Por mirar donde no debía, terminó comiendo rabo
Doce hombres con los que follaría sin piedad (1 de 8)
JJ
Camino de Combarro, mi amigo y yo hemos decidido parar en el bar de una zona de descanso para desayunar. Ha sido bajarnos del coche y ¡Oh sorpresa!, he visto una flota de camiones de la firma “Familia Garraio Echevarren”. Sin poderlo remediar, mi mente empieza a fantasear con la posibilidad de tener sexo con algunos de sus choferes. La verdad es que conduciendo esos gigantes de la carretera, hay algunos ejemplares de macho que no es que estén buenos, ¡es que están que crujen!
La decoración de la cafetería es bastante clásica, tirando para antigüita, lo que da como resultado que tenga ese aire tan frio e impersonal que poseen todos los bares de las áreas de descanso. Lo primero que vemos al entrar en el local son una serie de mesas cubiertas con un mantel de tela a cuadros, de las que invitan a sentarte y ponerte de comida hasta la cejas. Con lo que me queda claro que aquí, ¡ni de coña!, me voy a poder pedir unos huevos reconstruidos para desayunar.
Es poner un píe en él y la instancia evoca los recuerdos de las tabernas de mi pueblo. Al igual que los bares del sitio donde nací, este solo está frecuentado por hombres. Por su vestimenta deduzco que la mayoría son los conductores de la escudería de los camiones que están en la puerta. Reina un pequeño bullicio, voces estruendosas, risas y música de “Camela” de fondo. Al vernos entrar interrumpen sus conversaciones, y sin ningún reparo, todos vuelven la cabeza hacia la puerta de entrada para escudriñarnos levemente con la mirada.
Pasada la leve inspección de la clientela, quienes vuelven de inmediato a lo que fuera que estuvieran haciendo, fijo mi atención en la disposición de la cafetería. La parte frontal está dominada por una gran barra circular que ocupa una tercera parte de la superficie del local. El mostrador de madera está colocado sobre un pequeño muro de ladrillos que intenta añadir a la estancia un aspecto rustico, pero simplemente le da una apariencia descuidada y basta.
Sobre el ancho tablero rojo hay dos vitrinas rectangulares para comida, en cuyo interior se pueden ver unas bandejas metálicas de aluminio con tapas frías, tales como boquerones en vinagres, ensaladilla rusa… Junto a los pequeños escaparates de comida, un montón de servicios para el café: plato, taza, cucharilla, azucarillo... Todos perfectamente alineados, con una formación que recuerda a la de una tropa militar a punto de desfilar.
Invito a Mariano a que se siente a una de las mesas que están en la parte izquierda de la barra. Agotado como está de los días de sexo y desenfreno que llevamos, no se lo piensa dos veces y deja caer pesadamente su culo sobre una de las sillas de madera, la cual se me antoja muchas cosas menos que sea confortable. Lo miro y parece que nuestra charla no le ha afectado tanto como yo pensaba, aunque permanece con su gesto serio habitual, no encuentro sombra alguna de tristeza en él.
—Aparte del café con leche, ¿vas a querer algo más?
—Una tostadita con aceite, tomate y Jamón…Que me da a mí que aquí tienen que ponerla muy buenas…
—¡Pero que “light” ere hijo mío! ¡Después te quejarás de que te has puesto más gordo en las vacaciones!¿Media o entera?
—Media solamente, que ya hemos desayunado en la cafetería del Hotel de Vigo y me he puesto como a nadie le importa.
—¡Qué te parecerá poco lo que has pedido! Porque aquí la media seguro que es de pan de pueblo y se te van a caer dos lagrimones como dos soles cuando te lo comas…
—Habrá que hacer el esfuerzo —Su respuesta está rodeada de una más que generosa sonrisa.
