Por mis putas fantasías 2 (REDENCIÓN):Cap. 31 y33

Penúltima entrega de la historia de Noé.

31

—Vuelvan a lo suyo, putas —dijo Heinrich, obligando a  que las aludidas dejaran de mirarme y, en efecto, volviesen «a lo suyo»—. ¿Qué modales son los tuyos, nuevito? —reprendió el negro con fingida entonación al tipo que me estaba pisando los talones—. Invita a nuestro recién llegado a pasar, ofrécele una copa, algún bocadillo. No querrá perderse el espectáculo de estas perras previo a la subasta a nuestros clientes distinguidos que llegarán en un par de horas más. Mira que se las llevarán caladitas y todo. Y no, no desconfíes de él, nuevito, ¿cómo dices que te llamas?, ¿Emiliano?... bueno, bueno, te digo que no desconfíes de nuestro que nuestro amigo Joel, que es muy listo. Está en mi casa, donde hay más armas que putas. Joel no hará nada estúpido, ¿verdad, amigo mío? Él perdería mucho si lo hiciera. Así que anda, nuevito, haz que nuestro amigo se ponga cómodo.

Sintiendo el pecho apretado tras la amenaza de Heinrich, el tal «nuevito» me hizo bordear la gran sala hasta posicionarme en una silla acolchada que estaba situada sobre una plataforma con altura, en el fondo del salón. Por supuesto, fui «listo» y, atragantado, me obligué a «no hacer nada estúpido.»

La vista que tenía del salón desde donde estaba sentado (con el guarura cuidándome los flancos) era impactante. Era como si me hubieran puesto en ese lugar estratégico para no perder detalle a lo que allí se estaba representando.

Ni siquiera estaba atado de pies y manos. Para Heinrich sería sencillo plantarme un balazo en la cabeza con la pistola que tenía en una de sus manos si yo hacía «algo estúpido.» Lo único que sí estaba padeciendo era el fortísimo dolor en la nuca producto del estrés, el miedo y el impacto de lo que miraba.

Estábamos en una amplia sala de estar, en cuyo centro se vislumbraba un gran sofá semi circular de cuero negro donde se hallaban sentados cinco hombres trajeados, de buen porte, dos rubios, dos de piel entre canela y clara… y un negro, que no era otro que el flamante hijo de puta de Heinrich.

Supuse que los otros cuatro debían de ser algunos de sus socios, y la verdad es que apenas si me  miraron. Estaban más concentrados en lo que les estaban haciendo las mujeres que en mí.

Colocadas en diversos sitios, había cámaras de video, puestas en diferentes ángulos y alturas.

Pero eso no era lo importante.

El verdadero impacto era ver que cada hombre tenía a una mujer de rodillas, comiéndole la polla con hambriento deseo (a no ser que estuvieran siendo obligadas a comportarse lo más putas posibles).

Las cinco mujeres tenían algo en común: tenían los cabellos alborotados, las tetas al aire libre, maquillaje excesivo, llevaban puestos en el cuello un collar cual si fuesen perras, de donde sobresalían cadenas plateadas que sostenía cada uno de los machos en sus muñecas. Además, las cinco estaban vestidas con ligueros y medias negras de encajes, diminutos cacheteros del mismo color que casi se enterraban entre sus nalgas, zapatos de plataforma de tacón muy alto y plugs (con tapón de diamante) encajados en sus anos. Aquél era el previo de una subasta donde, decía Heinrich, habría «clientes distinguidos» que no tardarían en llegar para comprar a cada una de esas mujeres y, seguramente, llevárselas lejos del país, burlando las fronteras.

El juego era el de sumisas y amos, estaba claro, y la imagen era escandalosa y pornográficamente atroz.

Las reconocí desde el principio, excepto a una, y por esa razón el yelmo de hierro invisible que tenía metido sobre la cabeza poco a poco me comprimió las neuronas hasta perturbarme.

Aquellas sumisas eran Lorna, Rosalía, Noelia, Paula y una mujer más que no conocía de nada, y que me pareció más joven que las demás. Luego descubriría que esa muchacha era Lucía, la hija de Noelia, quien estaba comiéndole el rabo a uno de los rubios con una maestría inusual. Paula le chupaba la polla al segundo rubio (que era el más veterano, algunos cincuenta años, quizás) en tanto Noelia y Rosalía a los otros dos morenos, (el amo de Rosalía era barbado, alto y con una polla no tan grande pero sí muy gorda). De hecho, Rosalía parecía como absorta, maquinal, obnubilada, como hubiese sido hipnotizada. Apenas actuaba con escrúpulo como si no existiera nadie en ese lugar, salvo ella.

Por supuesto, Lorna (la más sensual y hermosa de todas, o será sólo a mí me lo parecía por los sentimientos que me unían a ella) se la estaba chupando a Heinrich (este no iba a perder la oportunidad de cumplir por fin con su propósito de hacerla suya, después de tanto tiempo de procrastinar su deseo) cuyo puente de saliva se hacía cada vez más grande entre su boquita sonrosada y el oscuro glande de aquél pervertido. La rubia yacía sentada sobre sus pantorrillas, con sus manos amasando las tetas, y su boquita totalmente abierta, devorando aquél trozo de carne que entraba y salía con desenfreno. A diferencia de Rosalía, a Lorna se le veía el cuerpo tenso, el rostro lívido (pese al maquillaje) y con los ojos cerrados.

