Por mis putas fantasías: capítulo 14

Noé descubrirá una de las facetas más oscuras del tipo al que, muy probablemente, le declarará la guerra en poco tiempo.

14

—Pero qué falta de respeto es dejar las bragas en el baño de invitados, Lorny, porque seguro que estas bonitas y sexys bragas, son tuyas, ¿verdad?

La sonrisa de Leo fue la que podría haber puesto Cersei Lannister si se hubiera quedado como reina de Westeros.

Tuve que tragar mi saliva antes de que esta se solidificara en mi garganta y me terminara asfixiando. El corazón me seguía palpitando, y mi visión permanecía obnubilada enfocando las bragas rojas de encaje que Leo sostenía. Lorna, que había mirado la mano del susodicho con un gesto desencajado, sólo atinó a llevarse los puños a la boca, tiñéndosele las mejillas de rubor por la vergüenza, antes de lanzar un gritito de sorpresa:

—¡Por Dios!

Leo se echó a reír a carcajada abierta, y echándose a andar como un toro que busca cornear al torero, se plantó frente a mí, desenrolló la prenda íntima de mi mujer con suma delicadeza, y luego, no sin dedicarme la mirada más cáustica y burlona que le vi en toda mi vida, me la guardó, haciéndola bolita, en la bolsita superior de mi saco, como diciéndome «aquí tienes las calentonas braguitas de tu esposita.»

Su bufido de toro chocó contra mi rostro. Y volvió a sonreírme, con un gesto que se me antojó provocador y un tanto altanero. Le vi gritarme algo sin abrir la boca, a través de sus dientes blancos y rectos. Algo que me golpeó la frente como si fuese una ventolina.

En otras circunstancias le habría soltado un puñetazo en la cara, pero, después de todo, según como se habían desarrollado los sucesos, no había motivo alguno.

—¡Tranquilos, parejita! —exclamó mi amigo desviando sus férreos ojos hasta Lorna, que seguía pálida con indicios de que azotaría en el suelo en cualquier momento. Leo se sentó en el mismo sitio donde había estado antes de ir al baño, y lo hizo con la libertad y despreocupación de cuando estás en tu propia casa. Se sirvió una nueva copa con ginebra y nos dijo—: ¿Por qué ponen esa cara de pared grafiteada, parejita? Si no es para tanto. No me creerían si les digo que no es la primera vez que veo unas bragas en el baño —ironizó—. Aunque he de confesar que yo siempre he preferido verlas puestas en la hembra, y luego, no sé, tal vez admirarlas colgando en uno de sus tacones mientras apuntan al cielo.

Tales palabras hicieron volverme a Lorna, preocupado, quien con mucha facilidad solía ofenderse por las guarradas de los hombres cuando hacían comentarios de este tipo.

Para mi sorpresa, ella se estaba carcajeando. Supongo que tal risa tuvo que ver más con la pena que le seguía dando recordar que Leo había encontrado sus bragas en el baño, que a su vulgar chistecito.

—Lo siento, amigos —continuó el musculitos invitándonos a sentar ¡en nuestra propia casa!—, pero ahora sí que me agarraron con las bragas en las manos.

Tuve que ensayar una falsa carcajada para no desentonar con las burradas que estaban sucediendo en el apartamento.

Como tenía que haber sido desde el principio, mi muñequita de plata abandonó a Leo y se sentó en mi costado, no sin antes recoger su copa.

No es que me intimidara la presencia de Leo en mi casa, pero su cercanía con mi mujer no me gustaba en absoluto.

En ese momento escuchamos el timbre. Con un gesto de sorpresa miré a mi mujer, preguntándole:

—¿Esperamos a alguien?

—Ah, sí —dijo Lorna levantándose para abrir—, Leo y yo teníamos hambre, y puesto que hoy no tuve tiempo para hacer la cena, pues pedimos hamburguesas. También encargamos para ti, bichi.

¿Fue mi impresión, o el descarado de Leo se había relamido los labios mientras veía el culo de mi «diosa rubia» sacudirse al dirigirse hasta la puerta?

—¿Hamburguesas, Lorna? —Hice cara de asco cuando me volví hasta el umbral—. ¿Vamos a cenar hamburguesas, con que las náuseas que me provocan?

Lorna abrió la puerta y esperó a que el ascensor se abriera para que entrara el repartidor.

—Lo siento, bichi, pero era pizza o hamburguesas, y Leo prefirió hamburguesas.

—«¿Leo prefirió hamburguesas?» —le pregunté intentando ser lo más afable que podía, haciendo un tono que pareciera que estaba bromeando. Lo cierto es que sí que estaba bastante encabritado—. Por favor, Lorna, si con el que tienes que quedar bien es con tu marido, no con el «amigo» de tu marido.

Miré a Leo con mis ojos de pistola y él me devolvió la mirada con una sonrisita socarrona.

—¿Es en serio, bichi? —me recriminó ella desde la entrada—. Tienes que ser complaciente con tus invitados.

—Y vaya si Lorny ha sido esta tarde muy complaciente conmigo —atacó Leo echando sal a la herida.

Lorna no lo escuchó, pues su atención se había impuesto en el sonido del ascensor. Por mi parte, tragué saliva e intenté pasar de largo aquél estúpido e hiriente comentario que exudaba un doble sentido.

