Por mis putas fantasías: capítulos 1 y 2
Un marido amoroso, pero infértil, una mujer cachonda, pero insatisfecha. Un entorno sexual de vaginas mojadas, vergas enhiestas y fantasías ocultas. ¿Qué podría salir mal?
1
A estas alturas de mi vida estoy completamente convencido de que uno mismo propicia sus desgracias, sus fortunas y hasta sus coincidencias. Siempre esperas algo mejor o peor para tu vida, e inconscientemente en la mayoría de las veces sueles terminar atrayendo aquello que más te perjudica.
Ahora mismo no sé si a mí me perjudicó o me benefició, el caso es que muchos de los sueños, siempre llegan a cumplirse. Aunque quizá no de la forma en que esperas.
Todas las parejas siempre temen a algo, pero creo que la gran mayoría lo que más teme es a encontrarse de cara con la monotonía, esa horrible condición humana que casi siempre destruye matrimonios o, en el mejor de los casos (si es que de verdad es positivo), los termina sumiendo en la mayor de las levedades y hastíos.
En apenas siete años de casado con mi amada Lorna, entendí que nuestro matrimonio estaba llegado al límite de la monotonía, y no lo decía por mí, que podría haber envejecido mirando los perfectos rasgos de su mirada, sino por ella, que sin quejarse siquiera, poco a poco estaba consumiendo los mejores años de su hermosa vida por mi culpa. Y no es que fuera vieja, pues con sus 32 años, mi mujer estaba en la plena flor de la juventud.
Pero la pregunta es: ¿siete años son suficientes para que se apague la llama del amor? O al menos lo digo por ella, porque yo la amaba mucho más de lo que la amé el día que nos dijimos «Sí, acepto» en el altar. Y no, Lorna jamás dijo que había dejado de amarme; sus atenciones, sus mimos, sus caricias, sus palabras, su ternura fue la misma de siempre y nunca decayó. El que lo intuía era yo, pues, ¿quién podría permanecer enamorado de un hombre que evitaba tener sexo con ella?
Mi evasión para cumplir mis deberes maritales no se debían a que Lorna me hubiera dejado de gustar, no. Ella era una diosa perfecta. Tampoco se debía a que yo tuviera alguna clase de discapacidad física que me impidiera hacerlo (mi discapacidad más bien era otra que describiré más adelante). No, claro que no. El problema era que yo era infértil, y desde hacía dos años atrás, cuando me diagnosticaron «síndrome de Klinefelter», mi depresión por poco me llevó a derribar los cimientos de nuestra relación.
Entiendo que cada persona es diferente y asume de distintas formas noticias como la mía. Algunos son fuertes y pronto siguen adelante. Otros tratan de sobrellevar sus desgracias de forma más o menos normal. Yo, en cambio, caí hasta el fondo de un abismo, porque anticipé con bastante antelación que mi matrimonio con Lorna concluiría más tarde que temprano. ¿Cuántos matrimonios pueden sostenerse sabiendo que uno de los dos es estéril?
A lo mejor sin razón, vaticiné nuestro divorcio, pero es que me sentía tan desmoralizado que incluso en los siguientes dos meses me sumí en el alcohol, poniendo en riesgo no sólo mi relación con Lorna, sino también mi trabajo.
«No importa, bichito» solía decirme ella cariñosamente cuando me veía caer en depresión, «a mí no me importa si tendremos hijos o no. Me importas tú, el amor que me profesas. Lo que podemos hacer juntos después de esto. Somos una pareja que se ama, Noé, y esto que estás padeciendo, como otros problemas pasados, también vamos a superarlo, te lo prometo.»
No obstante, sus palabras no conseguían aliviar mi pesar, sobre todo cuando recordaba aquello que me dijo después de que le pedí matrimonio una noche cálida de abril, justo bajo una de las palmeras de Cancún: «¿Sabes qué es lo que más me emociona de casarnos, Noé? Que me darás el regalo más grande que se le puede dar a una mujer, la posibilidad de ser madre. Ese es mi mayor sueño y aspiración, mi amor, ser madre, y por eso esta noche me has hecho la mujer más feliz del mundo.
Por supuesto, yo también compartía su sueño. Los hombres siempre tenemos en mente procrear al menos un hijo o una hija, sabiendo que será parte de ti. Como una demostración de un amor consumado.
«He roto esa posibilidad, Lorna, esa que tanto querías. Perdóname, por favor. Si yo lo hubiera sabido, te juro que no te habría encadenado a mí», le había dicho en una ocasión en que puse sobre la mesa la eventualidad de que se divorciara de mí. No me parecía justo atarla a un imposible. Yo no era quién para arrebatarle esa ilusión. «¿Por qué no puedes entender que te amo, Noé?» me había respondido llorando. «¿Por qué no puedes comprender que me hace más daño verte así, consumiéndote por dentro, que el hecho de que no seremos padres? ¡Basta, despierta, espabila, y lucha por lo nuestro! Esto no nos puede destruir, Noé. ¡Que sí, que estoy mal porque no seré madre, pero me importas más tú que cualquier otra cosa!»
«Lorna, ¿te habrías casado conmigo aun si hubiéramos sabido desde entonces que yo era estéril?», le pregunté esa misma noche. Lorna me sonrió, besó mis dos mejillas y me contestó con sinceridad «Por supuesto que sí.»
Esa noche resurgí de nuevo. Si bien no pude superar mi desdicha, sí que conseguí levantarme otra vez de las sombras de mi hombría destruida, con el propósito de intentar reparar esas grietas que yo mismo había provocado en nuestra relación.
Luego de tres meses en abstinencia sexual, volví a besar a mi mujer, con lo que me gustaba probar sus labios rosas, hinchados, como una muñequita de porcelana.
Con lo que me fascinaba sentir la humedad de su esponjosa lengua, siempre dispuesta a recorrer la mía con la suavidad de una niña inocente. Con lo que adoraba respirar su finísima fragancia natural femenina que se incrementaba cuando estaba ovulando. Era un aroma a limpio, a luz, a agua, a flores. Sus feromonas penetraban en mi piel y encendían cada partícula de mi piel, cada célula de mi organismo; cada poro de mi alma.
