Por mis putas fantasías 2 (REDENCIÓN):Cap. 13 y 14

¡que comience el juego de las llaves!

13

Esperé a Paula en la habitación 69 que nos asignó Heinrich en el juego de las llaves. Le dejé dicho al camarero que informara a la culona de vestido blanco, ojos de víbora, labios de mamona y pelo negro, que la esperaba en ese cuarto.

La habitación no era muy espaciosa, pero contaba con todos los servicios y artilugios necesarios de un habitáculo fornicador; los ornamentos eran rojos, como el resto de la decoración en Babilonia, la cama se describía amplia y cómoda, tenía barrotes con esposas en la cabecera y parte inferior, así como un dosel de cortinas a juego con el resto de decoraciones.

Había un tubo de pole dance frente a la cama, y delante de él un sillón kamasutra. En el muro izquierdo del cuarto había una cruz negra de San Andrés de inmovilización tipo bondage, y junto a ella una polla larga y gruesa de plástico pegada en la pared.

Yo estaba echado en la cama, y con mis zapatos en el suelo, reflexionando sobre todo lo que había escuchado en el servicio entre Paula y Lorna, sosteniendo una gran botella de tequila original que me había obsequiado (no sé a cuento de qué, si allí cobraban hasta por sacarte los mocos) una de las camareras sexys del local.

Me sentí frustrado, abatido y decepcionado.

«Lorna… cómo puedes decir que no te amaba y que por eso no luché por lo nuestro… ¿ahora el culpable soy yo de tus puterías?»

—¡Cínica! ¡Cabrona! ¡Hipócrita!

Cuando menos acordé, Paula apareció en la puerta del habitáculo, sin el antifaz y con un bolso negro. Me sonrió, sin mostrarle yo ninguna contestación agradable. Sin decir nada se dirigió al baño y esperé casi 15 minutos hasta que saliera otra vez. Por mí habría estado genial que no saliera, que se quedara encerrada allí dentro y que desapareciera, pero salió, y vaya cómo salió disfrazada.

—Al fin solitos, conejito bonito de pequeña polla —me dijo la pelinegra con una espléndida sonrisa.

No tuve tiempo ni de ofenderme.

Me incorporé un poco para verla mejor, le di otro trago a la botella (que ya me estaba haciéndome un efecto espeluznante en los ojos y en los músculos) y me quedé apendejado mirando a esa víbora de cascabel.

Paula estaba vestida de pies a cabeza con un traje negro de cuero estilo Catwoman, gatúbela, la gata de batman, que tenía aberturas en su nariz y boca, la parte de sus senos, y en la zona de sus grandes nalgas y vagina (que por cierto, estaba depilada). Decir que se veía brutal y terriblemente erótica es poco. No pude evitar que se me pusiera tiesa como una piedra, y moqueante como una nariz agripada… ¡pero era Paula, mi enemiga, la maldita furcia que había colaborado para el fracaso de mi matrimonio!

Pero claro, una cosa no quita la otra, y lo cierto es que Paula era tremenda de cuerpo y gestos, y con ese traje me lo pareció mucho más.

Entonces ocurrió que como por obra de una maldición, de repente todo comenzó a darme vueltas y vueltas, como si alguien me hubiera metido en una ruleta de hámster y estuviera girando, girando y girando.

Todo se volvió negro en mi vista y me asusté.

Solté la botella y no supe más de mí por un buen rato.

Cuando al fin conseguí conectarme con mi mente de nuevo, parpadeé un par de veces, y las escenas se sucedieron alteradas y cambiantes de una a la otra. Experimenté un déjà vu que me remontó a esa noche tan determinante en mi vida. Aquella sensación psicodélica ya la había sentido antes; el día del apartamento de Leo. Miranda, Lorna, él y yo en una habitación, donde todo se estaba desmadrando mientras yo permanecía ebrio, reaccionando como estúpido, justo antes de descubrir a mi ex esposa y mi mejor amigo fornicando como maniáticos en una cama.

—¡Paula…! —intenté hablarle, pero las imágenes seguían apareciéndome entre sombras, como esos antiguos cassettes vhs que ponías en la consola de video y aparecían imágenes borrosas y a veces hasta con franjas de colores.

No sé cuánto tiempo permanecí en ese estado de inestabilidad y trastorno mental, si segundos u horas, pero más pronto de lo pensado, con todo y mareos, recuperé el sentido y abrí los ojos, aclarándoseme más o menos la vista.

Apenas me bastaron un par de minutos para descubrir que estaba atado de muñecas y tobillos sobre los barrotes de hierro de la cama del habitáculo de Babilonia, completamente desnudo e inmovilizado, y con una erección descomunal que no recuerdo haber tenido nunca por voluntad.

¿Por qué estaba empalmado si no estaba erotizado por nada? Al contrario, me gobernaba una sensación de miedo y angustia.

—Al parecer, sigues siendo el mismo bobo e ingenuo de siempre, Noecito —escuché la voz veleidosa de Paula muy cerca de mi oreja izquierda.

Allí estaba ella, aparentemente mimándome, recostada junto a mí, lamiéndome las mejillas cual gata en celo, (haciendo honor a su traje de cuero), en tanto me acariciaba mi pelo con sus largas uñas.

—En pleno siglo XXI —me susurró—, ¿quién se toma una botella de tequila adulterada y con viagra soluble que le da una desconocida en la barra?, ay, mi pequeño conejito bobo, me das tanta ternura.

—¿Botella adulterada…? ¿viagra? —me horroricé.

Ahora entendía muchas cosas.

Lo que sí me asustó fue sentir mi frecuencia cardiaca muy acelerada, la boca seca y la vista empañada. Incluso era capaz de advertir los latidos de mi corazón en las orejas, al tiempo que las sienes me palpitaban impetuosamente.

