Por mis putas fantasías 2 (REDENCIÓN): Cap. 9 y 10

La aparición de Lorna y Leo en Babilonia trastoca la tranquilidad de los invitados, en especial la de Noé. Además, Heinrich prepara un morboso juego de intercambios de pareja donde... todo podría pasar.

9

Su belleza seguía intacta; de hecho la encontré más hermosa de como la recordaba. Su vestido tinto, cortísimo, enseñando sus blancos y gordos muslos, la hermoseaba como la diosa que era. La tela estaba tan adherida a su curvilíneo cuerpo que parecía una segunda piel, contrastando violentamente con su color albino.

Sus ojos color azul turquesa brillaban como si fuese una gatita nocturna y en celo. Sus pestañas largas y negras hacían que su mirada fuese soberbia, altiva, penetrante, aunado al arco alto de sus cejas puntiagudas al estilo de Marilyn Monroe. Sus gruesos labios, esos que tantas mamadas me habían dado en el pasado, permanecían mullidos, con un color escarlata que sobresalían por el tono claro de su rostro. Sus cabellos largos y moldeados le llegaban a la cintura, más refulgentes y dorados de como la imaginaba en mis nuevas fantasías. Sus párpados estaban maquillados con un color ahumado, como una fina puta que busca encontrar cliente a como dé lugar. Y su cuello permanecía adornado con un precioso collar de perlas… que yo recordaba vérselo visto puesto antes a otra mujer…

Ahí estaba mi diosa, mi Lorna. Mi ex mujer.

Parecía haber querido que todos supiéramos quién era ella, porque apenas la advertimos, sacó de su bolso un exquisito antifaz de encajes negros y se lo puso, resultando exultante, sensual, como una imponente emperatriz a la que todo el mundo se arrodilla a obedecer cualquier orden. Portaba unos tacones elevados de aguja que la hacían lucir más alta de lo que en realidad era, además de provocar que su culo se viera más respingón. Se describía como una muñequita de porcelana perfecta con vestidito entallado y con un escote muy amplio, de modo que casi la mitad de sus grandes, redondos y erguidos pechos se asomaban por los bordes del escote como si se estuvieran asomando desde un balcón.

Heinrich los estaba recibiendo, en tanto Lorna permanecía callada, de perfil, como efigie romana, sin mirar a los que nos hallábamos allí reunidos. Con una queda sonrisa y una mirada misteriosa, como si guardara miles de secretos, se dejó halagar por el afroamericano, que no se cansó de comérsela con los ojos. Y no lo culpé. Cualquier otro que estuviera delante de semejante mujer habría hecho lo mismo, quedarse como un tren.

Y pensar que esa diosa había sido mía alguna vez, en cuerpo y en alma.

El palpitar de mi pecho me produjo vértigo y que tuviera que respirar con ansiedad, sobre todo cuando vi su precioso brazo desnudo asido del de Leo. ¡CON LEO! ¿Qué hacía ella con aquél hijo sus veinte mil putas? ¿Por qué estaban juntos? ¿Por qué él la tenía consigo? Una rabia incontrolable y en forma de fuego por poco me hace perder los estribos y lanzarme contra él, sobre todo cuando Leo se volvió hasta donde estábamos sentados en la sala y me sonrió con aquella mueca sardónica repleta de resentimiento que tanto había aprendido a odiar, como diciéndome «al final tu puta ex esposa es mía.»

—Vámonos de aquí —me susurró Rosalía de repente, al enterarse de quién había llegado y advertir mi reacción endemoniada.

La tensión que había surgido en la atmósfera a raíz de la aparición de esos dos sinvergüenzas se volvió asfixiante y podía cortarse con unas tijeras.

Mis piernas comenzaron a temblarme, mis respiraciones se hicieron más aceleradas, y el calor que llegó a mi cabeza por poco me nubló la vista.

—No —contesté tajante, voz aciaga, echándome a la boca el último trago de tequila azulado que quedaba en la copa de Rosalía. El líquido me quemó y endulzó la garganta, pero quería más.

—Noé…

—Te digo que no.

¿Qué significaba todo eso? ¿Era posible que, después de todo lo que habíamos pasado, Lorna y Leo estuvieran juntos? No. No. No era posible. ¡No podía ser verdad! Mi Lorna, mi amada Lorna no podía estar haciéndome esto. No podía estar ofendiéndome de esta forma tan denigrante, presentándose públicamente (delante de mis conocidos) con el cabrón que había profanado nuestra institución matrimonial, rompiéndola en mil pedazos sin importarle nuestro dolor.

