Por los beneficios

Martos se hace una pregunta: "¿Qué sucede cuando sólo se busca el beneficio personal? Bien pudiera ser esto..."

Se palpaba la tensión en la sala de juntas. Los presentes, incapaces de soportarla, evitaban cruzarse las miradas. Unos miraban y remiraban en sus papeles como si buscaran en ellos el alivio que necesitaban. Otros incómodos, se revolvían en sus asientos, tamborileaban con los dedos, se cruzaban y descruzaban las piernas… Los más sosegados, se abstraían del enrarecido ambiente fijando la vista en algún punto indeterminado enfrente de ellos o perdiendo su mirada en un infinito que sólo ellos podían ver. Todos aguardaban expectantes, sin atreverse a romper aquel ominoso silencio. Nadie se decidía a romperlo, aunque sabían que no presagiaba nada bueno. De vez en cuando, una posecilla nerviosa rompía la pesada calma. Entonces, sin excepción todas las miradas se clavaban en el causante de tan estentórea interrupción. Éste, abochornado por su desafortunada intervención, se disculpaba en silencio con la mirada, mientras suplicaba para sus adentros, como hacían todos los demás, que alguien interviniera en serio.

Para ser del todo sinceros, no todos los presentes aguardaban en tensión. Al fondo, presidiendo la mesa, el Sr. Urrutia, leía perezosamente el voluminoso y completo informe de viabilidad de la empresa. Ya lo había leído y estudiado con detenimiento antes de asistir a la mesa de negociación, pero estaba disfrutando del momento. Los tenía a todos a su merced, arrodillados bajo sus pies, podía exigir lo que le diera la gana por muy alocado o exigente que fuera… ¡Ah! ¡Qué dulcísima sensación era aquella! No era la primera que la experimentaba, como propietario de la empresa, estaba acostumbrado a ejercer el poder y actuar con autoridad con sus subordinados. Pero ahora, ahora no tenía solamente a sus trabajadores bajo sus pies. Tenía todo un pueblo, más que eso, toda una comarca rendida ante él. Los representantes de los ayuntamientos, alcaldes y algún político de cierto postín estaban a su derecha. Los socios, accionistas y comerciantes a su izquierda. Los representantes sindicales, ingenieros y trabajadores al fondo. Y todos sin excepción aguardaban sumisos y expectantes para conocer su decisión.

Y no era para menos, el señor Gustavo Adolfo Urrutia y Garmendia era el dueño de la fábrica. La fábrica que daba empleo a más de dos mil obreros y que generaba infinidad de riqueza en la región. Bajo su sombra, habían prosperado multitud de negocios pequeños. Negocios que habían atraído a banqueros e inversores y con ellos los pueblos de la comarca habían prosperado y crecido. Un nuevo juzgado y dos escuelas y hasta un instituto recién construidos daban fe del rápido crecimiento experimentado tras la construcción de la fábrica hará ya algo más de cincuenta años. Sin embargo, la situación actual era completamente diferente. La fábrica iba a ser trasladada. La búsqueda de mayores márgenes de beneficios aconsejaba su reubicación en un país extranjero. No es que la fábrica actual hubiese dejado de ser rentable, lo seguía siendo. Pero en la futura ubicación, los sueldos serían más bajos, las materias primas un poco más baratas y los gastos de construcción, quedarían rápidamente amortizados. Es más, con un poco de suerte hasta recibirían subvenciones gubernamentales que le permitirían erigir la nueva factoría sin invertir un céntimo.

La decisión, por supuesto estaba tomada. A pesar del nuevo plan de ajuste, de las facilidades prometidas por los alcaldes y las diputaciones, obtendría mucho más beneficio si trasladaba la fábrica. Es cierto que con aquel nuevo plan de ajuste, el margen de beneficios aumentaba considerablemente. Seguramente la planta seguiría siendo rentable otros cincuenta años más sin tener que invertir demasiado en mantenimiento. Pero aquello no le importaba al señor Urrutia. Al señor Urrutia poco o nada le importaba que el cierre de su factoría sumiera a más de veinte mil personas en la miseria. Sí no solo los dos mil empleados con sus familias perderían su fuente de ingresos, los pequeños negocios también la perderían y sin ellos… Bueno, calificarlo de desastre sería poco. Mas como hemos dicho, nada de aquello le interesaba al señor Urrutia que sólo tenía en mente una palabra: Beneficios. Nada estaba mal, si se obtenían beneficios y éstos cuanto mayor fuesen mejor… Así pues la cosa estaba clara. La factoría sería trasladada a finales de año, los pingues beneficios que obtendría con su traslado así lo justificaban… Sólo importa el beneficio, dijo finalmente cuando explicó las razones del temido cierre.