Sus pequeñas manos blancas, tan blancas como si estuviese rociada en leche, acariciaron mi pecho y mi rostro lampiño (ahora sabía que mi escaso vello corporal y mi masa muscular reducida se debía a mi síndrome de Klinefelter). La suavidad de sus diminutos dedos era como una brisa matutina.
Mi linda muñequita de porcelana se quitó su falda holgada, se bajó las bragas y sentó ahorcadas sobre mi pecho, donde percibí sus finos vellos castaños sobre mi piel. A continuación se quitó la blusa con tierna fiereza y pronto quedó desnuda ante mí, sólo con un sostén negro protegiendo sus dos enhiestos y redondos senos.
No fueron sus preciosos ojos azules y sus largas pestañas negras los que me robaron el aliento la primera vez que la vi en la barra en aquella discoteca de Acapulco, sino las formas esferoidales de sus amplios senos.
Lorna, pese a su tierna e inofensiva mirada de ángel, su pequeño cuerpo que no debía sobrepasar los 1.60 de estatura, su estrecha cintura producto a sus largas horas en natación, y su cabellera rubia semejante al aceite de girasol, tenía unos senos grandes y redondos que desproporcionaban con el resto de su pequeña figura.
«Dios santo», dije esa vez entre susurros cuando vi el escote de su blusita negra. «Dios Santo» dije la primera vez que la vi desnuda para mí, un mes después de estar saliendo como novios, «Dios santo, Dios santo y Dios santo» decía cada vez que la volvía a mirar sin sostén. «¡Dios Santo!» volví a exclamar esa noche cuando arrancó el sostén de su pecho y escaparon dos preciosas tetas con pezones sonrosados y enhiestos, con una aureola ancha que cubría buena parte de su superficie.
Se me hizo agua la boca, las palmas de mis manos me hormiguearon, y cuando mi pene palpitó debajo de mi pantalón entendí que así pasaran mil años, jamás quedaría inmune a la calentura que me provocaba mirar y tocar esas dos preciosidades de carne esponjosa y suave.
Siempre dije que las proporciones genéticas de Lorna fueron hechas para mí. Encajaba perfectamente con mi cuerpo (salvo sus enormes senos, que casi eran del tamaño de mi cabeza, cada una). Yo no era un tipo tan alto, pero le ganaba al menos con diez centímetros. Más que rubio, mi pelo era cobrizo y mi piel más bien pálida.
Pese a la complejidad que me embargaba tener 14 centímetros de pene, una circunferencia mediana, y unos testículos pequeños (reitero que el síndrome de Klinefelter que padezco es el responsable de mis no tan vistosos atributos sexuales, aunque en aquella época no lo sabía) durante nuestro noviazgo y los primeros años de matrimonio siempre conseguí provocarle a Lorna los mejores orgasmos de su vida.
Debo decir que era muy diestro usando mis dedos y mi lengua, y a ella la enloquecía que los introdujera dentro de su hermosa cavidad viscosa y caliente. Con sus mismos líquidos glutinosos adheridos en mis dedos y procedentes de su vagina, embadurnaba sus piernas lechosas, hasta dejarlas brillantes ante el reflejo de la tenue luz de la habitación. Luego, mi lengua recogía a lamidas cada centímetro de sus fluidos hasta que desaparecían por mi garganta.
Por alguna razón, esa clase de preliminares la ponían cachondísima. Lo notaba por la orquesta de gemidos impúdicos que escapaban de su boca mientras se estremecía, y por la humedad constante de su sexo, líquidos ardientes que resbalaban por sus deslumbrantes muslos. Además, como pensaba que el tamaño de mi miembro no era suficiente para satisfacerla, no me quedaba más remedio que hacerla gozar con mis dedos, labios, lengua y mi propia piel. Un hecho que, por cierto, también a mí me ponía muchísimo.
«No importa el tamaño del pene, sino el movimiento de tus caderas, ¿lo sabes, bichi? Y tú lo haces muy bien», solía decirme para alentarme. «Además no necesitas un pene tan largo y de proporciones monstruosas, porque imagino que me dolería el acto sexual en lugar de disfrutarlo. Supongo que el tamaño del pene es algo que muchos ven como estética, pero a mí me gusta el tuyo, bichito, además, el tamaño de la vagina donde se produce el placer solo tiene 14 centímetros de profundidad, así que estamos complementados, cariño».
Ah, mi encantadora Lorna, siempre tan amorosa y con las palabras precisas para hacerme olvidar de mis complejos.
Esa noche me puse a full cuando me dispuse a mirar sus tiernos ojos azules, inocentes y clarificados, pero siempre llenos de una lujuria contenida. Sus pupilas me guiaron a sus dedos, que estaban masajeando sus formidables pechos respingados con la fogosidad de quien no ha fornicado en mil años. Pronto cogió el seno derecho y lo acercó a sus labios, de donde sacó su húmeda lengua para chupar ese bellísimo pezón. En un abrir y cerrar los ojos me encontré con que sus dientes lo mordían con ferocidad, mientras movía sus caderas ardientemente en tanto su pelvis se restregaba sobre mi pecho, que en pocos minutos quedó empapado de su propia orina.
Sí, esa sensación de orinarse sobre mí nos descolocaba, provocando que las fibras de nuestros cuerpos estallaran en llamas. Era una forma de unirnos más. Una manera de profesarnos nuestro amor. Aunque era una sensación distinta a sus fluidos orgásmicos, la experiencia de mojarme con esos líquidos calientes me hacían el mismo efecto enardecido.
—¡Ay, mi amor, cuanto te necesitaba, no sabes cuán caliente estoy justo ahora! —exclamó sin dejar de hacer movimientos de apareamiento sobre mi pecho mojado, mientras que yo, con mis manos libres, me desabrochaba el pantalón y me lo quitaba, dejando al aire libre a mi miembro erecto que Lorna muy pronto se comió con sus labios inferiores—. ¡Ahhh! —gimió obscenamente cuando lo sintió por dentro. Esta vez su carita de porcelana mutó a uno de viciosa, haciendo ese gesto procaz que tanto me excitaba—. ¡Penétrame, bichi, hazme tuya, lléname de tu leche!