Anotó la pequeña comanda en un rincón de mi memoria y me dirijo a la barra. Mientras aguardo que uno de los dos camareros me atienda, me fijo en el elenco de machos que me rodea. Tal como yo supuse desde un primer momento, la inmensa mayoría del público concurrente son los conductores de los camiones vascos de la puerta: tres a mi derecha, dos a mi izquierda y tres jugando a las cartas en una mesa. Hay tanta testosterona flotando en el aire, que se podría cortar con un cuchillo, por lo que no puedo evitar que mi libido fantasee un poquillo.
Completa la clientela, un tío rubio trajeado que, sentado a una mesa, se toma un café y una tostada de jamón york, mientras teclea compulsivamente una Tablet que tiene a la derecha del plato. ¡Qué mal educado! No sabe que los aparatos móviles se colocan a la izquierda junto con el tenedor de la carne. ¡Mucho traje, mucho traje!, pero de buenos modales poquitos. Por cierto, clase lo que se dice clase, no tendrá mucha por aquello estar tocando el ordenador con los dedos pringados de grasa, pero guapo es para tirarte de espaldas.
Tal como supuse en un principio, el sexo femenino brilla por su ausencia en el bar, pues hasta el personal tras el mostrador son dos chicos: el camarero y el que hace las veces de cocinero.
—Buenos días. ¿Qué le pongo? —Me pregunta un veinteañero moreno con una sonrisa encantadora y unos ojos preciosos con un azul tan profundo que dan ganas de comerle todo el nabo.
—Buenos días…. Dos cafés con leche, media tostada y… ¿tiene zumo de naranja natural?
—Sí.
—Pues, por favor, póngame uno.
—¿A la tostada que le va a poner?
—Aceite, tomate y Jamón.
Entretanto el atractivo muchacho me sirve lo que le he pedido. Observo el material varonil que me rodea. Desde que he escuchado hablar a los tres tipos de mi derecha tengo claro que no son vascos, ni siquiera son producto nacional. Por su acento, yo diría que son más bien de la Europa del este, quizás polacos. Para mí su procedencia no me parece ningún impedimento y me siguen pareciendo igual de apetecibles.
La edad de los tres rondaran los treinta y tantos, son bastante altos y muy robustos. Tres empotronadores como la copa de un pino. Aunque de los polacos solo hay uno al que encuentro medianamente suculento, tampoco me importaría tener un cuarteto con los tres. Solo es vislumbrar tener sexo con aquellos sementales rubios y tengo una leve erección. ¿Por qué me gustará tanto la caña de lomo? Porque tengo claro que ellos, por el bulto que se les marca bajo el pantalón, debe ser el tamaño que deben tener.
El camarero me pone los dos cafés y, como buen gilipollas que soy, le llevo el suyo a Mariano quien tiene carita de necesitar un buen chute de cafeína para espabilarse.
—Aquí tiene el marques su café…
—...¿Por qué no me has llamado? —Dice saliendo de su ensimismamiento y con cierto tono de culpabilidad.
—Porque tenías ganas de pasearme…—Bajo el tono de voz, acercó mi boca a su oído y cargando mis palabras con toda la picardía de la que soy capaz, le digo —¿Tú has visto como está el local? Si hay tanto tío macizorro que esto parece el paraíso de los “Village People”.
Mariano me sonríe por debajo del labio, mueve la cabeza condescendientemente y me dice:
—Sí, pero tú ten cuidadito y no te pases, que son bastante más que nosotros. Esta gente no se anda con chiquitas y son capaces de tirarnos desde un campanario…
—¡No te preocupes! Me voy a comportar, ni soy tan tonto, ni estoy tan loco. Pero mirar creo que si se puede, si se hace con sutileza ¡es el mejor de los deportes!
La picaresca con la que abordó la situación deja absorto a mi amigo, que encoge el mentón y suspira profundamente como si presagiara que va a haber “tormenta”.
Me vuelvo hacia donde están los viriles conductores dejándole claro que no me voy a meter en ningún lio, pero como vea la más mínima posibilidad de pillar cacho, voy a lanzar la caña y a ver que puedo pescar. En el pequeño trayecto desde la mesa a la barra, lanzo una pequeña visual a los tres que están sentado a la mesa y, a pesar de que están entre los cuarenta y cinco y cincuenta y pocos, diría que están para hacerle un favor (o los que hagan falta).
