Por mis putas fantasías 2(REDENCIÓN):Cap.21,22 y23

Lorna narra a Noé los álgidos momentos que llevaron a destruir su relación. *Es un relato extenso, favor de tomar café*

21

L   O   R   N   A

Amar duele. Es como entregarse a ser desollado y saber que en cualquier momento la otra persona podría irse llevándose tu piel.

(Susan Sontag)

Ya que quieres saber toda la verdad, Noé, de forma fría y desgarbada, para que puedas odiarme sin culpa… pues te la digo; desde el primer día que vi a Leo en aquella fiesta de Gustavo me imaginé ensartada en su polla, subiendo y bajando las caderas sobre sus muslos; es que tú mejor que nadie lo sabes, Noé, que Leo era la clase de hombre con los que solía enrollarme antes de conocerte; varonil, alto, musculoso, de mirada profunda y misteriosa y, por si fuera poco, seductor.

Pero esas fantasías sólo ocurren en la mente, Noé, y la verdad es que casi nunca se cumplen. ¿Qué es una fantasía?, un deseo prohibido, ¿y qué es un deseo prohibido?, un capricho que ambicionas pero que, a su vez, no pretendes alcanzar.

Leo fue una fantasía, como Paula lo fue para ti.

Lo vi de lejos, cuando llegamos a la fiesta, y me pregunté quién podía ser, pues su presencia era importante aun si estaba en un rincón con Samír, Rolando y Sebastian. No obstante, cuando me acerqué a saludar a mis amigas, vi que ese hombre se había acercado a ti y se sonreían como si se conocieran de años. Por eso me acerqué, intrigada, pues quería saber de dónde conocías a ese tipo que parecía sacado de un ring de luchadores. Y allí nos miramos por primera vez.

No obstante, me bastaron un par de palabras suyas para descubrir que ese tipo lo que tenía de guapo y musculoso lo tenía de insufrible, presuntuoso, gamberro, insolente, petimetre, de modales toscos, animalados y completamente ignaro. Es que no se puede tener todo en la vida, y en una cazuela no puedes poner agua y aceite juntos, porque te lanzan chispazos.

Cuando me lo presentaste como Leonardo Carvajal te juro que hice un esfuerzo magnánimo para no desplomarme contra el suelo. ¿Era posible que aquél tipejo que había robado mi atención desde nuestro arribo al apartamento de Gustavo fuera el mismo Leo del que tantas veces me habías hablado?

Cuando (ahora lo sé) en complicidad de Jessica, Leo me propuso trabajar con él con unas esculturas que pretendía poner en su nuevo local, entendí que su cercanía, sino paraba en ese momento, me terminaría haciendo explotar en mil pedazos. Las mujeres somos perceptivas, sabemos cuando un hombre nos quiere seducir para fornicarnos o para una amistad. Su mirada era tan intensa mientras me hablaba, Noé, tan poderosamente penetrante y fuerte, que creí que desvelaría cada uno de mis secretos.

Sus intenciones me parecieron obvias, pero me dije que tenía que darle el beneficio de la duda: ese Leo no correspondía a tu Leo, Noé, ese hermano tuyo que tanto te quería y del que tantas referencias fabulosas me habías dado. Así que conversé con él mientras tú, misteriosamente, estabas desaparecido de escena…

Leo era la clase de hombre que se pensaba que por tener un cuerpo escultural y explayar testosterona a raudales era sinónimo de ser esencialmente interesante, y que podía llevarse a la cama a las mujeres que se le dieran la gana.

Y se lo hice saber a base de eufemismos que, como es lógico, apenas interpretó.

Siempre pensé que la ropa de etiqueta no refina a las personas vulgares, y esa referencia la comparé con Leo, de quien pensé que ni siquiera podría diferenciar un vino caro de uno barato. Y se lo comenté, avergonzándolo ante Miranda, Jessica y Rosalía, que estuvieron conversando con nosotros antes de que tú aparecieras. Ellas encantadas, por supuesto.

Y no te lo niego, durante nuestra charla puse a Leo en diversos aprietos. Las tres chicas (sí, también Rosalía) parecían muy entretenidas con lo que Leo decía. Les provocó sonrisas y a mí solamente pena. Qué desperdicio que un hombre como él fuera tan simple. A mí sí que me dio pesar.

Sus parrafadas eran tan insustanciales, que sólo me pude concentrar en el enorme paquete que se le marcaba en su entrepierna, cosa que me hizo mojar de inmediato al pensar que eso sí que era interesante. Y de nuevo me sentí decepcionada, diciéndome que los hombres como él sólo deberían de servir como desechables y, ¿por qué no?, nacer mudos.

Apenas entendí lo que Leo nos decía porque yo, con discreción, estaba mirando cada parte de su trabajado cuerpo (que, por el momento, era lo único atrayente para mí). Durante un buen rato mi actuación en esa charla sólo fue el de lanzarle miradas preconcebidas que lo hicieran sentir inferior a mí. Lo sé, Noé, sé que soy una presumida, pero es que siempre me han fastidiado los hombres presuntuosos que no pasan de caricatos y cuya única gracia es la de empotrar mujeres calentonas...

Mis queridas amigas estarían chorreando como yo, no lo dudo, pero es que las pobres se conformaban con tan poco (sólo un cuerpo bonito) que hasta me dieron lástima.

En un momento dado, Leo hizo mención a que la mayoría de las mujeres, por instinto natural, preferían a los hombres atléticos antes que a los que a los de complexión regular.

Mi intervención no fue desperdiciada, cuando le dije:

—Los hombres atléticos (que sólo son atléticos) sólo sirven como premio de consolación para una mujer con ganas de tirárselo —le respondí—, son guapos, sí, son musculosos, sí, son sexualmente incomparables; pero es que sólo basta que digan tres palabras incoherentes para que sus ínfulas de machito encantador se resumen a un simple orgasmo.

Mis amigas me observaron como si le hubiera dicho una barbaridad y Leo, en lugar de mirarme con odio, tragó saliva y lo vi agachar la cabeza, ¿avergonzado?

Luego, cuando pasó el trago amargo (porque tiene una habilidad tremenda para hacer como está bien, aunque por dentro se esté muriendo), continuó persuadiéndome para que le hiciera las esculturas. Entonces le dije:

—Yo te puedo hacer las que quieras, Leonardo: lo que digo es que se me hace difícil de creer que, sin demeritar tu trabajo, un vendedor de productos nutrimentales y dueño de locales de ocio como tú pueda notar la diferencia entre una escultura de resina a una estatua de chapopote. Por ende, no veo cómo sientas admiración por las artes plásticas, si conoces poco de estatuarias.

Lo había vuelto humillar delante de mis amigas y, sólo entonces entendí, que su despliegue de seducción con que se había desarrollado durante toda nuestra conversación no había sido para sorprenderlas a ellas, sino a mí, en vano. Y claro que me había sorprendido, pero no él ni su forma de ser, sino su cuerpo, que era muy apetecible.

Enarqué una ceja y él cerró la boca, me miró con retraimiento y sólo entonces me dije que me estaba pasando de la raya. El pobre tipo, tu gran amigo (que no sabía cómo era que fuera tu amigo si no eran compatibles con nada), no tenía la culpa de que yo fuese tan prejuiciosa. Será por eso que acepté trabajar para él y me volví más encantadora en los últimos minutos para que él pudiera mejorar la impresión negativa que yo le había dado y no me tildara de grosera y clasista.

La verdad es que mi mal humor se debía a que te habías desaparecido de la sala, Noé, y no muy tarde Jessica me había hecho la observación de que Paula tampoco se encontraba por ningún lado. Y claro, Leo pagó los platos rotos.

Cuando tú llegaste nos despedimos de tu amigo y, sólo entonces, él se acercó, me abrazó con torpeza para despedirnos y me dio un beso en la mejilla. Allí sentí su generoso paquete restregándose contra mi cuerpo por primera vez, al tiempo que mis senos se aplastaban contra él. Y, adherida a la condición natural humana, no pude evitar erotizarme.  A pesar de cómo lo había maltratado, él había tenido el coraje de darme semejante muestra de afecto, y eso me desconcertó. Y también lo admiré. Cuando yo me lo propongo, Bichi, sabes que puedo ser inaguantable, y Leo había víctima de eso en apenas un corto lapso de tiempo. Y me había perdonado.

Pese el sabor agridulce de nuestro primero encuentro, esa fue la primera noche que me mojé por su causa. Serían sus ojos verdes que me repasaron mis tetas sin respeto, o quizá esa sonrisa torcida que estimuló una vibración en mi entrepierna. Sin embargo, era tu amigo, (bastante mentecato para mi gusto) pero con unas cualidades físicas que no podía dejar pasar desapercibidas.

Estaba tan caliente, Noé, por lo que tu amigo me había provocado en apenas un restriegue de cuerpos, que por ese motivo, al llegar esa noche a casa, me abalancé sobre ti y me entregué como una vil prostituta, ¿te acuerdas cómo nuestros chasquidos hicieron eco en la habitación? Atribuyo mi calentura, además de la presencia de Leo, a que hacía mucho tiempo que no me penetrabas, por tu problema ese de… pues ya sabes, pero siempre fuiste muy hábil con tu lengua, querido, por eso enterré tu cabeza en mi coñito empapado, viscoso, y tú me lo comiste como hacía muchos años que no lo hacías.

Me hiciste correr varias veces, mientras mis piernas temblaban, mientras mis muslos te rodeaban de tu cuello para evitar que quitaras tu boquita de mi monte venus y dejara de juguetear entre mis carnosos pliegues. Estuvimos así hasta el amanecer, gimiendo de placer, ambos, besándonos, acariciándonos, amándonos, ¡ay, Bichi!, me sentí mujer de nuevo.

Al amanecer tuve unos remordimientos terribles Noé, porque sentí que te había utilizado para satisfacer mis más bajos instintos. No era un justificante que no me hubieses tocado en meses, lo que sí es que estaba necesitada de ti. A su vez, permanecí nerviosa todo el día pues sabía que tu amigo se encontraría conmigo a solas.

