Por mis putas fantasías 2 (REDENCIÓN): Cap. 5 y 6

Previo a la gran noche en Babilonia, el club swinger al que Noé y Rosalía han sido invitados, nuestro protagonista descubre un par de secretos que podrían cambiar el rumbo de su vida. Los miedos regresan, las dudas se hacen más grandes, y el trauma de su pasado tiene un nuevo eje.

5

El miércoles me volví a citar con Gustavo

(con carácter de urgente) en un bar que sólo abría por las noches. Así que estábamos solos, salvo algunos empleados que merodeaban por ahí. En esa ocasión, se unió a nosotros Sebastian, mi otro mejor amigo (de cuerpo choncho y piel amarilla), todo un crack para las computadoras, cuyo único defecto era ser el marido de la pelirroja de Jessica, (la manipuladora de cuerpo de plástico que lo corneaba con cada tipo que tuviera un rabo entre las piernas).

No me podía explicar cómo Sebastian y Jessica podían seguir juntos tras las mil infidelidades de parte de esa zorra del demonio. Supongo que se habían vuelto swingers, como Gustavo y Noelia, para evitar que su matrimonio terminara roto como el de mi compadre y el mío.

—¿Me puedes explicar cómo es eso de que ese hijo de sus veinte mil putas está fuera de la cárcel? —me preguntó Gustavo ardiendo en cólera.

Esta vez estábamos en su amplio despacho para más privacidad, (en el segundo piso del local, con un muro de cristal en la parte frontal desde donde se podía ver la totalidad del interior del bar, mientras que, por el contrario, de allá para acá sólo podían observar un gran espejo).

—Así como lo oyes. Paula misma me lo dijo —aseveré.

—¿Y cómo lo sabía ella? —dudó Gustavo, que se había puesto más rojo de lo que ya era—. ¿No se te hace raro?

Sebastian, que tenía la computadora portátil abierta, nos interrumpió:

—Yo ya lo sabía,             o al menos lo intuía, eso de que Leo había salido de la cárcel.

El pelirrojo y yo nos miramos el uno al otro.

—Pero tranquilos, colegas, tampoco me vean así. Me explico —se excusó Sebastian aclarándose la garganta—. Resulta que la semana pasada Heinrich me pasó los datos de las membrecías Premium que él obsequiará a sus asociados… y uno de ellos es Leo; Leonardo Iván Carvajal del Castillo.

Gustavo por poco saltó del sofá.

—¿Asociados? —intervine yo, ardiendo en cólera—, ¿qué los asociados no eran Gustavo y…?

—Y Leo —aseguró Sebastian, que seguía abriendo páginas y cerrando otras desde su portátil. Ni siquiera estaba poniendo atención a las gráficas que aparecían allí.

—¿Cómo es posible? —dije con los ojos obnubilados—. ¿Con qué puto dinero…? ¿Y cómo es que no te diste cuenta tú, Gustavo?

Fue Sebastian el que respondió, de nuevo:

—Por la sencilla razón de que la parte de acciones que compró Leo, que es la menor entre Heinrich y Gustavo, la adquirió por medio de un prestanombres.

El estado de furia de Gustavo parecía mucho más intenso que el mío. Carraspeó, y luego dijo:

—Entonces ese hijo de puta de Leo es el cabrón amigo al que Heinrich mismo ayudó sacar de la cárcel, por un supuesto fraude fiscal que no había cometido. ¿Cómo no me di cuenta antes? Heinrich mismo me habló de él muchas veces. Es lógico. Heinrich y Leo ya se conocían de tiempo. Ambos siempre han sido grandes empresarios, y seguro son amigos de años. De alguna forma Leo consiguió contactarse con Heinrich, que es un cabrón mafioso e influyente, e hizo que éste consiguiera liberarlo.

—Heinrich, que era su amigo —ató cabos Sebastian—, quiso ayudarlo, prestándole dinero para comprar la otra parte de Babilonia (con un prestanombres) para cuando Leo saliera de la cárcel pudiera hacerse de su primer patrimonio, tras haber perdido todo.

Recordé el millón de pesos que, según la zorra de Paula, Leo había mantenido invertidos en un paraíso fiscal, pero no dije nada. Me sentía terriblemente enfadado.

—Así tuvo que ser —convino Gustavo con rabia—, porque cuando hicimos el contrato de compraventa de Babilonia, además de Heinrich y yo, fue otro hombre el que se presentó, y no Leo. Habría que revisar el contrato para verificar que se trató de un prestanombres.