—Ya sé que no hacía falta darte viagra —reconoció Paula—, estoy segura que con mi traje de dominatrix te habría bastado para que tu pollita se pusiera tan dura como está ahora. De todos modos quería asegurarme de que me la ibas a meter esta noche, así fuera obligándote hacerlo. Eres tan orgulloso, que tus principios morales no te habrían dejado tocarme siquiera. Así que no te preocupes, conejito, que por esa razón estás así, inmovilizado. No, no, querido conejito bobo, mientras más forcejees más te lastimarás.

—¡Vete a la mierda, Paula, a la mierda, deletréalo bien “a-la- mi-er-da”! Busca en google maps por si te pierdes.

Mi temor se hizo más denso cuando escuché mi propia voz, arrastrándose las palabras en mi boca.

—¿Andas bravo porque apareció la guarra de tu ex esposa asida del brazo de tu eterno corneador, conejito? —me sonrió Paula, mordiéndome una oreja más fuerte de lo que podía considerarse amistoso—. Yo no tengo la culpa de su promiscuidad, descaro e indecencia. ¿Qué te digo? Esa mujer resultó peor que la puta de Babilonia.

—¡Suéltame! —le exigí.

Tampoco quería que me siguiera hablando de ella.

—Voy a soltarte cuando me hayas rellenado el chocho con tus espermas. Problemas para embarazarme no tendré, porque eres infértil. Pero antes, pequeño bichito, vamos a jugar un ratito haciendo alarde a mi posición de esta noche de dominatrix.

Su propuesta, que parecía una manifestación en serio, me privó el aliento momentáneamente. Estar amordazado en una cama, en el interior de una habitación, a solas con una desquiciada como esa no era una situación muy alentadora.

Y dicho esto, Paula se puso a horcadas sobre mi pecho, entornó sus ojos negros, quemándome con su miraba, frunció sus gruesos labios rojos y me dio una bofetada;

—Esta es por todas las veces que me has humillado en público y en privado, incluso rechazándome. —Una nueva bofetada me volteó el rostro hacia el otro lado—. ¡Y esta otra es por la bofetada que me ha dado la golfa de tu ex mujer!

Tragué saliva, agitado, y sentí las mejillas arderme. Paula se incorporó, se bajó de la cama, y se desplazó, con sus largas botas negras de tacón golpeando la alfombra, hacia su bolso, que estaba tirado en el suelo delante del sillón Kamasutra.

—¡Suéltame, Paula, con una chingada, que no estoy jugando!

—Lo siento, conejito bobo, pero esta noche la que pone las reglas del juego soy yo.

Entre lo empañado y la semioscuridad de la noche, apenas advertí que Paula se había vuelto a plantar al costado de la cama, extendiendo una diminuta prenda negra sobre mis ojos, preguntándome;

—¿Reconoces esta tanga, Noé?

Pues no, la verdad es que no la conocía de nada. Y tampoco tenía por qué conocerla, ¿o sí?

—Es de tu Rosalía, tu abnegada y santurrona Rosalía —me informó, según ella—, la acabo de ver siendo perforada por todos sus agujeros por Samír, mi Samír. ¿Sabes dónde está ella ahora? En la habitación contigua, a tu izquierda, qué coincidencia, ¿verdad? Lástima que no estabas despierto en la hora del espectáculo; la habrías oído bramar como una auténtica perra.

Los ojos se me crisparon y el pecho me retumbó. Aquello debía ser mentira. ¡Rosalía y yo teníamos un pacto! Claro que era mentira. Los latidos de mi corazón volvieron a acelerarse y mis sienes a palpitarme con ímpetu.

—¡Estás pinches loca, Paula! Tú y tus pinches mentiras, siempre. ¡Suéltame de una maldita vez!

—Es que Samír es tan deslumbrante y destructor en la cama, que sólo por eso entiendo los gritos que tu mujercita pegaba.

—¡Suéltame, mentirosa de mierda, suéltame!

—Samír es casi tan bueno como Leo, pero le falta la perversidad de éste último. De todos modos tiene una buena tranca, y un cuerpo que ufff… Noé, te juro que te mueres.

Me sacudí en vano sobre la cama. Por desgracia, sólo me lastimaba las muñecas y los tobillos con cada intento por liberarme, tal y como me lo había prevenido Paula.

—¿Por qué será que tienes tan mala suerte en el amor, Noé?

—¡Eres una rastrera, Paula, la peor rastrera de entre las rastreras! ¡Estás envilecida de resentimiento!

Pero ella continuó conversando, restregándome la tanga en la cara, haciendo oídos sordos a mis insultos.

—Todas tus mujeres te terminan poniendo los cuernos. ¿Será que estarás maldito? Entre todos los animales cornudos del mundo, creo que tú eres el mayor. Habrá que hacer una actualización en todas las enciclopedias del planeta. —Paula se echó a reír como una psicópata, mientras iba por una vela roja que estaba encima del buró de junto y encendía la mecha con unos cerillos que agarró de allí mismo—. ¿Será porque con tu pequeña pollita no te satisfaces ni a ti mismo cuando te masturbas?

—¡Paula, por favor, suéltame!

—Sí, conejito, te voy a soltar, pero primero jugaré un poco contigo. Esta es una sesión BDSM muy descafeinada, así que no te asustes, que, de todos modos, nadie se muere de esto.

Se acercó a mí, aprovechó una de mis protestas en que abrí la boca para meterme la tanga en mi boca. Luego se incorporó, se puso de rodillas a la altura de mi pene y levantó la vela encendida.