Si había sido capaz de restregarse en mi cuerpo delante de ti, mirándome con descaro en presencia de mis amigas, ¿de qué sería capaz ese tipo cuando estuviéramos solos en casa?

Encima Miranda me habló al mediodía para contarme que esa madrugada Leo se había ofrecido a llevarla a casa de sus padres, (pues recuerda que la noche previa se había disgustado con su novio Benja) ¡y ese mismo Leo se la había cogido en su auto de una forma bestial, en palabras de mi propia amiga! La perturbación que tuve al conocer ciertos detalles sobre el desempeño que tenía tu amigo para el sexo fue mayúscula, sobre todo cuando Miranda hizo referencia a su pene, diciéndome algo como «Ay, Lorna, te juro que es la verga más grande y gruesa que me he comido en toda mi puta vida. La sentía hasta la garganta.»

Y pues sí, Noé, no te lo niego, nomás de pensarlo me humedecí. Sería el morbo o la calentura (de los detalles que me contó la adúltera) lo que me hizo tener malos pensamientos con él.

Encima estaría a solas no solo con tu mejor amigo, sino con el tipo que se acababa de follar a una de mis mejores amigas sin apenas conocerla. Leo era de armas tomar, y eso me puso en alerta.

A la hora pactada él llegó, fastuoso, con un andar imperial. Ese día me pareció más alto y musculoso de lo que lo recordaba. Su camisa blanca parecía querer reventar los botones que contenían semejante tronco. En esta ocasión intenté ser más receptiva ante sus palabras, sus chistes, sus adulaciones y las ideas respecto al tema que nos atañía. Por ti, Noé, no quise ser grosera con él.

Me asombró que una noche le fuera suficiente para comprender que yo no era como las ordinarias a las que solía embobar con apenas tres palabras. A mí también me mojaba las bragas, claro que sí, pero una cosa era mojártelas y otra quitártelas y ponérselas en la boca. Por eso determiné que Leo, a pesar de todo, era inteligente, aunque no culto. Mas teniendo lo primero, lo segundo se podía arreglar.

Si bien entendió que su anatomía no me era indiferente (porque hasta una ciega podría dejarse seducir con un tipo con sus abdominales) también razonó que a mí me iba más la sapiosexualidad: sentir atracción por los intelectuales, alguien que me pudiera enseñar, como una alumna cuando se erotiza pensando en su maestro.

Por eso se esforzó esa tarde en ser menos brusco, más galante y cortés. Evitó conversaciones superfluas y asentí ante sus empeños por ser lo menos rústico posible. Esa faceta suya de intentar agradarme la valoré.

En contraparte, el color de su voz tan varonil erotizó mis oídos, electrizó mi piel y de nuevo me mojé. Para mí fue un padecimiento tenerlo tan cerca y no poder tocarlo (más por orgullo y fidelidad hacia ti que por ganas) y estoy segura que para él también lo fue, y eso que apenas me había vestido de manera informal para evitarle pensamientos voluptuosos.

De todos modos me siguió pareciendo simplón.

Cuando se marchó me dio un beso en las mejillas; su barba de días me raspó mi delicada piel y me hizo palpitar. Entonces recordé todas las aventuras que me contaste de él y la complicidad que existía entre ambos. El cariño con que me platicabas sus anécdotas de la infancia y la adolescencia me devolvió a la realidad y entendí que debía parar con todo esto.

No sólo era un cliente (que había logrado tener después de años sin que nadie pagara por una de mis esculturas) sino Leo, tu Leo, tu mejor amigo. Para evitar tener malos pensamientos me metí a la tina y me bañé con agua medio fría. Después me eché en la cama y… recordé ese regalo que me diste, ¿te acuerdas?, un consolador de plástico con el que pretendías reemplazar tus obligaciones como marido, ese por el que me sentí tan ofendida al creer que me lo habías dado porque yo te inspiraba lo mismo que a un hombre le inspira una ramera.

Y lo que son las cosas, Noé, que con ese mismo consolador (del que te prometí que me desharía) me consolé, no sólo por tus meses en que prácticamente me abandonaste como esposa, amiga y amante (cuando caíste en depresión por lo de tu infertilidad y te hundiste en lo más hondo de las desolaciones, sin importarte que yo también estuviera sufriendo por mi sueño frustrado y por ti), sino que también me consolé, resignada, por concluir que al final sólo necesitaba de ti, mi príncipe querido, te necesitaba a ti a mi lado, tu cariño y palabras afables que me hicieran saber que todo estaría bien.

Y así me encontraste esa noche, con ese rabo de silicona metido en mi vagina, mientras yo bramaba de placer. Te juro que pensé en ti, en lo que me hacías sentir cuando me amabas, cuando jurabas desearme y me penetrabas sin parar. Tu habilidad para besarme, para recorrerme con la lengua cada milímetro de mi piel. Pero también pensé en Leo, en su áspera actitud, en su varonil anatomía. Esa fue la razón por la que esa noche volví a llorar, por la desazón que me provocaba pensar en ti y en tu amigo, por el tiempo perdido en que te sumiste en la desgracia, volviéndote egoísta y olvidándote de mi promesa de que siempre te amaría, aunque no pudieras darme un hijo jamás.

Mientras tú dormías recordé cuando me pediste el divorcio por primera vez, tras conocer los estudios que te incapacitaban para ser padre, diciéndome que me dejarías libre para que yo buscara un hombre que pudiera darme un hijo, y justo allí me planteé por primera vez lo que sería vivir separada de ti, volviendo a ser la misma chica que era antes de casarme:

La mujer cachonda que, a pesar de su refinamiento, le encantaba el sexo rudo, la que amaba mirar películas eróticas a escondidas y fantasear con que yo era la protagonista de la escena en cuestión, la que adoraba que la ataran a la cama y le hicieran mil obscenidades y guarradas, (penetrándola a tope por todos los orificios), la que amaba tragarse el semen de sus machos (tras chuparle con devoción hasta los testículos) de modo que todos los espermas terminaran almacenados en mis entrañas: la que se chorreaba de placer cuando la llamaban «zorra», mientras le mordían los pezones inhiestos y le azotaban el culo con las palmas o con una fusta.

Perdona que sea tan vulgar, Noé, (yo que siempre he sido tan distinguida en mi forma de andar y de conversar): pero has querido que sea brutal en mi relato, y te estoy complaciendo.

Pero entonces, mientras recordaba lo anterior, miré tu rostro mientras dormías Noé, y recordé lo vacía que había sido en esa época, hasta que te conocí... Porque sí, tú fuiste y serás para siempre el hombre más guapo, dulce, cariñoso, culto, comprensivo y amoroso que he conocido. Todavía conservo los 120 poemas, espinelas y sonetos que me escribiste, y te juro que los he memorizado todos, Noé:

Tus ojos son azules como el mar.

A veces parecen esmeraldas.

A veces parecen mar

Lo importante no es el color, querida Lorna,

ni si son de tonos esmeraldas o pigmentos de mar.

Lo importante es que, sean del color que sean,

siempre brillan ante el sol,

en mis silencios, en mis tragedias

y en el piélago del mar

Tú eras todo para mí, Noé, absolutamente todo; fue precisamente por esa razón por la no entendí por qué comenzabas a distanciarte de mí. De pronto dejaste de escribirme poemas y regalarme flores. De pronto ya no valorabas las esculturas renacentistas que tanto te gustaban y que me desvelaba haciendo para ti. De pronto dejaste de mirarme a los ojos y decirme con firmeza cuánto me amabas. De pronto dejé de ser tu muñequita de porcelana para ser un simple espiral.

Y Leo estaba allí para hacerme reír, procurando embelesar mi orgullo docto, demostrándome que un tipo como él también podía ser cautivador aún si nunca lograría ser interesante. Así fue como descubrí que ocultaba algo. Por eso, durante nuestras siguientes reuniones de trabajo comencé a analizarlo, intentando determinar sus reacciones psicofisiológicas ante ciertos estímulos, como hacía con los niños del preescolar. Pero Leo no era un niño, y lo curioso es que a veces actuaba como tal. Un niño traumatizado por algo que lo atormentaba por dentro y no lo dejaba ser feliz. Y me empeñé en ayudarlo, sin decírselo.

Estudié sus expresiones faciales y su lenguaje corporal, que son las referencias básicas por observación para determinar la conducta de una persona que apenas conoces. Estaba especializada en esta rama pero dirigida a los infantes. De todos modos lo intenté y, por diversos factores en su desenvolvimiento, pude concluir que la felicidad y fantochería que Leo alardeaba era sólo una fachada. Una coraza que ocultaba un trauma psicológico que lo atormentaba por dentro.

Era feliz ante mis ojos, pero no lo era.

Y allí estaba yo, sintiéndome superior a él, intentando develar la razón de su mirada triste y amarga cuando él pensaba que yo no lo veía. Y luego mutando una mueca seductora, queriéndome atrapar. Estoy segura que habría conseguido discernir sus miedos, complejos y traumas del pasado (yo estaba facultada para ello, era una mujer fuerte, reacia, exitosa) de no ser porque un día me comencé a desarmar por dentro, precipitando una despersonalización emocional y cognitiva que terminó sepultando mi ingenio, inteligencia y razón.

Sólo con el diagnóstico anterior podría justificar el hecho de haber perdido la cabeza por los celos, siendo una mujer fuerte, con convicciones, y segura de sí misma, para convertirse en una estúpida que terminó sin autoestima y sin valor.

¡Por Dios, Noé!, Jessica me enseñó una foto tuya espiando a esa maldita zorra el día que te desapareciste de la fiesta de Gustavo: yo misma te descubrí llamándola una noche mientras creías que yo estaba dormida. Lo único que hice fue atar cabos y confirmar que me estabas engañando con Paula. Y, con todo y las pruebas, tú me lo negaste, una y otra vez.