El cuero se me crispó, acartonándose por la impresión, y el corazón me retumbó tanto que fui capaz de escuchar los latidos en mis orejas.

La escena era brutal: cinco aparente prostitutas de lujo, con collares de perras, previo a ser vendidas a esos tipos,  (excepto Lorna, a quien Heinrich parecía querérsela quedar) de rodillas, en lencería vulgar, comiéndose las pollas de sus respectivos amos, ensalivándoselas con devoción incluso hasta los huevos, mordiéndoles el glande, atragantándose hasta las arcadas, y escurriendo por sus comisuras saliva y líquidos preseminales en forma de espuma. Parecía que las mujeres estuviesen rindiendo un examen final sobre cómo ser lo más guarras posibles, con la amenaza de que si alguien lo reprobaba, la matarían.

El sonido de las mamadas era bestial, aunado a los carraspeos de los satisfechos machos y los gemidos de entrega de las sumisas.

—Colegas míos, ahora el descortés he sido yo, que no les he presentado a nuestro amigo Joel, nuestro doblemente cornudo, cuyas firmas en los documentos oficiales, harán que nuestros negocios prosperen sin ponernos en riesgo ante las autoridades —anunció Heinrich, que  era el que estaba en el extremo derecho del sofá, es decir, más cerca de mí. Lorna, que se la estaba mamando, quiso levantar la cabeza, para mirarme, pero el negro se lo impidió encajándole la boca en su gordo rabo hasta que desapareció la mitad y ella tuvo arcadas—, por favor, amigos, un aplauso para él. —Sus colegas levantaron la mirada e hicieron caso al anfitrión, palmeando las manos con sonrisas pervertidas, mirándome—. Es una lástima que no hayan podido llegar a tiempo nuestros queridos Leo y Gustavito, que bastantes cuentas tenía que saldar también con ese par de cabrones cornudos. Habría sido mucho más divertido humillarlos a los tres juntitos, que fueran testigos de cómo sus mujeres eran tratadas como las putas que son. Pero no importa: no voy a preocuparme por ese detalle en este momento, que estoy seguro que las cámaras están filmando las mejores escenas porno que habrán visto en su vida. Por cierto, Joel, ya me enteré que has descubierto que esa guarra que salía en el video que te mandé, rebotando en mi verga, no era tu Rosalía, sino Lucía (cómo habría disfrutado que hubieras matado tú mismo a tu zorralía , como eran mis intenciones. Como me decían que eras un pobre pelele de pacotilla, y al no poder soportar una nueva infidelidad, supuse que la cabeza te reventaría y la terminarías matando) pero no te preocupes, querido amigo, que para que no te quedes con las ganas, en un momento más presenciarás cómo le rompo el chocho y el culo a tu mujercita, mientras tú te quedas allí sentadito, disfrutando como un buen cornudo la escena.

Rosalía estaba en el extremo opuesto de Lorna, y ni siquiera parecía haber escuchado nada: se le veía igual como cuando llegué, entregada, maquinal, dominada y, eso sí, rendida a lo que hacía. Rosalía parecía cualquier mujer, menos ella.

—¡A gemir, putas como les he dicho! —exclamó Heinrich, que ya comenzaba a amasar las grandes tetas de Lorna,  que oscilaban a cada movimiento. Luego las aplastó con fuerza, provocándole gemidos, como si fuesen dos pelotas lechosas que hacía rebotar una con la otra—. ¿Alguna vez te imaginaste, Joel, ver a tus dos mujeres al mismo tiempo, en el mismo lugar, y a la misma hora, chupando los rabos de otros machos que no fueras tú? Por tu cara veo que no.

En un segundo determinante, Lorna consiguió mirarme de soslayo, ágil y nerviosa, haciéndome un gesto que no pude interpretar del todo, pero que, por instinto, entendí que me pedía que «me quedara tranquilo.» Heinrich volvió a estrujarle las tetas y esta vez retorciendo sus pezones sonrosados, duros, hinchados, hasta que la rubia gimoteó.

Y de nuevo me llamó la atención su siguiente movimiento. Lorna se sacó la verga de Heinrich de la boca y, ella solita, la agarró con una de sus manos y comenzó a rebotarla sobre sus tetas, con “plash” “plash” que el negro disfrutó. Entendí que aquella ceremonia de golpearse las tetas con el enorme y gordo falo del mafioso no era casual, sino que aprovechó que el negro entrecerraba los ojos de placer para ella divisar hasta la entrada del salón, donde figuraba un reloj redondo con números romanos, colgado al costado del umbral que marcaban las 9:50 p.m.

¿En serio yo iba a ser capaz de esperar sentado hasta la medianoche que comenzara el operativo, viendo cómo este hijo de puta y sus colegas vejaban y humillaban a sus «sumisas»?

