Por la union de la familia (2)

Álvaro hace una declaración de amor a su madre que sume a esta en tremendo desconcierto; por una parte le atrae lo que su hijo le propone, vivir con un hombre que la quiere de verdad, lo que nunca ha tenido, pero el hecho incestuoso la repele

CAPÍTULO 2

Julia dijo “

Vamos a bailar también nosotros”,

y, sin esperar respuesta, arrastró al muchacho a la parte lateral izquierda de la sala, la opuesta a aquella por donde su marido y su hija se perdieran. Tan pronto llegaron allá, Julia se enlazó con su hijo, pegándose a él como lapa a roca, rodeándole el cuello con sus brazos. Empezaron a moverse, cadenciosos, con Álvaro rodeando el cuerpo de su madre entre sus brazos, al tiempo que ambas pelvis avanzaban, la una hacia la otra, para, más que unirse, fundirse ambas, como queriendo ser los dos uno sólo. La mano diestra de de ella, rompió el abrazo para ascender a la nuca de él, haciendo que sus uñas, largas, cuidadas, la acariciaran, rascándola con suma suavidad, colmada, más que de erotismo, de pura, dura, sexualidad.

El muchacho respondió a esas caricias besando, mordisqueando, el cuello materno, el lóbulo de su orejita, lo que hizo que Julia se estrechara aún más contra el masculino y filial cuerpo, estrellando con renovados bríos su pelvis a la de él, aplastando así la más que dura protuberancia que de la entrepierna de Álvaro, gloriosamente emergía, restregándose a fondo en ella, alzándose, incluso, sobre las puntas de sus pies para así fundir, más y más, la unión de cuerpos,  fusionando, más o menos, las respectivas “partes nobles” de sus cuerpecitos, al tiempo que rompía en quejidos y algún jadeo contenido.

Se miraron madre e hijo, y sus bocas se lanzaron al encuentro la una de la otra; el morreo fue impresionante. No eran ya seres humanos, sino fieras carniceras, buscando, mutuamente, devorarse. La sangre brotó de los labios de los dos, hendidos por los dientes ajenos, que se mordieron como si en ello les fuera la vida. Eso, el sabor de la sangre de su hijo, pues no era poco lo que sangraba, tanto o más que ella misma, enervó todavía más a Julia, que cayó en una especie de trepidante ataque ninfómano que la hizo clavar sus dientes, denodadamente, en el cuello de su Álvaro, mientras lanzaba apagados grititos, gemidos a media voz, claros jadeos de íntimo placer.

Deseaba fervientemente esa barra de carne que emergía de la entrepierna de su hijo, tornada ya en casi barra de acero, grande, gruesa, apabullante. La deseaba dentro de ella, clavada hasta lo más hondo de lo más femenino de su ser de mujer, desenfrenada, enloquecida, de puro y duro deseo sexual, sin mezcla de sentimiento alguno, pues para entonces era, sencillamente, una hembra biológica más que “movida”, deseando al macho de su especie que era su propio hijo. Pero es que Álvaro tampoco se quedaba atrás en el fogoso deseo por la carne de su madre, a la que ahora veía no como a tal, sino como a la hembra más endiabladamente deseable que darse pudiera.

La fogosidad del hijo se convirtió en pura locura lujuriosa, libidinosa, hasta tal punto que allí mismo, sin parar mientes de que estaban a la vista de bastantes parejas que, atraídas por el follón de quejidos, jadeos, esas expresiones puramente sexuales de madre e hijo, habían centrado su atención en ellos de algún tiempo atrás, alzó la falda del vestido materno, hasta dejar al aire la cintura de Julia con las bragas enteramente a la vista de cualquiera; se sacó de sus profundidades la “barra de acero”, hizo hacia un lado la brevísima tanga y enfiló, con absoluta decisión, el candente “fierro” a aquella oquedad, aquella grutita de “Alí Babá y las Cuarenta Mil Delicias”, al tiempo que, tomando por las nalgas a tal “hembra placentera”, la elevó hacia sí mismo, presto a consumar la penetración de aquella Meca del más insigne, inmenso, placer.

Julia, poseída de no menor lujuriosa locura que su hijo, se sumó a los filiales esfuerzos, colgándose de su cuello para, apoyándose en él y en la pared, a la que apoyó, firmemente, la espalda, ayudándole así a mantenerla alzada, con las piernas bien abiertas, hasta la altura ideal para que su cuevecita quedara al alcance de la “pértiga” del “mocer". La penetración se consumó mediante los esfuerzos de ambos, combinados al alimón, y entonces Julia profirió un hondo y sonoro suspiro que bien podría traducirse en un “Al fin; al fin te tengo dentro de mí, Alvarito, incestuoso niñito mío…”

Al momento de sentirse “empalada”, Julia alzó ambas piernas, rodeando con ellas las nalgas y el comienzo de los muslos de su hijo, y empezó a empujar ella también, lanzando sus caderas hacia adelante para enseguida replegarlas hacia atrás, en consumado acorde con los empujones, las bravas embestidas, de su hijo,

