Por los caminos oscuros
Recibimos la visita de un agente de seguros. Era negro. Se las apañó para follarnos a mi mujer y a mí sin que nos diéramos cuenta.
Recibimos la visita de un agente de seguros. Era negro. Se las apañó para follarnos a mi mujer y a mí sin que nos diéramos cuenta.
POR LOS CAMINOS OSCUROS
Estoy esperando con cierta impaciencia la visita de un agente de seguros que pretende hacernos una póliza de unas tierras que hemos comprado. He hablado telefónicamente con su oficina y me han asegurado que estará en mi casa a las 5 de la tarde en punto.
Entretenido con una videocámara que falla de vez en cuando miro el reloj. Mientras reviso los distintos botones para ver si graba, mi mujer mira la televisión distraída. Tengo ganas de estrellar el aparato contra el suelo. Así compraré una nueva. Echo un vistazo al reloj, marca las 5. Con puntualidad alemana suena el timbre de la puerta. Suspiro porque la videocámara al fin parece que graba. Dejo el aparato encima una mesita que soporta una lámpara y voy hacia la puerta.
Con un"buenas tardes" a modo de saludo, observo a la persona que estoy invitando a pasar dentro de mi casa. Le digo que se acomode en el sillón, y así lo hace después de estrechar la mano de mi mujer. Es una persona que medirá aproximadamente un metro noventa, fuerte, muy fuerte diría yo, lleva el pelo de su cabeza afeitado. Viste impecablemente un traje gris que le queda estupendo y camisa blanca con corbata. Su corbata parece que tiene los mismos 30 años de edad, que juzgo o calculo, que puede tener su dueño. Parece agradable, pero tiene una mirada un tanto preocupante. No me inspira confianza precisamente, esa confianza que tendría que tener en un agente de seguros. Yo diría que este hombre de color esconde algo. Me parece misterioso. Supongo que todos los agentes de seguros serán así. Firmaré la póliza que me hizo llegar por correo y seguiré esforzándome en destrozar la cámara de video.
Le invitamos a tomar algo y acepta gustoso el refresco de limón que le ha servido mi mujer. No para de mirar la casa, y en un momento determinado nos pregunta si estamos sólos. Contesto que sí, pero que ahora no, que ahora estamos los tres. Me mira mal por mi impertinencia o broma de mal gusto. La televisión emite un documental. Observa unas imágenes que aparecen en la pantalla donde se ve a unos negros de una tribu festejando algo. Me comenta a mí personalmente, si he viajado alguna vez a África. Naturalmente le digo que no. Nunca fue mi intención. Me insta a que lo haga en la primera oportunidad que tenga. Me argumenta que hay mucho por descubrir en ese continente. Le miro extrañado por el comentario. Pobreza, pienso ante su recomendación.
Nos metemos en faena con lo del seguro, y mientras mi mujer y yo seguimos muy atentamente sus explicaciones, observo que está intranquilo o al menos lo parece, pues no para de tocarse el cuello, la pierna o el hombro. Le invito a ponerse cómodo diciéndole que se despoje de la chaqueta y enciendo el aire acondicionado. Parece que lo agradece, supongo que tendría calor. Firmo la propuesta del seguro y comienza a hablarme del rito que ha visto antes en la tele, y la verdad, no me interesa lo más mínimo. Creo que se ha dado cuenta de ello y observo que su gesto se ha vuelto excesivamente duro. Parece que le molesta algo de mí. Le recuerdo la comisión que se va a llevar por ese seguro que acabo de firmar y me dice que ese dinero ya tiene destino. Comenta que el dinero irá a parar a una aldea similar a la que hemos visto en el documental. Trato de ser amable y le ruego que me explique la finalidad de dicho rito, pues pienso que así se marchará menos desencantado y tal vez, antes. Parece que lo he conseguido. El tema le interesa. A mí no y a mi mujer tampoco. Lo único que quiero es que acabe con sus explicaciones y se marche de mi casa. Así me cebaré con la video cámara.
