Por mis putas decisiones (2 de 4)

"Los libros y el sexo eran mi refugio perfecto; ellos me defendían de la visceralidad de mi existencia y me hacían sentir viva. Después… volvía a morir, y caminaba por las calles como un espectro que sólo era visto como un pedazo de carne para devorar"

CAPÍTULO 2

Y en menos de siete minutos, ya me encontraba dentro del lujoso auto descapotable de Gustavo Leal, en tanto, horrorizada, dejaba un mensaje a mis amigas:

Lorna:

Niñas, recen por mí, que ya estoy trepada en el auto de Tavo, les mando una foto que le tomé sin que se diera cuenta por si mañana amanezco descuartizada en algún paraje baldío de la ciudad. Con la foto ustedes ya sabrán quién fue el responsable.

Vange:

Dios santo, Lorna, ¿no te pudiste hacer del rogar un poquito? Qué facilona le has de estar resultando al tipo ese. Una cosa es ser zorra y otra confirmarlo.

Tamara:

Vaya tipazo te llevas, chula, tiene pinta de ser un proxeneta de putas finas. Pregúntale si tiene un hermano gemelo, que le tengo algo debajo de mis piernas.

Vange:

¡Lorna, por Dios, ese tipo podría ser tu padre! Bájate de inmediato de ese auto, ¡no lo conoces de nada! Tú no aprendiste la lección con el acosador hijo de puta del negro ese, el tal Heinrich, que se ha obsesionado contigo y no va a descansar hasta volverte su prostituta, ¿te has puesto a pensar que ese pelirrojo podría ser un amigo de él, y justo ahora te está llevando con el negro? Al menos nos lo hubieras presentado, ya sabes que yo tengo ciertas facultades para percibir la maldad de las personas.

Tamara:

Ese pelirrojo tiene cara de que te va a poner la mejor cogida de tu vida, Lornita, ¡disfrútalo y no hagas caso a Vange, que es una amargada y envidiosa!

Vange:

Al menos pregúntale su fecha de nacimiento, boba. Con esos datos podré ver su carta astral y descubrir si no es un sicario o un traficante de órganos. Lo mismo te secuestra, te lleva con Heinrich y te convierte en el próximo titular noticioso sobre la desaparición de una universitaria que ha sido víctima de trata de blancas en Japón.

Tamara:

Mejor pregúntale si quiere que hagamos un trío. Está muy guapito. Pero bueno, esta noche es tuyo, chula. ¡Sácale toda la leche de los huevos, campeona, y te los tragas, para que quede complacido y con ganas de repetir! A los hombres les pone que las mujeres nos comamos sus espermas.

Vange:

Dios Santo, Lorna, he ampliado la foto y he visto que el tipo tiene un lunar rojo en la punta de la nariz. Eso indica que es un hombre casado.

Tamara:

Mira nomás a esta estúpida, que se piensa que todos los casados tienen lunares rojos en la nariz jajajajaja. ¿Y los infieles que cosa tienen?, ¿lunares verdes en los huevos? Jajajaja

Vange:

Hazme caso, Lorna, al menos contesta. ¿Ya te amordazó el tal Gustavo? Dios santo, mujer, que el tipo es casado.

Tamara:

Lo que sí es que lo tienes que obligar a usar condón, Lorna. Lo último que queremos es que quedes preñada justo antes de salir de tu carrera (que sí, que si por ti fuera ya tuvieras cien hijos en tu casa, pero entiende que aún no es tiempo) Pero obliga al cabrón a que use condón, no quiero que te contagie de alguna enfermedad.

Lorna:

Niñas, las dejo. Insisto, recen por mí.

Suficiente. Apagué el móvil antes de que terminara rompiendo en carcajadas delante de Gustavo por los sinsentidos de mis amigas. Aunque también tenía miedo. ¿Era un traficante de órganos, como decía Evangelina? ¿De verdad sería algún enviado de Heinrich? No, no, era yo la que se había acercado a él y no al revés.

—¿Eres casado? —le pregunté sin más miramientos mientras observaba el pequeñísimo lunar rojo que se dibujaba en la punta de su perfilada nariz. Más relajada, sonreí para mis adentros, pensando en las locas teorías de Vange, quien de vez en cuando hacía de bruja y pitonisa.

—¿Eso importa? —quiso saber con una queda sonrisa.

—No, en realidad —afirmé suspirando.

—¿Y tú?, ¿tienes novio?

Pfff. Tampoco es que iba a mentirle.

—Sí, pero no por mucho tiempo.

Gustavo sonrió, sin inmutarse. Me echó una mirada de perfil, y de nuevo bajó sus ojos hacia mi pronunciado escote. Le gustaba verme las tetas.

—¿Y eso? —preguntó—, ¿cuánto tiempo falta para que deje de ser tu novio? Si se puede saber.

