Por mis putas fantasías 2 (REDENCIÓN):Cap. 19 y 20

Cuatro años después de haberse divorciado, Lorna y Noé se vuelven a reencontrar.

19

Cuando Lorna me besó ambas mejillas y me abrazó tan fuerte como si al soltarme ella se fuera a caer a un profundo vacío, olvidé por cinco segundos que estábamos divorciados. Olvidé que ella ya no era mi esposa, que no nos amábamos, y que los sueños y planes que teníamos pendientes jamás se iban a concretar.

Su fragancia se enterró en los poros de mi piel, en mis labios, en mis ojos, en cada palpitar de mi pecho. Sentir su tacto, percibir su aroma dulce y el halo de seducción que llevaba consigo, nuevamente me cautivó. Cuando escuché su risita nos separamos, miró hacia la mesa y de inmediato hice acto de caballerosidad y me apresuré a recorrerle la silla para que se sentara, y luego yo hice lo propio, quedando frente a ella.

—Hola, mi príncipe —me saludó de nuevo, mostrándome sus dientes blancos, diciéndome el cariñito que solía emplearme cuando éramos novios.

—Hola, princesa de oro —le respondí con el mimo con que me refería a ella en las mismas fechas, sintiendo un nudo en la garganta.

—Ya, dilo —me sonrió. Su sonrisa hacía eco en mi pecho, y palpitaba, y no paraba de palpitar—, dime que me vestí como un Ferrero Rocher.

No pude evitar echarme a reír como idiota ante tal analogía. Lo cierto es que su estrecho y elegantísimo vestido, aunque era liso, brillaba con un dorado intenso semejante a la envoltura de estos chocolates italianos.

—Ni lo digas —le devolví la sonrisa—, te ves preciosa.

No me habrían alcanzado los adjetivos calificativos para describir lo espectacular que la hacía lucir ese vestidito.

Si a caso se había vestido de esa forma tan elegante, pero a su vez tan provocativo, para perturbarme y ponérmela dura, pues ¡voilà! , la muy perversa podía regodearse en su propósito cabalmente cumplido, porque lo había conseguido.

Los siguientes segundos me entretuve contemplando, embobado, la forma erótica con que se acomodaba sus cabellos áureos con los dedos, en tanto sus labios brillantes y mullidos, formando esa boquita nectarina, carnosa, delineada y ardiente, adornaban su delicioso rostro cincelado en porcelana.

¡Era tan hermosa! O será que solamente a mí me lo parecía.

Luego mis intrépidos ojos repasaron su nariz, sus labios brillantes otra vez, su fino mentón, y así descendieron hasta llegar de nuevo a su cuello… y después a su pecho.

La superficie de sus lechosos y turgentes senos se veían espectaculares allí dentro del pronunciado escote dorado, aplastados uno contra el otro y asomados, osadamente, al ras del corte en forma de una gran “m”. Me imaginé con mi cabeza hundida entre esas dos colosales esferas de carne, entregado al fino tacto de sus abultados montes. Me idealicé con sus erectos pezones rosados, duros, calientes, atrapados entre mis dientes. Luego fantaseé con mis manos estrujando sus exquisitas montañas nevadas de una en una, midiendo su forma y su tamaño, sintiendo su textura y suavidad gloriosa.

En esos escasos segundos en que no nos dijimos nada, nuestras turbulentas sensaciones tácitas, pretendieron descubrirse con presunta calma, (aunque con gran impacto y asombro).

Y la pude seguir sabroseando con la mirada de no ser porque el inoportuno camarero rompió la burbuja al entregarnos las cartas del menú.

—Pide tú primero —me instigó la belleza rubia que tenía delante—, ya ves que yo tardo siempre en elegir.

—Aunque siempre terminas pidiendo lo mismo de siempre —le recordé su divertida manía.

—O tú terminas pidiendo por mí —se acordó.

Rememorar detalles tan simples pero tan nuestros, me llenó de nostalgia.

—De acuerdo —le concedí su capricho, como solía hacerlo siempre—. En realidad no hay mucho por mirar la carta; yo quiero medio corte de filete de res parrillado, por favor.

Lorna elevó el rostro por arriba de la carta menú, y me miró con sorpresa, con aquellos ojos azules suspicaces y vacilantes.

—¿Medio filete de res, dijiste? —me preguntó incrédula.

—Pues sí… —respondí con vergüenza.

Tampoco me apetecía contarle sobre mi nuevo régimen alimenticio que me había impuesto Rosalía para no engordar.

—Pero eso no te llena ni en tu imaginación, Noé —aseguró una verdad que ella muy bien conocía—. Ay, ya, que salgan las cámaras escondidas —se rió con una expresión curiosa—, esto debe de ser una broma.

—Es en serio —le confesé con pesar—. De un tiempo para acá cuido un poco más mi alimentación.

—¿Ahora te has vuelto fitness ?

Me puse rojo por la forma en que me lo decía.

—Estoy por llegar a una edad en el que el metabolismo se vuelve más lento —repliqué las palabras con las que solía persuadirme Rosalía—. Tú eres cuatro años menor que yo, así que no te tienes que preocupar por eso todavía.

—Nada de metabolismo ni de qué nada —me reprochó la rubia meneando la cabeza—. Ya decía yo que te encontraba más desmejorado y flacucho.