  • ¡Así, golfo, cabrón! ¡Así, cerdo, bastardo! ¡Así, maldito hijo incestuoso! ¡Fóllate, bien follada, a tu madre, cerdo, cerdo! Lo deseabas desde hace tiempo, ¿verdad hijito? ¿Verdad golfo bastardo? Dime, ¿desde cuándo deseas a la puta de tu madre? Desde cuándo, hijito mío, cerdito mío. ¿Cuánto, cuánto deseas a tu madre? Dímelo, cabrón, que me inflama, me pone cachonda saberlo, me pierde, cerdito mío, pensar en ello, que mi hijo me desea, desea follarme; follarme a mí, a su madre; a su más que puta madre. Me “pone” Alvarito, me “pone”; me vuelve loca pensar que deseas follarme maldito hijo mío, maldito hijo de puta, maldito hijo de la puta de tu madre…
  • Sí mamá; te deseo; te deseo más que a nada más que a nadie en este asqueroso mundo. Y con toda mi alma, como nunca he deseado a nadie; a ti mamá; a ti, madre y puta. ¡Puta, puta, puta madre mía!...
  • Sí hijo, sí. Así; llámame puta, puta, puta. Esta noche seré tu puta; tu madre puta. Te haré lo que ni imaginas que pueda hacerse, lo que la puta más puta, la puta más experimentada, sabría nunca hacerte. Te deseo hijo, Alvarito, maldito hijo mío, te deseo casi más que tú a mí. ¡Fóllame hijo, fóllame! ¡Aggg, aaggg! Así cabrón, así, cerdo. Fuerte; más, más fuerte. Cerdo, cabrón ¡“Joputa”!…

Julia estaba desatada, loca perdida… Frenéticamente “salida”, sin sentido alguno mínimamente racional, estaba reducida a estado puramente animal, bestializada por entero; entregada, en cuerpo y alma, al único objetivo de lograr el máximo placer sexual. Un placer sexual que la consciencia de estar transgrediendo el tabú por excelencia de la Historia de la Humanidad, el incesto, y más aún, el tabú por excelencia dentro del tabú del incesto, el de madre-hijo, mayor, si cabe, al de padre-hija, por aquello tan tradicional de la virtuosa materfamilia, multiplicaba “ad infinitum”.

Pero por entonces, Julia tuvo un instante de semi lucidez dentro de su estado convulsivamente lujurioso, y abrió ligeramente los ojos, mirando a su alrededor entre aquella especie de humo adormecedor que la envolvía sin dejarla ver las cosas en su entera nitidez, pero lo suficiente para medio vislumbrar algo que al punto la devolvió, por entero, a la vida real.

La cosa era que las parejas que a su alrededor venían bailando, estaban paradas, sin bailar, rodeándoles absortos, mirándoles sin perder comba de lo que sus ojos, abiertos de par en par, como platos, estaban viendo en aquellos mismísimos instantes: Una pareja, madre e hijo por más señas, ya que todas las “lindezas” que Julia dedicara a Álvaro, incluyendo lo de madre e hijo incestuosos, que ella había proferido no en voz alta, sino a grito pelado, con lo que la pareja madre-hijo había concentrado en ellos la general atención.

Entonces Julia vio, impertérrita, cómo los ojos del corrillo hecho a su alrededor brillaban casi enfebrecidos ante el “espectáculo” que estaban disfrutando. Tampoco se le ocultó a la experimentada mujer, las miradas de pura lascivia que ella misma atraía y concentraba. Hasta apreció, en toda su crudeza, cómo más de una mano masculina, más de dos, de tres, casi infinitas, se perdían por dentro de los desabrochados pantalones, en rítmicos movimientos la mar de sospechosos. Hasta alguna fémina que otra mantenía su manita escondida bajo la falda haciendo movimientos no menos sospechosos que los de los varones.

De todo eso fue consciente Julia en un momento, en una simple ojeada. Entonces, separando de sí a su hijo con un brusco empujón, ella quedó enteramente tapada al caer por su peso la falda del vestido, mientras Álvaro, sorprendido y desorientado, sin saber por dónde y, aún menos, por qué venían tales “tiros”, tal desaire de su madre, con sus vergüenzas al aire, briosamente enhiestas a los cuatro vientos, y la “cabecita” de aquella especie de espindarga árabe, desnuda, más amoratada que roja y brillando cual brasa encendida gracias al generoso derroche de los íntimos flujos maternos, manados desde lo más profundo de las entrañas de su candente, su viciosa madre. Entonces, cuando Álvaro estaba más confundido que nunca, su madre lanzó una sarcástica carcajada y, dirigiéndose a la improvisada “parroquia”, les soltó

  • Mis muy babosos mirones y mironas. Se acabó el espectáculo… ¡E Finito!

Seguidamente, Julia se dio la vuelta, tomó de la mano a Álvaro y, tirando de él, emprendió el camino para salir de allí, corriendo más que andando y casi volando más que corriendo, mientras decía

  • Vámonos de aquí, mi niño

Así, entre corriendo y volando, llevando a su hijo siempre a rastras tras ella, Julia ganó el vestíbulo del local, donde, del guardarropa, tomó sus cosas y las de su hijo, dándoselas, para tomándolo de la mano, a paso más sosegado, ir los dos a los ascensores. Llegados allí, pulsó ella la llamada y, al punto, volvió a enroscarse al cuello de Álvaro, “morreándose” de nuevo con él a todo “morrearse”. Al rato, separo de él  sus labios para  susurrarle más que hablarle al oído

  • Cabroncete mío, cerdito mío; volvamos a casa y, tan pronto lleguemos, nos meteremos en la cama a follar como locos, hasta que, materialmente, no podamos seguir. Y mañana, y pasado y quién sabe cuántos días más, follando y follando, sin parar, sin salir de la cama, más que lo imprescindible para comer algo, reponer fuerzas para poder seguir en el “tajo”
  • Ja, ja, ja… ¿Y papá…y Carla?...
  • ¡Que les den mucho por ahí a los dos! O, ¿qué crees, qué están rezando el rosario? ¡Pero qué tonto eres! No te apures, que también ellos estarán follando como locos toda la noche.

Por fin llegó el ascensor, abriéndose las puertas ante ellos, y Julia, al instante, tirando del “cerdito”, casi de un empellón lo metió en el habitáculo, pulsando al momento “Bajar”. Apenas terminado de cerrarse las puertas e iniciado el descenso, que ya estaba otra vez la “burra al trigo”, esto es, Julia morreando a su vástago como sólo ella sabía hacerlo. Pero  en esta ocasión, el “morreo” duró lo que dos cubitos de hielo en un “whisky on the rock”, como canta Sabina en su “Diecinueve días, etc”, pues al segundo, casi, el muchacho separó sus labios de los maternos, preguntándole.

