Por mis putas fantasías 2 (REDENCIÓN): Cap. 7 y 8

Entre miedos y confusiones, Noé y Rosalía asisten a Babilonia, el club swinger donde se reencontrarán con personas claves que fueron importantes en sus vidas en el pasado. La noche comienza, y poco a poco las cartas se van poniendo sobre la mesa. ¿Qué ocurrirá?

7

Tuve que llevarla cargando hasta el auto porque esa tarde había llovido y habían quedado charcos junto al aparcadero. Ya, dentro, se colocó unos tacones altos del color de su vestido, y terminó de maquillarse de forma más o menos cargada, como toda una mujer latinoamericana que gusta de realzar su belleza por medio de colores de noche.

Por fortuna, Gustavo me había mandado un día antes los antifaces negros que debíamos usar antes de entrar al club, así como nuestras pulseras doradas que nos darían acceso a todas las salas y las membrecías digitales que había creado Sebastian.

Me pregunté si Rosalía estaría tan nerviosa como yo. De hecho iba a preguntárselo, cuando de pronto me dijo:

—Cariño… estoy mojada.

—¿Y eso? —me inquietaron sus palabras.

—No sé. Será porque es la primera vez que vengo a un lugar de estos.

Miré sus mejillas coloradas y le sonreí con picardía, conduciendo entre las insondables veredas negras de la noche.

—Pues yo tampoco he venido nunca a un sitio de estos… y, a diferencia de ti, a mí no se me ha puesto dura.

Ross se carcajeó. Era verdad lo que le decía. En ese momento me preocupaba más Leo que la morbosidad que me suponía ir a Babilonia.

—Es porque no has visto a mujeres desnudas contoneándose por ahí —comentó, mirando la noche a través del espejo.

—¿Entonces te has puesto mojada porque crees que habrá hombres desnudos contoneándose por ahí?

Recordé lo que Noelia le había dicho respecto a Heinrich y los grandes rabos y me alarmé.

—No —continuó riendo—. O no sé. Supongo que ver no es infidelidad.

Recordé a la mulata y a las espectaculares castañas que se habían acariciado y besado para mí y tragué saliva.

—No, claro que no es infidelidad, flaquita. Ver no es adulterio.

Ross sacó de su bolso un perfume de rosas y se roció en el cuello. Luego dijo;

—Es que… es la sensación, ¿no sientes tú esa sensación rarita de que estás por ir a un lugar al que no deberías de ir? No sé, corazón. Es como si me estuviera escapando de la escuela para ir a emborracharme con mis amigos. Me pone cachonda saberme expuesta.

—Pero vas conmigo —le recordé.

—Y por eso me siento expuesta. Será algo raro para nosotros. Ya sé que no nos vamos a intercambiar ni nada, pero el simple hecho de ir… a un lugar de esos, con gente liberal, pues ya ves.

—¿Noelia  te dijo que ella y Gustavo harán intercambio con otra pareja?

—Sí.

—¿Y tú qué opinas?

—Pues que está bien. Es su vida.

—¿También se te haría bien que nosotros nos intercambiáramos?

—No, salchichita, claro que no. O a caso ¿a ti sí?

—No, no, no, a mí menos.

Solo imaginarlo se me helaban los huevos.

—¿Entonces por qué me lo preguntas en ese tono?

—Quería conocer tu opinión.

—Ya te la había dado antes, Noé. ¿No te acuerdas?

—Sí —admití.

—Además, lo de Gustavo y Noelia es diferente. Ellos… así son. Es algo que saben dominar. Nosotros no sabríamos cómo asimilar algo así. Ellos sí pueden. Tienen experiencia. Además, aquí se conocieron años atrás.

—Sí. Tienes razón, Ross. Pero recuerda lo que te conté respecto a Heinrich. El tipo piensa que somos una pareja liberal.

—Gustavo no debió de decirle cosa semejante —se quejó, mirándose los muslos.

Seguí pensando que su vestido era demasiado corto, pero decidí ya no decir nada.

