Por mis putas fantasías 2 (REDENCIÓN):Cap. 24

Noé descubre una terrible confabulación que podría cambiar el rumbo de su vida.

24

No pude hablar por un buen rato. Mis ojos estaban clavados en el abismo. Mi cuerpo permanecía nadando entre el pantano. Mi pecho palpitaba ante evocaciones ilusorias. Para mí ya nada que le pudiera decir tenía sentido. Todo había pasado. Todo había acabado.

En esa noche ya no había nada para mí, salvo la certeza de que debía continuar con una vida donde no estuviera Lorna a mi lado.

De alguna manera, ambos nos habíamos equivocado. No importaba cuál más o cuál menos, habíamos errado, y habíamos terminado cediendo a la deshonra. De todos modos me sentía herido, con mi pecho prensado, mis rodillas duras, mis piernas tambaleantes.

Me vi a punto de caer de un precipicio, siendo obligado por el destino a elegir la mano de uno solo de mis amigos, de todos los que allí se encontraban para ayudarme. Con los ojos cerrados habría elegido a Gustavo sin esperar que, a los tres segundos, me lanzara al vacío.

La fragancia de Lorna se enredó en mis pulmones, y me trajo al mundo real. Ese donde sufres si no eres certero con tus decisiones.

—No me mires así, por favor mi cielo —me dijo, tomándome de las mejillas con dulzura—… ¡Por favor, mi príncipe bello! ¡Dime algo… pero no me veas así… como si ya no fuera Lorna… tu Lorna! —Estaba fría, sus dedos se percibían helados y temblorosos mientras frotaban mi rostro como si yo fuese una de sus esculturas a la que quería limpiar tras haberme ensuciado con su relato—. ¡Me estoy rompiendo por dentro, mi príncipe, dime lo que sea… insúltame si quieres… pero no me mires… así… decepcionado, defraudado! ¡No, no, no… por favor, Noé, tu mirada me… está matando…!

Y si la estaba matando, estuve que seguro que mostrarle la grabación que tenía guardada en mi ordenador, donde Paula hacía entrever que nunca nos habíamos acostado, la terminaría por sepultar bajo mil rocas de arrepentimiento. Me pregunté si era necesario.

Sus cabellos dorados se ondeaban con la ventisca nocturna. Sus ojos azules parecían olas glaciales que se precipitan en la orilla de la arena a la mitad de la noche. Y yo la miraba sin mirar: como si no la hubiera visto nunca. Como si no la conociera.

—¿Me odias? —me preguntó con la voz rota, desesperada—… ¿me odias, Noé…?, ¿en verdad me odias?

La noche se había vuelto fría de repente, las estrellas desaparecieron, las nubes se apoderaron del firmamento y la negrura consumió mi entorno y mi pecho. Los pies níveos y descalzos de Lorna debían de estar fríos, fue en lo único que pensé. Le estarían doliendo, o quizá estaban siendo víctimas del entumecimiento. Es que todo nuestro entorno se había tornado álgido y voraz.

—Vámonos —le dije en apenas un susurro—, hace frío.

—Noé, mi Noé…

—Es tarde, Lorna… es tarde. Y no, ya no soy tuyo.

Sus ojos se entrecerraron, como si le hubiese clavado dos clavos sobre su pecho.

—Y… según lo entiendo, tú nunca fuiste mía.

—¡Sí, sí, fui tuya… y lo sigo siendo!

Los músculos de mi cuello se tensaron, y el dolor se extendió hasta mi columna cervical.

—Pues ya no te quiero —fui tajante y frío en mi voz.

Lorna volvió a recibir una bofetada invisible y de nuevo entrecerró los ojos, resollando como si una humareda de recuerdos quemados la estuviesen asfixiando.

—¿Me odias…? ¿Tú… tú me odias…?

Su hermoso rostro se había fracturado: parecía una máscara partida que poco a poco se estaba cayendo a pedazos. E insistió:

—Noé… ¿tú me odias?

—No —suspiré—, pero estoy decepcionado de ti.