  • Julia tú…tú, ¿me quieres?...
  • ¡Vaya una pregunta más tonta! ¡Pues claro que te quiero! Eres mi hijo, ¿no?
  • No; no me refiero a eso. Es otra cosa, muy distinta, por cierto. ¿Dejarías a papá para venirte conmigo, a vivir juntos, en pareja?

Julia se quedó de piedra, sin habla, casi sin sangre en las venas. Pasó algún minuto, algunos minutos, en silencio, mirándose los dos; él, bien podría decirse que anhelante, ella, seria, muy, muy seria. Al fin, Julia rompió el mutismo, con la misma mirada seria, helada, que antes le dirigiera

  • Mira Álvaro; soy tu madre, y como  tal te quiero; puede que no todo lo que debiera, lo que cualquier madre quiere a un hijo, pero quererte, te quiero. Y me gusta follar contigo. Luego dejemos así las cosas; no quieras ir más allá…
  • De acuerdo madre; olvida lo dicho. Lo retiro…

El ascensor había llegado a la planta del garaje, abriéndose sus puertas al tiempo que Julia acababa de hablar, mientras Álvaro respondía a las palabras de su madre, que al punto salió del camarín más corriendo que deprisa, alejándose de él casi a paso de carga, taconeando de firme, segura, sobre el suelo del garaje, en busca del coche. También Álvaro salió tras su madre, pero tranquilo, sosegado, sin prisa alguna. Enseguida, apenas tras unos pocos pasos, Julia se detuvo, para espetarle, vuelta a él.

  • ¿Sabes, gilipollas, más que gilipollas, lo que has logrado con esa majadería tuya? ¡Que se me quiten las ganas de follar, que hace falta ser gilipollas para ocurrírsete tal desatino! Luego, si tienes “ganas”, y sé que las tienes, como no te “la machaques”…
  • Pues, ¡qué se le va a hacer! ¡”Sic transit, gloria mundi”!

Y, sin esperar nada, la mujer volvió a girarse, dando de nuevo la espalda a su vástago. Siguió andando a buen paso otro trecho, más corto, si cabe, que el anterior, hasta que de nuevo se detuvo, girándose otra vez a él

  • Por cierto, Álvaro; que acabo de caer en que estoy en deuda contigo. Antes, arriba, me corrí, y dos veces, pero tú te quedaste “in albis”. Así que, tan pronto lleguemos al coche arreglamos cuentas: Te haré la mejor “mamada” que te hayan hecho, que en tu “pastelera” vida te harán.
  • No, Julia, no. Olvídalo. Esa deuda que dices, no existe, que también tú me diste muchísimo placer, y si no llegué a acabar, pues qué se le va a hacer. No es necesario que “lo” hagas; es más, prefiero que no lo hagas; vamos, que no quiero que me lo hagas
  • ¿Qué pasa? ¿Mi cerdito incestuoso se ha enfurruñado tanto con mamita, por lo de quitarte la miel de la boca, que hasta no quiere que mamita se la chupe? No te apenes, cerdito mío incestuoso, que ya vendrán días mejores. Aunque, quién sabe; los gilipollas presuntuosos que se les da la mano y pretenden quedarse con todo, me repatean cosa fina, así que, quién sabe lo que en el futuro podré hacer contigo; a lo mejor no quiero volver a saber nada de ti. Para follar, digo, que también soy tu madre y, en cierto modo al menos, te quiero y te querré siempre
  • Estás muy equivocada, Julia; no es que esté enfadado por eso que dices; es más, te prefiero como madre a como amante, pues como madre, te importo algo, aunque poco, pero como amante lujuriosa, sé que no te importo nada, más allá del placer que pueda darte. No Julia; si no quiero que me hagas…”eso”, es por respeto hacia ti, a la mujer que eres, pues se ama lo que se respeta… Y SE RESPETA A QUIÉN SE AMA.

Julia se quedó en suspenso, como si le hubiera dado un aire. Luego, al momento, quedó seria, muy, muy seria, aunque sin asomo de enojo en esa seriedad, mirándole fijamente, sin pestañear, como si a través de esos ojos, quisiera entrar, penetrar, hasta lo más hondo, profundo, de su mente, su alma, buscando en esa mirada de él el menor atisbo de burla, de cruel sarcasmo, pero lo único que vio fue sinceridad, la genuina verdad de quien habla con el corazón en la mano, y la perplejidad ante esa verdad diáfana, como la luz del sol, llegó a límites insospechados. No lo podía creer, pero ahí estaba, en los ojos de su hijo, la increíble verdad.

Más conmocionada aún, se giró, dando la espalda al muchacho, y volvió a dirigirse hacia donde iban, su vehículo. Anduvo muy, muy pocos pasos, y se detuvo, volviéndose otra vez hacia su vástago

  • ¿Vienes, Álvaro?

