Por mis putas fantasías 2 (REDENCIÓN): Cap. 3 y 4

La terrible noticia de la liberación del peor enemigo de Noé, apenas es un mal presagio de lo que le espera al llegar a casa con Rosalía.

3

La información que me había dado Paula esa tarde me mantuvo aterrado todo el camino hasta casa. En varias ocasiones estuve a punto de chocar contra los parachoques de distintos autos, y, encima, Rosalía no me había contestado las llamadas desde mi oficina. ¿Dónde diablos estaba?

Pensar que Leo llevaba un mes fuera de la cárcel, sin yo saberlo, posiblemente ideando una forma despiadada para vengarse de mí había volcado todas las neuronas de mi cabeza.

En otras circunstancias me habría valido un reverendo pito lo que pudiera hacer contra mí. Pero ahora todo era distinto. Cuando lo metí a la cárcel con pruebas prefabricadas, quedándome con algunas de sus propiedades (mismas que de todos modos había perdido por culpa de Paula), haciéndole creer que el hijo que iba a tener con Lorna lo había abortado por mi culpa, yo estaba destrozado, roto, deshecho, sin esperanzas de nada. En ese momento no tenía nada qué perder pues había perdido ya lo que más había amado en este mundo, a mi diosa rubia. Pero ahora… Por Dios. Ahora todo era tan diferente.

¿Qué iba a hacerme ese pendejo como venganza?, ¿matarme?

En el presente tenía a Rosalía… ¡Tenía a un hijo… a mi bebé, a mi pequeño Fernando!

—¡Mierda! ¡MIERDA! —grité dentro del vehículo.

Había bastado que Catalina, su ex mujer, le hiciera creer que yo la había obligado a abortar para que Leo se fuera a Miami una larga temporada, donde ideó un siniestro plan para destrozarme, quitándome a mi mujer. No podía imaginar la magnitud de lo que el tipo estaría planeando ahora que de verdad lo había perjudicado de forma más cruel.

—Fui muy impulsivo, fui muy impulsivo —susurré en varias ocasiones—. Se vengará de mí, ese perro se vengará de mí con lo que más amo. ¡Lo he metido a la cárcel dos veces, lo dejé en la ruina, lo privé de su vida y, por si fuera poco, de algún modo él piensa que por mi culpa están muertos sus dos bebés!

Me pasé tres semáforos en rojo y en alguna ocasión casi me pareció que mi vista se me ponía toda negra. Pero, finalmente, conseguí llegar a casa, donde me encontré con la novedad de que Rosalía se había hecho un cambio de imagen, un cambio que por poco me tiró al suelo por la impresión.

Sus cabellos rizados los había alaciado de forma temporal, añadiéndose unos postizos que le hacían ver una cortina capilar mucho más larga de lo que realmente era. Lo peor de todo esto no fue su alaciado, ni el color rojo de sus labios (aunado a su maquillaje excesivo cual mujerzuela), ni el alto de sus tacones de plataforma, ni mucho menos la blusa de botones ajustada a su pecho ni la falda cortísima muy por arriba de las rodillas que enseñaba sus sutiles muslos; el verdadero problema que encontré en su cambio de look fue que se había pintado sus cabellos chocolates a un rubio intenso semejante al de… ella.

—Rosalía… —se me fue el aire cuando la vi.

Mi mujer yacía sentada en el sofá que estaba pasando el angosto recibidor, tenía un rostro de viciosa y en una de sus manos sostenía un… ¡un consolador blanco de silicona!

—Cielo… ¿qué te has hecho? —le pregunté echando dos pasos hacia delante. No sabía si mi aceleración en el corazón y la sequedad de mi boca se debían al tema de Leo o al de Rosalía.

O a ambas cosas.

Ella me sonrió de forma incitante, puso el culo en el extremo del sofá y separó sus piernas de manera que consiguió enseñarme que no llevaba ropa interior debajo de esa faldita negra. Con su mano libre se arremangó los bordes de las costuras y se la subió hasta la cintura. Allí descubrí que tenía el coño depilado, por primera vez en su vida. Su piel canela resplandecía en la desnudez.

