Por mis putas fantasías 2 (REDENCIÓN): Cap. 1 y 2

Hay mujeres que permanecen intactas en tu memoria, y se perpetúan de forma indeleble en tu carne como dolorosas cicatrices cuyas marcas siempre te recordarán que ellas serán para siempre una herida que nunca sanará. Dos años después de mi divorcio, el recuerdo de Lorna me seguía atormentado...

1

Hay mujeres que siempre permanecen intactas en tu memoria, en tu piel, en tu corazón y en tu alma, y se perpetúan de forma indeleble en tu carne como dolorosas cicatrices cuyas marcas siempre te recordarán que ellas serán para siempre una herida que nunca sanará.

Lorna Beckmann, mi ex esposa, era una de esas mujeres que te dejan heridas que no sanan, una mujer que me había despedazado por dentro y por fuera, desde mi orgullo y hasta lo más delgado de mi dignidad; ella era una dama perversa (quizá de forma involuntaria), inteligente y extraordinariamente sensual, la cual me dejó roto y con el corazón partido en mil fragmentos, sólo por haber cometido el gravísimo pecado de haberla amado en demasía.

Me entregué a ella como un loco, arrobado por su radiante belleza, sus inquietantes iris azules, sus destellantes pupilas. Le di mi tiempo, mi vida y mis alegrías. Y ella me pagó engañándome con otro de la forma más cruel que un hombre enamorado puede concebir. Lo peor es que no lo hizo con un desconocido al cual yo tuviera que imaginar un rostro. No. No. Ella me traicionó con el que algún día fuera mi mejor amigo. Yo mismo vi cómo fornicaban cual perros en celo, en la cama de “mi amigo”, mientras yo dormía en una habitación contigua.

Ni siquiera tuvieron respeto por mí.

Potentes berridos colmados de lujuria me despertaron esa noche, tras una borrachera que me dejó aletargado. Palpé la cama con mis manos y no encontré a mi esposa a mi lado. Temiendo que mis sospechas fueran ciertas, me levanté y me desplacé hasta el dormitorio de junto, y allí los encontré en pleno acto sexual, como unos cerdos, a ella y a Leo.

Todavía tengo en mi memoria la brutal imagen de Lorna bramando de placer mientras él le encajaba su enorme rabo en su encharcado agujero, haciéndola explotar en miles de orgasmos; sus tetas bamboleándose, sus piernas abiertas, sus ojos torcidos, en pleno éxtasis. Ambos sudados, entregados entre sí, gimiendo, sacudiendo la cama por el impulso de sus cuerpos en movimiento, como si estuviera poseída, con el cabecero golpeando frenéticamente sobre el muro.

Y yo no lo podía olvidar, pese haberme divorciado de ella… a pesar de haberme vengado de Leonardo Carvajal (echándolo a la cárcel y haciéndolo pagar una condena de ocho años con pruebas que lo inculpaban y que yo mismo había fabricado), juro por Dios que no lo podía olvidar. Aún si ya habían pasado más de dos años, mis pesadillas me castigaban frecuentemente empapándome de vestigios horrendos que me eran imposibles sacar de mi mente.

Tenía a esa preciosa diosa de plata tan presente en mi vida, que todavía, a esas alturas, cuando cerraba mis ojos, me parecía estarla viendo. Mi instinto animal me enseñaba constantemente una imagen soberbia de su silueta desnuda, de sus cabellos largos, rubios, casi platinados; su piel nívea, tirando a lechosa, cuyos ojos azules me observaban profundamente con una vista abierta y atestada de libídine.

La podía observar con su mirada intensa, poderosa, con personalidad, irradiando lascivia, chorros de impudicia, de esas que traspasan muros fortificados, repleta de fuego y lujuria contenida; su máscara de pestañas negras, gruesas y rizadas, ofrecían a su imponente semblante un matiz distinto a la pudibundez que había mostrado antaño.

Las facciones de su sensual rostro eran finas y delineadas. Mejillas limpias, libres de impurezas, admirables. Por su armonía visual entre dulzura y perversión, daba la impresión de ser un ángel de mármol durante la caída del paraíso. Sí, vaya si lo era: un ángel caído.

Mis ojos ardían de calentura cuando miraba sus grandes senos, que parecían dos enormes y engreídas montañas nevosas, de aureolas grandes y pezones erguidos, tiesos y sonrosados, clamando que un par de fibrosas manos masculinas se cerraran con obscenidad sobre ellas hasta apretujarlas sin descanso, haciéndola gemir.

Sus piernas largas, carnosas, resplandecientes, que aunque en ese instante (en mi memoria) estaban juntas una con la otra, ella deseaba con todas sus fuerzas tenerlas abiertas de par en par, sobre los hombros musculosos de un macho insaciable que reclamara estar ingresando su hombría en medio de ellas. Sus muslos eran gruesos y contorneados, y cerca de su pubis depilado se veía el preludio del inicio de una rajita húmeda que estaba ansiosa por ser horadada con ímpetu viril.

Siempre la veía radiante, hambrienta, sexy, caliente, húmeda y voraz.

Ay, Lorna. Mi Lorna.

«¿Dónde estás?»

Lo peor del caso es que dos meses atrás de donde se sitúa esta narración, durante la celebración del bautismo de mi hijo Fernandito, ella me había enviado un mensaje de texto a mi celular:

Número desconocido.

Felicidades, Bichi. Hace mucho que te merecías todo esto

que te está pasando. Al final has cumplido tu fantasía de ser padre,

(esa que parecía imposible y que por eso era una fantasía

y no solo deseo).

Te felicito de nuevo y me alegra muchísimo saber que al menos tú sí que eres feliz.

Con cariño alguien que te ama y que es tuya para siempre,

Lorna,

Tu diosa rubia,

a la que nunca podrás olvidar.

¿Por qué lo había hecho?, ¿cómo y bajo qué argumento me había contactado para decirme aquellas palabras que, aunque eran sencillas y obvias, no fui capaz de descifrar ni de asimilarlas?, ¿por qué había removido sentimientos que yo había estado intentando sepultar en lo más hondo de mis entrañas?, ¿por qué era tan malvada para hacerme pensarla otra vez, justo cuando creí sentirme pleno?, ¿era tan frívola para ser capaz de reaparecer en mi existencia de esa manera, sabiendo que iba desordenar una vida que estaba intentando reconstruir?