Sentir mi glande mojado, y el resto de mi mediano trozo siendo engullido por sus paredes de carnes estrechas, calientes, húmedas y viscosas, fueron suficientes para que se me pusiera más dura que un rifle que está a punto de disparar contra una codorniz, pero entonces, sus palabras de «lléname de tu leche» hicieron un efecto contraproducente en mi virilidad.
Por alguna estúpida razón relacioné la palabra «leche» con «semen», «espermatozoides», «infertilidad». Entendí que yo tenía la leche que reclamaba mi hembra cachonda, y que podía ser capaz de eyacular chorros de «semen» cuantas veces quisiera dentro de ella; el problema era que por más litros de «semen» que expulsara, estos fluidos no tendrían «espermatozoides» capaces de fecundar el óvulo de mi amada mujer.
Y de pronto me tensé, mi excitación se desplomó hasta los talones y mi pene se puso flácido en un santiamén. La dureza se encogió, y más pronto de lo que esperaba, lo que debía ser mi aparato reproductor, escapó de la vagina de mi Lorna, al tiempo que sus ojos se quedaban estáticos y se cristalizaban, preguntándome:
—¿Qué pasó, bichi? ¿Qué sucedió?
—Yo… Lorna, yo… —Mi garganta se cerró, mi lengua permaneció escaldada y mis labios se me secaron. ¿Cómo decirle que una palabra suya me habían quitado el libido?—. Lo siento, muñequita, yo, en verdad lo siento.
—¿Hice algo mal? —preguntó con un hilo en la voz.
¿En serio ella, una hermosa diosa afrodisíaca, creía que había hecho algo mal? Cuánta ternura me dio, y cuánto me odié por lo que acababa de ocurrir.
«Por favor, ponte dura otra vez, por favor, ponte dura, no le podemos hacer esto a Lorna» le decía mi cabeza a mi pene, como si tuviera poderes mentales. Mi mujer seguía encima de mí, desnuda, (todavía sin poder procesar lo que había sucedido) con su melena rubia perfilando su escultural silueta, con sus labios hambrientos todavía mojados por el libido que estaba desbordándose: con sus enormes senos todavía bamboleándose de un lado a otro. Con su jugosa concha aún destilando una pasión de algo que no logró concluir.
—Perdón —fue lo único que pude decir antes de cerrar mis ojos por el pesar y la vergüenza.
La reacción de Lorna me dejó contrariado. No entiendo si levantarse de la cama con aquella rapidez para dirigirse al baño fue un acto de cobardía (por no saber cómo reaccionar ante este bochornoso momento), o un acto de rebeldía (por estar cansada de mis imbecilidades). El caso es que se encerró en el baño por un buen rato. Me incorporé, preocupado, y ante el silencio que asfixiaba la habitación y el baño, tuve la tentación de ir tras ella para volverle a pedir perdón. Pero no sabía si mi acción sería un acto contraproducente.
Sabía que a veces había que dejar que las mujeres permanecieran un rato solas, y entendí que aquella era la mejor opción. Permitirle revalorar nuestra relación. Ella tenía derecho a pensar que yo era un vil fracasado, un poco hombre que con sus traumas poco apoco estaba desmoronando nuestra vida sexual.
Era evidente que mi actitud la estaba fatigando, que había echado a perder mi oportunidad para remediar las cosas después de meses de no tocarla. Y que probablemente ya no encontraría otra ocasión para hacerlo. Lorna había hecho de todo para ayudarme, me había entregado comprensión, me había otorgado espacio, me había amado a pesar de todo. Y yo… y yo simplemente continuaba igual de estúpido que siempre, sin poder valorar las cosas que ella hacía por mí. Sin hacer el mínimo esfuerzo para complacerla.
Aunque es claro que mis reacciones nunca pretendieron perjudicarla ni lastimarla. Era yo y mi incapacidad para encausar mis problemas de una forma menos dolorosa lo que la herían. Concluí en que me estaba convirtiendo en alguien demasiado egoísta, y resolví que tenía que hacer algo para remediarlo. La amaba tanto que no habría soportado perderla.
Necesitaba un psicólogo, Lorna me lo había hecho ver desde que cayera en depresión la primera vez: pero yo me había ofendido ante su opinión, y le había respondido que no estaba dispuesto a contarle nuestras intimidades a un puto desconocido. «Jamás voy a pasar por semejante humillación, Lorna, y si me amas como dices, tienes que respetar mi decisión.»
Estaba pensando en lo injusto que había sido con su proposición cuando escuché sus gemidos. Estaría llorando, pensé, así que me acerqué a la puerta de cristal que separaba el baño para consolarla. Pero cuál terminó siendo mi sorpresa cuando entreabrí la puerta y la encontré dentro de la bañera, con la mitad de la capacidad de agua; ella desnuda, con las piernas abiertas con vulgaridad, apoyando sus talones sobre los bordes de la tina, mientras se masturbaba violentamente con los dedos de su mano derecha, provocando un chapoteo que salpicaba su piel.
Su boca la tenía semiabierta, por donde escapaban sus lúbricos jadeos, sus ojos estaban casi en blanco, mirando sin mirar hacia la bóveda blanca. Las orillas mojadas de sus rubios cabellos estaban pegadas entre sus preciosas tetas, descubriéndose entre algunos mechones la dureza de sus pezones erguidos.
La escena me resultó muy fuerte y agresiva, pues nunca la había visto masturbarse desde todos aquellos años de conocerla. De hecho nunca pensé que aquella autoestimulación fuera algo que pudiera ser propio de ella, pues en alguna ocasión la había oído decir que era una práctica muy vulgar que solo hacían las mujeres insatisfechas.
Y ahora esa escena me tenía boquiabierto, sorprendido. También, por qué no decirlo, excitado. Aunque la excitación chocaba abruptamente con la afrenta hacia mi dignidad. «Una práctica muy vulgar que solo hacen las mujeres insatisfechas», resonó una y otra vez en mi cabeza. ¿Entonces sí estaba insatisfecha? Claro, ¿por qué me sorprendía? Yo tenía la culpa, era natural. Tantos meses sin hacer el amor la había llegado al límite de la calentura.