Tragué saliva y volví a mirar su rostro pintado con exceso. Y el largo y el color rubio de su pelo.

—¿Por qué te has puesto rubia? —le pregunté sin mediar otra palabra. Di otro par de pasos hacia el frente y la vi sonreír.

—¿Quieres que me parezca a ella? —me dijo de pronto, trasmutando su gesto libidinoso por uno mucho más cruel. En seguida sacó su lengua entre los labios y, llevando el consolador blanco hacia ellos, lo relamió en la parte superior con la cachondería con que lo habría hecho si fuese un pene real—, ¿quieres que me parezca a esa mujerzuela que tanto daño te hizo?

Volvió a sonreír, pero su sonrisa no tenía matices, ni alegría ni franqueza. Abrió la boca todo lo que pudo y se metió el consolador hasta que desapareció la mitad de él. La escena me contrajo el vientre, y por poco dejé de respirar. Se lo sacó como si fuese una furcia a la que han pagado por hacer una tremenda mamada y volvió a dedicarme esa sonrisa sin matices:

—¿Quieres que me parezca a esa zorra que te engañó, Noé?

—¿D…e qu…é hablas? —reaccioné al fin, tartamudeando—. Flaquita… ¿has estado bebiendo?

Vi una botella medio vacía en la mesita del centro de la sala y la relacioné con su extraña conducta de esa noche. ¿En verdad mi novia, obsesionada con la buena alimentación, había estado bebiendo sin importarle que estuviera amamantando a nuestro hijo?, ¿ella, tan prudente y siempre juiciosa? ¿Qué estaba ocurriendo?

Rosalía me siguió observando con la misma sonrisa de antes:

—¿Cuándo pensabas decirme lo del mensaje que te envió esa zorra, Noé?, ¿cuándo? —Su pregunta fue punzante, severa, pero el volumen de su voz permaneció sereno, y eso la hizo mucho más intimidante.

«El mensaje, por Dios… se enteró del mensaje.»

Se acarició los muslos con la polla de silicona al cabo que formaba una mueca de guarra y me observó con acritud.

—¿Quién te lo dijo? —Se me resecó aún más la boca nada más preguntárselo. Permanecí estático donde mismo, sin poder avanzar ni retroceder.

En ese preciso momento recordé que había olvidado el teléfono en casa.

—Nadie me lo dijo, Noé —me contestó ella, arrastrando las palabras, signo inequívoco de su embriaguez. Luego, se arrancó la blusa de un tirón. Los botones salieron volando por doquier, y parte de los tejidos de la tela se rompieron—. Yo misma vi ese puto mensaje. ¿Ni siquiera fuiste capaz de borrarlo?, ¿te masturbabas pensando en él?

El tono apacible de su voz dificultaba las cosas. Era como si me hablara con cariño y resentimiento a la vez. Aquello era demasiado incómodo para mí. El consolador de silicona hizo las veces de una polla jugosa que se restregaba en sus pequeños y redondos senos, aplastando con ferocidad cada uno de sus respingados pezones. Rosalía jadeó, mas no supe si de gozo o de dolor. Bajó con destreza su mano libre y con sus dedos comenzó a masajear su clítoris. Volvió a jadear, tras lo cual metió sus dedos índice y medio a su coñito mojado, chapoteando con fiereza cada vez que los metía y los sacaba.

—¿Ahora revisas mis cosas privadas, Rosalía? —le pregunté sin alterarme.

Lo que en realidad deseaba era continuar cuestionándola sobre su comportamiento y su cambio de imagen. ¿Por qué se había empeñado en parecerse a ella?, ¿era por el mensaje?, ¿pensaba que la había dejado de querer y que imitando a mi ex mujer nuestra relación mejoraría?, ¿su nueva apariencia era un castigo para mí? No lo sabía, y las palabras no me salían de la boca, pues el personaje que ella estaba interpretando me tenía descolocado. Era como si Rosalía hubiese enloquecido. Ni siquiera me sentía excitado. Más bien me gobernaba una sensación de desagrado e incomodidad. Vergüenza. Y hasta pesar.

El chapoteo de sus dedos me desconcentró los pensamientos.