No sólo me explica que la finalidad de ese rito es ganar la libertad interior, si no que en un momento dado se presta para guiarnos a mi mujer y a mí a ir con él en un viaje al interior de la mente. Le miro burlonamente, pues me parece absurda la situación que estoy viviendo, y me reta a que lo acompañe al centro del salón, donde él ha comenzado a balancearse de un lado a otro, y me insta a que yo haga lo mismo. Mi mujer le mira atónita pero con cierto respeto. Me pregunta si tengo algún tipo de música espiritual. Le digo que no. Se acerca al equipo de música y observa un CD en su lado derecho. Lo toma en la mano y me dice que "esto servirá".
El CD de "la música de los dioses volumen dos" penetra en la bandeja del equipo. Comienza a sonar una canción con un ritmo que no es de su agrado y pone otra. Las va repasando una a una, y al llegar a una determinada, no sé qué corte, muestra una cara de satisfacción demasiado expresiva. Que la música era la ideal, no había nada más que verlo, pues comenzó a sentirla de una manera apasionada. Mi mujer y yo estábamos empezando a divertirnos con su baile. Atónitos observamos a ese individuo. El permanece de pies en el centro del salón, con sus pies juntos, balanceándose hacia los lados, sin levantar los zapatos del suelo. Sus ojos cerrados y sus labios prietos. Se despojó de la corbata, se remangó los puños de la camisa blanca y de un tirón se la sacó por fuera del pantalón. A continuación se deshizo de ella dejándo tu torso desnudo. Parecía que estaba entrando en éxtasis. Pensé que venía fumado. La verdad, me daba miedo ese negro de 1,90 de estatura. Se acercó a mí y con su mano tendida me llevó a su lado. Y me obligó a hacer lo mismo que él. Ciertamente y pese a mí poca predisposición, me balanceé al compás que marcaba el y comencé a sentir algo extraño, pero agradable a la vez. El mismo me despojó de la camiseta que tenía puesta. Al cabo de unos minutos, aunque no puedo precisar cuantos, se dirigió hacia mi mujer y de un tirón del brazo la atrajo hasta el centro del salón. Nos reunimos allí los tres. Puso sus dos dedos pulgares en las sienes de mi mujer y balanceó ligeramente su cabeza de atrás a delante. Con bastante precisión y rapidez, la despojó de la camiseta que llevaba puesta y de un tirón dejó el sujetador a los pies de ella. Los pechos de mi mujer flotaron en el salón a su libre albedrío. Él sudaba, aunque no mucho. Pero ese sudor daba brillo a su torso. Yo también estaba empezando a sudar. Se colocó a espaldas de mi mujer, que parecía absorta, como en otro mundo, y abriendo sus poderosos brazos, rodeó su cuerpo estrechándola contra si. Iba susurrando cosas a su oído, cosas que no se podían entender. Palabras desconocidas por mí. Otro idioma.
Yo alucinaba. Parecía que estábamos hipnotizados. Quizá sí. Yo no reaccionaba al ver como había desnudado a mi mujer. Me daba igual. Me sentía como evadido de lo que estaba sucediendo. Ella estaba refugiada dentro de los brazos del negro. Sus pechos se apretujaban uno contra otro. Sus ojos vidriosos y con la mirada perdida. Su boca abierta sin gesto alguno. Balanceándose al compás que marcaba el agente de seguros. Yo hacía lo mismo que ellos a escaso medio metro de sus cuerpos de cara a mi mujer.
Cómo si el baile hubiera llegado al final y el rito tuviera que continuar, se quitó los pantalones, los calzoncillos y los calcetines. Al deshacerse de los calzoncillos, asomó una polla negra, grande y flácida. Yo le imité y me quité los míos sin que nadie me dijera que lo hiciera. Mis calzoncillos también fueron a parar al suelo. La música seguía sonando. Corte tras corte. Mi mujer parecía poseída. Después de bajar la cremallera del lateral de su falda, él la invitó a deshacerse de ella, cosa que hizo con mucha resolución. Meneó su cuerpo menudo y la prenda cayó humillada a sus pies. Sacó los pies de la prenda y asistió impasible al puntapié que lanzó el negro para alejar la exigua tela de allí.