—Pues vaya dúo de seres queridos tengo —me quejé, indignado—, a estas alturas de mi vida, ambos tendrían que saber que las hamburguesas me repugnan.

—A mí me gustan —rebatió Leo de nuevo, con seguridad—. Y, por lo que supe, a Lorny también, así que pienso que no deberías de ser tan egoísta con ella, privándola de ciertos placeres culinarios sólo porque a ti no te apetecen, «bicho»; además, me temo que el tema de la elección de hamburguesas fue un ejercicio bastante democrático.

—¡En primer lugar, —contesté un poco exaltado—, es «bichi», no «bicho»! Y en segundo lugar…

—Y en segundo lugar nada, bichi —replicó Lorna, que seguía esperando con impaciencia a que llegara el repartidor—, ya sé que tus gustos son bastante exóticos, y que habrías preferido que hubiéramos encargado algo más «sofisticado», en uno de esos restaurantes caros que tanto te gustan, sin embargo, como ha dicho el Leoncito, esta noche no me apetecía. Además, otra de las razones por la que encargamos hamburguesas es por una cuestión humanitaria.

—¿Cuestión humanitaria? ¿Ahora eres la reencarnación de santa Teresa de Calcuta?

Lorna puso los ojos en blanco y me torció un gesto.

—Benja perdió el trabajo —explicó de mala gana—, y ahora se ha puesto a vender hamburguesas por pedido.

—¿Benja? —pregunté intentando reconocer ese nombre en alguna parte de mi cabeza paranoica—, ¿quién diablos es «Benja»?

—¿Cómo que quién? —respondió Leo, haciéndome quedar como un imbécil—; el novio de Miranda, la amiga de Lorny.

«¿Benja?», «¿novio de Miranda?», «¿amiga de Lorny?»

—¿Y tú «Leoncito» —le solté a Leo con cara de pocos amigos—, desde cuándo conoces a Benja y a Miranda que, en efecto, es amiga de Lorna?

—Pues desde la fiesta de tu amigo Gustavo, «bicho» —se sonrió, mirando de reojo el perfil perfecto de mi sexy diosa, que seguía esperando que se abriera el elevador—. La chica estaba muy mareada y casi se desvaneció en la silla. Yo me acerqué para brindarle primeros auxilios, ¿te acuerdas el curso que tomamos en la preparatorio?, pues eso.

—¿Por qué yo no me acuerdo de ese suceso?

—Pues porque eso sucedió cuando ustedes se marcharon de la fiesta.

—¿Y dicen que su novio Benja vende hamburguesas?

—Sip —contestó mi mujer, inclinándose hacia afuera del marco, lo que produjo que sus redondas nalgas se irguieran y quedaran en primer plano a la vista de nuestro invitado.

Evité captar cualquier clase de deseo vulgar en su estúpida cara.

—¿Y qué no estaban peleados esos dos? O al menos eso me dijiste, cariño —me dirigí a Lorna—, la pobre de Miranda no dejó de llorar en toda noche, y por eso se descompensó.

Recordé el episodio de ir por las pastillas al aparcadero donde había dejado mi auto, y cómo éste hecho había desencadenado todo el asunto de Paula, Jessica y Leo en la segunda planta de la casa de Gustavo.

—Pues ya se contentaron —afirmó Leo, que tragaba cacahuates como descosido—. Y la verdad es que su noviecito es un perfecto idiota. Se enojó con Miranda porque ella ya no quiere vivir en casa de los padres de Benja. Porque sí, eso de ser novios, vivir juntos, pero en la casa del novio, con unos padres rancios de mierda, pues como que mucha vida no es. Miranda le pidió al tal Benja que se fueran a vivir a otro lado, pero este hizo un numerito y lo demás ya lo sabes: Miranda le lloró toda la noche en la fiestecita esa.

Me quedé de cuadro.

—A ver si comienzas a guardar los secretos de tus amigas, cielo —le reclamé a Lorna—, que si te cuentan sus cosas no es para que tú se las trasmitas al primer patán que aparece en tu camino.

Leo no pudo evitar sonreír.

—De hecho Lorny no me contó nada. Miranda lo hizo por su propia boquita tan linda que tiene.

—¿Qué? ¿Ahora ya son amigos?

—¿Quién crees que la llevó a casa de sus padres esa noche de la fiesta? —me preguntó el musculitos con un tono que parecía sentirse orgulloso—. Obviamente yo. Pero tú ya ves como son las mujeres. Ni quien las entienda. Al día siguiente, Mirandita me contó por mensaje que había vuelto a casa del tal Benja.

Y justo en ese momento el tal Benja y Miranda aparecieron con un par de bolsas blancas en nuestro apartamento.

Por la facha del novio, (y sin pretender sonar algo clasista) me di cuenta que el muchacho no era  de nuestra misma clase social. Con razón los padres de Miranda estaban tan enfadados con ella. De ser hija de uno de los mejores médicos de Linares, ahora era novia de un pobre vendedor de hamburguesas.

—Lo que hace el amor o la calentura —me dijo Leo en voz baja y en tono burlón mientras Lorna conversaba con los recién llegados—, para que una hembra como Miranda (que tampoco es que esté tan buena, pero se defiende), se haya metido con un tipo tan feo, cara de culo, como ese, o es porque el cabrón es millonario, o tiene la verga más grande  que tu cabeza, Noecito. Sin embargo, este caso es la excepción a la regla, pues este cara de pecado capital, llamado Benja, al parecer no tiene ni una cosa ni la otra.