—El tiempo justo en que tardes en follarme.

Por poco nos estrellamos contra un camión de carga que iba delante de nosotros. Es lógico que esa no era la respuesta que esperaba, pero tampoco fue como si le hubiera desagradado. Suspiré asustada y escuché la voz temblorosa de mi ligue:

—¿Cómo has dicho, rubita?

¿En serio me estaba preguntando eso?, ¿a dónde pensaba llevarme, entonces?, ¿a misa de dos de la madrugada a rezar por nuestras almas?

—¿Qué es lo que no entendiste exactamente, Tavo?

El presunto pelirrojo treintañero casado del lunar rojo en la nariz calculó una respuesta apropiada:

—¿Vas a cortar de tajo con tu novio cuando… nosotros…?, ¿eso significa que tú y yo vamos a…?

Cuando puse mi mano en el bulto que sobresalía de su entrepierna, masajeándolo como si fuese un pedazo de masa, Gustavo obtuvo la respuesta. ¿En serio no pensaba follarme, en realidad? Suspiré hondo y continué sobando su hinchazón, que cada vez era más dura y protuberante. Por Dios, ¿estaría tan grande como parecía?

Mi ligue no se lo pensó dos veces y aparcó en el primer callejón oscuro que apareció en nuestro trayecto, en una zona residencial exclusiva donde no se veía nadie transitando.

—Creí que me llevarías al hotel donde te estás hospedando —me sinceré, cuando comenzó a desabotonarse el pantalón.

—La verdad es que faltarían veinte minutos para llegar a mi hotel. Así que para qué demorar el momento de desquitar las ganas que nos traemos, ¿no, mamita?, entre más pronto termines con tu novio mejor, y yo estoy en la mejor disposición para no procrastinar ese momento glorioso de tu vida. Ese noviecito tuyo merece un escarmiento por haberte hecho lo que sea que te haya hecho y por lo que te quieres vengar.

Dicho esto, cerró el capote del auto, echó los asientos delanteros hacia tras, a fin de que quedaran en forma de cama, y de inmediato saltó sobre mí.

—¡Dios! —bramé de placer, cuando sentí su dureza, por debajo de sus calzoncillos, en mi palpitante entrepierna, que me hormigueaba como si un charco de agua hirviente estuviera a punto de reventar.

¿En verdad hacía más de un año que no estaba con un hombre diferente a Javi? Dios, qué desperdicio.

Gustavo olía maravillosamente bien, y cuando su boca atrapó la mía, descubrí que su aliento a tequila me excitaba sobre manera. Nos besamos con tanta ferocidad, que apenas si pude notar que mi lengua pretendía tocarle la campanilla de la garganta. Pronto hice gala de mis mejores técnicas amatorias y comencé a chupar su boca con destreza, gimiendo cual puta. Mordisqueé con gozo su labio inferior, y lo atraje hacia mi cuello para que me lo lamiera. Me ponía cachonda que me chuparan allí.

—Qué rico, mi vida —le susurré en la oreja como una gatita mimosa.

Gustavo se estremeció y comencé a gemir a propósito allí mismo, hasta que el hombre ya no pudo más y comenzó a sacarse su ropa interior.

Gemimos entre alientos que destilaban libido. Finalmente nos separamos un poco y como pude le arranqué la camiseta azul marino que llevaba puesta, al cabo de que él arremangaba mi vestido rojo hasta que mis bragas húmedas y mi explosivo sostén quedaron expuestos ante su piel canela. Cuando me desabrochó mi brassier, mis redondos senos saltaron sobre su cara, y casi de inmediato las apretujó con cada una de sus manos con una excitación bastante extrema, haciéndome hormiguear.

—¡Estás buenísima, mami, mira nada más qué ricas tetotas te cargas! ¡Eres toda una zorrita!

Aunque tuve que haberme ofendido, escuchar sus guarradas me pusieron mucho más ardiente. Adoraba las guarradas.

Y llevó su boca hasta  mis pechos, y se atascó, hambriento, hasta que se cansó. No era el primer ni el último hombre que terminaba loco y embravecido por esas dos redondas maravillas que la naturaleza me había hecho el favor de otorgarme. Mis pezones estaban tan sensibles y tiesos, que en los primeros lametazos de Gustavo me hicieron pegar un quejido al aire.

Luego otro y otro. Su lengua jugueteó con ellos infinidad de veces, con habilidad. El tipo tenía experiencia, eso estaba claro. Por algo me estaba retorciendo y jadeando como una perra en brama. Después los mordió soportablemente, un pezón, y luego el otro, y finalmente enterró su cabeza entre mis dos senos, al cabo que los estrujaba con sus manos hasta que mis gemidos lo hicieron berrear de lujuria.

Yo, a mi vez, me estaba acariciando el clítoris, de modo que la humedad de mi vulva cada vez era más abundante.