¿Yo estaba desmejorado y flacucho? Suspiré nervioso, en tanto ella continuaba:

—Si quieres cuidar la línea, no hay nada mejor que el ejercicio, Noé. Mírame a mí, que trago como descosida pero me encuentro, creo yo, en mi punto.

Y vaya si estaba en su punto.

—De verdad, con medio filete me lleno —volví a engañarla.

—Eso ni tú te lo crees —concluyó abrumada—. A ver, caballero —le dijo al camarero con el tono mandón que solía emplear cuando trataba de imponer algo a alguien—, tráigale al señor un filete completo de res parrillado, con salsa bearnesa, y un vino tinto Bramare Marchiori Malbec.

Habría apostado a que unas palabras tan simples como aquellas no me iban afectar tanto en mi pecho; pero pasó.

—Todavía te acuerdas —le afirmé con añoranza.

Lorna me observó de una manera rara, y me dijo con un susurro:

—Siempre…

Tragué saliva.

Entonces, cuando el camarero le preguntó sobre lo que ella iba a pedir… se me ocurrió hacer lo propio.

—Para la dama traiga, por favor, un corte completo de Wagyu Kobe Rib Eye Cheesesteak , dorado de los bordes, acompañado con una salsa bordelesa. Para beber ella prefiere un vino blanco italiano, chardonnay, del espumoso. Ah, y un pimiento amarillo.

—Como adorno —dijimos los dos.

A Lorna le brillaron los ojos. Me sonrió, y cuando el camarero se marchó, me dijo:

—Todavía te acuerdas.

Suspiré emocionado.

—Siempre.

Mientras esperábamos nuestros platillos, decidí abordarla con el tema de negocios que nos había reunido de nuevo. Me explicó que su padre, John Beckmann, había muerto días después de nuestro divorcio, y que con la herencia que le había dejado se había dedicado a labores sociales con niños hispanos recién nacidos, enfermos, en Ladero Texas; había hecho una maestría en desarrollo infantil y, todo el año anterior, se había desempeñado como dirigente general de la instancia estatal para infantes de la corresponsalía de Monterrey. Y ahora quería montar una guardería donde ella ejercería como directora. Sentí un poco de pena por ella, sobre todo porque entendí que su instinto maternal seguía allí. Lorna podía ser una adúltera, cínica y lujuriosa, pero una cosa no quita la otra, y decir que era una buena persona, siempre noble ante las necesidades de los infantes, era verdad.

Hablamos un buen rato sobre su proyecto, desde recomendaciones sobre el terreno donde quería construir la guardería, como de los trámites fiscales necesarios para dar de alta la guardería y el régimen con el que debería consolidarse.

Comí delicioso. Lo hice con soltura, como antes, sin preocupaciones ni estrés.

—¿Qué pasa? —le pregunté cuando la sorprendí mirándome.

—Me encanta verte comer —contestó con una sonrisa traviesa. Sus ojitos azules chispearon, y me encantó percibir ese deje coqueto que era parte de su personalidad.

Las orejas se me pusieron calientes.

—Vaya filias las tuyas —le dije, bebiendo a mi copa.

Lorna hizo lo mismo, luego se relamió los labios y yo me quedé embobado, imaginando lo que sería besarlos otra vez.

—Noé, antes de continuar con nuestra charla, quiero decirte algo, pero prométeme que no ahondarás en detalles, porque me meterías en serios problemas.

Puse el seño fruncido y le respondí:

—Claro, claro, cuánto misterio. Además, sabes bien que nunca haría nada que te perjudicara —le juré.

—Lo sé —se aclaró la voz—, de todos modos quiero que me prometas que no entrarás en detalles cuando te informe… esto.

—Sí, sí, adelante —suspiré, intrigado por lo que tuviera que decirme.

Lorna me lanzó una mirada enigmática y me soltó:

—De forma inmediata pon tierra de por medio entre Heinrich y tú —su advertencia fue tan severa que me estremecí—. Mira, Noé, no me lo tomes a mal, pero yo te tenía por alguien más inteligente, pero es que a veces haces cada cosa que… bueno. Jamás debiste de ir a Babilonia, que no es un sitio para ti, ni su entorno ni su gente. —Carraspeé con pena y la dejé proseguir—. Cuando me he enterado que te ha contratado para llevar sus finanzas me dieron ganas de abofetearte, ¿cómo se te ocurre meterte al infierno estando el diablo presente?

—A ver, Lorna, tú no sabes que Paula me robó mis…

—¡Hubieras puesto a Rosalía a vender empanadas de queso o tacos de lengua afuera de tu casa si fuera necesario! —me recriminó como si estuviera enfadada por mi actitud—. Cualquier cosa es mejor que trabajar para Heinrich. A ese tipo tienes que tenerle la misma confianza que a un alacrán sinaloense. No le firmes ningún documento y no bebas nunca nada de lo que te ofrezca. Tengo motivos suficientes para creer que el esperpento ese es más peligroso de lo que aparenta, y nunca da un paso sin huarache. Tiene negocios truculentos y ahora mismo está necesitando de una persona confiable que funja como intermediario para llevarlos a cabo y me parece que esa persona eres tú. Si algo sale mal, Noé, irás a parar a la cárcel, a no ser que acabes enterrado tres metros bajo tierra.