—¿Y tú cómo sabes? —me interesé en saber, alargando mi cuello hasta Leo.

Tragó otro montón de cacahuates, miró hacia la nueva parejita con suficiencia, y luego me respondió:

—A ver, «bicho», ¿tú por qué crees que conozco hasta el color de la raja de esta guarrita, que parece tener cara de no romper un plato, pero que bien me supo romper las bolas a culeadas?

Los ojos casi se me salieron de los cuencos.

—¿No me estarás diciendo que te la tiraste?

Su respuesta fue sobarse el paquete por arriba de su pantalón, besar la mano que se la había marreado y lanzar un besito hasta la puerta.

—¡Si serás cerdo! —contesté.

—Cerda ella —atinó a responder el canalla—. Me la tiré esa misma noche de la fiesta, en mi silverado. Es que estaba tan desconsolada, la pobre, que necesitaba un poco de atención.

—¿Qué te la tiraste en tu camioneta? —quise saber con un tono escéptico—. ¿Así como a Paula, en el aparcadero de mi despacho? Ja  Ja  Ja. Ya te lo creí.

Leo se carcajeó.

—Te juro que lo que te digo es cierto.

—Ya no te creo nada.

—Hombre, que sí.

—Mira, Leo, de resultar cierto, tu reputación de «tronador de coños» estará por los suelos, ya que pensaré que eres un cabrón aprovechado. Mira que tirártela justo cuando estaba borracha. La niña deberá de tener unos veinte años, ¡le ganas por catorce!

—Pues mírala, para tener esa edad está muy crecidita. Y apuesto que tiene más experiencia que cualquier otra puta que conozcas, excepto Jessica. Y no, Noecito —se burló el muy cretino—, sabes bien que la niña no bebió, ni siquiera se tomó la pastilla que le trajiste. Ella solita pidió guerra y yo, que soy un tipo caritativo, le di batalla. Las depresiones provocadas por rupturas amorosas no se curan con lágrimas. Estas se curan a culeadas, desde luego, con un tercero. Y que conste, Noecito, que ella solita comenzó a amasarme la verga cuando le di su besito de buenas noches. ¿Y qué iba a hacer yo? Con las ganas que tenía de follarme a Paula, cuyo plan se frustró por tu culpa, pues ésta pequeña guarrita pagó los platos rotos. Debiste de ver su cara cuando me vio el trozo —comenzó a reír—, es obvio que no había visto nada igual en su vida. Lo mejor fueron las caras raras que hizo cuando se la retaqué en la boca, sus gestos fueron para imprimirlas en fotos y pegarlas en la sala de su casa.

—Pues no, que no te creo ni puta madre.

—¿Quién crees que le sugirió a la guarrita que trajera a su cornudo esta noche?

—¿Cómo?, ¿la seguiste frecuentando?

—Ya sabes que yo sólo repito con una hembra porque me gusta mucho, o por morbo. Y la verdad que me da morbo follarme a esta nena por su carita de niña, y porque yo me he follado a hijas de doctores, pero nunca me follé a la novia de un hamburguesero.

No sabía si admirar su cinismo y hombría u odiarlo por la misma razón. Cuando el cornudo no eres tú, te puede dar morbo saber, por boca del propio corneador, sus desvergonzadas experiencias y hazañas sus hembras adúlteras en turno. Pero, en vista de que yo era un prospecto de a portar los mayores cuernos de Linares, según los propios vaticinios de Jessica, la confesión de Leo me dejó un tanto perturbado.

¿Qué clase de zorra era Miranda si en una noche se dejaba follar por un semental como Leo solo porque Benja no quería irse a vivir a otra casa con ella? Vaya fichita de niña. Ver allí en la puerta al pobre de Benja, excluido de la conversación que tenía mi mujer con su novia, ignorando que muy cerca de él estaba el hijo de puta que había profanado el coño de su chica, me hizo empatizar con él y compadecerlo de inmediato.

Al parecer Lorna los estaba persuadiendo para que se quedaran a cenar, pues había hamburguesas suficientes.

Ay, mi bella mujer, siempre tan caritativa.

—Pues insisto en que no te creo, Leo. Desde ahora yo como santo Tomás, hasta no ver, no creer. Ya por tu puta culpa tuve muchos problemas por andar cuidando a Paula de ti.

Su estridente carcajada llamó la atención de los que estaban en la puerta, pero pronto volvieron a lo suyo.

—Eso te pasa por andar con mariconadas de niña chismosa. Te dije que te quedaras quieto, Noecito, y ve lo que tú mismo provocas. Mejor di la verdad, que Paula te la pone dura y que te da envidia que yo me la quiera tirar.

—Shhh, baja la voz, animal.

—Lo que le bajé ayer a Mirandita fue la tanga negra, cuya foto colgué en el grupo.

De nuevo mis ojos se crisparon.

—¿Era de ella?

Leo me contestó con un guiño.

Hijo de puta.

Finalmente Benja y Miranda, (una linda veinteañera de pelo hasta el hombro, café, igual que sus ojos, cuerpo delgado pero coqueto, y que era amiga de Lorna porque se conocieron en un taller de figuras de resina que mi chica impartió), entraron hasta la sala de estar y se sentaron.