No hacía falta ser muy listo para adivinar lo que pretendía hacer. Me estremecí de sólo imaginarlo. Con la tanga en mi boca me fue casi imposible gritar de dolor cuando la cera caliente cayó sobre mi glande. Me retorcí como un perro al que le han dado un balazo en una pata. Es cierto que el dolor fue tremendo, sobre todo en aquella zona tan sensible, pero debo decir también que mi suplicio duró apenas unos segundos, pues tan pronto la cera se enfrió, no tuve mayores efectos secundarios, salvo el recuerdo del daño.

El problema no era que el dolor durara poco, sino que Paula parecía dispuesta a continuar sodomizándome con cera caliente por un buen lapso de tiempo, lo advertí cuando volvió a levantar la vela y esta vez me dejó caer chorros sobre las piernas, primero en una, y luego en la otra.

Continuó surtiéndome de cera caliente esta vez en mi pecho, y después otra vez en mi pene. No lo niego, la sensación era, sobre todo al principio, escalofriante y dolorosa, pero al pasar algunos diez segundos el efecto mutaba del dolor al cosquilleo, mismo que me relajaba el cuero. A saber de qué clase de cera sería aquella.

No obstante, el aturdimiento fue mucho peor cuando, con las piernas tiesas, la muy perversa me mojó los huevos con aquella cera hirviente, sensación que me hizo ver estrellitas por un largo rato.

Me estremecí otra vez, tragándome un grito de dolor hacia dentro, ante la sádica mujer que me tenía a su merced.

Viéndose complacida, pues aquella cruel gata parecía excitarse sodomizándome, se volvió a parar, sacó un labial rojo de su bolso y me pintó un letrero en mi pecho que decía;

Yo soy el mayor cornudo de Linares.

No es que yo lo haya podido ver, mas Paula no se pudo contener a la hora en que decidió leérmelo.

«¡Maldita cerda hija de la chingada!»

—Mira qué escena más fascinante, conejito mal portado; tú, doblegado ante mí —se sonrió, posicionándose al pie derecho de la cama—, ¿no te recuerda a algo la forma en que estás atado ahora, querido? ¿No sientes un ambiente familiar? Como un vestigio. Sí, sí, Noé, creo que, si mi memoria no me falla, así me dejaste atada a mí aquella tarde en tu apartamento, ¿te acuerdas?, atada de muñecas y tobillos y sin ninguna consideración.

¡Claro que me acordaba! Ahora sólo me faltaba que esta maniática pretendiera vengarse de mí por eso.

Terminada la pregunta, la gata de cuero, meneando el culo, fue hasta donde estaba la cruz bondage, o más  bien fue por el consolador de silicona que estaba en la pared junto a la cruz, el cual despegó y lo trajo consigo, posicionándose a mi lado.

Estoy seguro que mi reacción al ver esa cosa de plástico sobre mis ojos fue la que habría puesto si una pistola estuviera metida en mi boca…

—Me dejaste atada una tarde entera… ¿te acuerdas, Noé?, con un enorme consolador de cera metido en mi chiquito, y uno de silicona en la vagina. ¡Menudo misógino estás hecho! Pero, como tú solamente tienes un solo hoyo (a no ser que también cuente el de tu boca), y en esta habitación sólo tenemos un solo rabo de plástico, pues tendrás la suerte de que sólo te lo ensarte de un solo lado.

¿Qué? ¡No! ¡No! ¡NO!

Esta mujer estaba loca, ¿qué digo loca?, ¡loquísima!

—¿Sabes qué es lo gracioso, conejito? —me preguntó, sin esperar realmente una respuesta de mí—, que el tamaño de este consolador es casi del tamaño del de mi querido rubito Samír. Es una pena que no sea más grueso y largo como el de tu amigo Leoncito. Pero descuida, que de todos modos lo disfrutarás, igual que como lo ha disfrutado ya la insípida de tu Rosalía.

Fugazmente vi esa cosa gruesa y de grandes longitudes y me pregunté en qué momento iba a sufrir un shock de dolor si aquella cerda de verdad cumplía su amenaza de introducírmelo.

El terror de mi expresión debió ser escandaloso, porque la perversa de Paula no dejó de carcajearse mientras me contemplaba.

Ahora tenía dos nuevos problemas (de los miles que se me habían acumulado ya, por si hicieran falta); el primero era que estaba a punto de ser tratado como una maricona, dado que aquella gata rastrera estaba dispuesta a romperme el ano con aquél gran consolador.

Y el segundo problema era Rosalía y su supuesta infidelidad en caso de que, en verdad, hubiera decidido romper nuestra promesa de no acostarse con Samír. Aún así, lo que había dicho la gata de cuero respecto a mi mujer me tenía desconcertado, y me daba desconfianza.

Si Paula me había drogado (igual que como terminé drogado años atrás en casa de Leo) era probable que también hubieran drogado a Rosalía (una acción vil que podría, incluso, merecer la cárcel para quien lo hubiera hecho); esa era la única justificación que encontraría para que de verdad ella se hubiera dejado penetrar por el hijo de puta de Samír. Y si eso había sido así, juré por Dios que le arrancaría los huevos con una motosierra a ese miserable cabrón.

Mientras tanto, Paula se subió a la cama, puso sus enormes nalgas en mi abdomen, dándome la espalda, y sus manos se fueron directo a debajo de mis huevos, donde muy pronto sentí la punta helada de aquél horrendo dildo.

«¡Paula! ¡Paula! ¡Por favor! ¡No! ¡No! ¡NO!» grité en mi fuero interno, mientras hacía sonidos huecos producto de aquella prenda en mi boca.

Paula continuó raspándome los huevos con sus uñas, y luego descendió hasta la parte inferior de mi ano.

—Vamos, Noé, no te escandalices y deja de moverte, que estoy a punto de proporcionarte el mayor placer de tu vida, ¿no te has enterado que el punto g masculino está dentro del orto, justo en la próstata? ¡Vaya forma de la naturaleza de burlarse de los machitos! Pues ahora comprobaremos si es verdad.