—Esas cosas no aparecen en los contratos —les expliqué—. El caso es que Leo es el tercer socio de Babilonia, y ahora mismo está libre. ¿Crees que le haya contado a Heinrich sobre los causantes de haberlo metido en la cárcel? ¿Y si aquello de que Heinrich quiere contratarme para que yo le lleve las contabilidades de su parte proporcional de Babilonia es una trampa?, ¿y Leo le ha contado a Heinrich sobre mí… y por eso…?

—No, no, no —me aseguró Gustavo, dando un trago de tequila desde la misma botella—.  Está claro que el jueguito de Leonardo Carvajal va por otro lado. Dudo siquiera que el cabrón de tu ex amiguito supiera que yo era uno de los socios. Lo que sí está claro es que va aprovechar su nueva posición en Babilonia para intentar trastocarnos. Pero una cosa sí te digo, Noé, Heinrich es un mafioso de cuidado que seguramente protegerá a Leo ante cualquiera que intente agredirlo, pero yo también tengo poder y conozco a gente más peligrosa que él que me aprecia (y que odian a Heinrich) que no se tocarán el corazón para matarlo si yo se los pido. Por el momento, es evidente que Leo se presentará pasado mañana en la inauguración si, como Sebastian vio en los documentos, ya regularizó el contrato a su nombre. Así que no te preocupes, Noé. No es necesario que vengas. Sé lo que significa esto para ti y…

—Todo lo contrario, Gustavo —dije, masajeando mis sienes—. Con mayor razón estaré allí.

—¿Pero tú estás pinche loco?

—Debo de tantear el terreno, compadre —me expliqué—. Si Leo no ha hecho nada hasta ahora contra mí es porque está planeando algo gordo, o tal vez se dio cuenta que merecía todo lo que le hicimos y no se vengará.

—¿En serio crees en la segunda posibilidad?

—No —admití—. Al parecer los mexicanos del norte somos vengativos por naturaleza. El cabrón está planeando reventarme en mil pedazos. Por eso quiero ir a la reinauguración de Babilonia. Me presentaré con Rosalía el viernes y que pase lo que tenga que pasar. Además eres mi amigo, Gustavo, quiero darte mi apoyo moral ahora que no tengo dinero para apoyarte de otra manera. El plan sigue igual. Le pediré trabajo a Heinrich y…

—¡Yo te puedo dar trabajo, cabrón orgulloso! —me regañó el pelirrojo—. ¿Por qué no lo entiendes? ¿Para qué quieres jugar al vergas?

—¡Porque por una puta vez en mi vida quiero sentirme hombre! —exclamé—. ¡Quiero proteger yo mismo a mi familia! ¡A Rosalía, a mi Fernando!

Todos nos quedamos en silencio por un rato, hasta que Sebastian intervino:

—Yo también iré. Jessica ha cambiado, puedo ofrecerla como voluntaria para que se acerque a Leo y le saque información.

—Yo no me fiaría de una tipa que se alió con Paula en el pasado y con Leo para joderme —afirmé, negando con la cabeza—. Probablemente te ofenda lo que te voy a decir, Sebastian, pero tu mujer también fue usada por Leo.

—Lo sé, lo sé —aseguró Sebastian sin rastro de indignación—. Lo importante es que me divorciaré de ella. No se lo he dicho como tal, pero así será. Me divorciaré de ella y voy a recomenzar mi vida. Si ustedes dos lo hicieron, ¿por qué yo no?

Gustavo y yo nos miramos con incredulidad.

—A ver, gordito bello —dijo Gustavo sonriendo por primera vez. Chupó un limón para aclararse la garganta y continuó—; ¿estás seguro de lo que estás diciendo?, ¿vas a divorciarte de tu pelirroja infiel?

—Ya no la amo —admitió nuestro hacker—. En serio que ya no la amo. De hecho creo que nunca la amé. He conocido a otra chica y… me he dado cuenta de que lo que sentía por Jessica era simple obsesión. Mi autoestima estaba baja y… ya está. Dejaré a Jessica, pero antes de que eso pase, estoy pensando que la puedo utilizar por última vez. Que haga algo por nosotros, ¿no crees? Es lo mínimo que merecemos después de tantos dolores de cabeza que nos ha dado.

—Pues es verdad que necesitamos aliados para hacerle frente a ese pendejo de porquería—admití—, pero yo no me fiaría ni de Paula ni de Jessica, que fueron los culos de Leoncito, pero está bien… intentemos, a ver qué pasa. Pero eso sí, ellas no pueden saber ni una sola palabra de nuestros planes.