Casi di por cierta la versión de mi amigo el mastodonte de que se había tirado a Miranda, cuando esta palideció al verlo sentado con tal desparpajo sobre el sofá más largo de la sala.

Benja era un tipo que debía tener algunos 28 años, más alto que yo, moreno, y muy flacucho, casi encorvado. Tenía cara de que estaba oliendo mierda permanentemente y unos ojos alargados estilo oriental. El tipo vestía de una forma muy simple y tenía una gorra en la cabeza de un partido político progresista que no iba mucho con mi filosofía.

—Woow —me susurró Leo con fingida sorpresa, al ponernos de pie para recibir a la parejita—, ¿viste eso, Noé?

—¿Qué?

—Los cuernos del flajito no le estorbaron con el marco.

Y se volvió a carcajear. Evité mirar a Leo con desprecio. Tan poco quería que sospechara sobre el repentino desdén que sentía hacia él.

Lorna hizo las presentaciones correspondientes (se enfocó más en presentar a Benja conmigo y con Leo, que éramos los que no lo conocíamos de nada), y luego los invitó a sentarse en el sofá mediano que estaba de costado a donde permanecía el musculitos.

Como la conversación de los recién llegados no era cautivadora, Lorna puso música de rock de los ochentas y nos pusimos a comer. Yo me comí la carne de res pura,

¿Será cierto que un macho siempre logra percibir a otro macho que considera peligroso para su manada, en este caso, para su hembra? De otra forma no entendí por qué Benja miraba de reojo con tanto desprecio al tipo que había perforando a su novia si se supone que él ignoraba el suceso.

A no ser que las miraditas descaradas de «Leoncito» hacia Miranda fueran motivo de su odio.

Por desgracia hicieron falta más bebidas. Y eso fue un pretexto afortunado que tuvo Benja para llevarse a su novia a la cocina, que estaba a cinco metros de distancia, y preparar unas cuantas bebidas preparadas.

—Lorna —le habló Miranda, cuya figura parecía no encontrar algo en la cocina—. ¿Dónde están la sal y los limones?

Mi mujer me acarició la pierna y me pidió que se los alcanzara. Tampoco es como si alejarme cinco metros de mi mujer fuera suficiente para Leo se pudiera sobrepasar con ella. Si no lo había hecho antes, obviamente no lo haría ahora que la cocina estaba de frente a ellos. Sin embargo, des donde estaban Benja y Miranda se podía escuchar algo de su conversación, y eso que el muy cabrón de mi amigo subió el volumen a ¿a propósito?

—Por cierto, Lorny —oí que le decía Leo a mi mujer mientras reunía en un solo plato los restos de comida. La joven parejita continuaba en lo suyo—. ¿Te han dicho que te pareces a Scarlett Johansson, en la película de «Point Matcha»? Pero tú más guapa, con ojos azules y el cabello más largo, claro.

No escuché si Lorna sonrió o se puso roja. Desde donde estaba sólo se le veía su espalda y su rubia cabellera. El que sí quedaba frente a mí era el cretino de Leo.

—¿Te estás burlando de mí o me estás halagando? —contestó por fin el amor de mi vida.

—Lorny, por Dios, que yo sería incapaz de burlarme de ti —le respondió Leo dedicándole una de esas miradas «moja putas», como solía llamarlas Leonardo Carvajal.

—Claro, así como fuiste incapaz de burlarte de mis bragas.

Ambos se echaron a reír y Lorna echó su vista hacia donde estábamos Benja, Miranda y yo. Hice como estaba partiendo limones por mitad y no la miré.

—Muy sexys, por cierto —escuché que le decía el muy cabrón.

De nuevo advertí risitas.

—Pues ya que estamos comparándonos con actores famosos de cine, Leo, ¿te han dicho a ti que te pareces a Henry Cavill? Aunque claro, tú en más moreno, con ojos verdes y con barba cerrada. Hasta podría decir que tú en más alto.

Leo vaciló, con las cejas levantadas.

—¿Y quién es ese? —preguntó el macho con curiosidad. De vez en cuando lo descubrí intentando verificar si yo estaba atento a su conversación o los estaba ignorando. Me pregunté qué era lo que prefería, lo primero o lo segundo. Me decanté con que era por lo segundo—. ¿Al menos el tipo es sexy, cachondo y está igual de buenorro que yo?

Como no iba a tolerar que mi mujer le dijera que «sí», inflando aún más el ego de aquél impresentable, decidí interrumpir su estúpida conversación.

—Llegaron las primeras bebidas —exclamé, poniendo una copa para Leo, otra para Lorna y una más para mí.

Leo me observó con un extraño gesto de desdén, luego añadió:

—No sabía que además de contador también ejercías de camarero.

—Pues ya ves. Hay quienes tenemos talentos escondidos, diferente a otros cuyo único talento es el de no servir para nada.

—Ya, ya, campeón —interpeló el aludido—, que apelando a tu buena voluntad, te pido de favor que me traigas un poco de sal.

Estaba a punto de poner el culo en el sofá cuando el cabrón de Leo me mandó, literalmente, por un poco de sal a la cocina. De mala gana me volví a reencontrar con Benja y Miranda, y por simple intuición, sospeché que estaban descuento por algo en voz baja. Benja tomó tequila puro desde la botella, y continuó preparando más bebidas. ¿Dónde estaba la puta sal?

