Por mis putas fantasías 2 (REDENCIÓN):Cap. 15 y 16

¿Lo que sucede en Babilonia se queda en Babilonia?, ¿o se recuerda el resto de tu vida? Ha amanecido, y recoger con cordura los estragos de la noche en el club swinger no será fácil para Noé.

15

Tuve la horrible sensación de que la cama saltaba como la de la niña del exorcista, así de tremenda y desmesurada era la cogida que el machito ese le estaba propinando a la mujer en cuestión, misma que estaba de frente a mí, a cuatro patas, pero con la cabeza hundida en el almohadón, y con su culo en pompa entregado a su macho, que la penetraba sin parar, violentamente, azotándole las nalgas con sus palmas.

—¡Sigue, cabrón, sigue cabrón, que buena tranca tienes! —le gritaba Noelia a Leo, extasiada, mientras el mastodonte resollaba como un toro en brama al tiempo que el sonido de sus huevos, chocando contra las nalgas de la mujer de Gustavo, hacían eco en la habitación, aunado a los gemidos desaforados de la caliente fémina.

La brutal imagen que tenía ante mis ojos de Noelia siendo empalada por aquél pervertido, sometida, entregada, cachonda, esclava de sus deseos e inmoralidades, me dejó perplejo. Es que vamos, era la esposa de mi mejor amigo, la madrina de mi hijo, la íntima amiga de Rosalía... la misma que le había estado comiendo la cabeza durante los últimos días. Siempre la había tenido como una dama refinada, respetable, trabajadora e independiente (no es que no supiera del tipo de relación abierta que tenía con el pelirrojo), pero de saberlo a mirarlo con mis propios ojos, con una presentación tan pornográfica como ésta la verdad que sí me sorprendió.

Intuí que la empalmada que me acometió se debió al viagra y no a la situación, pues la escena, en sí, me resultaba espeluznante. Ver a Leo follando de inmediato me remontaba a aquella noche en su apartamento… y mi pecho se desbocaba.

Hasta tuve pena por Gustavo…

—¡Grita, cabrona, grita, así, así —le exigía el patán de Leo, que con su mano tenía hundida de perfil la mitad del rostro de Noelia—, así, grita más, que te escuche el cabrón de tu marido donde quiera que esté ahora!

Los berridos se incrementaron, igual que las nalgadas en el culo de Noelia.

—¡Ahhh, por Dios, por Diosss! —se desbarataba mi comadre pegando de chillidos escandalosos, como si una anaconda le estuviera devorando las entrañas por dentro—. ¡Me revientas, cabrón, me revientas! ¡Qué buena tranca, joder, que buena tranca!

El habitáculo se llenó de un hervidero de gritos y carraspeos que armonizaban el panorama voluptuoso que protagonizaban aquellos dos.

Lo que me sorprendió fue la naturalidad y complicidad con que aquellos dos se hablaban  mientras fornicaban, hecho que me recordó a Leo y Lorna la madrugada que los encontré interpretando una escena parecida.

Gimoteé por la sorpresa.

Fue justo en ese momento cuando Leo levantó la cabeza y me observó, enseñándome una sonrisa burlona que por poco me seca los huevos. Su mirada fue fría, igual que su álgida sonrisa, y tan pronto me descubrió espiándolos, aceleró el ritmo de sus perforadas, haciendo gritar a su hembra en turno con más placer, como si quisiera demostrarme la máquina sexual que era, poniéndome como referencia de un mal cogedor.

—¡Ahhh! ¡Joder, Leo! ¡Joder! ¡Sigue… sigue! —le rogaba la española convulsionando como una posesa.

Los gemidos de Noelia eran más bien gritos desbocados, agónicos, estrepitosos, excitantes. Y no era para menos dada la potencia con que estaba siendo perforada. Ver a la madrina de Fernandito siendo empotrada de forma tan salvaje y fastuosa me pareció muy fuerte y hasta bochornosa.

—Muy buena chica, damita cachonda —le dijo Leo sin dejar de mirarme con penetrante y mordaz expresión, sin extinguir su diabólica sonrisa ni las brazas verdes de sus iris—, has sido muy buena chica, pequeña, muy buena chica, y ahora toca premiarte rompiéndote el orto.

Esas palabras procedentes de la boca de Leo dirigidas a Noelia me hicieron reaccionar y cerrar la puerta de sopetón.

Retrocedí agitado hasta que chocó mi espalda contra el muro contrario. Cerré los ojos y me volvió el dolor de cabeza.

Yo no creía en las casualidades, y algo me decía que el que estuviera la puerta entreabierta había sido con un propósito sumamente perturbador: que yo atestiguara en primera fila lo que ocurría allí dentro, la pregunta era… ¿para qué?

Y luego estaba la complicidad entre los dos amantes, lo que se decían, la forma exultante y hasta maniaca en que Leo la follaba, y ella sin reprocharle nada… ¿era normal que una pareja de recién conocidos se entregaran en su primer encuentro sexual de la forma tan brutal y frenética como esos dos lo estaban haciendo?

O me estaba volviendo un puto loco paranoico con delirios de persecución… o Noelia y Leo ya se conocían de antes.

¡Mierda!

¿Era eso posible?

¡No, por Dios, no!

¿Qué significaba eso de «Muy buena chica, damita cachonda… has sido muy buena chica… y ahora toca premiarte rompiéndote el orto»?

¿Leo se refería a que había sido «muy buena chica» por su desenvolvimiento durante el sexo de esa noche… o a otra cosa?

Pensé en Gustavo y en lo que me había dicho respecto a lo arrepentido que se encontraba por no haberle hablado nunca a Noelia sobre el tronador de coños. Sin embargo, algo me decía que probablemente que no era tan así…

También era probable que Rosalía le hubiera hablado sobre Leo en alguno de sus cotilleos como las buenas amigas que eran; aunque, de ser así, lo mínimo que Noelia habría podido sentir por Leo era asco, tras enterarse de su perverso juego contra mi anterior matrimonio. En cambio, yo la había descubierto encantada con él, casi admirada, entregada a su enorme rabo.

Aunque también era probable que no pasara nada y que todos mis temores fueran simplemente figuraciones mías.

Cuánto misterio.

Por lo menos había descubierto dos cosas; Rosalía no estaba en la habitación contigua, ni mucho menos drogada; la tanga que me había enseñado Paula no le pertenecía y, dadas las circunstancias, lo más probable era que a esas horas estuviera dormida.

La incógnita ahora también era si Paula seguía de aliada con Leo o, como me lo había hecho entrever el otro día en mi oficina, le había perdido la pista desde que lo encerráramos en la cárcel y ahora estuviera con miedo por las represalias que éste pudiera tener contra ella…

Y conmigo.