Me siguió observando sin soltarme, como si pensara que en cualquier momento yo iba a desaparecer.

—Es que yo… lo que pasó con Leo… yo…

—Estoy decepcionado por… cómo me has hecho sentir ahora, y nada tiene que ver Leo. No en este momento. Me ha decepcionado el concepto de esposo en que me tenías. Es que…, Lorna, me devasta pensar que tú dudaste de mi fidelidad, cuando lo único que hice fue entregarte mis sentimientos de la forma más limpia e inocente con la que un hombre sincero puede amar a una mujer.

Sus párpados se habían hinchado, sus labios temblaban, su entrecejo se ceñía, su mirada derramaba dolor a raudales. Y sus manos continuaban acariciando mis mejillas.

—Tú… eras mi esposa, Lorna —me quebré al pensarla en pasado, al tiempo que una electricidad muy poderosa nos envolvía—, a quien confié lo único que tenía intacto que era mi fidelidad y mi amor. ¡Fui un imbécil al pensar que ser un hombre correcto me libraría del envilecimiento de quienes me juraban lealtad! Siempre fui un idiota que se contentaba con «los te quiero» de personas que, en realidad, nunca me tuvieron aprecio. Y mira en lo que me convertí: en un tipo vengativo que no hace sino equivocarse en cada paso que da, tras haberse lanzado a un coliseo donde no creí que existieran los leones. Y perdí a todos, incluida a ti, y es justo ahora cuando no quiero perderme a mí, porque si me pierdo, ¿qué será de mi Fernandito?, lo único bueno que me ha dado la vida.

Lorna escondió su rostro en mi pecho cuando me abrazó. Sus dedos oprimieron mi espalda como si quisiera enterrarse en mi piel. Como si quisiera fundirse y ya no ser ella misma nunca más, sino yo.

—Por favor… Noé… abrázame —me suplicó hiperventilando—, aunque sea por última vez… Abrázame, porque si me sueltas me voy a morir…

Los brazos se me pusieron calientes, pero los dejé pegados en mis costados. No la abracé.

—No… no puedo —le advertí.

—¡Por favor!

«No puedo, porque si te abrazo no te voy a poder soltar» le dije en mi fuero interno.

—¿Qué hicimos al destino, Lorna… para que nos tratara de esta manera?, ¿qué putas hice yo para que el destino me tratara como una vil mierda y me hiciera pedazos?

—El destino no hizo nada, Noé… quien lo destrozó todo fui yo. Estoy tan arrepentida… Noé… estoy tan fatalmente arrepentida…

Y Lorna se separó un poco de mí, observó mis ojos, mi nariz y mi boca y después me volvió a mirar a los ojos. Luego desplazó sus dedos por mi espalda hasta tocar mi nuca, tras lo cual, con lentitud me atrajo hacia ella y me besó, y me dejé besar.

Un gemido muy profundo y erótico se arrastró por mi boca y descendió hasta mis entrañas. Mis labios reconocieron los suyos y se desplazaron con pasión, con todo el amor y ardor que había contenido en tantos años. Por impulso la cogí de la cintura y la estampé contra la balaustra de piedra, y me dejé llevar por su exquisito sabor, por su lengua, que se metió en mi boca y reptó contra la mía como si se estuvieran entregando una y otra, como si se estuvieran fornicando con pasión. Su sabor, dios mío, su delicioso sabor. Su aroma, su piel. Sus tetas restregadas en mi pecho, mis manos inquietas, que querían acariciarla toda, de arriba abajo, sus piernas, sus muslos, sus nalgas, su todo… compensando todos esos años de saberla mía, aunque ya no lo fuera, y no tenerla.

Y pensé en Rosalía, y casi de inmediato salté hacia atrás, como si Lorna fuese una loba que pretendía devorarme. La dejé con los ojos cerrados, los labios entreabiertos y sus manos extendidas. Y se sintió vacía, igual que yo.

Con todo y mi cabeza confusa y perdida, le pedí que entráramos al auto. Lorna parpadeó, extrañada, tragó aire, se abrazó a sí misma y asintió con la cabeza, avergonzada, tal vez humillada tras mi rechazo.