—¿Es con otra pregunta como justificas tu omisión hacia lo que te estoy cuestionando, cariño?

—No le di importancia a ese mensaje —mentí. Dada las circunstancias, no creí que aquél fuera el momento propicio para contarle mis inseguridades respecto a ello—. Por eso no te lo dije.

—¿Y por eso no lo borraste?, ¿porque no le diste importancia?

—¡Te juro que fue irrelevante para mí, Ross!

—No es razón suficiente… la sigues amando, ¿verdad, cariño? —se relamió los labios, y comenzó a contonear su zona pélvica sobre el borde del sofá.

—Rosita, por favor, vamos a nuestra habitación y hablemos.

—¿Al final siempre tuve razón, cariño, y sólo me engatusaste para olvidarla? —Sus palabras salían de sus labios como navajas. Sus ojos estaban enrojecidos—. ¿Me usaste para vengarte de ella?

—Rosa…

—¿Quisiste que yo fuera el clavo que saca otro clavo?

En ese momento comenzó a pegarle a sus tetas con el consolador. El sonido del “plas” “plas” de aquél rabo blanco sobre su piel me angustió.

—Para ya, Ross, por favor, te estás lastimando.

—Amas a esa víbora rastrera porque, pese a todos los momentos felices que te he dado, y mi entrega total en estos años, no te ha sido suficiente para olvidarla. No te importa que sea yo la que te haya dado un hijo, tú aún la recuerdas. —Esta vez no era una pregunta, sino que el tono empleado me hizo saber que me lo estaba asegurando—. ¿Te gusta que me haya vestido como esa furcia, amorcito?

—Rosalía, ¿te estás escuchando? —Los labios me temblaban, al mismo tiempo que un hormigueo me trazaba el pecho.

—¡Debiste decirme que esa maldita víbora te había contactado de nuevo, te habría entendido! —El volumen de su voz ganó un par de decibeles, y continuó golpeándose las tetas.

—Eso ya no importa, Rosalía.

—¿La has visto, amorcito?, ¿se han hablado?

—¡No, no, flaquita, por favor, escúchame, cielo…! ¡Ni la he visto ni me he contactado con ella desde que nos divorciamos! ¡Te lo habría dicho!

—¡Por eso casi nunca me dices “mi amor”, ¿verdad, Noé?! Por eso siempre te limitas a decirme “te quiero”. La amas, y nunca vas a poder olvidarla.

—Rosa… —musité con un hilo en la voz.

—¡Esa puta siempre será nuestra sombra, Noé, y haga lo que haga tú nunca me vas a dar mi lugar!

—Tu lugar te lo he dado siempre, Rosalía, desde que vivimos juntos. Ahora eres mi mujer, pronto cumpliremos nuestro segundo aniversario desde el día que te pedí que viviéramos juntos… y…

—¡Por eso te rehúsas a casarte conmigo, ¿verdad?, porque no tienes el coraje de intentar olvidarla!

—¡Suficiente, Rosalía!

—¡¿A caso no tienes un solo gramo de dignidad, Noé?! —Su tono se alzó un poco más. Sus ojos estaban encrespados, y el sonido del “plas” sobre sus senos se oyó más fuerte—. ¿Cómo es posible que algo tan insignificante como un jodido mensaje de texto te hubiera hecho retroceder de nuevo? ¡Estoy decepcionada de ti!

—A ver, que sí, que es cierto que no te conté nada —intenté tranquilizarla volviendo a un tono medio—, pero mira cómo estás reaccionando tú ahora. Precisamente temí esto, que pasara esto si te lo decía.

Ella reaccionó como si no me escuchara.

—Te gustan las putas, ¿no?, las putas como esa sinvergüenza que, pese haberte dejado totalmente roto, le sigues dando el poder de hacerte daño. Pues bien, para que no la extrañes yo también seré igual a ella y también te haré daño.

¡Por Dios! No me creía lo que estaba oyendo. Aunque era obvio que todo se debía a los estragos de su embriaguez.

