Por mis putas fantasías 2 (REDENCIÓN):Cap. 17 y 18

Previo al encuentro con Lorna, Noé pasa por diversos desencuentros con Rosalía: secretos ocultos, sospechas inciertas... y una firma de contrato con Heinrich bastante misteriosa.

17

Por más que me lo plantee, me dije que no podía engañar a Rosalía. No obstante, por más que pensé y pensé, una y otra vez, no llegué a ningún acuerdo con mi propia cabeza sobre cómo decirle sobre la cita que tendría el viernes con mi ex esposa de la mejor manera, a fin de que su reacción fuera serena.

Fui iluso, por supuesto. A ninguna pareja le cae bien cuando le dices que te tienes que reunir con tu ex, ¿para asuntos de negocios?

Cuando llegué a casa ese sábado, Noelia estaba con ella ayudándola con unos postres que habían sacado del horno para la fiesta, la cual sería pequeña y con pocos invitados. La verdad es que me sacó de onda el hecho de saber que Noelia acompañaría esa tarde a mi mujer. Ya no me fiaba de ella, y cada vez que estaba cerca de Rosalía me temblaba el pecho.

—¡La que nos estamos liando, tío! —me dijo la española, que vestía un blusón vaporoso que le llegaba un poco más arriba de la rodilla—. Anda, venga, ayuda con los postres que están en la mesa —me ordenó, con ese acento y tono peninsular que a los americanos siempre nos suena a mandón.

Rosalía estaba revisando su tableta y corroboraba que cada cosa estuviera en su lugar. Nos vimos, nos dimos un beso fugaz y me dijo dónde estaba la comida para esa tarde.

Despedí a las dos amigas y se marcharon en la camioneta de Noelia. Vi que a lo lejos los hombres vigilantes de Gustavo continuaban sus rondines por la casa con el propósito de interceptar a algún Leo que anduviera suelto por el mundo intentando matarme a mí, a mi mujer o a mi hijo. Vaya cosa.

La verdad es que a esas dos les gustaba el cotilleo y, aun si seguía dudando respecto a la reputación de la mujer de Gustavo, tuve que reconocer que hacía buenas migas con Rosalía.

Esa tarde me quedé con Fernandito, al que ahora puse un traje de pato amarillo. Por suerte teníamos aire acondicionado, de lo contrario el calor habría asado a es precioso patito al que tanto adoraba.

A espaldas de Rosalía encargué una hamburguesa al buen Benja, (con quien había creado una amistad luego de que Miranda, su ex y ahora desaparecida, lo hubiera corneado con Leo). Por desgracia él no llevó mi pedido, pues era el que las hacía, así que me tuve que conformar con comer solo y después desaparecer las evidencias, o a no ser que quisiera ser colgado de los huevos en el pino más alto de Linares. Por el fregadero me deshice del estofado con verduras que había cocinado Rosalía esa tarde para que se pensara que me había comido mi ración.

A las ocho de la noche me metí a bañar y esperé en el despacho de mi casa, junto a la cuna del niño, a que llegara mi mujer.

—¿Cómo se lo voy a decir sin que me mate?  —le dije a mi ordenador, que estaba encendiendo—. Ay, Lorna, Lorna… tenías que aparecer otra vez.

Divisé hacia la cuna y vi a mi hijo dormido, luego, miré hacia todos lados, como si me estuvieran vigilando algunas cámaras escondidas y, con torpeza, extraje una memoria USB que tenía escondida debajo de un compartimento muy pequeño que había mandado hacerle a mi escritorio de madera. Conecté la USB al PC y me salió una carpeta que había titulado:

Archivos de oficina 666

Abrí la carpeta y comencé a repasar cada uno de aquellos archivos prohibidos, que no eran otra cosa que fotografías de Lorna desnuda, en lencería y en posiciones muy eróticas, así como otras más que yo mismo le había tomado durante nuestros años de vida matrimonial. Suspiré.

Me detuve en una imagen donde ella aparecía recostada en la cama, con la cabeza de lado, ojos entrecerrados, con su cascada de oro esparcida entre las sábanas blancas, con unas medias rojas de red conteniendo sus abundantes piernas de leche flexionadas hacia la izquierda, y una prenda del mismo tono que ocultaba diminutamente el pubis que, según recuerdo, en ese entonces lo adornaba un depilado brasileño.

Me fue imposible no sacarme la polla de mi pantalón y masajearla, como lo hacía cada vez que repasaba esas fotografías (hacía mucho que no caía en la tentación de mirarlas).  Y es que mirar no es ser infiel…

Lorna apareció seductoramente de pie, mirando al espejo, en lencería negra de encajes demasiado sexys para no causarme una erección mortal, con su rodilla flexionada, con su diminuta tanga enterrada entre sus nalgas, en tanto me perdía en su contorno glorioso del que sobresalía su enorme teta derecha (que era la que salía en la cámara), erguida, redonda, con el pezón rosado paradito invitando a ser mordido.

Y ahí comencé a masturbarme.

En otra  aparecía con las piernas separadas, sentada en el sofá, con sus dedos en el preludio de su coñito mojado, rosita, abriendo sus pliegues con cuidado con sus largas uñas pintadas en rojo, como haciéndolas hacia un ladito para que una lengua jugosa y juguetona se metiera en el agujerito caliente para chuparla hasta hacerla venir.

—Ufff —se me escapó un resoplido.

Cambié de foto, pero en cualquiera que observara aparecía sexy, en posiciones sugestivas, fabulosas, ¡sus gestos, por Dios…!, en todas las fotos sus muecas eran provocadoras, cachondas; sus ojos semicerrados, su sonrisa fogosa, pidiendo a gritos que la penetraran. Luego aparecía mordiéndose el labio inferior, exudando deseo.