Eso era lo que me merecía, la humillación de saber que los dedos de mi esposa eran más útiles que mi miserable verga. Comprender que sus pequeños deditos gloriosos eran más potentes que mi propia polla; capaces de enrojecer sus mejillas, de calentarla, de estremecer las piernas por el placer, de hacerla gritar de agonía.
¿Sabía ella que yo estaba mirando y oyendo? ¿Por eso estaba jadeando y gritando con mayor fuerza, revolviéndose entre las aguas como una serpiente que ha sido pisada? ¿Lo estaba haciendo para castigarme? ¿Sólo se masturbaba para mitigar la calentura que yo le había dejado? Cualquiera que fueran sus razones, entendí que lo tenía ganado.
Ahí comprendí que Lorna merecía disfrutar su sexualidad con plenitud, sin importar si yo no era el que le proveía tal placer. Mi egoísmo sólo la llevaría a que se hartase de mí y me abandonara, y eso era algo que yo no podía permitir.
Me fui a la cama, y a la media hora la sentí meterse entre las sábanas sin decirme nada. Me hice el dormido, y de tanto fingir pronto me dormí de verdad.
Esa noche soñé que Lorna me dejaba por otro hombre. La vi con las maletas en el umbral de la puerta del apartamento. Un hombre sin cara la rodeaba de la cintura con sus largos brazos, en tanto empleaba su mano libre para sobarle a mi mujer un bulto enorme que sobresalía de la barriga. Estaba embarazada, y, desde luego, el bebé no era mío. En el sueño, Lorna me decía que lo sentía mucho, pero que ya no podía aguantar mis niñerías y mis comportamientos de hombrecito sufrido. Terminó diciendo que necesitaba un semental de verdad, y no un tipo polla corta como yo, al que ni siquiera le servían los espermatozoides. «Mira, Noé, lo que tú no pudiste hacer en siete años de matrimonio, él lo hizo en apenas dos meses. Me folló como un verdadero potro, y ahora me ha preñado. Lo siento, pero me voy.»
2
Desperté agitado, sudando a chorros. Para colmo no encontré a Lorna en la cama.
—Calma, Noé, calma, fue una pesadilla, fue una pesadilla —me consolé, pensando que también podía ser una premonición—. Mierda, Noé, ¿ahora ya eres pitonisa?
Tras lavarme los dientes, encontré a Lorna en la cocina, haciendo el desayuno. Y no me quedé tranquilo hasta que propicié que me mirara a la cara y me dedicara esa sonrisa amorosa que siempre tenía reservada para mí. Cuando lo hizo, suspiré aliviado. No la había perdido. Aún…
—Lorna, siento mucho lo de ayer —comencé con vergüenza—. Yo…
—Te hice un omelette con tocino, bichi —me interrumpió zanjando el tema que intentaba revivir
Hacer como que no pasaba nada, tal vez era una forma que tenía ella de protegerme de mi propia culpa. Siempre lo hacía. Y funcionaba. Entendí la indirecta y me dije que si ella intentaba olvidar ese vergonzoso episodio, al menos vergonzoso para mí, yo tenía que contribuir para consolidarlo. Era de mañana, y para nosotros cada día tenía que ser un resurgimiento a la vida. Así que tampoco quise abordar el tema de ella en la bañera masturbándose, aunque ahora que sabía su nueva faceta, me dije que esa noche, al volver del trabajo, le obsequiaría algo que podría ser un aliciente para sus fantasías: un consolador.
En la oficina (trabajaba como contador en mi propio despacho contable, en un edificio que estaba a 40 minutos de nuestro apartamento), no pude dejar de pensar en Lorna masturbándose. Su carita de ángel convertido en la de un demonio vicioso, mordiéndose el labio inferior, sus tetas bamboleándose, sus piernas tensas, su clítoris enrojecido. Sus dedos hundiéndose sin descanso en su caverna sexual.
Ahora que lo recordaba me estaba poniendo más cachondo que nunca. Sabía que a partir de ese momento nuestra relación sería otra. Una cosa era verla caliente sobre mí, o yo sobre ella, sabiendo que su calentura se debía a mis caricias o penetraciones, y otra muy distinta era verla así de lujuriosa desde un ángulo diferente, disfrutando de su sexualidad sin mi protagonismo, siendo yo un simple espectador.
Una cosa era escucharla gemir de placer cerca de mis orejas, y otra muy distinta era escucharla jadear como una ninfómana desde lejos, comprendiendo que habían sido sus dedos y no los míos (ni mucho menos mi pene) los que la habían hecho correrse como una desquiciada.
Ya no podía verla de la misma forma que antes. Ahora, mi diosa, había dado un paso más adelante que yo tenía que aprovechar para revivir la llama de nuestra relación.
Le pedí a Margarita, mi secretaria cincuentona, que me dejara en el escritorio datos de los mejores psicólogos que encontrara en la ciudad. Esta noche, además de regalarle un pene de silicona, le obsequiaría a Lorna la noticia de que, con tal de reconstruirnos de nuevo y superar mi trauma de la infertilidad, estaba dispuesto a ir a terapia.
Estaba seguro que eso le fascinaría.
Lorna era profesora de preescolar, y trabajaba de nueve de la mañana y hasta las doce del día en ese colegio, por lo que tenía el resto del día para dedicarse a hacer artesanías con resina, ejercitarse, y a las labores del hogar. Ella era una mujer independiente que administraba su tiempo de manera maravillosa. Sin embargo, a mí me preocupaba que el contacto directo que tenía a diario con los niños a los que daba clases le supusiera un ataque psicológico por el constante recuerdo de que nunca podría ser madre. Al menos mientras yo fuera su marido, porque según el diagnóstico, ella era tan fértil que podría parir a un equipo de futbol si se lo proponía.
Unas sola vez le sugerí que adoptáramos un bebé o que hiciéramos el intento con inseminación artificial, pero en aquella ocasión se mostró renuente y hasta, puedo decirlo, molesta, «si no es natural, no quiero nada, Noé. A veces tenemos que vivir con lo poco que nos da la vida, porque en otras cosas somos abundantes, por ejemplo, en amarnos. Nuestra relación no puede depender de algo que no puede ser. Hay muchas parejas sin hijos y ya está.»