Una tarde (sin ser ya la misma mujer impetuosa que Leo había conocido) hablé con él y le pregunté si sabía algo respecto al tema, pero él lo negó. Siempre pensé que él te había descubierto en la movida con Paula, y que te había amenazado con decirme la verdad. Dado que Leo conocía tu secreto, tú querías alejarlo de mí. ¿Era por eso por lo que tanto coraje te daba que yo me viera a solas con él, porque temías que me revelara tu infidelidad? Ay, Noé, lo que es capaz de pensar una mujer cuando se siente traicionada. ¿Sabes todas las veces que abordé a Leo con el tema?, exigiéndole que me confesara tu infidelidad con Paula… pero él siempre se rehusó.

Y, aún así, yo te seguía siendo fiel. Pero cada día mi tenacidad y alegría se desvanecía. Y Leo lo percibió, preocupado.

Esa tarde ya no pude más, por eso, llorando, le enseñé la foto que me había mandado Jessica de ti espiando a Paula en la fiesta de Gustavo, y le narré cómo fue que te había sorprendido llamándola en la madrugada. Lloré porque quería conmoverlo, esperanzada a que se apiadara de mí y me contara la verdad; además de que sí, me sentía destrozada. Entonces él me abrazó, me dijo que lo sentía mucho y… pues eso, no sé cómo pasó pero me besó.

¡Tantos días yendo de digna ante Leo, de mujer digna y recatada, de mujer suprema e inteligente, luchando contra mis propios deseos para no darle signos de que me gustaba y así evitar darle pie para que me faltara al respeto… para que en un pequeño instante de vulnerabilidad mi cabeza me dejara caer en el fango de la decepción!

Su sabor a menta me traspasó la garganta, y el hábil movimiento de su esponjosa lengua invadiéndome y tocando mi paladar me desconcentró, sobre todo cuando sentí que sus ásperas manos comenzaban a frotarme la espalda con la indocilidad y tosquedad de un animal en su estado natural.

Entonces reaccioné y le tundí una bofetada que me dolió más a mí que a él. Ni siquiera conseguí que su rostro se girara, sólo me miró, rehusándose a pedirme perdón, al asegurarme que ambos habíamos fantaseado con ese beso desde que nos conocimos.

Me dio tanta rabia su chulería, su actitud ventajosa para besarme en un momento en que yo me sentía mal, que lo corrí del apartamento a gritos y le pedí disolver nuestro contrato: le lancé todo un predicamento de improperios pero él se negó a marcharse, diciéndome que me respetaba, que entendía que yo era la mujer de su mejor amigo pero que, a su vez, yo tenía derecho de sentir placer. Le dije que eso jamás iba a ocurrir otra vez, y que esperaba que pudiera ser tan discreto como lo estaba siendo al guardar en secreto tu infidelidad con Paula.

Pero Leo no se contentó, me dijo, con esa seguridad que lo caracteriza, que no tenía porqué enfadarme por el hecho de saber que mis bragas se me habían mojado con el beso y, una vez más, tuve un ataque de rabia. Volvía a ser el mismo tipo corriente e inculto de antes, dejándose llevar por su instinto de macho sexual antes que por la cordura.

¿Cómo sabía él que me había mojado? Lo volví a correr del apartamento pero él se limitó a ir a nuestra cocina y preparar unas bebidas que, dijo, servirían para «calmar mi alteración». Se puso a cantar mientras yo me desplomaba, airada y perturbada, sobre el sofá. Al rato volvió con las bebidas y recordé tu foto, espiando a la mujer de Gustavo detrás de la puerta… y ya no reclamé a Leo nada más.

No sé si es un don natural el que tiene este hombre o alguna clase de maldición, pero al rato estábamos conversando sobre el divorcio de mis padres como si no me hubiera besado rato atrás, mientras bebía esa cosa que llamó cara de ángel. Pedimos comida porque ni tiempo tuve de cocinar. Sin embargo, en el momento en que anunciaste que ya estabas llegando a casa corrí al baño de huéspedes, pues no quería que Leo descubriera por dónde quedaba nuestra habitación, me quité las bragas rojas mojadas que llevaba puestas y las dejé en el cesto. Finalmente volví al sofá y de pronto apareciste tú.

Yo seguía enfadada contigo, sobre todo porque Jessica me había enviado supuestas capturas de amenazas que le habías dedicado, con faltas de ortografía que, desde luego, tú jamás cometerías. Entonces, cuando Leo fue al baño, por primera vez me planteé en la posibilidad de que aquella foto que tenía guardada en mi teléfono de ti espiando a Paula estuviera trucada. Y luego recordé mi beso con Leo… y, ay, por Dios, Noé, ¿cómo había podido ser tan estúpida?, no me quedó más remedio que pedirte perdón por dudar de ti, por las veces que me había masturbado pensando en Leo y… cómo no… «por lo de hoy», recuerdo que te dije… ¡por ese maldito beso!

Y pues ya recordarás que después Leo apareció con mis bragas rojas mojadas… las que había encontrado en el baño donde antes yo me las había quitado. En ese momento que lo vi con mi ropa interior enrollada en su muñeca creí que el mundo me caería encima. Nunca tuve tanto terror como en ese rato, temí que, de un momento a otro, Leo te dijera:

«Quieres oler las bragas de tu “refinada” mujercita? Están mojadas por mí, por un beso que nos dimos esta tarde en tu ausencia.»

Leo intuyó que de verdad me había hecho mojar y que mi ida al baño había sido para quitármelas de encima, por eso resolvió averiguarlo por sí mismo. Entonces vi su risita triunfadora y volví a aborrecerlo. Leo ya había confirmado que me calentaba, que me provocaba deseos impropios… y que, por mucho que me hiciera la beatificada esposa abnegada, el beso me había gustado, y que si continuaba provocándome, probablemente iba a terminar cayendo en sus redes. Y eso me exasperó aún más. Lo odié con todas mis fuerzas y me dieron ganas de lanzarlo por la ventana.

Pero también me dio miedo, porque yo comenzaba a claudicar, a bajar la guardia, a sentirme inferior a él…

La noche transcurrió y aparecieron Miranda y Benja, y Leo, monopolizando la conversación, haciendo gala de su despliegue como seductor. ¿Recuerdas su anécdota sobre el emprendimiento que hizo con las mujeres indígenas… los consoladores de cera? Pues bueno, ese punto sin duda es muy importante en mis futuros errores.

Debo de reconocer que Leo siempre supo lo que hacía, fue más listo de lo que yo pensaba y en cada paso que daba iba tejiendo calculada y ambiciosamente una red de provocaciones en la que me quería encadenar. Y yo, estúpida de mí, me dejé encadenar.

No quiero detenerme en la pelea campal que tuvieron Benja y él en nuestro apartamento por las indirectas de éste último respecto a Miranda, así que me pasaré directamente al terrible sinsabor que tuve todo el fin de semana cuando me enteré por ti que Leo y Miranda se habían largado juntos a Cuernavaca, ¡después de besarme!, después de oler mis bragas y hacerme creer que tenía un interés por mí.

El muy inconsciente no tuvo reparo en ignorarme esos días, y ni él ni Miranda me contestaron las llamadas. Hasta que bueno, el lunes me llamó por teléfono el muy chulito para pedirme perdón. Yo dudé en ir al local al que me había invitado, pero cuando Miranda me dijo que ese fin no había estado con él, sino que ambos habían estado en la cárcel por alguna treta que les jugó Benja, pues acepté.

Allí Leo me obsequió ese dildo de cera como parte de su compensación por su ausencia, mismo que estaba oculto en una caja negra con un moño blanco. Puesto que ya una vez me había sentido humillada con un regalo igual, pero aquél hecho por ti, Noé, me dije que tenía que comportarme normal, como si fuera cualquier cosa. No quería que Miranda ni él se burlaran de mi ingenuidad y me tildaran de niña fresa.

Y pues allí nos perdonamos. Estuvimos toda la tarde conversando y después Leo me llevó a nuestro apartamento. Y justo al llegar… me dijo algo que me dejó desconcertada:

«Llevo años enamorado de ti, Lorny, desde antes de que nos conociéramos en persona. Noé tiene la culpa, porque siempre me habló maravillas de ti. Además, hizo algo que ningún hombre sensato tendría que hacer jamás si quiere preservar intacta la integridad sexual de una mujer; se metió en un terreno pantanoso que, si se traspasa, corre el riesgo de provocar una fatalidad: me contó lo increíble y lo arrebatadoramente cachonda que eras en la cama. Desde entonces te idolatré, Lorny, imaginé tu voz, tu cuerpo desnudo, tu sonrisa… Y al comprobar tu hermosura, cuando nos vimos en persona, pues qué te digo, mujer, mi sangre hirvió por ti. Además eres tan fina, tal inteligente… tan todo, que mis sentimientos por ti no hicieron sino alentarse más. No, no, no me tienes que decir nada, Lorny, solo quería decírtelo y punto. Haz con esta información lo que te plazca.»

Esa misma noche Leo me envió “por error” la fotografía de su enorme polla, y, por la forma, longitudes y grosor, entendí que el dildo de cera que me había obsequiado era una auténtica réplica de ese rabo. ¿Y qué te digo, Noé? Ese fue mi billete a un viaje sin retorno cuyo destino fue: “caer en tentación”.

22

Noé, mi querido Noé. Tú siempre fuiste para mí un hombre sin aspavientos, tranquilo, formal, comedido, bien educado, docto, de modales rectos y elocuentes, totalmente diferente a mí (al principio) y a la clase de patanes con los que había salido. Probablemente por esa razón nos enamoramos, por aquello que dicen que los polos opuestos se atraen, y porque, al menos para mí, tratar con un chico como tú resultó una experiencia inédita que no estuve dispuesta a abandonar.

Sabes bien que yo nunca sufrí por insatisfacción sexual a tu lado, porque al final lo que te decía era cierto; el tamaño de una polla no tiene nada que ver con el placer femenino, porque tú y yo sabemos la cantidad de orgasmos que me sacaste durante más de siete años de relación. Nunca tuve queja de ti, tus movimientos tan certeros, tan contundentes… ufff, querido… te amaba.