«Dijiste que me amabas, Lorna, me dijiste mil veces que estabas arrepentida, que despreciabas a Leo por haberte utilizado y por habernos destruido, ¡abortaste a su hijo por mí!, ¡de rodillas me pediste perdón y me dijiste que habrías dado cualquier cosa porque aquello nunca hubiera pasado! Entonces… ¿Por qué estás con él?, ¿cómo me puedes hacer esto después de todo lo que nos pasó?, ¿cómo tienes la frialdad de menospreciarme y pisotearme de esta manera después de todo lo que me hiciste sufrir en el pasado? ¿Por qué con él?, ¿por qué chingados con él? ¡De tantos hombres! ¿Por qué con Leonardo Carvajal… quien fue mi mejor amigo, mi hermano por elección… el gran traidor? ¿Por qué me desdeñas y me afrentas en delante de todos?, ¿qué placer te causa humillarme de esta forma?, ¿qué placer te causa tratarme como un pelele?»

Tuve ganas de gritarle un millón de reproches y ofensas que al final se quedaron atorados en mi garganta de piedra. Cientos de holeadas de indignación e ira me acribillaron el pecho, provocándome dolores en el vientre y un vacío en el corazón.

Vi su sonrisa en torno a Leo y Heinrich y mi ira se multiplicó.

—Descarada —susurré con los dientes apretados.

—Esto es… humillante… para ti —insistió una Rosalía angustiada y con enojo—. No tienes que tolerarlo. Al diablo la propuesta de trabajo de Heinrich. Vámonos de aquí.

—No —volví a responder con la bilis burbujeando en mi lengua—. No, no y no.

Samír, Paula, Sebastian, Jessica, Gustavo y Rosalía, presentes allí, sabían a la perfección el motivo de mi ruptura con Lorna. Sabían quién era el causante y cómo habíamos sufrido ambos por ello. Y allí estaban ellos, presenciando la última sinvergüenzada de mi ex esposa, siendo testigos de mi nueva degradación. Me sentía humillado, dolido y frustrado, pero no me iba a ir de allí. Irme sería tanto como dejar que estos dos hicieran pedazos mi dignidad. Más de lo que por sí ya estaba derruida.

«Primero me cuelgo de los huevos del pino más alto y luego me largo, par de cabrones.»

Ahora entendía por qué Leo no se había presentado aún ante mí. Quedarse con Lorna era su trofeo, parte de su venganza, pero ella, ¿por qué ella se estaba prestando a su juego?, ¿también se estaba vengando de mí por no haber aceptado su perdón?, ¿era eso? ¡Escorias!

—Noé —persistió Rosalía, que estaba perdiendo la paciencia—, no te empeñes en ser el hazmerreír de la noche. Mira cómo te están mirando todos.

—Precisamente por eso no les voy a dar el gusto de largarme —le respondí apretando los dientes—. Te juro que no les voy a dar el gusto de hacerles saber que me vencieron. No. Yo me quedo aquí hasta las últimas consecuencias.

Rosalía, inconforme por mi actitud intransigente e irritada por la presencia de Lorna, gruñó con odio.

—¿Ahora entiendes que esa guarra nunca te amó? —me recalcó, y que me lo dijera precisamente en ese momento me dolía sobremanera—. Esa mujerzuela es de lo peor. Lo que ha hecho esta noche no tiene nombre.

«Lorna nunca te amó», «Lorna nunca te amó…» luego recordé lo que ella misma le había dicho a Noelia la tarde anterior «Ese es el problema… que sí lo amaba», y mi cabeza comenzó a aplastarse.

No respondí ante los cuestionamientos de Rosalía. No quería pensar en ello más. Tenía que estar tranquilo, si es que se podía. Lorna no podía afectarme de esta forma. Tenía que arrancármela de la mente, de mi piel y de mi cabeza. ¡Tenía que matar todo lo que quedara de ella en mi conciencia! El problema es que su recuerdo era indeleble. Y verla otra vez sólo hacía perpetuarla en mi alma y mi mente.

La forma de pena en que me miró Gustavo me afectó más de lo que habría querido. No me gustaba ser tratado como un imbécil por el cual sentir pena. ¡No quería!

—¿Cómo se ha atrevido? —oí que le susurró Jessica a Sebastian, no supe si en tono de burla o verdadera sorpresa—. ¡Esto es ser una perra más perra que las perras!

Y éste último también me miró con lástima. ¡Maldita sea! ¿Nadie entendía que entre más me hicieran sentir como un mequetrefe, más afectado me iba a sentir?

—Nos vamos ya, te digo —me volvió a insistir Rosalía en el oído—. Todo el mundo se está burlando de ti.

—Si te quieres ir, vete tú, yo me quedo —respondí con un hilo en la voz, cansando de tanta insistencia. Pedí con un gesto a un camarero que me trajera un tequila puro—. No les voy a dar el gusto a ninguno de estos dos hijos de perra.

—¿Y encima te piensas emborrachar? —me reclamó mi mujer—. No te lo voy a consentir, Noé.

Rosalía no estaba contenta, aunque no supe si fue por la presencia de la rubia o por mi actitud.

La música hacía imposible que los recién llegados nos escucharan. Estaban conversando muy animados con Heinrich, que les decía algo que yo no alcanzaba a oír. Lorna ni siquiera nos miraba, permanecía junto a Leo ignorando a todos los presentes. Su culo respingado estaba casi en la cara de Samír, que estaba en la esquina opuesta del gran sofá en forma de U mirándolo como si quisiera abrir la boca y morderlo. Yo juré que ella me había visto, pero actuaba como si yo no existiera. Su papel de mujer digna y victoriosa lo estaba interpretando de forma muy convincente.