—Yo sigo pensando que lo mejor es ponerle una pistola en el culo a ese cabrón degenerado y sacarle la caca por la boca de un balazo, y ¡taráaan!, problema resuelto —opinó un Gustavo eufórico—. Muerto el perro, se acabó la rabia. —Sebastian y yo lo miramos con un mal gesto y él lo entendió—. Está bien, ya, ya, tampoco me vean así, desagradecidos. Será de forma pacífica, entonces. Pero les advierto que si ese gusano me toca las pelotas, lo trueno.

Y así planeamos diversas estrategias y escenarios contra Leo. Para Gustavo la mejor forma de terminar con esto era matarlo. Para Sebastian aquello no solucionaba nada, porque pensó que si Leo le contaba alguna vez a Heinrich mi enemistad con él, rápidamente yo caería como el principal sospechoso de su muerte.

—Haremos que se largue de aquí, entonces —comentó Gustavo—. No importa cómo ni de qué manera, cabrones, pero Leonardo Carvajal tendrá que huir de Linares y hasta de México mismo así sea lo último que hagamos. Esta vez seremos nosotros quienes juguemos el papel de villanos. Ustedes no conocen mi faceta de hijo de puta, pero tengan la seguridad de que la conocerán. Leonardo se va arrepentir de haber nacido y haberse metido con nosotros. Deseará haberse quedado dentro de esa puta celda en lugar de padecer el infierno que le espera. Por lo pronto, Noé, así hagas chile por la cola, te voy a poner protección. Y no es una pregunta. Asignaré algunos hombres para que, discretamente, vigilen tu casa.

Entonces se me ocurrió pedirle algo:

—Dame una pistola, Gustavo.

—Es peligroso.

—Te la compro.

—No es por dinero, Noé. No la sabes usar.

—Enséñame.

—Noé.

—Me sentiré más seguro con un arma en mi casa. Voy a proteger a mi familia, Gustavo, y si eso implica que lo tengo que matar, entonces lo haré.

Nos volvimos a quedar en silencio. La verdad es que no era tan fácil hablar de muerte pensándolo bien. Yo no sé si me atrevería siquiera a acariciar esa arma… pero tenía que tener la seguridad de que Leo me dejaría en paz.

Gustavo abrió otra botella de tequila y me por fin resolvió:

—Pero no la dejes a la vista de Rosalía, que se asustará. Encima, si le cuenta a Noelia que tengo pistolas, pfff, no sabes la que se me arma. Le tengo más miedo a mi querida valenciana que a cualquier otro cabrón de mierda.

—No te preocupes, compadrito, seré cuidadoso —sonreí.

¿Cómo pueden cambiar las cosas de un día para otro?

6

—¿Sabían que Samír, nuestro querido ex amigo, (que parece haber sido cortado con la misma tijera con que cortaron a Leo), ahora está de pareja con Paula? —nos dijo Gustavo, mascando un puñado de cacahuates.

—¿Samír, Samír? —pregunté sorprendido.

—Sí, Samír, Samír, el otro traidor, el rubito ojiazul, el guaperitas, al que Rolando siempre le ganaba las contiendas del juego de las tangas. Samír, el aliado de Leoncito.

—¿Está de pareja con Paula, tu Paula?

—Mi ex Paula, compadrito, no te me equivoques.

—Vaya, vaya —murmuré—. Dios los hace y el diablo los junta. Pero ¿tú cómo lo sabes?

—Eso no importa. Lo que importa es que ya sabemos que el rubielas de Samír no tiene códigos. Fuimos amigos, aunque hayamos terminado mal, fuimos amigos y ahora él se está beneficiando a Paula, la que fue mi mujer.

—No sé por quién sentir más pena —dijo Sebastian—, si por Samír o por Paula. Ambos son tóxicos hasta la chingada, y una relación que nace de las cenizas de otros, nunca sale bien.

—Pues yo no siento pena por ninguno —afirmó Gustavo—. Entre los dos se harán pedazos al final. Lo que me caga es solo eso, que Samír salga con mi ex esposa. Menudos hijos de puta. Pero pues nada. Mejor, hagamos una cosa, este temita de Leoncito y Samír me tiene estresado, le hablaré a un tres de mis mejores guarras para que nos hagan una mamada.

—¿Qué dices? —me atraganté con un cacahuate picoso, al tiempo que Gustavo marcaba por teléfono a alguien, pidiéndole que las pasara a su despacho.

—Ey, no, no, no —me puse de pie de inmediato, frío hasta las orejas—. Conmigo no cuenten que yo no le hago estas cosas a Rosalía…

—No digas mariconadas, Noé —me regañó un Gustavo cada vez más animado—. Ni siquiera se enterará, a menos que se lo digas.

