohol.
—¿Has oído a tu marido, Lorny? —le preguntó sonriente a mi mujer. ¿Desde cuándo el muy pendejo le decía Lorny a mi Lorny… es decir, a mi Lorna?—. Despreció esta bebida que les preparé con tanto amor. Ni siquiera me ha dicho que sí por mera cortesía.
Lorna, dando otro trago, me observó con una ceja enarcada y añadió con frialdad:
—Eso sí que es extraño, Leoncito, pues últimamente a mi bichi le gusta ser muy cortés con todos, menos con quien debería.
«¿Leoncito?» mi mujer le había dicho «¿Leoncito?»
«Mi nombre es Leo, pero las chicas guapas me dicen León.»
Tragué saliva y miré con resentimiento a mi esposa.
Me pareció de muy mal gusto que Lorna hubiera respondido de esa manera ante ese desconocido. Desconocido al menos para ella. Leo me observó de reojo y luego sonrió.
—Bueno, igual no es para tanto, parejita —intentó remediar la atmósfera tensa—. Si me permiten, voy a pasar a orinar.
Cuando se levantó me di cuenta que no llevaba puesta su cazadora de cuero. Miré hacia un costado y la vi colgada del perchero que estaba junto al ventanal. El pantalón oscuro de Leo y su camisa color café eran de la clase de prendas elegantes y de moda que usan los hombres fítness para remarcar sus tonificados pectorales, bíceps, tríceps, abdominales, piernas, incluso el culo y el paquete en la bragueta. Su aroma a macho se remarcaba con el perfume que llevaba puesto «perfume atonta perras», decía él, «lo huelen un poco, les dices mi amor y ya tienen las bragas en la mano».
Carraspee.
Verlo fresco, con esa barba recortada, su pelo negro peinado hacia atrás con goma, su ropa finamente elegida, y esos labios gruesos y ojos verdes, me hizo concluir que se había arreglado deliberadamente para impresionar a Lorna, y pensarlo me provocó arder en celos al imaginar lo atractivo que le estaba pareciendo a mi mujer.
Ella, por su parte, aunque llevaba un pantalón de mezclilla colombiano que le hacía acentuar sus piernas y nalgas debajo de él, no era tan llamativo a si se hubiera puesto una minifalda. Lo que sí no me gustaba es que se hubiera puesto una blusa blanca con escote que glorificaban sus enormes melones blancos y su cinturita de avispa.
—No me gustó que dijeras esas cosas delante de Leo —le dije a Lorna en voz baja—. Él no tiene porqué enterarse que estamos disgustados. Más bien, que tú estás disgustada conmigo. Fue una conducta que no me gustó.
—Si te dijera las cosas que no me gustan de ti, Fernando Noé, te aseguro que no terminaría en toda la noche.
Como ocurría con las mamás, Lorna también me llamaba por mi nombre completo cuando estaba enfadada conmigo. Como si fuera un tipo de demostración de que estaba cabreada, y que en esas condiciones era muy poco inteligente de mi parte llevarle la contraria.
Y entonces emplee las mismas palabras que había usado con Leo antes de su partida a Miami, por el asunto de Catalina.
—Lorna, si quieres que me arrodille ante ti y me arrastre hasta que me creas, te juro que…
—¡Escenitas no! —me cortó de tajo, acalorándose de repente. Sacó su teléfono celular y hurgó en él hasta que encontró algo—. Por cierto, «bichi» si fueras poquito más inteligente, le podrías haber transmitido a Jessica tus insultos, amenazas en inconformidades llamándola directamente, en lugar de mandarle mensajes de texto que, por sentido común, sabes que quedarán en su teléfono como prueba de tus exabruptos.
—¿De qué estás hablando, Lorna?
Entonces oí un timbrido en mi móvil. Cuando abrí el mensaje de Lorna me di cuenta que me había reenviado la captura de un mensaje que supuestamente yo le había mandado a Jessica, donde ponía:
Jessica:
Mira Lornita t juro q lo último q quiero es q tengas problemas con Noé, sobre todo ustedes q son una pareja envidiable a la q queremos mucho y d la q uno nunca se esperaría una situación así pero es necesario q veas lo q m a puesto tu marido x msj.
Seguido de eso venía una captura con un mensaje que supuestamente yo le había enviado a Jessica
Noé, marido de Lorna:
Quedamos en q m hibas a guardar el secreto hija de perra y puta asquerosa ya Lorna m reclamo x tu culpa
Xq le dijist q vi a Pau encuerada en su cuarto? No quedamos que seria un secreto entre tu ella y yo?
Releí la captura tres veces antes de refutar:
—Solo quiero que me respondas las siguientes preguntas con un «Sí o No», Lorna, y quiero que lo hagas con la mano en tu corazón. ¿Alguna vez me has escuchado expresarme de “hija de perra o puta asquerosa” a una mujer?, ¿alguna vez me has oído decirle “Pau” a la mujer de Gustavo?, ¿alguna vez en tu vida, y quiero que esta sea la respuesta más sincera de tu vida, Lorna, alguna vez has visto que yo escriba un texto, aunque sea en whatsapp, con la cantidad de faltas de ortografía que tiene ese maldito mensaje?
Y Lorna, cuando cayó en la cuenta de lo que esto significaba, me miró con un puchero, se levantó del sofá, dejó la copa en la mesita y corrió hasta mí echándose a llorar, dándome un abrazo tan fuerte que me dieron ganas de no soltarla nunca.
—¡No! —gimoteó—. ¡Claro que no, tú jamás habrías escrito algo así!
—¿Lo ves, amor mío, lo ves?
—¡Perdóname, por favor, bichi, no debí de desconfiar de ti! —sus brazos se colgaron de mi cuello mientras lloriqueaba—. ¡Perdóname, por favor, por todo, por lo de ayer, por lo de hoy! Te juro que yo…
—¿Cómo? —dije en un ipso facto, separándome de ella—. ¿Por lo de hoy?, ¿perdonarte por lo de hoy?, pero si hoy no has hecho nada…
Sus ojos aguados se congelaron en el instante, su boca se tensó, sus rodillas le temblaron y, solo fue cuando vi llegar a Leo por el pasillo, (que venía del baño que estaba junto al taller de mi mujer), con ese gesto triunfador que tanto lo caracterizaba cuando cumplía un propósito, con esa estúpida risita sarcástica mientras me miraba, llevando unas bragas rojas enrolladas en su enorme mano izquierda, que casi di por entendido que mi mundo estaba a punto de partirse en mil fragmentos.
¿Lorna y Leo habían….?
Un escalofrío me recorrió desde la coronilla de la cabeza y hasta la médula espinal.
¿Qué explicación había, entonces, para todo esto?
—Lorna —dije con mi voz entrecortada.
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CONTINUARÁ