Sólo importa el beneficio, el infame lema se extendió por el pueblo como una plaga. El señor Urrutia, antaño benefactor, los había condenado a la miseria por ansiar mayores beneficios. Nada más importaba, ni el bien ni el mal, sólo el provecho que uno pudiera obtener. Y la insensible y cruel consigna se grabó indeleble en la mente de todos los habitantes de la comarca. Aquella filosofía hedonista y egoísta forjó el carácter de toda la infeliz comarca. Así fue como Sergio vio cambiar toda su vida. Tenía ante sí un luminoso porvenir, él como otros jóvenes se habían formado en la escuela de maestría donde había adquirido las dotes que le hubieran permitido ingresar en la fábrica. Pero tras la desaparición de la misma, no solo él, también sus padres, familiares y conocidos habían perdido el modo de ganarse la vida. Muchos se habrían ido ya en busca de nuevas oportunidades. Sin embargo, no resultaba tarea sencilla encontrar empleo ni siquiera marchándose. La prosperidad se había tornado en pobreza y los jóvenes como Sergio malvivían haciendo chapuzas y a veces, cometiendo pequeños hurtos.

Sergio tenía su pandilla, un grupito reducido de amiguetes con los que compartía las escasas cosas que tenía. No lo hacían por verdadera amistad o por altruismo. Pertenecer a una pandilla era el mejor modo de asegurarte algo de protección y sustento. Así que era el beneficio obtenido el que cohesionaba aquellos pequeños grupos de jóvenes descorazonados. La ganancia, el provecho obtenido, era el motor que movía aquella nueva sociedad mísera y codiciosa. La vieja fábrica les proporcionaba refugio muchas veces. Una vez se desmontaron las enormes máquinas, la factoría quedó a expensas de los saqueadores que acabaron de llevarse todo lo que pudiera ser de utilidad en forma de chatarra. Sin embargo, las paredes y el tejado seguían conservándose bien, de modo que aquel seguía siendo un buen lugar para reunirse; un lugar discreto para pasar un buen rato con los amigos, bebiendo cerveza y whisky barato.

Pocos eran en el pueblo los valientes que se acercaban a aquellas naves abandonadas. La pandilla de Sergio se encargaba de amedrentar o escarmentar según el caso a los que osaban meter sus narices por allí a determinadas horas. Por eso se sorprendieron tanto cuando vieron aproximarse un coche cerca de la hora del crepúsculo. Del vehículo se bajaron dos personas, dos estúpidos que no sabían dónde se estaban metiendo. ¡Ya tenían cara al acercarse a la vieja fábrica como si aquel terreno les perteneciera! ¡Niños ricos, ya les enseñarían a no presumir! En cuanto se hubieran alejado lo suficiente del coche...

La noticia voló y se extendió como la pólvora, en unas horas todos los habitantes del pueblo y las localidades circundantes se habían enterado. ¡La señorita Teresa había vuelto con la intención de reabrir la fábrica! La hija de Don Gustavo había decidido usar parte de su fortuna en reconstruir la vieja fábrica donde se había criado. Su padre había accedido a regañadientes, pero no podía negarle nada a la niña de sus ojos. De modo que tras mucho insistir, la señorita Teresa había logrado convencer a su padre para que le permitiera visitar la finca con un ingeniero y estudiar el costo de la reapertura. Un cierto optimismo se abría paso conforme los rumores se esparcían, ampliaban y en parte se confirmaban. La habían visto por la mañana hablando con el alcalde y el director del banco. Iban en un coche lujoso pero no ostentoso, todos coincidían en alabar su sencillez y buen gusto.

  • ¿Qué hacemos ahora?

  • Tenemos pasta… Vámonos de putas.

  • ¿De putas? ¿Para qué vamos a irnos de putas cuando tenemos a una aquí mismo?

La joven que presenciaba la escena firmemente atada y amordazada, abrió desmesuradamente los ojos aterrorizada. Chilló y se revolvió desesperada al tiempo que negaba con la cabeza. Como si eso sirviera de algo, siguió contorneándose y chillando, mientras las ávidas manos de sus secuestradores comenzaron a recorrerla. Aquello solo excitó aún más la sucia lascivia de aquellos hombres enfebrecidos. Los miraba aterrada intentando en vano recibir algo de misericordia. No encontraría piedad en esos ojos llenos de lujuria. Era una batalla perdida pero no se rendía, quizás tuviese algo de suerte, quizás alguien se apiadase de ella, tal vez alguno de aquellos hombres recapacitara…

El bofetón le cruzó la cara pillándola de improviso. A su paso, despertó mil hogueras en sus ya maltratadas mejillas. Un hilillo de sangre le bajaba por la comisura del labio. Se calló y se calmó de inmediato ya sabía lo que le esperaba. No habría ayuda, no habría clemencia, nadie iba a recapacitar. Miró temblorosa a la fría navaja que con pulso firme se acercaba hacia ella. Pasó ante sus ojos y después se fue presta a cortar las ligaduras que la ataban por los tobillos. Chilló una vez más, a sabiendas que su grito ahogado no sería escuchado por nadie. Chilló y lloró y pataleó mientras aquellas manos desaprensivas la abrían de piernas.