Pero, entonces, ¿dónde estaba Rosalía?

Volví a mirar la habitación 65 y me di por vencido.

Lo que quedó de la madrugada la pasé tomando agua con sal (para la resaca) en la sala donde nos habíamos encontrado todos horas antes, donde el afroamericano había organizado el juego. Heinrich había dicho que ese sería el punto de encuentro al amanecer para reencontrarnos con nuestras respectivas mujeres, así que no creí que pasara nada si me iba desde ahora a ese lugar. Con suerte me dormía y se me pasaba más rápido el rato.

¿Y si Heinrich me descubría allí en lugar de estar en la habitación con Paula… qué le diría? Naaa. Pensé que el afroamericano jamás perdería la oportunidad de tronarse a Jessica, la pelirroja de plástico, por andar merodeando entre los pasillos.

De todos modos me sentí un poco ridículo. Todo el mundo estaba en lo suyo, y yo allí, casi solo, mirando volar los mocos.

La sala estaba casi vacía. Todos los afiliados al club debían estar cogiendo en las habitaciones del segundo piso. Todos, menos yo…

Y Rosalía… confié.

El aroma de uno que otro cigarrillo por allí, alcohol y conversaciones discretas fueron el aliciente para que me arrullara y me quedara dormido, tras decidir que no tenía caso que me pasara el resto de la noche buscando a Rosalía de cuarto por cuarto. Yo confiaba en ella, y así tenía que quedar todo, como una mentira más de Paula y miedos infundados que me habían querido agarrar desprevenido.

Me despertaron los murmullos, al amanecer. Me incorporé y vi que había personas en la barra. Todo el mundo llevaba puestos sus antifaces, aunque la ropa ya la traían menos pulcra que antes,

Me fijé en la hora y descubrí que ya eran las 8:45 de la mañana. Pfff. Qué boca tan seca, la mía.

¿Dónde estaba Rosalía? Husmeé en su teléfono y tenía la misma última conexión de la «1:05 am»

Bostecé y vi a Sebastian y a la brasileña conversando en la parte opuesta de donde yo estaba recostado. Al menos alguien se la había pasado bien esa noche. Mi querido hacker merecía ser feliz, lejos de las garras de Jessica.

Bostecé y a los minutos Sebastian me saludó con la mirada al advertirme despierto. Hizo alarde de querer acercarse a mí para saludarme, pero le dije con una mueca que no hacía falta. Preferí que continuara conversando con la brasileña a que viniera a preguntarme cómo me había ido con Paula, y cómo me sentía respecto a Ross y Samír, y hasta de Lorna y Gustavo.

Me levanté y fui a la barra por un café. Por fortuna lo había. Otra cosa que me alegraba es que ya no me dolía la cabeza, pero aún sentía mi polla un poco erecta, ¿era posible?

Al poco rato aparecieron Paula y Jessica, con sus mismos atuendos de la noche anterior, aunque ahora con sus cabellos sujetos en una cola de caballo. El glamour no podía durarles toda la noche, estaba claro.

Llegaron a la sala, entrelazadas del brazo. Paula le susurraba cosas que Jessica, por su gesto de sorpresa, no podía creer. Me supuse que le estaba contando lo que habíamos hecho en la habitación, y me pregunté qué tan sincera iba a ser al narrarle todos los hechos.

Cuando ese par de arpías me miraron desde lejos, se sonrieron, luego se sentaron junto a la brasileña y Sebastian. Jessica pareció un poco molesta de que su marido hubiera pasado de ella, así que se limitó a continuar susurrándose con María Paula Miranda.

Bostecé e hice por llamar otra vez a Rosalía.

Mala suerte. El teléfono seguía apagado.

A las 9:20 a.m. la desesperación se apoderó de mí produciendo que me doliera la panza. Eran contracciones de preocupación. Colitis, había dicho alguna vez el médico, por ser tan preocupón . Llamé a Susana, la cuidadora de mi Fenandito, y le informé que nos esperara un rato más. Aproveché para preguntarle sobre mi hijo y me dijo que estaba muy bien, que apenas si había dado lata durante la noche y que había tomado las mamilas sin echar en falta la leche de pecho de su madre.

Y como las sorpresas nunca llegan solas, Susana me informó que Rosalía le acababa de llamar para decirle lo mismo que yo, que llegaríamos en un rato más.

Como era de esperarse, que Ross y yo le habláramos a la enfermera por separado para decirle las mismas noticias la tenían un tanto contrariada, lo noté porque no tuvo reparos en preguntarme de nuevo si no estábamos juntos.

Claro que le dije que sí, y me excusé de nuevo explicándole que seguramente ella le habría llamado mientras yo estaba en el baño, que por eso no me había enterado.

Lo importante es que lo que me había dicho Susana me dejó otra vez descolocado. ¿Rosalía la había llamado para decirle que en un rato llegábamos…?, no obstante, ¿cuando yo le marcaba me parecía que su teléfono estaba apagado?

¿Qué significaba todo aquello?

¿Había encendido su celular?

Pues no. La volví a llamar y me siguió apareciendo el mismo mensaje «estimado usuario, el número que usted marcó se encuentra apagado o fuera de servicio.»

¡Carajo!

De por sí la paciencia no era una de mis virtudes, la resaca que tenía de la noche (aunque no tenía dolores musculares) me estaban atacando con taquicardia, y si a esto añadíamos que no tenía noticias de Rosalía desde que Samír la arrancara de mis brazos la noche anterior, pues ya se sabrá la desesperación que cargaba en mi cuerpo.

A las 9:40 me pregunté por qué chingados tardaban tanto en aparecer el resto de parejas, dícese de Gustavo y Lorna, Leo y Noelia y… por supuesto, Rosalía y Samír. Tampoco Heinrich se veía por ningún lado.

Las tripas se me revolvieron cuando miré a Lorna caminar en tacones, muy elegante y propia, portando un vestido diferente al de la noche anterior (de color rosa y muy corto) hacia el servicio donde había tenido el encontronazo con Paula la noche anterior. Mi ex rubia era muy vanidosa, y nunca permitía que nadie la viera en fachas. Incluso cuando vivíamos juntos solía levantarse temprano para que yo siempre la encontrara preciosa.

Mi agitación se volvió más densa cuando vi aparecer a mi compadre Gustavo, que en lugar de venir a la sala para saludarme, se desplazó hasta un viejo amigo suyo que lo estaba llamando para presentarle a aquellas dos chicas con las que platicaba, y tras él, cinco minutos después, se presentaron Leo y Samír.