—Es una maldita zorra —refunfuñó Rosalía—, ¡te dije que nunca va a cansarse de hacerte mierda! ¡Nunca va a cansarse de burlarse de ti! ¡Vámonos de aquí!

—¡Ya estuvo, Rosalía, que sé perfectamente qué clase de mujer es ella, no tienes por qué estármelo restregando en la cara a cada momento!

—¿Ahora te enfadas conmigo, cuando es ella la hija de la chingada que te está poniendo con esta irritante actitud?

—¡Basta!

Mi última exclamación llamó la atención de Paula y Jessica, que estaban viendo cómo mi alteración había comenzado como consecuencia de la aparición de la puta de mi ex mujer.

—Entonces te tranquilizas —me advirtió Rosalía, tomándome de la mano con rudeza—. No quiero ningún escándalo, Noé, prométeme que por ti y por mí no harás ningún escándalo. Te juro por Dios que aquí mismo se termina lo nuestro si montas un numerito. Tu mujer soy yo, y no quiero pensar que la aparición de esa maldita zorra te importa más que mi presencia. Tranquilízate y piensa en mí y en tu hijo. Dame mi lugar, por favor, es lo único que te pido.

—Descuida, me sabré comportar —le prometí, recibiendo del camarero la copa de tequila puro.

—Noé… el tequila puro no te caerá bien —me regañó—. Traes el estómago vacío.

—¡Porque estás empeñada en dejarme con hambre diario! —contesté airado.

Nunca le había hablado de esta manera a Rosalía, y sus ojos crispados me lo hicieron saber. Respiré hondo, tenía que relajarme, así que me disculpé:

—Iré a echarme agua en la cara —dije, poniéndome de pie y saliendo disparado hasta el baño de hombres.

No miré a nadie a mi alrededor mientras atravesé la sala, pero sentí que todos los ojos se clavaban en mi espalda…menos los de ella.

En el baño me paré frente al espejo y me eché agua en la cara. Me sentía contrariado, confuso, angustiado. Entonces vi a mi buen amigo Sebastian, que me había seguido hasta el baño, preocupado.

—Hermano, ¿estás bien? —me preguntó.

No respondí. Sentí que si abría la boca me iba a poner a gritar. Sebastian se puso a mi costado y me palmeó la espalda.

—¿Quieres un consejo, Fernando? —me dijo Sebastian. Él era de las únicas personas que a veces solía llamarme por mi primer nombre, por eso siempre solía escucharlo con más atención que los demás, porque era como si le hablara a otra persona y no a mí—. Toma a tu mujer y sal corriendo de aquí cuanto antes.

Lo miré a través del espejo, y luego observé mi propio rostro, que estaba pálido y con los labios temblando.

—Siento que… —murmuré en un susurro—, que… el aire se me va… mi pecho tiembla… mis ojos se escuecen…

—Por favor, amigo —insistió el informático, palmeándome la espalda. El rostro redondeado de Sebastian tenía un deje de mortificación por mí—. Hazme caso, vete de aquí.

Cuando me sentí capaz, le conté la forma en que Heinrich me había tratado y cómo se había referido a Rosalía, y me dijo:

—Ser pareja liberal no implica humillaciones ni mucho menos hacer algo sin tu consentimiento. A la primera incomodidad, uno termina con todo de tajo. Por dinero no puedes comprometer tu relación con Rosalía.

—Lo sé… —soplé, mi voz apenas me salía—, lo sé… pero ya es tarde, no puedo doblegarme así. Lo que sí es que no dejaré que Heinrich toque a mi mujer, Sebastian, o te juro que no respondo.

Sebastian me volvió a mirar preocupado.

—A ver, Noé, tú eres buena persona, pero me da miedo que cometas una locura si algo te llega a frustrar. Eres... muy explosivo. Aparentemente eres sereno, siempre actúas con calma, pero cuando… te ves acorralado cometes malas decisiones. Ya ves lo que le hiciste a Leo, que sí, que se lo merecía, pero fue un castigo muy desproporcional de tu parte. Y ahora ha vuelto, y no sé… pero no tiene buenas intenciones contigo.

—Lorna… —cerré los ojos. Las manos me temblaban mientras se sostenían del lavado de mármol—… Lorna… está con él… —mis palabras me salieron como vidrios rotos raspando mi garganta.

—No sé qué carajos esté haciendo Lorna con Leo, amigo, lo que sí sé es que Leo está disfrutando de tu humillación como no tienes una idea. No dejes que se burle de ti, no después de lo que ya pasó.

—¡Por eso quiero demostrarles que...!