—Rosalía y Lorna ya no son nada mío —dije en voz alta para que Heinrich me mirara, de manera que Lorna volvió  a atisbar el reloj—. Rosalía y yo acabamos de terminar, y de Lorna pues, ¿qué te digo, Heinrich?, ella hace años que dejó de ser mi esposa, por lo que, después de todo, el cornudo será «Leoncito.» y no yo.

Mi aparente serenidad (aunque me estuviera muriendo por dentro, con ganas de agarrar una navaja y rebanarle los huevos a ese maldito cabrón y después dárselos a tragar) fastidió a mi anfitrión: lo supe por el gesto de aborrecimiento que me dedicó. Si pensaba que me humillaría, se equivocaba. Para mí todo lo que estaba sucediendo era como una escena teatral. Cuando no hay voluntad, nada de lo que ves existe. De todos modos me sentía con taquicardia, pero me dije que tenía que guardar la calma.

Heinrich, después de mis palabras y hacer una mueca de rabia, se echó a reír como un psicópata, al tiempo que se ponía de pie y comenzaba a darle bofetadas a Lorna con su rabo, diciéndole:

—Abre la boca y saca la lengua, tetotas, que te voy a escupir. Ah, sí, sí. Muy bien, putita, aquí voy.

Lorna, como una sumisa experta, levantó su hermoso rostro, cerró los ojos, abrió la boca y sacó su lengua como una perra sedienta. El escupitajo de Heinrich cayó justo en su lengua.

—Anda, rubia tetotas, trágate mi escupitajo que así es como te comerás mi lefa. Puesto que tu cabrón cornudo dice que ya no le afecta lo que te haga, estoy seguro que no tomará a mal que en un rato más te ponga a hacer gárgaras de espermas de los cinco machos que nos encontramos aquí, turnándolos a todos con un maravilloso bukkake , hasta que te atragantes… Aunque no, pensándolo bien, tú eres mía, sólo mía, de nadie más. A ti nadie te toca esta noche más que yo, que eres la estrella de mis putas.

Sentí una punzada en la cabeza, justo cuando uno de los colegas se mofaba de la gesta del negro, mientras este hacía abrir la boca a la rubia para meterle de nuevo su polla hasta que los ojos de mi ex esposa lloriquearon.

—¡Qué bien me la mamas, tetotas, lo cierto es que eres mejor puta de lo que pensaba! Mira cómo estás, tú, tan decente, tan digna y presumida, tú que ibas con ínfulas de superioridad, diciendo que jamás me tocarías un pelo, mira cómo estás; de rodillas como perra en celo, chupándome la polla, tal y como siempre fantaseé. ¡Si el pendejo de tu Leoncito te viera así, seguro le salen bilis por el culo! —se carcajeó—. Pero, en su ausencia, nos divertiremos con tu ex maridito, que mira con la cara de imbécil y horror con que te ve. Sí, sí, él nos servirá de cama más adelante cuando lo haga tirarse sobre la alfombra, en tanto nosotros cogemos como perros en brama arriba de él, para que sienta las convulsiones de tu cuerpo mientras te perforo el chocho y después te reviento el ojete.

Mientras Lorna seguía chupándole la polla al negro, el amo de Paula aprovechó para ponerla en cuatro arriba de uno de los sofás, abriéndole con las dos manos su redondo, respingado y potente culo. El tipo se ensalivó el rabo y, de un solo golpe, se la encajó hasta el fondo, de modo que ella pegó tal grito que me escalofrió.

—Te estás follando al mejor culo, Damián, claro que sí —lo alabó el afroamericano.

Damián bramó con ferocidad, mientras detonaba sus embestidas de forma inmisericorde en la vagina de Paula, en tanto ella aullaba cual estrella porno. No sabía si lo hacía por gusto o para complacer a su  macho, evitando de esta manera, futuras represalias.

A las 10:05 p.m. Lorna ya le estaba haciendo una cubaba a Heinrich, apretando sus carnosos senos contra el trozo de carne negro, que subía y bajaba, subía y bajaba, chocando contra su lengua que ya la tenía de fuera.

A las 10:10 Noelia estaba saltando sobre el rabo de su amo, que estaba tirado sobre la alfombra, y ella apoyada de manos y pies en el suelo. La esposa de Gustavo meneaba la pelvis como si se quisiera restregar el grueso pene en sus paredes vaginales. A su vez, Lucía estaba en modo misionero, siendo penetrada por su respectivo macho. Ella era la que parecía estar disfrutando más de la sesión, pues gritaba y bramaba como si el mundo se estuviera cayendo a pedazos sobre sí.

Pudiendo observar mejor a Lucía, me di cuenta que, en efecto, era delgada como Rosalía, aunque con los senos más redondos y grandes: tenía el cabello en rizado (aunque era probable que se lo hubieran moldeado así para el asunto del video). Su piel era de color mediterráneo, de ojos negros, bonita de cara, nariz y boca pequeña y un perfil muy afilado como su madre. No obstante, Lucía ahora lucía piercings en las tetas y en el obligo, así como pequeñas argollas adheridas a sus labios vaginales, que le colgaban la piel por el peso de los mismos. Supuse que para el video había tenido que quitarse todos esos adornos en su cuerpo.

En lo que respecta a Rosalía, estaba abierta de piernas, en el extremo opuesto de donde estaba Lorna, con su nuca apoyada en el sofá, mirando hacia el techo, y con su macho comiéndole la rajita.