Tú nunca me faltaste al respeto en el sexo, Noé. Nunca me llamaste zorra, guarra ni puta en la cama, pues aunque sí fue algo que eché de menos como parte del juego sexual, a la vez me gustaba, porque era muy tierno entregarme a ti. Una experiencia inédita que disfrutaba cada vez que hacíamos el amor. Tú me cuidabas, tratabas de no lastimarme. Siempre me preguntabas si me gustaba lo que me hacías o si necesitabas cambiar de postura. Siempre fui yo antes que tú. Siempre priorizaste mi placer por encima del tuyo. Y me erizabas la piel. Tus caricias me hacían traspirar, me volvías loca, ¿y sabes por qué?, porque follar causa placer, pero hacer el amor enamora.

El tamaño del pene al final sólo es el morbo estético que representa. Y pues sí… ese morbo estético de Leo me hizo correrme nada más poner la punta del rabo de cera en la entrada de mi vagina.

Al día siguiente, Leo volvió a casa, y allí me devolvió una antología poética de Octavio Paz que le había prestado una tarde en que lo tildé de ignorante. No me preguntes por qué, Noé, pero quería ilustrarlo, ansiaba que se pareciera a ti, que fuese intelectual como tú y no sólo se contentara con ser ese naco arrabalero de cuerpo  de adonis y polla de toro.

Fui ilusa, lo sé, pero quería intentarlo. Encima él se esforzaba por gustarme, accediendo a esa clase de caprichos.  Entre los dos sólo podía usar una analogía bastante curiosa: Leo era una carpa de circo en una función de bufones, y tú eras un Palacio de Bellas Artes en una ópera de Giuseppe Verdi.

Lo pasé al apartamento y una fuerte tormenta nos sorprendió. Puesto que tenía el libro sobre mis manos, le hice un examen para saber si era cierto que lo había leído. Y sí, comprobé que era verdad, que ese machito inculto había memorizado algunos pasajes que le habían gustado. Incluso comenzó a recitarme un fragmento de un poema titulado «cuerpo a la vista» hasta que se quedó a la mitad, justo donde dice “el viento sopla por mi boca y su largo quejido cubre con sus dos alas grises…”

No me di cuenta que ahora era yo quien lo estaba recitando justo desde donde él se había quedado, cuando sólo pude llegar a la parte que dice “de sonrientes labios entreabiertos y atroces…” porque mis labios ya se habían adherido a los suyos como por una fuerza espacial.

No tengo ninguna justificación para disculpar lo que pasó, Noé, y ahora que ya no tengo nada que perder contigo te confieso que fui yo quien, sin una razón aparente salvo la del deseo contenido, me puse a ahorcajadas sobre él, rodeándolo del cuello y comiéndole la boca a lengüetadas. Mi lengua se deslizó por sus gruesos labios, por toda su boca, por su mentón barbado, por su cuello compacto y su pecho firme. Su sabor a menta me volvió a excitar, sus gruesos brazos aprisionándome por la espalda me dejaron una vez más a merced de su voluntad.

Pero, como siempre, apareciste tú en mi mente y me desarmé. Y esa tarde, pese a la lujuria desbordada que exudábamos Leo y yo, no pasó más.

Esa noche me volví a masturbar con el consolador de cera, y así lo hice un día, otro día y otro día… hasta que me descubriste con ese consolador y te enfadaste conmigo, sobre todo al enterarte que Leo me lo había obsequiado.

No sé hasta qué punto intuí que probablemente tú supieras las malas intenciones que tu amigo tenía conmigo, pero yo justifiqué los pocos remordimientos que Leo sentía hacia ti (al estar erotizándome a tus espaldas) al hecho de saber que, después de todo, tú te estabas tirando a Paula y que por tal motivo mi actitud con él compensaba tu traición, teniendo la legitimidad de disfrutar mi sexualidad sin arrepentimiento.

¿Era por eso que durante las últimas semanas no se te paraba, Noé?, ¿era Paula la responsable de mandarte a casa exprimido, después de tantas folladas, por eso cuando intentábamos hacer el amor tu pene no me respondía? Sentí desprecio por ti, Noé, por primera vez en mi vida; desprecio y rechazo por lo que me estabas haciendo, asco porque tu pene estaba embarrado de los fluidos de Paula y asco porque, con tu cínica actitud, todas las noches llegabas diciéndome que me amabas. Ahora entiendo que mis celos desmedidos se convirtieron en una justificación perfecta para dejarme encausar hacia la relación alternativa que tu amigo me estaba proponiendo.

Leo y tu engaño me estaban convirtiendo en el arma letal que poco a poco destruyó nuestra relación.

¡Por eso no dejé que me penetraras más! Por tal motivo impedí que nada que no fuera tu boca me comiera mi coño. No iba a permitir que ni Paula ni tú se burlaran de mí.

Y como por obra del destino… al día siguiente, a la hora del descanso de la comida, uno de esos días en que tú no ibas a comer al apartamento, recibí la visita de esa hija de puta, ¿entiendes por qué se me quiebra la voz, Noé? ¡Porque es justo aquí donde todo se fue a la mierda! Paula, desgarbada y cínica, me confesó que llevaban meses revolcándose en moteles de paso; me llevó tus estados de cuenta, Noé (mismos que verifiqué en el propio banco) ¡estados de cuenta y facturas de tu tarjeta donde aparecían los moteles a los que habían ido durante las últimas semanas!

Vi las fechas, y me di cuenta que cuando supuestamente estuviste en depresión, llegando a casa borracho, diciéndome que te querías divorciar de mí… encontraste consuelo con ella. ¡No, Noé! ¡No me interrumpas! ¡Te prohíbo que me interrumpas! Querías saber con lujo de detalle todo lo que te oculté la última vez que te conté mi versión de forma “descafeinada” como tú dices, pues ahora te aguantas y me escuchas; todavía conservo esos estados de cuenta, Noé, así como el collar de perlas que le regalaste y que ella me tiró en los pies es día, ¿sabes por qué esa hija de perra se puso pálida cuando me vio entrar en Babilonia?, pues porque llevaba puesto el mismo collar de perlas que tú le obsequiaste la última vez que se acostaron, ¡te digo que te calles, Noé, y que no me interrumpas!

Quiero que logres percibir mi dolor, ¿sabes por qué son estas lágrimas de impotencia que tengo ahora, mi querido ex amor?, porque el recuerdo de ese mediodía me vuelve a satanizar. Me sentí traicionada, Noé, humillada y con mi autoestima por los suelos. Di mi vida por ti, completamente, sacrifiqué mi sueño de ser madre aun si sabía que eras infértil. ¡Me tragué en silencio todos esos gritos cuando me decías que no me querías ver, porque mirarme significaba para ti el recuerdo de lo inútil que te sentías como hombre!, ¿te acuerdas bien de todas las veces que me ofendiste de esa manera? Y yo no me bajé del barco, Noé, a pesar de lo dolida que me sentía, y de lo frustrada y estúpida que me hacías sentir, ¡no abandoné nuestro barco, porque te amaba!

¿Que te había engañado de pensamiento sintiendo deseos por Leo, a quien ya había besado dos veces?, pues sí, pero ten la seguridad de que si yo jamás hubiera desconfiado de ti, habría puesto tierra de por medio desde el primer día en que me sentí atraída por tu mejor amigo. Y no, no me estoy justificando, ahora ya no, sobre todo porque el tiempo me hizo aprender que las tropelías y fallas de los demás no justifican las nuestras.

Porque, sea lo que sea, lo de Leo era sólo deseo, no había amor ni nada por el estilo; deseo, de esos deseos que se acaban cuando haz saciado el apetito y te descubres vacía y sin retribución. Leo jamás iba a ser tú…, y yo te amaba a ti, sólo a ti. Nunca a él.

Y no, Leo no fue una prueba de fidelidad hacia ti, porque ya había tenido que lidiar con situaciones semejantes con otros hombres de nuestro entorno en el pasado: entre ellos Samír… Rolando… e incluso Eusebio (tu antiguo colega), quienes intentaron seducirme en su momento. Hicieron despliegue de su chulería y yo siempre los rechacé. Me di a respetar, me defendí sola e hice valer mi honor de fidelidad. Si nunca te lo dije fue para no perturbarte, porque en el fondo sabía que esos estúpidos no tendrían el valor para hacerte daño de ninguna manera.

No obstante, y me duele tener que decírtelo ahora, una noche, Noé, en tu fiesta de cumpleaños número 33… Gustavo me también intentó propasarse conmigo: sí, sí, tu gran amigo Gustavo, el esposo de tu querida Paula. Atribuí su conducta a que estaba ebrio... pero con el tiempo me di cuenta que tampoco lo estaba tanto. Me sentí tan decepcionada de él que sólo pude llorar y callarme el trago amargo. Mi error fue habérselo contado a Paula, porque desde entonces me acusó sin fundamento de que yo había provocado a su marido. Y su respuesta fue tajante: ella también se iba a meter con el mío.

Esa noche, en Babilonia, Gustavo y yo ajustamos cuentas pendientes. Fue una noche larga de reflexión y de disculpas, más él hacia mí que yo hacia él. Por supuesto que no nos acostamos, Noé, y tú ya mismo lo puedes comprobar si pides los videos de esa noche.

Por eso… pese a mis esfuerzos por mantenerme a flote… esa tarde me quedé pasmada ante lo que Paula me acababa de confesar, con pruebas, y me di cuenta que te entregué todo lo que tenía y tú me pagaste con aquella traición, justo con la mujer con la que te advertí que era mala (yo tenía mis razones para sospecharlo), esa a la que tantas veces te pedí que alejaras de tu vida y despidieras del despacho. Y tú nunca me hiciste caso, le creíste a ella y no a mí, ¿cómo crees que me sentí?, ¡deshecha!, ¡perdida…! ¡horrorizada!, ¡decepcionada!, ¡fracasada como mujer y con el autoestima por los suelos! ¿Qué tenía esa inmunda zorra que no tuviera yo? Quizá por eso traté de equilibrar el daño que me habías hecho… engañándote con Leo… tu casi hermano... del que últimamente renegabas.

¡Por eso te engañé, porque no quería odiarte!