No le veía la cara, borrosa por las copiosas lágrimas; pero ahí estaba, dentro de ella. Quemándole las entrañas con su abyecta polla. La penetraba con fuerza, clavándosela hasta el fondo; y con furia, bombeándola sin descanso al compás de un ritmo frenético. La estaba matando, parecía que la iban a partir en dos. Seguía gritando a pesar de los bofetones, no podía hacer otra cosa, tenía que dar salida a la lacerante angustia que palpitaba en su entrepierna. Tuvo suerte, se corrió pronto, con un gruñido más propio de una bestia que de una persona, el desaprensivo se vació dentro de ella. Se quedó un instante dentro de ella apretándose como si no deseara separarse nunca. Y de repente se salió de ella y se levantó tan bruscamente como había entrado.

Al momento otro ocupaba su puesto. Éste como el anterior, comenzó a follársela sin miramientos, buscando su propio y egoísta placer. El dolor seguía sin remitir, las bruscas sacudidas a las que era sometida, los incesantes pellizcos y manoseos, las hostias que a veces recibía por “no colaborar”, las rígidas ataduras que le forzaban las articulaciones de manos y brazos… en definitiva, todo le hacía un daño atroz. Pero lo que más le dolía era el alma. Aquellos hombres se estaban desfogando en ella como si fuese un mero objeto. Como si ella no fuese nada. La humillaban y vejaban como si eso fuese lo más natural del mundo, y eso duele. Duele mucho más que un bofetón o un pellizco. Duele porque te hace creer que no eres nada, que no vales nada, que no le importas a nadie. Por supuesto, es mentira, tú sabes que es mentira; pero ¿por qué se comportan así? entonces. El segundo estaba a punto de acabar, menos mal, sus embestidas eran ahora más profundas y más acompasadas. Como el primero, se quedó clavado dentro de ella mientras descargaba su mala leche dentro de ella. Y como hiciera su compañero bruscamente se retiró. Dejando lugar para un nuevo violador…

El tercero no parecía tan ansioso, no se dio tanta prisa al penetrarla. Lo hizo con más calma, controlando la situación. Parecía más viejo y más experto. Quería disfrutarla durante más tiempo, y vaya si lo hizo. Para empezar, comenzó a jugar con sus tetas. Hasta ese momento, habían permanecido ocultas por la chaqueta, la blusa y el sostén; pero ahora forcejeaba por liberarlas de aquellas prendas. Las cuerdas con que la habían atado le molestaban ahora. Pero sus compañeros que se dieron cuenta de las lascivas intenciones comenzaron a ayudarle. Dejaron de sujetarle las piernas, total ya no era necesario, y deshicieron un par de nudos. Mientras, el viejo seguía con su parsimonioso bombeo, por lo menos así no dolía tanto. Lo que no podían retirar, lo cortaban, al poco apareció un pezón, después el otro. Una vez liberados, la lasciva boca del viejo se amorró a uno de ellos, mientras su mano se paseaba por el otro.

Aquello era peor, su maltratado cuerpo reaccionaba ahora con gratitud a las falsas ternuras. Para su vergüenza, se le endurecieron sin querer los pezones. El experto viejo, sabía cómo calentarla. Y al hacerlo, no desaprovechaba la ocasión para insultarla y rebajarla. No era ella la que se estaba excitando, no era ella. Pero su cuerpo seguía ignorándola y continuaba traicionándola mientras se preparaba para una cópula que ya se había iniciado.

El viejo sonreía con sorna, sabía que estaba teniendo éxito. Decidió acelerar el proceso, pronto se vendría de continuar así. Su mano se deslizó a la entrepierna de la desconsolada joven y comenzó a machacarle el clítoris. Sabía hacerlo, lo había hecho muchísimas veces y por lo tanto estaba seguro de su éxito. Un leve rubor le confirmó sus sospechas. La chica se debatía pero no parecía luchar sino acompasar sus movimientos a los de él. Ella le rehuía la mirada, pero no importaba se iba a correr de un momento a otro. Y así fue, sin poder evitarlo, sintió como su cuerpo se tensaba, y en el clímax, una corriente de doloroso bochorno. El alivio de la tensión no le supuso ningún placer, sino mayor angustia y vergüenza. Si antes ya se sentía mal al ser utilizada como un objeto, ahora la respuesta condicionada de su cuerpo la hacía hundirse aún más. No necesitaba las burlas de aquellos hombres para maldecirse. En realidad, no había sentido verdadero placer, ni deseo, ni amor. Simplemente había experimentado un acto reflejo que la asqueaba por las falsas interpretaciones del que era objeto.