Y el muchacho, dócil a su madre, al punto la siguió. Tampoco esta vez Julia le dio la espalda, para seguir sola, delante de él, sino que le esperó hasta tenerle a su lado, casi hombro con hombro, reiniciando entonces ambos la marcha, muy juntos, pero no revueltos, separados hasta no tocarse un pelo,  a ese paso de él, más pausado, y sin decir palabra en todo el rato. Al fin divisaron su meta, el automóvil, y Julia, con el mando a distancia del llavero, liberó las puertas del vehículo para, al estar ya a su lado, pedir al joven

  • ¿Te importaría conducir, Álvaro? Estoy cansada, ¿sabes?
  • Sin problema, madre; con gusto lo llevare. Descansa tranquila
  • Gracias, Álvaro. Eres muy gentil conmigo

Se metieron en el auto, Álvaro arrancó y, en nada, rodaban por la calle rumbo a su casa. Durante el trayecto, unos 30 minutos, mantuvieron, incólume, el silencio de antes, con Álvaro impertérrito, fija la vista en el asfalto, sin apartarla un segundo de allí, y Julia ensimismada en los pensamientos que, entonces, ocuparan su mente desde lo de “Se ama lo que se respeta, y se respeta a quién se ama” Alcanzaron por fin su destino y, tras dejar el coche en el garaje, entraron en la casa. Nada más entrar, en el vestíbulo, dijo Álvaro.

  • Me voy a la cama, a dormir; estoy algo cansado y me duele un poco la cabeza. Hasta mañana Julia; que descanses

El joven fue directo hacia la puerta, frontera a la de entrada, que daba paso al salón y al pasillo al que se abrían los dormitorios, pero la voz de su madre le detuvo.

  • ¡Espera un momento, Álvaro!, por favor. Tomemos una copa juntos, en el salón; o un vaso de leche calentita, con una aspirina, aquí, en la  cocina; lo  que prefieras. Deseo que hablemos, y no quiero esperar a mañana; las cosas, mejor en caliente…

Álvaro, ya con el pomo de la puerta en la mano, titubeó un segundo para, enseguida, soltar el pomo y dirigirse a la cocina, donde ya su madre se adentraba tras correr los cierres de seguridad de la puerta de entrada

  • De acuerdo, madre; lo que tú digas. Pero, mejor, la leche con una aspirina

Álvaro se sentó a la mesa de la cocina, en tanto su madre calentaba la leche, colmando luego los vasos del lácteo líquido. Llevó éstos a la mesa, poniendo uno ante su hijo y el otro frente a él. En segunda instancia llevó a la mesa el azucarero, las cucharillas y un envase del popular analgésico. Se sentó frente a su hijo y, como buena anfitriona, se dispuso a servirle azúcar.

  • ¿Cuántas?
  • Ninguna, madre; ninguna. A ver cuándo te quedas con que yo, la leche y el café con leche, los tomo sin azúcar
  • Tienes razón, hijo; hago firme propósito de no olvidarme más de ello; de eso, y de tus gustos, en general; cómo te gustan las cosas. En fin, de todo eso que nos hace la vida más agradable.

Ambos dos tomaron un sorbo de sus vasos, y Álvaro sacó un paquete de tabaco, extrajo un cigarrillo y lo encendió; al punto, su madre le dijo

  • ¿Me enciendes uno, hijo?

Álvaro así lo hizo, alargándoselo sin comentarle nada; ella lo tomó, le dio una profunda calada, exhalando caprichosas volutas de humo. Bebió otro sorbo de leche y, por fin, entró en materia, en aquello de lo que le quería hablar, sin más rodeos, sin más ambages.

  • Álvaro, esta noche, no hace tanto, prácticamente me proponías que abandonara a papá para irme contigo; para ser, tú y yo, pareja conyugal, marido y mujer en la práctica, ¿no es así?

Álvaro, al oír a su madre, enrojeció hasta la raíz del pelo; bajó la testa y, sin mirarla, sin valor para sostener su mirada, contestó casi en un susurro

  • Sí; así es… Lo siento madre; sé que no debí hacerlo… Ya te dije que lo olvidaras, que retiraba lo dicho
  • Ya; pero lo dijiste; y mucho más en serio de lo que al pronto creí. Sé, y no me digas que no, pues mentirías cual bellaco, que eso es, precisamente, lo que más deseas, lo que más anhelas: Que sea tuya, sólo tuya, sin compartirme con nadie; tu compañera en la vida y, diría, de por vida; que seamos pareja, y no sólo para follar, que también, desde luego, sino más bien para compartir la vida, sus dichas, sus placeres, sí, pero también su lado más obscuro, sus desdichas, sus sinsabores; juntos los dos, unidos “in aeternum”, “para amarnos, honrarnos y respetarnos, en lo bueno y en lo malo, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, siéndonos fieles hasta el fin de nuestras vidas”… ¿Me equivoco, hijito mío, cerdito mío incestuoso?

Álvaro no respondió; sólo bajó aún más la cabeza, con el rostro todavía más encendido que antes, con lo que su madre, triunfante, exclamó

  • Vaya, parece que voy por buen camino. Vamos a ver Álvaro, hijo; supongamos, ¿he?; supongamos, imaginemos; sólo eso, supongámoslo, imaginémoslo, que yo, por finales, acepto; dejo a tu padre y me voy a vivir contigo en  pareja conyugal. Ahora dime, Álvaro, ¿de qué viviríamos? ¿Cómo me mantendrías? ¿Con qué ingresos? Porque, “cariñito”, de amor no se vive, ¿sabes?, y lo de “contigo, pan y cebolla”, está muy bien en las novelas, pero, por desgracia, en la vida real no funciona, sino que se precisan más, muchas más cosas, carne, pescado, fruta, verdura… Y vestir, y  calzar, y una casa con electricidad, teléfono. Un montón de cosas, “cariñito mío”…

Julia era mordaz, muy, muy mordaz, casi cruel, con su hijo, pero la “guinda”  aún estaba por venir. Calló un momento para mirarle, observarle bien, casi anonadado ya para entonces, ante las palabras de ella