—Nada —me interrumpió Sebastian—, ni tú ni Rosalía tienen que demostrarles nada a nadie. Te seré franco, Noé. A mí no me ha gustado nada que hayas venido a Babilonia. Esto no es tu estilo, está fuera de tu ambiente. Tú tienes un trauma de tu pasado que no has superado. Mira, hermano, vete de aquí, porque a mí me parece que se están aprovechando de tu ingenuidad de manera muy cruel. Yo no me fío para nada de Heinrich. ¿Ahora resulta que se quiere tirar a Rosalía y resulta que el tipo es muy íntimo de Leo?, no sé, hermano, pero a mí me sabe a trampa. Lo que sí quiero que sepas es que esta vez no voy a permitir que te hagan daño, Noé, créeme, me siento mal por lo que pasó la última vez y yo sin poder hacer nada para ayudarte.

”He cambiado, Jessica me ha abierto los ojos sobre lo que es el mundo real y ni tú ni yo merecemos pasar por estas humillaciones. Yo entré al mundo liberal para no perder a Jessica, y fue en ese punto cuando me di cuenta que no la amaba, que nunca la amé. Ahora quiero rehacer mi vida con otra chica, y por eso te aconsejo que tú hagas lo mismo con Rosalía. Hazme caso, Noé, ve por tu mujer y llévatela de aquí, o esto saldrá mal. No hagas caso a Gustavo, a Heinrich ni a Noelia. Al final al único al que debes rendirle cuentas es a ti.

Lo escuché sin escuchar, pero sabiendo que, probablemente, Sebastian era la única persona sensata y amigo de verdad que me quería en ese momento.

—Está en juego mi honor, Sebastian —le recordé—. Si me voy… me tildarán de cobarde, se burlarán de mí y de Rosalía.

Mi amigo entrecerró los ojos, meneando la cabeza:

—Yo sé muy bien que tu honor es más grande que la distancia que existe entre Alaska y la Argentina, Fernando, pero… ¿qué más da?

—Mi angelito y Rosalía también están en juego, Sebas, sabes bien que necesito dinero. —No pude soportar ver el rostro decepcionado que tenía mi amigo respecto a mí—. Sé que me dices todo esto por mi bien, Sebastian, y te lo agradezco. Pero mi decisión está tomada. Por una vez en mi vida, quiero hacer frente a la situación. Y gracias por cuidar mis flancos, mi buen amigo, lo valoro un montón, y sabes que yo también te quiero.

10

Cuando Sebastian y yo regresamos a la sala, vi que Samír no paraba de reír, burlándose, estoy seguro, de mí, cubriéndose la cara con sus manos, en tanto Paula tenía un gesto de sorpresa que no podía con ella. Al parecer nadie concebía que las cosas se estuviesen sucediendo de aquella forma.

Bonito panorama.

La ex mujer del cornudo ahora está en pareja con el amante, estuve seguro que pensaban los presentes. El ridículo cornudo de mierda ahora tendrá qué ver cómo otro le mete mano a la mujer que le quitó, en su propia cara.

Rosalía había estado hablando en susurros con Noelia cuando me aparecí de nuevo y me senté junto a ella. Apenas me miró a la cara.

El muy guaperitas de mi ex amigo, Leo, estaba igual que antes (si cabe decir, un poquito más delgado), con su misma facha petulante y de mujeriego que lo caracterizaba. A simple vista seguía siendo el mismo tronador de coños de siempre «ojalá también te lo hubieran reventado allí dentro, perro asqueroso». Una de sus grandes manos venosas apretaba el culo de mi muj… de Lorna, sin que ella hiciera nada para evitarlo. Aquella vista quemó mis ojos y me volvió a impacientar. Seguían de pie, conversando en inglés con Heinrich.

«No puede afectarte, Noé, no puede afectarte, ya no es tu esposa, no puede afectarte.» Pero el simple hecho de pensar que aquellos dos estaban haciendo todo esto para ofenderme y lastimarme me emputaba más de lo que quería.

—Estoy bien —le dije a Rosalía cuando notó que mi respiración se sobreexcitaba.

Aunque Leo había perdido el color bronceado de su piel, todavía seguía conservando sus músculos y el astuto brillo de sus ojos esmeraldas, a juzgar por la ígnea mirada burlona que me dedicó debajo de su máscara negra de zorro cuando volvió a apretar una de las nalgas de mi ex mujer por el simple placer de humillarme. La única diferencia es que el tipo ahora llevaba un tatuaje en el cuello, en la parte izquierda, y parecía tener una cicatriz muy fina en el lado izquierdo de su mejilla, junto en la oreja, que estuve seguro era recuerdo de aquella mortífera golpiza que mis amigos y yo le habíamos mandado dar en prisión.

No fui consciente de que mis ojos estaban ardiendo en fuego otra vez hasta que sentí que Rosalía me pellizcaba la pierna. Reaccioné suspirando, tosiendo, mirando su rostro de indignación y sus dientes apretados.

—Lo siento —susurré, pero ella me continuó observando con cabreo.

—¿Tú sabías que ella iba a venir esta noche, Noé? —me preguntó de tirón, frunciendo los labios de forma acusadora—. ¿Tú lo sabías y aún así tuviste la desfachatez de traerme?

