Por mis putas fantasías: capítulo 7

Lo que Noé encontrará al otro lado de la puerta de donde provienen aquellos gemidos lujuriosos, lo dejará más sorprendido de lo que habría podido imaginar.

7

La cosa aquí iba sencilla. Que Leo hubiera pretendido follarse a Paula, mi empleada, la esposa de mi gran amigo Gustavo (pese haberle advertido que la dejara en paz) era una cosa. Pero que el muy cabrón le hubiera contado sus intenciones a los idiotas de Rolando y Samír eso sí que no se lo iba a perdonar.

A estas alturas ya no sabía qué me indignaba más, si que Leo hubiera compartido sus macabros planes con estos dos, o que estos dos no hubieran hecho nada para detener al primero. ¿Qué puta clase de amigos eran, entonces, si estaban de acuerdo en consentir la infidelidad de Paula con un cínico que pretendía ser parte de nuestro «quinteto»? ¿Dónde estaba la lealtad que tanto profesaban?

Esto ya no era sólo que Leo se quisiera coger a Paula; al haber enterado a los otros dos cabrones de su gesta fornicante, esto más bien se me figuraba a un intento de humillación hacia Gustavo. ¿Por qué?

Esta idea me superaba. ¡Y no se los iba a permitir! Lo primero que hice al subir al piso de las habitaciones fue sostener mi teléfono en mano en la parte de «grabar video.» No es que quisiera hacerle mal a Gustavo (sabía que enseñarle la grabación de Leo fallándose a Paula lo destruirían completamente), pero sí era una forma de impedir que estos dos degenerados volvieran a estar juntos jamás.

Chantaje, se llama lo que pretendía hacer, y aunque no es una actitud propiamente de valientes, entendí que tenía que ponerme en su mismo nivel mediocre de ellos para lograr mis propósitos. Grabar un acto sexual y después amenazar con subirlo a las redes sociales si los volvía a ver juntos era una frivolidad que, al menos en teoría, tenía que jugar.

En el pasillo había cuatro puertas distribuidas simétricamente, dos en una acera, y dos en la otra. Era un pasillo estrecho, largo y semioscuro.

Con el corazón estremeciéndome de los nervios, tragué saliva y traté de agudizar mi audio para distinguir algunos sonidos que hicieran alarde a la fricción de la genitalidad de los personajes que yo buscaba.

Y entonces los oí. El música de abajo todavía rezumbaba en el pasillo, pero no lograba sepultar aquellas lascivas resonancias.

Gemidos. No, no, eran jadeos. Sí, sí, jadeos tirando a grititos. ¡El hijo de puta de Leo se había salido con la suya!

«¿Cómo has podido, Paula?»

Atravesé el pasillo con más premura, deteniéndome en la última puerta del fondo, la que estaba cerca del baño. No me quedaron dudas de que de allí adentro procedían los jadeos.

«¿Organizaste la fiesta a tu marido para cornearlo con Leo? ¡Cuán perversidad!»

—¡Ay, ay! —escuché esos bramidos como detonaciones de bombas que explotaban en mi cabeza.

Se me fue el aire y las venas de mis sienes comenzaron a palpitarme. Entre los temblores de mi mano cogí la perilla de bronce y la giré con cuidado, pero tales eran mis nervios que lo hice con torpeza. ¿Y si me descubrían?

¡Dios santo!

Cuando vi la escena que me encontré allí dentro por poco se me sale la cabeza por el culo. Vi a un enorme mastodonte impecablemente vestido, de pie, y con un pedazo de rabo moreno hinchado, curvado y venoso que, fuera de la bragueta de su pantalón de raso, se pajeaba generosamente impulsado por el acto que protagonizaba aquella hija de puta que tenía delante.

Sin duda me pareció una escena violenta sacada de una novela de Salieri. Ella estaba arriba de una mesa de trabajo, (donde seguramente Gustavo se la pasaba haciendo sus planeaciones por las noches), echada boca arriba con su falda arremangada a la altura del obligo, en tanto sus redondos senos se bamboleaban al aire libre, de arriba abajo, mientras ella profería sonidos abyectos.

Tenía sus gordas piernas separadas de par en par, casi como había encontrado esa noche a Lorna cuando entré a nuestra habitación. La diferencia era que la pelirroja se comportaba como la más obscena de las zorras, sin ninguna clase de pudor y retraimiento.

Sí, para mi gran angustia y estupefacción, no era Paula la que estuviera a pos de Leonardo, sino Jessica, ¡la mujer de Sebastian!, el pobre hombre que se entretenía explicando su trabajo a Gustavo, ajeno a todo lo que estaba protagonizaba la arribista de su esposa esta madrugada.

—¡Diooos! —volvió a gemir.