Tragué saliva, e insistí:

—No hagas lo que no quieres que te hagan —le recordé con honor, mirando a la puerta como si estuviera a punto de entrar un grupo de sicarios para cortarnos las bolas—, y yo me muero mil veces si Rosalía me pone los cuernos… yo ya no aguanto vivo otra traición, estoy traumado y mejor me voy.

—No mames, cabrón —volvió a reír Gustavo, mirándome con decepción—, ni pareces hombre: una mamada no es infidelidad.

—No creo que pensarías lo mismo si encontraras a Noelia, tu mujer, siendo comida del coño por algún cabrón —le contesté, recogiendo mi portafolio y mi saco negro de rayas grises.

—Nosotros llevamos una relación abierta —me recordó—, si la encuentro así, a lo mucho me uno para un trío.

Puse los ojos en  blanco e hice un mohín.

—Pero las relaciones abiertas implican relaciones consensuadas, ¿no? —dije, buscando mi teléfono celular—, y Rosalía y yo lo único que tenemos consensuado es nuestra relación, así que aquí se quebró una taza, y cada quien para su casa.

—¡Que te esperes, cabrón miedoso! —me increpó Gustavo con carcajadas.

—Déjalo ir —me defendió Sebastian—, Noé es el mejor de nosotros tres, y la verdad que, a diferencia de ti, Gustavo, a mí me decepcionaría si accediera a que una de tus chicas se la chupara. Noé no quiere ser infiel a Rosalía, y yo lo apoyo. Que se vaya, no lo eches a perder.

Nervioso, le di la razón al gordito con un asentimiento. Decidido a marcharme, ya iba llegando a la puerta de la oficina cuando ésta se abrió de golpe en tanto yo emitía un ridículo gemido.

Una mulata y dos castañas entraron al despacho, con caritas de viciosas, melenas alborotadas y maquilladas según lo concebía su oficio de sexoservidoras. La mulata cerró la puerta, y luego las tres dejaron caer al suelo sus respectivos abrigos, quedando al descubierto sus esculturales cuerpos, en cuyas curvas y redondeces cualquier hombre repasaría sus cuerpos con sus manos y con la lengua.

Las tres llevaban embutidas la lencería más erótica que pudieron encontrar, que consistía en vistosas medias de red negras, ligeros, calzones cacheteros que apenas sostenían sus carnosos culos, sostenes de media copa que enseñaban la mitad de sus esféricas tetas (que las hacían lucir bastante potables), así como tacones de plataforma del mismo color que les proporcionaba una altura mayor.

El corazón se me paró, por no decir que también se me paró otra cosa, tragué saliva y en seguida las esquivé, como si fueran pirañas que querían arrancarme un pedazo de carne.

—Agarren a la zorrita que quieran —nos exhortó Gustavo sonriente—, se dejan hacer de todo. Para eso les pago. Son putas pero de las finas.

Me puse rojo como un jitomate y volví a tragar saliva.

—Tampoco les hables así, cabrón machista —me quejé.

Las mujeres no parecieron siquiera ofenderse por el comentario de su proxeneta; por el contrario, se quitaron el sostén, saliendo disparados sus apetitosos senos, los cuales se dedicaron a balancear como si estuvieran siguiendo el ritmo de un trap inexistente, y comenzaron a sonreír con sensualidad.

—Anda, Noé —precisó Gustavo—, toma en cuenta que es para que te quites el estrés, malagradecido, que tienes una cara de mandril enyerbado que no puedes con ella: a ti te conviene la mulata, es la mejor puta de las tres.

—¡No, no, no, no! —cantaleé con la voz tartajosa, volviendo a retroceder, hasta que mis antepiernas chocaron contra el borde del escritorio del pelirrojo.

Gustavo bufó, me echó una mirada desilusionada y me exculpó ante sus amigas.

—Bueno, perdonen al blanquito —les dijo, dándole una nalgada a una de las castañas—, es un tipo fiel y principiante en esto de ir de putas. Pero tampoco lo podemos dejar así. Por eso, antes de que se vaya, denle un espectáculo, guarritas.

No sabía a qué se refería con aquello de «denle un espectáculo» hasta que, acercándose las tres a medio palmo de donde yo estaba acorralado, me sonrieron, y luego, mirándose entre sí, se comenzaron a comer sus bocas. Mis pulsaciones por poco me rompen las pupilas al advertir que aquellas preciosidades en zapatillas altas se chupaban las lenguas al mismo tiempo, gimiendo, en tanto sus manos se desplazaban sobre sus tetas, pezones y una de ellas le metía mano al coño de la escultural mulata por debajo de sus mini bragas.

—Dios…. —me descoloqué, cosquilleándome la entrepierna.

Es que tampoco soy de piedra, carajo.