Me volví a agitar. ¿Cómo podía pensar algo así? Concluí que aquella duda que había sido implantada en su cabeza de forma repentina había sido cosa de Noelia.

—Te lo juro que no —le juré.

Estoy seguro que no me creyó, porque vi que sus ojos chocolates se oscurecían mientras me estudiaba del mismo modo en que lo hizo aquella noche en que montó el numerito en casa, cuando se masturbó con el consolador mientras me desdeñaba.

Nuestras miradas dejaron de estar fijas la una a la otra cuando advertimos que Heinrich conducía a la «parejita feliz» al extremo opuesto del sofá, quedando de frente a Paula y Samír, éste último, que dedicó una sonrisa de complicidad a Leo. Intuí que estos dos imbéciles tenían contacto desde hacía mucho. La pregunta era ¿desde cuándo Lorna había tenido contacto con Leo?, ¿y cómo es que había sabido que ya estaba fuera de la cárcel?, ¿a caso… ella lo habría ayudado a salir? No, no, el que lo había ayudado era el afroamericano.

Lorna quedó sentada en medio de Heinrich y Leo, y cruzó sus hermosas piernas con la sensualidad que ella solamente podía ejercer, de modo que su vestido envinado pareció encogerse y sus tremendos muslos quedaron al descubierto. No hubo un solo hombre que no cayera en la tentación de mirar sus hermosas y deslumbrantes piernas que, en un nuevo movimiento poco ensayado de cruzar las piernas al estilo de Sharon Stone en instinto básico, haría posible que más de alguno mirara su raja mojada, si es que no llevaba ropa interior, que era lo más probable ya que no se le notaban debajo del vestido.

—No me puedo creer la belleza de mujer te tenías guardada, machito —halagó Heinrich a Leo todavía en la lengua anglosajona, mirando las tetas de Lorna con descaro y con un semblante lleno de lascivia—. ¿Le tenías prohibido salir de casa?

Ella permaneció serena, su espalda recta y con una sonrisa de suficiencia y su mirada de diva en todo su esplendor.  Estaba tan preciosa y exultante, que me dolía mirarla entre parpadeos, sin que Rosalía se diera cuenta.

—A mí nadie me prohíbe nada —intervino ella con seguridad, sin perder la gracia ni el estilo, con su arrebatadora voz seductora, suave y muy femenina. Su inglés era más perfecto que el del negro mismo—. Los años me hicieron una mujer fuerte e independiente que no necesita el permiso de nadie para hacer lo que se me venga en gana. Mucho menos la autorización de ningún hombre.

—¡Pero vaya carácter, mujer! —se sorprendió Heinrich, que se puso a aplaudir como un idiota mientras Leo se quedaba cuadriculado ante las palabras de su acompañante—. Pero mejor no digas esas cosas, rubita, que podrías ofender a tu hombre. ¿No te da miedo que te lo robe otra fémina menos rabiosa que tú? Mira que tu novio es todo un machito, musculoso, apuesto, y me han dicho que tiene un juguetito entre las piernas que vuelve locas a las mujeres.

Leo se echó a reír, y Lorna lo hizo de forma más moderada:

—Querido Heinrich —se burló mi ex mujer pasándose un mechón de su rubia cabellera detrás de la oreja—, ¿en serio crees que yo podría tener competencia con otra mujer? Para nada. Aunque, si él se fuera con otra chica a mí no me importaría en lo absoluto. Él se lo perdería. Yo no estoy para rogarle a nadie, ¿pelear a un hombre? Por favor, hay tantos…

—A ver, Lorny, Lorny —contestó Leo un tanto incómodo, carraspeando, ahora en español—. No digas tus bromas con tanta frialdad, que Heinrich pensará que no me quieres.

Mientras esto sucedía, Samír no se cortaba en mirarla también con deseo. Gustavo, Sebastian y yo nos observamos un par de segundos y permanecimos en silencio. Lo mismo hicieron Paula y Jessica entre sí. Las dos estaban sorprendidas, y miraban a Lorna con el mismo odio con que mis amigos y yo observábamos al tronador de coños. Estoy seguro de que, a excepción de Noelia, todos los presentes sabíamos que Leo se presentaría esta noche en Babilonia a tomar su lugar como uno de los dueños del club. Lo que nadie habíamos previsto es que Lorna sería su compañera y que se reaparecería en Linares después de tanto tiempo.

Me preocupaba que Noelia  estuviese tan embobada y con sus ojos puestos sobre Leo. De los allí presentes, la mujer de Gustavo era la única que estaba al margen de lo que había pasado entre Leo, Lorna y nosotros, y ahora me angustiaba que nadie le hubiera advertido nada respecto a él y su peligrosidad.

¿O sí lo sabía y aún así lo miraba con tanto descaro y deseo?