—Vaya que me sorprendes, Leo —escuché que le decía mi diosa de plata al mastodonte.

—Es natural —contestó él con arrogancia—, suelo sorprender siempre.

—Yo lo digo porque has comido como descosido. No sé, con ese cuerp… Es decir, con esa facha fítness que tienes, supuse que tu dieta era más balanceada. Te comiste dos hamburguesas, la porción que dejé porque me había llenado, y aún te noto con hambre.

—Yo siempre tengo hambre, lindura, y, a decir verdad, me cuesta trabajo saciarme con poco.

—Supongo, supongo, pero en serio pensé que te cuidabas más.

—Pues ya ves que no, Lorny. Yo no soy de los que se obsesionan con lo que se comen, no si después te puedes desquitar en el gimnasio.

—¿Entonces es válido pecar de vez en cuando?

—El pecado es un concepto fuera de mi lógica, querida. Pero ya que tú crees en ese concepto, pues puedo decirte que sí, es válido pecar de vez en cuando.

Still loving you , de Scorpions, sonaba de fondo.

—¿Y no te lo reprochan tus pupilos cuando descubren tus pecados culposos, comiendo cosas que no deberías?

—Nada de eso, Lorny. Suelo ser muy discreto con mis «pecados culposos.»

—¿En serio? —se sorprendió mi rubia.

—Claro —contestó Leo distendiendo sus gruesos labios—. De hecho, si quieres, Lorny, yo te puedo enseñar algunos trucos para cometer algunos «pecados culposos» sin que seas descubierta. Ya sabes, lo «prohibido» sabe mejor.

Por poco se me caen los huevos al suelo ante tal desvergüenza. Encontré la sal y salí disparado hasta la sala, como si intentara librar a Lorna de un sicario que la quería tronar a balazos.

—Estamos hablando de «comida», ¿cierto? —vaciló ella.

—Cierto —contestó Leo reteniendo una risotada—, ¿por qué te has puesto roja?, ¿tú te referías a otra cosa?

—No, no —se apresuró Lorna a contestar—, yo, me refería a eso, a comida, por supuesto.

Al fin me estacioné junto a mi esposa y sonreí como si fuera ajeno a su charla. No pude evitar echarle a Leo una mirada asesina disfrazada de complicidad:

«Pobre de ti, Leoncito pito de burro, si le tocas si quiera un pelo a mi mujer con intensiones de follártela, porque te juro que será lo último que le toques a una mujer en toda tu vida.»

No sé cómo era mi expresión, que Leo, enarcando una de sus espesas cejas, atajó:

—¿Es mi impresión, Noecito, o me estás insultando con el pensamiento?

Lorna se echó a reír, y no hubo tiempo de responderle porque Benja, con un ánimo cada vez más cansina, y Miranda, que ya estaba harta de fingir que estaba contenta en la reunión, volvieron a ocupar sus lugares.

Benja depositó en la mesa de centro una bandeja con copas de diversos tamaños. Leo cogió el más grande.

—Mira que eres abusón —le dijo Miranda, que repentinamente le habían dado de dirigirle la palabra por primera vez en la noche—. Agarraste la copa más grande en lugar de la más pequeña.

—Bueno, cariño, tampoco te pongas así —repuso él probando a la bebida—. Los ecosistemas fueron hechos para que la naturaleza siempre obsequie a los humanos su sustento según la virilidad. Es obvio que yo, que soy el tipo que más testosterona emana en esta casa, me haya decantado por la copa más grande.

Lorna se apresuró a elegir la copa que le seguía en tamaño, en seguida fui yo, y después Miranda. La copa más pequeña quedó en la mesa, ante la insólita mirada de Benja y una risita burlona de Leo.

—No es por nada, colega —le dijo al novio de su nueva hembra—, pero por algo te habrá tocado la más pequeña, ¿tú qué opinas, Mirandita?

Las mujeres evitaron echarse a reír. Yo le eché una hojeada al gesto de Benja, que parecía más entretenido picándole al móvil que a las palabras de Leo.

—El que calla otorga —se burló Leo—. ¡Salud por la virilidad!

—¡Salud! —dijimos todos, excepto el ya antes mencionado.

La verdad es que el sabor de las bebidas era exquisito.

Entonces, Miranda intervino muy animada en la conversación:

—Francamente nunca entenderé por qué siempre los hombres relacionan cualquier cosa con el sexo. Es como si en lugar de neuronas tuvieran espermatozoides en el cerebro.

—¿Y lo dices tú, cariño? —murmuró un Leo cada vez menos cortado.

—Pues claro, ¿o qué me ves cara de que todo el día piense en pollas y vaginas? —respondió Miranda ante las risitas nerviosas de mi mujer.

—Digamos que puedo identificar cuando una mujer está ganosa.

—¿A sí? ¿Y cómo?

—Porque no paran de mirar mi entrepierna.