De tan cachonda que me encontraba, no supe cómo quedamos completamente desvestidos, excepto por mis tacones.

—Muy bien putita, ahora mismo te voy a reventar el coño a pollazos.

Y allí, sudorosos, pronto pude sentir su miembro caliente, envuelto en látex, sobre el contorno de mi pelvis. No es que su pene fuera tan grande como habría pensado, pero su grosor lo compensaba todo. Cuando el glande comenzó a separar poco a poco mis pliegues carnosos, húmedos y sonrosados de mi vagina, enterrándose poco a poco, chorros de fluidos comenzaron a manar de mis carnosidades, producto de mi calentura.

Y cuando la tuve toda dentro, inicié un movimiento pélvico muy cachondo, en círculos, con el propósito de que su grosor se restregara por toda mi cavidad.

—Ufff, por Dios, Tavito —susurré al puro estilo vicioso.

Y así, Gustavo Leal arreció sus penetraciones, haciéndome convulsionar mi zona púbica.

—Cómo te mueves, mi deliciosa, ufff, qué rico te mueves.

—Pá…sa…me el telé…fono —le ordené, apuntando con mi dedo hacia la palanca de velocidades, en donde se veía mi móvil en la superficie de mi bolso.

En medio de las envestidas le vi esbozar una sonrisa burlona:

—¿Vas a llamar a la policía, zorrita cogelona?

—S…í… s…í. Les diré que me estás violando…. Anda, machito, mueve tu verga más fuerte, oh, por Dios… así…. Un poco más…

Cuando recibí el móvil en mis manos, hice hasta lo imposible por maniobrar la agenda de la pantalla hasta encontrar el número que buscaba:

«Javi»

—¡Ahora sí, Tavo… fuerte, bombéame fuerte, hasta que me hagas gritar como una loba!

—Como ordene la princesa tetotas —respondió mi amante en turno, cual fiera salvaje.

Me agarró de mis muslos, los apretó con fuerza, me acomodó de mejor forma sobre los asientos, y luego me contorsionó de tal manera que dobló mis piernas a la inversa, de modo que muy pronto la punta de mis zapatos de tacón estuvieron a la altura de mis orejas.

—¡Ahhh! —grité de placer e incomodidad a la vez, al tiempo que Gustavo sacaba su miembro de mi vagina, escupía sobre su brillante glande, oculto por el condón transparente, y me lo volvía a encajar con la fuerza de quien clava un clavo en la pared con un gran martillo—. ¡Ay, Dios míooo!

—¿Te sientes incómoda?

—Sí…

—¿Cambiamos de postura?

—Por favor.

—Vale.

Gustavo me la volvió a sacar, me incorporó, se acostó en el sitio donde yo había estado antes, y me ordenó:

—Muy bien rubita tetotas, ahora móntame.

Y así lo hice.

A los dos timbridos la ex novia de Javi respondió.

—¿Quién habla? —dijo ella con voz de soprano.

¿Qué hacía esa estúpida con el móvil de Javi? Lo dicho. Yo también era una cornuda sin saberlo, y a saber desde cuándo.

—¡Pásame a mi novio, pero yaaa! —le exigí, sintiendo una maravillosa y ardiente sensación de que el grosor del pene de Tavo me invadía y me ensanchaba las paredes vaginales.

—¿Lorna? —escuché la voz de mi novio con un tono que parecía querer justificar la metida de pata de su ex novia—. Perdona, no vi que Claudi… ¿estás bien?,  ¿qué te pasa, Lorna?

—¡Ja…viii! —bramé mientras rebotaba sobre la polla de Gustavo, meneándome con maestría a fin de que su miembro se restregara en toda mi caverna de carne.

Me sentía con la panocha tan rellena que no pude evitar gimotear.

El sonido del “Plas, plas, plas” que ensordecía el interior del vehículo me había puesto más caliente que antes.

—¿Lorna?, ¿Lorna?, ¿qué pasa, cielo?, ¿dónde estás?

—¡Javi… Javiii…! —intenté hablar entre gemidos y chillidos de placer, en tanto las manos de Tavo me apretujaban mis senos después de que se hubiera saciado de verlas saltar de arriba abajo mientras lo cabalgaba como una furcia.

—¿Qué estás haciendo —insistió mi todavía novio—, que te oyes tan agitada… como…. Como si…. Como si….?

Ahora los dedos de mi amante estaban estirando con gusto los bordes tiesos de mis pezones, los cuales giraba y giraba provocándome intensas oleadas de placer.

—Te ha…blo para decir…te que terminamos… —le informé entre gemidos—. ¡Ahhh! ¡Diooos! ¡Qué … bi…én lo haces, machitooo! —halagué el buen trabajo de Tavo, que seguía erotizando mis pezones.