La seriedad de su gesto y las palabras empleadas para decirme todo esto me dejaron seco por escasos segundos. Pensé en los papeles que había firmado al afroamericano (por fortuna poniendo algo así como “Joel” seguido de un garabato) y me removí en la silla, resoplando. Si Lorna se enteraba de la firma, por más falsa que fuera, seguro me clavaría su tacón en la boca.

—A ver, Lorna, ¿tú cómo sab…?

—¡Prometiste no preguntar! —me cortó de inmediato.

—¡Sí, pero es que…!

—¡Sé bueno, Noé, por favor!

—¡Es que Lorn..!

—Si insistes me iré —determinó muy segura de lo que me decía.

Me quedé callado, y con la preocupación pendiendo de mis ojos. No, no quería que se fuera. No quería dejar de estar con ella. Todavía no.

—Por cierto, Noé —suspiró, evitando tener fijos sus ojitos bellos sobre mi cara—, ¿tú…?, ¿tú sabías que hay cámaras de circuito cerrado en Babilonia?

—¡Puta madre! —exclamé, llevándome la palma a la frente—. ¡Lo sabía, lo sabía! ¡Maldito lugar de mierda! ¿Qué eso no es contra la ley? Es una violación a la intimidad.

Até cabos y concluí que alguien le había mostrado el video de mí con Paula a Rosalía, y ese alguien tenía que tener relación con el puto club. A ese alguien le di el nombre de Noelia y me dieron ganas de meter su cara a un charco con mierda. Pero… de cualquier forma, ¿cómo se había enterado Rosalía que Paula me había drogado? Refunfuñé y torcí un gesto.

Lorna hizo como que se limpiaba el cuello con el dorso y añadió:

—Pues sí… me enteré y pues… no sé, quería preguntarte si tú sabías: ya ves que ahí… pues… si uno se lo propone… podría mirar lo que hacen las otras parejas en las habitaciones.

Pensé en lo que intentaba darme a entender con su comentario y le pregunté:

—¿Leo te vio… pues… ahí… con… Gustavo?, ¿o cómo es que te enteraste de las cámaras?, ¿viste algún video?, ¿quién te dio acceso?

Lorna abrió los ojos y me sonrió:

—Muchas preguntas, niño, y yo tengo pocas respuestas. Lo que sí te puedo asegurar es que si Leo vio algún video de esos de la noche en el cuarto en que estuvimos Gustavo yo yo, proporcionados por su íntimo Heinrich, te aseguro que nada de lo que haya visto le impresionó.

Intenté dar una interpretación a su respuesta.

—Eso significa que ¿tú… y Gustavo… pues no hicieron… pues, tú sabes…?

Lorna volvió a sonreír:

—Estás muy perdido, Bichi. —Todos los que me decían Bichi lo hacían para molestarme, a modo de sorna, como una ofensa para mí. En cambio, cuando Lorna, que era quien me llamaba de esa forma desde tiempos inmemoriales, me lo decía entendí que lo hacía con cariño, y conseguía en mí un efecto bastante extraño—. A estas alturas, querido, no es por mí por quien te tienes que preocupar ahora, sino pues… por tu novia, ¿no crees?

—No, no —supe por dónde iban los tiros—, ella no folló con Samír. Lo mío con Paula pues…,

—A ver, mi príncipe, que a mí no me tienes que dar explicaciones.

—Yo lo sé, sólo quería ponerte en antecedentes. Es que. ¿Cómo te lo digo? —Me dio rabia sentirme tan nervioso ante la presencia de Lorna—. Rosalía y yo simulamos ser una pareja liberal para caer en la gracia de Heinrich y conseguir el empleo.  Porque como tú ya lo dijiste antes, pues a mí esas cosas y esos lugares no me van. Y Ross y yo acordamos que no íbamos a consumar con nuestras respectivas parejas pues nada de nada, ¿sí me entiendes?

—Sí —dijo con seriedad—, sí te entiendo… pero a mí no me tienes que convencer de lo que me dices, sino a ti mismo.

No. Yo no era tan estúpido como todos creían. Si Lorna había hecho alusión a las cámaras y a Rosalía a la vez… era porque…

¡Mierda!

Cuando me planteé la posibilidad de pedirle a Gustavo acceso a las cámaras de Babilonia me sentí un miserable, pero al final, tenía que hacerlo.

De pronto vi que mi teléfono celular timbraba. Era Rosalía. Suspiré y decidí no contestar. Si se había arrepentido de que yo me encontrara con Lorna esa noche, me dije que no la iba a escuchar. Lo hecho hecho.

—¿Sabe Rosalía que estás aquí? —me preguntó Lorna intuyendo lo que pasaba.

—Pues sí… —respondí con resignación.

Ella enarcó una ceja, con sospecha, mirando mi celular, que volvía a echar luces cuando Rosalía volvió a llamarme.

—Lo último que pudiste hacer es ocultarle que esta noche…

—Te juro que ella sabe que estoy contigo. —Lorna enarcó una ceja, incrédula.

Fue mi turno de preguntar.

—¿Sabe Leo que tú estás aquí?

—Sí —respondió agachando la vista.

—¿Y te permitió venir, así como así?

—No —contestó, encogiéndose de hombros.

—¿Entonces?

—Es mi vida, Noé, y la manejo como yo quiero. Él lo entenderá.