—Soy afortunado de tenerla conmigo —le dijo Leo al afroamericano con un tono altanero y muy alto de voz para que todos lo escucháramos. Parecía sentirse extremadamente orgulloso de llevarla consigo. Lorna miraba con una sonrisa extraña a su compañero, arreglándose el pelo con los dedos, sabedora de que cualquier movimiento que hiciera luciría extremadamente lascivo y nos pondría cachondos a los presentes—. Ella es la hermosa mujer de la que tanto te hablé y de la que estoy locamente enamorado. Y claro, también me amaba de forma obsesiva. Lorny está satisfecha conmigo, que soy un macho de verdad que nunca la deja con hambre… y con hambre me refiero a que la sacio en todos sus apetitos… como ningún otro patético que haya podido tener la ha saciado en su vida.

Sentí punzadas en el pecho, y unas ganas por tragarme la botella de tequila con todo y el vidrio. Por primera vez pude apreciar que Lorna se incomodaba, o al menos me lo pareció por la forma en que se removía en el sofá.

Entonces, Heinrich se dirigió a todos los de la sala, diciendo:

—Sé que ustedes no lo conocen, mis queridos amigos, pero su nombre es Leonardo Carvajal, mi viejo amigo de juerga y negocios que, tras superar una injusta contrariedad que lo mantuvo lejos de juego por un par de años, ha vuelto como los grandes a ocupar su sitio en este club. Él es uno de los socios de este lugar, y estoy seguro que entre él, Gustavo y yo, haremos que Babilonia vuelva a ser el mismo lugar famoso como en sus mejores épocas. ¡Salud!

Todos levantamos nuestras copas, la mayoría a regañadientes, y dijimos salud. Gustavo gruñó.

No entiendo por qué todos (excepto Samír) fingimos desconocerlo cuando tuvimos que dedicarle una sonrisa de bienvenida; lo cierto es que el juego parecía incomodarnos a todos, incluida Lorna, menos a Leo, que con su habitual cinismo nos sonreía con ironía.

Nadie hizo mención a Lorna en ese momento (quien fingió no conocer a nadie con una maestría envidiable). Su mirada solo estaba puesta en Leo y en su copa. No me miraba. Ni siquiera por equivocación. De hecho no miraba a ninguno. Era como si no tuviera deseos de comunicarse con nosotros de ninguna forma.

—Vergüenza debería de tener esa ramera —susurró Rosalía,

a quien intenté darle un beso para tranquilizarla, sorprendiéndome de que se apartara de mí y me rechazara—. No voy a ser tu premio de consolación, Noé, tenlo por seguro. Si tú no tienes dignidad, yo sí —me susurró con acritud.

Me pregunté si alguien había advertido su rechazo, por si me hicieran falta más vergüenzas.

—Te juro que yo no sabía que ella vendría —le confesé—, ni siquiera sabía que estaba liada con Leo.

Rosalía no me respondió. En lugar de eso, agudicé el oído para escuchar la conversación que tenían Leo y Heinrich mientras que el resto se dedicaba a conversar con sus respectivas parejas.

—Por cierto, machito —le dijo Heinrich a Carvajal—, a ese tipo que está allá, junto a la mujer de  niña buena y mirada viciosa, de vestido negro, le he pedido que lleve mis contabilidades. —Rosalía y yo lo escuchamos cuando se refirió a nosotros, pero hicimos como no oíamos nada—. Te lo recomiendo. Dice Gustavo que es muy bueno en lo que hace.

Sentí la mirada de Leo clavada en mi cara, ahora de perfil, al tiempo que rompía en sonoras carcajadas.

—No de hables de contadores mierdas ahora, mi buen negro. Ya te dije que fue precisamente un contador hijo de puta y su mano derecha —continuó, mirando ahora a Paula—, quienes me hicieron aquella jugarreta que me llevó a la ruina. Esta vez me tomaré las cosas con calma, que ya no se puede confiar en nadie. Con lo que odio la traición.

¿Leo odiando la traición?

«No me hagas reír, pendejo.»

Heinrich pareció dar un trago a su bebida y continuó:

—Ya me dirás con calma quiénes fueron esos cabrones que te jodieron la vida, machito, para darles su merecido.

Rosalía y yo respingamos. Sabíamos lo que aquello podría significar. Entonces, fue Lorna la que intervino de prisa, con su sensual voz suave y de campanillas que tanto me gustaba escuchar, diciendo:

—Leo no hará nada en contra de nadie, Heinrich. El resentimiento obnubila el pensamiento y siempre trae desdichas. Ya lo hemos hablado él y yo.

Rosalía y yo nos miramos en silencio.

—Mírala, Leo, la mujer que te has llevado. De admirar a esta preciosa dama, que cuida la integridad de su hombre como solo una mujer que ama de verdad puede hacerlo.

Y entonces, por primera vez, la mirada de Lorna y la mía se cruzaron. Fue sólo un instante, una milésima de segundos. Pero me fue suficiente para que mi corazón estallara en fuego y mi espíritu se sacudiera. Sus ojos azules se volvieron a Heinrich y la mía a Rosalía, esta última que estaba que le salía humo por las orejas.