Apenas pude tragar saliva, pudiendo escuchar sus jadeos y el chasquido de sus lenguas, que no dejaban de paladearse, cuando se contonearon junto a mi pantalón, en tanto una de las castañas ponía sus nalgas sobre mi bragueta. Di un salto del susto y no supe qué hacer.

La imagen era brutal, sobre todo cuando la mulata comenzó a mamarle las tetas a sus dos compañeras, estirando sus pezones con sus dientes blancos, provocando que las susodichas resollaran, excitadas y cachondas, mientras se seguían saboreando.

La castaña más alta continuó restregando su culo sobre mi endurecida polla, y no fue hasta que Gustavo prorrumpió en risotadas cuando, con todo y pena, agarré de los hombros a la chica, la hice un poco hacia delante y me liberé.

Posteriormente salí de prisa del despacho como si un incendio me estuviese quemando, al mismo tiempo que escuchaba en la distancia la voz divertida de Gustavo que me decía:

—Adiós, cobarde, te espero mañana en Babilonia…

Cuando llegué a casa, antes de lo previsto, ya me encontraba más sereno y menos agitado. Menudo cabrón estaba hecho Gustavo. Por lo menos Sebastian era el punto medio entre los tres amigos, de lo contrario, estaríamos completamente locos.

Como otros días, vi la camioneta de Noelia en el estacionamiento, por lo que deduje que estaba visitando a mi mujer. Si supiera la madrina de mi hijo lo que estaba haciendo en este momento su marido…

Aparqué mi auto detrás del suyo y entré a casa deseoso de poder abrazar a mi angelito. Mi pequeño bebé era el combustible de mi vida, y el único que sí era capaz de quitarme el estrés. Todo el día esperaba que se llegara la hora de salir de trabajar para reunirme con ángel.

Todavía con las sienes palpitándome, entré a casa y escuché los murmullos de las mujeres procedentes de la sala de estar, donde el día anterior Rosalía me había hecho un horrífico espectáculo.

Entré con calma para no asustar a las presentes, y estuve a punto de cruzar el pasillo para descubrirme ante ellas cuando la conversación que mantenían me dejó perplejo.

—… hazme caso y ponte algo sexy para mañana, hija —le decía Noelia a mi mujer, con ese particular acento peninsular que a los hispanoamericanos tanto nos entretiene—. Tu propósito de la noche tendrá que ser el de sorprender a Heinrich si quieres que tu marido se gane sus favores.

—Ya te dije que no, Noelia —contestó Rosalía con un tono árido—. Es casi como si me pidieras que me prostituyera para que el afroamericano contrate a Noé como su contador. Desde que mi flaco me contó del tipo ese, no sé, pero me intimida.

—No tienes por qué, Rosalía, es un tipo bastante agradable, y habla perfectamente el español. Lo he visto un par de veces en casa mientras conversa con Gustavo y me ha parecido muy majo. Eso sí, Heinrich tiene una pinta de mafioso que no te cuento. Pero lo compensa su estilo y gallardía.

—¿Qué quieres decir con eso? —se interesó en saber Rosalía.

—¿No te lo imaginas, tía? ¡Es un negrazo de primera categoría!, muy atractivo, de cabeza rapada y grandote, como los de las películas porno. ¿Te imaginas el tremendo rabo que ese hombrezote debe de tener entre las piernas? Nomás lo pienso y se me mojan las bragas.

Rosalía se echó a reír ante la “gracia” de su mejor amiga.

—Ay por Dios,  Noelia, si Gustavo de oye.

—No seas tan santurrona, Rosalía —la reprendió Noelia—, que Gustavo ya sabe lo mucho que me pone ese negro, y que no voy a descansar hasta que tenga ese rabo retacado en mi coño.

Sin verla, pude imaginar que Rosalía se había puesto roja.

—Pues… a mí no me impresionan los hombres con grandes rabos —murmuró mi mujer—, me imagino que me dolería a madres. Me dan miedo.

—Será porque no los has visto en persona —se burló Noelia—, y si dices que te dan miedo los de tamaño premium, concluyo que tu maridito no ha de estar muy bien equipado, ¿eh?

En ese momento me quise morir de la vergüenza. Si Rosalía le decía algo sobre mi tamaño… estuve seguro que no podría volver a Noelia a la cara nunca más.

—No voy hablar del tamaño del pene de Noé contigo, ¿eh, guarrona? —contestó Rosalía riéndose.

—No hay necesidad, querida —se burló la madrina de mi hijo—, el que calla otorga. Yo no me imagino tu vida sexual con un… pene tan… ¿pequeño es la definición correcta?