—Perdón… —me dijo entre soplidos.

—Descuida —contesté, intentando ocultar mi erección y el pálpito constante de mi pecho—. Al menos me sirvió para confirmar que ya no siento nada —finalicé mi mentira.

Dicho esto me volví hasta el auto, abrí la puerta de copiloto y esperé a que Lorna reaccionara, pues se había quedado como una estatua en el mismo sitio donde yo la había dejado.

Su mirada estaba casi desbaratada. Pero se recompuso. Enarcó las cejas, se sacudió el polvo de la balaustra y se volvió al auto, simulando entereza y valentía. Como todo un caballero la ayudé a subir y cerré su puerta. Cuando estuvimos dentro me pidió que la llevara a su apartamento, pues ya era tarde, (al día siguiente mandaría recoger su auto al restaurante) un apartamento que no era otro que el mismo donde ella y yo habíamos vivido en el pasado.

Respiré profundamente y le di marcha al vehículo.

Tuve que serenarme un poco para no desbarrancarme durante las curvas de la carretera mientras descendíamos del mirador. Y recordé el día que nos fuimos a las Vegas en nuestro primer auto. Lo acabamos de comprar y decidimos estrenarlo aventurándonos entre las ciudades del norte de México hasta que llegamos a Nevada. En el trayecto reímos, nos besamos, comimos y follamos como locos en moteles de paso y aparcados en las carreteras del desierto, sobre el cofre, en los asientos. En todas partes. Ella siempre sonriente, bailando cuando descansábamos. Besándome y diciéndome lo mucho que me amaba.

Fueron días de locura. Entre sexo, conversaciones interminables, mamadas, besos, caricias, planes futuros y sus locos deseos de tener un caballo en el apartamento nos dedicamos a amarnos sin descanso.

De perfil noté que ella desviaba la cabeza hacia la ventana, en silencio, y yo intenté tener fijos mis ojos que estaban empañados, sobre la carretera.

De pronto, Lorna me dijo:

—Eres una buena persona, Noé, y en verdad que preferiría que pudieras ser feliz con alguien mejor que yo. Y te digo con franqueza: ella no es lo mejor para ti.

No quería ofenderla. A pesar de todo, Lorna me daba lástima. Me inspiraba mil cosas, menos ofenderla, ya no más.

—Rosalía me ayudó a superarte, evitó que cayera en las drogas y el alcohol. Sabes que yo padecí depresión cuando supe que era infértil, y, de nuevo, Rosalía estuvo allí, a mi lado, animándome.

—Y por eso le estás complemente agradecido, sentimientos que te hicieron pensar que la querías —concluyó un poco más tranquila.

—Por respeto a ella no hablaré de mis sentimientos. Yo la quiero y la respeto, y soy feliz a su lado.

No vi el gesto de mi ex esposa, pero seguro le afectó.

—Noé, me queda claro que nosotros ya no tenemos un futuro. Yo no he vuelto para recuperarte ni para que… volvamos a estar juntos de nuevo: volví porque quiero defenderme, y necesitaba que supieras cómo fueron las cosas aunque eso no cambie nada entre nosotros. Aunque no lo creas, después de haberte confesado todo eso, por más cruel que me pienses, me hace feliz. Me siento desahogada. Después de tantas veces que te pedí perdón, me dije que debía guardar mi distancia… por eso me fui.

—¿Te fuiste porque te cansaste de pedirme perdón?

—No. Me fui porque me cansé de hacerte daño. Entendí que cada vez que te pedía perdón te hacía sufrir. Mis palabras te recordaban momentos terribles, y ya no quise hacerlo más. Ya ves que incluso, te chantajee sobre atentar contra mi vida. Estaba enloqueciendo, Noé. No me hacía a la idea de perderte. Por eso, un día pensé en tómame todas las píldoras antidepresivas y…

—¡Lorna! —me horroricé.

—Tranquilo, que luego entendí que desde que me dejaste ya estaba muerta. Y no quise lastimarte más. Si moría, tú ibas a sufrir, y no quería.