—¿Por qué me haces daño…? —le reclamé a mi sombra como si fuese ella—, ¿por qué tu ausencia y tu presencia me hacen daño?

Pero… ¿y si el contenido de su mensaje era sincero?, ¿y si me había contactado porque de verdad era feliz con mi dicha?, ¿y si no era tan frívola como yo pensaba y de verdad quería felicitarme sin ningún otro oscuro trasfondo que no fuera el de exteriorizarme que se alegraba por mí?, ¿cómo saberlo?

Tuve fuerza de voluntad, (que no supe de dónde carajos la saqué) y aunque mis dedos y mi corazón me atormentaban pidiéndome a gritos responderle el mensaje, preguntarle dónde estaba, confesarle lo mucho que la extrañaba, suplicarle que volviera tan solo para mirarla una vez más… no lo hice. No podía permitirme retroceder de forma semejante y atentar contra mi dignidad. Me exigí ser hombre y enterrarla en el olvido. Tenía que ser capaz de pasar página. Por mi bebé, por Rosalía… por mí mismo.

No podía caer en tentación. No ahora que creía tenerlo todo. Una mujer que decía amarme, un hermoso hijo al que yo amaba, un trabajo más o menos estable, y un grupo de amigos que día a día me fortalecían. Lo único que me hacía falta era una estabilidad emocional que se había alejado de mi sensibilidad cuando la perdí a ella.

—Maldita seas, Lorna…

Ella me hizo feliz durante muchos años. La conocí una noche, de manera fortuita, en una barra en las playas de Cancún. Me pareció tan poderosamente preciosa, que me quedé boquiabierto cuando se acercó a mí y me saludó: «Lorna Beckmann», se presentó. Me dijo que era hija de un estadounidense procedente de Texas y de madre mexicana. Por la cercanía entre Monterrey, su ciudad de origen, con Laredo Texas, son muy frecuentes los matrimonios entre ambas nacionalidades.

Allí comenzó todo. Un amor mágico que no pensé que alguna vez fuera a tener un desenlace tan abrupto y ruin.

—Bendita seas, mi am... Lorna —reconsideré, por los buenos momentos que habíamos vivido.

¿Por qué no podía ser tan fuerte como Gustavo, mi compadre y amigo? Él también se había divorciado de otra mujer igual o peor a mi ex esposa, a la que él había amado con la misma intensidad: Paula, una mujer tan extraordinaria como profesionista, como tan perversa como persona. Cuando montó su propio despacho contable (tras haberla despedido del mío) me robó a muchos de mis mejores clientes aprovechándose de sus encantos, razón por la que mi economía tambaleó por algún tiempo.

Su propósito era tener el dinero suficiente para recuperar a su hija, cuya patria potestad era al cien por ciento de su ex marido Gustavo y su nueva esposa, una guapa y graciosa española. Mi amigo se había valido de diversos recursos (algunos cuestionables) para conseguir incapacitarla para tener a su hija consigo al comprobar su vida desordenada y licenciosa.

—Maldita seas tú también, Paula.

Paula Miranda (cuyo apellido era como el nombre de otra guarrilla que había influido en el emputecimiento de mi ex mujer) fue una de las causantes de que mi matrimonio con Lorna fracasara. Me confesó haberme amado en secreto, un amor y deseo enfermizo que la indujo a aliarse con Leo (el tipo que quiso vengarse de mí robándome a mi mujer porque me culpaba de que, años atrás, el amor de su vida lo hubiera abandonado y hubiera abortado a su hijo), con quien urdió un plan para separarnos.

—No es que seas débil, Noé —me había dicho Gustavo una noche de copas en que le confesé el mensaje que me había mandado mi ex mujer y lo mucho que me había afectado en mi vida diaria—, tu problema, compadrito, es que nunca cerraste el círculo con Lorna. Después de que fuiste a ver al cerdo de Leo a la cárcel, te separaste de tu ex mujer y nunca más volviste a hablar con ella. No le diste oportunidad para que te contara su versión.

—La única vez que me dio su versión… ella me mintió —le recordé—. Cuando Leo me confesó lo que en realidad había pasado entre ellos, me di cuenta de que Lorna no había sido sincera con su testimonio. Es evidente que ella me contó una versión descafeinada de los hechos. Y eso fue lo que más me dolió. Una mentira tras otra, siempre.

—Tú no sabes si lo que te dijo ese cabrón fue real o no, Noé. Diste veracidad a su exégesis de los hechos y desmereciste a lo que te dijo Lorna.

—Muchas cosas que me contó Leo coincidían, Gustavo.

—Aún así. Se pudo aprovechar de esas “coincidencias” para hacerte dudar de tu esposa. Que sí, que ella te engañó, esa es una verdad dolorosa que no cambia nada, pero tú nunca le diste a ella un derecho de réplica.

—Es verdad que no le concedí un derecho de réplica, pero es que ya me había mentido tanto que no estuve seguro de creerla otra vez. De todos modos yo la había perdonado; lo hice porque te juro que en verdad la amaba, Gustavo. Pero… al final… al final no pude soportar que abortara a su hijo. Ella se hizo daño, probablemente nunca más será madre, y eso me… dolió. Creo que esa fue la verdadera razón de mi rompimiento con ella… que se hiciera daño, que se deshiciera de ese bebé que no tenía culpa de nada. Creí haberla perdonado también en ese aspecto, pero ir a prisión, hablar con Leo… escucharlo, recordar el aborto. No sé. Esa fue la gota que derramó el vaso. Y pues sí. Tendría que haberle dado el derecho de réplica, pero no lo hice.

—¿Ya lo ves? Todavía tienes cuentas pendientes con ella. Una conversación que nunca ocurrió. Ese faltante es lo que te tiene así, Noé. ¿Te parece justo para ti haberla abandonado ese día, que te hubieras ido y no la hubieras vuelto a ver hasta el día de tu divorcio, en el que ni siquiera hablaron?