  • Alvarito, con tus veintitantos “tacos”, ya eres un hombre, pero sólo por los años vividos, pues síquicamente, en tu forma de vivir, conducirte en la vida, no eres más que un "niñato” malcriado. Te dedicas “a la vida alegre y confiada”, a pasártelo en grande sin dar “palo al agua”, haciendo el vago a costa de tu padre, “fundiéndote” cuánto dinero le sacas, que no es poco. Porque vamos a ver, ¿qué has hecho desde que, con dieciocho años, acabaste el Bachillerato?... Nada; absolutamente nada. Dijiste que de hacer carrera, ir a la Universidad, nada de nada, que ya estabas harto de tanto estudiar, que mejor buscarte la vida en el Funcionariado, Estatal o Local; harías oposiciones y, “ya dentro”, progresarías por Promoción Interna… Pero, ¿qué has hecho, en realidad, a lo largo de estos años? De todo, menos estudiar, “hincar codos”, que de eso, ni de coña, suspendiendo cuantas convocatorias te has ido presentado; y tu padre, gastándose “pelas y más “pelas” ( pesetas ) en balde, tasas de examen, mensualidades de una academia donde prepararte, pero por cuyas aulas, ni por equivocación apareces ¿Cómo quieres que, así, no ya yo, sino ninguna mujer te tome en serio, admita unir su vida a la tuya? No puedes pretenderlo, “cariñito mío”. Mientras sigas así, a lo único que puedes aspirar es a que una tía folle contigo sin más complicaciones; sin comprometerse a nada contigo ¿Es eso lo que deseas para ti, para tu vida?

Nueva pausa de Julia para mirar, otra vez, a su hijo; y hasta sintió pena al verle. Ya no mantenía la cabeza gacha, sino que la miraba de frente, directamente a la cara, a los ojos, con éstos muy abiertos, la faz pálida, casi tan blanca como el papel, algo desencajado, con un rictus de desaliento, de dolor, ante lo que su madre le decía, con lo que la mujer se acercó a él, hundiendo cariñosa sus dedos en su pelambre, acariciándole, besándole en ambas mejillas, con sumo cariño; sumo cariño de madre

  • Cariño; con esto, lo que te digo, no pretendo zaherirte, hacerte daño; sólo que lo pienses, que recapacites; sólo eso, cariño mío, hijo mío, que recapacites sobre la vida que llevas. Que te des cuenta, mi amor, que así, por el camino que llevas, no vas a ningún sitio; que nunca serás, en verdad, un adulto, un HOMBRE, sino un niñato; un niño eterno. Y a los niños, a los críos, los “niñatos”, nadie los toma en serio; a los niños-hombre, ni siquiera se les respeta, nadie les respeta, porque no son nada; por su edad, ya no son niños, pero por su carácter débil, abúlico, su irresponsabilidad, tampoco son hombres, personas en las que nadie confía, pues en ellos, ellas, no se puede confiar. ¿Lo comprendes, hijo; hijito mío querido?

Y le abrazó, le besó, repetidas veces, por todo el rostro, el pelo, la frente, los ojos, que al muchacho le escocían, con lacrimosos goterones a punto de rodar por su rostro, sus mejillas; besos, caricias, suaves, tiernas, muy, muy de madre, con ese inmenso cariño que las madres siempre guardan para sus hijos, sean como sean, sean lo que sean, pues nunca dejan de ser eso, sus hijos, llevados nueve meses en su vientre, paridos  con dolor, mucho, mucho dolor, amamantados a sus senos de pequeñitos. Álvaro, al fin, se rehízo algo, apartando de sí a su madre, sin violencia ninguna, con suavidad, pero con firmeza.

  • No pasa nada mamá. No te preocupes. ¿Es todo lo que querías decirme?
  • Sí hijo; sí, cariño mío… Eso era todo.
  • Bueno mamá; pues, si no tienes nada más que tratar conmigo, me voy a dormir
  • Sí cariño; sí, amor.  Vete a dormir; que descanses, hijo

Y Julia hizo entonces lo que menos Álvaro podía esperarse, besarle en los labios; un beso fugaz, un instante suspendido en el tiempo, en el espacio; un beso, una caricia, repleta de cariño, de amor, cariño y amor más, mucho más de madre que de mujer, aunque quién sabe…

Él salió de la cocina un tanto desconcertado por esa reacción de su madre, con la que, muy bien, no sabía a qué carta quedarse, pues, como antes se dijera, era lo último que entonces podía él esperar de ella. Así, que abandonó, sin más, la pieza, sin abrir la boca, en silencio.

Ella, Julia, aún permaneció allí un tiempo; volvió a sentarse a la mesa y allí estuvo, ensimismada, perdida en un mar de pensamientos, emociones, que, si no encontradas, sí desquiciadas. Ni ella misma sería capaz de decir cuánto tiempo estuvo así; simplemente, llegó un momento en que, por fin, se levantó de la mesa para, a su vez, dirigirse a su cuarto, en demanda de dormir ya de una maldita vez.


Julia, esa noche, durmió poco y mal, y no porque la atormentaran crueles pesadillas, ni mucho menos, que aunque su mente estuvo poblada de imágenes, éstas, de terroríficas, nada tenían sino, más bien, del País de las Maravillas de Alicia, si bien, tampoco dejaron de inquietarla, robándole la tranquilidad del sueño. Fueron los sucesos ocurridos escasas horas antes, las emociones vividas desde lo de “Se quiere lo que se respeta, y SE RESPETA A QUIÉN SE AMA”, lo que ocupó su sueño, embriagándola de dulces goces a veces, casi atormentándola otras. En sus onirismos, se veía junto a su Álvaro, en pareja conyugal, sintiéndose querida como madre, amada como mujer y siempre respetada… Y era inmensamente  feliz, dulcemente gozosa, como nunca, nunca, lo fuera en toda su vida. Pero también estaba la otra cara de la moneda, la negra, la ingrata, cuando esa felicidad, ese goce, se truncaba al escuchar una voz en lo más profundo de sí misma, en su propia alma de ser humano, que le decía, le repetía, hasta la saciedad: “INCESTO, INCESTO…TODO ESO QUE TANTO DESEEAS, ES INCETO…INCESTO…INCESTO”

Al día siguiente, despertó ni demasiado tarde ni tampoco muy pronto, pues serían sobre las doce y media cuando entraba en la cocina tras ducharse, con una bata bajo la cual sólo estaba la braguita tanga, dispuesta a prepararse el desayuno; y entonces se encontró, de sopetón, con la primera sorpresa del día, ya que, sobre el office, encontró un plato con bollería, un gran vaso de zumo de naranja natural y un mensaje de Álvaro: “Julia, en el calienta-platos tienes una jarra de leche bien caliente, y la cafetera  con café caliente. ¡Que te aproveche todo!”