Durante la pequeña espera de mi zumo de naranja y de la tostadita del tragaldabas de mi amigo, dejo caer sutilmente mi mirada en los dos individuos de mi izquierda. Son de los ocho camioneros los que están más buenorros , tendrán unos treinta y cortos años y son bastante altos (como mínimo metro ochenta). El que está de cara a mí es moreno con los ojos verdes, aunque es delgado tiene un abultado pectoral para hundir la cabeza en él y comerle sus peludas tetas. A quien tengo de espaldas tiene un trasero redondito, redondito, que embutido en los pantalones marrones de trabajo te entran unas ganas locas de pellizcarlo. Por el acento uno de ellos deduzco que es catalán y el otro me parece madrileño.
—Aquí tiene, señor. ¿Desea algo más?
Durante unos segundos me quedo mirando al camarero, sus azuladas iris y su sonrisa perfecta me parecen de lo más sugerente. Como no creo que sea oportuno decirle lo que verdaderamente deseo de él, opto por responderle un amable y escueto: “No, nada más, muchas gracias”.
Cargado con la segunda parte del desayuno, al pasar por la mesa de los tres maduritos, observo sutilmente a uno de ellos. El tipo luce una barba semi canosa que le da un aspecto de macho rudo que tira de espaldas. Pese a que los cuarenta ya no los cumple, no puedo reprimir pensar de que, con su experiencia, echar un polvo con él tiene que ser de lo más gratificante.
Oigo que un compañero se dirige a él por el nombre de Alain. No sé por qué coño fijo mi mirada en el atractivo madurito. Él se percata de ello e, insólitamente, en vez de fruncirme el ceño o poner cara de pocos amigos, me regala una velada sonrisa. Con todo el mundo que tengo recorrido, cuando veo que estas cosas pueden suceder, no dejan de sorprenderme un poco.
Preso de una nerviosa excitación me siento junto a Mariano, con la única intención de tener el escaparate de tíos buenos de frente y tentar a la suerte en la medida de lo posible.
—¿No tienes más sitio en la mesa? —Se queja Mariano al ver que prácticamente he invadido su espacio vital.
—Sí, pero es que desde aquí se ve muchísimo mejor el “paisaje”.
—¡Tú, tienes un morro que te lo pisas…!
—Sí, pero eso venía junto con el encanto personal y la simpatía. ¡O se compra todo el lote completo o no hay trato!
Me mira con cara de darme a entender que no tengo remedio e, incluso, está a punto de decirme algo, pero la tostada que le he traído le está gritando cómeme y desiste de replicar a mi bobería.
Del mismo modo que un marchante de ganado estima el valor de las reses de una feria, dejo que mi vista se deslice por los sementales que pululan por aquel local, once en total si se tienen en cuenta al personal de la cafetería. De nuevo mis ojos se vuelves a cruzar con los del tal Alain, quien, una vez comprueba que sus compañeros están a lo suyo, me hace un disimulado guiño.
Con el cuentakilómetros de los polvos súper pasado de vuelta y tener más horas de vuelo en los asuntos del ligoteo que los aviones de “Rayaneir”, no entiendo porque estas cosas me siguen sobrepasando. Desvío como puedo la mirada del viril madurito y, como si fuera una concupiscente Mesalina, me pongo a valorar mentalmente a los once individuos que tengo ante mí.
Tras un intenso subterfugio con mi mirada escudriñando uno a uno a los habitantes de la cafetería, llego a la conclusión que únicamente seis de los individuos allí presente pasan el examen con nota: el atractivo camarero, un moreno de topa pan y moja con unos ojos penetrantes que parece que te están pidiendo querer clavarte el cipote hasta los huevos; los dos enormes camioneros buenorros de la barra, guapos, atractivo y con pinta de ser de los que le pegas un buen revolcón, no se quedan satisfechos y te piden más; el rubito trajeado con ese aire a lo Brad Pitt recién salido de la ducha; mi polaco guapetón, metro ochenta de macho de la Europa del Este y, ¡cómo no!, Alain, un maduro con cara de follador nato, ¡puro morbo del País Vasco! Si esto fuera una pastelería, no sabría que pastel pedirme primero.