—Noé es un espléndido amante en la cama —volvió a decir Rosalía—. Nunca he tenido queja.

—Porque no has visto otros, estoy segura —continuó impugnando Noelia—. Por tanto, si no tienes referencia entre otros rabos, salvo el de Noé, no te darás cuenta de la cantidad de tamaños y sabores de pollas que están a tu alrededor. En el mundo de las pollas hay un mundo de posibilidades. Ay, hija, te juro que soy incapaz de entender a vosotros los monógamos. Yo no me imagino follar con el mismo hombre durante toda la vida, ¡qué aburrimiento, tía!

—A ver si te enteras, Noelia querida, que coger con un solo hombre es lo normal en mi mundo. Eres tú la loca y ninfómana que intenta imponerme códigos de conducta que no van conmigo.

—Claro que va contigo, Rosalía, pero tienes miedo de redescubrirte sexualmente como mujer empoderada. Tú no sabes de lo que te pierdes, querida. Si me hicieras caso en proponer a Noé abrir tu relación, hace mucho tiempo que habrías dejado de pensar en esa tal Lorna y tener miedo de su retorno. Pero no te preocupes, que por mi cuenta corre que tengas un cambio mucho más animal.

—¿Cómo es eso? —preguntó Rosalía. Yo tenía la misma duda, ¿a qué se refería nuestra comadre con un cambio más animal?

—Si a Noé le van las guarronas como su ex mujer, la tal Lorna esa de la que todo el mundo habla, pues entonces tienes que ser así, como ella.

Rosalía resopló, y yo sentí un recogimiento en todo el cuerpo.

—Mira que tus consejos me hicieron cometer ayer una locura, Noelia.

¿Noelia la había aconsejado para…? Dios santo.

—Es que tampoco te pases, hija, que disfrazarte de Lorna y ponerte a beber ya supera a cualquiera. Te pasaste tres pueblos, mujer. Te advertí que lo pusieras en su lugar e hicieras un cambio más sexual en ti, ¡no que la imitaras! Lo único que conseguiste fue implantarle en la cabeza la imagen de esa mujerzuela.

—¡Es que… ay, Noelia, te juro que nada más escucho el nombre de “Lorna” y siento que las entrañas se me llenan de bilis!

—¿Tan mala y cruel es esa tal Lorna, que todo mundo decís pestes de ella cuando la mencionan? Ya hasta me da curiosidad por conocerla. Me causa expectación.

—Es más mala de lo que crees, Noelia, es de lo peor.

Increpé en silencio al comentario de Rosalía. Claro que no era la villana que todos pintaban. Lorna no era mala, ni de lejos… su único error fue… ponerme los cuernos: en general era una buena persona, trabajadora, centrada, bondadosa, filántropa, cordial, divertida… y muy hermosa.

—Pues si es así de mala como decís todos, ¿qué os puedo decir? —murmuró Noelia—. Entonces, ¿le tienes miedo u odio?

—¡Las dos cosas! —confesó Rosalía—. Sé que cuando esa mujer regrese, porque sé que va a regresar, pondrá mi vida patas arriba. Nunca me perdonará que yo me haya quedado con su marido.

—¿Y a ella qué más le da? Si hizo lo que hizo la muy guarra, mucho no ha de haber amado a tu Noé.

—Ese es el problema —suspiró Rosalía, conteniéndose de hablar en voz alta—… que sí lo amaba.

El pecho por poco revienta dentro de mí. Me llevé el puño en la boca para no proferir ningún sonido y seguir escuchando.

—¿Y tú cómo lo sabes, tía? —quiso saber Noelia… y también yo—. Mucho lo ha de haber amado la muy zorrona para haberlo hecho cornudo con su mejor amigo, según conozco un poco de la historia.

Me incomodaba que gente cercana a mí conociera mis antecedentes. Me daba vergüenza que me trataran como “el pobre cornudo” que se quedó sin esposa por una infidelidad con su mejor amigo.

—Yo sé mi cuento  —contestó Rosalía poniéndose seria—, yo sé mi cuento, por eso sé… que si esa zorra regresa… me hará ver mi suerte.

—Pues habrá que hacerle frente —la animó una Noelia malvada—, para eso soy tu mejor amiga, Rosalía. Lo primero que tienes que hacer es enloquecer a Noé.

—Ayer lo dejé más loco que nada, al pobre —murmuró mi mujer—. Es que… los nervios me ganaron, y me trastorné.

—¡Pero loco de deseo por ti, hija! —explicó Noelia—. A partir de mañana en Babilonia tienes que vestir sensual. Y de aquí en adelante…

—Pero es que mira tú, comadrita, que el vestido me trajiste es muy corto. Pensarán que soy una puta. En una inclinada se me ve el culo.