—Ya te dije por qué lo hizo, flaquita. A Heinrich le gusta la gente que es segura de sí misma. Y yo quiero el trabajo.

—No entiendo por qué no aceptas la ayuda que te ofrece Gustavo.

—¿Te sentirías cómoda recibiendo dinero de él… por nada?

—Pues la verdad no, pero es que…

—Solo es cosa de fingir, flaquita, no pasa nada.

—¿Y qué tal si nos obliga a intercambiarnos con alguien?

Pensé un momento la posibilidad.

—No nos puede obligar a nada, mujer. Tampoco se trata de eso. De todos modos, tendríamos la opción de aceptar, hacer como que nos vamos a las habitaciones con otras parejas, y llegado el momento pues nada, nos excusamos con algo y nos salimos de la habitación. Les decimos que tenemos gonorrea o algo así y listo.

Ross emitió una sonrisa nerviosa, pero dijo:

—Tú lo ves tan fácil que hasta parece sencillo, Noé.

—Es sencillo, Ross. Mira todo lo que Gustavo está haciendo por nosotros. Hasta nos ha puesto guaruras. No hay que contrariarlo. Siempre habrá mil formas para salirnos por la tangente. Yo sé que tú eres muy lista y sabrás cómo resolver una situación así.

Rosalía bufó, pero tampoco la encontré tan renuente.

—A mí no me gusta que haya hombres afuera de mi casa, Noé —me confesó cuando ya estábamos cerca de Babilonia—. Lo que van a decir los vecinos, que somos mafiosos.

—Me importa un huevo lo que piensen los vecinos, flaquita. Lo importante es tu seguridad y la del niño. Mejor ya no pienses en eso, sino en que ya estamos por llegar. Mira, allí es —señalé hacia el frente con la mirada.

Babilonia no era lo que Rosalía había esperado (un local moderno con facha de table dance o de mala muerte) sino todo lo contrario. Su arquitectura era la de un palacete blanco, afrancesado (de la época porfiriana), con pilastras y balcones, como esos que hay en los barrios ricos de la Ciudad de México o en Paseo de Montejo, en Mérida Yucatán.

—Dios santo, Noé, ¿cuánto se paga para entrar aquí? Se ve muy elegante todo. Lo imaginaba diferente.

—Demasiado dinero, supongo, Ross. Por suerte nosotros vamos gratis. A decir verdad este lugar está mejor que como lo había visto en las fotos.

Y era verdad. Se veía tan majestuoso ese sitio de arquitectura blanca, que parecía que íbamos a un palacio de gobierno en lugar de un club swinger donde se hacían intercambios de parejas, orgías y toda clase de perversidades.

—Dicen que este palacete perteneció a un conde francés que vino de Paris a principios de siglo, durante la época próspera de México, cuando el peso valía incluso más que el dólar. Decían que el conde contrataba a sus hombres para secuestrar muchachas jóvenes y vírgenes de la región, a las cuales encerraba en las mazmorras que hay aquí abajo, donde las sometía a toda clase de perversiones y vejaciones, azotándolas, violándolas y haciéndolas tener sexo entre ellas. Dicen que después las mataba, y hacían orgías bañándose con su sangre mientras las mantenían colgadas de los techos.

Rosalía se estremeció.

—A veces odio que seas tan culto, Noé. Me cuentas cosas que preferiría tener en la ignorancia. Menudo sitio al que vamos, ¿eh?, a ver si de repente no terminamos dentro de una película de terror, como “Hostel” y terminemos en las mazmorras del palacete y nos hagan pedacitos.

Me eché a reír con ganas mientras miraba hacia el palacete blanco.

Pasamos delante de la fachada, haciendo fila detrás de una hilera de autos a cual más lujoso (de hecho, creo que nuestro vehículo era el más trascuacho ) y esperamos a que un valet parking recibiera nuestro coche.

Antes de bajarnos nos pusimos nuestros elegantes antifaces negros, lisos, (el de Rosalía con plumas discretas en sus costados), y nos miramos el uno al otro, más nerviosos que antes. Tras un rato, el muchacho volvió y me entregó las llaves de mi auto.