Por supuesto, a ella le importaba, y mucho, pero, con el propósito de no hacerme infeliz, Lorna tenía que fingir resignación. ¡Cuánto me amaba! Y como agradecimiento, yo tenía también que hacer algo por ella.
Durante la mañana, antes de salir a un restaurante a comer, (sólo los martes y los viernes viajaba hasta mi casa para comer, el resto de los días salía a comer a lugares cercanos para evitar estresar a mi mujer), pedí en línea en una sex shop de la ciudad que encontré por internet, un consolador de 18 centímetros, color piel, grosor medio, y textura corrugada, el cual recibí como a eso de la 1:00 de la tarde, envuelto en una caja (discreta) que parecía de galletas.
Bien. Al fin tenía el regalo de Lorna.
Estuve tentando a abrir el paquete, pero me rehusé terminantemente por la vergüenza que pasaría si de repente se le ocurría entrar a alguna de mis empleadas a mi despacho y me descubría con un pene de silicona en la mano. Reí de solo imaginarlo. «Al jefe se le ha volteado el intestino, y ahora mea sentado.»
Por la tarde hice las declaraciones bimestrales ante hacienda de algunos clientes que solían tardarse en entregar la papelería, entre ellos Leonardo, un gran amigo de la infancia, a quien le llevaba la contabilidad de su famoso negocio de suplementos deportivos.
Aunque Leo tenía mi edad, 35 años, y habíamos vivido en el mismo barrio durante casi dos décadas, había cosas que nos diferenciaban totalmente. Él tenía el tamaño de un luchador profesional, (no en vano era el dueño de una cadena de tiendas de productos deportivos y suplementos que tienen proteínas y asteroides que inflan los músculos de quienes los consumen y acuden al gimnasio). Leo era una antítesis de mí en todos los aspectos. Yo era más serio y prejuicioso. Me gusta pensar que incluso más responsable y analítico, así como más culto e inteligente. En cambio, Leo era mucho más rebelde, indomable y testarudo. Su frase de «Yo siempre gano», hizo posible que, en efecto, todos sus propósitos se cumplieran. En el fondo envidiaba un poco esa extrema seguridad que tenía para todo, especialmente para los negocios y para sus relaciones amatorias.
Algo que le admiraba era que siempre cumplía todas sus metas, y tenía muy claras las cosas, como el hecho de ser un «Soltero para siempre». Él no era de relaciones estables, y le rehuía a toda costa al compromiso y, por supuesto, con mayor razón al matrimonio, pues, a diferencia de mi filosofía, él pensaba que el matrimonio era la forma más prematura que había para esclavizarse de por vida. Siempre me echó en cara que me hubiera «esclavizado» tan joven. Eso sí, puesto que era un chulito en toda norma, Leo no dejaba títere sin cabeza, una expresión colonial para decir que se tiraba todo lo que tuviera falda siempre y cuando entrara en sus estándares de calidad.
¿Que por qué hablo de Leo y narro sus antecedentes? Pues porque tenía la sospecha de que se estaba empotrando a Paula, una de mis empleadas, una linda mujercita de 27 años a quien le había asignado la contabilidad de Leo, y eso, de alguna manera, me preocupaba. Es decir, ella recibía toda la papelería de ingresos y salidas de las tiendas de mi amigo, cotejaba y separaba, y luego me las entregaba para que yo hiciera los cálculos permitentes previos a la declaración bimestral.
En algún momento ambos tuvieron que haberse entrevistado personalmente para afinar detalles de las contabilidades, y seguramente en uno de esos encuentros había sucedido lo que Leonardo me había narrado.
De confirmar mis sospechas de que había un flirteo entre mi empleada y el descarado de mi amigo, me vería envuelto en un serio aprieto moral, porque resulta que Paula estaba casada con Gustavo, un gran amigo mío que conocía de la universidad (aunque él nunca logró licenciarse), y por quien había empleado a su mujer como un favor personal.
¿De verdad era posible cosa semejante? ¿Por mi culpa Gustavo ahora era un pobre cornudo? ¿En dónde había tenido metida la cabeza cuando decidí asignarle a Paula (una escultural mujer) las contabilidades del empotrador más sinvergüenza de la ciudad de Linares? Me sentiría responsable de resultar cierto, y lo peor es que no podría hacer nada al respecto. Paulita, a pesar de todo, era una extraordinaria profesionista, así que no tenía motivos para echarla.
—Vamos, cabrón — me dijo Noé cuando me confesó que se estaba tirando a mi contadora—. La hembra está más buena que un cheque de un millón de euros, y si te cuento cómo rebota ese culote sobre mis huevos, lo mismo te la terminas follando tú.»
Por supuesto, eso lo decía por decir, pues Leo mismo me había confesado que no había conocido en su vida a un tipo más fiel a su esposa como lo era yo.
—Dime que estás de broma, cabrón —le respondí esa noche que estábamos de copas en un bar, con un grupo de amigos que teníamos en común—, no quiero que me vayas a meter en problemas por tu puta culpa, Leo. Le tengo mucha estima a Paula, y la conozco lo suficientemente bien como para decirte que ella sería incapaz de ponerle los cuernos a Gustavo. Ella es muy seria y respetable, así que quiero que la dejes en paz.
—Tú tranquilo y yo nervioso, Noecito. Dudo mucho que vayas a ir a contarle a, ¿cómo dices que se llama el cornudo?, ¿Germán? Que me estoy empotrando a su mujercita. Además él tiene la culpa. Paula me ha contado que su marido tiene meses que no la toca. Y una mujer con el puto cuerpazo que se carga Paulita, no puede quedarse sin atención un solo día. Ella es de las que tiene hambre de polla todo el día.
Sus burdas palabras, un tanto burlescas y frívolas para mi gusto, me cagaban en exceso; no sé qué situación estuviera pasando Gustavo para no cumplirle a Paula, pero pensar que yo estaba en la misma situación con Lorna me ofendía demasiado, haciéndome pensar que era yo el marido engañado y no Gustavo.