—No lo creo —dudé, conociendo lo impulsivo que era mi ex amigo.

—Lo tendrá que hacer —determinó mi ex mujer.

—¿Se molestará contigo si llegas tarde a casa?

Lorna rodó los ojos y me dijo:

—Leo no vive conmigo, ¿alguna otra pregunta?

Me quedé boquiabierto. No supe si alegrarme o pensar que debía de darme igual… aunque sí, sí me alegraba.

—Es que… yo pensé que…

—Anda, come —me pidió ella sonriente—, que se te enfriará tu carne.

Seguimos comiendo en silencio, (aceptando no hablar más sobre el tema de Heinrich ni de Babilonia) y después conversamos sobre la mujer de sombrero que todos los martes se sentaba en una mesa ceremonial, esperando encontrarse con algún joven que la satisficiera esa noche. Desde que éramos novios y veníamos a Lenoir, esa mujer estaba allí todos los martes.

Entonces se me ocurrió preguntarle.

—¿Lo amas?

Lorna dejó el tenedor en el plato y me miró, diciendo;

—No quiero que continuemos nuestra charla por ahí.

—Está bien —me resigné.

No quería presionarla.  Ella volvió a mirar mi teléfono, que volvía a vibrar sobre la mesa, y me dijo:

—¿Ahora te dedicas a espiar detrás de las cortinas en los baños de mujeres? —Mis ojos se abrieron como plato—. Te vi, en Babilonia, aunque pensaste que no lo hacía.

Una nueva holeada de vergüenza me sacudió por dentro.

—Lo siento… quería saludarte.

—En el baño.

No respondí. Supe lo ridículo de la situación.

—Le dijiste a Paula… que no habías vuelto por mí, y que estabas resentida conmigo porque no luché por lo nuestro.

Lorna volvió a beber, acomodó sus cabellos detrás de la oreja y contestó.

—El sordo no oye, pero bien que compone. Pero el caso es que sí, le dije más o menos así, pero lo hice  apropósito.

—¿Cómo está eso? —dudé.

—Como te digo, yo sabía que estabas allí, escondido, y la verdad es que quería que te fueras de allí.

—¿En serio me viste?

—En realidad no, pero olí tu perfume. Es único e irrepetible.

No supe qué contestar ante eso. Quise cambiar de tema, aunque en realidad todo era parte de lo mismo.

—¿Qué… has hecho de tu vida, Lorna? —le pregunté—. Además de lo que ya me dijiste de tu carrera profesional que, por cierto, es espléndida.

—Reflexionar —me lanzó una mirada afable.

—Aparte de Leo… ¿has tenido otras parejas?

Lorna lo sopesó, antes de responder.

—No te voy a engañar, Noé. He intentado rehacer mi vida algunas veces, pero no puedo.

—¿Por qué? —quise saber.

—Porque tu maldición me persigue.

—¿Mi maldición?

—Una vez me dijiste que nadie me iba amar como tú —me recordó, mirando hacia su copa—. Y es verdad. Bueno, Leo dice que me ama… pero eso es diferente. Además... pasar página, implicaría tener que dejar de pensarte. Y no quiero. Me gusta castigarme de esta manera. Saber que pude ser feliz contigo y lo eché todo a perder. Esa es una forma de autoflagelación que me ayuda.

—Oye, no, eso no está bien —me sentí responsable de lo que me decía sobre su sentir—. Creo que… al final has tenido suficiente para toda una vida.

Intentó sonreír, pero su hermoso gesto llevaba amargura.

—Mientras viva, nunca será suficiente desplazarme en un mundo donde tú no me acompañes, Noé.

No supe qué responder ante eso, así que continué con mi interrogatorio:

—¿Te has acostado con muchos hombres después de mí?

Lorna curvó una sonrisa coqueta, enarcó una ceja y me dijo:

—¿Importa eso?

—No —mentí.

—Lo supuse.

—¿Puedo preguntarte algo más?

—Adelante.

—¿Por qué con Leo?

20

—No lo entenderías —respondió la hermosa rubia después de un rato. Con sus largas uñas rojas dibujó algo invisible en el mantel.

—Aunque no lo creas… sí, creo que sí lo entiendo —admití—. Por eso te lo pido, Lorna, aléjate de Leo, igual que como tú me pides que ponga tierra de por medio con Heinrich, yo también te pido lo mismo, por favor. Aléjate de Leo. No te conviene.

—En eso no te puedo complacer —contestó resignada.

—¿Lo amas?

—Evitaré responderte a eso. —Se había incomodado.

—Entonces mi teoría es cierta —confirmé—, estás con él para protegerme. Te estás sacrificando por mí y eso no lo voy a permitir.

Lorna intentó sonreírme, para aligerar la charla, pero la noté nerviosa.

—Las cosas son como son, Noé, y ahora estoy con Leo. No hay marcha atrás.

—Pero no lo amas.

—Eso tú no lo sabes. —Su respuesta era severa.

—Aléjate de él, por favor te lo pido —le imploré.

Esta vez incliné la mitad de mi cuerpo hacia ella. Olí su perfume y quedé cautivado. Ella me miró a los ojos y me dijo:

—No puedo hacerlo.

—Por respeto a mí, Lorna, al menos por eso.  Gracias a él acabamos como acabamos.