Y no medí las consecuencias de mis actos, Noé, porque de haberlo hecho, no habría cometido el mismo error que tú.

Así que ese día guardé la devota esposa en un cajón… la digna, la refinada, la elocuente; y saqué a la perra que llevaba dentro, la que había enterrado el día que nos casamos en la playa, al ras de las brisas veraniegas de un ocho de julio.

La rabia me invadió, Noé, y cómo no, si todas las pruebas estaban servidas. Las bofetadas que le propiné a esa hija de puta no compensaron lo que sentí en el fondo de mi corazón. Una mujer engañada, Noé, es el demonio vivo, por eso, sin pensarlo, le dije a Leo que fuera a casa esa tarde a las cuatro.

¿Por qué con él? Porque él estaba a la mano, justo en el momento justo. De no haber sido Leo me habría vengado con Samír, con Rolando o hasta con el mismo Gustavo, para mayor gozo contra la  desgraciada esa; pero no, el candidato fue Leo, y sí, también fue porque me gustaba.

De todos modos nos íbamos a ver ese día porque estábamos finalizando los prototipos de sus esculturas que le iba a hacer, así que lo único que hice fue decirle que llegara dos horas después de lo previsto, cosa que seguramente a él lo sorprendió.

Me duché sin parar de llorar, gritando y maldiciéndote, y después me desnudé frente al espejo de nuestra habitación y miré a la mujer de 32 años que allí se reflejaba; tenía una mirada rabiosa y, a su vez, se vislumbraba radiante, hambrienta, vengativa, sexy, caliente, húmeda, voraz. ¿Insatisfecha?, probablemente, ¿ganosa?, sí. ¿Nerviosa y asustada?, totalmente.

Esa mujer era yo, Noé, pero por más aprecio que ponía a mi reflejo, mayor era mi sensación de que aquella dama era juna desconocida. En el fondo entendí que había algo en mi reflejo que no correspondía a mí. Sería por mi extrema sensualidad, aunado a la cantidad de feromonas que desprendía por cada poro de mi piel, como una hembra que pretende atraer a un macho antes del apareamiento, o al odio que exudaba mi mirada.

Si alguien me hubiera dicho un par de semanas atrás que esa tarde me estaría vistiendo de forma sexy y maquillando mi rostro como una vil puta para agradar a un hombre que no eras tú, Noé, le habría soltado un puñetazo en la cara. Pero esa tarde… eso era lo que había.

Nerviosa, y con un constante cosquilleo en mi entrepierna que me imposibilitaba calmar mis ardores, me puse unas minúsculas bragas negras de encajes muy finas que apenas si pudieron ocultar un poco mi pubis depilado. De hecho, esas bragas eran tan finas, sin ser una tanga, que la tela de atrás se enterró totalmente entre mis generosas nalgas.

No te lo niego, Noé, las pulsaciones de mi cuerpo se vieron alteradas cuando deslicé entre mis pies, pantorrillas y muslos, un par de suaves medias negras de seda que se adhirieron a mi piel como por una fuerza electromagnética. A cada prenda que me ponía, mi sexo más se humedecía, sintiendo pequeñas vibraciones sensoriales que me recorrían desde mis entrañas hasta la médula espinal.

Pude escuchar mis gritos de delirio imaginando a Leo pasando sus dedos, su lengua y sus labios sobre cada centímetro de mi piel. Sus respiraciones en mi oído, sus caricias en mis hombros. Y también te vi a ti, a través del espejo, comiéndole el coño a Paula, acariciándola, ¡diciéndole que la querías más que a mí, y que si no me abandonabas, era porque no querías destruir su matrimonio con Gustavo, que era tu mejor amigo!

Así que ahí estaba yo, cumpliendo una venganza por Gustavo y por mí… con otro de tus mejores amigos.

Mis pezones, cada vez más endurecidos, fueron ocultos por un pequeño sostén de media copa que se anticiparon a las caricias colmadas de procacidad que aún no habían sido dadas.

Finalmente, resbalé por todo mi cuerpo un vestido corto que me regalaste para nuestro aniversario anterior, ¿te acuerdas?, uno morado, escotado, asimétrico cruzado y holográfico, entallado, ese que me dijiste que me hacía lucir mis voluptuosidades sin ser vulgar aunque sí era un poco descarado. Me dije que pagarte con la misma moneda, llevando puesto un vestido que había sido tan importante para ti, supondría una mayor humillación, esa que merecías por haberme traicionado. Por último me calcé unos estilizados tacones altos de aguja, y me rocié de un perfume frutal que creí acertaba con mi personalidad.

Y ahora sí ya estaba lista, Noé. Lo supe cuando pinté mis labios mullidos, abultados, con el mismo tono de mi vestido y quedaron grandes, brillantes y llamativos. Lo entendí cuando los deseos insanos de mi mente me hicieron desbordar de placer. Cuando me agolpaban en mi pecho y en mi vientre unas extrañas sensaciones de excitación, calentura y culpa. Deseos  fuera de la legalidad. Fantasías prohibidas. Dediciones perjudiciales.

Reconozco que, aun si merecías lo que estaba a punto de hacerte, una orgía de remordimientos y deseos contenidos asaltaron mis entrañas como serpientes de fuego. Pero ya estaba decidido. Lo tenía que hacer. Lo había procrastinado tanto que estuve segura que si esa tarde no lo hacía con ese “inculto machito”, jamás volvería a tener el valor para planteármelo otra vez. Estaba ardiendo por dentro. Me estaba derramando hasta los bordes de mi caliente vulva. Me sentía tan cachonda y salida que no me habría importado continuar con mi cita hasta las últimas consecuencias.

Mis ansias de querer ser esposa abnegada, mujer profesionista empoderada, madre de dos o tres hijos a los cuales guiar hasta su madurez (cosa que ya era imposible por tu supuesta infertilidad), y redescubrirme como una mujer emancipada de prejuicios reaccionarios, que me permitieran explorar mi sexualidad como cuando era más joven, me llevaron al precipicio de mi lúgubre destino. Saberme cornuda, por culpa de ti y de mi más acérrima enemiga, se ensañaron con mis nobles sentimientos y me hicieron caer en lo más bajo que una mujer traicionada puede caer.

Las palmas de mis manos sudaron cuando Leo me anunció que ya iba subiendo en el ascensor. Mis piernas temblaron cuando escuché el timbre de nuestra puerta. Mi pecho se estremeció entre pálpitos constantes llenos de miedos y dudas cuando pulsé el botón para que esta se abriera automáticamente.

Y entonces nos vimos, Noé, su mirada radiante me repasó de arriba abajo y quedó confundido ante lo que estaba mirando. Mi sensual ropa al vestir no era la usual para una cita como aquella, a esa hora y en ese lugar. A pesar de lo machito que ese hombre era y las insinuaciones atrevidas que me había hecho durante los últimos días, esa tarde lo vi perplejo, titubeante, arrobado con mi belleza e incapaz de comprender la razón por la que lo recibía de esa manera.

Así que tuve que ser más certera con mis tiros, por lo que le dije sin pensar: «quiero que me cojas como a una puta» La mirada de Leo ante mis palabras primero fue de susto, sobresalto, asombro, y después mutó a una muy intensa, hambrienta y voraz. Por lo mismo, sólo pudo reducir su respuesta a un incrédulo, «¿qué?», por lo que tuve que ser más explícita en mi propuesta, explicándole: «que te deseo como hombre, Leo, que quiero tu verga dentro de mí. ¡Fóllame duro, así como follas a Miranda y a todas tus putas!»

Finalmente Leo sonrió triunfante, y casi pude ver un deje de jactancia en su voz, cuando me dijo «¿estás segura?, porque una vez te toque un solo pelo… ya no habrá vuelta atrás.»

No, no estaba segura, pero, en vista de que, en efecto, en mi decisión ya no había vuelta atrás, me acerqué a esa hombrezote de casi dos metros de estatura, sintiendo que el corazón se me salía del morbo y la adrenalina por la boca,  y sin importar que pudieras llegar a una hora poco usual como esa… puse mi mano derecha en su durísimo paquete, que era muy generoso, y me dejé llevar.

Cuando menos acordé, querido Bichi, Leo me había levantado del suelo para que mis labios quedaran a su altura, y mis piernas lo estaban rodeando de su gran tronco, en tanto yo me sostenía aferrándome a su cuello con mis brazos. Sentí sus gruesas manos en mis nalgas, apretándolas, acariciándolas. Mientras tanto, nuestras lenguas explotaron en nuestras bocas, besándonos como si fuera la última vez que nos fuésemos a ver.

Ese enorme macho estaba cediendo a su propio apetito sexual.

Cuando me puso de nuevo en el suelo, Leo me arrancó la parte superior del vestido con una fuerza brutal, dejándome en sostén, y luego sus labios se desplazaron por mis mejillas, mi cuello y mi pecho. Se restregaba ante mí con todo su cuerpo, empeñado a que lo sintiera todo… su dureza y las llamas que desprendía. Por mi parte, yo no podía dejar de santificar a Dios cada vez que sentía su enorme dureza en mi palpitante entrepierna, que me hormigueaba como si un charco de agua hirviente y rebosante estuviera a punto de reventar.

Leo olía maravillosamente bien, y cuando su boca volvió atrapar la mía, descubrí que su aliento a menta me excitaba sobre manera. Nos besamos con tanta ferocidad, que apenas si pude notar que mi lengua pretendía tocarle la campanilla de la garganta. Pronto hice gala de mis mejores técnicas amatorias y comencé a lamer sus labios como si fuesen de chocolate. Mordisqueé con gozo su labio inferior, y lo atraje de nuevo hacia mi cuello para que me lo lamiera, mientras él rugía como un toro en brama.

Bien sabes lo que me excita escuchar a los hombres gemir.

Mi cuello, además de los sitios ya sabidos, era uno de los lugares más erógenos de mi cuerpo, y me ponía cachonda que me chuparan allí, por eso no pude dejar de lloriquear de placer cuando su lengua me empapó de saliva, recorriéndolo con incontrolable insaciabilidad.