—Ella tampoco me buscó en esos meses de separación.

—Porque respetó tu voluntad.

—¿Ahora la estás defendiendo?

—Te estoy defendiendo a ti, cabrón, porque me preocupas y porque te quiero. Hazme caso, compadre. Tienes que ir con un especialista. No puedes permitir que el recuerdo de esa mujer destruya también tu vida con Rosalía. No te lo puedes permitir. No ahora que tienen un hijo de por medio. ¿Te parece normal que, después de tanto tiempo, un solo mensaje de Lorna hubiera bastado para que te sumieras en este estado de depresión otra vez? Rosalía ha hablado con Noelia . —Noelia  era la nueva mujer de Gustavo, y se había hecho muy buena amiga de mi novia… o mujer, ¿qué era exactamente Rosalía para mí?—. Y le ha externado la preocupación que siente por ti desde el día del bautizo. Le ha dicho que te nota raro y distante. Tal vez sospeche algo.

—Rosalía quiere que nos casemos, Gustavo, y yo no quiero. Dentro de poco celebraremos nuestro segundo aniversario y de alguna manera se lo compensaré. Lo que sí es que no me veo casado con nadie otra vez. Ella piensa que esa es la razón de mis padecimientos, mi negativa para unirnos en matrimonio. Casarme sería mucho para mí; ese es un trámite por el cual no quiero volver a pasar —le confesé, recordando mi boda de ensueño con Lorna en una playa de Los Cabos San Lucas, en Baja California, México.

—Pues no te cases si no quieres, Noé, pero habla con Rosalía. Cuéntale lo del mensaje que te envió Lorna, tus miedos, tus emociones en vilo, confiésale todo lo que pasa. Ese es el mejor consejo que te puedo dar. Que haya comunicación entre ambos y que no le ocultes nada. No vuelvas a cometer con Ross los mismos errores que cometiste con Lorna… porque gracias a ello tu matrimonio se destruyó.

El nombre de «Lorna» estaba tan maldito, que solo escucharlo, escribirlo o pensarlo me provocaba angustia. ¿Yo era el único estúpido en el mundo que sufría tanto después de una separación, cuya causal es la infidelidad? Pensar en eso me frustraba.

«Ya estaba bien, Lorna, ¿por qué me enviaste ese mensaje? ¿quién te dio mi nuevo número, y cómo es que sabías que estaba bautizando a mi hijo ese día?»

Lo único cierto es que después del divorcio no la había vuelto a ver. Ella desapareció incluso de redes sociales y, por lo que sabía por Miranda y Jessica (dos zorras que no soportaba ver), se había marchado de Linares nada más saliendo del juzgado y no había vuelto desde entonces. Por mucho tiempo eso fue todo lo que supe de ella: era como si mi preciosa diosa rubia hubiera desaparecido del mundo. Como si nunca hubiera existido. Pero era el dolor punzante que todavía sentía en alguna parte de mi pecho lo que me recordaba que ella había sido real, y que, tras dejarme roto, se había esfumado de mi vida para siempre. Hasta que apareció ese mensaje de texto.

Durante los últimos días, en la oficina, cuando no tenía mucho qué hacer, solía pensar en esa conversación con Gustavo, el padrino de mi bebé. Quizá tuviera razón y hablar con Rosalía podría ser una buena manera de despejar mi mente. Y es que no, no quería que la falta de comunicación entre nosotros arruinara todo, otra vez.

—Ay, Rosalía, mi pequeña Rosalía —murmuré, contemplando la foto donde aparecía ella abrazando a nuestro hijo, en un porta retrato posicionado sobre el escritorio.

2

Por mi culpa, Ross había adoptado una actitud bastante fría y distante conmigo desde el día del bautizo. Hacíamos el amor con menos frecuencia, con una pasión casi nula, y aunque yo intentaba tener acercamientos con ella, Rosalía se excusaba diciéndome que estaba cansada por los cuidados de mi Fernandito. Las últimas semanas las cosas se habían vuelto mucho más insostenibles. Apenas me hablaba durante la comida o la cena; la notaba seria, resentida por algo que yo no tenía idea de lo que era.

Esa noche decidí comprar un ramo de flores, chocolates, y una botella de tequila blanco que era su favorito. Quería reconciliarme con ella (aunque en realidad no estábamos peleados).

—¿Para mí? —me preguntó ella con sorpresa cuando me vio llegar a nuestra casita. Ross estaba preparando la cena como la buen chef que era.

Puesto que estábamos en verano, mi chica llevaba puesto un micro short de mezclilla a la mitad de sus esbeltos muslos, y una blusa blanca de tirantes muy ajustada que se adhería a su delgada figura (había recuperado su forma pese haber alumbrado apenas seis meses atrás. Ross tenía una obsesión por los cuerpos esbeltos que me preocupaba), que remarcaba sus tenues senos. Los rizos de sus cabellos chocolates estaban atados en la nuca, y, por lo general, su piel canela relucía debajo del haz de los chorros de la lámpara blanca que estaba en la cocina. Por lo que noté, mi novia no llevaba sostén, ya que sus pequeños pezoncitos se traslucían por la tela.

—Te miras muy sexy, traviesita —le dije, acercándome a ella para plantarle un beso en sus pequeños labios.

Su aroma a vainilla me fascinaba.

—¿Cometiste alguna barbaridad, cielo? —me preguntó, respondiéndome el beso chupándome los labios con la punta de la lengua—. ¿O algo de lo que te tengas que arrepentir?

Me eché a reír y me dirigí a la cuna azul que estaba en el centro de la sala de estar (teníamos dos cuneros, uno allí, y otro en nuestra habitación). Vi al pedacito de ángel dormir como si el mundo fuera perfecto, y le lancé un beso para no despertarlo. Mi pequeño Fernando era el amor de mi vida, mi gasolina, mi fortaleza, por el que seguía subsistiendo a pesar de todo. Amaba abrazarlo, besar sus mejillas, contarle cuentos, cantarle, y seguirlo abrazando. Me dolieron los brazos de pensar que por ahora no podría cargarlo. No tuve valor para despertarlo sólo porque tenía ganas de estrecharlo contra mi pecho.