—No fue su culpa —lo defendió, desarmándome—, sino mía. Fui yo quien cayó en tentación. Él nunca me obligó.

—Pero se acercó a ti con alevosía —intenté justificarla—. Propició que «cayeras en tentación.»

—Eso ya no importa —se resignó.

—Para mí sí. Es humillante. Al final será como si él me hubiera ganado.

—¿Entonces tu enfado no es por mí sino porque no quieres sentirte humillado? —preguntó sintiéndose un tanto ofendida.

—En parte —afirmé, volviendo al respaldo de la silla—. Pero también es por ti. Por lo que alguna vez fuimos.

—¿Y qué fuimos? —sus uñas rasparon su copa de cristal.

—No me hagas decírtelo —supliqué—. Me hace daño.

—Si ya no sientes nada por mí, eso no debería de afectarte.

Pensé en lo que me decía, y le dije:

—Tienes razón, pero me preocupo por ti. Pese a todo, sigues siendo importante en mi vida.

Lorna hizo un gesto muy bonito que no puedo interpretar. Me miró con dulzura, y me dijo:

—Noé, te aseguro que yo no soy tu enemiga, y en ningún momento estoy diciéndote que voy a destruirte. Ya lo hice una vez y no me lo he podido perdonar. Yo me conozco, y te conozco a ti. Y no, no quiero ser la causante de desordenar una vida que ya tienes hecha… aún si Rosalía no te merece.

—¿Por qué lo dices?

—Es hora de despedirnos —me dijo, y sus palabras me sonaron a un desenlace precipitado.

—Sí, pero sólo por hoy. Quiero seguir en contacto contigo —le dije casi como súplica.

—No, eso no. Nuestra distancia me ha resultado terapéutica.

—¿Me estás rechazando, Lorna?

—No te estoy rechazando, simplemente es mejor que estemos lejos, el uno del otro, por el bien de ambos.

—Quiero que al menos seamos amigos —le pedí.

—Lo siento, pero no.

—¿Por qué no? —sentí desesperación—. Vamos, Lorna, no seas tan inflexible conmigo.

Ella vaciló un momento.

—Hay muchas razones por las que tenemos que estar alejados, Noé. Entre ellas, y la menos importante para mí, Leo y Rosalía.

Me quedé en silencio, pero no cedí.

—Entonces… lo de llevar tus contabilidades… supongo que sólo fue un pretexto para vernos, ¿verdad?

—En parte —se sinceró—. Lo único positivo de la muerte de papá es la herencia que me dejó, con la cual estoy por montar en Linares una guardaría de infantes, eso es verdad. Lo que no es verdad es que yo quiera que trabajemos juntos.

—A mí no me importaría —le confesé.

—Pero a mí sí, y no quiero.

—¿Por qué no? —quise saber.

—Entre más lejos estemos mejor, Noé.

Sus palabras me pusieron triste, por eso le pregunté:

—¿Entonces por qué nos encontramos hoy?

—Para quedar en paz. Para cerrar el círculo.

Esas eran las palabras que solía usar Gustavo.

—¿Entonces con esta cena ya cerramos el círculo? —dudé—, ¿se supone que a partir de ahora quedemos en paz?

—Esa es la idea.

—¿Me estás diciendo que ya no nos volveremos a ver?

—Espero que no —me dijo desolada.

—¿Por qué?

—Porque yo no soy tan buena persona como tú, Noé.

—No entiendo.

—Si me fui de Linares y me alejé de ti no fue porque me hubiera cansado de luchar por tu amor, ni porque tú te hayas cansado de luchar por el mío. Me marché porque no quería hacerte más daño.

—Sigo sin entender.

—Si yo hubiera querido, Noé, tú ahora estarías conmigo.

Me molestó un poco la seguridad con que lo decía. Como si yo fuera un vil pelele manipulable. Aunque bueno, sí, lo era.

—No estés tan segura —traté de defenderme.

—Porque lo estoy es por el que me marché —afirmó.

—Antes mi vida pendía completamente de tus manos, Lorna. Eras mi prioridad y por quién vivía. Ahora tengo un hijo y mis prioridades han cambiado. La persona más importante de mi vida es mi Fernandito.

—Pero mientras no lo tenías, tu prioridad era yo. A ver, Noé, me duele decírtelo, pero si yo me lo hubiera propuesto habría encontrado la forma de hacerte regresar conmigo. Aquél fue un momento de inflexión en el que decidí que lo mejor era irme y dejarte ser feliz. Te hice mucho daño, Noé, y eso nunca me lo voy a perdonar. Estoy muy arrepentida.

—¿Estás tan arrepentida que por eso ahora estás con el que causante de nuestras desgracias?

No hubo tiempo de responder. El camarero volvió con la carta de postres y nos dejó una a cada cual. Yo negué con la cabeza, en tanto Lorna me observaba con curiosidad.

—¿En verdad no vas a querer un postre, Noé?

—No, en serio. La verdad es que ya estoy lleno.

—Claro que tienes hambre, Noé, tú siempre tienes hambre —lo aseveró con risitas. Si era la última vez que la vería… quise prolongar nuestro encuentro—, pero bueno, ya te hice comer eso que no querías admitir que se te antojaba, así que no te haré padecer más. Sin embargo, tampoco quiero que te quedes sin postre. Yo pediré un pastel de tres leches… y te compartiré.