Y Julia se sintió plena de dicha, de tierna felicidad ante el más que inesperado detalle que su hijo, su querido Álvaro, tenía con ella. Y, sin poderse aguantar las ganas de besarle, acariciarle, decirle lo feliz, lo dichosa que la había hecho con esa atención suya tan inesperada, salió, sin esperarse a desayunar, bastante más corriendo que deprisa, disparada hacia la habitación de su ya crecidito retoño de sus entretelas. Mas, si la sorpresa del desayuno había sido de abrigo y gabardina, eso apenas fue nada comparado con la segunda sorpresa que esa mañana se llevó la buena de Julia.

La cosa fue que, cuando finalmente accedió al cuarto de su Álvaro, se quedó más sin habla que otra cosa ante lo que vio, que, de no haberlo visto con sus propios ojos, ni jurándoselo sobre los Evangelios se lo hubiera creído: Ni más ni menos que ¡¡¡SU HIJO DEJÁNDOSE LAS PESTAÑAS EN LOS TEXTOS DEL TEMARIO DE LAS OPOSICIONES!!! Vamos, estudiando a todo estudiar; ¡¡¡LO NUNCA VISTO!!! Y así era, que el “mocer” ni se enteró de que la puerta de su cuarto se abría, de lo ensimismado, lo concentrado, en el estudio que estaba, que hasta que no la oyó a ella hablar, ni se “coscó” ( enteró ) del evento

  • ¡Pero qué ven mis ojos!... ¡Mi Álvaro estudiando!

El muchacho, a la voz de su madre, hasta se sobresaltó, pegando  un respingo en el asiento que de poco no acaba en el suelo

  • ¡Jobar,  Julia! ¡Me has pegado un susto!...
  • Perdona amor, cariño mío; no  era esa mi intención. Venía a darte las  gracias por el detalle de prepararme el desayuno… ¡Y que a conciencia me lo has preparado! No le falta nada y, además, el detalle de molestarte en que el café, la leche, estuviera caliente. Te lo agradezco mucho, pero  mucho, mucho, mi cielo, mi amor… Y, sólo faltó ya, esto, verte estudiando. Me has hecho muy dichosa, muy feliz, cariño… Gracias,  mi amor; gracias por todo
  • Mira  Julia; para empezar, por lo que dices del desayuno, huelgan esas “gracias” que tanto me reiteras; sencillamente, que lo que en esta vida más deseo es cuidar de ti, ocuparme de ti; vivir por ti y para ti, para hacerte feliz y dichosa; muy, muy feliz, muy, muy dichosa. Y no me entiendas mal, que por donde seguramente, piensas, no van los tiros. Y lo de ponerme a estudiar, y muy, pero que muy en serio, es porque anoche me di cuenta de que tenías más razón que un santo en lo que me decías; entendí, por fin, que siguiendo como iba no llegaría nunca a ningún sitio. Así que, ya ves; todo es más sencillo de lo que dices, que no es para tanto, vamos…
  • Pues yo creo que sí, cariño; lo que acabas de decirme es lo más bonito que en toda mi vida me ha dicho nadie. Y tenías que ser tú, tú precisamente, quien me lo dijera; si antes era feliz, dichosa,  ahora lo soy mucho, muchísimo más, tras escuchar esas palabritas tuyas, tan bonitas, que sé las sientes muy, pero que muy de veras

Julia se había llegado hasta él, los dos de pie, uno frente al otro y casi tocándose; en tal momento, ella le echó los brazos al cuello, abrazándole en prieto, prietísimo abrazo, al tiempo que le cubría el rostro de besos y más besos; caricias dulces, tiernas, suaves, en el pelo, la frente, los ojos, las mejillas, una y otra, y otra vez más, para, al final, unir su labios a los de su hijo, en repetidos besos, caricias lo mimo de dulces, tiernas, suaves, que antes; besitos fugaces, de segundos, microsegundo más bien, reiteradamente uno tras otro, casi sin solución de continuidad, hasta que ella cortó tales besos y caricias, apartando de sí al hombre de un suave, pero firme, empellón, mientras riéndose, aunque sin malicia alguna, le decía

  • ¡Vade retro, Satanás! ¡Que te conozco, bacalao, aunque vengas “rebozáo”!... Que a ti te dan la mano y te lo tomas todo, todito todo, el cuerpecito serrano de una. ¡¡Ja, ja, ja!!

Y así, riéndose a todo reírse, salió del cuarto de Álvaro, dirigiéndose, ligera, a la cocina, dispuesta a dar buena cuenta del almuerzo que él, solícito, le preparara. Acabó el desayuno y, sin saber qué hacer, se dirigió al salón para sentarse en el ancho sofá, tres plazas que parecían cuatro. Encendió la tele, más por inercia que por gusto, pues ni la miró, de manera que, poco a poco, fue rindiéndose al somnoliento sopor que, dulcemente, empezó a envolverla, con lo que acabó por tenderse en el sofá, quedándose dormida en un pis pas, hasta que Álvaro vino a despertarla

  • Julia, despierta; son ya más de las tres de la tarde y, digo yo, que habrá que comer algo. O, ¿no tienes hambre?