Los otro cinco no es que estén del todo mal, pero es que solo valen para un roto o para un descosio , para las dos cosas no. El cocinero es un tío de una edad similar a la de su compañero, alto, ancho de espaldas y guapote, pero tiene cara de no haber roto un plato en su vida y me da la sensación de que no es muy cañero a la hora del sexo. Los otros dos polacos no es que estén mal, tienen un cuerpo potable, buenos brazos, buenas piernas, buen culo… pero por mucho que les busco ese morbo que tanto me gusta de un tío, no se lo encuentro. Sin embargo, si vienen de suplemento con su amigo, no les voy a decir que no.
Y los dos amigos de Alain no es que sean material desechable, tienen cara de viciosillos, de gustarle el sexo más que comer con los dedos, pero tienen pinta de estar muy castigados por la vida y, me temo, que son de los que se corren con cuatro cositas que les hagas. Lo que yo digo siempre: si hay que ir se va, pero ir por ir…
—¿Qué te parece el percal?
Mariano se traga cómo puede el bocado que tiene en la boca y me responde con una voz que no es que sea de tono bajo, sino que más bien es un susurro.
—No sé, sabiendo cómo me fascinan los uniformes de trabajo, ¿cómo te atreves a preguntarme eso?
—¿Eso quiere decir que tú follabas con todos?
—¡No hombre! ¡Tampoco es eso!
—Tan solo son uno más de los que te has tirado en Vigo. ¿Qué problema le ves?
Mi compañero de viaje, al escuchar la sutil bordería que le acabo de largar, cabecea perplejo y me mira con cara de “¿Qué me estás contando?”, se dispone a responderme pero yo le interrumpo con otra pregunta en un tono tan frívolo que le dejo claro que estoy de broma y que mi observación no iba con segundas.
—¿Entonces cuál de todos no me dejabas para mí?
Vuelve a mover la cabeza en señal de perplejidad y me dice:
—¿Tengo que escoger a uno solo?
—No, no hace falta. Yo he hecho un grupito de seis con los que no me importaría intercambiar fluidos…
—¿Quiénes?
—Alain, el madurito con barba que está sentado a la mesa que está a la izquierda de la barra… Borja, el rubio del traje…
—¿Alain? ¿Borja? —Me interrumpe haciendo un gesto de fastidio —¿¡No me digas que ya te ha dado tiempo de enterarte de cómo se llaman y todo?!
—¡No, qué va! Del único que he oído su nombre de pila ha sido del barbudito, del resto me los estoy inventando… ¿Algún problema?
—¡Ya te vale!
—Los dos camioneros buenorros y alto de la barra son Albert y Pedro. ¡Están para meterse entre ellos dos y hartarse de llorar! ¡Cómo me gusta hacer de jamón de york en los sándwiches!
—¡Córtate un poco, miarma ! ¡Qué esta gente como se enteren de toda la movida, nos tiran de lo alto del campanario!
—¡Uy, hijo mío! ¿Qué te pasa a ti con los campanarios? ¡Porque vaya la perra que has cogido!
—Nada, simplemente es una forma de hablar.
Le saco la lengua en señal de complicidad y le digo:
—No temas, que yo controlo el tema.
—Bueno…Ya te había presentado a mis amigos Pedro y Albert —Un movimiento condescendiente de cabeza es la única respuesta de mi acompañante —Pues ahora vayámonos a la Europa del Este. ¿Ves los tres rubitos? Son mis amigos Adam, Bernard y Dominik. Adam es el la izquierda, Bernard el de la derecha y Dominik el que está de espaldas a nosotros. A mí el que más me gusta es Bernard.