Los chapoteos continuaron así hasta las 10:15, cuando Heinrich creyó divertido someter a las españolas a una nueva vejación, diciéndome, mientras Lorna le volvía a comer el rabo antes de que ella volviese a mirar el reloj:

—Mira, cornudo, te presento a la verdadera protagonista del video que viste, se llama Lucía y es una de mis putas más obedientes que, por cierto, acaba de reencontrarse con su mami hace rato en un conmovedor drama. ¿Qué te parecen las dos putas?, ¿verdad que son tal para cual? ¡No sabes el morbo que me da plantearme la idea que hagan un show incestuoso y lésbico madre e hija! ¿Sabes lo que pagarán mis clientes exclusivos por ver esto? —Y se le ocurrió una idea—. Anda, Alfred y Esteban, quiero que se follen a madre e hija mientras ellas se miran frente a frente. Y, escuchen bien, españolitas guarronas, que mientras las están follando, quiero que se besen.

—¡Basta ya con todo esto, negro de mierda hijo de puta! —gritó Noelia con un gesto de impacto. Heinrich sacó su anaconda de la boca de Lorna (y ella aprovechó para hacerme un nuevo gesto que yo interpreté como «si de verdad me quieres ayudar, quédate como estás», y yo asentí), se dirigió hasta Noelia y le giró el rostro con un fortísimo bofetón.

—¡Como vuelvas a hablarme así, perra hija de puta, te juro que te pongo las feromonas que te dije, te encierro en la jaula de mis dóberman y te dejaré allí hasta que te maten ya sea a folladas o a mordidas!

El aliento se me había ido, pues teniendo Heinrich una pistola en mano, todos los presentes corríamos peligro.

Rosalía continuó en estado de shock, gimiendo y dejándose comer el chocho por aquél cabrón. Paula y Lucía siguieron gritando mientras eran embestidas por sus amos. Y Lorna suspiró, tocándose las sienes, estremeciéndose de arriba abajo, mientras esperaba sentada a que Heinrich regresara con ella. Y volvió a mirar oblicuamente hacia el reloj, al «nuevito» y a mí.

Pero el negro continuó de pie junto a Noelia, que estaba sangrando de la nariz por el golpe, esperando a que Alfred y Esteban hicieran su pedimento.

Los dos socios morenos de Heinrich pusieron en cuatro a Noelia y a Lucía, haciéndolas quedar de frente, cara a cara, a solo un palmo de distancia entre una y otra, y los pocos segundos las comenzaron a montar con verdadera furia.

—Acaríciale las tetas a tu mami, Lucía —le dijo Heinrich—, y quiero que se besen.

Noelia cerró los ojos, asqueada, pero Lucía, que parecía estar como Rosalía, fuera de sí, con una de sus manos apretujó las tetas de su madre y luego metió su lengua en su boca. Noelia se echó hacia atrás, pero su amo la agarró de los pelos para que su boca se dirigiera al de su hija. Y así, Heinrich cumplió su perverso deseo, mirar a madre e hija comerse la boca.

—¿Qué pensaste, española de mierda? —le dijo Heinrich carcajeándose—, ¿qué no sabía que tú eras la madre de mi querida Lucía?, ¿pensaste que, con mi posición, no iba a investigar los antecedentes de tu adorado Gustavo, que iba a ser mi socio, descubriendo que tú eras su esposa y que, a su vez, eras la madre de mi Lucía? ¡Pues ahora me los voy a chingar a los dos!

—¡Gustavo no sabe nada de esto! —volvió a gritar Noelia, dejándose de besar con Lucía—. ¡A él lo dejas en paz, cabrón gillipollas!

Tuve miedo de que Heinrich la golpease otra vez, pero, por el contrario, se echó a reír y se desplazó entre lo que para él eran trozos de carne agujerables, supervisando (con perversa satisfacción) que las escenas sexuales que había dirigido salieran a la perfección.

—Disfruta, Paulita, porque quién sabe si salgas viva de aquí —le dijo cuando llegó hasta ella—, tú también me rechazaste cuando te pedí información prometedora de nuestro querido Joelcito, ¿verdad?, te negaste a venir a esta casa para que me prestaras tu culote y te comieras mi polla, ¿verdad?, pues mira cómo cambias las cosas de un día para otro. Al final, he logrado reunir en una misma noche a los culos más agujerables de Linares. ¡Maravilloso!

Entonces, Heinrich llegó con Rosalía, a quien tomó de los pelos y la arrastró hasta donde estaba Lorna, diciéndole a esta última:

—Anda, rubia tetona, siéntate aquí y abre las piernas. —La rubia miró el gesto ido de la madre de mi hijo y se asustó, no obstante, hizo con vergüenza lo que Heinrich le ordenaba—, y tú, zorralía , así de rodillas acércate a la tetona y quiero que le prepares el choco porque me lo voy a reventar. Entierra tu boquita ahí en ese suculento agujero rosita y mojado y chúpaselo.

—¡Heinrich no! —exclamó Lorna con verdadero terror.