A Julia le costó abrir los ojos casi lo indecible, de dormida que estaba; al fin lo logró, desperezándose sinuosamente, cual perezosa gatita; al fin, ya más despierta, pudo hablar

  • ¿Qué decías, Álvaro?... Lo siento, hijo, pero estaba muy, muy dormida, y ni me he dado cuenta de lo que me decías
  • Que son ya más de las tres de la tarde y, creo que debiéramos comer algo. O, ¿no tienes hambre acaso?
  • ¡Ya lo creo que tengo! ¡Y, de lobo, además! Pero, ¡Dios!, y qué tarde que se nos ha hecho; aunque, no te preocupe, mi amor, que en un periquete preparo algo; eso sí, ligerito; unos huevo con jamón o un filete con ensalada… Es que, por una parte, es ya muy tarde para hacer nada más en orden, y por otra, la verdad, hijo; cocinar y fregar no me “mola”, pero lo que se dice nada; nada de nada, hijo; qué quieres que te diga…
  • ¡De eso nada, Julia! Que no quiero yo que estas manitas, tan bellas, tan bonitas, tan cuidadas, se mancillen guisoteando y tal …
  • ¡Dios y qué galante que es mi niño con su mami! Qué gentil, qué atento eres conmigo, mi amor. Me gusta, ¿sabes?, me gusta mucho que seas así conmigo, que me mimes como hoy me estás mimando. Y me digo: ¿Qué hacemos todavía aquí, sin vestirnos para bajar a la calle?

Se quedó mirando a su hijo, todo preparado para bajar, con sudadera y pantalón vaquero, a falta sólo de calzarse y ponerse, por encima, algo de abrigo, añadiendo

  • Bueno; qué hago yo aquí, sin vestirme, que ya veo que tú estás prácticamente listo para bajar.

Con lo que, al momento, se levantó y echó a correr a su cuarto, a arreglarse un poco regresando no tanto después, con un conjunto de blusa camisera, en gris perla, abierta por delante en una hilera de botones de arriba abajo, y pantalón vaquero típico, en ese tono azul, clásico, de toda la vida, pero con, también, un toque de recato muy, pero que muy inusual en ella, pues no sólo se había calzado todo un señor sujetador, que bien que a las claras se notaba, sino que, además, llevaba solamente dos botones desabrochados, los dos de más arriba, en lugar de su más habitual soltarse tres y hasta cuatro ojales, con las “domingas” sueltas, libres de toda continencia sujetadora, bamboleantes, saltarinas, al compás de su firme taconeo, todo ello en verbi-gratia del famoso dicho: “Lo que se han de comer los gusanos, que lo disfruten los humanos”

Cuando Álvaro la vio de tal guisa, cosa absolutamente inesperada para él, se la quedó mirando muy, muy, atentamente, observándola, diríase, que casi con lupa, pues tal voluntad de recato en la mujer que era su madre, le desconcertó, y no poco, amén de que tal insistencia en mirarla, casi analizarla de pies a cabeza, o de la cabeza a los pies, dejó a la mujer bastante insegura, de modo que preguntó

  • ¿Qué pasa cariño? ¿No voy bien, no te gusta cómo voy?
  • En absoluto es eso; te veo  muy, pero  que muy bien… Y me encanta como vas.
  • ¿De verdad te parece bien?... Ya sé que voy bastante ligerita, demasiado ceñida… Pero es lo que hay, amor; lo que tengo… He escogido esto, precisamente, por parecerme lo más “decente” de mi guardarropa, pues las alternativas, no veas cómo son… Bueno, ya lo sabes; ya sabes cómo es, en general, mi ropa…
  • Te lo repito, Julia: ¡Vas estupendamente; estupendamente, de verdad! Y me gusta un montón verte así: Un tanto recatadita, pero conservando tu imagen; tu propia imagen de mujer; de la mujer que, de siempre, has sido y deseado ser; que eres, en definitiva… Esa mujer que tanto, tantísimo me gusta… Consérvala, Julia; no la pierdas nunca, pues dejarías de ser tú, si así lo hicieras… Y, a lo mejor, ya no me gustarías… Pero sí; también me gusta que hayas tomado esos  toques de discreción en tu vestir; sí, la verdad es que me ha gustado mucho eso.
  • ¿Sabes una cosa, amor? ¡¡¡Que eres un sol de hombre!!! Tan caballero, tan respetuoso, tan cariñoso y atento conmigo… Vamos, el hombre ideal, el “Príncipe Azul” con que toda jovencita, toda adolescente, mínimamente romántica, sueña con encontrar algún día…

Y riendo a todo reír, lanzando al aire, libremente, las alegres campanillas de su risa, tomado de la mano a su vástago, corrió más que anduvo hacia la puerta, arrastrando tras de sí a su Álvaro, en demanda de la calle. Ya allí, taconeando firme sobre la acera, se colgó, espontáneamente confianzuda, del brazo de Álvaro, recargando, incluso, su femenil cuerpo en el masculino, hasta meterle, casi a saco, los maternales senos en el pecho de hombre del chico que, en absoluto, puso reparo alguno a la maternal  confianza. Así, en buena, franca, camaradería, que más parecían una pareja hasta de jovencitos de dieciocho-veinte, veintipocos años, en cualquier caso, riendo jubilosos por cualquier tontería, cualquier nonada o nadería.

Anduvieron callejeando por el entorno de su casa, sin separarse de ella más allá de cien, ciento y pocos metros, deambulando de bar en bar, de cervecería en cervecería, de taberna en taberna, poniéndose “moráos” de vinos con tapas y raciones de cocina. Callos a la Madrileña, calamares a la romana, gambas al ajillo y “con gabardina” ( peladas, rebozadas en huevo y harina y fritas en aceite fuerte un momento nada  más, para que no se quemen , etc. etc. etc.