—¿Que termina quién? —se escuchó el tono estupefacto de Javi en todo su esplendor. Había puesto el altavoz para escucharle mejor—. ¡Lorna!, ¿quién está terminando?

—¡Yo, imbécil! —intervino Gustavo con diversión—, ¡estoy por terminar sobre el coño de tu novia!

—¿Qué? ¡Lorna, escúchame, Lorna!

—¡Me corro, me corro… Javi, me corro!

—¡Hija de tu puta madre! ¿Con quién estás?

—¡Terminamos… terminamos! ¡Yo no soy la burla de nadie!

Y entre los gritos de Javi y mis chillidos, terminé , explotando en un abundante orgasmo que chorreó el pene, testículos, pelvis, piernas y hasta abdomen de mi amante.

—¡Por Diooos! —exclamé tremendamente excitada, soltando el aire como si tuviera una fuga por la nariz.

—Vaya si terminamos —convino Tavo, al tiempo que me daba la vuelta hasta ponerme boca arriba. Se sacó su pene de mi vagina, se quitó el condón, y en apenas dos o tres jaladas de cuero, me echó un abundante chorro de semen sobre los senos.

Sentir aquél líquido acuoso y caliente (que no era el de Javi) chorreándome los pezones, propició que explotara en un nuevo orgasmo mientras yo misma me frotaba mi hinchado clítoris con los dedos de mi mano libre, gimiendo, hambrienta, deseosa.

—¡Vete a la mierda, zorra de porquería! —sentenció Javi, alterado —. ¡Que sepas que si te pedí que fueras mi novia para después follarte como la puta que eres, solo fue para demostrarle a todos que yo era capaz de salir con la tipa más buena y presumida de la universidad! ¿Y sabes qué?, hasta una apuesta gané. Ahora me seguiré acostando con la mujer que de verdad amo sin culpa. Y gracias por hacerme la tesis, por ti me he titulado. Disfruta de tu miserable vida, guarra de mierda. Que tú solamente eres la clase de viejas que uno usa para su placer personal. Tú solamente me serviste para calmar mis calenturas. Nadie podrá amarte nunca de verdad.

Y se cortó la llamada. Ni siquiera tuve tiempo de reaccionar. En el fondo sabía que me había utilizado. Un triunfo agridulce se compaginó con el hecho de haber consumado una infidelidad justo antes de terminar.

Gustavo, sudoroso y cansado, se desplomó encima de mí, logrando percibir el ritmo acelerado de sus respiraciones, en tanto mis dedos mojados se desplazaban sobre sus secos testículos, los cuales acaricié hasta que mi ligue de la noche berreó como toro moribundo.

Lo único claro que tuve en ese instante fue que oficialmente ya no tenía novio, que había sido utilizada, que desde hacía tiempo me ponían los cuernos y que, sobre todo… había sido parte de una apuesta.

Y al llegar a casa y escabullirme a mi cuarto a hurtadillas para no despertar a mi madre, ahora sí que no pude parar de llorar. Mordí las almohadas, las sábanas, lloré por decepción, por absurda, por estúpida. Lo hice toda la madrugada del sábado y hasta en la tarde. No me dolía haber terminado con Javi, sino sentirme utilizada. Entendí que yo solamente era carne que atraía a los hombres. Me usaban, me vejaban, disfrutaban (también yo, es cierto), y tras sentirse satisfechos me tiraban a la mierda como si fuese una botella de cerveza.

«Nadie podrá amarte nunca de verdad.» Aquella frase no la pude sacar de mi cabeza en todo el día. «Tú solamente me serviste para calmar mis calenturas.»

Me reporté con mis amigas Vange y Tamara y les hice saber lo que había acontecido. También tenía que dejarles claro que seguía viva y que Gustavo no era exactamente el mafioso que habían pensado. O al menos no de la clase de hombres malos que pensábamos, como el cabrón acosador de Heinrich. Quedé esa misma tarde con mis niñas y me acompañaron en mi duelo post-terminación de noviazgo de un año.

Por la noche del sábado y casi todo el domingo entero me la pasé de tour con Gustavo entre bares, discotecas, miradores y follando en el hotel donde se estaba hospedando, por lo que los días se nos fueron volando. Esa fue una buena forma de sobrellevar mi duelo, aunado al hecho de que desde que mamá se había separado de mi padre se había vuelto algo fría y distante conmigo. No me registraba. Me trataba como si yo fuera una sombra que se deslizaba por nuestra casa.

—¡Eres egoísta, Lorna! —me había gritado esa mañana mi madre cuando intenté contarle lo que había ocurrido con mi novio Javi. Me sentía triste, y necesitaba de consuelo—, ¡he terminado con tu padre! ¿Y tú me vienes a fastidiar con tus problemas? ¡Basta ya! ¡Déjame en paz, por favor, y ve con otra gente a contarle tus problemas de niña mimada!