—Deja de decirme «Noecito», Leo, y te prohíbo terminantemente que vuelvas a llamar a Gustavo de forma tan despectiva, ¡mira que decirle «cornudo»! Ah, y dicho sea de paso, si me llego a enterar que estás acosando a Paula para tus propósitos enfermos como el de llevártela a la cama, te juro que terminaremos nuestra relación laboral.
Leo se bebió el tequila de un solo trago y me miró con suficiencia:
—A ver, Noecito escandaloso y susceptible, te digo que no la estoy acosando ni la estoy convenciendo para llevármela a la cama. ¡Ya me la llevé! Y no precisamente a la cama, permíteme decirte. La primera vez lo hicimos fue en el estacionamiento del edificio de tu despacho, en la parte trasera de mi auto. Eres demasiado tonto si no te diste cuenta. Te recomiendo que pongas más atención a lo que pasa a tu alrededor. Esa noche recuerdo haberte visto dirigirte a tu camioneta, y ni cuenta te diste que tenía a tu empleada con la falta arremangada y su culo respingado apuntando a la ventana de mi carro que daba hacia donde tú caminabas, mientras su boquita hermosa me mamaba la polla.
Su supuesta confesión me dejó como piedra. Tragué saliva y miré su gesto de suficiencia, intentando encontrar un atisbo de mentira en él. Pero Leo exudaba tal seguridad que daba por sentado que era verdad lo que decía. No pude responderle nada.
—Tienes que aprender a no tomarte las cosas tan en serio, Noecito —me recomendó, mirando por arriba del hombro a una hermosa pelirroja que pasaba cerca de la barra—. La vida es una y hay que vivirla. ¿Qué te ganas con ser decente y de todos modos iremos a parar a donde mismo cuando nos llegue la muerte? Mira, amigo, Paulita es una mujer muy apasionada y cachonda, y si no hubiera sido yo, entonces se la habría cogido otro.
—¡Pues hubieras dejado que fuera otro y no tú, mi amigo, Leo! ¿No ves en qué situación me dejas? Entre la espada y la pared. Gustavo es un tipo de puta madre, trabajador, que todo lo que hace lo hace por su mujer y su hija, y de pronto llega un cabrón vale madres como tú que pretende destruir una relación tan sólida como la de ellos. No, Leo, no seas cabrón, esas cosas no se hacen.
—En primera, Noé, yo no pretendo destruir nada, ¿tú piensas que yo soy tan perverso para andar destruyendo matrimonios? No, no, de ninguna manera. Lo último que buscaría es que una mujer casada se separara de su marido por mí, porque lo haría en vano. Ya te he dicho mil veces que no quiero una relación formal con nadie. El sexo es sólo sexo y hasta ahí. Mi relación con Paulita no es más que meramente sexual, y ella lo sabe. Me excita saber que me estoy tirando a una mujer casada. Por todos es bien sabido que lo prohibido sabe mejor, y a mí me da morbo saber que una mujer como Paula deja su imagen de santa y perfecta para su marido y la sociedad, y conmigo se convierte en una autentica zorra que yo puedo domar. Es un fetiche nada más, Noé, y tienes que respetarlo.
—¡Tú hablándome de respeto! —me quejé.
—Soy un sinvergüenza respetuoso —se carcajeó.
—Pues que sepas que habría preferido que me hubieras dejado en la ignorancia, Leo, me habría sentido menos miserable.
—¿Miserable por qué, compañero? El que se está tirando a Paulita soy yo, no tú.
—¡Como si me la estuviera tirando yo, Leonardo! ¿Cómo voy a mirar a los ojos a Gustavo sabiendo lo que sé?
—Pues así, mirándolo de forma natural. Lo único de raro que verás en él son unos cuernos de campeonato que día tras días se van a ir puliendo.
Y pese a esas declaraciones, yo seguía dudando de que aquellas aseveraciones fueran reales. Cuando mandé llamar a Paula a mi oficina, cinco minutos antes de las ocho, la vi entrar con la misma seriedad que siempre llevaba en su desenvoltura. El sonido de sus tacones me anunció que estaba por llegar.
La esposa de mi amigo Gustavo era una mujer muy sensual, de rasgos latinos muy acentuados, de piel bronceada, labios gruesos, ojos negros, (mismo color que llevaba en su largo pelo), y una mirada profunda. No era raro que Leo se hubiera encaprichado con ella. Lo que más llamaba la atención de su físico era su enorme trasero, como bien lo decía el empotrador sinvergüenza, que apenas podía ocultarse con su falda de pitillo. Nomas de imaginar esos esponjosos labios pintados con barniz rojo succionando el falo del cabrón de Leonardo me puso cachondo, y me sentí mal por la memoria de Gustavo, con quien había estado durante muchas celebraciones en su casa en cenas con amigos.
—Paula, acérquese por favor y tome asiento —le dije con la garganta seca, y con el respeto que ella me merecía.
Cuando la mujer se sentó frente a mi escritorio de cristal, con desconcierto pude ver cómo su falda se le subía hasta los muslos. Por supuesto que no fue intencional, pero tal eventualidad parece que nos puso incómodos a ambos. La vi tragar saliva, nerviosa, y poner sus brazos sobre sus piernas desnudas.
—Dígame, contador, en qué le puedo ayudar —dijo ella con voz grave, mirándome con formalidad.
Intenté serenarme y mirarla a los ojos, aunque costaba trabajo no caer en tentación.
—A partir del siguiente ejercicio fiscal, las contabilidades del señor Leonardo Carvajal las llevaré yo mismo.
Los ojos de Paula se abrieron como plato.
—¿Pasó algo con mi trabajo, señor? ¿Hice algo mal? —La chica se había puesto nerviosa, y yo quería averiguar si era de verdad porque pensaba que había cometido algún error con sus contabilidades, o porque temía que yo hubiera descubierto su infidelidad con Leo.
—No, no, tranquila, todo lo contrario; su trabajo es inmejorable. Solo que, como recordará, licenciada Paula, el señor Carvajal abrirá una nueva sucursal, por lo que el trabajo será mucho mayor de ahora en adelante. Por eso decidí que seré yo mismo el que lleve el control de sus facturas.