Estos dos chulitos castrosos de porquería (que tenían el don de encresparme las bolas cuando aparecían)  llegaron a la sala con tremendas carcajadas, palmeándose los hombros como si celebraran la victoria de sus equipos favoritos en la champios league. Si de por sí cada uno por individual me parecía insoportable, tenerlos que lidiar juntos me resultaba apocalíptico. El par de idiotas llevaban los mismos trajes de la noche, pero ya sin sus sacos ni sus corbatas, y con los botones superiores de sus camisas desabotonadas, enseñando un poco sus delineados pectorales.

Menudos presumidos.

Tragué saliva y los vi sentarse en la esquina opuesta donde Lorna y Leo se habían sentado la noche anterior.

No es que fuera un cobarde, pero la presencia de Leo en mi entorno me estaba comenzando a intimidar. Creo que me asustaba más su pasividad que si se me hubiera plantado de frente para amenazarme de tajo a tajo. ¿Qué estaba tramando contra mí? No me podía fiar de su supuesto desinterés hacia mi persona o mi pequeña familia.

Por poco menos de lo que le hice dos años atrás había liderado una conspiración en mi contra, y había acabado con mi matrimonio. ¿Para él sería suficiente haber salido de la cárcel y haberse quedado con la que fuera mi mujer? No, claro que no. Y qué ilusa era Lorna si pensaba que era así.

Durante los siguientes diez minutos sus cuchicheos, miradas burlonas hacia mí y hacia Gustavo, que seguía en la barra con aquél amigo, eran las únicas que se escuchaban en la sala.

Y Noelia, Rosalía y Heinrich seguían sin aparecer. Quise levantarme e ir hasta Gustavo para preguntar si sabía algo de ellas, pero no quise parecer paranoico. Jessica y Paula se levantaron y fueron a la barra a pedir un par de cafés y finalmente Gustavo se acercó a la sala.

Apenas me observó, pasando junto al costado de los dos chulitos, su rostro me enseñó una expresión rara, como de culpable… ¿Por haberse acostado con Lorna?, ¿de verdad lo habían hecho?, ¿en serio habrían sido capaces?

—Espero hayas disfrutado a mi hembra —le dijo Leo a Gustavo cuando éste se sentó junto a mí, con la misma mueca seria de antes—. ¿Te dejó dormir? Es que es una bomba sexual, ¿a que sí?

No supe a quién incomodaban más esas afirmaciones, si a Gustavo o a mí. Era evidente que mi mejor amigo no había podido con la tentación de tener para él solo durante una noche a una escultural y maravillosa rubia de ojos azules, con semejantes tetas, y no hacerle nada. Se la había cogido, y asumirlo esa mañana me contrajo el vientre. Gustavo se había follado a mi ex mujer, por eso me evadía con la mirada, por eso no decía nada, tal vez por culpa y vergüenza, por eso estaba junto a mí sin el valor moral para romper el hielo y decirme al menos “Buenos días”.

Y eso me dolió… vaya si me sentí defraudado. Aunque Lorna ya no fuera mi esposa, aunque le hubiera hecho creer a Gustavo que si se acostaba con ella o no, a mí no me importaría... la verdad es que sí me importó. Me sentí traicionado, me sentí triste y desilusionado. ¿Cómo había podido acostarse con ella…?

Pero claro, estaba siendo egoísta. Al final yo también me había acostado con Paula, su ex mujer, aunque las circunstancias hubiesen sido otras… también le había fallado. A él y a Rosalía…

Y hablando de Rosalía, ¿dónde estaba, por Dios, dónde mierdas estaba? Me reconfortó saber que al menos Samír ya estaba en la sala, burlándose, junto con Leo, de Gustavo y de mí. ¿Tenía derecho de reclamarle algo? Pues no, se suponía que no. Se suponía que nuestras parejas habían estado con ellos de forma consensuada.

No obstante, mi preocupación me hizo actuar por inercia, preguntándole al rubito en voz alta.

—Samír, ¿dónde está Rosalía?

Tras escuchar mi pregunta, con mi tono mortificado, Samír y Leo se miraron entre sí, socarrones, y luego se volvieron hasta mi cara que, seguramente para ellos, era la de un imbécil.

—Está bañándose —me dijo, y vi la dificultad con la que estaba tratando de no carcajearse—… perdona, amigo, pero despertamos tarde.

¿Amigo? ¿Me había dicho amigo? Hijo de la chingada.

Leo palmeó la espalda de su amigo, diciéndole;

—Le diste mucha caña anoche ¿eh, campeón?

—Ya te digo —contestó Samír acomodándose el pelo—. La dejé con las piernitas temblando. Parece Bambi, cuando está aprendiendo a caminar. —Leo y Samír se volvieron a echar a reír, en tanto yo sentía que el diablo me apretaba los testículos—. Pero no pongas esa cara, Noecito, que con tremendo mujerón —se refería a su novia Paula—, seguro no desperdiciaste un segundo.

No contesté (para evitar decir y cometer una locura) y tampoco me permití mover un solo músculo de mi cuerpo; temí que al hacerlo por impulso me levantara del sofá y me lanzara a puñetazos contra ese cabrón, hasta desfigurarle la cara y convertirlo en la viva imagen de una ruina prehispánica.

Ganas no me faltaron, pero si había logrado pasar la prueba de permitir que Rosalía y yo pasáramos la noche con otras personas para ganarme el favor de Heinrich, no podía consentir que uno de mis exabruptos cagaran todo en un segundo.

—Deja —me susurró Gustavo, todavía con su gesto de pepino en vinagre—, sólo te está provocando.

—Ya sé —respondí ardiendo en cólera.

—Ahí viene tú mujer, Noecito —nos previno Leo—. A ver si la dejas descansar durante el día, que seguro te la agujeraron tanto toda la noche que ni dormir ni reposar la dejaron.

—Pues a ver si tú haces lo mismo con la tuya —respondió Gustavo, refiriéndose a Lorna—. Que seguro también ha terminado escocida del culo.

El efecto de malestar que Gustavo pretendía causar en Leo para defenderme, infortunadamente, también lo causó en mí. Eso me confirmaba que se había acostado con Lorna (a no ser que se lo dijera sólo para joderlo) no obstante, lo de Samír con Rosalía me seguía pareciendo una locura. Una mentira.

Gustavo tenía razón, ese tlacuache rubio sólo decía esas pendejadas para molestarme.

La buena noticia es que Ross estaba llegando a la sala junto con Noelia. Lo raro fue que detrás de ellas también apareciera Heinrich, quien se fue directo a la barra, sin mirarnos a los que estábamos en la sala. Me volví hasta Rosalía y la impresión que tuve al verla no fue precisamente por su presencia, que sí, que ya me hacía falta verla, sino más bien por el hecho de que tuviera el cabello mojado.