—¡Pues irás a un club swinger, tontonaza, no a una iglesia! Es lógico que lleves un vestidito sexy, como todas las demás mujeres. Si te enseño el mío te mueres —dijo la mujer de Gustavo, echándose a reír—. Además a ti te gusta enseñar tu abdomen plano y tus muslos, a juzgar por la coqueta ropa que llevas puesta ahora.

—Pero nomas en casa. En público me pongo nerviosa. Además mira, estoy toda flacucha. ¿Crees que sea conveniente ponerme implantes?

Noelia se echó a reír.

—Déjalo así, Rosalía. Lo que necesitas es darle celos a tu marido. Mañana tendrás la oportunidad, con Heinrich, por cierto.

—Y dale con ese tipo…

—Es tu mejor prospecto, mujer —insistió Noelia—. Además no te estoy diciendo que te lo folles, sino que… pues no sé, le coquetees un poco en delante de Noé. Lo mismo le haces un favor a tu marido y el negro lo contrata gustoso.

Pensar que Rosalía pudiera hacerle caso a Noelia me ponía la piel de gallina.

—A Heinrich le gustan como tú, Rosalía; mujeres delgadas, inocentes y con apariencias de santitas a las que pueda corromper.

El corazón me dio un vuelco en el pecho. ¿En serio Noelia le estaba aconsejado estas idioteces a mi novia?

—¿Y tú cómo lo sabes, Noelia?

—Me lo dijo Gustavo cuando le comenté que me lo quería tirar —se sinceró la española con un deje de superioridad—. No le hizo mucha gracia a mi maridito, pero mejor decirle que su socio me pone cachonda a engañarlo y follármelo a sus espaldas. En eso consisten las relaciones abiertas, Rosalía, en la complicidad, el consentimiento, en evitar la monotonía, en evitar la simplicidad y ponerle condimento y diversión a la vida. Mírame a mí, que me aventuré a dejar todo cuando me divorcié de mi primer marido, decidiéndome a cruzar el charco y a encontrar en este país latino a gente de sangre caliente.

—Pues precisamente porque tenemos la sangre caliente la intensidad de nuestras emociones se triplica —concluyó la madre de mi hijo—, y la verdad que no sé si yo estaría dispuesta a compartir a Noé con otra buscona sin tener una reacción impertinente.

—Pues a ver si no te ofendes por lo que te voy a decir, Rosalía, pero a veces pienso que tú ni siquiera estás enamorada de Noé, sino que sólo estás obsesionada.

Para mí fue suficiente. Me devolví a la puerta e hice como que apenas estaba llegando a casa. Entré haciendo ruido para que percibieran mi presencia, y pronto me encontré con las dos mujeres.

Rosalía llevaba una playera sin mangas y con un atado en la cintura, que le mostraba su trabajado vientre, en tanto portaba uno de sus shorts de mezclilla a medio muslo. Noelia, a su vez, tenía puesto unos vaqueros que le marcaban el culo de forma potente, en tanto su blusa blanca me hacía pensar que no llevaba sostén. Su cabello corto lo tenía atado en la nuca, y su perfilado rostro peninsular me dedicó una mueca cordial.

Me recibió con dos besos en las mejillas y pronto se despidió. Para mí fue un alivio que se marchara. Nunca me había incomodado tanto su presencia como en esa tarde-noche. Al parecer el matrimonio de Noelia y Gustavo no habían hecho sino importunarme ese día.

Hablé poco con Rosalía, pues me dediqué a besar las mejillas de mi bebé mientras lo abrazaba, cantándole algunas canciones de los dibujos animados que le ponía en el televisor aunque él todavía no las mirara. Tenía que mantener mi cabeza ocupada antes que ponerme a reflexionar en todo lo que aquellas dos habían escuchado…

«Ese es el problema… que sí lo amaba.»

«… que sí lo amaba…»

—Lorna, Lorna… salte de mi mente, por favor, salte de mi mente…

Esa noche monté a Rosalía como hacía mucho tiempo que no lo hacía. Sin decirle nada la desvestí después de la cena, la llevé a nuestra cama, cerré los ojos y la penetré… sin pensar en ella.

—Ay, Noé… Noé… estás… fa…bu…lo…so —decía ella dejándose follar con intensidad.

Tuve un potente orgasmo cuando imaginé las enormes tetas de mi ex mujer rebotando en mi cara, con sus pezones entre mis dientes, en tanto luego la pensaba con su coño sonrosado y mojado escurriendo aquellos fluidos viscosos y calientes sobre mi boca... como solíamos hacerlo en las madrugadas, cuando la rubia despertaba y me comía la polla antes de ponernos a coger.