Cuando salía con lencería negra, ésta contrastaba violentamente con su piel albina. Una de las últimas fotos de la galería tenía un sostén que era tan diminuto y en forma de red de araña a punto de reventar, que apenas se cubrían sus aureolas sonrosadas que antecedían a un par de puntas de carne.

Lorna siempre había sido una mujer inteligente, sonriente, provocativa, cachonda y muy apasionada, probablemente por eso yo no pude seguir su ritmo y terminó poniéndome los cuernos con aquél cabrón.

Por ese motivo, verla así en las imágenes, tan atractiva, sensual, potente, en posturas tremendas, siempre sobresaliéndole sus colosales tetas (que en una de las fotos se las comía con su propia boca y en otra se las aplastaba una contra la otra con sus manos) casi me hizo correr de inmediato.

Me puse de pie, un cosquilleo gobernó mi entrepierna, y, finalmente, un chorro de semen salió disparado contra la pantalla del monitor. Terminé sudando a chorros, como solía terminar cuando follábamos hasta corrernos. Mis latidos se enfebrecían, mis piernas temblaban.

Me obligué a respirar y pensar con elocuencia. Esa rubia ya no era mi esposa. Me había traicionado. Tenía que dejar de pensar en ella, ahora, ya… En ese momento Rosalía era mi mujer y debía de respetarla, incluso de pensamiento.

—Lo siento… pero nunca te voy a perdonar —le dije a la Lorna que figuraba en la pantalla, mientras mis espermas se resbalaban a la altura de su boquita.

Mientras estaba otra vez en la ducha, con agua más fría para calmar mis ardores, recordé algo que una vez me había dicho mi amigo Sebastian cuando se enteró que había llevado a Rosalía a vivir a mi casa:

—¿Estás seguro que no fue muy precipitado juntarte con Rosalía? No sé, Noé. Ya sé que yo no soy el mejor parado para dar consejos, (sobre todo por lo que me hace Jessica y yo ahí detrás de ella) pero a veces pienso que has cometido un error. Ha sido muy forzado eso de que ya amas a Rosalía cuando no ha pasado tanto tiempo desde que te divorciaste de Lorna. Perdóname si me equivoco, hermano, pero creo que todavía ni siquiera la has superado y tú ya quieres comenzar una nueva relación.

”Piénsalo y reflexiona. ¿De veras quieres estar con Rosalía o sólo la estás usando como pretexto para terminar de olvidar a Lorna?, ¿de verdad te has enamorado de Rosalía o sólo quieres demostrarle a todos que no te vencieron, y que, a pesar de haber estado roto y hundido, ahora has sido capaz de resurgir de entre las cenizas?, ¿de verdad estás listo para volver a vivir con otra mujer… o lo que pasa es que tienes miedo de vivir solo… sin pareja? Te lo pido, hermano, que reflexiones. Si más de alguna de las afirmaciones anteriores es afirmativa, entonces no ilusiones a Rosalía, porque si no llegará un día en que la vas a lastimar. No hagas a otra lo que ya te hicieron, Noé, porque tú mejor que nadie has vivido en carne propia lo que se siente que jueguen con tus sentimientos y después te manden a la mierda.

Cerré los ojos, me sequé, volví a ponerme un pijama, verifiqué que Fernandito estuviera dormido y me fui a la cama. Me sentía tan frustrado, tan confundido y tan mierda. ¿Cómo podía estar haciéndole esto a Rosalía? Estar con ella y pensar en otra que, probablemente, nunca me había querido.

Ahora que lo pensaba, lo que estaba haciendo Lorna era muy bajo. Primero me manda un mensaje de texto perturbador que me revuelve la vida por completo, justo el día del bautizo de mi hijo; luego, dos meses después, aparece en Babilonia de la mano de mi peor enemigo, ese cabrón hijo de puta que nos rompió a ella y a mí en millones de pedazos; por si fuera poco, esa misma noche, en nuestro encuentro, pasa de mí, ignorándome, le dice a Paula que no ha vuelto por mí, (pero dice que me cuidará entre las sombras) luego me rechaza, me humilla públicamente presentándose como pareja de mi corneador, encima se acuesta con mi mejor amigo (no importa que fuese a través del juego de las llaves) y, finalmente, al día siguiente, se burla y me falta al respeto magreándose y agazajándose con su amante (porque para mí Leo, en lugar de su pareja, siempre iba a ser su amante) delante de  mí ,como una vil put...

Y encima ahora me llamaba, haciéndose pasar por una mujer respetable que pide mi ayuda para llevar las contabilidades de su nuevo negocio, ¡y yo diciéndole que sí! Sin consultar a Rosalía, quien merecía todo mi respeto por ser mi mujer, compañera, madre de mi hijo y amiga; y, por si fuera poco, me acababa de masturbar morboseando con sus putas fotos donde lucía como una guarra, ¿a caso estaba pinches putas loco? ¿En qué clase de tipejo me estaba convirtiendo para hacerle eso a mi mujer, a mi hijo y hasta mí mismo?

«Qué puto egoísta de mierda eres, Noé.»

Y como se me había hecho costumbre, me eché a gimotear como un estúpido chiquillo, de vergüenza, de miedo, de humillación. Rosalía me encontró exactamente así, destrozado y siendo víctima de mi propio veneno y envilecimiento.

—¡Perdóname, Ross, por favor, perdóname!

Rosalía, que traía un par de bolsas en las manos, echó una mirada a la cuna para saber si mis “perdones” no tenían nada que ver con algún descuido mío hacia nuestro hijo, y luego se abalanzó en la cama y me abrazó:

—¡Dios santo, flaquito, ¿estás bebiendo?!

—No… no —gimoteé, escondido entre las almohadas.

—¿Qué ocurre?, ¿qué te pasa?, ¿por qué me pides perdón…?

—Es Lorna… es ella… es ella.

Tenía los ojos cerrados, pero casi imaginé cómo el rostro de Rosalía se deformaba cuando dejó de oprimirme los hombros.