«¡NO! ¡NO!»

—Trataré de que no te duela, querido; tampoco te lo voy a meter así en seco. Con mis dedos te voy a lubricar tu ano, ayudándonos de mis propios fluidos vaginales, que ya estoy chorreando de lo excitada que me tiene el morbo que me está generando toda esta situación.

Vi, casi en penumbras, que Paula se llevaba sus dedos a su coño mojado, procediendo, después, a mojarme el anillo exterior de mi ano, sin llegar a introducirlos. Lo hizo a conciencia, sabedora del terror psicológico al que me estaba sometiendo.

Después agarró el grueso dildo con sus dos manos y se metió la punta en su chocho, a fin de mojarlo con su caverna carnosa que ya estaba impregna de sus flujos. Hecho esto, procedió a echarse a reír, al tiempo que lo restregaba entre mi escroto y perineo, sintiéndolo muy cerca ya la entrada de mi ojete prohibido.

¡Por Dios! ¡NO! ¡NO!

El mayor terror de mi vida se hizo presente cuando sentí el glande de plástico tocando directamente en la entrada de mi ano, y por instinto salté de la cama como pude y me revolví hacia todos lados a fin de evitar semejante degradación hacia mi cuerpo. Tras esto, Paula cambió de postura, quedando a horcadas frente a mí; tiró el dildo al suelo y acercó su boca a la mía, carcajeándose sin parar:

—¡Pero mira tu cara, conejito asustón, sudas a chorros del terror! Estás pálido y rojo a la vez. Por cierto, esa tanga en tu boca te hace ver divino. ¿De veras piensas que soy tan mala para violarte con un dildo? Que sí, que lo mereces por portarme mal conmigo. Pero tranquilo, pequeño conejito, después de todo… tú eres alguien especial para mí. Recuerda que estoy enamorada de ti

¿Enamorada de mí?, sí claro; menos mal no me consideraba su enemigo, o seguro ya me habría destazado ahí mismo, ¡maldita loca de porquería!

Por fin me sacó la tanga de la boca y me la acomodó sobre el cuello, y liberado de esa prenda, comencé a resollar, en tanto ella metía su jugosa lengua dentro de mi boca. Intenté negarme, pero temí contrariarla y hacerla reconsiderar su jueguito de introducirme ese dildo. Mientras estuviera atado de muñecas y tobillos no había nada que pudiera hacer al respecto.

Por eso decidí ya no decir nada, y dejarme hacer, antes de enfadarla otra vez y darle pie para que ahora sí me desgraciara.

Suspiré, suspiré, y suspiré, pensando en todo, en mi ridícula posición ante la gata de cuero y, sobre todo, en la posibilidad de que Rosalía estuviese drogada como yo, vulnerable ante aquél cabrón hijo de puta en alguna parte del club. Paula limpió con las sábanas de la cama mi sudor y me sonrió otra vez.

—Eres tan guapo, Noé… —Su gesto de pervertida mutó a uno mucho más compasivo, pero eso no la deslindaba de sus frivolidades—, si tan solo te hubieras quedado conmigo y no con la insípida esa pelos de trapeador seco…

Rememorando esta verdad se puso de pie arriba de la cama y se colocó justo encima de mi rostro, sin sentarse todavía. Pese a la oscuridad, vi su enorme trasero y su raja, que a estas alturas debía de estar más mojada que el golfo de México. Entonces la vi flexionar sus rodillas, de modo que logró poner su redondo y potente culo en mi cara, quedando su caverna mojada sobre mi nariz, hasta casi asfixiarme. Y sí, en efecto, la muy puta estaba chorreando. Movió su cuerpo un poco hacia adelante y su raja mojada ahora quedó en mi boca. El sonido del chapoteo sobre mis labios cada vez que se restregaba en mi cara, de arriba, abajo, de arriba, abajo, descubría lo húmeda que estaba.

—¡Cómeme el coño, conejito, anda, saca tu lengua y métemela, que es lo que te gusta, ¿no?!

Y cómo no, tenerla justo así, con su culo y vagina sobre mi cara, pese a saber lo cabrona y rastrera que era, provocó que mi erección ganara fuerza y vigor. No lo pude evitar. También es cierto que la droga y el viagra tenían mucha culpa.

—¡Anda, conejito, cómemelo, así, así!

Me limité a mantener mi boca cerrada más por lealtad a Rosalía que por ganas, de esa manera evité la tentación de sacar la lengua y dejarme llevar por la calentura del momento. Que estaba cachondísimo, pues sí, pero había hecho una promesa a la madre de mi hijo y la tenía que cumplir.

Sería por la situación y el morbo que Paula explotó en un orgasmo que me chorreó el rostro con un líquido caliente cuyo aroma y sabor salado me incrementó las palpitaciones de mi pene.

—¡Ahhh! —exclamó.

Paula jadeó de placer, en tanto yo tosía y escupía los fluidos que se me habían metido a la boca, y se puso a cuclillas en dirección de mi pelvis. Su bolso (que guardaba objetos perversos) estaba en la cama, y de allí sacó un condón, el cual se dispuso a colocármelo.

14

—Espero que el condón no te quede tan grande, que no encontré minis por ningún lado —me dijo, por el placer de humillarme. Obviamente me quedó a la medida. Lorna se había cansado de decirme que el tamaño de mi pene era el promedio en los hombres, y eso me había ayudado con mi autoestima. Hasta que bueno, finalmente me engañó con un mastodonte de pija de tamaño descomunal—. Guau, conejito, la tienes durísima.

No le respondí ante lo que era verdad.

En esa posición, Paula elevó el culo, echó su espalda y cabeza hacia atrás, apoyándose con las manos sobre el colchón como tarántula, y así clavó su inundada vagina sobre mi verga.