Lorna le pidió al camarero un pastel de tres leches con una cereza, y el joven se marchó.

—¿Quieres que me haga indigestión tanta ingesta de calorías? —le pregunté con un mohín, imitando los ademanes de Rosalía.

—Tú sabes que oler el postre no provoca indigestión —me advirtió seductoramente, frunciendo los labios.

—¿Pretendes martirizarme haciéndome oler tu pastel de tres leches para luego nomás quedarme con el antojo? Mira si eres perversa.

Lorna se echó a reír, haciendo un gesto de malvada.

—Jamás te haría oler un postre que no te puedes comer.

—A ver si entendí bien —me rasqué la cabeza—. ¿Hay postres que se huelen y no se comen?

—Por supuesto. Yo te daré uno, aguarda.

Cuando Lorna bajó sus manos, debajo de la mesa, flexionando su cuerpo, casi entendí lo que estaba haciendo. Mi polla por poco revienta cuando la rubia se quitó su tanga negra ahí mismo, en medio de un restaurante fino y aglomerado, y levantó su puño, donde la tenía oculta.

—Acerca tu mano, Noé, que aquí tengo tu postre —cuando vi que se relamía los labios con su lengua mi entrepierna cosquilleó.

Como autómata estiré mi brazo sobre la mesa, extendí mi palma y ella puso su tanguita allí. Sonrió, mordiéndose un labio, al cabo que yo miraba hacia todos lados, cerré mi mano en puño y recogí el brazo hacia mi pecho.

—Lorna… por Dios… esto… es algo muy fuerte.

Mi ex mujer volvió a relamerse sus apetecibles labios, y luego, inclinándose hacia mí, sus tetas se balancearon, al cabo que me decía con una voz seductora:

—Muy fuerte sería obligarte a ir al baño para que con calma y sin la mirada de los comensales, pudieras oler mi tanga, palparla para que veas cómo está de mojadita, y pedirte que te corrieras sobre ella y me la devolvieras para luego yo ponérmela aquí, delante de todos, igual que cuando me la quité.

Tragué saliva, sentí las orejas calientes, y mi polla se puso más dura.

—Lorna… ¿a qué estás jugando? —quise saber.

El pecho me temblaba.

—A nada, Noé, ¿y tú? —me preguntó, llevándose el índice a los dientes.

—¿Cómo que nada?, por favor, Lorna, esto… no está bien.

—Pues una disculpa, cariño —me dijo como una niña traviesa, entrecerrando sus ojos azules.

Tener su tanga en mi puño, doliéndome el alma por no poder llevarla en ese mismo momento a la nariz y olerla… me puso como una moto.

—Está bien, pero… por favor, ya no me provoques —le pedí.

—¿Yo te provoco? —quiso saber, con una nueva sonrisita sensual.

—No, lo que quiero decir es que. Vamos, mujer, que ya sabes lo que quiero decirte.

Lorna se echó a reír.

—Entonces no me veas así, Bichi, con esa carita tan linda y tan tierna que tienes, que harás que me moje y ya no tengo una tanga que contenga los líquidos que salgan de mi vulva. Si eso pasara, no quedaría más remedio que te metieras debajo de la mesa y me comieras el coñito a fin de que me limpies la humedad. Es que tú sabes cómo me mojo, ¿te acuerdas, Bichi?, soy tan cachonda que a cualquier provocación siento mi vulva encharcada… justo como ahora.

Vi que se llevaba los dedos de su mano derecha debajo de la mesa, presuntamente hurgando entre sus labios vaginales, luego sacó los mismos dedos de debajo y me los enseñó con una mirada perversa. Estaban brillantes, mojados y sin más, delante de todos los comensales, se los llevó a la boca y se los comió. Mi polla volvió a palpitar y a mí se me fue el aire.

Me puse como un tren. Las orejas se me calentaron, mi polla volvió a babear dentro de mi bóxer, y mi pecho se estremeció. Quería levantarme, ir al baño, bajarme la bragueta y masturbarme, correrme sobre la tanga y obligar a Lorna a que se la pusiera, como ella había dicho. Estaba cachondísimo, la sangre me hervía por dentro, y mirar su pronunciado escote y el redondo de sus enormes tetas no me ayudaba en nada. Esa mujer me tenía enloquecido. La rubia tenía un poder sobrenatural sobre mí. Parpadeé un par de veces y dejé de mirarla. Tenía que alejar su embrujo de mi mente, a fin de actuar con cordura. No era para calentarme a su costa por lo que me había reunido con ella, sino para hablar de negocios y, de paso, aclarar algunas cosillas del pasado.

¿Sabría ella el efecto punzante que tenía sobre mí? ¿Se estaría burlando de mi reacción?

Su tanga en mi mano me quemaba, así que por eso la guardé en mi saco para más tarde devolvérsela. Finalmente ella se echó a reír.

—¿Lo ves, Noé? —me dijo, meneando la cabeza—, si yo hubiera querido te habría hecho volver conmigo aquella vez.

Sus palabras me bajaron la calentura de golpe.

—¿Me… has… calentado a propósito? —la reproché—, ¿querías demostrarme el poder que ejerces en mí? No lo puedo creer —dije ofendido, sintiendo vergüenza y pesar—. Ya te estarás burlando de mí, ¿verdad?, eres mala.