No paré de jadear como una gatita mimosa, diciéndole lo rico que me estaba acariciando, hasta que se quitó el pantalón y comenzó a sacarse su ropa interior, todavía estando de pie. Y fue allí cuando sentí por primera vez su enorme verga, Noé, que escapó de su bóxer como un resorte violento que pegó contra mi vientre. Sin verlo lo sentí grueso, venoso y mojado.

Bajé mi brazo izquierdo y ni siquiera fui capaz de empuñarlo con mi mano; tan grueso era. Recuerdo haber deslizado mi palma desde su viscoso glande hasta la base de su pene, en cuya parte inferior colgaban un par de descomunales huevos que no pude aguantar la tentación de acariciar.

Sin siquiera bajar la vista noté que tenía el vello recortado, y la aspereza de su piel hizo que el contacto de mi mano fuera glorioso. Continué recorriendo mis dedos entre su tronco y pude notar los gruesos relieves de sus venas que parecían estar a punto de reventar, y probablemente habría seguido palpando esa sorprendente monstruosidad, de no ser porque sentí cómo sus rasposos dedos hurgaban en mi encharcado coño.

«Estás ardiendo, mi amor… te estás chorreando todita» manifestó con una sonrisa victoriosa. Y era verdad, te juro que estaba chorreando, Noé, como hacía mucho tiempo que no me chorreaba. Mis bragas traspasaban los fluidos, estaba mojadísima; los bordes de mis labios vaginales destilaban de gozo.

Finalmente nos separamos un poco y como pude le arranqué la camisa que todavía llevaba puesta, al cabo de que él arremangaba lo que quedaba de mi vestido hasta que mis bragas húmedas y mi explosivo sostén quedaron expuestos ante su piel canela. Cuando me desabrochó el brassier, mis redondos senos saltaron sobre su cara, que ya estaban prestos para atraparlos con su boca (pues se había puesto de rodillas) Y casi de inmediato las apretujó con sus manos valiéndose de una excitación extrema. Pasó su lengua entre mis pezones, y luego los mordió con fiereza, combinando las mordidas con lengüetazos llenos de saliva.

El dolor se ajustó a las oleadas de fruición que me estaban quemando por dentro y por fuera. Y me siguió estrujando mis tetas, y raspándolas con el vello de su barbilla, ensalivándolas y masticándolas como si fuesen gomas de carne.

«¡Estás buenísima, mami, mira nada más qué ricas tetotas te cargas! ¡Eres toda una hembra!» me dijo.

Y se siguió atascando con mis senos, hambriento, hasta que se cansó. Mis pezones estaban tan sensibles y tiesos, que en los siguientes lametazos de Leo me hicieron pegar un quejido al aire. Luego otro y otro. Su legua jugueteó con ellos infinidad de veces, con habilidad. El tipo tenía experiencia, eso estaba claro. Por algo me estaba retorciendo y jadeando como una gata en celo. Finalmente enterró su cabeza entre mis dos senos, al cabo que los estrujaba con sus manos hasta que mis gemidos lo hicieron berrear de lujuria, como si su cabeza fuese un pene y mis tetas lo estuvieran masturbando.

De tan cachonda que me encontraba, no supe cómo fue que quedamos completamente desvestidos, echados sobre el sofá, él arriba de mí, con su poderoso cuerpo aplastándome mis senos, y yo con mis tacones puestos:

«No te los quites, deliciosa, que me pone a full reventarte el coño mientras tienes los tacones puestos. Anda, cielo, sube tus piernitas a mis hombros, que ya quiero llenarte tus entrañas con mi rabo.»

Le hice caso, levanté los muslos todo lo que pude hasta que quedaron pendidas sobre sus hombros; y allí, sudorosos, pronto pude sentir la punta caliente de su miembro masajeando el contorno de mi pelvis.

«¿Te excita, mi amor… te excita que este “naco” “inculto” te vaya a rellenar tu chocho con su gran rabo?» intentó regodearse en su casi victoria, mientras yo jadeaba, fuera de mi propio entendimiento «¿no decías que una mujer tan refinada y pulcra como tú jamás caería en las provocaciones de “burdo petimetre” “e ignorante” como yo?»

Cuando el glande comenzó a separar poco a poco mis pliegues carnosos, húmedos y sonrosados de mi vagina, enterrándose poco a poco, abriendo mi caverna y ensanchándola con maleabilidad, chorros de fluidos comenzaron a manar de mis carnosidades, producto de mi calentura.

«¡Uuu, que estás empapada!¿Cómo te sientes ahora, preciosa mía» continuó refocilándose ante mi debilidad (creía que me había entregado a él por debilidad y no por desquite) «que te estás chorreando como una gata en celo cuando todavía ni siquiera te he metido la mitad de mi verga?»

Oírle decir guarradas semejantes, echándome en cara mi doble moral y cobrándose las humillaciones que le había hecho padecer me dejó absorta, agraviada y… también cachonda.

«Ahhh, qué gusto, qué gusto» rugía desaforado «te la estoy metiendo, mamita, te la estoy retacando hasta dentro… y tú te estás corriendo, estás destilando. ¡Qué estrecha, qué estrechita tienes esta cuevita de carne!»

No era lo mismo sentir la rigidez e inflexibilidad de un dildo frío de cera, por mucho que tuviera sus dimensiones, a sentir su viril falo rugoso de carne calinoso, reventando lentamente las plegaduras de mi abertura vaginal. Lo sentí palpitante, Noé, conforme me invadía, irrumpiendo dentro de mí con la fiereza y necesidad de un criminal que busca encontrar un gran tesoro. Sentí ese pedazo de carne caliente incrementarse y vibrar entre mis estrechas paredes viscosas, que poco a poco seguían dilatándose, a fin de adecuarse a una ensanchada morada donde su miembro pudiera radicar.

Pese a que mi vagina estaba desconociendo un pene que no era el tuyo, Noé, se dejó llevar, lubricándome con afable complicidad, hasta que por fin sus testículos colisionaron contra mi pelvis.

«¡Te he rellenado toda, mi amor… te la he metido toda! ¡Te la he ensartado mi reina!» exclamó con la vulgaridad con la que estaba hecho «a ti… la modosita y fiel esposa de mi mejor amigo… te la he retacado todaaa!»

Cuando me dijo esto último cerré los ojos, me estremecí y lo obligué a no hacer mención de ti nunca más. Leo entendió… y continuó con lo suyo.

Y allí estaba yo, Noé, con mis tacones apuntando al cielo, mis piernas abiertas sobre sus hombros, mis tetas aplastadas contra su pecho, y su enorme rabo clavado en mis entrañas.

Imaginarlo dentro de mí era una cosa, pero sentirlo era otra mucho más brutal.

Después de varios segundos en que lo tuve dentro y él esperó a que mi caverna de carne se adecuara a su polla, comenzó a sacarla lentamente hasta la mitad, y la volvió a meter. Repitió la maniobra varias veces hasta que los roces de mi horadado centro me hicieron estremecer de placer. Fue allí cuando, por instinto natural, inicié un movimiento pélvico muy cachondo, en círculos, con el propósito de que su grosor se restregara por toda mi cavidad. Nos compactamos en nuestros lentos movimientos, ambos jadeábamos de gusto casi al mismo tiempo, como si fuésemos una orquesta de gemidos que hacían eco en los rincones de la sala.

Y allí me corrí por primera vez, convulsionando como una posesa. La sonrisa exultante de Leo me indicó que estaba complacido, cumpliendo un propósito que llevaba fraguando desde antes de conocerme; su sonrisa remató cuando sintió un chorro caliente que salía disparado de mi conchita.

«¿Sabes cuánto fantaseé con tenerte así, Lornita de mi vida, tú, debajo de mí, y yo, perforando tu precioso coñito rosita?, ¿sabes cuantas veces me masturbé y cogí con otras mujeres pensando que era a ti a quien penetraba? Ufff…» me decía.

Y entonces, cuando pensé que nuestra sesión había terminado… comenzó la verdadera función; sí, la verdadera función. Después de todo, él todavía no se había corrido.

¡Qué ilusa fui al creer que Leo no aprovecharía esa ocasión de tenerme finalmente a su merced!

Lo supe cuando, con una diabólica saña, y con una habilidad inenarrable, Leo comenzó a bombearme con celeridad, gruñendo. El “Plas, plas, plas” de sus testículos chocando contra mis nalgas apenas fueron un minúsculo sonido en comparación a los gritos de placer y lujuria que me hizo pegar.

Me avergüenza admitir que sentí que me estaba volviendo loca de gozo, Noé. Es que me la metía y me la sacaba con tanta potencia y poderío, que creí que moriría.

Al rato ya estaba yo arriba de él, rebotando sobre sus piernas, con mis tetas balanceándose sobre su cara, sus manos en mi cintura, mi boca escurriendo saliva. La cabalgada fue tan potente y fuerte que me pregunté cómo fue posible que sus huevos no reventaran contra mis muslos. Francamente no recuerdo cuántas veces me corrí, pero fueron muchas.

Y pues nada, querido, pronto, muy pronto, después de mi último orgasmo, Leo se corrió dentro de mi vagina, escupiendo sus chorros de semen hasta lo más hondo de mi útero.

Y aunque estaba rellena me sentí vacía.

Me sentí degradada y con un terror visceral.

23

Allí, fatigada, satisfecha, agitada, resollando, y todavía ensartada sobre él, a los pocos minutos ambos sentimos cómo su semen y mis flujos sexuales escurrían sobre sus piernas.

Solo así caí en la cuenta de que no se había puesto condón… Leo advirtió mi cara de horror, y me dijo, pretendiendo tranquilizarme:

«Ey, tranquila, bonita, que yo no tengo ninguna enfermedad de esas. De hecho, eres la primera chica con la que cojo sin forro durante los últimos años, te lo juro.»

Le creí, por supuesto, mas mi terror no era por alguna infección sexual que pudiera pegarme… sino… pues ya sabes Noé.