—¡Oh, Dios, nooo! —atiné a decir con un gruñido, sintiendo que mi pene se enterraba en una caliente gruta empapada.

—¡Oh, sí, conejito, por fin, por fin! —exclamó victoriosa.

Así comenzó a darme fuertes sentones mientras gritaba de forma exagerada sólo para molestarme, o quizá para hacerle saber a Rosalía (si es que de verdad estaba en la habitación de al lado) que ella y yo estábamos follando como locos.

—¡Paula, por favor, para, Paula, basta…!

Mi polla reaccionó poniéndose más dura y caliente que antes, al tiempo que oleadas involuntarias de fruición me socorrían, hormigueándome en toda mi zona pélvica hasta provocarme escalofriantes estremecimientos.

—¡Así, conejito, así dame fuerte… que rico, que ricooo, ufff! —gritaba ella cual posesa, subiendo y bajando, subiendo y bajando.

Lo cierto es que yo estaba inmóvil, dejándola a ella dirigir las embestidas. Al menos era una forma de sentirme menos culpable. Cerré los ojos y traté de no pensar en nada.

—¡Está tan… tan dura y gloriosa, querido, la siento, la siento…!

Por más que me resistí, me fue imposible quitarla de encima. Sus sube y baja fueron perfectos, sincrónicos. Al abrir los ojos de nuevo me encontré con que sus senos de pezones oscuros giraban como péndulos ante cada acometida. La muy guarra tenía experiencia (me lo estaba demostrando), sobre todo por la forma ascendente, descendente y circular en que movía su pubis, provocándome sacudidas de placer. Finalmente estaba cumpliendo su deseo, que me la follara, aun si fuera en contra de mi voluntad. Encima,  yo también lo estaba disfrutando.

Carajo, pues si no soy de piedra.

Y entre sus gritos y el restriegue de sus labios vaginales en mi glande y tronco no pude evitar correrme casi enseguida.

Será por el morbo de sentir el condón caliente y lleno de mi esperma que ella también se corrió. Aunque era muy buena fornicando, sobre todo perversa, todavía le faltaba altura para correrse (nivel squirt ) como Lorna… y hablando de ella, ¿dónde estaba?

Pues sí, cogiendo con Gustavo.

Rosalía… ¿dónde estaba mi Rosalía?

Pues sí… supuestamente con Samír.

Concluido el acto sexual, Paula se desencajó de mi pene, me sacó el condón y me limpió la polla con la boca, provocándome nuevas profusiones de erotismo. Cuando la dejó limpia, la gata de cuero se tendió encima de mí, y me besó. Por instinto abrí la boca y dejé que su lengua me invadiera otra vez. El sabor a fierro me recordó la única ocasión en que Lorna me besó teniendo mi propio semen en su boca.

—Debo reconocer que, para no estar predispuesto a cogerme, estuviste muy bien, conejito.

La miré a los ojos. El delineador lo tenía corrido y se le veía fatigada. Así, como estaba de tranquila, me iba hacer más fácil quitármela de encima, por eso le dije;

—Y habría estado mejor, pero así amarrado pues ni cómo.

Paula se quedó perpleja un momento, mirándome.

—¿Lo dices en serio?

Le sonreí, aunque lo que quería era escupirla.

—Pues sí; el sexo no sólo es follar y ya. Hacen falta las caricias y los besos.

Paula volvió a incorporarse, con los ojos brillantes.

—Pues faltaba más, conejito.

En menos de un minuto volvió a su bolso negro y hurgó dentro de él, hasta extraer unas llaves con las que me liberó de muñecas y tobillos.

Al fin mis músculos se relajaron. No quise alarmarla tan pronto, así que me senté, estiré mis articulaciones y la miré con una nueva sonrisa.

—Eres tan guapo cuando sonríes, Noé…

Tragué saliva.

«Un guapo al que quieres pero odias  a la vez.»

—Quiero probar algo —le dije.

—Lo que quieras —me respondió ella, muy receptiva a mi petición.

—Visto lo visto pues creo que ya no tiene caso mi fidelidad.

—¿Y eso qué significa?

—Que pues si ya cometí el pecado, quiero terminar de cometerlo completo.

—Pues tú dirás, guarrillo.

Mi postura desvergonzada pareció alentar en Paula una sonrisa.

—¿Me dejarías…follarte atada sobre esa cruz? —señalé la cruz bondage del fondo.

Paula no se imaginó que mi intención era dejarla allí, amordazada y atada lo que quedaba de la noche, (faltarían tres horas para las ocho de la mañana), hasta que se vio amarrada de tobillos y muñecas y le dediqué una pérfida sonrisa.

—Así es como haces menos daño a la gente, Paulita, atada como una perra en un rincón.

Cuando la tontuela fue consciente de mis verdaderas intenciones, no le quedó más remedio que emular mi antiguo gesto de terror, en tanto yo le devolvía sus mismas palabras;

—En pleno siglo XXI, Paulita, ¿quién se deja atar en una cruz bondage por el mismo tipo que ya la dejó atada una vez en la propia cama de su habitación de su apartamento?, ay, mi pequeña gatita boba, me das tanta ternura.

Ni siquiera le salieron las palabras, por el contrario, sus ojos se aguaron y me volvieron a mirar con odio.

—Tú no aprendes, Noé, ¿verdad? —gruñó, y su tono y matiz fue el de una amenaza—, me queda claro que tú nunca vas a aprender.

—Y tú tampoco, Paula… tú tampoco vas a aprender.

—¡No sabes lo feliz que me hace que ahora el imbécil de Leo sea el que se esté tronando a tu ex golfita! ¡No sabes el placer que me causa que ahora hayas quedado como un puto cornudo de mierda, humillado públicamente por tu corneador, que ahora se pavonea con tu asquerosa zorra en tus propias narices! Y lo de Rosalía….