—Oye, no, mi pequeño príncipe —me dijo, estirando su brazo para tocar mi barbilla. Sus dedos me quemaron cuando sentí sus caricias—, no te enfades conmigo… esto lo hice para que sepas que yo no te haría daño jamás, y que por eso no es necesario que nos veamos otra vez.

Los dedos que me acariciaban con suavidad eran los mismos que se había metido a su coño. El aroma afrodisiaco por poco me vuelve loco. Cómo habría querido meterme sus deliciosos dedos a mi boca para saborearlos, para recordar el sabor de su precioso coñito empapado. Pero tuve fuerza de voluntad y suspiré, haciendo que Lorna recogiera su brazo.

—Sí, sí… está bien, entiendo —dije. Debía de estar molesto con ella, por haberse burlado de mí. Pero no podía. Era mi hechicera, mi muñequita de porcelana, mi rubia traviesa, mi pequeña mujer perversa de cristal—. Igual y podemos mantener una amistad… clandestina.

—¿De ser tu esposa ahora pasaré a ser tu amante? —se ofendió de repente.

—No, no, yo no he dicho… esa clase de amistad clandestina. Sino amistad, de la verdadera.

—No, gracias. Yo nunca me he conformado con tan poco.

—Es lo único que puedo ofrecerte, Lorna, mi sincera amistad.

—Lo siento, Noé, pero a mí no me interesa tu amistad, y tampoco regresar contigo… como pareja.

Sus palabras fueron bruscas, hirieron mi orgullo y, por eso, no me corté al devolverle el golpe con el mismo poder:

—No te preocupes por lo último, Lorna, que, dado como terminaron las cosas, ten la seguridad de que yo soy el primero en asegurarte que jamás podríamos estar juntos de nuevo. Hace tiempo que me quedó claro que, después de todo, no éramos la pareja perfecta.

—En eso te equivocas —elevó la voz—, lo éramos, la pareja perfecta, por eso nos separaron.

—Puede ser… aunque… la verdad, en las parejas perfectas no hay engaños.

—Te estabas tardando en reprochármelo.

—Oye, no, no te lo estoy reprochando, solo digo que…

—Que yo fallé —contestó—, y fue por eso que decidiste dejarme de amar.

—La que me dejó de amar fuiste tú …—le reproché.

—¡Te metiste con Paula! —exclamó con brusquedad.

—Ese fue tu error, Lorna, creerle más a otros que a tu marido.

—Pues ya que hablamos de reproches, ¿sabes cuál fue tu error, Noé? Ocultarme los antecedentes que te unían a Leo.

Me quedé callado un momento, luego respondí:

—No tenía obligación de decírtelo.

—Me dejaste en las garras de un lobo —su voz volvía a ser serena, pero había dolor en sus palabras.

—Pues mucho me parece que las garras de ese lobo vaya que te gustaron, que has vuelto con él —la acusé.

—Estoy hablando del pasado, Noé. Tú sabías que Leonardo Carvajal me estaba utilizando y me dejaste en sus garras, lo dejaste hacerlo. En esa parte sí que eres culpable. Eso es algo que hasta ahora no he logrado entender, ¿por qué te callaste?, ¿por qué lo permitiste?

—Reconozco mi error, Lorna —dije nervioso—, pero también quiero que tú seas capaz de reconocer que ya eras mayorcita, y que no necesitabas de mi advertencia para sostener tu fidelidad hacia mí. Por Dios, mujer, que Leo era mi mejor amigo, y a ti no te importó.

—¿Y Paula? —me preguntó, abriendo los ojos hasta sus órbitas—, ¡Paula era mi peor enemiga, y tampoco te importó!

—Nunca me acosté con ella.

—Ella misma me lo confesó.

—Como también me confesó toda la artillería barata con la que conspiraron contra nosotros para separarnos —le recordé.

—Y si sabías sobre esa conspiración, ¿por qué carajos me pediste el divorcio?

—¡Porque una cosa no justifica la otra, Lorna! ¿Crees que iba a poder vivir contigo, sabiendo que me pusiste los cuernos de forma tan cruel infinidad de veces? ¡En esa época redujiste mi hombría, te burlabas de mí, no querías que te penetrara, pero sí te dejabas rellenar por él…! Me corneaste una y otra vez sin compasión, cuando yo te amaba, Lorna, te juro que yo te amaba con toda mi alma. Además… al final, te amaba tanto que te perdoné… hasta que…

Su gesto fue de dolor. Guardó silencio un par de segundos y aprovechó para acomodarse su cascada dorada en su espalda.

—Yo no sé qué te habrá contado Leo ese día que lo fuiste a ver a prisión, Noé, pero estoy segura que la mitad de lo que te contó fueron puras mentiras.

—¿Estás segura? —dudé.

—Ya estamos divorciados, Noé —razonó—, a estas alturas ya no tengo por qué mentirte.

Ella tenía razón. ¿Qué más daba, mentirme ahora? Fue por eso por lo que me arriesgué a pedirle lo siguiente:

—Quiero que me lo cuentes todo, por favor, Lorna.

—¿Para qué?, ¿para hacerte más daño, Noé?

—Para olvidar.

—¿Para olvidar…? —no entendía mis palabras—. Ya te lo conté una vez y no me creíste.