—Pues… vamos —le pedí, cogiéndola del brazo.

Y entramos.

8

Eran las 9:15 de la noche cuando ingresamos a Babilonia. El interior estaba escasamente iluminado con lámparas de araña que daban luces neones. En el vestíbulo había sofás rojos de diversos tamaños distribuidos por todas partes, ocupados, en la mayoría, por parejas que daba la impresión que se conocían de tiempo. Todo el suelo estaba alfombrado elegantemente con colores púrpuras, y en las esquinas se descubrían algunas barras donde ya había personas consumiendo bebidas… y cocaína.

El vestíbulo tenía diversos pasajes por donde, adiviné, se podía ir a otras salas o salones, de donde se escuchaba música de un dj.

En el centro del vestíbulo se describía una larga escalera que, presuntamente, te llevaba a las habitaciones donde sucedían los encuentros sexuales y las orgías.

Los muros tenían tapices rojos, igual que los muebles, y sobre ellos había una extensa colección de diversas pinturas de desnudos hiperrealistas del pintor jalisciense Omar Ortiz, que erotizaban por su precisión y realismo en cada detalle.

Los hombres iban de traje, las mujeres de vestidos cortísimos y sugerentes, bastante maquilladas y, eso sí, bastante receptivas a mirar hacia todos lados con gestos lascivos. Todos enmascarados. Las camareras eran otra cosa; ellas vestían tacones altos rojos, medias blancas hasta los muslos, y una corbata del mismo color al igual que las diminutas tangas que apenas si les cubrían la raja. Aquellas mujeres de cuerpos de infarto parecían sacadas de películas porno, por las tetazas al aire, de modo que sus pezones estaban cubiertos por pequeñas estrellas fosforescentes que con dificultad les tapaba las aureolas.

«Dios santo.»

Las había de todos los tamaños y colores; altas, bajas, pelirrojas, pelinegras y… rubias. Lo que las camareras tenían en común eran sus espectaculares cuerpos y la forma provocativa de contonearse en su andar.

Los camareros, acorde con las chicas sexys, eran altos, apuestos y sólo llevaban puestas unas botas negras, como los strippers, y como prenda suspensorios, rojos también, que apenas si les cubrían sus pollas (que se marcaban sobre la tela) y los huevos, quedando sus nalgas duras al descubierto. Los habrían sacado de alguna agencia de modelos o de algún gimnasio, porque sus cuerpos tenían más cuadros en sus abdominales que un piso de losetas.

—Madre del divino hermoso —la oí jadear a Rosalía, que estaba más impresionada que si me hubiera encontrado matando a alguien—. Esto… es muy fuerte… Noé…

—Y que lo digas —suspiré nervioso.

—A los… tipos… ¿eso que les cuelga…? ¿Son reales?

Tragué saliva, ¿Rosalía les estaba viendo los bultos?, todos eran más grandes que los míos, por eso me sentí bastante incómodo.

—Mejor mira hacia al frente, que está tan oscuro que tropezarás —le dije, sin pretender que mis palabras sonaran a regaño.

Intenté apartar mi vista de aquellas seductoras camareras, que caminaban campantemente de un lado a otro con bandejas en sus brazos, sonrientes, llevando bebidas y recogiendo copas vacías, con sus tetas y sus hermosos culos respingados bamboleándose a un lado a otro, y estrujé la mano de Rosalía, a quien atraje hacia mí como si estuviéramos caminando entre un barrio de delincuentes, desconfiando de que, repentinamente, alguien me la pudiera arrebatar.

—¿Y a dónde nos dirigimos? —me preguntó con temor.

—A saber a dónde —contesté con cobardía.

—¿Y si le llamas a Gustavo?

—Sí, creo que eso haré.

Estaba intentando llamar a mi compadre cuando un camarero del tamaño de la torre latinoamericana se paró frente a Rosalía para preguntarle si necesitaba algo. El tipo era moreno fuego, grandote, de brazos destructores y de pectorales asesinos, tenía una tranca enorme dentro de sus bóxer. De reojo vi que Rosalía miraba su entrepierna y luego oprimía mi brazo, incomodísima (o excitada, quién sabe), y negó con la cabeza.