—¿Por qué dices eso, flaquita? —le pregunté a Rosalía volviéndome al desayunador, donde me senté mientras ella maniobraba la comida del día siguiente, en el fuego.

—Pues me traes flores, chocolates y un oso (pese a que sabes que soy alérgica a la felpa) —rió, poniendo el oso en el bote de basura—, y ahora me halagas diciendo que soy sexy y hasta me besas. —A pesar de que su tono era en broma, sus grandes ojos cafés me desvelaban que estaba sorprendida con mi repentino cambio de actitud—. O me quieres pedir permiso para irte de putas con Gustavo y Sebastian o te acostaste con la esposa anciana del conserje del edificio y ahora tienes remordimientos.

Ambos nos echamos a reír.

—Pues, aunque no lo creas, mi pequeña Ross, algo hay de eso —respondí, sirviéndome un vaso con agua natural.

—¿Te acostaste con la esposa anciana del conserje? —fingió sorpresa, acercándome un plato con dos waffles y una malteada de fresa sin azúcar.

—Y me dejó tan seco de los huevos que vengo sediento.

—A ver si un día de estos te corto esos huevos locos si sigues de guarrillo ¿eh?  —simuló estar indignada.

Se sirvió un plato con menos porciones de waffles que los míos y malteada y se sentó frente a mí, del otro lado del desayunador.

—Ya, en serio, Ross; cuanto te digo que «algo hay de eso», me refiero a que Gustavo nos ha invitado para el próximo viernes a la reinauguración de Babilonia. Supongo que Noelia  ya te comentó algo de eso.

Gustavo era un empresario muy visionario que había ampliado sus horizontes montando nuevos bares y restaurantes muy exitosos en la ciudad y algunas localidades aledañas. Su nuevo triunfo había sido comprar el 30% de las acciones de Babilonia, un famoso club swinger cuyo antiguo dueño había caído en la banca rota luego de un fraude fiscal, lo que propició que vendiera ese redituable establecimiento casi en contra de su voluntad.

El «Club Shadow Babilonia» estaba tan bien posicionado y  muy bien valorado (lo frecuentaban personajes de las élites más importantes de la región) que el costo de venta fue desorbitante, por lo que hubo la necesidad de que fueran tres los compradores del Club, para que la adquisición fuera sostenible. El socio mayoritario había comprado el 50% de las acciones, Gustavo el 30% y el tercer socio el 20%.

Lo habían remodelado tras estar cerrado más de un año, y justo el viernes próximo se estaba anunciando la reapertura.

—Sí, Noelia  algo me dijo —comentó ella mordiendo a uno de sus pequeños waffles.

—¿Y qué opinas? —quise saber.

—Pues no sé, cariño —dudó—. Es un club swinger.

—Sí, lo sé —dije con tranquilidad, intentando ponerle un terrón más de azúcar a mi malteada.

—Ea, muchachito —me pegó Rosalía en la mano—. En esta casa está prohibido ponerle azúcar a las bebidas. No queremos obesidad y ni enfermedades por malos hábitos alimenticios. Bebe tu malteada así, cariño, que te hará bien.

—Pero no me gusta —hice una mueca—, está muy desabrida, flaquita, te juro que no me acostumbro, no me tortures así.

—Es por tu bien —concluyó ella.

—Pareces una mamá, en lugar de mi chica —me quejé.

Hice un puchero y me resigné. Ross era muy renuente para el uso del azúcar y el aceite en las comidas. Me limitaba las porciones del almuerzo, comida y cena, y me obligaba a beber una porquería verde porque decía que no quería que yo engordara ni que me enfermara de diabetes.

Era lo único malo de vivir con Rosalía, casi siempre me quedaba con hambre… Y eso… la verdad es que eso ella nunca lo habría permitido. Ella nunca me habría dejado con hambre.

«No pienses en “ella”, estúpido, no pienses en “ella” más…»

—Bueno —suspiré—, te decía que Gustavo nos invitó…

—Al club swinger —continuó ella con curiosidad.

—¿Tú sabes lo que es eso? —indagué sorprendido de que hubiese empleado la palabra correcta que definía a Babilonia.

—Algo así…

—¿En serio? —me mostré asombrado.

—Noelia me contó algo sobre eso. Ya ves que ella proviene de un lugar de España donde son muy abiertos en esos temas... Además en un sitio así conoció a Gustavo. A lo que entendí es que es un lugar de perdición, ¿no? Por algo se llama Babilonia. A lo mejor le hubiera quedado mejor Sodoma y Gomorra.

No pude evitar echarme a reír.

—¿De qué te ríes? —se puso seria.

—Pues no pensé que fueras tan moralista… después de lo mucho que te he pervertido en estos años.

Dicho hecho, sonrió, se bajó del banquillo, se puso a gatas y fue hasta mi entrepierna gateando. Allí, abrió la bragueta de mi pantalón, sacó mi flácido pene y comenzó a comérselo, ensalivándolo y chupeteándolo hasta que se me puso duro. La sensación de su lengua helada por la malteada me produjo una sensación punzante y muy placentera que por poco me tumba del banco.

—Ay… Dios… flaquita…

—¿Así que soy muy moralista? —me preguntó, mirándome a los ojos.

Mi visión de ella de rodillas, debajo del desayunador, mamándome la polla y alternando con mis bolas me puso más caliente que el día anterior que me cayó una taza hirviendo con café encima de la pierna.

—No, no, ya no tanto... —respondí, gozando de su magnífica mamada. Había mejorado significativamente en los últimos años, aunque era muy raro que me dedicara un oral.

Pasó su lengua otra vez por mis huevos, y se metió uno y luego el otro. Hace dos años era casi imposible que hubiera hecho cosa semejante. Ahora estaba más suelta. Y lo cierto es que hacía semanas que no hacíamos el amor ni teníamos contacto de ningún tipo.