32

La polla de Heinrich estaba enhiesta, tiesa y palpitante ante lo que estaba proponiendo: era verdaderamente perverso y humillante la encomienda comprometedora e incomodísima que estaba solicitando a mis dos mujeres, como él las llamaba.

El gesto horrífico, asqueado, vejatorio e inaudito de Lorna era digno de una película de terror. Pero Rosalía continuó seria, como sin voluntad, e hizo lo que Heinrich le ordenó.

—¡¿Qué chingados le has hecho a Rosalía?! —grité, poniéndome de pie.

De inmediato el nuevito me hundió en la silla y puso la punta de su pistola en mi sien. Heinrich volvió su mirada hasta mí y me dijo:

—Pero hombre, si creí que no te afectaba lo que les hiciera a tus putonas. Mira, mira, ¿no es morbosísimo ver a tu zorralía y a tu rubia tetotas en una escena semejante?

Escuché un jadeo, aunque no supe si era de horror o instintivo. Ver a Rosalía chupándole la raja a Lorna, mientras ésta era obligada a poner sus manos sobre su cabeza fue muy fuerte. Yo me estaba volviendo loco. Las piernas me estaban temblando. El pecho me palpitaba, y toda la cabeza me daba vueltas.

Heinrich, complacido, a las 10:35 hizo sentar a Lorna sobre la alfombra, con las piernas abiertas y sobre los muslos separados de Rosalía, que también estaba sentada, de tal forma que, agarrando una polla vibrador negra y larga de silicona de dos puntas, se las arregló para meter cada uno de los extremos en cada vagina, obligándolas a que se juntaran más para que la polla se encajara hasta el fondo.

Hecho esto, el negro encendió la marcha y el característico sonido vibrador de la polla de dos puntas las hizo estremecer. Ambas gritaban no sé si de miedo o placer, revolviéndose sobre la alfombra.

Un estallido de bramidos obscenos hizo eco en el habitáculo, con Paula rebotando sobre la polla de su amo, fornicando en el sofá: Noelia y Lucía siendo penetradas ahora por el ano de sus amas, a cuatro patas, besándose una y otra de forma entorpecida y casi escandalosa.

Toda aquella escena orquestada por el asqueroso de Heinrich era digna de un enfermo mental, y el imbécil estaba tan pendiente de intercalar su polla entre la boquita de Lorna y Rosalía que apenas fue consciente de la aparición de Leo por el umbral de la sala.

—¡Pero qué estás haciendo, pendejo! —gritó Leo a Heinrich cuando se apareció en la habitación con las muñecas esposadas, sometido por uno de los lugartenientes de Heinrich.

—¡Pero mira quién ha llegado, Lornita, tu otro machito!

En ese momento Lorna se echó hacia tras, de modo que la polla vibradora que estaba encajada dentro de ella y Rosalía salió volando hacia su costado.

Leo estaba empapado, (al parecer estaba lloviendo de nuevo en el exterior), portando una cazadora de cuero sobre su tronco y una mirada de sorpresa y rabia.

—Lo encontramos llegando a su apartamento, señor —dijo el lugarteniente a su jefe.

—Bien, bien, así déjalo, puedes retirarte, Joaquín. Es más, retírense todos, colegas, sólo se quedan en esta sala mis putas, el nuevito y mis dos amigos cornudos.

Pese a reticencias, los colegas de Heinrich dejaron de follar a sus sumisas y salieron del habitáculo. Lorna miró de reojo al nuevito y entre los dos observaron el reloj.

—¡No mames, cabrón! —volvió a rugir Leo, mirando a las mujeres en aquél estado humillante y bajo amenaza—. ¿Qué es esto?

—¡Es tu venganza, machito, la tuya y la mía! Todas estas putas son importantes para cada uno de nuestros enemigos. La culona de Paulita te traicionó, es la ex mujer del pendejo de Gustavo, y ahora está aquí para saldar cuentas. Luego aquí tenemos a nuestra querida Noelia, la actual golfa de Gustavito, el cabrón que también te hizo mucho daño y que a mí me lleva apretando las pelotas desde que se hizo socio del club. La misma españolita que quiso joderme la vida intentando rescatar a mi querida Lucía. Y mira acá a quien tenemos, a las dos putas del cornudo; la chupa pollas de Rosalía y esta puta tetona que te ha hecho creer que esa bastarda que tengo en la segunda planta es tu hija.

Leo, que permanecía esposado y con un gesto brutal, miró a cada una de las mujeres desnudas, vestidas de zorras, todas de rodillas en la alfombra. Y sus ojos verdes se encontraron con Lorna, a quien exclamó:

—¡Mi amor!

Pronto corrió hasta ella y se arrodilló a su lado.

—¡Suéltame, hijo de tu puta madre! —ordenó Leo a Heinrich furioso, incrédulo de que Lorna estuviese en esas condiciones—. ¿Qué pinches huevos los tuyos de… tener a mi mujer así…?

—¡Cómo puedes ser tan pendejo, Leoncito! —le recriminó Heinrich, todavía desnudo, empuñando su arma—. Esa tetona es más puta que todas estas juntas, ¡te ha estado engañando todo este puto tiempo, y tú no te enteras cabrón! ¡Que la Aleska esa no es tu hija, sino su hermana, y la ha hecho pasar como tuya para evitar que le rompas los huevos al cornudo que tienes detrás de ti!