Y el fin de semana con Tavo se prolongó muchos meses más, en algo que definí como una relación que consistía en fornicar con él cada vez que se escapaba de Linares para venir a mi ciudad a encontrarse conmigo.

Gustavo me ataba a la cama, tras haberme vestido de zorra o colegiala para él, me azotaba el culo, me cogía del pelo y me penetraba en diferentes posturas, en diferentes sitios de su cuarto en diversos ritmos. A veces comenzábamos morreándonos en el ascensor y terminábamos rebotando, yo arriba de él, sobre el pretil de la cocina, la alfombra o el baño.

Otras veces me giraba, me postraba sobre el muro, con mis tetas aplastadas contra la pared, y él me embestía con celeridad sin perder la oportunidad de nalguearme, enrollar mi coleta rubia sobre sus nudillos y tirar de ella a fin de que mis ojos se clavaran en el techo.

Le gustaba rellenarme la boca de su leche ígnea, que me echaba a borbotones; pero más le fascinaba cuando me la tragaba toda, hasta que su semilla fecundaba en mis entrañas como un elogio sexual. Solía hacerme abrir mi boquita para corroborar que no quedaba nada en mi garganta y, complacido, me besaba.

Yo era una buena amante, me gustaba tener contentos a mis amigos sexuales en turno.

Pero entonces, cuando él se iba, me volvía a quedar vacía. Inmersa en la levedad de días rutinarios donde yo no existía para nadie. Mi única salida a mi depresión era la universidad, donde volvía a ser la chica más brillante de estudios, entregada a mis clases, receptiva en cada enseñanza. La que participaba en concursos de oratoria, la que, en sus tiempos libres, habitaba en la biblioteca leyendo libros de autores rusos como Borís Pasternak, Fiódor Dostoievski y hasta Lev Tolstói.

Los libros y el sexo eran mi refugio perfecto; ellos me defendían de la visceralidad de mi existencia y me hacían sentir viva. Después… volvía a morir, y caminaba por las calles como un espectro que sólo era visto como un pedazo de carne para devorar.

Esa era yo, una rubia que simulaba sonrisas y tenía ánimo sólo cuando estaba con sus amigas; la que, martes y jueves por las tardes, iba a clases de artes plásticas, y los viernes a las 16 horas a realizar mi servicio social en el orfanatorio de Santa Úrsula, donde me entretenía atendiendo a los niños.

A su vez, los fines de semana que no me visitaba Gustavo ni tenía salida con las chicas, me iba sola a los teatros de Monterrey a mirar alguna obras de Giuseppe Verdi, Richard Wagner o Gioachino Rossini, un extraordinario gusto fomentado por mi querido padre John Beckmann, con quien solía reunirme cada dos meses en Laredo Texas.

Lo sé: para algunos les resulta incompatible que una mujer amante de la cultura y las bellas artes también fuera una fiel devota de los falos grandes, el sexo sucio y los machos folladores. Pero así son las cosas. Una cosa es la refinación en público aunado a la educación y erudición, y otra muy distinta es gozar en privado los placeres sexuales.

Las últimas veces que nos vimos, Gustavo me la metió analmente, haciéndome una lavativa aromatizante que, a su vez, tenía el poder de dilatar el ano antes de perforármelo hasta que mis piernas me temblaban. Aquél hombre era un buen amante, tenía una presencia impecable pero no era buen conversador ni tan culto como habría deseado.

De hecho, con los meses comencé a necesitar más de él. Estaba cansada de encuentros furtivos donde la magia se terminaba después del coito. Así que comencé a exigirle cosas que no se le pueden pedir a una pareja sexual ocasional (pues ni siquiera era mi amigo, ya que casi nunca podía contarle mis problemas ni él los suyos), cariño y atención.

—Hey, hey, tranquila, rubita —me dijo esa vez mientras yo me relamía con la mi lengua los retos que Gustavo me había dejado de su corrida en mi boca—. ¿No me digas que te enculaste conmigo?, porque ya te digo que eso no me va.

Encular es… definitivamente, obsesionarte con un ligue por el cómo te folla. El problema es que de Gustavo me enculé tanto que necesitaba más que su polla dentro de mi vagina o de mi culo. Lo necesitaba a él no como hombre, sino como persona… como amigo.

—Necesito un poco más de tu atención, Tavo, es lo único que te pido.

—Lo siento, Lorna. Yo no puedo darte más que esto. Encuentros clandestinos, sexo sucio y cerveza. Sé que ya lo intuyes, y aunque no lo hemos hablado abiertamente, en el fondo tú lo sabes. Estoy casado, y lo tuyo y lo mío no puede sobrepasar los límites de nuestros orgasmos. Ambos lo disfrutamos, tú estás buenísima, y me encantas, coges como una auténtica puta; pero no me inspiras para una relación formal. Ya sabes. Un hombre necesita una mujer seria. Sin ofenderte, mi reina. Y es que aunque quisiera sentir cariño por ti no puedo. Estoy casado, recién tengo una hija y amo a mi esposa.