Las risas de Lorna y Miranda fueron menos estridentes. A caso se habían incomodado. Tragué saliva, más nervioso por el novio de Miranda de lo que parecía estarlo él mismo, y volví a echarle una discreta hojeada, pero él permanecía inmune a las indirectas que le lanzaba el mastodonte. Quise conectar una mirada con Leo, para decirle que parara su show de «machito agrandado humillador», pues se estaba pasando, pero ni siquiera me registró. Por el contrario, continuó con su ponencia:

—La sexualidad es un conjunto de placeres carnales que sólo está reservado para aquellos que consiguen arrancarse de su pensamiento todas sus restricciones morales. Tener sexo y refregar cuerpos desnudos no es lo mismo. El primero provoca la exquisita satisfacción plenaria de lo que es llegar al límite de la condición humana; el segundo únicamente consigue cumplir un propósito meramente protocolario.

Noté que Benja se bebía el contenido de la copa más pequeña de un solo tirón. Luego acercó la botella y se echó otro trago. Miranda lo miró como con repugnancia, y luego se desvivió por observar al macho semental que, al parecer, se la había follado la noche anterior, (y quién sabe cuántas veces más en esos días?, mientras Benja ¿hacía pedidos de hamburguesas?, ¡qué crueldad!

—¿Estás diciendo que —intervino Lorna, para mi sorpresa—, aunque todas las parejas practiquen sus actos maritales, no todos consiguen esa satisfacción plenaria de lo que es la sexualidad verdadera?

Leo quedó complacido de que fuera mi esposa quien diera su opinión.

—Has entendido bien, belleza —comentó él con una mirada protervia—. El verdadero cénit sexual es un deleite que muy pocos consiguen.

—¿Y nos estás sugiriendo que tú ya lo has conseguido? —volvió a preguntar mi rubita.

—Ventajas de ser hedonista, dulzura —respondió Leo, observando de reojo, cómo Benja seguía entretenido en su teléfono en tanto su novia no lo dejaba de mirar—. Siempre que practico sexo, consigo ese cénit tanto yo como mis parejas sexuales en turno.

Y esta vez su mirada sí que fue directa a Miranda; más descarada, incluso con una sonrisa que fue adornada con una relamida en sus propios labios. Me pregunté si Lorna estaba mirando lo mismo que yo. Lo cierto que es la sentí muy tensa a mi lado, y sus piernas estaban demasiado apretadas.

¿Así que esa era la estrategia de Leo?, ¿estimular los deseos eróticos de mi mujer hasta conseguir tenerla a sus pies?, ¿Leo estaba intentando redescubrir esa faceta perversa y hedonista de mi muñequita de plata a fin de hacerla replantearse si de veras alguna vez había conseguido conmigo ese «cénit sexual» que sólo lo consiguen quienes «se arrancan sus restricciones morales»?

Encima no me gustaban para nada los estúpidos adjetivos que Leo empleaba para con mi esposa. Cada halago que le decía me parecía tan estereotipado, que me sorprendía que Lorna ni siquiera se hubiera inmutado por lo que, en otro momento, habría definido como «estúpidas lisonjas vulgares, a las que los hombres ordinarios tienen que recurrir para conseguir ligarse a una estupidita.»

—¿Y qué hay de las mujeres que no están satisfechas con la vida sexual que les proveen sus parejas? —se atrevió a preguntar la lerda de Miranda.

Leo entendió el punto y volvió a mirar con ojos de burla al pobre de Benja.

—A ver, querida, cuando se tiene voluntad para experimentar la sexualidad, uno se debe de valer de los recursos que tiene a su alcance. Por ejemplo, una mujer insatisfecha, ya sea porque su novio o marido es malo para follar (o tiene una pichacorta) —Su último comentario golpeó me orgullo con frialda—, antes de buscarse un semental de verdad que las satisfaga, podría encontrar cualquier cosa u objeto con qué suplir a su pareja, estando en su propia casa. Por ejemplo con las frutas. ¿Alguna vez han visto la forma que tienen las zanahorias y las bananas? —preguntó a las dos chicas del habitáculo. Cuando Leo hizo mención de la última fruta, me echó una sonrisa de complicidad. Por supuesto que recordé a Jessica metiéndose un plátano en la vagina como si el mundo se le fuera en ello—. Pues ya lo tienen, preciosidades. Se les pone un condón y pfff, van pa´dentro de la raja.

Pero este imbécil, ¿quién se creía que era hablando así delante de una mujer decente? Me refería a Lorna, obvio, porque me quedaba claro que Miranda lo único que tenía decente era su carita de mosca muerta ante la sociedad. Benja sólo bufó.

Lorna se puso colorada ante la última afirmación de nuestro amigo, mientras yo me preguntaba ¿quién le había autorizado a este idiota hacer de sexólogo en una noche que se tenía pensada para hablar sobre cualquier otra cosa?

—También podrían usar sus collares de perlas para estimular ciertas partes de tu cuerpo, Lorny, Miranda, lo mismo con una cuchara después de sacarla de la heladera. ¿No han probado nunca con un cepillo de dientes eléctrico (previamente desinfectado)?, pues bien podría hacer las veces de vibrador. ¿O qué tal unos guantes de látex llenos de agua caliente?, a fin de que los dedos se empleen para frotar el clítoris.

Suficiente. Si el estúpido de Benja no pensaba decir nada, yo sí que tenía que poner un alto ya.

—Bueno, bueno. Ya mejor calla, mi estimado Leo, que si sigues con tus «consejitos» probablemente mi muñequita me terminará pidiendo guerra toda la noche, y mañana hay que madrugar para trabajar.

—Siempre estaré dispuesto aquí para ayudarte, Noecito —me soltó.