—Aquella vez me contaste todo con palabras descafeinadas, no ahondaste… sólo dijiste que me habías engañado con él tres veces y fue todo. Ahora… quiero detalles, tus verdaderas razones para haberte metido con él, para haberme traicionado de forma tan vil. Anda, por favor, te lo pido, quiero que seas cruel, perversa, en cada detalle, que seas frívola…

—¿Por qué…?, ¿por qué quieres… que yo me ensañe contándote todo lo que pasó entre Leo y yo…?, ¿por qué quieres que muestre mi lado perverso contigo…?

Me sentía desesperado, impotente.

—Porque… quiero vivir en paz con Rosalía —admití, sabiendo que eso heriría su orgullo y la orillaría a confesarme su infidelidad de la forma más perversa posible—. Rosalía no se negó a que me presentara esta noche contigo, Lorna, porque tiene la esperanza de que al volver a casa yo estaré seguro de que la amo a ella, completamente… y no a ti.

La mirada de mi muñequita de porcelana era la de una mujer a la que han ofendido de la manera más despiadada. Sentí pena por ella, pero tenía que ser firme con mis decisiones.

—Y… Lorna —proseguí—, si me cuentas todo con saña… de manera pérfida y vil, pues será la única forma en la que podré sacarte de mi mente de una vez por todas y para siempre.

A Lorna se le encharcaron los ojos, entristecida, e intentó mirar para otro lado. Le vi hacer un puchero de niña, y me dieron ganas de abrazarla. Pobrecita. Me sentó mal verla así… entendí que era duro exigirle eso que le pedía, algo que tal vez a ella también la atormentaba, pero tenía que entender que era necesario.

—¿Por qué te martirizas de esta manera, por Dios, mi amor? —me dijo. El «mi amor» escapó de su boca por inercia, sin pensarlo. La miré a los ojos y ella cayó en cuenta de que lo había dicho por instinto—. Perdona… yo…

—Déjalo, no pasa nada —resollé. Lo cierto es que, que me llamara así, después de tantos años, me escalofrío cada partícula de mi cuerpo—. Por favor, Lorna… cuéntamelo.

—¡No quiero!

—¡Hazlo, dime qué tan perversa fuiste!

—¡Demasiado perversa, Noé, demasiado perversa!

—¡Pues cuéntamelo, ¿cuándo fue la primera vez que me fuiste infiel…?!, ¿fue en nuestro apartamento, como me lo dijo Leo…? ¿Follaron mil veces, como él me dijo?

Lorna tenía los ojos entrecerrados, cuando respondió:

—Tú no quieres que te cuente esto para «para olvidar» solamente, sino para odiarme a mí, ¿verdad?, tú quieres odiarme porque todavía me quieres, no sé de qué forma, si es sólo obsesión o cariño de verdad. Así que nada, viéndolo de esa forma, está bien, si lo que quieres es odiarme, pues que así sea. Te contaré mi versión, pero vámonos de aquí… Noé… —me pidió con la voz entrecortada, mirando hacia su alrededor—. Vamos al mirador, donde celebramos a solas nuestro primer aniversario: allí, al aire libre… mirando a la ciudad desde las alturas… entre la maleza, observando las estrellas, la luna llena. Y allí… si es lo que quieres… te lo contaré todo, todo… hasta la saciedad.

No nos dijimos nada hasta que llegamos al mirador. El claro estaba vacío. El herbaje, los árboles y el viento eran frescos. Lorna se descalzó, dejando las zapatillas junto a un árbol. Luego se dirigió al balaustre de piedra desde donde se veía toda la panorámica de Linares. No había luna, pero sí muchas estrellas. No había frío, pero si un fino relente. No había demonios a nuestro alrededor, pero estaba ella, mi ángel caído.

La vi apoyada en el balaustre con sus antebrazos, mientras sus piernas brillaban bajo el halo del cielo renegrido, sin ropa interior, y sin zapatos. Su piel lucía hermosa, como si fuese de plata, y su pelo continuó bailando al ritmo del viento, mientras yo me acercaba a ella.

—Hazme odiarte… Lorna… para poder olvidarte.

Vi su misterioso perfil, que era acariciado por las ráfagas de la nocturna, y me dijo:

—Ya lo dijo una vez Pablo Neruda, Noé: “Es tan corto el amor y es tan largo el olvido”, y ahora tú quieres olvidarme —sonrió con tristeza de nuevo, antes de añadir—, pues te cumpliré tu deseo. Me olvidarás y, probablemente, también me odiarás hasta mi muerte. Y también te odiarás a ti mismo, por todo lo que me hiciste sufrir. Tu egoísmo te ha hecho pensar que sólo tú has sido la víctima en nuestra historia perdida, pero no, querido mío, ahora mismo entenderás que la peor parte me la llevé yo. Sin embargo, quiero que te quede clara una cosa, Noé, escuches lo que escuches… por más cruel que parezca mi narración (que es así como lo has pedido) nunca debes de perder de vista una verdad. A pesar de todo; antes, hoy, mañana, por siempre y para siempre, tú eres y serás hasta la posteridad mi único amor, el amor de mi vida.

Nota: los siguientes tres capítulos (divididos en entrega y media) estarán narrados desde la voz de Lorna, sin la intervención emocional de Noé.