—¡No me digas que la has visto, Noé! ¡NO me lo digas! —gritó.

Yo habría esperado una reacción más comprensiva de su parte hacia mí, incluso algo más maternal, en lugar de como mujer, pero no, por impulso ella gritoneó. Y no la culpé. Tenía derecho de sentirse así.

—¡Noé, carajo, ¿te has visto con Lorna?!

—Aún no —respondí, aclarándome la voz.

Me descubrí de las cobijas, resoplé y me enderecé en la cama para intentar tranquilizarme.

—¿Qué eso de «aún no»?

—Pues eso… que aún no, aunque me lo propuso, que nos viéramos, para hablar de negocios, el viernes, a las ocho.

Dije todas las palabras tan mecánicamente que parecía una contestadora telefónica.

—¿Cómo dices? —El rostro de Rosalía era el del demonio del rencor, incapaz de procesar lo que oía.

—Pues eso… Rosalía, lo que has oído.

—¿Y me lo dices así tan campante? —volvió a gritar, extendiendo los ojos.

Parecía confundida, enfadada, aturdida también.

—¿Dónde te dijo eso? ¿Vino aquí? ¿Fue al despacho?

—NO, no, fue por teléfono, pero no al mío, sino al de la oficina.

Volvió a quedarse en silencio. Su gesto de horror me atacaba directamente en mi corazón.

—A ver, Rosalía, le dije que sí, pero no iré.

—¿Qué le dijiste que sí?

Esta vez su gesto sí que se descompuso.

—Pero ya le diré a Margarita que cancele nuestro encuentro.

—¿Te estás escuchando, Noé? —volvió a exclamar como una histérica. Sus cabellos tipo afroamericanos parecieron crisparse cuando me dijo aquello—. ¿Le dijiste que sí a esa ramera?

—Ahora le diré que no, tranquila —intenté tranquilizarla, suavizando mi voz—.  Es que… su llamada me tomó tan de sorpresa que no supe cómo reaccionar, y le dije que sí por impulso.

—¡Noé, no me tomes por imbécil! —chilló—. ¡El simple hecho de haberte planteado encontrarte con ella ya me ofende! ¡Ya me has agredido! ¡Me has faltado al respeto! ¿Cómo has podido hacerme esto?

—¡Pero no te he hecho nada, mujer, por eso mismo te estoy pidiendo perdón y te lo estoy contando! Sería peor si te lo hubiera ocultado y me hubiera visto con ella a escondidas. Escúchame, Ross, mañana le pediré a Margarita que la contacte y cancele la cita.

—¡¿Me crees que estoy pendeja?! —volvió a gritar.

—No hace falta que levantes la voz, Rosa, que despertarás al niño.

Pero su mueca y gesto me indicaron que no me daría tregua; de hecho, su reacción se parecía mucho al día que se puso histérica (con la peluca rubia) y comenzó a hacer esas horribles locuras que todavía me tenían pasmado.

—¡No me trates como una estúpida que no entiende lo que me dices, Noé! ¡No me trates como una idiota que no es capaz de comprender que me estás informando que te planteaste la posibilidad de encontrarte en un restaurante con la zorra más guarra de Linares, por la que la última vez sufrí un ataque de nervios, por la que desde la noche que la vi aparecer en Babilonia me ha provocado miedos e inseguridades que no me dejan tranquila!

—A ver, flaquita, escúchame, no me estás entendiendo, no voy a ir a verme con ella. Voy a cancelar…

—¡El que no me entiende eres tú! —Ahora estaba llorando. Sus labios temblaban y sus ojos se hundían—. ¡El simple hecho de haberlo pensando, encontrarte con ella, ya me lastima, Noé! ¡Para mí esto es tan fuerte como si me estuvieras dando una bofetada!

—A ver, Rosalía, por favor, cielo, no te lo tomes así.

—¿Cómo quieres que me lo tome?, ¿eres pendejo o te haces?

—Tampoco me agredas, por Dios.

Era la segunda vez desde que nos conocíamos que me insultaba de esta forma. Solo que ahora sí podía justificar su actitud. Estaba enfadada. Pero también me preocupaba que reaccionara de esta forma tan inconexa. Alguna vez una de sus hermanas, en forma de broma (creí) me había dicho que Rosalía padecía de los nervios, y esa era la segunda ocasión que, en verdad, protagonizaba una escena semejante. Me pregunté si tenía que llevarla con un médico.

—¿Te parecería normal si yo le hablara a Leonardo Carvajal para quedar con él?

Me ofendió un poco que siquiera pudiera comparar esto con lo otro.

—¡No es lo mismo!

—¡Claro que es lo mismo! —se defendió—. Pero lo tuyo es peor,  Noé, porque ella es tu ex mujer. ¡Lo que has hecho no tiene nombre!

—¡Que no he hecho nada, Rosalía, por amor de Dios!

—Me voy a casa de mi madre —resolvió, levantándose de la cama directo al cunero—. ¡Y me llevo a mi hijo! ¡Yo no soy de la clase de mujeres que soportan las humillaciones de su pareja por amor! ¡Me has faltado al respeto y yo no lo merezco!

No sé qué me aterrorizó más, que dijera que se iba de la casa o que añadiera que se llevaría a Fernandito.

—¡Rosalía, no! ¡Ey, cielo, deja al niño, ven! —me levanté de ipso facto, sintiéndome impotente, y fui tras ella, que estaba haciendo alarde de ir al cunero—. ¡Rosalía, no me hagas esto, te lo suplico, que yo no te he hecho nada, salvo decirte algo que no podía haberte ocultado! Yo te quiero y te respeto, y jamás haría nada que te lastimara. Tienes que creerme. Mañana mismo, aunque sea domingo, le pido a Margarita que se comunique con Lorna para cancelar nuestra cita.

—¡Desagradecido! —me acusó, cargando al niño, que se había despertado por los gritos, llorando—. ¡Eres un cabrón mentiroso y desagradecido!