Mi mujer se echó hacia el respaldo del sofá, se apoyó con los talones en los bordes del asiento, se abrió de piernas lo más que pudo hacerlo y, en un santiamén, encajó la polla de silicona en su agujero, iniciando una penetración que fue para nada incitadora. Se estaba lastimando, y con su conducta también me estaba lastimado a mí. Estuve seguro que ella jamás se había metido en la vagina un rabo de semejantes dimensiones, ni de silicona ni de carne.

—¡Flaquita, deja de hacer eso!

—¿Así te gusta, cariño?, ¿te gusta que me comporte como tu ex putita?

—¡No te faltes al respeto de esta manera, Rosalía, por favor! —exclamé, incapaz de procesar la manera en la que se estaba comportando—. ¿Has perdido el juicio?

Pero ella no me hizo caso. Cuando menos acordé estaba bramando, y de nuevo fui incapaz de descubrir si se debía al placer, al dolor, al odio que sentía por el recuerdo de Lorna o las tres cosas a la vez. Sus chillidos se volvieron casi histéricos. Pese a la violencia con que se clavaba aquél consolador blanco, no hice por quitárselo, temí lastimarla aún más.

—¡Rosalía, te estás haciendo daño!

—¿Así te gusta, Bichi?, ¿así te gusta?

Cuando me llamó «Bichi» sentí como si una bofetada me girara la cabeza con un guante de hielo. Percibí una sensación de que mi pecho se estrujaba y que mis piernas perdían fuerza.

—¡NO ME VUELVAS A LLAMAR ASÍ JAMÁS! ¡TE LO PROHIBO!—le grité con rabia por primera vez desde que la conocía.

—¡Cómeme el coño, Noé, así como se lo comías a ella, anda —exclamó sin mirarme, entregada a la violenta masturbación—, sin penetrarme, así como te lo impedía esa prostituta! ¡Cómeme el coño sin penetrarme! ¿Así te gusta, no?, ¡que te humillen!, ¡que te hagan sentir un pelele!, ¿así la amabas, verdad? pues bien, amorcito, ¡cómeme la raja y hazme tu perra!

Estaba en shock por el comportamiento de Rosalía y por las crudas palabras con las que me estaba hablando. Nunca, jamás en mi vida creí que haberle contado mis intimidades de mi anterior relación serviría para que ahora me castigara de esa manera. Ella no era así. Estaba como poseída por el diablo, eso explicaría tan obsceno comportamiento. Y yo tenía la culpa por imbécil. Gustavo me había advertido que algo sí ocurriría si no le contaba lo mensaje, y ahora estaba padeciendo el resultado de mis omisiones.

Con las piernas separadas continuó agujerándose la vagina con ese consolador que era semejante en dimensiones al que le había regalado alguna vez a mi ex esposa.

—¡Vamos, amorcito… chúpame, anda, pero no me penetres!

La cabeza se me puso caliente y mis ojos comenzaron a escocerse.

—¡Basta, Rosalía —le grité con rabia—, basta, que me haces daño!

Mi novia se sacó el consolador de silicona y lo me lo tiró en los pies, con resentimiento, a la vez que se incorporaba y me respondía rompiendo a llorar con amargura:

—¡Ella también te hizo daño, Noé, ahora mismo ella te hace daño y tú lo sigues permitiendo! ¡Ella te destruyó completamente y, mientras no pongas de tu parte para pasar página, lo seguirá haciendo hasta que te mate!, ¿por qué me pides a mí que no te haga daño cuando dejas que ella lo continúe haciendo?

—¡Son mis sentimientos, Rosalía! —respondí con un nudo en la garganta—. ¡Es mi vida y mis sentimientos, y ni tú ni ella tienen derecho de lastimármelos más!

—¡Por una vez en tu vida, Noé, compórtate como un hombre y asume tus errores!

—¡Leonardo Carvajal ha salido de la cárcel, Rosalía! —estallé con tremendo grito—. ¿Sabes lo que significa para nosotros semejante cosa? Pues tú sigue allí comportándote como una loca mientras un psicópata anda suelto planeando vengarse de mí a través de ti y de nuestro hijo.