—Estamos en una de las salas VIP —me dijo Gustavo—, a la izquierda de donde está la escalera, por allí entras y te encontrarás con la sala donde unas putas están bailando en un table dance. Te vas al fondo, y giras a la derecha, allí encontrarás diversas puertas rojas, te metes a la que tiene el número 4, ahí me encontrarás.

—¿Me puedes repetir? —le pedí contrariado, viendo cómo el camarero se separaba de mi estremecida mujer, quien sólo atinó a mirarme asustada y con una sonrisa angustiada—. Creo que me perderé.

—Anda, hombre — me apremió Gustavo —, anda, que tienes que darme apoyo moral, ¿sabes quién se presentó a Babilonia? La descarada de Paula y el rubielas de Samír.

—¿La invitaste?

—¿Me estás jodiendo? Claro que no. Esta cabrona es más persistente de lo que imaginé. Vino para arruinarme la noche. Seguro el pendejete de Samír sigue en contacto con Leo y éste buey lo invitó.

Y… hablando de Leo… ¿ya llegó? —pregunté nervioso.

—No ha de tardar, el hijo de puta, no ha de tardar. Anda, ven aquí, que debemos tener la artillería completa para cuando llegue el ex presidiario. Anda, que ya llegó Sebastian y Jessica, y Heinrich quiere conocerte…

Tragué saliva cuando escuché el nombre Heinrich.

—Pues ahí vamos, Gustavo.

Guié a Rosalía con calma hacia la parte opuesta de donde estábamos parados, intentando recordar las indicaciones que me había dado Gustavo para llegar al salón donde él y Noelia se hallaban. Fuimos por el pasillo que estaba a la izquierda de la escalera y, como me lo había anticipado mi compadre, nos encontramos de frente con una pista donde cuatro mujeres enmascaras bailaban erótica e impúdicamente delante de cuatro de los cinco tubos que estaban distribuidos en la tarima plateada.

Me embobé con sus enormes tetazas saltando de arriba abajo, en tanto sus pezones permanecían ocultos por parches de plata. Sus cuerpos estaban adornados con pedrería brillante que parecían de cristal. Sus pantorrillas, piernas y muslos lucían atrevidas medias negras de red, calzando tacones de plataforma del mismo color. Unas putas en toda regla que mantenían en la locura a todos los mirones y mironas que no paraban de aplaudir y gritar, respondiendo de esa forma a sus estimulantes provocaciones.

—Baja la mirada, Noé, baja la mirada —escuché la advertencia de Ross entre la algarabía y la música a todo volumen—. Si te sorprendo mirándolas, te saco los ojos.

—Oh, pues —me quejé entre risitas mientras la llevé casi arrastras hasta el fondo de ese salón.

Finalmente descubrimos varias puertas rojas, pero penetramos en la que decía VIP 4, como me había recomendado Gustavo Leal.

Allí nos encontramos con una sala (roja también) ni muy grande ni muy pequeña, fraccionada en cuatro sub-salas, cada una independiente de la otra por muros de un metro de altura.

Gustavo y Noelia estaban en la sub-sala de en medio. Había música tenue, una barra al fondo, y algunos sillones kamasutra distribuidos al inicio de cada sala.

—Como no se pongan a fornicar en público —susurró Rosalía para sí, mirando a una pareja besuqueándose apasionadamente.

Gustavo, mi pelirrojo favorito, vestía un traje azul a su medida, camisa blanca y un moño. Noelia, por su parte, llevaba puesto un minivestido muy ajustado tipo leopardo, con la espalda completamente destapada, enseñando un vistoso tatuaje de rosa con pétalos cayendo. La mujer era una preciosidad ibérica, de pelo corto (a la altura de los hombros) color castaño, y de facciones muy bien definidas. Tenía pocas tetas, pero un culazo que podría competir contra el de Paula. Noelia tenía un cierto parecido con la actriz española Paz Vega, al menos de cara, y sus gestos eran tan bonitos, que robaba la mirada de cualquiera.