Justo en ese momento la mirada de Leo se encontró con la mía, dándose cuenta que yo estaba allí. Carvajal estaba tan impresionado que ni siquiera había reparado en mi presencia y en la del nuevito. Entonces, Leo se puso de pie, miró a Lorna de nuevo y le dijo al negro:

—Ya estuvo, Heinrich, para asustar ya estuvo bueno. Ya deja que se larguen de aquí.

—Nada de asustar, machito. De aquí van a salir pero con una bala en el culo.

—¡Deja de estar tocando los huevos y suéltame, tira esa arma y ponte al tiro conmigo, negro de mierda, que la putiza que te voy a poner te dejará sin pito y huevos para siempre!

Heinrich se volvió a carcajear:

—¡Tú siempre tan pasional, reverendo pendejo! ¡Siempre tan estúpido e irracional! ¡Entiende que esta puta rubia que tienes por buenita es una perra manipuladora en toda la expresión! ¡¿Sabes por qué no te cogía?! ¡Porque yo se lo pedí! ¿Sabes por qué volvió contigo? ¡Porque yo la obligué, y aprovechó para mangonearte y evitar que le arrancaras la cabeza a su querido ex esposito!

—¡Estás drogado, cabrón, ya bájale a tu pedo!

—¡La peor parte se la llevará el cornudo, porque verá cómo les vuelo la cabeza a sus dos putitas guarronas!

—¡Ve a tu puta oficina, Heinrich, y luego hablamos! ¡Se acabó tu fiestecita!

Lorna, por enésima vez, miró el reloj, y justo cuando dieron las 10:50 miró al nuevito, y luego a mí, sin decirnos nada.

Justo en ese momento Heinrich elevó la pistola y comenzó apuntar en mi dirección y la recorrió en cada una de las mujeres, incluyendo a Lorna:

—¡Ey, ey, ey! —exclamó Leo, interponiéndose entre el negro y Lorna—, ¡te estás pasando de verga, hijo de la chingada! ¡Baja esa maldita arma y a mí libérame!

—¡Tú elije, machito! —le dijo Heinrich, a quien no me había puesto a considerar que, como decía Leo, estuviera drogado—, ¡a cuál de estas putas matamos primero! ¿A la culona pelinegra, que te traicionó y que, en con complicidad de ese perro cara de puto, te metieron a prisión? ¿O prefieres que matemos a Noelia, que, aun si folla como toda una guarra, no deja de ser la mujer de un hijo de puta que me tiene hasta los huevos? ¿O qué tal a la flaquita esta, la actual mujer de…? ¡O a tu rubia, cabrón, sí, sí, a tu tetona! Es una lástima que esté tan buena y tan hermosa y que no la haya podido estrenar, pero, dado que ya te apareciste… quiero terminar con esto cuanto antes, que no tardan en llegar mis clientes frecuentes para subastar a todas las carnes frescas que tenemos allá arriba. A estas mejor las matamos, una por una, ¿tú qué opinas?

Ese tipo estaba loco, ¡en serio estaba loco!

—¡Atrás, Heinrich, atrás, cabrón! —bramó Leo, todavía inmovilizado delante de Lorna, que ya se había puesto de pie mientras Noelia arrastraba a Lucía y a Rosalía detrás del sofá, donde estaba escondida una Paula aterrorizada.

—¡No te endiento, Leonardo, acordamos que íbamos a vengarnos de Paulita, de Gustavo y del cornudo! ¡Y ahora aquí están las mujeres de éstos últimos dos! ¿No era eso lo que querías?, ¿vengarte?, ¡pues ya te facilité las cosas, cabrón!

Leo miró a Lorna, horrorizado, como si tuviera vergüenza ante ella por el hecho de que Heinrich le estuviera descubriendo en su delante sus verdaderas intenciones.

—¡Así no! ¡Así no! —se defendió Leo—. ¡Yo no soy un puto asesino, negro cabrón, mi venganza consistía en un asunto de orgullo y hombría, nunca hablé de matar ni violar a nadie!

—¿Ahora te haces el santo?

—¡NO! ¡NO! ¡Yo soy un cabrón hijo de puta igual a ti, pero yo no violo ni mato, cabrón, entiende!

—¡Pues ahí tienes el que sí mata! —se volvió Heinrich, apuntando el arma hasta mí—. ¡Ese sí mató a tus dos engendros, Leo, tú me lo dijiste! ¿Le quieres perdonar la vida?, ¿o a este sí quieres que le demos un plomazo?

Leo me miró con una mueca que no pude interpretar y luego se volvió otra vez hasta Heinrich, a quien le dijo:

—Mis cuentas con él las arreglaremos en otro momento.