Me planté frente a ella y extendí mis brazos como si pudiera formar un muro de concreto que la pudiera obligar a quedarse.

—¡No quiero que te vayas, por favor, Rosalía, por favor, por favor! —le supliqué entre gimoteos, arrodillándome en el suelo y abrazándola de las piernas, como un niño que pide perdón a su madre—. ¡Por favor, por favor, por favor…! ¡No me dejes, te lo pido, no me dejes!

Y justo en ese momento, estando en esa desesperante situación, vinieron a mi cabeza las agobiantes palabras de Lorna, cuando se puso de rodillas y me gritó, desolada y desgarrada, que no la abandonara, que no la dejara sola:

—¡No me puedes abandonar, Noé, no me puedes hacer esto! ¡Yo lo di todo por ti, perdí mi orgullo y mi respeto como mujer el día que decidí abortar a mi hijo para que no vivieras con la carga de tener que mantenerlo; me sometí a ese procedimiento incluso si sabía de los riesgos que padecería, como el de que quizás ya no pueda ser madre otra vez!

¿Cómo se hace para amar intensamente a quien te ama y odiar con el mismo poder a quien tanto daño te hizo? ¿Qué es el amor, un privilegio que envanece a quienes aman, o un castigo doloroso que se burla de quienes osan amar de verdad?

Rosalía tembló de arriba abajo, cerró los ojos y dejé que sus lágrimas cayeran por sus mejillas. Como estaba cerca de la cama, apenas hizo un movimiento para sentarse, con el niño en brazos. Como pude me arrastré y puse mi cabeza en sus muslos, como lo hacía con Lorna cuando sentía que los problemas me fogueaban el alma y ella me inspiraba valor.

—No sé qué me pasa —dijo ella entre sollozos—. Te juro que no sé lo que me pasa, perdóname, Noé. Tú sabes que no soy así…. Hace mucho que no me pasaba esto… de mis nervios pero…

¿Hace mucho que no le pasaba… de sus nervios? ¿Entonces sí estaba enferma de los nervios? Dios santo.

—¿No lo ves?, —le susurré, sintiendo el cuerpecito de mi pequeño sobre mi cabeza—, nos estamos comportando como niños inmaduros, arriesgándonos a romper todo lo que tanto trabajo nos ha costado construir, por exabruptos y decisiones que no estamos pudiendo asumir.

—Es que estoy asustada, Noé, por esa maldita arpía —se sinceró—. ¡Desde el día que descubrí su mensaje entendí que volvía! ¡Quiere destruirnos! ¡Se quiere vengar de mí por… por haberme quedado contigo!

—No, preciosa, no. Ella no puede destruir algo que ya tenemos consolidado. Algo que está cimentado no se puede derruir por nadie, ni por Leo, ni por Samír ni por ella. Al final, los únicos que pueden terminar con lo nuestro somos nosotros mismos, tú o yo, nadie más.

—¡Quiere verse contigo para decirte mentiras, cosas horribles de mí que le hice… quiero decir, que ella piensa que le hice!

—¿De qué hablas?

—De eso… de ella… de sus inventos.

—¡No entiendo!

—¡Nunca le creas nada de lo que te diga! —me obligó a mirarla a los ojos—. ¡Es una mentirosa, hará lo que sea para separarnos, Noé! ¡Es una mujer sin escrúpulos que intentará vengarse de mí…!

—A ver, Ross, tranquilízate, en todo caso de quien se vengaría sería de mí. Tú no has hecho nada.

Rosalía ya no respondió. Se puso de pie, acunó al bebé hasta que se quedó dormido, y en silencio se metió entre las cobijas. En un incómodo silencio nos abrazamos y nos dormimos hasta el amanecer.

18

Me desperté muy temprano el domingo. Me metí a mi despacho y por poco me da un infarto cuando vi que la USB seguía conectada. Agradecí al diablo que Ross casi nunca husmeara en mi oficina, sino… dios me libre la explosión de bomba atómica que las fotos de Lorna en el ordenador me hubieran podido provocar otra vez.

Escuché que Rosalía despertaba a las nueve, y en poco rato me llevó el desayuno a mi escritorio.

—¿No desayunamos juntos, como todos los domingos? —le pregunté sorprendido.

Ross tenía atado sus rizos en una trenza ligera, llevaba puestos unos shorts de mezclilla muy arriba de los muslos, y una blusa blanca con estampado, muy holgada, que le llegaba al ombligo, pues le gustaba presumir su vientre plano (al menos entre las paredes de nuestra casa).

—Invité a Noelia a desayunar conmigo —me dijo con una mueca de pena.

—Pero los domingos es para nosotros, flaquita —me quejé.

—Ya lo sé, mi cielo —se excusó ella poniendo un gesto de agobio—, pero es que… tengo un nuevo evento para organizar en estos días y ya ves que Noelia se ha empeñado en ayudarme en ello. Además está un poco… angustiada por lo de que su hija Lucía y…

—¿Noelia tiene una hija? —pregunté con sorpresa.

—No cabe duda que los hombres tienen la cabeza en mercurio —sonrió meneando la cabeza—. Lucía es hija de Noelia, tiene alrededor de… 25 años, creo… Noelia la tuvo a los 17 en un exabrupto. El caso es que hace cinco años que Lucía se vino a México siguiendo algún amor, y Noelia la siguió. Por eso está aquí. Y pues nada… ha estado angustiada porque hace tiempo que Lucía desapareció de órbita y nada, nada, yo la estoy apoyando. Pero dime, Noé, ¿te molesta que la haya invitado?

Tuve que ensayar una sonrisa.

—Pues no me molesta pero… bueno, si te va ayudar con el evento… y eso le ayuda a ella para no pensar en esa… hija que no le conocía pues ya está.