Y hablando de la muy cínica de Paula, ella estaba sentada en  el extremo izquierdo del gran sofá negro en forma de “U” que abarcaba toda la sub-sala (en el centro había una mesita de cristal). Para qué negarlo, esa maldita mujer promiscua, además de ser una fichita y un demonio encarnado, estaba buenísima y con una mirada bastante sexy debajo de su antifaz. Sus labios rojos se curvaron cuando me dedicó una de sus perversas sonrisas. Sus ojos negros lucían más profundos con las pestañas postizas que tenía puestas, aunado al maquillaje cargado que sólo hacía resaltar aún más su belleza.

Cuando Paula se levantó para servir un poco más de vino a su proxeneta llamado Samír (un rubio desabrido que, aun si era apuesto, no dejaba de parecerme imbécil cuando sonreía), dirigiéndose a la mesita del cristal del centro, no pude evitar atragantarme al admirar su vestidito color blanco, untado en su escultórico cuerpo de infarto, con transparencias en sus laterales, de modo que se podía mirar su obscena piel, y el arco que hacían sus impresionantes caderas.

El culo gordo que se formó cuando se inclinó para servir la copa, no tuvo desperdicio. Por fortuna Ross no advirtió que andaba mirando a Paula porque Noelia tuvo la fortuna aparecerse en escena y darle la bienvenida con dos besos en las mejillas.

—¡Os estábamos echando de menos, parejita! —nos saludó la mujer leopardo—, pero mira qué monos os miráis. Tú estás guapísima, Rosalía, y tú, Noé, estás hecho todo un pincel.

—Pues tú no cantas mal las rancheras, Noelia —la aduló Ross, haciéndola dar una vuelta—, hoy te has colgado hasta el molcajete.

—Pues no entiendo bien si me estás halagando u ofendiendo, mujer —se rió la nueva esposa de Gustavo, asiéndola del brazo—, pero, lo que sí, es que estoy contenta de veros aquí. Pasad, pasad, y acomodaos.

—Espera, cari —la detuvo Gustavo—, que quiero presentarlos con Heinrich.

El afroamericano apareció sosteniendo del brazo a una mujer también afroamericana, con traje blanco (que contrastaba con su piel oscura). El tipo debía de tener algunos cuarenta y tanto años. Si medía dos metros era poco. Tenía la cabeza rapada, musculoso, apuesto, y con una dentadura muy blanca que nos exhibió cuando fuimos presentados por Gustavo.

—Vaya, vaya —dijo en un perfecto español—, así que tú eres el famoso Noé.

—Pues no sé si famoso lo seré tanto —intenté ser encantador, pero eso a mí mucho no se me daba, la verdad—,  pero sí, yo soy Fernando Noé Guillén, y ella es Rosalía Carvalho, mi mujer.

Heinrich, que era de esos tipos que siempre tratan de monopolizar las conversaciones y se dedicaba a ser el centro de atención de las reuniones, diciendo chistes sin gracia a los que uno tiene reaccionar con sonrisas para no contrariarlo, aunque sean simuladas, soltó a su acompañante, se acercó a Ross y le besó las mejillas, palmeándole el culo, para mi gran sorpresa, en tanto mi mujer ensayaba una sonrisa bastante falsa, apretándome la mano, bastante incómoda. Gustavo me dedicó una mueca para que actuara normal. Y así lo hice, aunque con dificultad.

El tamaño de Heinrich era tan descomunal, que parecía que con una sola de sus manos abarcaba la cintura de Rosalía.

—Qué mujer más bella —la halagó Heinrich—, y que pelazo a lo afroamericano llevas. Me parece que eres de las mías, ¿eh, señora de Guillén?, ¿eres de padres afro?

—Mi padre era brasileño —respondió Rosalía con timidez.

—Igual que mi amiga de esta noche —dijo Heinrich presentando a su acompañante—, se llama Jandiara, y como esta noche es para compartirnos entre parejas, la he invitado para que me haga segunda.

La brasileña sonrió con armonía y luego se fue a saludar a una pareja que recién llegaba al salón.