De otro tirón, y cómo si de un juego se tratara, le arrancó literalmente las pequeñas bragas que llevaba puestas. Los tres desnudos en el centro de nuestro salón. Patética imagen de quietud y pasotismo. Seguimos con nuestro balanceo, ahora más despacio. Yo asistía impávido a lo que allí pasaba. Puso un dedo de su mano izquierda en la boca abierta de mi mujer, y con su mano derecha empezó a explorar su vientre. Acariciaba sus labios con el dedo, mientras con la otra mano, no se conformaba ya con el vientre, acariciaba también sus pechos, sus muslos y sus nalgas. La imágen de su mano, de una única mano, tapando casi en su totalidad el culo de mi mujer, era devastadora. No intercambiamos ni una palabra. Nos dejábamos llevar por el.
La polla le colgaba como una exhalación, miraba hacia abajo, parecía una tercera pierna o un tercer brazo. Su glande descubierto y liberado de su prepucio, parecía una seta ligeramente menos negra que el resto. Empujó suavemente a mi mujer hacia un lado y me tomó por la cintura. Pude advertir dentro del trance en el que estábamos, que su polla me rozó la pierna. Colocó a mi mujer delante de mí, dándome la espalda, e hizo que la rodeara con mis brazos como antes había hecho él. Mi pecho y la espalda de mi mujer se unieron con nuestro sudor. El titán se encaramó en la mesa del centro del salón, aunque no sé cómo aguantó su peso, y puso aquella serpiente negra en la boca de mi mujer. Ella trató de alojarla dentro.
Definitivamente aquella polla no le entraba en la boca o al menos a mí así me lo parecía. Empezó a crecer al sentir el roce de los labios. ¡Vaya si creció! Eso ya no era la polla de un hombre, eso era la polla de un titán de ébano. Larga, gorda y dura, aquello podría destrozar un coño sin el menor esfuerzo. Ahora ya no apuntaba para el suelo, ahora estaba apuntando hacia el más allá. La visión que se me ofrecía de aquella polla, me resultaba extraordinaria. Él seguía con una capa fina de sudor en su cuerpo que le daba un brillo especial. Pero también un olor fuerte.
Besó a mi mujer en la boca, a la vez que descendía de encima de la mesa. Mientras, tomó mi mano y la depositó en aquella barra negra. Yo no tenía ni fuerzas para decir que no, no sabía lo que me pasaba, estaba como hipnotizado. Me hizo, guiándome las primeras veces con su mano en la mía, que se la meneara de arriba abajo. Si, estaba dura, muy dura. Caliente. Apartó a mi mujer hasta un lado del salón. Cerca del sillón. Me deshice de aquella polla con el movimiento de él. Se centró en mi mujer. La situó de espaldas, de cara al sillón, separó sus piernas y la empujó la espalda para adelante doblando su cuerpo. Ella quedó vencida sobre el brazo del sillón ofreciendo su coño y su culo. Pensé que había llegado lo inevitable, pero no, se agachó y la emprendió a lametazos con el ano de mi mujer. Introdujo un dedo dentro de su coño mientras le lamía el ano. Me di la vuelta y me puse enfrente de mi mujer, no tardé ni un instante en arrimar mi polla a sus labios. Ella la recibió acogiéndola y engulléndola dentro de su boca. Mi polla lo agradeció, se empezó a poner grande inmediatamente.
Mientras, él seguía con lo suyo. Arrodillado en el suelo. Su dedo dentro del coño de mi mujer ya parecía una polla en sí. Mi mujer estaba agarrada a mis caderas, pues de lo contrario y con la fuerza que él imprimía a sus lametazos, seguro que se hubiera vencido para delante y hubiera perdido el equilibrio. Decidió que ya bastaba de lamer el ano y recostó a mi mujer sobre el respaldo del sillón. Ahora de frente a el. Allí se inclinó nuevamente, esta vez para hurgar con su lengua en el interior de su coño. Ahora pude ver con exactitud, como, mientras lamía y besaba su coño, introducía un dedo en el ano de mi mujer.
Terminada la lamida, la levantó y la guió hasta el centro del salón, la apretó contra sí en un abrazo férreo, y depositó su enorme polla entre ambos vientres. La rodeó con sus brazos, estrechándola más fuertemente. Me puse detrás de mi mujer y yo también la abracé. Sentí que iba a pasar algo. Mi polla descansaba, acomodada, entre los glúteos de mi mujer. La suya, en el vientre de ella. Su glande rozaba sus pechos. Estábamos los tres fundidos en un abrazo con mi mujer en medio. Parecíamos un cuerpo único. Un único ser.