Ante sus palabras me quedé paralizada y con las rodillas clavadas en la alfombra del cuarto, mirándolo como si de pronto aquél hombre no fuera el Tavo que había conocido en la barra de aquella discoteca meses atrás.

Gustavo tuvo el tiempo de explicarme, mientras me veía en semejante estado de shock, que su esposa y él mantenían una relación liberal, o como se le suele llamar, swinger. El problema es que, a pesar de sus códigos de libertad sexual, ambos debían de estar siempre enterados de lo que hacía uno y el otro. Y resulta que Tavo nunca le contó a su mujer de mí, lo que le podría haber ocasionado un grave problema si un día ella se llegaba enterar.

Y otra vez, tras esa conversación, me sentí terriblemente utilizada, y confirmé con desconsuelo que yo solo era carne que los hombres se comían para luego cagar como cosa sin importancia.

«Ambos lo disfrutamos, tú estás buenísima, y me encantas, pero no me inspiras para una relación formal. Ya sabes. Un hombre necesita una mujer seria. Sin ofenderte, mi reina.»

«No me inspiras para una relación formal.»

«Un hombre necesita una mujer seria»

«Sin ofenderte, mi reina.»

—¿Y yo qué soy?, ¿solo una puta para ti? ¡Tengo sentimientos, Gustavo, solamente te estoy pidiendo que… al menos me digas cosas bonitas, que me abraces después del sexo… que me digas que soy especial para ti, aunque sea mentira! ¡Necesito un poco de cariño, ¿no lo entiendes?! Desde que mi mamá se separó de papá… ella ni siquiera me registra. Me siento sola, con dos amigas que pronto dejaré de ver cuando cada una retome su destino. No tengo más amigos, nadie me toma en serio, ¿y ahora tú me dices que yo… que yo solo soy un trozo de carne al cual comerte y luego cagar?

Las lágrimas recorrieron mis mejillas, sintiéndome terriblemente fatal.

—Yo no he dicho nada de eso, rubita —me dijo mientras preparaba sus cosas para la ducha—. Y tampoco creo que no tengas sentimientos. Pero es que tampoco puedo ofrecerte más, ni siquiera una amistad, por mi situación civil. Además, a ver, cariño, te repito que de todos modos yo no podría estar contigo, porque nadie que corta con su novio acostándose con otro puede ser una… chica… decente. Me gustas y todo, pero eso no quita que seas una cortita con los hombres.

—¡Púdrete, hijo de puta! —le grité, incorporándome con un dolor de desprecio en el pecho.

Gustavo simplemente sonrió, sacudió la cabeza y concluyó:

—Creí que eras más madura, pero veo que eres igual a todas. Lo siento, Lorna, la pasé de puta madre contigo en estos meses. Coges rico, tienes un coñito muy apretadito, amo tus enormes senos, los chorros que tiras en tus orgasmos y las ricas mamadas de verga y huevos que me das: pero no puedo seguir contigo. Vete a tu casa, por favor. Aquí te dejo dinero para el taxi.

Dicho esto, Tavo se metió a la ducha y yo me quedé vistiéndome en la habitación, humillada, como una prostituta a la que después de ser usada, le pagan y le piden que se vaya. Sentí que cálidas lágrimas escurrían por mis mejillas, y un horroroso frío azotó en mi pecho. Me sentía vacía, fría, agobiada y despreciada.

Tragué saliva e intenté recomponerme.

—Yo solo necesito que me quieran —susurré desconsolada.

Antes de salirme del hotel fui al tocador, impulsada por la idea que me vino a la mente cuando vi su teléfono en la superficie. Lo tomé en mis manos, y como afortunadamente algunos teléfonos de ese entonces no tenían clave, busqué el número de su esposa a la que identifiqué con el nombre de «Paula amor», y le marqué.

—Hola, mi amor —dijo ella con voz mimosa, fina y determinante—, ¿a qué hora llegas hoy?

—¡Llegará cuando me lo termine de follar! —le grité, sabiendo que Gustavo no me escucharía por el ruido de la ducha.

—Pero… ¿tú quién putas eres?

—Ninguna puta, queridita, me llamo Lorna, y me estoy tirando a tu marido desde hace meses.

Dicho esto precipité el teléfono en la cama y me largué de ese lugar, esperando no ver a Gustavo nunca más. Y nuevamente, mientras redactaba mi tesis de titulación, me sumí en aquellos días en una dura depresión que me mantuvo, incluso, alejada de mis amigas. Y mi madre como piedra, indiferente, hediéndose en su propio duelo de separación. El único que de vez en cuando me llamaba para saber cómo estaba era mi papá, y eso me bastaba para reanimarme.