—Pero vamos, mujer —insistió el afroamericano con voz apacible—. Tampoco puedes quitarle a tu hombre la posibilidad de desquitarse. Si se queda con ese pesar allí atorado, se pudrirá por dentro. Los machos siempre queremos un desquite contra los que nos han hecho mal. Es la ley de la vida, cagar a nuestros enemigos. Y los enemigos merecen la mierda en sus vidas.

Cada vez que el maldito negro le decía a Lorna «tu hombre» refiriéndose a Leo, sentía que espinas muy puntiagudas se clavaban en mi pecho.

Leo se quedó callado, y Lorna volvió a responder:

—Si Leo me ama, como dice hacerlo, cumplirá cabalmente mis condiciones. —Esta vez su voz fue determinante. Fría, directa y determinante—. Si estamos juntos es porque me prometió que comenzaríamos una vida sin rencores ni pasados ni venganzas. Yo soy una mujer pacífica que ama el presente y busca un buen futuro para su existencia. Leo sabe que si no cumple su promesa… yo me iré de su lado para siempre.

Leonardo Carvajal por primera vez congeló su sonrisa en su cara, según me pareció ver cuando lo miré de reojo, y carraspeó. Puso una de sus manos en los brillantes muslos de mi ex mujer y le dio un beso que en otras circunstancias me habría desbaratado.

Mas no me importó. Bueno sí, pero no tanto. No ahora que había creído descubrir un trasfondo en toda esta payasada. ¿Había entendido bien?, ¿Lorna había reaparecido en la vida de Leo para… evitar que éste se vengara de mí?, ¿se había puesto de pareja con mi enemigo del alma sólo para evitar una tragedia?, ¿lo había entendido bien o estaba intentando justificar las razones por las que la mujer que más había amado en este mundo, y después de todas las roturas, lágrimas y sufrimientos, al final se hubiera quedado con el cabrón que había destruido nuestro matrimonio? ¿Se estaba sacrificando por mí?, ¿eso era?

Dios santo. Por primera vez desde que esos dos aparecieran en la sala, pude sonreír, aunque no tuve preciso cuál fue la razón. Además, me fue inevitable sentir un nudo en la garganta, así como experimentar la agradable sensación de que cada fibra de mi piel reaccionaba con un escalofrío que me trazó toda la médula espinal. Todo era tan confuso… y a la vez tan claro.

Mi sonrisa de imbécil habría continuado por toda la noche de no ser porque al maldito negro de porquería de Heinrich Miller se le ocurrió un verdadero despropósito.

—Ya que no veo a ninguno de ustedes con ganas de visitar ninguna de nuestras salas, propongo que hagamos algo divertido.

Su proposición me contrajo el vientre momentáneamente.

—Ay, sí, por favor —exclamó Noelia, acariciando las piernas de Gustavo—, que esto se está tornando aburridísimo.

—Estoy de acuerdo —convino Gustavo.

—Lo mismo digo —agregó Samír, adoptando una expresión chulesca.

—¿Están todos de acuerdo? —volvió a preguntar Heinrich.

—Sí, de acuerdo —contestó Rosalía, para mi gran sorpresa.

Si lo hizo porque seguía enfadada por mi reacción ante Lorna, la verdad es que no me tranquilizó.

—Esa es la actitud, amigos míos —aplaudió Heinrich, animado, mirando con una sonrisa muy efusiva a mi mujer. Se levantó del sofá, mandó hablar a su brasileña, y luego se acercó a la caja negra que tenía cigarrillos y que estaba en medio de la mesita del centro de la sala, volcó su contenido sobre el cristal y la levantó, diciendo—: Muy bien, damas y caballeros. Esto que jugaremos se llama el juego de las llaves , muy famoso en los años setentas y ochentas. Es una forma de dinamizar el intercambio de parejas y hacerlo mucho más interesante.

Cuando mencionó las palabras «intercambio de parejas», sentí que el corazón se me iba a salir por el culo, eché un vistazo rápido a Gustavo y él me hizo un gesto como diciéndome «tranquilo, viejo, todo irá bien.»

Heinrich continuó:

—El juego consiste en que yo voy a pasar frente a los caballeros de esta sala y cada uno depositará en esta caja que llevo conmigo las llaves de sus respectivos vehículos. Sin mirar hacia adentro voy a revolver las llaves y entonces pasaré con las damas, quienes van a tomar uno de los llaveros (sin mirar), mismo que devolverán a la caja si resulta ser la de su pareja. La intención del juego es que cada hermosa mujer se irá a follar toda la noche, de forma guarra y desmadrada, a una de nuestras habitaciones Premium que están en la segunda planta de Babilonia, con el dueño de las llaves que hayan elegido al azar.

—Excelente idea —masculló Rosalía con amargura, apartando definitivamente su mano de la mía. No supe si sus palabras las había dicho en serio o para picarme la cresta.

O quizás estaba siguiendo mis indicaciones de que debíamos hacer caso a lo que Heinrich propusiera, y que ya encontraríamos la forma de zafarnos de eso.