¿Un nuevo evento para organizar? ¿Ahora Noelia tenía una hija de 25 años llamada Lucía? Bah. Supuse que Rosalía la había mandado llamar para contarle nuestro percance de la noche anterior. La verdad es que me incomodaba un poco que terceras personas a nuestra relación conocieran nuestros problemas y, por si fuera poco, que tuvieran que sentirse con el derecho de juzgarnos y opinar. Bufé, pero accedí al capricho de Rosalía de verse con Noelia porque entendí que ella era la única que la contenía, incluso más de lo que yo mismo lo hacía.

Nunca entendí por qué una amiga puede tener ese poder de convencimiento sobre nuestras mujeres, en lugar del marido. ¿Es porque las amigas son más comprensivas?

—¿Entonces no estás enfadado?

—Descuida —me resigné, poniendo mi mejor cara de conformidad—, de todos modos yo tengo trabajo para hacer.

Rosalía me dejó una bandeja con un mollete con mantequilla light sin azúcar y un vaso con leche de soya. La combinación de ambos me daba arcadas, pero no había forma de persuadir a mi flaca para que me dejara comer al menos un día algo menos dietético. Finalmente me dio un beso en la frente y fue por el niño para darle de comer.

Me la pasé hasta la una de la tarde presentando las declaraciones fiscales de los clientes que ya me habían entregado sus papelerías, y corrigiendo algunos errores que mis contadoras habían cometido por descuido. Debo admitir que Paula, pese a lo hija de puta que había sido y seguía siendo conmigo, fue muy eficiente mientras la tuve conmigo. Pero bueno, ahora me las tenía que arreglar con los elementos que tenía.

Pelearme con la calculadora, la lentitud del internet (que le había dado por fallar gracias a la tormenta de la madrugada) y los cálculos que no me cuadraban me fueron indispensables para no pensar en Lorna todo ese medio día.

Al terminar con esos pendientes, decidí ir con Fernandito y llevarlo a nuestro jardín interior. Necesitaba aire puro, y también reflexionar. Me dije que era imperativo contactar a Margarita para que localizara a Lorna y cancelara la cita de mañana, así media hora después llevé al niño a la cuna y me dirigí a la sala de estar, donde los murmullos de mi mujer y su amiga hacían eco con el silencio.

Noelia y Rosalía estaban en la sala, hablando en voz baja. La mujer de Gustavo tenía desde las diez de la mañana en mi casa, y al parecer todavía no habían terminado de conversar de lo mismo:

—¿Estás segura de lo que me estás sugiriendo? —le preguntaba Rosalía a Noelia, indecisa.

Tenían una malteada de fresa, a medio llenar, cada una en la mano, sentadas en la alfombra, y recargadas en los sofás.

—Joder, tía, que llevo mil horas diciéndote lo mismo. Déjalo que hable con Lorna  y verás cómo ella misma se echará la soga al cuello. Lo último que tienes que hacer es que ellos dos cancelen la cita del viernes. Es tu oportunidad para que ambos se destruyan mutuamente. Es que anda, tía, perdona lo cruel que sonará lo que te voy a decir, pero es bien sabido por todos que un cornudo nunca se repone de sus cuernos y mucho menos perdona así como así a la adúltera en cuestión, mucho menos los machitos de este país, que mira que conozco a varios y ya  te digo.

Eso de «un cornudo nunca se repone de sus cuernos» me gustó lo mismo que una patada en los huevos. Me quedé escuchando en el umbral de la sala, detrás del pilar de mármol, a ver si Rosalía la reprendía pero nada. Me contenté con seguir oyendo los alucinantes consejos de mi comadre.

—¿Y si resulta contraproducente, Noelia? —Se notaba que Rosalía estaba preocupada y escéptica con el plan propuesto por su amiga—. Te recuerdo que esa víbora lo tenía enamorado. Lorna no dudará en usar con él toda su artillería de putona para llevárselo a la cama o para convencerlo de que me abandone.

—A ver, mujer, que fue precisamente por «putona» por lo que Noé la abandonó, ¿no me lo has dicho?

—Pues sí…

—Pues ahí está —la convenció la española—. Como te digo, todas las palabras que esa guarra diga en tu contra, se volverán contra sí misma. Nada de lo que le cuente a Noé será relevante para él. Por lo que me has contado, ahora tu novio la tiene en un concepto terrible, así que, aun si le dice mentiras o verdades a medias, él no la creerá. Déjalo ir, Rosalía, y verás cómo Noé vuelve con la cola entre las patas.

—¿Y si lo reconquista, Noelia, y si esa prostituta lo reconquista?

—Pero ¿tú de qué vas, tía? Que no, que no, que esa fresca no tiene posibilidades. Espabila, Rosalía, que una mujer tiene que tener seguridad para retener a su hombre. Además… Noé es de los blanditos.

—¿Cómo que de los blanditos?

Yo también quería saber el significado de que yo era de los blanditos .

—Me has dicho que te ha bastado con decirle que te ibas de esta casa para que se desbaratara, el pobre, ¿no?

—Pues no estoy segura de que se haya desbaratado precisamente por mí, sino más bien porque le dije que me llevaría conmigo a Fernando.

—Pues ahí lo tienes, joder —descifró Noelia—, si Fernandito es el talón de Aquiles de Noé pues ya está.

Se hubo un silencio en que yo aproveché para tragar saliva que, por cierto, estaba amarga y bastante seca. ¿En serio la madrina de mi hijo le estaba aconsejando a mi mujer que me debía chantajear con Fernandito con todo este temita del regreso de Lorna?

—Entiendo tu punto —intuyó Rosalía esperanzada—, y probablemente tengas un poco de razón.

Y encima mi mujer dejándose comer la cabeza por la otra.

—A los tíos como Noé se les puede amansar cuando hay un hijo de por medio —le explicó Noelia—. Así que no tengas miedo, hija, espabila y déjalo ir con la guarrona esa. Ya te contará lo que habló con esa ramera y verás cómo la manda a la mierda mañana mismo.