Con un simple impulso, levantó a mi mujer en vilo tomándola por los muslos. Ella le rodeó su cintura con las piernas, y el cuello con sus manos. Su polla negra erguida rozaba su culo. Poco a poco comenzó a soltarla para que fuera descendiendo. Su glande estaba quieto en la entrada del coño. Mi mujer jadeaba, gemía y respiraba aceleradamente. Yo me acariciaba un pezón y me masturbaba, y en un impulso sin precedentes, me acerqué a palpar y sopesar aquellas bolsas negras que le colgaban. Mientras le tocaba los genitales, agarré su polla con mi mano para guiarla a la entrada del coño de mi mujer. Ella me lo agradeció con la mirada. El se la clavó hasta el fondo y se dió un respiro una vez estuvo alojado dentro. Inmóvil. Chupeteaba las tetas de mi mujer y sus pezones. No se cansaba de soportar su peso, peso que rondaba los 50 kilos. Con un ligero brillo en todo su cuerpo producto del sudor, así, inmóvil, parecía una talla negra a la cual se aferraba mi mujer impaciente por que él comenzara a moverse. Ella tenía el coño prieto alrededor de aquella polla negra. El se apiadó al fin y comenzó a moverla de arriba abajo. A cada embestida que le daba, acompañaba un resoplido significativo de placer. Emitía sonidos extraños. Bufidos salvajes. Me hice cómplice del gozo de mi mujer y me acerqué a ella, besé su espalda, acaricié, e incluso metí mi mano derecha entre el pecho de él y su cuerpo, y la baje abriéndome camino hasta su coño, donde intente si mucho éxito frotar su clítoris. Ella ladeó la cabeza y la apoyó en el pecho del titán con los ojos cerrados y mordiéndose los labios. Él tenía fuerza, no parecía cansarse nunca, movía a mi mujer cómo si se tratara de una marioneta. Sus manos abiertas sostenían su culo. Sus nalgas eran lanzadas arriba y abajo ayudadas por el anclaje negro. El ni se inmutaba. No le costaba esfuerzo hacer aquello. Quien si sentía placer, y lo demostraba, era mi mujer, que a sus gemidos seguían unos suspiros de alivio cada vez que él levantaba sus nalgas hasta arriba, para luego, y sin pausa, dejarlas caer nuevamente hasta la base de su polla.
Creo que mi mujer se corrió mientras él no lo había echo aún. Sus pechos aplastados contra los pectorales del hombre de ébano, componían una fotografía tierna. Era sobrecogedor ver el culo de mi mujer. Estaba empapada de flujo. Pensé que se había orinado sin darse cuenta. Tal vez alguna gota se escapó.
Un rugido fuera de lo común me advirtió que él se estaba corriendo. No sé a ciencia cierta cuánto semen salió de aquella polla, pero era cómo si hubiera explotado un batido de leche dentro del coño de mi mujer. La verdad es que mi mujer acabó echa un asco. Estaba pringosa. La polla del negro parecía una enorme salchicha, la cual poco a poco y lentamente, fue resbalando del interior de aquella vagina y se fue quedando flácida.
Yo mientras tanto y sin poder evitarlo había continuado meneándomela, y apenas sin darme cuenta, observé cómo tenía manchada la palma de mi mano derecha. Me había corrido. Naturalmente en menos cantidad que él.
Le serví un vaso de limón, mientras él levantó a mi mujer en sus brazos y la llevó al baño. Yo los seguí. La depositó en el suelo, de pies, cuidadosamente. Abrió el grifo de la ducha y la bañó. Primero la mojó y luego la masajeo el cuerpo con gel. Acariciaba su cuerpo con la suavidad que producía la espuma del gel, y se entretenía más de lo normal cuando acariciaba su coño dilatado. Terminada la operación y al cabo de unos 10 minutos, se decidió a aclarar aquel cuerpo. La cubrió con una pequeña toalla y la ordenó que se fuera al salón. Se acercó a mí y me tendió su mano. La agarré con decisión. Me llevó hasta la bañera y me animó a entrar. Abrió el grifo de agua y me mojó. Me enjabonó con el mismo gel usado anteriormente con mi mujer. Me masajeó la espalda, el pecho, el culo. Al llegar al culo se entretuvo tocándome el ano, pensé que me estaba preparando para darme por culo, pero afortunadamente no fue así, pues me hubiera roto literalmente si hubiera intentado penetrarme con aquella lanza. Yo estaba como drogado, al igual que mi mujer. Nos dominaba. Me bajó el prepucio y me masajeo con su enorme mano el glande. Yo sentía placer y se empezaba a notar, pues mi polla comenzó a desperezarse. Cómo si de un castigo se tratara, retiró su mano bruscamente y me aclaró.