4

No pude tolerar más aquella escenita. Proyecté mi portafolio contra el suelo, corrí hasta nuestra habitación, tomé en mis brazos a mi hijo, y me lo llevé a mi despacho personal que había adecuado en casa, donde me encerré con llave para después echarme a llorar, oprimiendo esa dulce criatura de esperanza sobre mi pecho, sintiéndome incapaz de procesar todo esto que acababa de suceder. A los pocos segundos escuché unos golpes recurrentes en la puerta.

—¡Déjame entrar, Noé! —me exigía Rosalía, con un tono de voz alarmante.

Mi hijo, que era un bebé tranquilo, sereno y valiente, a diferencia del cobarde de su padre, me miraba con una sonrisa, incapaz de percibir la atmósfera tóxica que se estaba produciendo a su alrededor. Es que los niños son así. Viven entre sonrisas y colores. Y es mejor.

—Te amo, campeón —le dije, limpiándole las lágrimas que habían caído desde mis cuencos hasta su pechito—. No sabes lo feliz que me haces… perdóname por preocuparme por banalidades sabiendo que tú eres mi verdadera felicidad.

—¡Noé, dame a Fernando! —insistió Rosalía—. ¡Me pone nerviosa que te encierres con él en ese estado y lo apartes de mí!

¿De qué hablaba? Si la que estaba en un estado inconveniente era ella, no yo. Encerrarme con mi hijo en mi lugar personal, mi despacho, era una forma de protegernos los tres de nuestros impulsos desmedidos.

—Todo pasará, campeón. Mamá y papá arreglarán sus cosas de adultos mañana y te haremos feliz. Porque sí, campeón, te veo feliz. Tú eres mi luz entre tinieblas.

—¡Noé, el bebé tiene hambre, déjame entrar por él!

¿Hambre? Claro, hambre…

Fernandito se me aferró de mis mejillas cuando me incliné para darle un beso en la frente, y sentir su tacto con sus pequeñas manitas en mi piel me dio valor y seguridad, entendiendo que ni Lorna era tan importante en mi vida como para destrozarme otra vez, ni Leo tenía el poder suficiente para tocarle un solo pelo, ni mucho menos Rosalía podía ser tan mala para haberme tratado de esa forma, diciéndome cosas tan horribles de las cuales se arrepentiría cuando estuviera en sus cinco sentidos.

Pero entendí que ella estaba ebria, dolida, y que yo tenía mucha culpa para que estuviera así. Aquello había sido un exabrupto de su parte, diciéndome cosas sin pensarlas, de forma involuntaria. Teníamos que perdonarnos. Por Fernandito y por nosotros dos.

—¡Perdóname mi amor! —me dijo Rosalía entre un llanto incontrolable desde el otro lado de la puerta. Habían pasado casi treinta minutos de silencios, en los que sólo se habían escuchado mis sollozos—. Perdóname por lo que te he dicho y he hecho… es que… no he podido controlar mi ira y mis emociones. No merecías que te tratara así, Noé… ¡te amo tanto que no he podido soportar que esa loca se contactara contigo… y que me lo hayas ocultado! Perdóname por amarte y por no saber cómo barajar una situación así… Y… respecto a Leo… no nos hará daño, no lo hará…

«No lo hará, porque si le toca un pelo a alguno de los dos, lo mato» respondí en mi fuero interno con determinación «lo mato como un perro, juro que lo despedazo como un perro.»

El pequeño Fernando hizo un par de borucas mientras le besaba sus mejillas y al fin me sacó una sonrisa.

—Por ti superaremos esto, mi bebé —le prometí, soplando sobre su pechito—. Te amo, te amo, te amo… Fer… Ahora me doy cuenta que por ti superaremos esto. Y te voy a defender. Nadie te va a lastimar, no mientras yo viva.

Esa noche salí del despacho y me abracé con mi mujer, que se había puesto una bata encima para estar más presentable. Ahí descubrí que no se había pintado el pelo en realidad, sino que había sido una peluca rubia la que se había puesto. Lo descubrí cuando vi sus rizos color chocolate atados en una trenza. Fuimos a nuestro dormitorio, pusimos al bebé en la cuna y nos abrazamos con más intensidad. Nos pedimos perdón una y otra vez, nos confesamos nuestros temores respecto a Lorna y Leo, y conversamos durante horas sobre lo que nos estaba pasando. Al final hicimos el amor con la misma pasión de nuestra primera vez.