—Ahora faltará que después de su encuentro, Noé me cuente la verdad sobre lo que habló con esa —reflexionó Ross.

—¡Estoy flipando con tu negatividad, tía! —le reprochó la mujer de Gustavo—, pero ya deja de liarte con eso, que igual tú tampoco has sido sincera con él respecto a lo de Samír.

¡¿Qué?!

No pude evitar gimotear por la sorpresa, de modo que las dos mujeres se volvieron hasta donde yo estaba y se miraron asustadas entre sí. Me habían descubierto, del mismo modo en que yo había descubierto sus intenciones y secretos inconfesables.

—Por favor, cariño —se sobresaltó Rosalía—, que entras como la humedad. ¿Hace mucho que estabas ahí?

—No, yo, no, yo —tartamudeé—, pues eso, que venía por el teléfono.

¿Era posible que fuera yo el que estuviera nervioso por haber escuchado algo que se suponía tenía que permanecer en mi ignorancia?

Vi que Noelia le dedicaba una risita a su amiga para luego ponerse de pie, diciéndome;

—Pues ya está, parejita, que debo de volver a casa, que no tarda en llegar Daniela —se refería a la hija de Gustavo y Paula—, de casa de sus abuelos y debo darle de comer.

¿Qué significaba eso de «tú tampoco has sido sincera con él respecto a lo de Samír»? De golpe mis latidos se me incrementaron, sobre todo cuando Rosalía y yo nos quedamos solos tras acompañar a Noelia a la puerta.

¿Me tenía que quedar callado o preguntar?

¿«…tú tampoco has sido sincera con él respecto a lo de Samír?»

Vaya momentito.

Fue Rosalía quien rompió el hielo, en el umbral de la puerta, cuando me dijo:

—Si necesitabas el teléfono para llamar a Margarita y cancelar la cita que tienes con tu ex guarra para mañana, pues no lo hagas, que he decidido que sí o sí te tienes que encontrar con ella el viernes para que hablen de una buena vez. Aplazar ese momento me tendrá angustiada de por vida.

No sé qué reacción o respuesta había esperado Ross que yo tendría, pero seguro no fue la que esperaba.

—Rosalía, ¿qué es eso que pasó con Samír que no me has contado?

Mi mujer se puso pálida como la cera, se llevó los dedos a la frente como si se limpiara un sudor invisible y me contestó:

—¿Qué tanto escuchaste respecto a lo que me dijo Noelia?

—Lo último, creo.

—Pues entonces también ya sabes cuáles son mis razones para que te veas con Lorna. Entre más pronto te desencantes de ella, mejor será para nosotros.

—Te hice una pregunta respecto a Samír, y quiero la verdad.

Rosalía caminó en dirección a nuestra habitación, con premura, en busca del niño, mientras me decía muy quitada de la pena.

—¿Qué pretendes hacer, Noé, ahora que has encontrado la excusa perfecta para largarte con esa mujer sin remordimientos, justificándote con lo que supuestamente yo te estoy ocultando de Samír?

—Lo único que pretendo es la verdad, ¿follaste con Samír? Sólo dímelo y ya.

—Cómo te encantaría que mi respuesta fuera afirmativa, ¿verdad, Noé? Así tendrías carta blanca para hacer lo que te diera la gana con esa guarra.

Rosalía abrió la puerta de la habitación y buscó la mamila.

—Por favor, Rosalía, ya deja de usar esos adjetivos con ella, que no te ha hecho nada.

El niño hizo algunos ruiditos con la boca, seguía dormido.

—¿Ahora la defiendes?

—Ahora quiero saber lo de Samír, ¿me lo puedes contar, por favor?

Me senté en la cama y esperé a que Rosalía respondiera. Estaba poniéndole polvo a la mamila.

—Samír intentó propasarse conmigo, pero yo no lo dejé.

Tragué saliva otra vez.

—¿Y eso es tan grave para habérmelo ocultado?

Rosalía resopló mientras ponía agua al frasco y lo agitaba para que se revolviera con la leche en polvo.

—Es grave porque, visto lo visto, últimamente andas de un puto genio que seguro lo buscas y se lo reclamas, Noé. Y la verdad es que yo lo que menos quiero ahora son problemas. Ya tenemos una edad en que lo mejor es dejar las cosas sin sentido pasar.

—¿Samír intentó propasarse contigo y él te dice «gracias por lo de la noche» y tú le respondes «gracias a ti»?

—¡Eso fue por lo del masaje, carajo! —exclamó, sin paciencia.

—¿Él se propasa contigo y tú lo premias dándole un masaje?

Todo era tan extraño y tan confuso.

—¡Fue una forma de compensar mi renuencia para acostarme con él, Noé, ya te lo había explicado! Lo de propasarse es sólo un decir. Él intentó tocarme, pero yo le dije que no, y ya está, no insistió más. Eso es todo, déjate de hacerte películas.

—Es que me parece ilógico que hayas tenido que ocultarme algo tan «sin sentido» como dices, y que Noelia te lo dijera de esa forma tan misteriosa. ¿Se lo cuentas a ella y a mí  no, que soy tu pareja? No es normal que me lo hayas ocultado si no era tan grave.

En ese momento Rosalía se volvió para verme, su mueca se deformó al de una leona enfurecida y me soltó, con la mamila en mano;

—¿Así como tú me ocultaste que te follaste a Paula, aun si ella te drogó y te puso viagra en la bebida para que no pusieras resistencia?

Si no sufrí un infarto en ese momento fue quizá porque era verdad que las porquerías dietéticas que había estado tragando en los últimos dos años habían protegido mi corazón para evitar colapsar en discusiones como estas. Menos mal estaba sentado o me habría roto la cabeza de un colapso.