¿Se acababa de bañar, en serio? Bueno, yo también me había baño… así que, ¿cuál era el problema?

De todas formas tragué saliva, me levanté del sofá al mismo tiempo que Gustavo lo hacía, y esperamos a que nuestras mujeres vinieran hasta nosotros. Ver a Noelia, nuevamente convertida en una mujer normal, y no en la puta barata en la que la había convertido Leo horas atrás, me dejó pasmado.

En el trayecto Leo retuvo a esta última, para besarle las mejillas y decirle algo en el oído que a ella le dio un poco de gracia, en tanto Samír detenía a Rosalía para hacer lo mismo, salvo porque le dijo algo que me dejó perturbado;

—Gracias por la noche, preciosa.

Rosalía me observó de soslayo, nerviosa, roja como un tomate, y en seguida se volvió hasta él, diciéndole en un susurro casi inaudible;

—Gracias a ti…

16

—Vámonos, por favor —me pidió Rosalía cuando me estrechó con fuerza. Escondió su rostro en mi pecho y noté sus brazos apretujándome con energía.

Sentir su aroma me reconfortó. Puse mi barbilla en su cabeza y, en efecto, olía a jabón.

—Tardaste demasiado —le susurré, dándole un beso en la boca cuando nos fue posible mirarnos a la cara.

—Perdona… es que despertamos tarde.

Que empleara el plural para explicar una situación donde esperaría que se contara ella sola me dolió bastante. No sabía qué había pasado entre Rosalía y Samír, pero era evidente que ese: «Gracias por lo de anoche» y el «Gracias a ti» no eran simples muestras de afecto amistoso. Aunque sí, me obligué a pensar que no tenían por qué significar eso que estaba pensando. Rosalía me lo había prometido… y yo a ella, aunque bueno…

—Sí, yo también ya quiero largarme de aquí —concluí.

Al levantar la vista vi que Gustavo se había apartado de Noelia y se había desplazado nuevamente hacia la barra, en tanto Samír besaba apasionadamente a su querida Paula, que ya se había quitado su traje de gata y volvía a tener ese vestidito blanco que tanto le remarcaban sus enormes nalgotas.

—De acuerdo, flaquita, aguarda aquí, que iré a despedirme de Heinrich y Gustavo.

—Te acompaño —me propuso.

—Mejor espérame aquí, para no entretenernos.

No me daba la gana que Rosalía estuviera cerca del afroamericano, expuesta a que éste degenerado le hiciera preguntas vulgares y desagradables sobre cómo había pasado la noche con Samír y que la pudieran incomodar, así que me conformé a que se reuniera con Noelia y se quedaran conversando donde antes habíamos estado sentados Gustavo y yo.

Pasé al costado de Leo y sentí su mirada punzante en mi espalda. Me alarmé cuando escuché que se levantaba e iba detrás de mí. No me giré, pero me preocupó saber que me estaba siguiendo… hasta que me di cuenta que en realidad lo que hacía era ir a su encuentro con Lorna, a quien encontré de frente cuando se dirigía a la sala.

El aire se me fue. Nuestros ojos se volvieron encontrar escasos segundos, y eso fue suficiente para que mi pecho volviera a estallar por dentro. La cabeza se me puso caliente y mi corazón latió desbocado.

A través de su antifaz de encajes relucían sus refulgentes ojos celestes, su mirada profunda, taxativa, repleta de fuego. Su expresión y rasgos caucásicos seguían siendo la de una potente mujer lasciva, elegante, sensual y muy cachonda.

Su manera de caminar sobre aquellos altos tacones de aguja, erguida, embutida en ese pequeño vestidito rosa que enseñaba la mitad de sus gordas piernas (perfeccionando su estrecha cintura y ese grandioso busto que tenía la apariencia de dos melones blancos aplastándose contra la tela) me cautivó.

Su cuerpo desnudo había sido la exquisita pradera por donde se habían desplazado mis manos, mis labios y mi pene... noches enteras, y ahora esa pradera, mi pradera, había sido expropiada.

Cómo habría querido olerla de cerca, repasar mis labios en la curvatura de su perfecto cuellito… hasta llegar a sus mejillas y decirle lo preciosa que era; cómo me habría encantado que me dedicara una sonrisa, con aquella boquita pintada con un rosa brillante que la hacía lucir eróticamente besable.

Pero Lorna pasó de largo, sin sonreírme, sin hablarme, sin tocarme… sin volverme a mirar. Apenas pude girar hacia atrás para descubrir que Leo la abrazaba, rodeándola de la cintura con violencia, como si la quisiera constreñir, palpando sus grandes y venosas manos desde la curvatura lumbar hasta apoderarse de sus nalgas, las cuales estrujó obscenamente, primero una y luego la otra, y después las dos a la vez.

La diosa rubia me estaba dando la espalda, por eso tenía aquellas vistas en primer plano.

Experimentando una punzada en mi corazón, como si un clavo muy grueso, largo y ardiente se enterrara dentro, mis ojos fueron testigos de cómo los gruesos dedos del tronador de coños se hundían entre la carnosa y esponjosa carne de su culo, con total descaro y malicia que parecía que el cabrón estaba al tanto de que yo los estaba mirando…

Aunque sí, supongo que lo hizo a propósito por esa razón.

Y yo mirando como imbécil en lugar de mirar hacia otro lado.

En un intento por recuperar mi orgullo y dignidad, me obligué a volver mi rostro hasta donde estaba Gustavo en la barra entre el negro y las dos mujeres, justo cuando Leo, con sus dos manos, tomaba el rostro de Lorna para atraerla hacia su boca y besarla con demasiada intensidad, en tanto ella lo rodeaba con sus brazos por el cuello, seguramente pegándole sus tetas contra su pecho (aunque no pudiera ver esa parte). Casi se me ocurrió que sus lenguas chapoteaban, afanándose y bailando entre sí con hambriento deseo. Se estaban comiendo las bocas impúdicamente, con la irreprochable destreza que Lorna tenía para besar y que tantas erecciones me había provocado en el pasado.

Ah, su jugosa lengua, tan mojada, juguetona, indecente y atrevida.

Las orejas se me pusieron calientes y el corazón retumbó.

—Gustavo —le hablé al pelirrojo, interrumpiendo lo que fuera que estuviera haciendo con el afroamericano y las mujeres.

Heinrich me saludó, y me recomendó que el lunes llegara a su oficina al mediodía. Asentí con la cabeza y después, con una mirada misteriosa, le pedí a Gustavo que nos alejáramos de la barra, y muy pronto, cuando miró lo que yo había estado viendo (Lorna y Leo), entendió por qué quería distanciarme de allí.

—Ya déjala por la paz —me dijo, para mi sorpresa—. No los mires. Ya está. Tú quedas mal y Leo cumple el propósito de chingarte.