—¡A ella la dejas en paz! —le exigí.

—¡Suéltame o te juro que te va a pesar, Noé!

Tuve que masajear mis sienes para que el dolor que me punzaba se atenuara. Mientras tanto, volví mis ojos de diablo hacia Paula y le dije:

—¿Qué pensaste, pequeña gata?, ¿que Noecito el de la pequeña polla se iba a compadecer de ti y te iba a perdonar lo que le hiciste? Pues no. A ver si te vas enterando, Paula, que a mí me vas a tener que respetar, y que, ante cada ataque que tú me des, yo te lo voy a devolver con un impacto mucho peor. Tú eres una mujerzuela a la que yo no puedo respetar, por eso no volveré a ser caballeroso contigo nunca más.

”Si antes te sentía lástima por lo que hizo Gustavo en relación a que te quitó a tu hija, eso se acabó. Eres una escoria viva, igual de rastrera e inmunda que Leo. Por cierto, ya vi bien esa maldita tanga y ni siquiera es del tamaño de Rosalía. De seguro es tuya, culoncita, ¿creíste que me ibas a manipular otra vez? Pues no, esos tiempos del Noé pendejo se acabaron.

—¡Me las vas a pagar, Noé, te juro que me las vas a pagar!

—¡Bla! ¡Bla! ¡Bla! ¿Ahora resulta que yo soy el malo?, ¿no fuiste tú la que me sodomizó, vejó e hizo conmigo lo que se le dio su puta gana? Ridícula. ¿Sabes que pudiste matarme de una sobre dosis con la droga que me diste, combinada con el viagra? No tienes límites, eres malvada y tóxica. Te quiero fuera de mi vida, Paula, y lejos de Rosalía.

Todo lo que me había ocurrido esa noche era tan surrealista, que estuve seguro que ni siquiera se le ocurriría a ningún guionista de películas porno ni aunque fueran de bajo presupuesto.

Me puse delante de un espejo largo que estaba al lado del buró, y comencé a limpiarme el letreo que la loca había escrito sobre mi piel, así como la cera seca que estaba adherida en distintas partes de mi cuerpo.

—Tampoco soy tan malo —le dije—, o ya te habría encajado en el ano ese consolador que querías introducirme a mí. Y no, no me voy a desgastar preguntándote sobre si lo que me dijiste respecto a Rosalía es verdad o mentira porque, por tu bien, espero que sea mentira. De todos modos tú eres una mitómana intrínseca a la que no puedo creer nada.

—¡Todo lo que hago es para recuperar a mi hija! —se excusó—. Estoy desesperada.

—Ah, caray —me burlé de ella, terminándome de limpiar—, ¿pretendes convencer al juez de menores de que te devuelva la patria potestad de tu hija follándome, vejándome… diciéndome mentiras, haciéndome el mal por el puro pinche placer de joder y joder y puro joder?

Cuando ya me hube limpio decidí que tenía que ducharme. Los mareos y todos los achaques de la droga me estaban pasando poco a poco, aunque mi pene seguía un tanto duro. Cuando me desplazaba a la ducha escuché a Paula llorar y me detuve.

Volví a ella y la contemplé, atada en la cruz y vestida de gata… pero con sus ojos llorosos. La imagen era todo un espectáculo.

—¡Quería chantajearte, Noé… no entiendo bien cómo, pero pensé que chantajeándote sería la forma en que podías ayudarme a recuperar a mi hija! —Su voz sonó tan sincera como ella quiso. Tragué saliva—. ¡Me estoy muriendo sin ella, Noé, por eso hago lo que hago!

Me acerqué más y la miré a los ojos, casi sintiendo lástima por ella.

—Eso no es un justificante para hacer tus nangueras —le reproché—. ¿Quieres un consejo, Paula? Si de verdad amas a tu hija como dices, pues déjala por la paz. Por lo visto tú no estás en condiciones psicológicas para educarla.

—Te aseguro que Noelia es más perversa de lo que supones, y no voy a dejar que ella le coma la cabeza a mi hija…

Probablemente en esto último Paula tuviera razón, de todos modos me hice el desentendido, probablemente ella conociera más a Noelia de lo que yo creía

—¿Ahora te irás contra la mujer de tu ex marido? Eres increíble.

—¡Noelia es una caja de sorpresas que vaya si les dará sus sorpresitas un día de estos! —carraspeó—. A ver si fue casualidad que quedara en el juego de las llaves con Leo, ¿eh?

Su comentario me dejó pensativo.

—Ella no conoce a Leo de nada —le recordé. Paula sólo me miró—. Por otro lado, te reitero que dejes a tu hija como está. Los adultos podemos hacer las estupideces que nos plazcan, pero nunca se tienen que involucrar a los hijos en esto. Mejor atiéndete primero con un especialista… y ya no te degrades así: en serio te lo digo, no te humilles ni te degrades de esta forma. Por Dios, Paula, ¡eres una de las mujeres más hermosas que he conocido en mi vida! Te lo digo de verdad, eres preciosa a morir, ¿por qué te haces esto? No eches a perder tu vida de esta manera, mucho menos con el petimetre de Samír.

Paula no respondió, y ante su silencio me fui a la ducha, donde terminé de limpiarme con agua y jabón. Luego salí y me vestí sin cohibirme delante de ella. Ya no había caso de ir de pudoroso ante la gata de cuero si, literal, me había visto completamente desnudo por segunda ocasión. Y me había cogido.

—¿Me vas a dejar aquí? —me preguntó ella sorprendida—, no pensarás de verdad dejarme aquí, ¿verdad?

—Ahí es donde mereces estar, Paulita, imposibilitada ante el mundo. Así no haces daño a nadie.