—¿De verdad te causa dicha mi felicidad?

—Sí. Sobre todo me pone feliz que seas papá.

Nos gobernaron un par de minutos antes de que Lorna pudiera volver a decirme:

—Tú me habías perdonado, Noé… ¿te acuerdas?, tú me habías dicho que nos someteríamos a ayuda profesional para recuperar nuestro matrimonio. Pero… entonces, sin tu consentimiento, un lunes por la mañana me desaparecí de tu vida por varios días, y cuando volví, antes de que tomaras la decisión de ir a ver a Leo a prisión, te confesé que había abortado a mi hijo, por ti, para que ese niño… —Su voz se volvió a quebrar, sus ojos se llenaron de lágrimas y otra vez se puso a llorar—… porque mi pequeño angelito no fuera… un… una sombra para ti… por eso me dejaste, ¿verdad?, porque aborté, ¿es así?

La miré profundamente y con remordimientos asentí con la cabeza. Casi puedo jurar que Lorna dijo entre susurros el nombre de Rosalía, pero no la dejé continuar.

—¿Dónde estuviste toda esa semana… después de que te dejara en el apartamento de Leo? —le pregunté para sorpresa de los dos. Aquella había sido una duda que me había carcomido por años—. ¿Por qué, si dices que me amabas, te quedaste con él todos esos días, mientras yo me estaba ahogando en mi propia miseria y dolor? ¿Por qué lo preferiste a él en lugar de venir corriendo a casa, para hablar conmigo, que me estaba muriendo por dentro? ¿Te preocupó más que le hubiera roto la botella en la cabeza a ese bastardo en lugar de preocuparte por cómo tú me habías roto el corazón?

Lorna se incorporó pasmada, y percibí sus ojos vacilantes clavados en mi perfil.

—Desde esa madrugada y hasta el día en que me presenté contigo en el apartamento para decirte que estaba embaraza estuve viviendo en casa de Rosalía —contestó como con perplejidad—. Pero eso tú ya lo sabías.

Tragué saliva e intenté rascar en mi cabeza para recordar en qué punto de la historia me había perdido el hilo.

—¿Que yo sabía qué cosa, Lorna?

Sin mirarla advertía sus ojos clavados en mí, como asombrada, como sorprendida.

—Noé, toda esa semana estuve viviendo en casa de Rosalía, a donde me mandabas tus… justos e hirientes recados.

—¿Recados? —pregunté en automático—. ¿Pero, tú te has vuelto loca?

De soslayo vi un gesto severo de la rubia, como si acabara de concluir en algo que no había reparado antes.

—¿Ahora me vas a decir que no estuviste con Leo, sino en casa de Rosalía? —insistí con incredulidad.

Lorna bufó, recargó su cabeza en el respaldo y susurró para sí:

—Qué huevos de vieja.

—A ver, Lorna…

—Recibí todos tus mensajes, Noé, de que ya no querías verme. Rosalía me informó de cada palabra donde me despreciabas. Aún así, un día me animé a llamarte, y confirmé que lo que ella me decía era verdad: me pediste que fuera a recoger mis cosas al apartamento porque te asqueaba tener recuerdos de mí y… Ah, por Dios… De todos modos nada de esto importa. Tú y yo ahora tenemos destinos opuestos y ya no hay nada que podamos hacer.

Me quedé en silencio sin saber qué responder. Sentí un nudo en la garganta. Y volví a incrementar la marcha del auto.

Conduje durante 20 minutos hasta que llegamos al edificio que, durante muchos años, fue morada de nuestro amor.

Lorna se puso sus tacones, me miró de soslayo y me sonrió:

—Gracias por esta noche, Noé. Ha sido para mí… un poco de expiación. Y… pues claro, por nuestro bien es mejor no vernos otra vez.