Una banana pelada y de grandes dimensiones entraba y salía de su coño empapado, peludo, agreste y obsceno. Y no es un sinónimo para describir la polla de Leo, sino que, literalmente, Jessica se estaba masturbando con una banana. Era una masturbación en toda regla, y sin duda ella lo estaba disfrutando con un placer indescriptible. Con uno de sus dedos masajeaba con implacable brío su clítoris, y con la otra mano sostenía aquél plátano que sambutía y sacaba una y otra vez; una y otra vez, arrancándole bramidos cual perra en celo.

El chapoteo era increíble, y el gesto perverso que sublimaba en la expresión de la pelirroja parecía ser un gozo para el cínico de Leonardo.

—Te mojas muy bien, cerdita, más que bien —gruñía mi amigo con una pérfida sonrisa, sin dejar de masajear su enorme morrón.

—¡Amásame las tetas, machote, muérdeme los pezones, cómeme la boca, déjame tocarte esa verga, por favor!

—De momento te conformarás con el plátano, cerdita. Imagina que es mi polla, ¿a que la mía es más grande que ese plátano?

—¡Fóllame, por favor, fóllame!

—No, no, no. Tú eres esposa de un amigo de Noé, y de momento no quiero ser causante de ningún conflicto.

Y la pelirroja, hambrienta de polla, continuó matándose sola, chorreándose y retorciéndose de placer seguramente imaginándose lo que sería ser empotrada por el tipo que tenía medio metro delante de la mesa.

—¡Ahhh, me corro, me corro! —exclamó.

—¡Shhh, baja la voz! —le ordenó Leo mirando hacia la puerta.

En ese instante retrocedí, helándoseme el pecho, ya que pude jurar que él me había visto. O al menos habría visualizado alguna sombra fisgona.

Iba a emprender mi huida por el pasillo, pero luego pensé, ¿por qué correr yo, si quienes están cometiendo un acto de inmoral, eran ellos, no yo?

Y me quedé, al menos para escuchar. No escuché que Leo se hubiera movido de su sitio, así que respiré hondo.

—Anda, cerdita, trágate el plátano impregnado de tus propios fluidos, ¿lo harás?

—¡Quiero tragarme tu plátano, Leo, esa banana de carne morena que te cuelga entre las piernas! ¡Quiero que al menos te corras sobre mí! ¡Quiero tu leche!

—No, no, querida. Eres demasiado vulgar y corriente para mí. Reservaré esta lechita para otra persona que sí me excita por su decencia, cultura y porte.

—¿Qué? ¿Entonces qué estamos haciendo ahora? ¿Me trajiste aquí para jugar conmigo? ¿Te estás burlando de mí, cabrón hijo de p…?

—Vístete, cerdita, y vámonos ya. El espectáculo se acabó. ¿Ves? Ni siquiera me dio tiempo de eyacular.

—¡¿Quién te crees que eres para dejarme así de caliente, Leo, con ganas de que me folles, estúpido?!

—A decir verdad, no sé muy bien qué hacemos aquí.

—¡Creí que… cogeríamos!

—A ver, a ver, cariño. Estás buena, no lo niego, pero yo prefiero tetas y culo naturales. Además ya te dije. Tienes algo que no me gusta y yo no estoy para mendigar mujeres. No tengo necesidad. La verdad que no eres mi tipo.

—¡Hijo de las mil pu…!

—Además, querida, te recuerdo que no fui yo el que te trajo a este cuartucho. Tú fuiste quien insistió en traerme aprovechando que acompañarías a Paulita a cambiarse sus braguitas.

En ese momento pensé en ella, ¿dónde estaba? ¿Qué había pasado con la coincidencia de las conexiones de sus whatsapp?

—¡Claro! —exclamó Jessica como si acabara de atar cabos—. ¡Ahora lo tengo claro!

Podía escuchar que la pelirroja se reacomodaba la ropa y se ponía los tacones. En cualquier momento saldrían el par de tortolitos y yo permanecía allí, escuchando, grabando al menos el audio desde mi teléfono, toda vez que la sorpresa que me había llevado al verlos me había dejado en shock por filmarlos.

—¿Qué es lo que tienes claro? —quiso saber Leo, que al parecer se estaba metiendo su falo (aún empalmado) en el pantalón.

—¡Es a Paula a la que te quieres coger, ¿verdad? ¡Es a ella a la que te quieres fornicar! ¡Serás cabrón!

—Ey, ey, ey —En esta ocasión la voz de Leo ya no fue socarrona, sino seria, casi diplomática—. Quiero que te quedes calladita, como una cerdita buenita. Ni siquiera se te ocurra volver a sugerir en voz alta eso que acabas de decir, ¿entendiste? No quiero problemas. Quiero que sepas que Paula lleva mis contabilidades, la respeto y yo sería incapaz de tocarle un solo pelo.

La boca se me había secado, ¿en serio Leonardo acababa de decir aquella vil mentira?

—¿Estás diciendo que yo soy todo lo contrario a ella? ¿Por eso me seguiste la calentona?