—¡Eres un misógino!

Le torcí un gesto y me peiné frente al espejo del baño. Una líder de la misandria hablando de misóginos, claro.

—¡Noé, no puedes ser tan cabrón, tú eres un hombre y yo soy una mujer, no aguantamos lo mismo atados, tú no me puedes dejar aquí, me darán calambres!

Quizás ella tenía un poco de razón, y tampoco es que yo fuera tan descorazonado. Pero tenía que asegurarme de que, de ahora en adelante, se portaría bien.

Agarré mi celular y me acerqué a ella, le quité la máscara de gata de cuero y la empecé tomar fotos y videos, mientras ella protestaba.

—Tú me vuelves a tratar como tu perro, Paula, y te juro que le hago llegar estas imágenes al juez que está siguiendo tu contra demanda, y también se las mandaré a todos los clientes que me robaste, ¿entendiste?

Ella no dijo que sí… pero tampoco que no.

Encima iba de orgullosa la desvergonzada.

De todos modos la desaté y, con todo el dolor de su corazón, se fue a tirar a la cama a llorar como una chiquilla a la que no le han cumplido un capricho, en tanto yo guardaba mi celular  en el bolso de mi pantalón.

—Y otra cosa, Paula, que no me llegue a enterar que entre tú y Samír drogaron a mi mujer, porque te juro que no se la van acabar, par de cabrones. Esto tiene consecuencias penales, por si no lo sabías.

Ella no me respondió, seguía echada en la cama, gimoteando.

—Ah, y por último, ante Rosalía tú y yo no hemos hecho nada, ¿te queda claro?, pero ante Heinrich y Leo… sí, sobre ante Leo: ante ellos tú y yo follamos como locos hasta destornillarnos.

Paula siguió gimoteando, me tocó un poco el corazón, me acerqué a ella y la miré de cerca.

—Paula —murmuré—, por favor ya no llores, perdón si te lastimé atándote, pero entiende que lo hice para defenderme. Escucha, como profesionista eres increíble, por favor, vuelve a ser la misma mujer que yo tanto admiraba, la misma que trabajó conmigo en el pasado, la que respetaba y quería de verdad.

La pelinegra se incorporó, se limpió las lágrimas, me miró a los ojos, y sus dedos acariciaron mi mentón.

—Perdóname Noé, pero estoy dispuesta a comerme el mundo entero si es necesario con tal de recobrar la patria potestad de mi hija, que es lo único que me queda en este mundo. Cuando lo haga, me largaré de aquí para siempre.

Tragué saliva, me puse en pie, colocándome de nuevo el antifaz en mi rostro, y salí de la habitación en busca de Ross.

¿Qué carajos se tomaba para los dolores de cabeza y mareos como consecuencia de una droga extraña diluida con viagra?

A saber.

A lo mejor lo más conveniente era no tomar nada de pastillas si no quería arriesgarme a sufrir un efecto contraproducente.

El pasillo, escuetamente iluminado con luces led rojizas, estaba vacío, aunque adiviné que en el interior de todas aquellas puertas que se divisaban habían parejas cachondeando bien y bonito. En una de esas estaba Lorna (que ya no debía importarme) y en alguna otra se hallaba Rosalía. Y al pensar en ella más en frío me volví asustar.

Paula había dicho que Ross y Samír estaban en la habitación contigua, a la izquierda, justo donde estaba mirando ahora… la habitación 65; pero tampoco es como si fuera a creerla, aunque… había posibilidades.

Por eso tuve la tentación de irrumpir dentro, buscar a Rosalía y llevármela del club. No obstante, también comprendí que proceder de esa manera sería tanto como arruinar la persuasión con la que pudiera haber hecho desistir al rubito de no tirársela, porque de eso sí estaba seguro, Rosalía no se había acostado con él. Al menos no por voluntad propia, y ésta última posibilidad me llevaba al terror de no saber cómo estaba ella. Imaginarla con estupefacientes psicodélicos en el cuerpo me rompía y amedrentaba.

Por fin se me ocurrió mandarle un mensaje de whatsapp y asegurarme por ella misma que se encontraba bien. Al abrir la aplicación en nuestra caja de conversaciones advertí que su última conexión aparecía a la 1:05 de la madrugada. Me fijé en mi teléfono y confirmé que ya eran las 4:25 am, lo que suponía que ya habían pasado más de tres horas desde entonces.

¿Estaría durmiendo?

Era lo más lógico, aunque… conociendo a Samír… ¿me debía de sentir confiado? Samír era Samír, un pervertido follador, sin códigos ni compasión, es decir; una extensión directa de las mañas de Leo. Menos mal Rolando se había esfumado del planeta, o ya tendría tres cabrones haciendo de las suyas como en una película de terror.

Me dije que tenía que tranquilizarme. Ross y yo teníamos un acuerdo… y pues bueno, aún si yo no lo había cumplido cabalmente, pude quedarme con la satisfacción de que Paula se había valido de métodos poco ortodoxos para cumplir sus propósitos.

Pero Rosalía era Rosalía… mi mujer, incorruptible y buena, y aquella sensación de vacío que sentía en las entrañas por no saber de ella me sabía mal. De alguna forma yo la había empujado a esto, y ahora me encontraba muy arrepentido. Así que no me quedó más remedio que llamarla; un mensaje de texto no sería suficiente para corroborar que estaba bien. Samír podría hacerse pasar por ella y escribirme en su lugar. Por eso opté por llamarla y escuchar su voz. Al menos eso. Era lo justo. No tenía que sonar como un celoso compulsivo ante ella, así que jugaría al novio preocupado pero comprensivo.

Lo intenté una vez pero no me contestó;

—Pfff… entonces sí está durmiendo —me dije pero sin conseguir tener alivio.

Que no me contestara no resolvía mis dudas.