Esa noche casi no pude dormir. Sufrí unos terribles remordimientos por Rosalía. La miré mientras ella dormía, percibiendo mis ojos llorosos, y la abracé con fuerza, pensando en lo hijo de puta que era.

—Rosalía… no te fallaré —le susurré con el corazón en la mano, sabiendo que no me escucharía—, por más que me esté muriendo por dentro… nunca te fallaré. Tú tampoco me falles, por favor… no hagas caso a Noelia… no me hagas sufrir… ya sufrí antes y es horrible….

El viernes no fui a trabajar por la tarde. Dejé indicaciones precisas en el despacho y volví a casa temprano. De reojo vi en las inmediaciones de mi casa un par de camionetas negras que pasaban de vez en cuando. Adiviné que eran los hombres que Gustavo había mandado para vigilar la manzana.

Esa tarde comimos con Rosalía un pollo al horno que sabía a durazno (sin sal y sin aceite) que, aunque no sabía mal, tampoco me llenó, pues las porciones fueron menores que otros días:

—¿En serio quieres matarme de hambre, Ross?

—Si esta noche pretendes beber de más en Babilonia, tengo que cuidar el nivel de calorías que comerás durante el día.

Rosalía había asimilado mejor que nosotros (Sebastian y Gustavo) el hecho de que Leo era el tercer socio del club, pues tenía la esperanza de que su pasividad hacia nosotros, después de un mes, podría significar que no estaba interesado en hacernos daño. Toda la tarde conversamos sobre ese tipo, y los temores que me generaba.

Pero, como digo, Ross lo tomó de buena manera.

Yo me sentía más pesimista que ella, pero, aún así, no quise alarmarla y dejé que continuara con esa confianza y positivismo.

La enfermera que cuidaba a nuestro hijo llegó a las ocho de la noche, y tuvimos que explicarle que los hombres que estarían vigilando toda la noche las afueras de nuestra casa se debían a que habían allanado una casa del vecindario, y preferíamos tener mayor seguridad. Claro que la justificación era mentira, pero tampoco podíamos decirle que mi ex amigo, el que le había agujerado mil veces la hermosa vagina sonrosada a mi tetona ex esposa, probablemente estaba buscando cortarme los huevos, violar a Rosalía o hacerle daño a mi Fernandito.

—Que se diviertan en su cena de negocios, señores —nos dijo la joven mujer, que era gorda y chaparra por elección de Rosalía, pues se sentía más cómoda que una mujer de tales características se presentara en nuestro hogar teniéndome a mí de por medio, a que lo hiciera otra de fisonomía más atractiva.

En fin. Sus celos.

Rosalía se había dejado su cabello rizado suelto, y se había puesto el minivestido que Noelia le había obsequiado, uno que apenas si le insinuaba el inicio de sus pequeños senos, pero que enseñaba sus piernas de forma escandalosa. El verano hacía imposible que usase vestidos más largos, así que era un verdadero espectáculo que los mortales tuviésemos que entretenernos mirando sus largas piernas.

Por fortuna se puso un abrigo vaporoso encima, para que la enfermera no la viera vestida de esa forma tan provocativa.

—¿Estás segura que te sientes… cómoda así…? —le pregunté, sabiendo que el que no estaba cómodo con ese vestido era yo, pero tampoco me quise ver tan machista.

—¿Me veo mal? —me preguntó asustada.

—Ese es el problema, flaquita —admití—, que te ves espectacular, pero no sé… en público...

—Pues… si quieres me lo cambio —dijo entristecida—, aunque… no sé, creí que te gustaría.

Tragué saliva. Tampoco la iba hacer sentir mal por mis inseguridades.

Yo la iba a cuidar, claro que sí.

—No, no, te ves divina —forcé una sonrisa, cogiéndola del brazo—, ¿a ti no te parece que parezco pingüino con este frac negro?

—Estás guapísimo, mi amor —me besó los labios. La fragancia que se había puesto era brutalmente exquisita—. Lo que sí es que te ves nervioso, Noé —me previno ella cuando llegamos a la puerta—, ¿es porque Leo estará allí?

Me sentí incapaz de responder. Lo que sí es que no pude dejar de pensar en mi encuentro con Leo y lo que pasaría una vez que nos volviéramos a mirar después tanto tiempo.

Nos odiábamos, no sé si él más que yo, o al revés, pero definitivamente nos odiábamos.

Y esa noche estaba a punto de cambiarme la vida… de nuevo.

—Vamos, querido —me animó Rosalía, seria, enarcando una ceja—, que esta noche todo saldrá perfecto.