—¿Cómo? —me hice el desentendido.

—Para darte más consejos, pues.

—Ah.

Quise desviar lo de «su ayuda» yéndome por la tangente.

—Supongo que ese «cénit» que tanto presumes, Leo, no está hecho para todos.

—Como ya dije antes —siguió—, el «cénit sexual “que tanto presumo”» está al alcance de todos los humanos, siempre que esos humanos quieran alcanzarlo. Y cuando digo todos, es todos. Buenos, malos, altos, bajos, feos y guapos. Incluso alcanza para los más desfavorecidos. Aquí la riqueza y la falta de recursos no tienen nada que ver con llegar o no al límite de la sexualidad. Por ejemplo, durante mis prácticas profesionales como gestor de empresas, fui enviado a una comunidad rural de Oaxaca, donde hice que la sexualidad de las mujeres indígenas despertara, tuvieran marido o no, y que al mismo tiempo, a través de su satisfacción, pudieran obtener recursos.

No me quedó muy claro por qué Lorna estaba tan atenta a las bienaventuranzas que decía Leonardo.

—¿Te refieres a que hiciste de proxeneta y las prostituiste? —preguntó Miranda, que se había desabotonado un botón superior de su blusita negra quién sabe en qué momento—. Es que no veo cómo, en una comunidad indígena, una mujer puede obtener recursos y al mismo tiempo sentirse satisfecha sexualmente.

—Ternurita —se burló Leo como tildándola de estúpida—, con lo que te conozco, te tenía por más espabilada, Mirandita. Pero verás. Cerca de esa comunidad hay una fábrica de cera, donde explotan a hombres y mujeres indígenas para la prelación de los burgueses. En la casa donde fui hospedado vivía un hombre paralítico y una mujer cuarentona con siete hijos de diversas edades que debía mantener económicamente. Como podrás intuir, era imposible que con un marido lisiado, la pobre fémina estuviera satisfecha y mucho menos tuviera dinero.

—¿No me digas que hiciste de consolador supremo de la mujer indígena? —le pregunté en tono de burla, sabiendo que Leo sería incapaz de follarse a una mujer con tales características.

—Algo parecido —se defendió dedicándome una sonrisa—. Yo le enseñé a fabricar, usar y vender sus propios consoladores a base de cera, la materia prima de la región.

—¡Madre del quinto mandamiento! —exclamó Miranda a modo de burla, en tanto Lorna tenía una cara que parecía estar más asombrada por el emprendimiento de Leo que por la incomodidad de estar hablando de «consoladores de cera.»

Leo sonrió, y le dijo a Miranda:

—Pero no te asustes, querida, que con el novio que tienes, a estas alturas no me extrañaría que ya te hubieras comprado  un consolador

Todo lo demás sucedió tan rápido que ninguno de nosotros tuvo tiempo de reaccionar. Benja se levantó de ipso facto y le lanzó a Leo, sobre la cabeza, mi copa a medio llenar. La copa de cristal terminó estrellada en el suelo, tras haber golpeado la frente de mi amigo (misma que acabó con rastros de haber sufrido una pequeña cortada), al cabo que Lorna y Miranda reaccionaban con un grito de horror.

—¡Levántate y pegate un tiro conmigo, cabrón guaperitas! —le gritó el flaco de Benja al mastodonte de Leo, que apenas estaba reaccionando al ataque recibido.

Cuando Leo se puso de pie, con ese rostro de demonio enjaulado, supe que si alguien no podía remedio al asunto, con su enorme tamaño y su fuerza bruta mataría de un solo puñetazo al escueto novio de Miranda.

—Por favor, Miranda, llévate a Benja de aquí —le ordené más que como una invitación.

Lorna se acercó a Leo y lo cogió del brazo, como si con ello lo fuera a detener.

—¡Ándale, cabrón! —siguió Benja retando a su oponente—. ¡Déjate venir, musculitos de mierda!

—¡No le escuches, Leo, por favor no le escuches! —le suplicaba Lorna, ahora poniéndose como barrera delante del agredido—. Por Dios, estás sangrando —se sorprendió ella—. Noé, no lo dejes que se acerque a Benja, ponte delante de él, que yo iré por el botiquín.

Y así la vi desaparecer rumbo al baño que daba hacia su taller. Yo rodee la mesita que se interponía entre nosotros y me planté delante de Leo. Claro que yo era una barrera de carne que, si él se lo proponía, podía apartar de su camino con un solo soplido. Y Benja siguió retándolo.

—¡Basta, Benjamín! —exclamó Miranda intentando arrastrar a su novio a la puerta—. ¡Mira lo que has hecho! ¡Vámonos ya! ¡No quiero problemas!

Benja continuó, rojo de la furia. Era evidente que luego de tanta humillación por parte de Leo iba llegar un punto en que iba a explotar.

—¿Tú te piensas que yo soy tu burla, cabrón? ¡Arreglemos las cosas como los hombres! —volvió a gritar el novio de Miranda.

—¿Como los hombres? —contestó Leo por primera vez a la provocación de Benja—. A ti te hacen faltan al menos 24 centímetros de verga para que puedas llamarte hombre y, por ende, comparate conmigo, miserable maricón de porquería.

—¡Cabrón, eres un cabrón! —le gritó Benja cuando ya lo había arrastrado su novia hasta la entrada de mi apartamento.