Me hizo una seña para que fuéramos al fondo opuesto de la barra y le dije:

—Es una descarada. Él también. Son unos cabrones descarados, que no se cortan, ¿ya viste el espectáculo que están dando?

No pude evitar que mi voz escapara colérica.

—Esta no es una iglesia, Noé —me explicó mi cuarentón amigo—. Este lugar es el que es, además ella es libre, puede hacer lo que quiera con quien quiera.

—Me está faltando al respeto —me quejé, cruzándome de brazos.

—En todo caso, el que le está faltando al respeto a Rosalía con esa actitud tan petarda eres tú.

—¿Yo?

—Rosalía es tu mujer —me recordó—, no Lorna, que te quepa en la cabeza esa verdad. Ahora esa rubia ya es harina de otro costal, tú así quisiste que pasara y así es.

Gustavo también se había cruzado de brazos y me lanzaba una mirada con atisbos de amonestación.

—A ver, Gustavo, es que tú no me entiendes —lo acusé por no sentir empatía por mí—. Para mí esto no es nada fácil. De por sí yo ya estaba todo apendejado desde que me mandara aquél mensaje, y ahora Lorna ha aparecido y…

—Tampoco le tienes que echar a ella la culpa de todo lo que te pasa —me reprochó—, no es para tanto.

—Claro, supongo… —murmuré con descontento—, se agasaja en mi delante con ese pendejete de mierda y no es para tanto.

—A ver, cabrón, espabila, que a veces nada es lo que parece.

¿Nada es lo que parece, había dicho?

—¿Por qué lo dices? —me inquieté, respirando de más.

—Por nada. —La expresión de mi compadre había cambiado. Estaba serio, misterioso.

—¿Ella te dijo algo, Gustavo?

Él negó con la cabeza.

—No, no, sólo digo que no la juzgues sin saber. ¿Tú qué sabes si Lorna lo que quiere es mantenerte lejos de ella para evitarte líos con ese cabrón, y por eso hace lo que hace?

—¿Ella te lo dijo? —lo volví a cuestionar.

—¡Que no, hombre, que no!

—Gustavo.

El pelirrojo se echó la mano a la cara y respondió un tanto abrumado:

—No te hagas películas en la cabeza, Noé, y pues ya está.

—Gustavo, necesito saber si ella te dijo algo de mí.

—No te hagas más daño.

—¿Daño por preguntarte si habló de  mí?

Negó con la cabeza, como pensando que yo estaba loco, y dijo:

—Es mejor que pases página, compadre, neta, pasa página, cierra el círculo y sigue tu vida con Rosalía.

—Tengo que hablar con ella —me sinceré—, con Lorna.

—No la cagues más, Noé. Como ella dice, lo pasado pisado.

Esa era la misma frase que le había dicho a Paula durante su confrontación; «lo pasado pisado», una prueba inequívoca de que habían hablado de mí.

—¿Eso te dijo respecto a mí?, ¿lo pasado pisado?, ¿ahora me quiere pisar?

Gustavo torció un gesto y suspiró, perdiendo la paciencia.

—A ver, Noé, ya, cabrón, ya cierra tu libro con ella. Entre ustedes dos todo se acabó, así que ya deja todo por la paz.

Su actitud hacia mí me dejó un poco confundido. No era el amigo que conocía, el comprensivo y tolerante. Ahora más bien parecía que la estuviera defendiendo a ella.

—¿No fuiste tú quien me dijo hace días que no había cerrado el círculo con ella?, ¿no fuiste tú, Gustavo, quien me reprochó el no haberle dado otra oportunidad para contarme… su versión? ¿Le metes la polla a mi ex mujer toda la puta noche y ahora de buenas a primeras amanece y me dices que deje todo por la paz? ¡Serás cabrón!

—A ver, Noé, tampoco me hables así.

—¿Así cómo?

—Así, con ese tonito tan pesado y con esas palabritas tan irónicas, que yo no tengo la culpa de tus pedos.

Ese no era el Gustavo que yo conocía. Algo había cambiado en él. ¿Qué había pasado entre Lorna y mi mejor amigo para que se hubiera modificado su discurso respecto a ella? Me hablaba con evasivas, distante, casi puedo decir que hasta apático.

—Está bien. Ya entendí —le dije, con un color decepcionante en la voz.

Gustavo vio mi expresión desencantada e intentó remediar la atmósfera.

—A ver, cabrón, tampoco te me pongas en ese plan —me recomendó, tomándome de los hombros—. Hablemos como lo que somos, amigos y compadres. Lo de Lorna y tú es un tema zanjado. Tú decidiste terminarlo hace tiempo por tu bien y por el de ella. Madura un poco y deja de ir por la vida de sufrido y tirándote al suelo para que otros te levanten. Mira cómo está Rosalía, se ve cansada, lo mejor que puedes hacer es preocuparte por ella, llevártela a tu casa y a descansar los dos, que ha sido una noche muy liada.

Bufé ante sus intransigencias, pero le di por su lado.

—Está bien, está bien, nos iremos a casa, pero antes… dos preguntas y me voy.

Gustavo puso los ojos en blanco. Se le veía incómodo. Pero no me importó.

—No, Noé, Lorna y yo no hablamos de ti en ningún momento de la noche, te lo puedo asegurar. No saliste a tema.

Percibí sus palabras bastante golpeadas, y eso me alarmó.

—Esa no era mi pregunta —le contesté con la misma frialdad.

Gustavo entrecerró los ojos y esperó a mi pregunta, impaciente:

—Bien, entonces te escucho.

—¿Te la cogiste?

Reconocí el gesto de fastidio de mi amigo cuando cambió el peso del pie y rodó los ojos:

—No quiero que lo que pasó esta noche vaya a echar a perder nuestra amistad, Noé, es neta. Te quiero un chingo y la verdad es que…

—Responde sí o no y punto, es lo único que te estoy preguntando —lo interrumpí con un atisbo de denuedo—, ¿te la tiraste?

Después de cinco segundos en que me observó, me dijo:

—Pues sí, me la cogí, ¿contento?

No entiendo por qué demonios me dieron ganas de llorar y de tirarle una patada en los huevos, si de todos modos yo imaginaba que lo habían hecho. Aún así, una oleada de frialdad relamió mi cabeza, mis orejas y mi espalda, al tiempo que el dolor del clavo invisible que penetraba mi pecho se hundía más adentro.

—Descuida —le dije con un soplido. Lo que me faltaba es que estuviera perdiendo la voz. Aspiré y elevé mi tono, para que mis palabras sonaran convincentes cuando le aseveré—: y no, nuestra amistad no se echará a perder por eso. —O al menos eso es lo que pretendía.