El negro reaccionó con rabia, gritando:

—¡Tú eres un puto fracasado de mierda, Leo; de Leoncito ya no te queda nada! Ahora eres un puto gato mierdero y sentimentalista de esos que a mí tanto me gusta pisotear. ¡Y sí, cabrón, me quiero tirar a tu vieja, ya me la mamó como una puta experta! ¡El corneador resultó un cornudo, ¿qué te parece, Leo?!¡Me has hecho perder millones de pesos por culpa de este contador de mierda te metió a la cárcel, y de alguna manera me los tengo que cobrar! ¿De veras pensaste que mi ayuda poniéndote como socio en Babilonia sólo era por amistad? ¡Pedazo de mierda! ¡Y a ti, Joelcito estúpido, la verdad es que no te quería matar porque en verdad requería de tus servicios para mis negocios, porque me han dicho que al menos en eso eres bueno. Pero, dado que justo ahora me estás cayendo del carajo, te voy a tronar, claro que te voy a tronar. ¡Y a ti también, Leoncito! ¡A ti también!

”¡Los dos son unos pendejos enamorados de una puta rubia que los llevará a la ruina! Por eso… Leo, puesto que no entiendes ni madres, saldremos de dudas de una puta vez. A ver, tetona —dijo a Lorna, que estaba detrás de Leo—. Aquí tienes a tus dos machitos. Voy a matar a uno. ¿A quién dejamos vivo?

En ese instante Lorna reaccionó por impulso y se echó a mis brazos, abrazándome con fuerza, frotándome la espalda, llorando con verdadero terror, mientras exclamaba:

—¡No, por favor, a él no, a él no!

—¡Ahí lo tienes, pendejo —se burló Heinrich de Leo—, te lo dije, esa vieja no te ama, nunca te ha amado y nunca te amará! ¡Te ha engañado, te ha traído de tu pendejo siempre, te ha quitado la hombría que admiraba de ti, y te ha vuelto en poco más que un imbécil como el cornudo ese! ¿Lo ves? ¡Te está humillando justo ahora! ¡Lo defiende, lo prefiere a él porque lo ama y no a ti! ¡Para ella solo fuiste un puto reemplazo que folla de puta madre… y nada más! ¿No entiendes que abortó a tu hijo por él?

A Leo se le desbarató el rostro cuando clavó su mirada en Lorna y en mí. Y yo no pude más que reaccionar al estímulo de mi ex esposa en mis brazos y también la abracé.

—¡A la mierda, Heinrich, a la mierda! —gritó Leo, lanzándose contra el negro, quien recibió un rodillazo en los huevos y cayó de bruces todavía con la pistola en mano.

Noelia y Paula aprovecharon para salir fuera de la sala, llevándose a rastras a Rosalía y a Lucía, que parecían absortas de todo. Mientras Leo intentaba quitarle el arma al negro a patadas, pues continuaba impedido de las manos, mi diosa rubia gritó al nuevito:

—¡Es hora, Emiliano! ¡Ve por Aleska y ponla a salvo!

—¡Pero mi señora! —gritó el que, se supone, me había estado amenazando por la espalda, sin prever que lo que en realidad había estado haciendo todo este tiempo era cuidarme, por órdenes de Lorna (que no sabía de dónde lo conocía).

—¡Anda, ponla a salvo! —exigió de nuevo ella, sin soltarme.

El vasallo de Lorna sacó de su bolsa interior del saco la pistola que me había quitado en la entrada (para disimular) y me la puso en la cazadora. Después salió disparado.

Justo en ese momento se oyeron cómo decenas de cristales reventaban por doquier, detonaciones que venían de todas partes desde el exterior.

Era evidente que el operativo había comenzado antes de lo previsto. Sopesé la idea de que probablemente hubiera un plan alternativo al que yo conocía, orquestado por Lorna y Sebastián, y que nadie me lo hubiera dicho para no cometer alguna tontería.

En los pasillos se oyeron gritos, balazos, cosas que se quebraban y más detonaciones.

—¡Rosalía! —grité espantado.

—¡Ellas estarán bien, mi amor, te lo juro! —comentó Lorna llorando—. ¡Vámonos de aquí! —me dijo.

Y eso estábamos intentando hacer cuando advertí que Heinrich, allí en el suelo, intentando esquivar las patadas de un Leo rabioso que pretendía matarlo desfigurándole la cara y destrozándole los huevos a puntapiés (según pude ver la sangre en su entrepierna y sus gritos de dolor) elevó la pistola que aún empuñaba y apuntó justo en la espalda de Lorna, mi Lorna, mi amada Lorna, y la accionó al menos siete veces.

Ante las detonaciones de su pistola, el movimiento que hice para intentar salvar a la mujer de mi vida hizo que todo su peso cayera encima de mí.

Nos desplomamos al costado del sofá donde antes había estado mamándole la polla al negro, y justo después Leo cayó junto a nosotros.

Di un grito de horror cuando vi borbotones de sangre mojando la alfombra.

—¡NO, Lorna, mi amor, no! —exclamé, sintiendo que el alma se me partía en millones de pedazos, que mi pecho reventaba como una bomba atómica en mi interior y que mi cabeza ardía como si me hubiesen echado toneladas de carbones en llamas—. ¡Tú no, mi vida, tú no!

Y lo que hice después fue por impulso, por venganza, por obcecado, por amor… sí, por amor, una reacción natural al octavo pecado capital de quienes aman de verdad y se sienten amenazados.