Mi amigo encoge la nariz y sonríe por debajo del labio, dándome a entender que me va seguir el juego.
—¡Tú como tonto! El chaval está como quiere…
—Tampoco es eso, pero está follable cien por cien —Hago una leve pausa y le señalo con la mirada a detrás de la barra —¿ Y qué me dices del personal de la cafetería? Pepiño, el camarero, es un morenito de los que me gustan hasta los andares. El otro, Antoñino, no es que esté mal, pero yo te lo dejo para ti…
—¡Gracias generoso! Pero no hace falta, ya con la tostadita que me he comido voy cubierto.
—Y por último tenemos a los dos compañeros de Alain, Iñaki y Nikolás. Un poquito pasadito de roscas, pero cuando se te pase lo del aceite con jamón, le puedes hincar el diente, porque el Alain ES-MI-O.
No sé si he subido el tono ligeramente y mis palabras han llegado a sus oídos, el caso es que el vasco madurito se levanta de la silla y se dirige hacia nosotros. Durante unos breves segundos tengo la sensación de haberla cagado de la mejor manera, tanto que, como dice Mariano, me veo que me están tirando de lo alto de un campanario.
Sin embargo, por la actitud que denota al caminar hacia nosotros, sospecho que no se ha enterado de nada y que se ha levantado a mear. El tipo, haciendo uso de un solapado descaro, clava su mirada en la mía en el momento que pasa por nuestro lado y con paso firme se dirige a los servicios que, como es habitual, están al fondo a la derecha.
Sin pensármelo me levanto de mi asiento y me dispongo a seguir los pasos del atractivo madurito. Mi acompañante, como si me dispusiese a hacer algo inapropiado, me coge por la muñeca y me susurra:
—¿Dónde vas?
—A mear. ¿Puedo?
A regañadientes suelta mi mano, me mira preocupado, como si lo que me dispongo a hacer fuera una locura. Yo, en un intento de tranquilizarlo, le respondo con una parida de las mías.
—Si ves que tardo, ¡no te preocupes! Ya sabes lo que me pasa con el zumo de naranja…— Al decir esto último me llevo la mano a la tripa, haciendo el amago de que tengo ganas de ir al baño. Mi amigo me mira con cara de fastidio, pero es prudente y prefiere guardar silencio.
Mariano
¡Cada día entiendo menos a JJ! Se cree que todo el campo es orégano y cualquier día le parten la boca. El muy cabrón ve un bar con once tíos y se monta una película de Chi Chi Larue. Que sí, que hasta el más feote de todos ellos está para echar un polvo, pero que ni todo el mundo entiende, ni me parece que este sea el lugar más adecuado para ponerse a ligar. Como si lo de ponerse a devorar al personal con la mirada hubiera sido poco, ahora ha cogido el muy salidorro y se ha ido al servicio detrás de uno de los camioneros vascos. Pues, ¿qué quieres que te diga? Si le parte la cara allá él, que uno está muy cansado, que desde que estamos en Galicia habré dormido una media de cuatro horas. Mientras viene o no viene, me voy a pegar una cabezadita.
Unas voces que parecen venir de la zona de los servicios, me sacan de mi corto embelesamiento. Me incorporó y, temiéndome lo peor, me levanto para indagar sobre los motivos de tanto escándalo. Al igual que me ha pasado a mí, la mayoría de la clientela del bar, movidos por la curiosidad se dirigen hacia el lugar de donde provienen las voces. No nos hace falta llegar a los lavabos para enterarnos sobre lo que ha pasado, pues vemos salir por su puerta a Alain tirando del cuello del polo de JJ, al que trae en volandas. Por el semblante que trae el corpulento madurito, mi amigo, tal como sospechaba, ha hecho una de las suyas y se ha vuelto a meter en jaleos
Es ver la cara de asustado de mi compañero de viaje, lo muy enfadado que parece estar el camionero vasco y una sensación de pánico me aprieta el estómago. “¡De que nos partan la boca aquí, no nos salvan ni siete “Rambos” juntos!”, es el primer pensamiento que se me viene a la cabeza al ver las espaldas y los brazos de los tipos que nos rodean.