Afortunadamente, las burlas duraron poco. El viejo no tardó en correrse una vez consiguió su propósito. Y en cuanto dejó el sitio libre, un nuevo villano ocupó su lugar, deseoso de gozar de la espléndida hembra que tenía delante. Como los anteriores, buscando saciar su libido, sin pensar en nada más. Y después un quinto, un sexto… perdió la cuenta pues todos sin excepción la trataban igual. La cálida estrechez de su maltrecha vagina los atraía como la miel a las moscas. Y ellos, sin escrúpulos, se regodeaban maltratando su inocencia mientras saciaban sus más animales y primitivos instintos.

La joven se dejaba hacer, total ya había sido mancillada ni se sabe las veces. Había dejado de patalear y gastar energías inútilmente. También había dejado llorar, sus ojos sin mirar a ninguna parte se perdían en el infinito a donde había huido su consciencia. Creía que ya había pasado lo peor, que sólo debía aguantar un poco más de humillación y todo habría pasado, como un mal sueño como una horrible pesadilla… No fue así. De repente, sin mediar palabra uno de aquellos sujetos, le dio la vuelta. Un agudo chillido salió de su garganta y se oyó perfectamente a pesar de la mordaza, aquel malnacido le había reventado el ano de un solo empellón. Volvieron las lágrimas, el maldito fierro que la taladraba le quemaba las entrañas. Era un dolor agudo, incisivo, constante; no cesaba, únicamente variaba en intensidad conforme se iban sucediendo las estocadas. Trató en vano de zafarse al castigo, fue inútil. Lo más que consiguió fueron nuevas cachetadas, más moretones a la larga colección que ya tenía. Y cuando se vació éste, vino el siguiente. Y así la rueda de horror e ignominia volvió a completarse una vez más. Pero aún no habían acabado con ella…

Estaba desecha, no podría aguantar nada más. Hasta se había desmayado. Pero la habían reanimado con sales. No disfrutaban de una muñeca rota e inerme. Disfrutaban con el dolor y la humillación y aquellos degenerados parecían saber mucho de eso. El líder había vuelto a tener una idea luminosa… Le quitaron la mordaza, total ya tenía la garganta en carne viva y no podría gritar más. Decidieron darle uso también a la boca y a su garganta. La usaban como a una muñeca rota a su antojo. Lo mismo estaba limpiándole el sable a uno que montando con dos a la vez. A veces boca arriba, otras bocabajo, de costado, uno por delante y otro por detrás, hasta con tres y cuatro a la vez, los minutos se hicieron horas y las horas años…

Cuando se cansaron de ella, no quedaba ni rastro de la joven que llegara confiada a la vieja fábrica. Era un simple bulto arrebujado con forma de mujer. Era una mujer hermosa pero no lo parecía cuando mediada la mañana la encontró la policía. Tan ajada estaba que costó reconocerla. Dicen que uno de los policías vomitó al verla en aquel estado. De inmediato la llevaron al hospital junto con el pobre ingeniero que la acompañaba. A él también lo habían golpeado hasta desfigurarle la cara, de hecho lo sorprendente era que estuviera vivo pero por alguna razón no le habían hecho nada más. En cambio a la pobre Teresa… El señor Urrutia fue informado de inmediato, y llegó enseguida todo lo rápido que le permitieron los medios. Llegó furioso, lleno de ira y de miedo. Exigió responsabilidades nada más llegar y se volvió mucho más exigente cuando vio a su hija. Tenían que pagar por ello… Malditos bastardos, ¿Por qué lo habían hecho?

La policía no tardó en capturar a los culpables. No fue difícil, la banda de Sergio ni se preocupó por esconderse. Los muy estúpidos no sabían a quién habían agredido. Estaban repartiéndose los beneficios cuando los atrapó la policía. Allí en el calabozo mientras los interrogaba la policía estaba el señor Urrutia. Inquieto, nervioso por no poder desfogar su furia. ¡Malditos! ¿Por qué lo habéis hecho? ¿Por qué? La fría respuesta le llegó de boca de Sergio, el joven al que él sin saberlo arruinó la vida para siempre.

  • ¿No lo sabe? No existen ni el bien ni el mal, sólo el beneficio… Y nosotros nos beneficiamos de ella… ya lo creo que nos la beneficiamos…

Los dos habían buscado el beneficio egoísta sin tener en cuenta nada más. Los dos se habían beneficiado, y los dos pagaban por ello. Pero entre tanto, otros muchos pagaban por su insensato egoísmo. Por el provecho de unos pocos, pagaban los inocentes…

Martos