«O la tienen en cuatro y la están perforando, por eso no escucha el teléfono…»

—NO, no. Está durmiendo… —traté de convencerme, nervioso.

Resollé.

Volví a marcar y otra vez me quedé esperando hasta que la fulana de la contestadora me mandó a buzón.

—Sí, está durmiendo, Noé, está durmiendo.

Ya de que me daba por hablar solo y en voz alta era una seña ineluctable de que me estaba trastornando. La última vez que me había ocurrido había sido durante los últimos días de mi antigua relación, y la experiencia casi había terminado con mi dignidad. No me lo podía permitir otra vez.

Pero es que donde Leo y Paula estaban era signo de peligro.

Fue tanto mi estrés y mortificación de que Ross no me contestara el móvil que pegué mi oreja en la puerta del cuarto 65 en el que, supuestamente, Rosalía y Samír se hallaban, esperando escuchar algo… aunque no sabía exactamente qué era lo que pretendía oír.

Pero nada. No se oía nada. Aunque también era cierto que las habitaciones estaban confeccionadas con una estructura anti-ruido, para que los de afuera no nos escandalizáramos de los gritos que provenían de adentro. Pero no sé, pensé que al menos se tenía que escuchar algo… aunque se escuchara muy lejos… algún susurro, un eco, algo, lo que fuera.

—Ay, Ross, mi Ross —murmuré con remordimientos.

En mi tercer intento de llamada ocurrió algo peor; el teléfono estaba apagado, ¿apagado?, sí, sí, apagado.

¿Cómo era eso posible, si apenas hacía menos de un minuto había timbrado? Tuve un escalofrío en la coronilla de la cabeza y mis malos pensamientos me comenzaron a acosar.

Esto me olía a que alguien le había apagado el celular, y dudé que hubiera sido exactamente ella. Aquella teoría volvía mi entorno más álgido todavía.

Suspiré, suspiré y volví a suspirar.

«Todo está bien, todo está bien… todo está bien…»

Tuve que pensar en otra cosa para intentar volver a tener la cabeza en blanco, así que llamé a Susana, la enfermera que cuidaba de Fernandito. Necesitaba saber cómo estaba él. Habíamos prometido que la llamaríamos en el transcurso de la noche por si a caso no alcanzábamos a llegar a casa.

En mi primer intento nadie contestó la llamada, por suerte tuve mejor fortuna la segunda vez.

—¿Diga? —dijo Susana con voz somnolienta.

—Hola, Susana, soy Noé. Disculpa si te desperté, pero quería informarte que llegaremos hasta el amanecer.

—Señor Guillén, ¿cómo está?, pero qué pregunto, si ya doña Rosalía dijo que la estaban pasando de maravilla.

Su respuesta me dejó perplejo momentáneamente. Tuve que asimilar cada una de las palabras que me había dicho Susana para poder preguntarle;

—¿Rosalía te llamó?

—Sí, claro —respondió la enfermera bostezando—, creí que usted ya lo sabía, ¿qué no están juntos?

Tragué saliva y pensé en una respuesta rápida.

—Eh… sí, claro, sí… lo que pasa es que debió llamarte mientras yo iba al baño.

Sentía la boca seca y mis piernas de gelatina me temblaban.

Rosalía la había llamado y le había dicho que la estábamos pasando «de maravilla.»

—Ah, será por eso, sí —coincidió la enfermera.

Todo el cuerpo me vibraba como si tuviera paludismo.

—Bueno, sí, Susana, se le ha de haber pasado decirme… pues eso… que te había llamado… aunque… bueno. Oye, Susana, dime, ¿hace mucho rato que la señora te llamó?

Dejé que la enfermera hurgara en su memoria.

—Ammm, creo que hace como media hora, contador. Por cierto que la escuché un poco agitada. ¿Ella está bien?

¿Hace media hora?... ¿un poco agitada?

No pude evitar exhalar y tragar saliva, antes de responder:

—Sí, sí… ella… ella… está «de maravilla.»

Y dicho esto le colgué, justo a tiempo para escuchar una serie de ruidos como ecos que procedían de la habitación contraria a la que me había insinuado Paula. No era la izquierda, sino la derecha. Lo raro fue que aquella puerta (que tenía el número 67 en color bronce) estuviera entreabierta. Quizá por eso los sonidos eran mucho más audibles. Quise hacer memoria para recordar si la puerta había estado entreabierta desde siempre o alguien la había abierto a propósito mientras yo llamaba a Susana.

Pero no obtuve respuesta.

Mis emociones estaban complotando contra mí, eso era seguro. Pero yo tenía que serenarme; tenía que confiar en ella, en Rosalía... ¿una Rosalía agitada?

Es evidente que una explicación había de haber. La buena noticia de esta conclusión es que ella no estaba drogada, porque alguien que no está en sus cinco sentidos lo último que haría es acordarse de su hijo y de la enfermera que lo cuida. Y Rosalía la había llamado.

Así que, por el momento, esa teoría estaba descartada.

Yo conocía plenamente a mi flaca; ella no me podría engañar… nunca.

De nuevo me sentí aturdido.

¿Rosalía agitada?, ¿«pasándola de maravilla»?

No me aguanté más. Con el corazón en vilo, palpitándome acelerado, me acerqué lentamente y a hurtadillas a la puerta 67 que estaba al lado diestro de la habitación que me habían asignado con Paula, y al llegar allí la entreabrí un poco más, esperando pasar desapercibido por los ocupantes.

Temiendo que un horrible deja vu se estampara contra mi presente y me revolviera la cabeza, asomé la cabeza.

Las piernas me temblaron, la espina dorsal se me escalofrió, mis ojos se abrieron como platos y mi pecho casi reventó cuando intenté descubrir quiénes eran los que follaban allí dentro.