—¿Quieres ir a ese club? —me preguntó entre balbuceos, teniendo su boquita llena con mi pene. Chorros de babaza escapaban por sus comisuras, creando hilos de saliva.

—Sólo si tú quieres —respondí, pensando en unicornios y dragones haciendo caca para no venirme.

No quería correrme tan pronto, maldita sea, pero hacía días que no me masturbaba y tenía buenos litros de leche acumulados en los testículos. El trabajo me tenía estresado. Puesto que habíamos dejado de hacer el amor, me tenía que contentar con cerrar con llave mi oficina a la hora de la comida, poner una película porno donde la protagonista fuera una rubia tetona, y hacerme una extraordinaria paja imaginando que me estaba cogiendo a la actriz del video, mientras bamboleaba las tetas sobre mi cara y saltaba como una viciosa sobre mis piernas, hasta que el éxtasis me llegaba a la punta del pene y escupía chorros de semen.

—¿Quieres ir tú? —quiso saber ella, concentrada en succionar mi trozo lo mejor que podía.

—A lo mejor sería buena idea —admití, intentando sostenerme del desayunador—. Tampoco es como si nos vayamos a intercambiar, flaquita… es... solo… ir… a modo de cortesía. Será un buen gesto hacia Noelia  y Gustavo. No habrá intercambio de parejas entre nosotros. Sabes bien que eso no… me….vaaaaaa. ¡Ayyyyy! —grité.

—¡Perdón! —se espantó ella sacando mi polla de su boca, apenada—. Perdón, perdón, siempre se me olvida que no debo de usar los dientes.

—Ya… ya… no pasa nada —suspiré sintiendo un poco de dolor—. Anda, flaquita, levántate de ahí y dame unos ricos sentones.

No sé cómo lo logramos, pero estábamos tan calientes que terminamos follando allí en el desayunador. Tras quitarme los pantalones y los bóxer, le arranqué la blusa con ansiedad, de modo que sus senos quedaron desnudos ante mí, y ella solita se bajó el mini short y el calzón rosita que llevaba puesto. Con sus manos se impulsó del borde del desayunador, y con calma enterró poco a poco su chochito color canela sobre mi sonrosada polla, hasta que sus finos vellos chocolates acariciaron mi pelvis.

—Ayyy… mi señor salchicha… cuánto amo esa salchicha…

—Estás mojada, flaquita —le dije cuando sentí sus fluidos vaginales escurriéndome en los muslos.

Y allí comenzó ella solita a matarse sola, dejando de sostenerse del pretil para rodearme sobre el cuello y comenzar a saltar sobre mí. Su pequeño cuerpo la hacía ligera, así que subió y bajó su cintura sin mayores trabajos, moviendo sus caderas de forma más o menos decente.

Durante el sexo no le gustaba que la besara, así que decidí concentrar mi boca encendida en morderle y chupar sus pezones, que se habían puesto tan duros como dos pequeños diamantes oscuros.

—¡Así, mi amor, así, por Dios! —gemía, mientras continuaba saltando con ímpetu sobre mis piernas, al compás eterno de nuestros prolongados gemidos.

Rosalía había aprendido a medir la altura en que debía de impulsarse hacia arriba antes de volverse a dejar caer sobre mi polla. Mi tamaño no era digno de ser presumido, y para evitar que en las embestidas se saliera de su coño, se había empeñado en probar diversas alturas hasta acompasarse a la perfección.

Resoplamos, en tanto ella continuaba sujetándose de mi cuello, casi rugiendo, propulsando sus caderas de forma rítmica y acelerada hasta que, en medio de gemidos histéricos, ambos nos corrimos, yo dentro de ella, y ella fuera de sí.

—Estuviste fabuloso, corazoncito —me dijo agitada.

Así permaneció ella por algunos minutos, arriba de mí, dejando que mi leche se terminara de escurrir, mientras mi pene se desinflaba dentro de su vagina. Antes de ducharnos juntos (donde nos morreamos y nos comimos a besos como dos enamorados) terminamos de cenar y, como premio, Rosalía accedió a darme un waffle más, pues resolvió que ya había quemado las calorías de los que me había comido.

—¿Entonces iremos a la reinauguración de Babilonia? —le volví a preguntar cuando ya estábamos en la cama. Fernandito sólo se había despertado para comer teta y ahora estaba acostado boca abajo sobre mi pecho, mientras yo acariciaba su pequeña y suave cabecita—, tengo que confirmarle a Gustavo a más tardar mañana martes para que me reserve las pulseras de todo incluido. Habrá cupo limitado.

—¿Pulseras, dices? —me preguntó, luego de acordar que dejaríamos al niño con Susana, la enfermera que nos lo cuidaba cada vez que teníamos algún evento al cual asistir.

—Sí —contesté en voz baja—, creo que hay pulseras de diversos colores; una para mujeres y hombres singles, es decir, que van sin pareja, y otras para parejas.

—Vaya, qué curioso —admitió, entrecerrando los ojos—. Pues que nos las reserve, pero con la condición de que nosotros solo iremos de espectadores. No me hace gracia pensar que alguna zorrona buscona te toque un solo pelo, ¿eh, señor salchicha?

Sonreí. Que me celara me hacía sentir especial (mientras no sobrepasara los límites de los celos).

—Sabes que yo tampoco estoy preparado para algo así —no quise entrar en detalles en el trauma que me seguía consumiendo por dentro—. Además, Gustavo me ha dicho que posiblemente el socio mayoritario me contrate como su contador, ¿te imaginas?, con un cliente como él podríamos recuperar la calidad de vida que llevábamos antes de que Paula me robara a muchos de mis clientes.

—¿Tú crees que sea bueno que tú lleves la contabilidad de un tipo como ese? No lo conoces de nada.

—Gustavo me ha recomendado con él. Dice que se llama Heinrich, de padres Neoyorquinos. Tiene cuarenta y muchos años y es un empresario muy exitoso. Gustavo le ha dado buenas referencias de mí. A estas alturas no importa mucho si su dinero es bien o mal habido, Rosalía. Tenemos un hijo, y quiero poder darle un buen futuro.