¿Qué por qué me ensaño tanto describiéndote esto?, pues tú me lo pediste, además, es justo que también recibas un poco del dolor que me hiciste padecer a mí. No, por favor, no, ya no es tiempo de que me intentes convencer de que no te acostaste con la mujer de Gustavo, ahora estamos divorciados y eso ya no importa.

Lo que sí importa es que desde esa tarde, perdí comunicación con Leo por varios días. Él me buscaba, pero yo rechacé cada una de sus llamadas y mensajes. Me pasó lo que a los borrachos, al día siguiente mis remordimientos me violentaron de forma aparatosa. Ni siquiera podía mirarte a la cara. Los espejos se burlaban de mí, las alfombras del apartamento me quemaban los talones: los muros me asfixiaban… y tú cada segundo que pasaba te alejabas de mí.

No obstante, nuestras discusiones continuaron, Noé. Te volviste mucho más indiferente y frío conmigo, como si ya no te importara. Como si yo sólo fuera una decoración en nuestra casa. Algo te pasaba y yo sabía lo que era… seguías acostándote con Paula. Por si fuera poco, tú pensabas que Leo continuaba frecuentándome, sin saber que lo que menos quería era verle la cara otra vez. Me daba vergüenza y rabia. En tus ausencias lloré. Estaba confundida, me sentía inquieta, humillada ante mi propia locura. Entonces mandé llamar a Rosalía, Jessica y a Miranda, cuando ya no pude más, y les conté mi adulterio.

Miranda se enfadó conmigo por celos: se estaba enamorando de Leo y me vio a mí como una doble traidora y su rival. Rosalía, por su parte, me dijo que tenía que abandonarte, que tú eras mucho para mí, que yo era una zorra y que ya habría alguien mejor que te valorara (ella tenía razón en eso, pero no en lo que me aconsejó después…). ¿Cómo no me di cuenta que desde entonces Rosalía te miraba con otros ojos? Jessica… ay, esa pobre estúpida, ella aplaudió mi gesta y me dijo que había hecho lo que tenía hacer. Incluso se le ocurrió que si quedaba embarazada de Leo, mi matrimonio contigo podría fortalecerse, ¿cómo? Quién lo sabía.

Pensar en el embarazo me trituró las entrañas.

Cuando las tres mujeres se fueron, quedé peor que como estaba, y para distraerme decidí hornearte un pan… ¿recuerdas lo que me dijiste un día, Noé, cuando te enfadaste conmigo porque intenté ayudarte con las cuentas y me equivoqué?, «Al hombre se le conquista con la comida, y si un día quieres decirme que me amas sin hablar, entonces hornéame un pan, como lo hacía mi madre.»

Y lo intenté: pero entonces apareció Leo, diciéndome que no podía soportar mi rechazo hacia él después de lo que había pasado.

Lo dejé entrar a casa porque teníamos que dejar las cosas claras; lo que habíamos hecho había sido un error. Él se sintió tan dolido por mi rechazo que casi se echó a llorar. Y yo continué haciendo el pan mientras él me asediaba por detrás, diciéndome que me amaba, que te abandonara y que nos fuéramos juntos a vivir a Miami. En todo momento yo le dije que no. Y allí me dijo por primera vez algo que no logré comprender:

«Noé no es tan bueno como tú crees, y no te merece, Lorny. Él es un ser despreciable que me hizo mucho daño en el pasado.»

¡Si tan sólo me hubiera dicho en ese rato lo de Catalina…! Pero calló. Sus palabras, su coqueteo, tu traición, la mía… nuestra relación tóxica me hizo perder la cabeza y comencé a tirar la harina, la leche, los huevos, los utensilios por toda la cocina. Tiré de mis cabellos y me puse a gritar como loca.

De no ser por Leo, la fuerza que me impuso para rodearme entre sus brazos y hacerme parar, hasta que pude serenarme, no sé qué cosa hubiera hecho. Me dijo tener miedo de dejarme sola, pero le afirmé que me encontraba mejor. Además, ya casi era hora de que tú llegaras y no creí que fuera apropiado que lo encontraras allí.

Al final se fue, preocupado, y la verdad es que nunca entendí por qué dejó su reloj en la cocina. Bueno, bueno, sí, lo más probable es que lo hizo para que tú lo vieras y supieras que había estado conmigo y enfadarte.

Y lo logró, porque tú y yo discutimos otra vez, Noé, ¿lo recuerdas?, pensando en lo que Leo me había dicho respecto a lo que le habías hecho en el pasado te pregunté que por qué lo aborrecías si había sido tu amigo. Discutimos por Leo, por Paula, por nosotros. Me exigiste no ver a tu amigo nunca más, pero tú no cediste en mi petición para que despidieras a esa maldita zorra. Nos ofendimos de tal forma que todavía recuerdo cómo fue que menospreciaste mi trabajo, diciéndome algo como «¡El tema de Paula queda zanjado desde ya…! A partir de mañana queda prohibida la entrada de Leonardo Carvajal a esta casa. Ah, y quiero que te deshagas de esas estúpidas esculturas que tienes en ese taller.»

Y no pude más. Muy temprano, al día siguiente, le pedí a Leo que me prestara uno de sus  locales para terminar sus esculturas. Era evidente que todo lo que yo hacía te molestaba, y tampoco iba a permitir que me siguieras menospreciando como artista y minimizándome como mujer. Después de todo ambos nos habíamos puesto los cuernos y ya estaban las cuentas saldadas. Al menos para mí. Pero perdonar no es lo mismo que olvidar, y yo no olvidaba. No sé por qué lo hice, pero mientras me duchaba me volví a masturbar con el dildo de cera. Lo hice con fuerza, quería sacar de mis recuerdos y de mis entrañas el recuerdo del falo de Leo… pero entre más quería olvidarlo, más orgasmos me sacudían.

Al mediodía él se apareció en el apartamento, después de ir a sus rutinas de gimnasio, y me invitó a comer. Después iríamos a su local y revisaríamos un sitio dónde poder instalarme. Pero antes me pidió acompañarlo a tu despacho, pues lo habías citado para firmar unos papeles (y mira lo que le hiciste firmar, malvado). Nunca pensé que fueras capaz de tanto, Noé.

De hecho, nadie lo vimos venir.

Te confieso que iba muy nerviosa, pues desde que me acostara con Leo, no los había vuelto tener a los dos juntos.

¿Y cuál va siendo mi sorpresa al entrar a tu oficina? Que Paula estaba contigo, los dos encerrados, en una actitud sospechosa, en un horario en que se supone que esa idiota debería de estar en su hora de descanso. Y pues nada. Ya has de recordar lo que pasó después: te menosprecié, dirigiéndote al escritorio de tu amante, donde me desnudé para que me comieras el coño, sin prever que te darías cuenta de que mi vagina tenía una abertura descomunal producto del rabo de cera que Leo me había regalado. Y me rechazaste, te hiciste el digno y yo la santa. Discutimos, y al final la conversación terminó por tu magistral comentario que sólo hizo angustiarme:

«No estoy enfadado contigo, Lorna, simplemente ya no quería que estuvieras desnuda, sentada en ese escritorio… porque la próxima vez que folle a Paula sobre ese escritorio, me dará un poco de remordimientos saber que antes tú estuviste allí.»

Me encontré con Leo en el estacionamiento y me llevó a comer, no sin antes esperar a que mi llanto y desesperación se apaciguara. Nuevamente me sentí ofendida, engañada, rabiosa, llena de enojo y crueldad. Y allí estuvo Leo, una vez más, con todo y su rusticidad y ordinarez, para consolarme.

Después de comer me sentía cansada, con los nervios revueltos y mis emociones al límite. A eso atribuí mi desmayo cuando me levanté, a una descompensación emocional. Leo, horrorizado, pidió auxilio y después, pese a mi negativa, me llevó a una clínica que estaba cerca del lugar. Me dejó a solas con el médico y pues… con las preguntas de rutina que me hizo el médico, comencé a sospechar. ¿Era posible que una mujer quedara embarazada tan pronto, por una sola vez que se hubieran venido adentro, sin tomar la píldora?

La respuesta fue afirmativa.

En ese momento, cuando recibí el resultado del test, me quise morir. ¡Embarazada de Leo…! ¿Por una vez…? ¿Tan pronto? ¿Embarazada de tu mejor amigo… y no de ti?

Mi sueño de ser madre se vio cumplido en un instante, sin embargo, pese a ello, yo renegué de ese embarazo: pedí a Dios que fuera mentira, ¡pedí a la vida que todo fuera una pesadilla de la que pudiera despertar! Ese era mi castigo por haberte engañado. Por haberme defraudado a mí misma.

No le dije a Leo nada sobre mi estado durante el trayecto al apartamento, y estoy segura que él atribuyó mi silencio a mi estado de ánimo. Le dije que el doctor me había diagnosticado estrés, y me propuso que saliéramos alguna noche los cuatro, Miranda y él, y nosotros; tú y yo. Le dije que lo pensaría, aunque la verdad es que tenía la intención de rechazar la propuesta tan pronto se fuera y, ahora sí, no verlo nunca más.

Y continué pensando en que debía de haber un error en esto de mi embarazo. Todo me parecía ridículo y precipitado… era increíble. Leo de por sí no se cansaba de atosigarme diciéndome que estaba enamorado de mí, así que pensé que si le confesaba que estaba embarazada de él, su obsesión por mí lo enloquecería todavía más.

Cuando estuve sola en casa me quedé pensando en lo que tenía que hacer: revelarte que Leo me había preñado sería el punto final de nuestro matrimonio (que de por sí ya estaba roto) y a pesar de tus engaños, a pesar de mi adulterio… yo te seguía amando, Noé, tanto o más que antes. Y no quería que nos separáramos. Por eso sufrí, los remordimientos me volvieron atacar. Y yo en silencio, sin sentirme con la valentía de contárselo a mi madre, que de por sí estaba padeciendo ya el divorcio con papá. Con mis amigas de Linares ya no podía contar, y con las de San Pedro Garza García hacía meses que no tenía contacto. Así que tuve que sufrir en silencio, atrapada como por una burbuja de hierro que me estaba asfixiando.