—¿!Sabéis lo que ha hecho este pedazo de maricona ?! Se ha puesto a mirarme la polla mientras meaba…
Durante un brevísimo instante parece que ha pasado un ángel. Automáticamente, de un silencio casi sobrecogedor se pasa a un murmullo constante. La clientela que todavía permanecía en su puesto, se acerca poco a poco al pasillo que une los servicios con el salón del bar. De pronto, siento como todo el mundo rodea a JJ y a Alain, olvidándose un poco de mí. Haciendo uso de una más que evidente cobardía, me aparto como puedo del embravecido coro de hombres e intento huir de su manifiesto odio hacia los homosexuales.
El bullicio también atrae a los camareros quienes exhortan al barbudo camarero que se calme, pues no quieren jaleo en su local.
—Este tipo de gentuza lo que debía hacer es no mezclarse con la gente decente — Dice Nikolás, el compañero de Alain.
—Esta gentuza como tú la llamas paga los mismos impuestos o más que tú, así que tenemos los mismos derechos a estar aquí que “la gente decente” —La terquedad con la que replica mi colega no sé si es fruto de la valentía o de la imprudencia.
—Sí, desde que los cabrones que mandan en Madrid os han permitido casaros, se nos habéis subido a las barbas de la gente normal —Esta vez el que interviene es Iñaki, el otro vasco.
La inadecuada respuesta de mi compañero de viaje ha conseguido que los intentos del personal de la barra por tranquilizar los ánimos hayan caído en saco roto. Es más, de nuevo vuelve a surgir un murmullo ensordecedor, donde la comunicación brilla por su ausencia. Nadie sabe a ciencia cierta qué es lo que ha pasado, pero todos quieren dar su opinión. A cada segundo que pasa, hay menos posibilidades de que las aguas se calmen y vuelva a reinar la calma. Los individuos que rodean a JJ, lejos de querer quitarle importancia a lo sucedido y hacer que allí parezca que no ha pasado nada, se comienzan a soliviantar unos a otros.
—Si de verdad creéis que debéis solucionar el tema, prefiero que lo hagáis en la puerta, ¡déjense de rabias aquí! —Vuelve a insistir bastante preocupado el camarero al comprobar que, por mucho que él y su compañero intentan mediar para que aquella disputa no vaya a más, el asunto se les ha ido terriblemente de las manos.
Alain, sin dejar de tirar del cuello del polo de mi amigo, se queda mirando al camarero muy serio, como si estuviera cavilando algo. Deja de alzar a mi compañero de viajes e, inesperadamente, se mete mano al paquete de un modo grosero con la única intención de dejar patente su hombría. Empieza a mover la cabeza, sonriendo de un modo que se me antoja bastante chulesco y prepotente. Crea un poco de expectación ante lo que tiene que decir, se hace de rogar un poco y se dirige a los individuos que lo rodean.
—No creo que la solución sea pegarle una paliza al mariconazo este. Nos puede denunciar y los camiones de la empresa están en la puerta, con lo que no te quiero ni contar el problemón en que nos puede meter… Se me ocurre algo mejor que hacer con este “fagot”.
—¿Qué? —Pregunta su compañero Nikolás, a quien, por la cara que ha puesto, le suena a música celestial lo que acaba de decir
—¡Cabrón, pero que “baldarra” eres ! ¿Este tío que ha ido buscando al servicio?
—Tu polla —La última palabra sale de la boca del camionero como atropellada.
—Pues eso le voy a dar —La arrogancia de sus palabras se hacen más palpables con el hecho de que, haciendo gala de un descaro desmedido, vuelve a meterse mano a su bulto de la entrepierna —No quería ver mi cipote, pues no solo lo vas a ver, te voy a machucar la cara con él y te lo voy a meter en la boca hasta que me saques la leche.