Pasaron dos semanas más de casi tranquilidad en que traté de asimilar todo lo que había pasado, y un buen día recibí un mensaje de texto del número de Gustavo, donde me citaba en el restaurante de siempre. Quería que arregláramos las cosas. Y como no podía ser de otra manera, yo, ansiosa de cariño y sin una pisca de dignidad, ilusa, fui al encuentro de aquél hombre pensando que me pediría perdón y que me replantearía las cosas de nuestra relación.

Y cuál fue mi sorpresa al descubrir que quien me estaba esperando en la mesa de siempre no era Tavo, sino su esposa…

Lo supe porque ella misma me identificó (probablemente en la discusión que tuvieron entre ella y Gustavo tras reclamar mi llamada telefónica le había exigido una descripción detallada de mi físico).

—Así que tú eres Lorna —me dijo ella con una sonrisa, con una voz tan fría y segura que me escalofrió.

Debía de ser al menos cuatro o cinco años mayor que yo. Era hermosa, morena clara de piel, alta, de cabellos negros y largos repartidos por sus costados, estilizada, y con unos labios rojos que se extendieron para continuar con su pérfida sonrisa. La había imaginado vieja, fodonga y gorda; de otro modo, ¿por qué Gustavo tenía que acostarse con otras mujeres teniendo esposa semejante?

—¿Cómo sabes que yo soy Lorna? —le pregunté, mirando a los comensales a mi alrededor, cada uno en su mesa y con sus propios temas.

—Por la descripción que mi propio marido me ofreció de ti —contestó ella con una nueva sonrisa. Paula ladeó la cabeza para registrarme de pies a cabeza con desprecio y continuó—: Una rubia tetona con cara de puta.

—¡No te permito que…!

—Siéntate, querida, y déjate de dramas. —Su voz era tan apacible que me daba miedo. Yo también tenía que controlarme. Pero odiaba sentirme vulnerable ante las personas, mucho más ante otra mujer.

La gente que nos miró en derredor se escandalizó ante mi reacción. Lo que me faltaba era una nueva humillación de parte de la tal Paula en público. Si accedí a sentarme frente a ella fue porque no quería que esa mujer me tuviera por cobarde.

—¿Te creíste muy valiente haciéndome esa llamada, estupidita? —me preguntó. Sus ojos negros me observaban como una leona astuta que está a punto de atacar a su presa. Manaba de su mirada un perverso desdén—. ¿Pensaste que hablándome por teléfono harías que te dejara el camino libre con mi marido? Qué ilusa; al parecer eres el prototipo de rubia idiota. Mira, niña, Gustavo ha tenido putas de sobra, las cuales sólo utiliza como depósitos de su falo, pero nunca había tenido a ninguna tan imbécil como tú para pensar que podría quedarse con él, reemplazándome. No, no, pequeña listilla. Primero te destruyo yo a ti, antes de que tú destruyas mi relación. No me digas nada. Si me tomé la molestia de venir desde Linares hasta aquí, fue para invitarte a Cancún al bautismo de nuestra pequeña hija. —Y me extendió una invitación de cartón que no dudé en guardar en mi bolso, simulando entereza. Todo el tiempo que estuve frente a ella me mostré con una sonrisa que pareciera que no me estaba muriendo por dentro—. Por cierto, tengo un par de amigos que pagarían miles de pesos por follarse a una puta como tú.  Si eso es lo que quieres.

Y dicho esto, se levantó de la silla, cogió su bolso, me dedicó una última mirada fulminante y se marchó, contorneando sus curvas al caminar. ¿En serio acababa de ser madre? No se le notaba. Recuerdo que esa tarde no me fui a casa hasta que me embriagué.

—Vamos a Cancún —les dije a Vange y a Tamara ese mismo día en casa de la primera. Les acababa de contar mi desencuentro con la esposa de mi ex amante y cómo me había humillado con aires de grandeza—. El sábado, acompáñenme a Cancún, niñas, por favor.

—Pero ¿tú estás loca, Lorna? —me regañó Vange, que recién me entregaba una taza con una infusión caliente de manzanilla—. Es evidente que lo de la invitación al bautismo era sarcasmo. Quería humillarte. Y vaya si lo consiguió. Mira cómo estás.

—Pues yo estoy de acuerdo en que vayamos a Cancún —me secundó Tamara, que había escuchado todo mi relato enfadadísima—. Ese par de perros merecen un buen escarmiento. O sea. Técnicamente tú no sabías que Gustavo estaba casado, y tu reacción al llamar a su mujer fue casi natural. El cabrón acababa de ofenderte vilmente. Y ahora se aparece esa loca, que ha venido desde Linares hasta aquí, solo para joderte. No sé, pero esto me suena a complicidad.