—Estaba caliente, Jessica, ya te dije. Estás buena, te lo repito. Pero no eres mi tipo. Solo quería sentir un poco de perversidad para saciar la calentura que traigo desde hace un par de días.  Y bueno, tú apareciste y me dejé llevar. Pero ojo, que no te prometí que te follaría, sólo te dije que te pondría a practicar algunas guarradillas. Te lo reitero, Jessica, yo soy muy un tipo muy selectivo.

Fue en ese instante en que juzgué propicio esconderme en el baño.  Oí pasos. Alguien salía. Por las pisadas supuse que era Leo. Sus pasos se fueron haciendo más distantes hasta que ya no se oyeron. Jessica no salió. Se quedaría dentro, ¿o qué?

Contenido por los nervios, apagué la grabadora, salí del baño y me dirigí de nuevo al salón.

Iba retornando por el corredor otra vez, cuando un ruido seco me hizo abrir un poco la primera puerta del pasillo.

La impactante figura de Paula desnuda, recostada de perfil, sobre su cama, con los ojos cerrados, me dejó más perplejo que incluso la escena que acababa de ver antes.

Suspiré hondo, la polla me palpitó, las pulsaciones de mi pecho se acrecentaron y todo mi cerebro se me nubló. Aunque la vi, puedo jurar que a la vez no vi nada. La sorpresa me obnubiló la mirada.

—Nunca pensé que fueras de esta clase de pervertidos, Noé —me susurró Jessica cuando me sorprendió mirando a Paula Miranda.

Rápido cerré la puerta, asustado, cogí del brazo a la cínica pelirroja y la alejé de la habitación matrimonial de Paula y Gustavo.

—¿Y lo dices tú? —le pregunté con desdén—, ¿que te acabas de correr delante de Leonardo?

Los ojos de Jessica por poco explotaron de sus cuencos. Luego se volvió a serenar, enarcó una ceja y me soltó.

—Qué, ¿se te antojó, cabrón?

—Yo soy como Leo —comenté para intentar desaparecerle esa sonrisa que tanto me fastidiaba—. Tú no eres mi tipo, y mucho menos me provocas nada.

Jessica, aunque se sintió dolida, volvió a sonreír con maldad, tras mirarme la bragueta.

—Pero la que sí te provoca es Paulita, ¿no? Por lo que puedo mirar.

Carraspeé. Crucé mis brazos por delante e intenté cubrirme.

—¿Qué tendrá esa malnacida para excitarlos tanto? —preguntó en voz alta—. No me importa. Lo que me importa es saber que te quedarás calladito y no dirás nada de lo que has visto y has mirado, Noé.

—¿Y como por qué piensas que me voy a callar? —la desafié.

—Porque dudo mucho que prefieras que la mustia de tu Lornita se entere de que andabas de pajillero espiando a Paula mientras estaba desnuda, una mujer a la que, según he podido observar, detesta por los celos que le provoca. No, no, queridito. A mí no me amenaces, que vas a salir perdiendo.

—Tú no mereces tener a Sebastian a tu lado, Jessica.

—¿Y Lorna sí merece tener a un fisgón como tú?

—A lo mejor no —le respondí a la pelirroja—. Pero al menos yo tengo la tranquilidad de que nunca la he engañado. En cambio tú…

—Si estuviste espiándonos, ridículo voyeur de quinta categoría, te habrás dado cuenta de que tu amiguito ni siquiera me tocó.

—Ah, pero también escuché cómo bramabas para que él lo hiciera. Tu conducta no es la de una adúltera neófita. El pobre de Sebastian debe de tener los cuernos más grandes de todo Linares.

Esas frases sí que desagradaron a Jessica, porque, mientras se acomodaba los senos debajo de su escotado vestido, deformó su gesto antes de decirme:

—Pues no te admires tanto de él, querido Noé, que si me sigues jodiendo la vida, puedo hacer que tú suplas su lugar. ¿Cómo te verás de cuernos, querido? Sería muy bueno descubrirlo.

Tomé sus palabras como una amenaza; una amenaza que me descompensó, por supuesto.

—¡Con Lorna no te metas, Jessica, o entonces sí que me conocerás!

—No, no, querido Noé, que yo no me meteré con ella. El que se podría meter con ella si continúas de listillo, es quien menos de te imaginas.

Dicho esto me dejó plantado y volvió al salón. Me demoré diez minutos más en el baño, echándome agua en la cara, con mis sentimientos encontrados de todo lo que había ocurrido en una sola noche.

Más serenado, me dije que debía volver a la fiesta, pues lo único que quería era largarme de allí, encontrarme con los brazos de mi rubia hermosa, llegar a casa y hacer el amor como locos tal y como lo hacíamos en nuestros viejos tiempos; pero cuando descendí por las escaleras que llevaban al salón, sentí que la quijada por poco se me partía por mitad.

Jessica, Leo y Lorna conversaban muy animados en el sofá donde yo me había sentado minutos atrás.

——————

Continuará.