Paula, haciendo una media sonrisa que alargó esos brillantes labios rojos feladores, asintió con la cabeza y respondió sin mayores problemas:
—Está bien, como usted mande.
—Muy bien, Paula, ahora puede retirarse, nos vemos mañana.
Mi empleada se levantó, se ajustó su falda hasta las proporciones normales, y salió meneando su redondo trasero, que se veía más respingón debajo de su falda negra, por la altura de sus tacones. Y así la vi desaparecer de mi oficina.
¿De verdad le había sido indiferente que le quitara las contabilidades de Leo, o su pacífica actitud se debía a que quería evitar a toda cosa que un error en falso la dejara al descubierto?
Preferí convencerme de lo primero. Yo me negaba a creer que una mujer tan recta como ella se hubiera metido con un hijo de puta como Leo. Gustavo no se merecía de ninguna forma que Paula le hiciera una cosa semejante.
Aunque, de resultar verdad el adulterio, en cierto modo podría justificarla sólo un 0.001 por cierto. Y es que el aspecto físico Leonardo Carvajal era el sueño de cualquier mujer. Él era todo lo contrario a mis diminutas formas. Leo era musculoso, buen mozo, facciones marcadas, velludo de pecho y brazos, piernas largas y prominentes, piel morena, ojos verdes, barba cerrada y recortada que hacía derrochar su masculinidad. Esa masculinidad que a mí, al menos en físico, me faltaba.
Leonardo era el guaperas de mi círculo social, el topten de los más buenorros de instagram (donde no perdía la oportunidad de presumir su cuerpo escultural semidesnudo, incluso exhibiéndose en bañador donde, por pura curiosidad, el algunas fotos noté que debajo de la tela se escondía una anaconda del tamaño del mundo). Una vez critiqué su desfachatez en voz alta, para lo que Lorna se acercó a ver esa foto en particular, diciendo con desdén:
«Presunciones de gente con complejos. Yo no sé cómo ese tipo puede ser tu amigo.»
Menos mal mi mujer eso pensaba de Leonardo. Me habría preocupado que se hubiera quedado embobada mirando su escultural cuerpo. Aunque en algo había poco de razón, Leo no era mal amigo, un cretino sinvergüenza «folla todas» sí, pero como amigo era todo lo contrario. Su lealtad era insuperable. A Gustavo no lo conocía de nada, por eso se sentía con el derecho de mancillar a su mujer de todas las formas posibles. Pero de mí sí que me conocía de todo, y estaba seguro que jamás miraría siquiera con morbo el cabello de mi mujer.
De todos modos no le había dado pie a ello, pues en siete años de matrimonio y dos de noviazgo, a Leonardo nunca se la había presentado. Ninguno de los dos se conocía en vivo. Por asares el destino nunca habían coincidido. Lorna sabía de mis salidas de los jueves cada quincena con mi antiguo grupo de amigos, entre los que figuraba Leo, y también sabía que él formaba parte importante para mi vida. Pero hasta ahí.
Si Leo no fue a nuestra boda fue porque en ese tiempo él vivía en Miami, y aquella separación nos había distanciado completamente hasta que volvió a Linares hacía poco más de dos años, con la sorpresa de que estaba invirtiendo en un nuevo necio que ahora yo fiscalizaba.
Leonardo se hizo rico antes que yo, ya que siempre invertía en bienes raíces y le iba bien en toda clase de negocios en los que se aventuraba. De hecho, cuando a mi madre le diagnosticaron cáncer, él fue el único que me apoyó tanto económica como emocionalmente, hasta su muerte. Y eso es algo que nunca voy a terminarle de agradecer. En esa época yo no conocía a Lorna, por supuesto.
La madre de Leo y la mía habían sido las mejores amigas, y por esa razón él le tenía mucho cariño a mi progenitora, ya que ella había hecho las veces de su madre desde que la suya lo dejara huérfano tras un accidente vial cuando ambos teníamos doce años. A Leonardo lo conocía muy bien. Sabía sus debilidades y sus fortalezas, no solamente sus sinvergüenzadas.
¿De verdad se estaba follando a Paula? Me pregunté por enésima vez.
En eso estaba cavilando cuando de pronto recibí un mensaje por whatsapp procedente del número de Leo, donde me enviaba un video de menos de 15 segundos y un texto que decía: «¿Reconoces esta boquita?»
—¡Mierda! —exclamé cuando pulsé el video.
Si bien es cierto que no se veía el rostro de la mujer, sí que podía distinguir esos voluminosos labios carnosos que parecían tener el mismo barniz rojo que Paula había usado ese día. Lo que llamó realmente mi atención no fue exactamente la forma de sus labios ni el color, (que sí, que eran excitantes y morbosos), sino la forma en que estos engullían una enorme verga gorda, venosa y morena, cuya curvatura apuntaba hacia la cara del dueño de la misma. El falo era tan grande y ancho que la forma en que la mujer tenía abierta la boca parecía casi insólito.
Babaza, saliva y líquidos preseminales escapaban por las comisuras de la chica, casi ahogándola, y el gorgoteo que hacía al intentar meterse la mitad de ese trozo de carne era casi pornográfico.
15 segundos me bastaron para empalmarme, ¡Dios santo, pero qué enfermo que era! ¿Me había excitado ver a quien se suponía era mi empleada de confianza, esposa de uno de mis mejores amigos, chupando el falo enorme de mi otro mejor amigo? ¿Me había puesto cachondo que el hijo de puta de Leonardo fuera tan descarado para presentarme de esta manera ese tamaño tan descomunal de su trozo, como si quisiera humillarme diciendo que su pene, posiblemente en estado flácido, era dos veces más grande que el mío? ¿Se me había puesto dura imaginando que era Paula la que me la chupaba a mí y no a él?
No, no, no. Lorna era mil veces mejor que Paula, y nunca, aunque una mujer escultural se pusiera de rodillas frente a mi pene, desnuda, nunca le sería infiel a mi mujer.
¿Entonces qué me había ocurrido?