Contra todo pronóstico, el manos largas del negro volvió a nalguear a mi esposa (carcajeándose) con tal descaro que parecía estar matando una mosca con la palma. Rosalía volvió a sostenerme la mano como pidiéndome auxilio, por lo que tuve que salir al rescate de inmediato.

—¿Por qué no vas con Noelia, Ross? —le pedí, actuando como quien no quiere la sola—. Está un poco sola en el sillón.

En efecto, la mujer de Gustavo estaba sentada mirando su móvil.

—Un placer conocerle, Heinrich —le dijo Ross con su mejor interpretación de mujer cautivadora y se retiró de inmediato con Noelia, antes de que al afroamericano cabrón se le ocurriera soltarle otro cachetazo.

Me bastó una conversación de diez minutos con Gustavo y Heinrich Miller, para descubrir que éste último era casi un machista y misógino confeso, además de promiscuo y degenerado. Para él las mujeres eran receptáculos de espermas, cuyo lugar estaba en las cocinas, en el quehacer del hogar y en la cama, a cuatro patas, para darle el culo a cualquier cabrón. La verdad es que me resultó un tanto repugnante, y sus pláticas demasiado vacuas, vulgares y superfluas.

Sólo me llegué a interesar por él cuando me pidió que pasara el lunes a su oficina, ahí mismo en Babilonia, para firmar nuestro contrato para que yo llevara sus contabilidades. Así, sin más. A Heinrich le bastó la recomendación que le dio Gustavo sobre mí, a quien se notaba que apreciaba bien, y dos que tres palabras que dije durante esos minutos, para decidir que yo era un «tipo de ley» en el que podía confiar.

—Espero, mi querido Joel, que nuestros vínculos laborales trasciendan a lo amistoso —dijo encantado.

—Noé —le corregí—, me llamo Noé.

Gustavo se había ido con Noelia y con Ross para ofrecerles algo de beber, pues con la mirada le insinué que me sentía un poco incómodo con esos camareros semi desnudos que estaban ofreciendo las bebidas, poniéndoles los bultos a la altura de sus caras.

—Como sea, como sea —contestó Heinrich sonriente—. Ahora eres casi mi subordinado, así que si te digo que te llamas Pedro, pues al nombre de Pedro responderás —se carcajeó con soltura, creyéndose gracioso, aunque la verdad a mí no me hizo ni una puta gracia su comentario.

—Sí, supongo —dije con cara de perro buldog.

—Quita esa cara, Joel, que te pagaré bien —me palmeó el hombro con una fuerza que por poco me tira al suelo. Eso me pasaba por ser tan flacucho, y con la dieta de Rosalía, en cualquier momento desaparecía—. Ya habrá tiempo para que me agradezcas que te estoy contratando. Gustavo me ha dicho que estás pasando por dificultades económicas, y como yo soy un alma caritativa, pues ya ves.

—Tampoco es para tanto, Heinrich —le sonreí casi con desdén. No me gustaba que me tratara como un pela gatos al que le estaba haciendo un favor—. Tú me pagarás por un trabajo que yo te voy hacer. Supongo que ambos estaremos agradecidos el uno del otro. Ganar ganar, se llama eso.

—Bueno, más agradecido tú que yo, ¿eh, Joel? Que no se te olvide. Que mira que yo podría haber contratado a esa putita que está por allá, ¿la ves?, la pelinegra de vestido blanco, esa que está junto al rubito ese, a la que se le marca un culote muy agujerable, que dice que también es contadora, ¿la ves?

—Paula Miranda, sí, la ex mujer de Gustavo  —contesté, haciendo énfasis en las últimas palabras para ver si ese cabrón se cortaba un poco más.

—Pues sí, esa mera. Es un bombonazo, ¿a que sí?, igual que la tuya, claro, claro, y aunque tu mujer no tiene ese culazo de la mujer de blanco, sí que tiene un pelazo muy sensual y una carita de niña buena que ya me la imagino de rodillas chupándome mi verga.