—¿Cabrón yo? —preguntó Leo sonriendo con cinismo desde su lugar. Al parecer sus tácticas para herir a Benja no iban a ser con golpes—. No soy yo el que lleva astas en la frente, ¡HAMBURGUESERO CORNUDO!

—¡Nooo! —vociferó una Miranda horrorizada cuando Benja se soltó de sus brazos y se lanzó en dirección de donde estaba Leo.

El golpe por poco me lo llevo yo por interponerme entre los dos. Por fortuna el alcohol ya le estaba haciendo efecto al muchacho y cayó tendido en el suelo cuando se enredó con sus propios pies. Leo lo observó con desprecio, allí en el suelo, en tanto Miranda lo volvía a sujetar para llevárselo consigo.

—No, no, no, Leo, míralo como está, no lo vayas a golpear —le pedí a mi amigo.

Carvajal meneó la cabeza, como diciendo que golpear a un tipo como Benja estaba en la lista de vulgaridades que jamás se le ocurriría hacer.

—Yo soy un pan de Dios con los que quiero, Leo, pero cuando alguien me traiciona o me hace lo que este inmundo hamburguesero, puedo llegar a ser el más hijo de puta que te puedas imaginar con mis venganzas, y entre más perversa mejor. Pero no, no será pegándole como me desquite.»

Lágrimas de humillación, odio y venganza escapaban de los ojos del pobre tipo, que ya estaba en la puerta del apartamento.

—¡Suficiente! ¡Ya! ¡Basta! —le recriminó una llorosa Miranda al tiempo que el muchacho se resistía.

Abrí la puerta y ayudé a Miranda a meter a su novio al ascensor, y justo cuando la puerta se cerraba, Leo y yo vimos cómo Benja abofeteaba a su novia con brutal saña.

—¡Cabrón hijo de puta! —estalló Leo saliendo disparado hacia el ascensor.

Pero este ya se había cerrado.

—¡Leo, vuelve aquí! —le ordené.

Pero él ya había cogido las escaleras.

Cuando Lorna se encontró conmigo en la sala le conté lo que había sucedido.

—Yo solo espero que no ocurra una tragedia —musitó Lorna, asustada.

A los 20 minutos recibí una llamada de Leo.

—¡Noé, por favor, necesito que vengas, rápido!

—¿Qué pasa, Leo? ¿En dónde estás?

—El cabrón del noviecito de Miranda, que iba hecho una furia en la moto cuando vio que iba detrás de él, tras arrancarle a Miranda de sus garras, se estrelló en el callejón de la Minerva.

—¡Mierda! ¿Ya llamaste a la ambulancia?

—Ya, ya, igual y no es de gravedad, solo está inconsciente. Ni siquiera tiene fractura, y respira bien —dijo él apelando a sus conocimientos como rescatista—, pero necesito que vengas por Miranda, para hacerme cargo de este cabrón.

—¿Dónde dices que están?

—En el callejón de La Minerva. Para colmo no hay gente ni para pedir ayuda. Te mando la ubicación.

—¿Qué pasa? —me preguntó Lorna cuando corté la llamada.

—Benja se accidentó en la moto. Leo lo acompañará al hospital. Por suerte solo está inconsciente. Iré por Miranda.

—Voy contigo.

—No, no, muñequita. Es demasiada impresión para ti.

—¡Pero!

—Mejor quédate y habla a los padres de la loca de tu amiga, para que vengan por ella en un rato.

—Está bien —contestó ella resignada—. Avísame en cuanto sepas algo.

Fui por mi auto a la cochera del edificio y me dejé ir al callejón de La Minerva, que apenas estaba a siete minutos de distancia.

Aparqué mi auto junto a la camioneta silverado negra que Leo había dejado en la entrada del callejón, y bajé con rapidez.

Vi que en el fondo se veía una luz escueta que me indicó que se trataba de la moto accidentada. Pensé en lo cabreado que habría de haber estado Benja por culpa de Leo para que se hubiera metido en un callejón tan angosto que, para colmo, no tenía salida.

Había al menos algunos 20 metros de distancia entre donde estaba yo y la moto, por lo que no tuve que caminar demasiado para encontrarme con aquél trío de locos que seguro estaría preocupado por allí.

Los gimoteos de angustia de Miranda los percibí cuando iba a la mitad de camino, pero no fue hasta que llegué a la escena del choque que mi corazón por poco revienta de horror ante lo que pude presenciar.

La lámpara que estaba justo arriba de ellos, me permitió ver una imagen como sacada de una película de terror:

Benja estaba tirado de bruces con el casco puesto; visiblemente parecía que sólo estaba dormido, pues su pecho subía y bajaba con un ritmo de respiración estable. A su lado estaba la moto destartalada, y a sólo medio metro de distancia de la moto y de Benja, apoyada sobre la pared, con el culo echado hacia afuera, con la falda reposando en sus tobillos, y con sus pequeñas tetas incrustadas en la barda, permanecía Miranda jadeando, moviendo el culo en círculos, mientras Leo, completamente desnudo (su pantalón, bóxer y camisa estaban arriba del cuerpo de Benja) bombeaba cual toro, y con inclemencia, el coño chorreante y acuoso de la novia del herido, haciéndola gritar como una perra en celo.

CONTINUARÁ