Como respuesta le mandé un audio de voz, diciéndole:
«¿Ahora te dedicas a compartir los videos de tus ligues? Serás cabrón. Ellas te dan las confianzas de filmarlas y tú compartiéndolas por la red.»
Cinco minutos después, en que yo aproveché para ver veinte veces más ese mini video, Leo me respondió con otro mensaje de audio. Así que puse atención a lo que decía su áspera y ronca voz de macho empotrador:
«Sabes bien que yo no soy de los que anda presumiendo a sus conocidos videos ni fotos de las chicas que se tira. Eso es una bajeza y una acción que nunca haré. Se me hace de muy poca ética. Pero contigo tenía el deber moral de mostrártelo, sabiendo que jamás lo distribuirías por ahí. Te tengo confianza, Noecito. Además te lo envío porque quiero que sepas que en serio me interesa que trates bien a esa chica en la medida que yo me la esté cogiendo».
Santo Dios.
Ya más serenado, finalmente le escribí:
«Veo que tu obsesión por Paula te ha hecho buscarte una chica parecida a ella ¿verdad?»
No bien pasaron dos minutos cuando recibí su respuesta:
«Te irás de jeta el día que la veas saltando sobre mis huevos, campeón, ya lo verás. »
Ese parecía un reto que yo esperaba nunca presenciar.
Apagué mi teléfono para evitar la tentación de volver a ver el video, y lo guardé en el bolcillo de mi saco. Salí de mi oficina cuando faltaban cinco para las ocho de la noche. De reojo vi a Paula, que estaba concentrada en uno de los cuatro cubículos del piso, tecleando la calculadora con un lápiz entre los labios, los mismos labios que supuestamente Leonardo había profanado cuando le metió su falo. Y me dije que no: esos labios rojos del video podían ser de cualquiera, menos de Paula.
Dejé órdenes a mis contadoras para que cerraran con llave cuando salieran, y me dirigí a casa, tras pasar por el aparcadero donde visualicé el auto de Leo con sus cristales tapizados de vaho, producto del acto sexual que habían llevado a cabo días atrás mientras yo caminaba por allí.
Encontré a Lorna en la cocina, todavía con sus calzas deportivas. Tenía puesta una blusa escotada y sin sostén, lo que dejaba al descubierto los pequeños bultos de sus pezones. Estaba tan cachondo que me la podría haber follado allí mismo, pero temía que volviera a sucederme lo del día anterior y de nuevo fracturar un poco más nuestra, de por sí, averiada relación. Su cabello rubio estaba atado en un moño en su nuca, y aunque no llevaba una sola gota de maquillaje, como Paula, lucía preciosa al natural.
—Fui a correr esta tarde, bichi. Tenía que despejarme —me informó mientras disponía de unos platos extendidos—. Por cierto, Gustavo se acaba de comunicar conmigo para invitarnos el próximo jueves a su casa, ya que organizará una cena entre amigos para festejar su cumpleaños.
Cuando escuché el nombre de «Gustavo» sentí que se me iba la respiración y que perdía el color de las mejillas. Lo primero que se me vino a la cabeza fue la palabra «cuernos», «mamada», «Paula», «labios rojos», «verga enorme», «profanación de labios», «Leo», «cuernos.»
—Me dijo Gustavo que intentó comunicarse contigo, bichi, pero que no le contestaste. Al parecer traes el teléfono apagado.
Lorna había preparado unos hotcakes que olían exquisitos, los cuales los acompañaríamos con una taza de chocolate escupos.
—Sí, bueno, se me debió descargar el teléfono —respondí tragando saliva.
Lorna, muy animada, continuó:
—¿Qué te parece si le regalamos el toro alado que hice con la resina la semana pasada, bichi? Me has contado que tu amigo es fiel admirador de las taurinas.
«Un toro con cuernos», pensé «vaya coincidencias de la vida.»
—Sí, claro, muñequita, como quieras.
Tenía que cambiar el tono de mi voz, pues lo que menos quería era preocupar a mi mujer. Estaba disponiéndome a cenar cuando se me ocurrió entregarle la caja donde estaba el consolador que le había comprado ese día. Era una buena estrategia para cambiar de tema.
Sus ojos azules centellaron ante la sorpresa. Se le veía feliz.
—Ay, bichi, ¿hace cuanto que no me regalabas nada? ¡Qué detallista eres, mi flaquito bello, por eso te amo!
—Espero que te guste mucho —le dije con una mirada pícara, todavía nervioso por el tema anterior.
Cuando Lorna descubrió lo que había dentro de la caja, su irada se congeló.
—Pero bichi… ¿esto… es … lo que creo que es? —Su rostro estaba casi petrificado. No atinaba a interpretar sus facciones.
—Sé que le darás un espléndido uso, mi muñequita —sonreí.
De pronto ocurrió lo que menos esperaba. Lorna sujetó con fuerza el consolador sobre sus manos y me lo lanzó sobre la cara, casi con un estridente gruñido.
—¿Crees que soy una puta, Noé? —Sus ojos claros se había humedecido—. ¿Crees que un pedazo de silicona va a remediar lo que nos está pasando? ¿Crees que esta porquería va a suplirte a ti? Por Dios, no me vuelvas a tratar jamás así. ¡No soy una enferma! ¡No soy una zorra! ¿Cómo se te ha ocurrido?
Dicho esto abandonó la cocina con premura y se encerró en nuestra habitación, desde donde sólo la podía escuchar sollozar. Yo, por mi parte, me quedé helado y con un vacío dentro de mi pecho.
—Confirmado —le dije al Noé que se reflejaba en la mesa de cristal—. Eres un puto fracaso.
Dicho esto encendí de nuevo mi celular, y al instante recibí un par de mensajes de parte de Gustavo, donde me confirmaba la invitación que ya me había dicho mi mujer. Casi de inmediato, un nuevo audio de voz de Leonardo el empotrador me sacó de mis casillas, cuando lo escuché:
«A que no sabes, compañero, me han invitado a una cena el próximo viernes, ¿a que no adivinas quién es el cumpleañero?»
—¡¿Qué?! —exclamé.
Todo se me estaba yendo de las manos.
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Continuará.