Las palabras del voluminoso camionero, en vez de crear rechazo entre la pequeña masa de hombres que lo rodean, parecen encender sus ánimos. Si hace unos instantes, la homosexualidad les parecía la mayor de las inmundicias, la idea de someter a un semejante les parece de lo más sugerente. Incluso su actitud me hace suponer que aquello les excita.
Alain tira de JJ y le obliga que se agache ante él. Una vez se encuentra prostrado a sus pies, con la cabeza a la altura de su entrepierna, el camionero hace ademán de abrirse la bragueta y sacar su miembro viril fuera.
—¡Para macho!¡Que eres más bruto que un bocadillo de “toxos”…! ¡Aquí no puedes hacer esto, es un local público!
El corpulento vasco se detiene en seco. Por la cara de fastidio que pone, es más que obvio que el camarero le ha cortado el rollo. Sin embargo, parece que no está dispuesto a prescindir de lucir su virilidad delante de sus compañeros. Vuelve a adoptar una actitud arrogante, mira al chaval como si le perdonara la vida y le dice:
—¿Tú crees que a la hora que es va a venir más gente?
—¡Qué carallo sé yo!, ¡nada más te tienes que fijar a la hora que han venido este y su amigo!
—Estos porque venían buscando, lo que venían buscando. ¿Por qué no cierras la puerta y pones el cartel de que vuelves en una hora?
Inesperadamente el atractivo camarero gallego en vez de negarse a lo que pide el petulante conductor, se queda pensativo y pone cara de que le parece una buena idea. Mira a su compañero y con un gesto le pide que vaya con él.
Si hasta el momento me había sentido aterrado por lo que pudiera pasar, es ver como el camarero y el cocinero echan la persiana metálica de la puerta y no puedo evitar quedarme como petrificado. Estoy en una especie de estado de shock, pues soy incapaz de decir, ni de hacer nada. Pego la espalda a la pared, como si con ello pudiera parar el pequeño desastre en que mi amigo y yo nos hemos sumergido.
Alain, una vez constata que aquellos cuatro paredes son infranqueables, se baja la cremallera y se saca la polla fuera. Tal como suponía JJ, el camionero es un macho de armas tomar y su enorme miembro viril es una buena muestra de ella. Pese a que no está en un estado completo de erección, se ve a simple vista que ni es pequeña ni delgada. Sin pensárselo ni un segundo, tira de los pelos de la nuca de mi amigo, acerca la larga tranca a su cara y se lo refriega por la boca.
—¿Qué? ¿No te gusta mi cipote porque no está duro del todo? Pues nada más que lo chupes un poco, se va poner más largo que la caña de la doctrina.
Busco el rostro de JJ y compruebo que está tan aterrorizado como yo. La cara de fastidio que pone cada vez que el cipote del vasco, roza su rostro es una prueba más que palpable que está lejos de disfrutar con lo que está sucediendo. Está claro que le gusta bordear el peligro, pero no le gusta enfrentarse a este. Levanta la mirada como implorando una especie de perdón al individuo que lo está sometiendo, al no encontrar una atisbo de piedad, con una actitud de resignación que rosa la sumisión, se mete el instrumento del corpulento vasco en la boca.
Del mismo modo que el sentimiento de las masas parece enaltecerse ante la violencia de una pelea callejera, los diez individuos que rodean a JJ y Alain comienzan a animar con silenciosos gestos para que el momento sexual vaya a más. Por el brillo de sus ojos, creo interpretar que están disfrutando de lo que ven. No sé si por lo novedoso de la variedad sexual o porque en realidad la leyenda urbana del ambiente gay que se cuece en las zonas de descanso de las autopistas tiene una gran parte de verdad.
Mi amigo, como si se sintiera vitoreado por la testosterona que flota en el ambiente, comienza a mamar el cipote del camionero con más ganas y lo que comenzó siendo una especie de obligación, se convierte en un disfrute en toda regla. El cambio de actitud de JJ se refleja en el rostro de Alain, quien comienza a lanzar bufidos en señal de que se lo está pasando bien. Para rematar la jugada, el chulesco conductor lanza unos improperios a mi amigo que parecen animar el más que caldeado ambiente.