Pero quién sabía.

Gustavo, que tenía fruncido el seño, pareció tranquilizarse, aunque no sé si me de verdad me creyó. Lo cierto es que tenía muy pocos amigos, y lo último que podía permitir es sentir resentimiento por él… que, por si fuera poco, era padrino de mi Fernandito, a quien me constaba que quería mucho. Y pues sí. Gustavo me caía de puta madre. No, no quería perderlo. Yo también lo quería.

—Mira, Noé, si la siguiente pregunta tiene qué ver algo sobre las posturas o sobre cuántas veces follamos, mejor ahí la dejamos.

Me habría gustado saberlo, al menos por morbosidad. Pero no, esa no era mi segunda pregunta.

—Dime, Gustavo, ¿sabes si Noelia y Leo se conocían de antes?

Esa pregunta sí que lo embarulló, según pude notar por la mueca de su cara:

—No, no… claro que no, ¿por qué lo preguntas?

—Por nada.

—A ver, cabrón, ¿por qué lo preguntas?

—Ya te dije que por nada —lo corté—. Nos vemos.

Y lo dejé allí, sintiendo la satisfacción de que al menos lo había dejado con la duda, así como él me la había dejado a mí.

Cuando retorné por Rosalía, que estaba conversando con Noelia, advertí que Leo y Lorna ya se habían marchado.

Cuando nos despedimos de la esposa de Gustavo me le quedé mirando con curiosidad; algo se había quebrado esa madrugada cuando la descubrí pujando como una guarra en la cama con Leo. A partir de ese momento, ya no la volví a ver igual. Una desconfianza terrible se instaló en mis pensamientos y, para mi gran desgracia, ya no la podía tratar de la misma forma que antes.

—Gracias por haber venido  a un sitio al que sé que no estáis acostumbrados —nos dijo Noelia cuando nos despedimos del club. Interné mis ojos en los suyos para ver si descubría algún secreto en su mirada, pero me fue imposible. Se comportaba como siempre, amable, risueña y comprensiva—, Gustavo y yo estaremos en deuda con vosotros durante mucho tiempo. Espero les haya molado este lugar.

Asentí con la cabeza, forzando una sonrisa, en tanto Rosalía la abrazaba con mucha efusión.

—En cuanto pueda quiero seguir conversando contigo, Noelia —le dijo Rosalía casi como una súplica.

La mujer de Gustavo me observó con una sonrisa y luego se volvió hasta Ross, diciéndole con cariño:

—No te preocupes, mi niña, sabes que yo siempre estaré contigo cuando lo necesites.

Los primeros diez minutos de trayecto hasta casa la pasamos en silencio. La incomodidad reinaba en el ambiente. Quise poner música para que al menos la banda sonora de nuestras vidas nos alegrara la mañana, pero no lo conseguí. Los dedos entorpecieron mis intentos por poner una de mis USB con música de rock, y lo dejé por la paz…

Así por la paz, como Gustavo quería que dejara a Lorna…

Por suerte fue Rosalía la que rompió el hielo cuando me preguntó:

—¿Te sientes bien, flaquito?

No, claro que no, por supuesto que no.

—Pues sí  —contesté con desgano—, ¿y tú?

—Pues sí —replicó mi seca respuesta.

Meneé mi cuello, que lo sentía durísimo, y le dije:

—Te acabas de bañar —no era una pregunta.

Ni siquiera hice por mirarla. No habría soportado descubrir que mi pregunta la impacientaba y que la ponía en aprietos a la hora de buscar una respuesta convincente.

—Pues sí —respondió con tranquilidad, sacando el móvil de su bolso—. Hacía mucho calor. Encima amanecí con pegostes.

¿De semen?

La duda me carcomió. Las orejas se me volvieron a poner calientes y las manos se tensaron. Por inercia aceleré y Rosalía me reprendió:

—¿Quieres que nos matemos, Noé? Baja la velocidad, por favor, que sabes que me pone nerviosa cuando rebasas los 100 mil kilómetros por hora.

Resoplé. Seguí mirando a la carretera, y vi el desierto pasar a nuestros costados. Sí, era cierto que hacía calor, era verano, claro, pero en las habitaciones había aire acondicionado.

—¿Se puso condón? —le solté sin pensar, porque si lo hubiera pensado seguramente me habría tragado las palabras.

Rosalía se sobresaltó. Reduje la velocidad y esperé una respuesta dura.

—¿Perdona? —vociferó.

Suspiré otra vez. Ya no había marcha atrás. Tenía que seguir.

—Samír, que si se puso condón.

Escuché las respiraciones de Rosalía bastante cerca de mis oídos.

—Nunca supe de un hombre que se pusiera condón para dormir —respondió lacónicamente.

Me quedé en silencio. Tragué saliva.

—Traes ojeras y bostezas frecuentemente. ¿Durmieron poco?

—Se nos fueron las horas conversando —volvió a responder con rapidez, como si tuviera ensayadas las respuestas. Aunque también era probable que estuviera viendo moros con tranchetes y me estuviera diciendo la verdad.

—¿Y desde cuándo Samír tiene temas de conversación que te interesen?  —quise saber con ironía—, con lo ignorante que es. Samír cree que por ser carita se compensa su analfabetismo. Es un idiota.

—Pues a mí no me lo pareció tanto —resopló ella.

No me podía dar por vencido. No sé qué es lo que quería escuchar, pero entendí que si no preguntaba, mi tranquilidad sería cosa del pasado.

—¿Qué te pasa, cariño? —me preguntó al final.

—Nada.

—¿Estás así porque pasé la noche con Samír o porque Lorna pasó la noche con Gustavo?

La vuelta que le dio a la conversación me sacó de quicio.

—¿Y qué carajos tiene que ver ella en todo esto?

—Eso pregunto.

—Eres tú la que la ha traído a cuento, Ross, no yo.

—Es que es evidente que estás celoso, y no sé de quién, si de ella o de mí —me reclamó.

—Evidentemente de ti.

—¿Y por qué? —quiso saber, casi indignada—. ¿A caso tú no pasaste toda la noche con Paula?

Temí que fuera a intentar irse por la tangente contraatacándome con ese argumento.

—Pero nosotros no follamos. —Decir aquello en voz alta me atragantó.

Me sentí avergonzado, pero bueno, a veces hay que reaccionar de forma un poco más inteligente.

—Pues nosotros tampoco —se defendió.

La miré de perfil y vi que volvía a meter el móvil en la bolsa.

—No fue eso lo que dijo Samír en el vestíbulo —la informé.

—Pues lo habrá dicho para fastidiarte. Y mira si lo consiguió.

Bufé.