—¿Que como me enteré, me vas a preguntar? —se me adelantó cuando vio que me quedé mudo y obnubilado—. Las mujeres nos enteramos de todo lo que pasa en esta vida, y si no te armé un show, Noé, fue porque yo sí entendí lo que pasó. Sentí empatía por ti. Esa estúpida claramente me confesó hizo aquello con ventaja y con alevosía, porque estaba segura que tú te ibas a negar. Como es lógico, yo no le reclamé cuando la vi ahí toda fresca conversando con Jessica porque se supone que el juego de las llaves era para que cada pareja consumara la noche con su acompañante.

—¿Cómo te enteraste?

—¿En serio te preocupa más saber cómo me enteré en lugar de preguntarme cómo me siento? —vociferó.

—¡Es que quiero saber si… me grabaron… si confabularon contra mí… contra ti…. Contra…!

—Me dolió que me lo ocultaras durante el camino de regreso, Noé, mientras tú me hacías un escándalo por el masaje que le di a Samír, pero, no obstante, intenté comprenderte, conocer las motivaciones que te llevaron a callarlo. Entendí que lo hiciste para no lastimarme, y si yo no te guardo rencor por ese hecho es simplemente porque sé que tú te resististe, y que en tus cuatro sentidos jamás… habrías hecho algo así. Además si estabas drogado a lo mejor ni te acuerdas y pues eso, que ya no importa.

¿Cómo putas se había enterado Rosalía sobre lo que había pasado con Paula? No, no, no, aquí había gato encerrado.  Respiré profundamente y esperé a que Rosalía continuara;

—Lo que sí importa, Noé, es que no me parece justo que tú ahora vengas de mártir acusándome por algo que entendiste mal respecto a Samír, sabiendo que tú también tienes cola que te pisen.

—Estuve drogado, Rosalía, y como dices, no me acuerdo de nada, por eso no te conté… sobre eso. Pero tú, con Samír…  lo que le dijiste a Noelia… —Al final sentí que ya no tenía caso seguir discutiendo en algo que no me iba a llevar a ningún lado. Después de todo, Rosalía tenía razón, y si yo le había ocultado información, pues no debía enfadarme porque ella hubiera hecho lo mismo. Lo que sí es verdad es que esto de ocultarnos cosas no era bueno para nuestra relación—. Pues ya está, déjalo entonces. Y pues, sí, visto lo visto, como tú dices, creo que lo mejor será que las cosas sigan su curso y el viernes sí me encuentre con Lorna.

—Pero tampoco lo digas en ese tonito —me reclamó, acercándose a la cuna—, que más parece que intentas vengarte de mí, no sé de qué, con ese dichoso encuentro. Es mejor que te relajes y hagas las cosas como deben de ser, Noé, porque si no… porque si no…

—¿Porque si no qué? —exclamé, poniéndome de pie—, ¿me amenazarás con irte a casa de tu madre y llevarte a Fernandito contigo? —le recordé las recomendaciones de Noelia—. Por favor, Rosalía, a ver si se inventan entre Noelia y tú chantajes menos nefastos y telenoveleros.

Esa noche tampoco hicimos el amor… ni esa noche ni ninguna otra en esa semana. Entre otras cosas porque, al parecer, le había llegado la regla, aunque yo nunca me enteraba bien de esas cosas porque Rosalía era bastante pudorosa. Estábamos en abstinencia sexual desde el juego de las llaves, y por enésima vez me dije que había sido un tremendo error haber ido a ese puto lugar. Casi me daban ganas de mandar a la mierda el trabajo de Heinrich y poner tierra de por medio con Gustavo y su mujer.

Pero, lo que sí era imperativo, era encontrarme con mi ex esposa, y que pasara lo que tenía que pasar.

El lunes me presenté al mediodía con Heinrich en su oficina como habíamos acordado. Lo confieso, lo último que quería era encontrarme con Leo (al fin y al cabo también era socio de ese chingado club), no sabría qué hacer o decirle en un caso así. Por fortuna Gustavo me interceptó en la entrada, me dio un abrazo (ya se le había pasado lo serio y pesado conmigo) y me condujo hasta donde Heinrich, con quien me dejó a solas.

—Mi querido y encantador Joel, yo aquí, con el placer de verte —me invitó una cerveza corona que no bebí, y me ofreció la sonrisa más rancia y cansina que hubiera podido ver en la vida.

Hablamos por casi una hora de cuáles serían mis funciones en sus contabilidades y después se empeñó a que yo firmara unos papeles que tuve la precaución de leer con lupa. No pude quitarme de mi cabeza la posibilidad de que Heinrich estuviera coludido con Leo, en secreto, y me estuvieran intentando hacer una encerrona y ahora ser yo quien terminara en la cárcel. Por las dudas firmé mal, ya habría tiempo de corregir ese detalle cuando corroborara que el contrato estuviera correcto.

En ese momento recibí una llamada de Margarita, mi mano derecha, me disculpé con el afroamericano y salí atender la llamada por diez minutos. Era para autorizar unas transacciones electrónicas de uno de mis clientes. Cuando regresé a la oficina de Heinrich, vi un gesto extraño en su cara. Al hombre se le iba el aliento y le venía. Entrecerraba los ojos y respiraba agitadamente. Me senté de nuevo donde antes y él, que parecía convulso, y con su misma sonrisa sardónica de siempre, sacó de un cajón un sobre con dórales, y me lo entregó, diciéndome que era un adelanto de mi paga.

Revisé el interior del sobre y me encontré con que me había entregado lo de dos mensualidades juntas. ¿Que si me hice el digno y le dije que no podía recibirlo, por ética profesional? Claro que no. Pensé en la organización que debía preparar para mi conmemoración de aniversario con mi Ross y respiré aliviado. Además, el cabrón negro me la debía. Así que, sin rastro de culpa, guardé los billetes y Heinrich se echó a reír.