—¡Chupa puta! ¡Trágate el cipote de tu machote!
La actitud dominante del corpulento camionero parece ser la chispa que necesitan los diez hombres allí presente para adentrarse de lleno en el sexo homosexual, tal como si se tratara una especie de ensayada coreografía todos se acercan un poco más, en un intento de devorar con la mirada el caliente espectáculo.
Mi colega, al sentir que el círculo de machos uniformados se estrecha en torno a él, se saca el enorme carajo de la boca y lo muestra como si fuera un trofeo. Desde donde yo estoy, puedo ver nítidamente su forma y tamaño. Es bastante grande y ancha, su cabeza brillante, apuntando al cielo, me recuerda a un enorme champiñón y a lo largo de su tronco se dejan ver unas gruesas enormes venas azuladas que lo hacen aún más apetecible. A pesar de estar horrorizado por el modo en que se está desarrollando todo, no puedo evitar excitarme y siento como mi pene comienza a tomar vida.
Si yo me he puesto cachondo, no quiero pensar en qué estado se encuentra mi colega, quien, tras mirar lascivamente a todos y cada uno de los allí presente, se mete en la boca el enorme cipote con unas ganas e ímpetu, que pareciera que fuera a ser la última mamada de su vida.
Si Alain hasta el momento se había limitado a lanzar pequeños bufidos y a proferir insultos al tiempo que mi amigo engullía su sable. Es simplemente comprobar la pasión que JJ pone en su boca y no puede reprimir un grito de satisfacción, a la vez que aprieta la nuca de mi amigo para hundirle la verga hasta la garganta.
—¡Joder, cabrón! ¡Cómo la chupas! ¡Te la trabajas más bien que la mejor de las putas!
Si hasta el momento los otros diez hombres que nos acompañan, se habían limitado a mirar impasibles y a gritar algún que otro insulto. Escuchan la buena publicidad que el camionero vasco hace de las cualidades mamatorias de mi compañero de viaje y se llevan la mano lascivamente al paquete como si todos quisieran su parte.
He de reconocer que ver como los camareros, los polacos, los vascos y el resto de los camioneros se tocan sin pudor sus partes nobles, enerva mis sentidos y estoy tentado de acercarme, pero el terror a lo desconocido me puede, por lo que permanezco pegado a la pared como una salamanquesa.
JJ, a diferencia de mí, parece no tener ningún problema por practicar el sexo con desconocidos. Sin dejar de devorar el trozo de carne del camionero, lanza una visual a tanta mercancía sexual como tiene al alcance de su mano. Por unos momentos, sospecho que está tentado de cambiar de polla, sin embargo parece que quiere sacarle la leche a Alain.
Como si intuyera que lo tiene a punto de caramelo, agarra sus testículos con una mano y se mete el cipote del camionero hasta el fondo. Los jadeos en aumento del vasco me dan a entender que le está regalando un garganta profunda de padre y muy señor mío. Vuelve a sacar el caliente falo de su boca y tras masajearlo habilidosamente unos segundos de la boca del viril conductor sale un estrepitoso: “¡Me cooorrooo!”. Segundos después, de la punta de su glande sale un blanco geiser, cuyo primer chorro va a parar al rostro de mi amigo.
Durante unos intensos segundos, el tiempo parece detenerse. Los diez hombres, con las manos puestas en sus huevos de manera indecorosa, se muestran inamovibles. Tengo la sensación de que, una vez se ha corrido Alain, piensa que ha terminado todo y los notos un poco desilusionados. Ignoro si JJ ha tenido mi misma visión de los hechos, pero el caso es que, con ese desparpajo que lo caracteriza, se limpia el chorreón de esperma que le ha caído en el rostro y dice:
—¿Quién quiere ser el siguiente?
Continuará dentro de dos viernes en : “Un buen atracón de pollas”
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