Me puse de rodillas, saqué el arma de mi cazadora y disparé tres veces contra un Heinrich que, de por sí, ya se estaba revolcando en el suelo. Y lo maté, al instante, sin que darle oportunidad de gritar. Y allí lo vi tendido, agujerado por las balas, y con sus testículos destrozados.

—¡Noé! —escuché los chillidos de mi eterna esposa, mi diosa permanente, la que me había elegido a mí, sobre todas las cosas, la que se incorporó de inmediato con su piel desnuda manchada de sangre, asustada, mirando a Leo—. ¡Noé!

Apenas fui capaz de dar tres carraspeos cuando escuché los agonizantes bramidos de dolor de Leonardo Carvajal. No era Lorna la que estuviera herida de muerte, sino él, que se había interpuesto delante de ella… por… amor… Lorna me había salvado de morir, y Leo la había salvado a ella. Y yo… matando a Heinrich, había salvado a los dos… o al menos a ella y a mí.

Los resuellos de Leo se volvieron intrincados, y sus ojos verdes esmeraldas me miraron, marchitos, aguados. Cuando nuestras pupilas se conectaron recordé nuestra infancia juntos, nuestra adolescencia, nuestra juventud, nuestros mejores momentos, nuestras travesuras, nuestras complicidades, nuestras carcajadas, nuestros abrazos… y mi corazón se encendió.

Lorna sollozó en tanto yo me arrastraba hasta él.

—¿Ves cabrón… lo que te pasa por jugar al valiente? —le dije como si fueran palabras de aliento. Esas mismas palabras había empleado Leo un día que dos tipos me dieron una paliza cuando intenté defenderlo, (estaban golpeándolo por  haber besado a la chica que le gustaba al líder de esa bandita) cuando íbamos en la secundaria, con apenas catorce años.

Las balas le habían dado en el pecho, no las conté, pero eran más de tres. Sus tosidos lo hicieron escupir sangre, en tanto su mirada se estaba perdiendo. Me puse de rodillas junto a él y toqué su pecho, cuyos latidos estaban cediendo.

Entonces vi que sus labios se movían, diciéndome entre la sangre…

—Yo… yo… t…e… quería… Noé…

Sus palabras fueron el detonante para que yo comenzara a convulsionar por un dolor impalpable, dentro de mi pecho. Eran las mismas palabras que me había dicho en aquella ocasión en que lo dejé en prisión, cuando le hice creer que yo había obligado a Lorna a abortar a su hijo.

—Yo también —los labios me temblaron, mientras las lágrimas escapaban de mis ojos a borbotones—. Yo… lo de Catalina… yo no fui…

—Lo sé… —siguió bufando, casi sin voz.

La mirada consumida de Leo fue hasta donde estaba Lorna, a quien le suplicó entre estertores.

—Lorna… ella… ¿verdad… que… sí… es… mi hi…ja?

Lorna, que no dejaba de llorar, se acercó a nosotros, me miró desbordada, y yo asentí con la cabeza.

—S…í —mintió con un hilo en la voz—… es tu hija…

Vi que Leo medio sonreía, pero su rostro estaba apagado.

—¿Me… amas…? —le preguntó.

Lorna volvió a mirarme y yo volví asentir con la cabeza.

—Sí… mi pequeño León…

—Yo más… —respondió él, que ya tenía los ojos cerrados, aunque todavía respirando con dificultad.

Entre mis ojos empañados vi que algunos agentes rodeaban el habitáculo, diciendo cosas que yo no entendía.

Como pude levanté la cabeza de Leo y lo recargué en mis piernas, y le supliqué con la voz quebrada:

—Respira, cabrón… respira —mis lágrimas seguían cayendo en abundancia.

—Ella… —señaló a Lorna con lo poco que le quedaba de vida—, también…t…e… am…a.

—¡Un herido, oficial, un herido! —grité a las personas que estaban entrando a la sala.

—Yo… te quería… —repitió Leo esta vez con la voz más apagada—… yo… te quería… como un hermano… tú… mamá me pidió que… te cuidara… y te fallé… perdó… —dijo antes de exhalar.

Y ahí me rompí por dentro, y continué convulsionando de remordimientos. Era mi culpa, todo era mi culpa. Llegar hasta este punto era mi culpa.

—Yo también te quería… Leo…

Mis emociones se desbordaron, mi cuerpo se sacudió, mis latidos en el pecho me estremecieron… y mi garganta se cerró.

Leo murió en mis brazos, entre mi desesperación y mis pesadumbres: lo entendí cuando sus ojos verdes dejaron de brillar.

—¡No! ¡No! ¡No! —grité desesperado, mientras Lorna se llevaba las manos a la cara—. ¡No me hagas esto, cabrón, por favor no me hagas esto! ¡¡Leo!!

En algún momento de mis gritos sentí a Lorna rodeándome con fuerza por la espalda, acariciándome las mejillas, diciéndome:

—Se fue… mi amor… Leo se fue… déjalo ir…

La tensión que tuve me obnubiló, quizá por eso no me di cuenta que la presión e impacto me llevaron al límite hasta que se desplomé.

_______________________________________________________________________

La siguiente y última entrega está dividida en dos partes. La segunda parte del final, y el epílogo.

Las cosas aún no están dichas.