—No olvides que yo también trabajo como chef y organizo banquetes, ¿eh?, y que también mi dinero cuenta, pequeño machistilla —sonrió, dándome un beso.

—Usa tu dinero en ti, preciosa —le devolví el beso—. Y déjame encargarme de los gastos del hogar a mí. Me siento responsable.

—Bueno, bueno, ya hablaremos de eso. Por lo pronto, si es para bien, pues entonces nos esforzaremos por dar nuestra mejor cara a ese tal Heinrich. Lo mismo si le chupo la polla te da el trabajo, ¿no?

—¡Rosalía! —exclamé, poniéndome frío de pies a cabeza, aún si sabía que lo decía de broma—. Ni siquiera como juego digas algo así. No lo soportaría.

—Tranquilo, tranquilo, flaquito —sonrió con pena—. Sabes que te amo.

—Yo también te quiero, Ross.

El martes, cuando llegué a la oficina, me di cuenta que había olvidado mi teléfono móvil en el buró de mi cuarto.

—Mierda —me quejé, sabiendo que a diario recibía llamadas importantes de clientes irritantes que eran tan inútiles que no eran capaces de emitir una factura o hacer una transacción sin consultármelo.

Llamé desde el despacho a Rosalía y le pedí que apagara mi teléfono para evitar que me estuvieran llamando. De esa manera tendrían que ponerse en contacto directamente en la oficina. Y vaya si tuve que ejercer de secretaria buena parte de la mañana.  Ese día me encontré en la comida con Gustavo, en uno de sus restaurantes que estaban cerca del edificio. Allí le comenté que Rosalía y yo habíamos acordado ir a la reinauguración de Babilonia, haciendo de meros espectadores, y que ya le había hablado a ella sobre el tal Heinrich.

—Va, va —me dijo, contento de que hubiera aceptado su invitación—. Sabes que el viernes será un día muy importante para mí y para Noelia. Heinrich está muy entusiasmado con conocerte. Creo que le caerás bien. Necesita a alguien de confianza que lleve sus finanzas en Babilonia de forma urgente.

—Te juro que necesito un cliente con ingresos como los de Heinrich, Gustavo. La mala entraña de tu ex esposa me acaba de robar la semana pasada a la farmacéutica, la más importante que tenía, ¿te das cuenta?, ¡entraré en quiebra si no consigo quién lo supla!

—¿Eso hizo, la perra esa? —me preguntó con un volumen de voz que alertó a algunos comensales—. Menuda arribista. Te quiere destruir, Noé, y como no lo consiguió conmigo, quiere enfocarse en ti, que eres mi mejor amigo. Pinche vieja loca.

—Bueno —suspiré entristecido—. Ni hablar. No le cuentes esto a Noelia, que no quiero que se lo diga a Ross. Bastante preocupada está ya con las bajas económicas que hemos tenido últimamente como para decirle que he perdido a mi mejor cliente también.

—Sabes que a mí me está yendo muy bien, cabrón. Sabes que incluso contraté a Sebastian para que hiciera el nuevo sistema de Babilonia, y le estoy pagando de lujo —me dijo Gustavo palmeándome el hombro—. Si necesitas dinero yo…

—No. No. Nada de que me vas a dar dinero. Quiero salir adelante por mis propios medios, compadre. Te lo agradezco, pero prefiero arreglármelas solo por el momento. Por eso me urge tener a Heinrich como mi cliente.

—Y lo tendrás, ya lo verás —me animó, pidiendo a la mesera que nos trajera una botella de tequila para celebrar—. Pero eso sí, compadrito —me advirtió, poniéndose serio—. Por ningún motivo se te ocurra decirle a Heinrich que vas sólo de espectador.

—¿Por qué? —me preocupé, chupando un limón con sal. Si Rosalía me viera ingiriendo más sodio y cloruro de la cuenta, seguro me colgaba de un palo.

—Heinrich tiene la creencia de que las personas liberales son las más sinceras del mundo. Asocia la libertad sexual con las personas exitosas. Si le dices que sólo irás de espectador con tu esposa, te considerará un tipo del que no se puede fiar. Su imagen sobre ti será la de alguien mustio, hipócrita e inseguro. Heinrich jamás podría confiar en una persona insegura.

La boca se me secó tan pronto escuché su advertencia.

—A ver, Gustavo —le dije al pelirrojo de mi amigo sintiendo caliente la cabeza—. Una cosa es que necesite a un cliente como él, y otra muy distinta es que vaya a participar de sus juegos swingers sólo para estar en su gracia. Tú sabes bien el trauma que me aqueja. Vi a mi espo... A Lorna follando con otro tipo. Esa imagen me sigue atormentando. Mi matrimonio se destruyó por eso. Yo no… es decir, Rosalía…

Gustavo se echó a reír con ganas.

—No digas mamadas, Noé, y deja de ser tan fatalista. Una cosa es decirle a Heinrich que te va el intercambio de parejas, y otra muy distinta es que lo hagas de verdad. Sólo será una simulación. Ya le dije que ustedes son una pareja liberal.

—¡Gustavo!

—Vamos, hombre, que tampoco es para tanto.

—¿Le dices a ese cabrón que Rosalía y yo somos una pareja liberal y no es para tanto? —exclamé, casi haciendo gárgaras con el tequila y la bilis—. Esto me parece muy fuerte.

Y pensar que había tildado a Rosalía de moralista, y mira yo cómo me ponía.

—Entiende que sólo será simulación, Noé, chingado.

—Sí, eso ya entendí, pero es que…

—Tampoco es como si Heinrich vaya a cerciorarse de que entrarás a una de las habitaciones de intercambio de Babilonia.

—¿Hay habitaciones… allí?

—Claro, mijo —me dijo, guiñándome un ojo—. Habitaciones para follar como perros en celo. Habitaciones para intercambios, muy discretas, para orgías, para gang bang, muros con agujeros donde metes el pene y del otro lado una buena mamadora te la chupa. Hay áreas de tabledance, con putas de lujo. También hay espacios para bailar, de descanso, barras para beber. Eso sí, hay mucha discreción, que es nuestro valor agregado. Todos, sin excepción, tienen que entrar con antifaces. Si no lo llevas, hay un área especial donde puedes comprarlos y ponértelos. Y ojo, que para obtener la membrecía y puedas ingresar a Babilonia, tienes que presentar unos exámenes de laboratorio donde se especifique que no tienes enfermedades venéreas.