—Lo mismo pensé —coincidí, dando un trago a la infusión—. No sé hasta qué punto Gustavo estuvo de acuerdo en la cita que su mujercita programó conmigo. Pero quiero ir a Cancún. Si la invitación sólo era parte de sus ironías, yo les haré pagar la factura. No protagonizaré ningún escándalo. Solo quiero que me vean allí parada y arruinarles la fiesta. Haré que esa celebración del bautismo la recuerden como la cosa más terrible de sus miserables vidas, y que cuando pasen los años y rememoren ese día, sea mi cara la que venga a sus mentes. ¡Este fin nos vamos a Cancún, y la que me diga que no, le rompo una botella en la cabeza!

Mis dos amigas sonrieron, me abrazaron y aceptaron mi loca propuesta. Una para todas, y todas para una. Además aquella también debía ser un viaje de despedida, pues en un par de meses más cada una tomaría rumbos diferentes en sus destinos, y a saber cuándo nos volveríamos a ver al menos físicamente.

Viajar a la Riviera Maya, donde se encuentran las paradisiacas playas más hermosas del mundo, en la región sureste de México, me supuso un momento definitivo para mi vida. Puesto que mi padre aún me ayudaba económicamente, aun si se había vuelto a Texas, gracias a eso tenía las posibilidades de invitar a mis amigas a ese viaje que definió mi destino.

El sábado por la mañana nos fuimos en taxi desde San Pedro Garza García hasta Monterrey, la capital de Nuevo León, un próspero estado situado al norte del país limítrofe con Estados Unidos, y de allí abordamos un avión que nos llevó en poco más de dos horas hasta el aeropuerto de Cancún Quintana Roo.

Nos hospedamos en un lujoso hotel, donde se llevaría la fiesta del bautismo de la niña que, según la invitación, se llamaba Daniela Leal Miranda, y a las cuatro de la tarde Vange, Tamara y yo ya nos encontrábamos sentadas en un fastuoso reservado al aire libre, en las sillas delanteras.

Las tres chicas llegamos en bikinis blancos que escandalizó a los invitados. Nuestras carnes atrajeron miradas lujuriosas de los hombres y miradas indignadas de las mujeres.

La humillación que me hicieron Gustavo y Paula quedó saldada cuando el par de idiotas me observaron (con una cara de terror dantesco) sentada como una invitada más, en medio de mis dos amigas. Les dediqué una sonrisa y casi puedo jurar que esa fue la razón por la Paula por poco se desvanece. El cura interrumpió el rito bautismal, en tanto Gustavo me hacía señas (sin mover un solo músculo) de que me largara de allí.

—Ya vámonos, mensa —me aconsejó Vange entre susurros—, o nos van a mandar sacar. Mira la cara de la loca esa, la mujer de Tavo. Si sus ojos fueran bombas atómicas, no te digo la de fragmentos en que estarías convertida justo ahora.

—Está bien, vámonos —respondí carcajeándome, cumplida mi misión—, pero antes déjame escribirle un mensaje a ese cabrón.

Nos levantamos de las sillas, saqué mi teléfono, redacté un mensaje y le puse enviar:

Lorna:

Que sexy te ves ejerciendo de padre y esposo amoroso, querido Gustavo. Te me antojas tanto que podría desnudarme ahora mismo y pedirte delante de todos que me folles sobre la pileta bautismal donde el cura mojó a tu hija.

Hecho esto, esperé a que Gustavito leyera el mensaje, que su color de piel rojo se perdiera entre sus crispados ojos y que mi risa sonora hiciera que los convidados me increparan con la mirada.

—Ahora sí, vámonos —les dije a las chicas entre susurros.

—Eres terrible, Lorna —me reprochó Vange entre sonrisas y miedo.

Nos dimos la media vuelta y avanzamos hacia el extremo opuesto de la celebración.

Y ahí, justo en un arco de flores blancas que habían mandado poner como adorno a la mitad del lugar, lo vi por primera vez, de perfil, al hombre más guapo, dulce, cariñoso, comprensivo y amoroso que conocí hasta entonces. Apareció en mi vida tan de repente, sin buscarlo, cuando menos lo esperaba, que ni siquiera tuve tiempo de asimilar que era real.

Ah, mi querido Bichi. Siempre tan natural, tan correcto y transparente. Él, con total respeto, permanecía atento a la celebración, por lo que no tuvo ocasión de mirarme. Pero yo sí me quedé contemplando su bruñido perfil.

—Qué hermoso es —murmuré para mí.

¿Quién habría pensado que aquél encuentro (sin encuentro) fortuito entre aquél chico y yo me llevaría a escribir una de las historias de amor más lindas y destructivas de mi vida?