No supe qué responderle. Iba hacer ademán de abrir la puerta para salirse del auto cuando los dos escuchamos que sonaba su celular. Mientras cavilaba sobre la confesión de Paula en el audio que conservaba en mi ordenador y la conveniencia de mostrársela a Lorna, ella extrajo el teléfono de su bolso y en un acto reflejo lo miré y leí en la pantalla:

«Heinrich»

—¿Heinrich? —vociferé pasmado—. ¡Lorna!, ¿te está llamando Heinrich, el tipo al que me has pedido que ponga tierra de por medio, que no firme ningún documento que me entregue y del que supuestamente intentas protegerme?, ¿es en serio?

—Noé… —intentó replicar, pero su gesto se había convertido en una máscara de pavor y sus palabras en un revoltijo de respiraciones.

—¿Tú… estás en complot con…? —Las cosas terribles que se me vinieron en la cabeza hicieron que mis entrañas se comprimieran por dentro.

Incluso, me sentí tan traicionando y burlado que se me fue la respiración.

El teléfono continuó sonando.

—¡No es lo que tú piensas, Noé, te lo juro!

—¿Ah, no?¡Entonces contesta!

—¡No, no! ¡Eso no!

—¡Contesta, Lorna, contesta, quiero escuchar lo que se tienen que decir!

—¡Noé, por favor, confía en mí!

—¡Con una chingada, Lorna, contesta el puto teléfono o pensaré que eres la hija de la chingada más mentirosa y zorra del mundo, que no conforme con haberme reventado en mil fragmentos ahora me está vendiendo a Heinrich para vengarse de mí!

—¡Noé, por Dios!

—¡Contesta te digo!

Lorna estaba asustadísima, las manos tiritando, sus pupilas dilatándose y sus respiraciones bastante torrentes.

—¡Lo echarás todo a perder!

—¡Contesta, con un carajo!

El teléfono dejó de sonar, pero a los cinco segundos reanudaron los timbridos. Esta vez a Lorna no le quedó de otra que tragar saliva y hacer lo que le decía.

—¡Pero no digas nada, te lo imploro, Noé, escuches lo que escuches no hables!

—¡Contesta y pon el altavoz!

Con el gesto más horrífico del mundo Lorna pulsó el botón de contestar y me miró con un rostro de angustia total, diciendo entre tartamudeos:

—Hol…a.

—¿Estás con él? —Era la voz de Heinrich, ¡era la voz de ese maldito negro de mierda! Y el cuerpo me tembló.

Desde el principio supe que Heinrich se refería a mí. Claro que se refería a mí, y ese descubrimiento me alertó. Por algo ella no quería responder. La rubia me observó horrorizada y yo le indiqué con un gesto que negara mi presencia. Era la única manera de que esos dos hablaran lo que tenían que hablar con libertad. Si Lorna no tenía nada qué ocultar, no debería de importarle que yo escuchara la conversación. De lo contrario, se les estaba a punto de caer el teatrito.

—Te pregunté qué si estás con él —insistió Heinrich.

—No —contestó Lorna muy nerviosa.

—Bien, bien, bien, rubia tetotas, muy bien. ¿Y qué?, ¿hiciste lo que te pedí?

—Sí.

—¿Y aceptó el cornudito?

—Sí… —A partir de aquí, Lorna desvió la mirada.

—Ya sabía yo que era un pedazo de pendejo. Con su puta cara de estúpido me di cuenta de lo manipulable e imbécil que es. Ese cabrón sigue detrás de tu culito, preciosa, y de tus hermosas tetas. Nos tenemos que aprovechar de su debilidad para que haga lo que necesito. Es indispensable que tu ex cornudo venga a mi recepción el día pautado para que haga lo que necesito: y, ya de paso, que traiga a la mamona de su mujercita, para divertirnos un ratito en su presencia. La cara que pondrá Joelcito cuando vea a su nueva putita en acción. Por cierto, zorrita tetona, ¿sabe Leo que te encontrarías con el cornudo?

«…y, ya de paso, que traiga a la mamona de su mujercita…»

«La cara que pondrá Joelcito cuando vea a su nueva putita en acción…»

Mis ojos estaban fuera de órbita, incapaz de dar crédito a lo que estaba escuchando. Y Lorna seguía temblando de miedo, ahora ya sin mirarme.