”Todas las relaciones sexuales se recomiendan con protección, pero para nosotros es importante que nuestros miembros tengan la seguridad de que todos están libres de enfermedades. Como ves, es un sitio muy grande y con muchas cosas por hacer. Heinrich no tiene por qué enterarse de que ustedes sólo irán de espectadores el próximo viernes. Pero quita esa cara, Noé, y tampoco te asustes. Babilonia es un lugar de placeres extremos, pero siempre todo con respeto, con gente seria, educada y de la alta alcurnia. No te preocupes por pagar la membrecía, que será una cortesía de mi parte y de Noelia para ti y para Ross.

El resto de la tarde la pasé en mi despacho pensando en todo lo que Gustavo me había dicho, sobre todo aquello de que él y Noelia sí que entrarían en el juego de intercambios. ¿Cómo podían las parejas soportar los intercambios sin morirse de celos? O yo estaba muy chapado a la antigua, o de plano era un retrógrada idiota. O las dos cosas.

Apenas me estaba tomando mi segunda copa de vino de la tarde, como a eso de las siete, cuando escuché un alboroto en el área de recepción de mi despacho contable. Margarita, que hacía de mi secretaria y mano derecha, alegaba con una mujer cuyo timbre de voz se me hizo familiar, y le impedía entrar a mi oficina. Al levantarme, angustiado, para ver lo que pasaba, la puerta se abrió de sopetón. Allí estaba Paula, mi ex contadora, la ex mujer de Gustavo y la que me había chupado la polla mientras me confesaba todas sus fechorías, como una villana que está por matar al protagonista al final de una película y le revela cómo fue que le destruyó la vida.

Allí estaba la ladrona de mis clientes, ¿qué carajos quería?

Paula Miranda vestía de gris. Sus cabellos negros estaban repartidos por mitad en sus costados, largos y brillantes. Sus ojos eran negros, profundos y muy vistosos. Sus pestañas le ofrecían a su mirada una intensidad que daba miedo. Cumplía con las características exactas de una latina sexy de fuego. Sus gruesos labios, pintados con aquél barniz carmesí que tanto le gustaba, apenas si se movieron cuando dijo mi nombre:

—Noé.

—Perdone, licenciado Guillén —se disculpó Margarita mortificada, creyendo que yo la reprendería por no haber podido evitar que entrara esa pelandusca—, pero no la pude detener.

Paula tenía prohibido la entrada a mi despacho. Aquella fue una disposición muy severa que ordené a mis empleadas.

—Descuida, Margarita. Si no se va por las buenas, yo mismo la sacaré arrastras de aquí —mi advertencia escapó de mis labios con determinación.

El sonido de sus tacones negros al recular me sacó de mi rabia momentánea. Miré hacia el suelo y la registré lentamente hasta llegar a sus enormes caderas. Paula seguía igual de sensual como la recordaba. Con sus medias negras hermoseando sus pantorrillas y sus carnosos muslos. Su falda muy arriba de la rodilla, que embutía con orgullo un hermoso culo que no pude dejar de admirar cuando se giró para cerrar la puerta tras de sí.

¿Cómo podía caber tanta crueldad dentro de una mujer tan hermosa como ella? Desde luego, no era mi intención descubrirlo. Entre más lejos estuviera ella de mi vida, menos tentaciones tendría de matarla.

—¿Te vas por tu propia voluntad o te saco de los pelos? —le pregunté con rabia.

No podía olvidar lo que me había hecho. Lo que había hecho a mi matrimonio.

—Espero que no te refieras a sacarme de mis pelos púbicos, querido —sonrió maliciosamente y se peinó el cabello con los dedos—, porque me temo que te sería imposible, ya que estoy depilada de mi coñito, ¿quieres ver?

Su sonrisa diabólica me trastornó por un momento. Luego cerró la boca y se puso seria, mientras me observaba a profundidad.

—Así que no se quitó lo puta, ¿eh?

—Pues ¿qué te digo, querido? Creo que cuando me dejaste atada a tu cama aquella vez, dejamos cuentas pendientes.

—Mis cuentas las saldé desde el día en que te corrí como una escoria de mi despacho —le recordé.

—Mis cuentas quedarán saldadas hasta que yo diga —me desafió con una mirada ardiente. No sé por qué, pero me sentía intimidado por su presencia—. Por cierto, Noé, qué repugnante se ve el pasillo de cubículos de tu despacho sin mi presencia. Al parecer yo le daba vida a esta pocilga.

—Te eché como la perra que eres, Paula, porque mi despacho no es un prostíbulo.

—Pero tu apartamento sí que lo era ¿no?, lo digo por nuestra querida Lortina, esa sí que era una verdadera puta de campeonato —se burló—. Mira que ponerte los cuernos con tu mejor amigo —se carcajeó—, esta sí que me dijo “quítate, que ahí te voy”. Digo, al menos las corneadas que le puse a tu amigo Gustavo eran con…

—¿A qué chingados has venido, Paula? —la interrumpí sintiendo que mi vientre me dolía—, ¿a que te dé mi cartera de clientes para ver cuál te falta de llevarte?

Paula se echó a reír de nuevo e hizo amago de querer acercarse a mí, pero con una mueca horrorosa se lo impedí. Ella me dijo;

—Si yo no supiera que se te pone dura tu pollita cada vez que me planto frente a ti, Noé, sí que te creería tu papel de digno.

—Vete, Paula, no me obligues a sacarte de aquí, que soy un caballero.