Me llevó al salón donde esperaba mi mujer, sentada en un sillón y completamente desnuda. Ya había abandonado la toalla. El se ausentó al baño a lavar su enorme polla. Volvió y se sentó entre los dos. Nos agachó las cabezas y nos ordenó que se la chupáramos. Yo no quería, pero tampoco me negué y cómo si de otro ritual se tratara, mi mujer y yo comenzamos a chupar aquél salchichón negro. Rivalizábamos entre ella y yo, por ver quien chupaba más y mejor. Aquello volvió a tomar unas dimensiones desproporcionadas. Yo chupaba su capullo y mi mujer sus testículos. Nuestras cabezas chocaban en un afán de lamer más. Se entretuvo en introducir su dedo dentro del coño de mi mujer y así continuamos un largo rato.
Si, yo estaba chupando la polla del negro y me estaba gustando. Al menos ponía todo el interés que podía para hacerlo bien. Mi mujer más experta en estas lides, conseguía mejores resultados. Me llegué a empalmar nuevamente. Oía a mi mujer gimiendo otra vez, sintiendo con aquél dedo más placer. El se apiadó de ella. Se levantó, la dio la vuelta en el mismo sillón, la puso a cuatro patas y se la clavó hasta el fondo, con rabia, con furia. Mi mujer gritaba, suplicaba otras veces y pedía clemencia, a él no le importó. De tres pollazos seguidos hizo desvanecerse a mi mujer, que quedó caída en el sillón con los ojos cerrados, las piernas entreabiertas y sintiendo unos temblores que no hacían presagiar nada bueno. Él me tranquilizó, me dijo que todo estaría bien en un rato. Me puse en pie y él se agachó delante de mí, hincó sus rodillas en el suelo y se metió mi polla en su boca, por un momento pensé que se la iba a comer, pero no, me la chupo cómo nunca antes me habían chupado la polla. Sentí tanto placer que me mareaba. Se me hincharon los huevos en el momento preciso en que empezaba a correrme. Sentí que me desvanecía. Y tal vez lo hice. Lo único que recordaba era haberme dejado caer sobre el sillón.
Poco a poco me fui incorporando, trataba de recordar que había pasado allí. Me observé desnudo y me miré el vientre, vientre que delataba que me había corrido. Giré la vista y pude comprobar cómo mi mujer yacía desnuda en el otro sillón. Supuse que habíamos estado follando y nos habíamos quedado dormidos. No recordaba nada y dudo que mi mujer pudiera refrescarme la memoria. Divisé encima de la mesa del salón un papel, me incorporé a duras penas y fui a por él. Al levantarme sentí un dolor muy grande en el ano. Di dos o tres pasos espatarrado, con las piernas arqueadas. Tomé el papel en mis manos. Era de una compañía de seguros muy conocida. Había una nota escrita en letras rojas y una firma al pie. Estaba dirigido a mí. La nota decía: "Gracias por todo, me ha encantado follaros a los dos, especialmente a ti, aunque para ello he tenido que follarme a tu mujer dos veces. Ponte en el culo cosas frías durante un par de días. Te aliviará". Firmado: Njimri Njambo.
La puta cámara de video que quedó encendida al abandonarla sobre la mesa de la lámpara, fue la culpable que yo supiera que se la había chupado al negro y que él, a su vez, se había follado a mi mujer para luego darme por el culo. De no haber sido por la cámara, jamás me hubiera enterado de nada. Ni mi mujer, ni yo. Estábamos como drogados. Hacíamos cuanto decía el negro.
He consultado esto que nos pasó con un especialista. Me ha dicho que lo más probable es que nos hipnotizara. Sólo así me explico como pudo follarnos a los dos sin que hiciéramos nada.
Coronelwinston