—Perdóname —le repetí mil veces mientras la acariciaba.

—Perdóname tú a mí —me dijo ella llorando—. He sido una tonta.

Ambos nos merecíamos un poco de tranquilidad. La desnudé completamente, y desde la punta de los pies y hasta sus labios la fui lamiendo con la lengua centímetro a centímetro hasta llegar a su boca. Hice por penetrarla lentamente, para evitarle un tormento si es que se había lastimado con el consolador. Ella rodeó con sus piernas mi cintura, aprisionándome, y con sus brazos compactó mi espalda, de modo que casi guiaba mis despaciosas embestidas.

—Eres mío, Noé… solo mío —me decía entre gemidos.

Sentir mi polla escurriendo hasta los huevos por sus calientes fluidos vaginales me supuso un aliciente para seguirla penetrando una y otra vez, arrancándole quejidos desde el fondo de su alma. Entonces… me di cuenta que Rosalía nunca se había mojado tanto. La única que tenía ese don era ella… Lorna, a la cual tenía que olvidar a como diera lugar, pero, ¿cómo se hacía para olvidarla?

—Te quiero —le susurré a Ross sin parar de besarla. En ese momento no le importó que la besara mientras nos entregábamos el uno al otro.

La noche se hizo tan larga que, aunque hubiese amanecido, nosotros continuamos en la cama, abrazándonos, durmiendo de vez en cuando y despertando sólo para seguirnos acariciando. Quisimos olvidar ese espantoso episodio donde ambos nos habíamos ofendido, diciéndonos lo mucho que nos queríamos, entregándonos desnudos el uno al otro.

Únicamente nos levantábamos de la cama cuando Rosalía tenía que amamantar al bebé. Al inicio del nacimiento de nuestro hijo se me hizo costumbre pegarme a una de sus redondas tetas, colmadas de leche, para beber de sus pezones al costado de Fernandito, y esa noche lo volví hacer.

—Mira si te hace falta calcio, bebé —me decía Rosalía entre sonrisas—. Anda, toma leche, que te hace falta crecer.

Ambos rompimos en carcajadas. Ojalá que volviéramos a ser como antes, que recuperáramos esa complicidad y diversión que habíamos perdido durante los últimos días. Cuánto supliqué al destino para que aquello fuera la reanudación de la mágica relación que habíamos conseguido afianzar durante los últimos dos años.

—Te quiero mucho, Rosalía —me sinceré.

—Yo te amo más, Noé… y vamos a superar esto.

Pero no sabía hasta qué punto podríamos superarlo.

Con Leo rondándonos y Lorna alojada, todavía, en alguna parte de mi cabeza, no sabía si amándola u odiándola, las cosas se nos podrían ir de las manos.

¿Huir de Linares sería una decisión adecuada para tener tranquilidad?, pero, ¿por qué huir de mi casa, de mi ciudad, dejando mi trabajo y amigos por un par de estúpidos que me habían puesto patas arriba mi vida en el pasado? No. No.

El valiente vive hasta que el cobarde quiere, dice un viejo adagio. Pero ni Leo era tan valiente para enfrentarme, ni yo tan cobarde para permitirle hacerme daño como antes.

Esta vez no iba a dejar que alterara mi vida otra vez. Yo ya no era el mismo mequetrefe de antes. Ahora tenía un motivo distinto a una esposa para luchar; mi hijo.

Siempre llega un punto en tu vida en que todo lo que perdiste regresa a ti para recuperarlo… o quizá para terminar de destruirte, ¿quién lo sabía? Lo que sí sabía, con gran pesar, es que en el momento menos esperado, igual que Leo, también Lorna regresaría. Y ahí estaría yo para explotar nuevamente por ella de pies a cabeza.

Encima… el evento del club swinger en Babilonia era otro asunto al que le temía. Y vaya si tenía razones para temer.

Si hubiera tenido un poco de cordura al haber rechazado esa invitación, no habría ocurrido nada de lo que estaba a punto de suceder…