Así la pasé los siguientes días, de nuevo rechazando las llamadas de Leo y sus mensajes. Incluso volvió a ir al apartamento pero esta vez no le abrí. Tenía que alejarme de él, sí o sí.

Pero a cada momento me llegaban sus audios en whatssap:

—Lorny, quiero verte.

—Hey, niña, por favor, no me hagas esto.

—Quiero verte, necesito de ti, escuchar tu voz, saber que estás bien.

—Lorny, te extraño de verdad. Lo que pasó fue una experiencia que no había sentido en mucho tiempo. Me duele no verte. Me está volviendo loco tu ausencia.

—Lorny, te extraño. No me alejes de ti, por favor, princesita.

—Si ya no quieres que te moleste sólo dímelo, pero en verdad, no quisiera que termine esto así. Por lo menos hay que hablar. Te amo, te juro que te amo.

El sábado por la mañana, antes de irte a trabajar, me miraste desde la puerta, y no sé por qué, pero me dijiste algo que me hizo reflexionar: «Lorna, yo primero me mataría antes que engañarte alguna vez…»

Y me dijiste que me amabas, después de semanas, y te abracé llorando y te dije que yo también te amaba, ¿te acuerdas?, nos besamos y nos abrazamos como dos locos enamorados. Allí entendí que teníamos que dejar todo atrás: los tropiezos que tú habías cometido con Paula y yo con Leo tenían que quedar sepultados para siempre. Me dije que no iba a dejar que nadie nos destruyera, ni nuestros deseos prohibidos ni nuestras malas decisiones. Tenía que hacer algo para recuperarnos, para volver amarnos para siempre.

Y allí pensé en cometer mi última locura. Tenías que verme follar con Leo en un ambiente de alcohol y desenfreno, ¿quién que está en sus cinco sentidos es culpable de sus actos? Asumí que el amor que decías tenerme justificaría mi borrachera, creerías que privada de mis sentidos me había entregado a un Leo también alterado por el alcohol y que, producto de esa noche, había quedado embarazada.

Mi plan era perverso y cuestionable, Noé, pero en la guerra y en el amor todo se vale, y yo no quería perderte. Te amaba más de lo que amaba mis calenturas. Recordé lo que Jessica me había dicho respecto a que un embarazo podía reforzar nuestro matrimonio y me lo creí. Con un hijo para los dos, te olvidarías de Paula, y Leo tendría que olvidarse de mí. Fui ilusa al pensar que Leo se tragaría el cuento de que tú y yo habíamos procreado por inseminación artificial, un procedimiento que habíamos hecho en secreto de todos, y si no nos creía pues ya sería problema suyo. Mas, para que este plan resultara exitoso, tenía que tenerte como mi cómplice. Tenías que ser parte de toda mi estrategia.

Si tú creías que yo me había quedado embarazada en una noche de desenfreno, estando borracha, pues no me lo reprocharías. Por eso retomé la propuesta que me había hecho Leo días atrás y lo llamé: él se mostró feliz de mi llamada, pues me dijo que estaba volviéndose loco sin saber de mí. Y lo engañé diciéndole que tenía un plan para que yo pudiera follar con él cuantas veces fuera sin destrozar mi matrimonio (que era todo lo que supuestamente yo podría ofrecerle):

«Leo, no sé qué problemas hayas tenido con Noé en el pasado, pero yo sé que en el fondo se quieren y que ambos se perdonarán por mí. Por eso quiero que esta noche se contenten, y se vuelvan a querer como antes. Quiero que lo hagas beber, de tal manera que le sea imposible conducir hasta casa. Le diré que yo también me encuentro ebria y que no me siento segura de conducir. Tú te ofrecerás a llevarnos a nuestro edificio, pero en el camino te desviarás a tu apartamento. Y allí le darás de beber más. Quiero que lo emborraches, pero sin que pierda el sentido. Tiene que vernos follar, Leoncito, y no sé, quizá y hasta se anime hacer un trío. Ya lo verás, querido, si esto funciona, a Noé no le quedará más remedio que aceptar nuestros encuentros sexuales, con su consentimiento. Por cierto, puedes llevar a Miranda a la discoteca, para que nuestro encuentro parezca una mera casualidad.»

No pongas esa cara, Bichi, que yo sabía muy bien que tú no eras un marido consentidor. Pero tenía que hacérselo creer a Leo para que siguiera mi plan al pie de la letra. Si te decía la verdad se iría todo al diablo. Al final los estaba engañando a los dos, aunque con diferentes propósitos. Confié en que la poca experiencia de Leo ante mis manipulaciones lo hiciera fiarse de mí. Ya sé que fui perversa, no tienes ni qué decírmelo, pero era mi última carta.

Y el resto pues ya lo sabes. Aceptaste mi plan de llevarme a bailar y nos encontramos con Leo y Miranda en la discoteca. Muy a tu pesar, aceptaste reunirnos en su mesa y comenzaste a beber. Después fuimos a bailar, y sin que tú lo supieras, detrás de mí Leo no se cansaba de restregarme su cuerpo. Finalmente nos alejamos de esos dos y por poco se arruina mi plan cuando aquéllos tipejos me manosearon y se armó la pelea en tu propósito de defenderme. Pero al final todo resultó mucho mejor de lo que esperaba porque la policía nos persiguió y Leo, siguiendo mi maquinación, nos condujo directo a su camioneta, a donde tú te subiste segundos después.

Me sentí complacida al saber que Leo, Miranda, tú y yo llegamos al apartamento del primero con unas copas de más. (Sobre todo me sentí feliz de que Leo te hubiera defendido de aquellos cobardes). Solo haría falta beber otro tanto y después todo estaría listo para echar en marcha el resto de mi plan.

Cometí la peor villanía que una mujer embarazada puede cometer: bebí, bebí y bebí, hasta que el alcohol se cruzó con el tequila y sus poderosos efectos cruzaron mis sentidos. La verdad es que no sé bien lo que te habrá dado Leo a beber a ti, porque tu reacción era bastante extraña. Estabas desinhibido, reías, cantabas, bailabas, aplaudías a las locuras de tu amigo cuando comenzó a mojarnos con tequila a Miranda y a mí.

Al paso de los minutos mi cabeza, mi sangre y mis sentidos eran torbellinos de fuego. Me puse cachonda, y comencé a desnudarme, según recuerdo. Lo que sí es que yo no estaba drogada, sólo bebida. Leo me contó en alguna ocasión que a él le gustaba tirarse a las mujeres en sus cinco sentidos, porque ellas lo deseaban, y no por la estimulación de ninguna droga.

La verdad es que los eventos de esa noche son un poco confusos, vagos y enmarañados. De pronto te vi tirado en el suelo, sin saber si estabas dormido o despierto, luego vi a Leo montando a Miranda en nuestro delante, justo unos centímetros más atrás de donde tú te encontrabas.

Pese a lo desordenado de mis recuerdos, sí te puedo asegurar que yo estaba muy caliente, por eso me tumbé junto a ti, te ayudé a espabilar un poco y entre carcajadas recuerdo que cogimos al mismo tiempo que ellos. Te repito que no sé qué clase de sustancia te dieron a beber, Noé, porque, aun si estabas casi inconsciente… pues eso… que tenías tu pene duro.

Cuando te corriste dentro de mí, Leo y Miranda ya estaban recostados sobre la alfombra. Vagamente me acuerdo que Leo se acercó a gatas hasta nosotros y te preguntó si podía acariciarme: y tú, con una sonrisa perdida, asentiste con la cabeza y él se sirvió solo. Al poco rato ya lo tenía comiéndome las tetas, mientras tú cantabas cosas raras. La calentura me siguió acometiendo y de pronto me encontraba de rodillas, mamándole su enorme tranca. Mi pequeña  mano apenas si podía abarcar su tremenda circunferencia.

Remotamente tengo la imagen de un puente de saliva entre su polla y mi boca babeante. Entre recuerdos borrosos me veo rebotando sobre su miembro… y tú mirando, ¿en serio dices que no te acuerdas?, no te creo, a menos que hayas bloqueado ese recuerdo… por lo terrible que debió de ser para ti. Aunque, en ese momento, no parecías perturbado, y eso me dio luz verde para seguir follando con tu mejor amigo.

La  noche continuó con nosotros en la cama, Noé, tú y yo, donde de nuevo hicimos el amor hasta que nos quedamos dormidos. O más bien, hasta que Leo entró en la habitación y me cargó entre sus brazos para llevarme a la suya… donde… pues ya lo sabes… Todo reventó.

¿Qué es la calentura sino el éxtasis incontrolable que nos hace perder la cordura? No encuentro ninguna razón que justifique la lujuria incontenible que me albergaba esa noche y por la que me dejé coger salvajemente por él, sabiendo que tú estabas dormido en la habitación de al lado.

Si te soy sincera, Noé, y dado que antes ya nos habías visto en acción, no creí que al encontrarnos nuevamente follando en la cama de Leo tuvieras esa reacción tan aparatosa. Pero pasó… y pues lo demás ya lo sabes.

Mi amado esposo; desde que te conocí y hasta que nos casamos te convertiste completamente en mi prioridad, en mi futuro, en mi presente, en la razón de mi existencia, en el amor de mi vida y de mi muerte. Tú fuiste el hombre que me hizo madurar, el que me libró de mis inseguridades, el que curó mi tiempo perdido. El hombre de mirada encantadora y sonrisa gloriosa que llenó mis días vacíos con inmensas dosis de alegría. El que hizo de mí una mujer responsable, exitosa y desarrollada.

El que consiguió estabilizar mis emociones. El que convirtió mi vida en una de esas películas románticas donde uno piensa en finales felices… El que me enseñó a decir «te amo» aún cuando el tiempo me había decepcionado tantas veces. El que me enseñó amarlo sin siquiera proponérselo. El hombre perfecto que me convirtió en su mujer perfecta… Hasta que apareció él… tu mejor amigo, mi penoso amante. Nuestro peor tormento.

Si un día muero, Noé, que espero y sea pronto; no olvides que, detrás de esa mujer que tanto daño te hizo, también hubo una mujer que te amó de verdad.