—Pues sí, me fastidió. Es que él no es la clase de tipos que se encierra tranquilamente con una chica y la deja viva.

—Te dije que lo iba a persuadir.

—¿Y accedió con tanta facilidad? Por favor, Rosa. Samír no es de los que se dan por vencidos con tanta facilidad. Es un empotrador insaciable. Mujer que tiene a su alcance, mujer que termina follada por él.

Rosalía volvió a bufar, y esta vez lo hizo más alterada.

—A ver, Noé, te estás pasando, ¿sabes?, quedamos en un acuerdo, y yo lo respeté. ¿Quieres revisar mi chocho para que corrobores que está intacto?

Sus palabras se clavaron en mi pecho con frialdad. A lo mejor era verdad que me estaba pasando.

—Deja, ya.

—Dejo ya, pero primero dime que me crees —me conminó—, ahora falta que por cosas del pasado ahora pienses que todas las mujeres somos iguales.

Vi por dónde iban los tiros, así que no me interesó replicar.

—Dime entonces cómo lo convenciste —le pedí.

—Pues...

Su silencio me carcomió el pecho.

—¿Pues...? —la insté.

—Prometí darle un masaje.

Tragué saliva y casi suelto una risotada.

—Desistió de cogerte si lo masajeabas. Vaya cabrón.

—Tampoco tiene nada de malo —defendió su argumento.

—Pues no, salvo por el hecho de que tuviste que tocarle la piel.

Rosalía fue ahora la que se echó a reír.

—Pues hasta ahora no conozco a ningún masajista que haga sus masajes sin tocar la piel.

—¿Se desnudó?

—¿En serio Paula ni siquiera te tocó?

Ambos nos quedamos en silencio; luego, fui yo quien tuvo que responder.

—Pues algo hubo de eso, pero no llegó muy lejos porque no se lo permití.

Mentirle me hizo sentir un rastrero.

—Ah —suspiró, aunque no logré interpretar su monosílabo.

—¿Samír se desnudó? —volví atacar.

—Supongo que te dio una mamada —me dijo Rosalía—. Me lo insinuó mientras estabas con Gustavo.

Paula hija de puta. Lo primero que le dije, y lo primero que hizo. Al menos no le dijo nada sobre… lo demás.

—¿Y le creíste? —fue lo único que se me ocurrió preguntar.

—Pues tú le creíste a Samír —me criticó.

—Pero te creo cuando dices que no pasó nada —le aseguré, sin estar muy bien seguro de lo que le decía.

Sentí la mirada de Rosalía en mi perfil.

—Pues sí, pero entonces, ¿te no te la mamó? —quiso saber.

Pensé en algo contundente para responderle.

¿Y si le decía la verdad? Después de todo, Paula me había drogado y me había atado a los barrotes de la cama.

—Paula se valió de unos métodos poco ortodoxos para cumplir sus caprichos. —Tuve que encontrarme con los ojos chocolates de Rosalía para entender que si le decía la verdad la destrozaría, y a lo mejor cometía una locura—. Digamos que… se puso a horcadas sobre mí, me chupó los labios y el cuello y de inmediato la aparté.

Por su gesto de sorpresa, creo que me creyó.

—Mira furcia maldita.

Para evitar que me siguiera cuestionando, decidí que era mi turno para continuar:

—¿Samír se desnudó?

Rosalía volvió a mirar hacia la carretera.

—Pues sí. Pero supongo que verlo desnudo compensa que esa loca te hubiera tocado.

—Pero yo no la toqué a ella. ¿Samír te tocó a ti?

—Intentó, pero no lo dejé mucho. Teníamos un acuerdo y le exigí respetarlo.

Si quería salvar la conversación, me dije que no quería ahondar en eso de «no lo dejé mucho.»

—Pues sí —murmuré—, pero igual y tú sí lo tocaste desnudo, de pies a cabeza. Dices que le diste un masaje, ¿no? Pues entonces lo tocaste.

—Solo la espalda —se apresuró a responder.

—Seguro te impresionó su polla. —¿Qué carajos le estaba preguntando? Paula me había dicho que casi era como la de Leo, pero no era la de Leo. De todos modos, toda polla que fuera más grande que la mía me llenaba de miedos, porque ahora Rosalía ya tendría una referencia sobre la mía y la de los “demás”—. Supongo que nunca viste una tan grande.

—No se la vi —me aseguró.

—¿Cerrabas los ojos cuando tu mirada pasaba por su entrepierna? —intenté ser irónico.

—Tenía puestos los calzoncillos.

—¿Él o tú?

—¡Obviamente los dos, Noé, por Dios! —se exaltó.

Esperé a que se calmara para continuar con mi interrogatorio:

—Antes dijiste que se desnudó.

—Me expliqué mal. Se quitó todo, menos los bóxers.

—Ah —dudé. Tampoco yo le estaba siendo sincero del todo, así que tenía que dejar de estirar un poco la liga, antes de que se rompiera—. Pero seguro le viste el bulto. Es obvio que le creció cuando lo masajeaste.

Oí que Rosalía bufaba. Estaba incómoda.

—Ya te dije que le di un masaje en la espalda. Si se le puso tiesa, por su posición, yo no me di cuenta.

—Pero seguro le viste el bulto cuando se puso de pie.

—Evité mirarlo.

—¿Ni por curiosidad?

—Yo no soy tan curiosa, Noé. Lo que sí vi fue su culo. Lo tiene bien.

Tragué saliva.

Debía reconocer que el cabrón tenía una buena anatomía, pero de eso a que mi mujer me dijera que «lo tenía bien», había un abismo.

—¿Se lo agarraste, Rosalía?

—¿Qué cosa? —se sorprendió.

—El culo… el culo…

—La espalda, solo eso.

¿Cómo hacer para que me dijera más sin yo preguntarle y no ser tan cansino? Llegó un punto en que me sentía patético. El inspector Pérez intentando verificar que su mujer no se hubiera acostado con otro en una noche de intercambio de parejas.

Vaya estupidez sonaba eso viéndolo desde afuera.

—Seguro te dio tentación de agarrarle el culo —insistí.

—Pero no lo hice —se defendió ella.

—Pero te dio tentación.

—¡Que no, hombre, que no! ¿A caso a ti te dio tentación de agarrarle el culo a la guarra de Paula? Esa sí que está culona.

—A Paula yo no la toqué. —Eso sí que era verdad—. Y yo preguntaba sobre si le habías agarrado las nalgas a Samír porque dijiste que tenía buen culo. Porque, pues sí, ¿no? Está guapo, ¿verdad?

—No es mi tipo.

—Pero te gustó

—Demasiado rubio para mí.

—Supongo.

Veinte minutos volvimos a quedar en un incómodo silencio, hasta que llegamos a las inmediaciones de Linares.