Por poco me da un paro cardiaco al oír decir a ese pedante cosa semejante sobre mi mujer… ¡y yo sin poder decirle nada!

—Adoro los cabellos a lo afro, como el de tu mujer. Ya me podrás agradecer que te adhiera a mi plantilla de trabajo, prestándome a Rosalía un día de estos, ¿eh, Joel?, con la condición de que te la devolveré bien rellena de mi leche y un tanto agujerada…

Me quedé horrorizado ante sus frívolas palabras. Era broma, ¿verdad? Por las dudas, tuve unas terribles ganas de darle una patada en sus putos huevos, hasta que se retorciera de dolor y su “leche” se condensara en sus bóxer.

¿Quién putos se estaba creyendo este hijo de perra de mierda para hablarme de forma tal?

«Calma, Noé, calma, que el muy cabrón piensa que son una pareja liberal. Ellos así deben de hablarse entre sí. Tranquilo, no la cagues, no la cagues, te falta el dinero, te falta el dinero.»

—Bueno… tampoco es para tanto —intenté sonreír—, a decir verdad, nosotros estamos… iniciándonos en esto, y Rosalía es muy tímida para estas cosas —le medio confesé.

—Mucho mejor, Joel, mucho mejor —me palmeó de nuevo en la espalda, como si fuese su perro, sin apartar sus ojos repletos de lascivia de Rosalía, que conversaba muy animada con Noelia—, con lo que me gustan así, santitas como la tuya, para emputecerlas a mi manera hasta que sólo piensen en mi rabo como su único Dios… ya lo verás, Joel, ya lo verás, si tenemos suerte, convertiré a tu Rosalía en una diosa sexual.

A veces uno tiene que doblar las manos por dinero, aunque lo que habría querido doblar era el cuerpo monstruoso de ese pretencioso animal. Me tragué el orgullo, poniéndome más rojo que un jitomate maduro, y le mostré todos los dientes, diciéndole en mi mente que primero le cortaba las manos con una sierra antes que permitir que le tocara un solo pelo a mi mujer.

Aunque claro, el muy canalla ya la había nalgueado dos veces delante de mí. Ya habría tiempo de hablar con Gustavo respecto a las cosas que no me gustaban de Heinrich. Por ahora dejaría la noche pasar. Al menos ya casi era un hecho que el negro seductor me había contratado. Ahora sólo faltaba idear una forma que me posibilitara poder trabajar con él… manteniéndolo lo más lejos posible de mí, y claro, de Rosalía. A lo mejor tendría algún secretario que pudiera servirnos de enlace. La verdad es que no me caía nada bien.

Por fortuna alguien mandó llamar a ese pedante de porquería en la entrada del salón, y tuve ocasión de respirar e ir al encuentro con Rosalía, que estaba acomodada junto a Noelia, con quien estaba parloteando muy animada:

—¡Seguro has sentido su rabonón en el culo, ¿eh Rosalía?! —le decía Noelia a mi mujer mientras a la pasada me disponía a saludar a Sebastian y a Jessica (estaban al costado de Samír y Paula, en ese orden)—. Joder, tía, que me he dado cuenta cómo te comía con la mirada. Un negrazo de esos te parte por mitad sí porque sí, ¿quieres que gestione con Gustavo para que pases la noche con él?

Tragué saliva, mientras veía que la boca de Sebastian se movía diciéndome algo que no le entendía. En realidad estaba prestando atención a la conversación que mantenían Rosalía y Noelia, que estaban a casi dos metros de distancia de mí.

—¡Cállate, cállate que ahí viene Nóé! —escuché que respondía Rosalía muy nerviosa—, y ni siquiera se te ocurra decir cosa semejante otra vez, ¿eh, Noelia?

—Si sólo bromeo, hija, con lo santurrona que eres —se burló Noelia, en tanto Sebastian me decía algo sobre los chupitos con sal y limón que estaban ofreciendo en la barra del fondo—, lo que sí es que pones una cara de viciosa cada vez que hablo de Heinrich que no te cuento… por cierto, Rosalía, ¿quién ese rubito tan majo con carita de yogurín que está junto la ex zorra de mi marido?