—Eres decidido, Joel. Así me gusta, así me gusta… ahhh —se carcajeó, bufando, a la vez que daba caladas a un puro como si fuese un mafioso italiano de los años 50s—. Como también me gustará qu…e vengas con tu preciosi…dad de mu…jer a una recepción que da…ré el próximo 21 de agosto, en dos… semanas más... No te preocupes, que la organizaré en mi residencia, en avenida imperial nú…mero 35.

La forma de hablar, bufar y removerse en la silla me dejó anonadado. Fruncí el ceño y le pregunté:

—Heinrich… ¿estás bien…?

—Con la puta que me la está mamando aquí debajo… ufff… estoy…. Mejor que bieeen.

Las orejas se me pusieron rojas por el bochorno. Puesto que el escritorio de Heinrich estaba cubierto por delante, no me había dado cuenta que… alguien se había metido debajo para comerle la polla. ¿A qué hora habría entrado a la oficina esa mujer? No quise saber. De todos modos a mí qué me importaba. Lo que sí es que quería largarme de allí cuanto antes. Me sentía incómodo viendo los gestos pervertidos y de satisfacción que tenía ese negro mientras la tipa esa, a la que ni siquiera le podía ver el pelo, se la mamaba.

—No sé si podremos ir a tu recepción, Heinrich —le respondí, feliz de tener la excusa perfecta para eludir su invitación—, el sábado 22 de agosto celebro mi aniversario con Rosalía y tengo pensado llevarla de viaje.

—Ah, por Dios, que puta tan mamadoraaa —gimoteó, volvió a darle caladas al puro—. Ahora los huevos, cabrona, los huevos…. —Me sentía fuera de jugada. Respiré hondo para que mi nuevo jefe supiera que yo estaba allí y espabiló—. Mira… Joel… te propongo algo; ese día cerraré un contrato muy jugoso con… unos cole…gas bastante importa…ntes. Son negocios… turbios, tú ya sabes. Quiero que me hagas un gran favor esa noche… y por eso es impera…tivo que vayas.

La forma en que me lo dijo me trajo dudas y temor. Cerró los ojos por la chupada de huevos que le estaban dando al descarado y lo cuestioné:

—¿Qué favor?

—Ohhh, perra mamona, así, así… Mira, Joel, es… un… favor… Ya lo verás esa noche… ¡intercala, puta, huevos y polla!, mira Joel… yo sé que eres listo, y que ya te lo imagi…narás.

—Noé, Heinrich, me llamo Noé, carajo… y con todo respeto —suspiré, viendo cómo se meneaba sobre la silla, gruñendo entre suspiros—, pero a mí no me gustan esos… negocios turbios, ni los misterios.

El afroamericano se acomodó en la silla, puso su mano sobre la presunta cabeza de su amante en turno y comenzó a subirla y bajarla, haciendo una mueca de placer: luego, con los ojos cerrados y con su mano libre, hizo girar una pistola argentada que estaba en su escritorio de caoba (y que no había visto al llegar) y me sonrió, diciendo:

—Como te digo, mucha…cho, a mí me… producen… nervios cuando me contra…rían, ade…más, ya te he di…cho que te considero listo. Así que no se hable más, te espero el 21 de agosto y, por supuesto, es imperativo que lleves a tu mu…jer...cita...

El pecho se me estremeció al escuchar su tono de voz.

—Si voy a tu fiesta, por ese negocio —le advertí—, que todavía no sé si podré ir, la verdad, ten la seguridad de que iré solo. Yo no mezclo a mi mujer con mis negocios.

Heinrich enarcó una ceja, rugió como un toro en brama, siguió bajando y subiendo su mano bajo el escritorio y continuó girando el arma con sus dedos libres…

—El 21 de agosto, licenciado Guill…én —me dijo con frialdad—, tú y tu mujer en mi ca…sa.

Y me fui a mi despacho tan pronto como pude.

No quise pensar en esa puta invitación en toda la semana, a la cual, por supuesto, ni una mierda que iba a ir. Encima todo el viernes tuve remordimientos en la oficina.  Me sabía mal hacerle padecer a Rosalía este trago amargo. Pero es que sí o sí tenía que hablar con Lorna. Tenía que cerrar mi círculo con ella para poder continuar con mi vida plenamente. Llevé un perfume caro en mi portafolio sin que mi mujer se diera cuenta y puse mayor empeño en mi aseo personal que otros días. De todos modos no me pude concentrar.

«Confío en ti» me había mandado por mensaje Rosalía a las 7:45 de la tarde. «No dudes en mí, jamás» le respondí.

Ahora yo esperaba cumplir a cabalidad esa promesa.

A la hora pactada, con un traje negro y camisa azul de rayas oscuras que había mandado traer de la tintorería (y que me puse directamente en el baño del despacho), yo ya estaba esperando en el reservado de Lenoir, un elegante restaurante de cortes finos que había sido el predilecto de Lorna y mío, y testigo de conmemoraciones importantes durante nuestro noviazgo y matrimonio.

Con una sonrisa morbosa recordé aquella noche en que… bueno; en que ella, entre sus locuras, me convenció para que hiciéramos el amor en los baños para damas de ese lugar. Fue tan excitante ese momento, yo sentado sobre el inodoro mientras ella, con su vestidito morado arremangado, sus tetas al aire rebotándome en la cara, su tanga corrida hacia un ladito,  me montaba vertiginosamente como una perra en celo, gimiendo apasionada como ella sólo sabía hacerlo, aunado a la adrenalina de que pudiéramos ser descubiertos por cualquiera que entrara en el momento menos esperado.

El recuerdo me la puso dura, pero mirar entrar a aquella extraordinaria diosa rubia, deslumbrante, y con una sonrisa seductora, me la puso más tiesa aún.

—Lorna —susurré cuando, embutida en aquél coqueto vestidito dorado, (y andando entre tacones altos) se posicionó delante de mí.

—Mi querido Noé —contestó con voz hechicera, sonriéndome y enarcando una ceja cual diva, en tanto sus preciosos ojos azules me miraban fijamente—. Cuánto tiempo...