La miré con súplica, pero ella me ignoró. El rechazo hacia mí fue más contundente y visible que antes. Estaba enfadadísima conmigo, y la verdad es que me ofendió que no hiciera ni el mínimo intento por ponerse en mis zapatos y tratar de empatizar con esta situación tan horrible que estaba pasando. ¿Cómo quería que reaccionara, sino, luego de ver después de tanto tiempo a la que fue el amor de mi vida?

Todo el mundo asintió con la cabeza, incluida Lorna y Leo, aunque vi que éste último tenía una mueca misteriosa. Heinrich habló en voz baja con su brasileña, y yo tragué saliva, acercándome al oído de Rosalía para decirle:

—Ha sido una mala idea venir a este lugar —rectifiqué cuando vi su actitud—. Nos vamos.

—¿Irnos? —me susurró dolida—, ¿y darles el gusto a nuestros recién llegados de que se sigan burlando de ti? No, querido, tienes razón, nos quedamos y afrontaremos lo que nos venga hasta las últimas consecuencias.

Pfff. Me estaba devolviendo las mismas palabras con que yo había justificado mi nula intención de irme de Babilonia.

—Dijimos que no íbamos a intercambiarnos, Rosalía —le recordé de nuevo en voz baja.

El resto de parejas estaban hablando entre sí, y los hombres, incluso, estaban buscando las llaves de sus vehículos entre sus bolsillos.

Rosalía, con el mismo desdén de antes, me recordó:

—Y también dijiste que podríamos aceptar «hacer como que nos vamos a las habitaciones con otras parejas, y llegando con ellas pues nada, nos excusamos con algo y nos salimos de la habitación.»

—Rosalía —insistí, con el corazón palpitándome fuerte—.  Estás enfadada conmigo, y esto hará que todo salga mal.

—Pero ¿qué dices, flaquito? Además está en juego lo de Heinrich, ¿no? Dijiste que no había qué contrariarlo, no vaya ser que reconsidere la idea de contratarte. Además aseguraste yo era una mujer «muy inteligente» y que yo sabría cómo resolver una situación así. No te preocupes, cariño, que iremos a las habitaciones, pero no haremos nada.

El pecho me tembló cuando comprendí la cantidad de estropicios que este maldito juego iba a traer consigo si yo no arrastraba club afuera a mi mujer y me la llevaba a casa, como me había sugerido mi buen Sebastian.  En apenas dos años de relación, había aprendido a conocer cuando Rosalía estaba enfadada conmigo, y ahora lo estaba, vaya si lo estaba. Y la gente que está enfadada hace cosas sin pensar.

Tal vez con justa razón, pero a mí me seguía pareciendo inexcusable que me tratara así.

Heinrich fue el primero en poner sus llaves en la caja negra, y así pasó con cada uno de los caballeros de la sub-sala hasta que todos los hombres las depositamos en su interior. Cuando dejé caer la mía en la caja, sentí que se me iba dentro un poco de mi dignidad.

—¡Excellent, my friends! —cantaleó Heinrich satisfecho.

Por segunda ocasión en la noche, Lorna me volvió a mirar de forma fugaz con un gesto cargado de palabras silenciosas, mismas que no pude interpretar.

Heinrich volvió a pasar por la sala, acercando la caja negra que contenía las llaves, con cada una de las mujeres, diciendo:

—Ahora es su turno, hermosas damiselas, ¿qué polla les tocará comerse esta noche? —y se echó a reír como un psicópata—. Vamos, vamos, ahora pasaré con ustedes. Prohibido mirar hacia adentro, ¿eh?, está prohibido hacer trampas. Recuerden que si les toca las llaves de sus novios o maridos, deben devolverla a la caja y elegir otra.

Y entonces el negro pervertido pasó de mujer en mujer como un mendigo que pide limosna, y las hizo meter la mano en la caja para que eligieran unas llaves. Primero introdujo la mano Lorna, luego Jandiara (la brasileña), después Noelia, en seguida Rosalía (que lo hizo casi con aprensión y pasando de mí) y, finalmente, lo hicieron  Jessica y Paula.

Heinrich volvió a palmear sus manos y se carcajeó, orgulloso de consolidar su estúpido jueguito.

—¡Si ninguna preciosidad devolvió las llaves —observó Heinrich—, quiere decir que ahora ellas tienen en sus manos el llavero de un macho diferente a su pareja que ejercerá de su follador de esta  noche! Así que, ahora sí, ¡levanten las llaves, hermosuras, y que cada macho vaya por su puta de la noche! ¡Que comience el juego, y a follar, a follar, como si el mundo se fuera acabar!

Leo clavó sus ojos en mi cara, después de mirar a Samír y a Rosalía, y lo hizo con una siniestra sonrisa que heló hasta la última gota de mi sangre.

Los ojos se me crisparon y las orejas se me pusieron calientes cuando fui consciente de lo que iba a suceder.

Si no paraba esto con Rosalía… todo se iba a desmadrar…

¿A quién le pertenecerían las llaves que Ross sostenía en sus manos? ¿Y cuál de todas aquellas mujeres había cogido las mías?