—Samír —la informó Rosalía—, se llama Samír, y al parecer ahora está en pareja con Paula.

—Pues mira que si no es con el negro, esta noche me como a este hombrezazo, que también tiene lo suyo —murmuró Noelia—, mucho mejor ahora que sé que está en pareja con la insoportable de Paula, que mira que no me van los rubios, pero ese tal Samír tiene una cara de pervertido que ya verás.

—A ver si te callas, Noelia —se carcajeó Rosalía, que vi, de reojo, que estaba tomando una copa con una bebida azulada—, que como sigas pasando lista terminarás queriéndote coger a todos los hombres del club.

—Menos a tu hombre —la previno Noelia bebiéndole a su bebida blanca—, primero porque es tu pareja y segundo porque no me van mucho los de pollas cortas.

—¡Noelia! —exclamó Rosalía, y la verdad que me dolió que le riera la gracia.

—Que sí, mujer, que sí, que Noé está guapísimo, pero…

—Calla, ya viene, ya viene.

—Las veo muy entretenidas, guapas —les dije a Noelia y a Rosalía, exigiéndome cambiar el semblante cuando me planté frente a ellas.

—Le estaba contando a Noelia sobre la historia de los calabozos que hay en Babilonia —mintió Rosalía, a  no ser que le hubiera hablando de ello antes de que yo las escuchara.

—Os juro que no me lo creo —respondió la mujer de Gustavo, haciendo una mueca de complicidad con Rosalía que me enfadó—. Nada más de pensarlo me da pelusilla y se me cierra el toto.

Las dos se echaron reír y pronto Gustavo se sentó en el lateral izquierdo de su esposa, a quien le hizo girar el rostro para besarla.

Intenté hacer lo mismo con Rosalía, pero no pude. Permanecía angustiado.

—¿Pasa algo, flaquito? —me preguntó Ross, acariciándome las mejillas. Adiviné que había advertido mi gesto de angustia en la cara—. ¿No le gustaste a Heinrich para el puesto de trabajo?

Heinrich, Heinrich, maldito negro…

—Todo lo contrario, querida —intenté forzar una sonrisa—, Me ha dicho que venga el lunes para firmar el contrato, y la paga será casi el doble de lo que me pagaba la farmacéutica.

—¡Eso está maravilloso, mi amor! —se alegró, dándome un beso fugaz.

—Oye, Rosalía, cuidado con lo que tomas —la previne—, la verdad que yo no me fío de lo que dan en estos lugares, y tú tampoco estás acostumbrada a esto.

—Pues lo mismo te digo, flaquito —me besó los labios, trasmitiéndome con la punta de su lengua el sabor a tequila y… a otra cosa rara que sabía muy dulce—, que tampoco sabes beber. Pero, por favor, flaquito, quita esa cara, que al final esto no está tan feo como me lo imaginaba, además… —Ella no terminó la frase.

Cuando menos acordé, vi que Rosalía estaba mirando hacia la puerta del salón, a donde había ido Heinrich cuando conseguí que se librara de mí.

El rostro de mi mujer se tornó tan aparatosamente horrorizado, que no me aguanté las ganas de descubrir por mis propios ojos lo que la había dejado así de petrificada.

Y fue cuando vi hacia esa dirección, que todo mi mundo se detuvo.

Cada segundo, cada minuto, cada día, cada mes, cada año… cada recuerdo, cada todo se detuvo en ese instante. Mi corazón palpitó, mis ojos se extendieron, mi cuerpo reaccionó estremeciéndose de arriba abajo y mi alma me sacudió con la violencia con la que te violentaría el mismo diablo.

Una deslumbrante belleza rubia apareció ante mis ojos, que se habían vuelto a ella como por una impresionante fuerza electromagnética. Sin importar que llevara puesto aquél sensual antifaz de encaje negro, supe que era ella. Mi corazón la reconoció primero, después mi polla, y luego yo…

Sus ojos azules miraban hacia al frente en tanto mi alma hacía eco en su perfil.

—Lorna —susurré cuando la miré asida del brazo de Leo.