—Hagamos una cosa, queridito —me propuso con su sonrisa maldosa, haciendo sonar sus tacones sobre el suelo cuando dio dos pasos hacia el escritorio—. Me acercaré a ti y te apretaré con mis dedos tu paquete por arriba de tu bragueta. Si la siento tan dura como creo que está, me pongo de rodillas frente a ti, te la saco del pantalón y te la mucho hasta los huevos como lo haría una mujer de verdad, y no como seguro lo hace la insípida de tu flacucha esa, a la que simulas amar —su proposición me la puso, en efecto, dura, pero a la vez la aborrecía. La despreciaba con todas mis fuerzas—. Pero si, por el contrario, querido Noé, si descubro que de verdad tu polla está flácida como dices y que no te provoco nada, me trepo en tu escritorio, me pongo a cuatro patas como perra, me levanto la falda, me hago a un lado mi tanga negra que llevo puesta entre mis nalgas y me masturbo para ti como la puta que crees que soy.

Mis instintos más bajos la imaginaron de esa forma lasciva y vulgar en que ella me describía, aún si me costaba trabajo pensar que una mujer con un porte tan elegante como el suyo pudiera soltar semejantes palabrotas en mi delante después de todo lo que me había hecho.

—Te prohíbo terminantemente que vuelvas a adjetivar a Rosalía de esa forma tan ofensiva —le advertí apretando los dientes—. Ella es mucho más mujer que tú, en todos los aspectos. Así que no te compares con ella, guarra engrandecida, que te quedas muy debajo de sus talones.

—Digas lo que digas esa insípida que tienes por mujer no deja de ser una flacucha simplona y ordinaria con pelos engrifados, con la que te quedaste como premio de consolación.

—Prefiero un premio de consolación a una puta como tú…

Su mirada era desafiante cuando se quedó callada y me miró, pero no encontré indicios de que el odio que llevaba en sus ojos me lo estuviera dedicando. De pronto se la veía ansiosa, angustiada, casi con miedo, pero el miedo no tenía nada que ver con lo que yo le estaba diciendo.

Enarcó ambas cejas y me observó con profundidad.

—Tranquilo, queridito, que sólo estaba jugando contigo como el ratoncito cobarde que siempre has sido. La realidad de las cosas es que te tengo una información que probablemente te interesará —me dijo con voz altiva, segura de sí misma, pero con miedo.

—¿Te vas a suicidar, Paulita? —le pregunté cruzándome de brazos—. No veo qué otra información podría interesarme viniendo de ti.

No la invité a sentarse, y yo tampoco hice por tumbarme en la silla. Continué de pie detrás de mi escritorio de superficie de cristal, observándola con rencor, y ella delante de él, agitada.

—No seas ridículo, queridito —se  burló de mí—, que nunca les ha quedado bien a los peleles hacerse los sardónicos.

—Lárgate de aquí, te digo, Paula.

—Me largo, sí, pero antes te daré una información.

—¿Qué información?

¿Sería sobre Lorna?, ¿Paula tenía contacto con ella? No, se odiaban a muerte. Eso era imposible. ¿Entonces?, ¿qué era tan importante para haberla hecho ir hasta mi oficina, sabedora de que yo la iba a agredir como lo estaba haciendo ahora?

Finalmente Paula suspiró, volvió a peinarse sus largos cabellos negros y me dedicó una mirada con sinceridad;

—Me acabo de enterar de que hace un mes Leo fue exonerado de sus cargos.

El corazón por poco se me detuvo dentro de mi cavidad torácica. Me puse frío, de pies a cabeza, abrí los ojos con verdadera mortificación, y tragué saliva.

—¿C…ómo?, ¿có…mo que fue exo…nerado? —La miré para intentar hallar un atisbo de mentira en su voz. Pero no lo encontré—. ¿Hace un mes… dices?

Paula vaciló, nerviosa, por primera vez desde que entrara a mi oficina, y asintió con la cabeza.

—Nunca nos dimos cuenta de que Carvajal había abierto de nuevo el proceso judicial, y lo ganó por falta de pruebas e irregularidades en el proceso anterior. La condena le fue revertida. Está libre. Y no sé por qué no se ha aparecido todavía en nuestras vidas, Noé, pero tengo miedo. Te recuerdo que yo te ayudé a refundirlo en la cárcel y no sé si nos vaya a contrademandar por difamación o pretenda vengarse de nosotros de otra forma. Si vine hasta aquí fue para que estuvieras enterado. Aunque no lo creas, Noé, yo no te guardo rencor, y el cariño que te tengo es real.

—Cariño, sí, diablita infeliz, claro que me tienes cariño —le dije, pensando todavía en lo que me acababa de decir, ¿Leo fuera de la cárcel?, ¿desde hacía un mes?

Mierda, ¡MIERDA!

—Tienes que cuidarte, Noé, a ti, a tu hijo y a la insípida de Rosalía —me previno, y no sé por qué, pero percibí sinceras sus recomendaciones—. He investigado con el abogado que llevó el caso antes y me explicó que Leo tenía al menos un millón de pesos en paraísos fiscales, en Panamá, creo, por eso la fiscalía no pudo quitárselos. Con ese dinero le será suficiente para retomar su vida otra vez.

—Pero ¿dónde carajos está?, ¿por qué no se ha presentado ante nosotros? ¿Qué más sabes tú de él, Paula? No estarás de nuevo involucrada en su liberación, ¿verdad?

—¡Es lo único que sé! —exclamó ella—. Y no, obviamente no soy su cómplice ni nada por el estilo. Ese imbécil está loco.

—¡Pero bien que te dejabas agujerar con su pollón! —la acusé con resentimiento.

—¡No tengo nada que ver con Leo desde que lo metimos a la cárcel, Noé! —insistió, perdiendo la paciencia.

—Es que eres tan hija de la chingada, Paula, que te creo capaz de complotar con el mismo diablo con tal de conseguir lo que te propones.

—¡Que no, hombre, que no! —sollozó—. Por eso es por lo que tengo miedo. Ese tarado terminó odiándome por mi traición. Algo me dice que estamos en grave peligro, Noé. Si no hacemos algo pronto, Leo se vengará de nosotros.

¡No podía ser!

¡NO PODÍA SER!

¿Y ahora qué iba a pasar?

—Pues estoy listo para hacerle frente —le dije con terror, aunque no estaba muy seguro de mis propias intenciones.

Leo de regreso… pero… ¿Y Lorna…?