En fin, que eran las cinco y pico de la tarde cuando madre e hijo, tan joviales como habían estado deambulando de sitio en sitio, regresaban por fin a casa. Él, Álvaro, dijo que volvía a su cuarto, a seguir estudiando, y Julia, aduciendo estar muerta de sueño, de cansancio, se fue a su habitación dispuesta a dormir cual “lirona”. Serían ya pasadas las nueve y media de la noche cuando Álvaro pasó al  dormitorio de su madre, despertándola

  • Venga Julia; espabílate y levántate para cenar

Julia abrió sus ojitos, o, mejor decir, que los entreabrió, casi pegadas aún las pestañas por el sueño; se desperezó más a medias que por completo, para responder

  • ¿Qué dices, cariño? Lo siento, cariño mío, mi amor, pero estoy aún “zumbada” de sueño y no te he entendido bien
  • Pues que te levantes ya, dormilona; que son más de las nueve y media y hay que cenar. Luego, cuando acabemos, podrás acostarte y seguir durmiendo hasta que te canses…
  • ¡Dios mío! No me digas que son ya las nueve y media… Pero, pero, ¡si se me hace que acabo de echarme tumbarme en la cama, como quién dice!...
  • ¡Ya, ya, acabas de acostarte!... ¡Pero, si llevas durmiendo casi cuatro horas!... Vamos, que a tres horas y media, ni un segundo le quites… ¡Dormilona, más que dormilona!
  • ¡Hay Dios; si no me lo puedo creer; si tengo más sueño, más cansancio, que cuando  me eché en la cama

Y, efectivamente, Julia consultó su reloj, comprobando que, sin duda alguna, eran las 21,40, ya pasada, casi las diez de la noche. Se acabó de desperezar, estirándose cual gatita retozona, bostezó a más y  mejor, y casi tambaleante, medio dormida aún, marchó al cuarto de baño, evacuando su sobrante en el retrete para, al momento, meterse bajo la ducha, y no con agua templada, sino más gélida que fría, lo que acabó de despabilarla en un plis-plas, pues, ¡uff, qué frío!, de modo que salió al instante de la mampara, se secó más que vigorosamente, se echó por encima un albornoz y, sin más ropa que cubriera su desnudo cuerpo, se dirigió a la cocina donde encontró la cena lista y en la mesa; nada de particular, entrecots de buey poco hechos, bien churruscaditos por fuera, pero sonrosados y medio crudos por dentro, como a los dos les gustaban, acompañados de patatas fritas y ensalada de tomate, lechuga, cebolla cortada en aros y aceitunas de esas verde intenso, oscuro, de fuerte sabor a oliva

Cenaron en amor y compaña, uno frente al otro, entre risas y bromas, riendo a modo las mil  y una naderías, tonterías se diría, que tanto al uno como a la otra por momentos se les ocurría; en fin, chorrada tras chorrada, ora a cargo de Álvaro, ora por boca de Julia; y, es que, simplemente, se sentían los dos muy, pero que muy a gusto, la mar de bien, por el simple hecho de estar juntos, cosa que no tantas horas antes, menos de veinticuatro, en todo caso, hubiera sido impensable, tanto para el hijo como para la madre.

Acabaron la cena y, una vez más, Álvaro fue el gentil caballero para su madre, su dama, podría decirse, pues terminantemente se opuso a que ella hiciera absolutamente nada que no fuera irse al salón, a sentarse allí y descansar, pues no hubo forma de que permitiera a su madre hacer nada de nada en la cocina, encargándose él de recoger la mesa, fregar todo lo fregable, y, por finales, ordenarlo todo, poniendo cada cosa, cada cacharro, cada enser, en su sitio.

Hecho todo eso, se reunió con su madre en el salón, donde ella le esperaba sentada en el sofá grande, largo y ancho, de tres plazas. Álvaro hizo intención de retirarse a su cuarto, a seguir con lo suyo, estudiarse los temas de la oposición que se había propuesto aprobar en la primera convocatoria de ese nuevo año, en Marzo/Abril, pero ella le pidió que no la dejara sola, que se quedara con ella allí, en el salón, el rato de sobremesa; incluso, le pidió que sirviera dos copas de licor, de coñac, para bebérselas los dos, mano a mano. Y Álvaro, cómo no, cedió a los deseos maternos; sirvió ambas copas, las puso en la mesa de centro que unía el tresillo, dos sillones, butacones más bien, y el soberbio sofá, con intención de sentarse en uno de los sillones, pero ella se lo impidió

  • No; ahí no, cariño mío; ven aquí, mi hijito querido; junto a mamá…muy, muy juntito a mamita

Y Álvaro, una vez más, complació a Julia, su madre, yendo  a sentarse donde ella le indicaba, en el sofá, en una esquina, junto al brazo del mueble, el sitio que ella antes ocupara y que dejó libre para él. Y no acababa Álvaro de acomodarse donde ella le indicó, que Julia se tendió, cuan larga era, descansando, más que la cabeza, el rostro, en el regazo de su hijo.

  • Álvaro, cariño, amor de mi vida, ¿sabes? El de hoy ha sido el día más feliz de mi vida… Y todo, gracias a ti, a tu gentileza, tu dedicación a mí, tu delicadeza para conmigo. A ese cariño inmenso con que me has rodeado todo el día… Y lo conseguiste, mi amor; lograste hacerme muy, muy, dichosa; como nunca, ¿me oyes?, como nunca lo he sido. Porque me he sentido querida; querida y amada por ti; querida como madre, amada como mujer. Y ¿sabes?  Que no estoy segura cuál de esos dos afectos, tan dispares, me ha gustado, me gusta, más.

FIN DEL CAPÍTULO