—¿Estamos bien? —le pregunté cuando sentí nuestros terrenos.

Ella había dormitado un poco, pero ahora estaba espabilando de nuevo.

—Sí, por mi parte. ¿Y tú?

—Igual.

No me gustó sentirme tan cerca y tan lejos de ella. Los remordimientos por ocultarle lo que había hecho Paula no me dejaron tranquilo el resto del día.

Rosalía, a su vez, se la pasó dormida toda la tarde y yo con mi pequeño Fernando, a quien cambié los pañales y le di la mamila un par de veces durante el día.

Al anochecer le puse un mameluco en forma de conejo blanco y lo traje por toda la casa haciendo como volaba.

—¿Cuándo me dirás papá, pequeño conejito? —le pregunté cuando hizo borucas—. Pues apenas tienes seis meses, supongo que falta. Pero ya quiero escucharte, campeón. —Fernando era de la clase de niños que ríen mucho, sus hoyuelos eran tan parecidos a los míos que me pregunté si cuando fuera mayor correría con mi misma suerte—. No, tú serás un campeón en todas las ligas de tu vida. Yo me aseguraré de eso. Te amo, campeón, te amo.

Estuve un buen rato pensando en cómo iba a sorprender a mi Ross en nuestro aniversario de vivir en pareja. No estábamos contando desde que nos hicimos novios, sino desde que nos fuimos a vivir juntos. El año anterior ella había organizado un fastuoso viaje a la Riviera Maya, por lo que ahora yo estaba obligado a que mi sorpresa superara a la suya; lo cierto es que los hombres somos demasiado idiotas y muy poco originales e imaginativos para estas cosas. Además, esta vez no tenía mucho dinero para siquiera hacer algo que se le pareciera a su regalo.

Había pensando en pedir ayuda a Noelia, que conocía de sobra a Rosalía, pero, dado los últimos acontecimientos, me resigné a que tenía que contentarme con ver artículos de internet.

Faltaba poco para nuestro aniversario y yo aún no había pensando en nada.

—Carajo…

Puesto que no había señales de que Rosalía se fuese a levantar, encargué comida rápida en uno de esos escasos lugares donde ella se atrevía a comprar (comida dietética y esas cosas). Dormí al pequeño conejito y lo puse en su cuna, al tanto que servía un trozo de estofado de carne con verduras al vapor (que sabían horripilante pero que ante Rosalía debía fingir que sabían a tetas de ángel) y luego le llevé la cena justo cuando ya estaba despierta aunque un poco somnolienta.

Puse la primera película de Netflix que salió en tendencias y cenamos en silencio en tanto yo echaba algunas vistas a mi pequeño angelito, que dormía con la tranquilidad de quien todavía no ha cometido ningún pecado.

Cuando terminamos, recogí los platos, los llevé al fregadero y los limpié. Luego me metí a la ducha y volví a la cama, donde Rosalía me esperaba con una media sonrisa.

—¿Quieres que hagamos el amor, para liberar tenciones? —le propuse poniéndome a horcadas arriba de ella.

Rosa me sonrió, se echó un bostezo y respondió:

—Mejor mañana. Estoy cansada.

—¿Estas cansada? —le pregunté desilusionado. No quise echarle en cara que ya había dormido todo el día, así que me limité a echarme a su costado y darle un beso en la frente.

—No dormí bien, en serio —dijo, para mi sorpresa—. Quiero decir que es una acumulación de noches sin dormir, y pues nada, al final me ha cobrado factura justo hoy. Además tengo que estar descansada, cielo, porque recuerda que mañana tengo que coordinar el banquete de la boda de los Mendizábal

Cierto, esto no lo recordaba.

—Sí —musité entristecido—. Pero está bien. Descansa, flaquita.

—Descansa tú también, flaquito —murmuró bostezando.

Casi no solía trabajar los sábados, pero esa mañana tuve que presentarme en el despacho para compensar los pendientes que había dejado de hacer el día anterior por culpa de Babilonia. Planeé salir a las dos de la tarde para quedarme con el niño en tanto Rosalía se marchaba al evento de esa tarde.

Estaba renegando en mis adentros por los clientes irresponsables que esperan a última hora para entregar su papelería contable cuando Margarita se comunicó por el interfón .

—Contador, hay una llamada para usted de una tal señora Beckmann, ¿lo enlazo?

Cuando escuché nombrar aquél apellido por poco me caigo hacia atrás. ¡Madre mía! ¿Era ella?, ¿ahora me hablaba en la oficina y no a mi celular? ¡Carajo, carajo!

Mi voz me tembló cuando le dije a Margarita:

—S…í, sí… enlázame…

Por poco mis dedos se desbaratan entre el movimiento que hice de mis sienes al teléfono cuando éste volvió a timbrar. El corazón me temblaba enloquecidamente, y se me hizo una eternidad el tiempo que tardé en levantar el teléfono, poner la bocina en mi oreja… y saludar:

—Le atiende Fernando Noé Guillén, a sus órdenes.

Un segundo… tres segundos… un resoplido… cinco segundos… y al final una seductora voz:

—Buenas tardes, contador Guillén. —Santa mierda, ¡era ella! ¡Era su voz… era ella! Habría podido reconocer su voz aún entre los gritos de una legión de demonios.

Las mejillas se me pusieron calientes, los ojos se me crisparon, y la lengua y los labios me comenzaron a temblar.

—Le habla Lorna Patricia Beckmann —continuó con propiedad—, uno de sus clientes, el empresario Gustavo Leal, me habló sobre su profesionalidad en el servicio respecto a su despacho contable, y me preguntaba si me podía concertar una cita para el próximo viernes, para ver si podemos llegar a un acuerdo y consigo que usted lleve mis contabilidades. Estoy por montar una guardería infantil y necesito asesoría con los temas legales.

Me quedé de piedra al escuchar su propuesta. Repasé  mil veces cada una de sus palabras en dos segundos, mismos que me fueron suficientes para responderle afirmativamente, casi sin pensar:

—Por supuesto, señora Beckmann —el tono de mi voz debió de ser ridículo, aún así, no pude más que continuar. ¿A qué diablos estábamos jugando con eso de «señora Beckmann y contador Guillén»?—, ¿a qué hora le parece bien?

—A las ocho de la noche, en el restaurante Lenoir.

¿Lenoir? ¿En nuestro restaurante?

—Sin ningún problema —le contesté casi agitado, intentando sonar sereno cuando lo que quería era gritar y preguntarle qué diablos estaba pretendiendo con todo este teatrito.

—Extraordinario —celebró ella—. Hasta el viernes, entonces.

—Un placer saludarla, señora Beckmann.

—El placer ha sido mío… Bichi…