—Sí, lo sabe.

—¿Y sabe… sobre el trabajito extra… que te pedí…?

—No. —La voz de Lorna era cada vez menos audible. Hablaba más bien en susurros—. Él… sólo sabe que… que me reuniría con Noé… por trabajo.

Sus labios vibraban de verdadero terror.

—Muy bien, rubita tetotas, muy bien. Vas aprendiendo, vas aprendiendo. ¿Ves que lo mejor era que le bajaras dos rayitas a tu dignidad? A las putas alzadas como tú solo les falta que un macho de verdad las eduque para entren en redil. Así que tranquila, preciosidad, que te noto asustada. No temas, porque si te sigues portando bien, tus tres amores estarán fuera de mis balas.

El cuerpo me seguía temblando. ¿Tres amores? ¿Fuera de sus balas? No sabía qué diablos pensar. Me contuve para no emitir ningún sonido. No quería cagarla como había hecho en la conversación de Noelia y Rosalía. ¿De qué carajos estaba hablando Heinrich y por qué Lorna estaba acobardada y llorando en silencio? ¿Por qué ese perro hijo de puta le hablaba de esa forma tan vulgar e indecente? ¿Por qué Lorna se dejaba tratar así? ¿Qué mierdas tenía qué ver yo en todo esto?

—¿Cómo… está ella? —preguntó Lorna en un acto de verdadera mortificación.

—Bien, bien, putita cachonda, mientras continúes portándote bien y le bajes a tus ínfulas de digna, ella y tus machitos estarán muy bien.

Lorna se estremeció e hizo una mueca de turbación, angustia y dolor.

—Tengo que cortar, Heinrich… que estoy por llegar a mi apartamento y…

—¿Cómo me dijiste?

—Amo… —corrigió Lorna, roja de vergüenza, miedo y humillación. Incluso se giró hacia el lado contrario de mi cara para evitar que la mirara—. Amo…

—Mira, Lornita, si te quiero convertir en una verdadera puta de lujo, lo primero que tienes que entender es quién es quién en este juego que estás por comenzar conmigo. Recuerda que te tengo aprueba, por eso no te he tocado ni te he entregado a nadie todavía. Pero eso está muy pronto de cambiar. Tienes toda la pinta de la mujer guarra, culta y sexual que necesito para mis negocios: desde que te puse el ojo supe que eras lo que necesitaba. Sin embargo, primero necesito comprobar tu fidelidad. Las reglas del juego son sencillas, rubita tetotas: tú conservarás tu vida de lujos, de placeres y la tranquilidad que te supondrá saber que estarán en paz las tres personas más importantes que tienes en tu vida… pero, en contra parte, tú te entregarás completamente a mis caprichos.

”Hasta ahora veo que has cumplido tu promesa de mantener en abstinencia al pobre de tu machito; nuestro querido Leo es tan fachero que ya me habría dicho si te hubiera agujerado. No sé cómo lo has conseguido, pero te lo aplaudo. Sí, sí, te aplaudo, rubita tetotas, te aplaudo. Y no sabes lo que deseo tronarte ese chochito rosita que te cargas. Pero todo a su tiempo, que así se disfruta más. Por cierto, cuando llegues a casa quiero que te encueres y que me mandes más videos tuyos masturbándote.

—Sí… como quieras —contestó Lorna, y pronto se terminó la llamada.

Yo me encontraba en shock, completamente horrorizado.

—¡Lorn…!

—¡No me preguntes nada, por favor, Noé! —exclamó ella abriendo la puerta y saliendo del auto disparada rumbo al edificio—. ¡No me cuestiones! ¡No lo eches todo a perder!

—¡Lorna, Por Dios! ¿Qué putas ha sido eso? —gritoneé cuando comencé a perseguirla.

Mi intención era ir detrás de ella para que me explicara todos los despropósitos que acababa de escuchar en la llamada de Heinrich; pero entonces, en mi teléfono celular apareció la pre-visualización de un mensaje de Rosalía que decía:

«Leo está en nuestra casa. Ven por favor.»