¡Por el culo no, papá, por el culo no!
A ver, a ver, que me entere yo. Mi padre, un hombre católico romano apostólico, temeroso de Dios... ¿Quiere cometer un incesto?
Eran otros tiempos, era otro modo de vida, era que se era una muchacha que se llamaba Engracia a la que su padre metiera en un internado de monjas porque era lesbiana.
Voy a ponerme en la piel de la muchacha, una muchacha rubia, de ojos verdes y con un cuerpo cómo la Venus de Urbino, sí, la diosa que pintó Tiziano.
Todo tiene un principio y un final, y yo voy a empezar y acabar por el final.
Estaba sentada en el banco de los acusados y el juez me preguntó:
-¿Tiene algo que decir en su defensa?
-No, el veredicto ya estaba escrito antes de comenzar el juicio, para que perder el tiempo.
-Está faltando al respeto a este tribunal, señorita Engracia.
-A ver. ¿Usted cree que maté a mi padre, señoría?
-Yo lo único que sé es que estaba en casa esa noche.
En la sala había murmullos y la gente me miraba cómo a un bicho raro. Hasta mi abogado defensor pensaba que a mi padre lo había matado yo.
Acabé en una pequeña celda, sentada en un catre que tenía el colchón lleno de pulgas. Cerraba los ojos y veía la sangre que había sobre la cama de mi padre mientras esperaba a que me llevaran a una cárcel de mujeres donde probablemente me pudriría apareciese o no apareciese el cadáver.
Ahora os voy a contar la historia desde el principio, o sea, desde que entré en el internado. Os la contaré a grandes rasgos, pues toda la historia daría para un libro más largo que Guerra y Paz.
En mi primer día en el internado, sor Mariana, una monja espigada, de ojos azules y labios carnosos, una monja muy guapa que tendría unos veinticinco años, me dio el uniforme en el taller de costura. El uniforme constaba de una chaqueta y una falda gris que me daba por encima de las rodillas, una blusa blanca, unos calcetines blancos y unos zapatos negros con poco tacón. Además, me dio un sujetador y unas bragas blancas, y me dijo:
-Después de poner su uniforme y llevar su ropa de calle a la lavandería la llevaré a confesar.
Sor Mariana no se fue del taller, se quedó a mirar cómo me desnudaba. Al quitar el sujetador y ver mis tetas redondas con areolas rosadas y pequeños pezones pude ver la lascivia dibujada en sus ojos y el rubor en sus mejillas, luego quité las bragas y observé cómo tragaba saliva al ver mi coño peludo. Mentiría si os dijera que no me excité, pues era tan bonita y aquel hábito, joder, cómo me puso aquel hábito.
Poco después estaba arrodillada delante del confesionario y el cura me estaba haciendo unas preguntas que se las traían... Os diré las que me acuerdan y las respuestas que le di.
-¿Te masturbas, hija?
-Sí, padre.
-¿Cuántas veces a la semana?
-Todos los días, y hay días que me toco tres veces, por la mañana, por la tarde y por la noche.
-¿En quién piensas?
-Depende de quien me provocara las ganas de tocarme, unas veces hombre y otra mujer.
-Cuéntame con detalle cómo hiciste tú última paja.
Le conté cómo me masturbara pensando en una chica que había visto en el parque y sentí cómo se tocaba él. No sabía cómo era el cura, pero acabé mojando mis bragas nuevas.
El hijo de puta después de darse una alegría, me dijo:
-Te absuelvo. Vete en paz.
El pajillero ni me puso penitencia.
Al ponerme en pie y darme la vuelta sor Mariana vino hacia mí. Al estar a mi lado me dijo:
-Venga conmigo que le voy a enseñar la biblioteca.
La biblioteca era inmensa. Había miles de libros divididos en secciones y ordenados de la A, a la Z. Sor Mariana me iba ilustrando, pero yo no la escuchaba. Tenía las bragas mojadas y a mi mente venía una y otra vez su mirada de lascivia y el rubor en sus blancas mejillas. Le pregunté:
-¿No hay ningún libro con ilustraciones guarrillas?
Sor Virtudes se volvió a ruborizar.
-No lo sé, llevó dos días en el internado, pero supongo que en esta biblioteca no hay esa clase de libros.
Fui a por ella con descaro.
-¿Quiere que la ilustre guarrillamente, hermana?
Salió la maestra que llevaba dentro.
-Se dice de manera guarrilla.
Yo no quería sacar de ella la maestra, quería sacar a la puta.
-Se dice que se lo voy a comer todo.
Le eché las manos a la cintura y le di un besó con lengua que la dejé para allá. Besándola le agarré el culo, la apreté contra mí y sentí cómo temblaba. Luego me bajé las bragas, le puse la mano sobre los hombros y le llevé la cabeza hasta mi coño. Me levanté la falda y le llevé la boca al coño.
-Coma, hermana, coma hasta que la sacie con la más deliciosa de las bebidas
La monja dejó salir la puta que llevaba dentro y me comió el coño con ganas. Su lengua entró y salió de mi coño, lamió los labios internos, lamió mi clítoris y luego con la ayuda de los labios me lo chupó. Comía el coño cómo los ángeles. Le duré poco más que un suspiro.
Al sentir que me iba a correr, me dijo:
-Córrase en mi boca.
Me corrí en su boca y sor Mariana bebió de mí.
Al acabar de degustarme se puso en pie. Le quité el cordón. Le quité el hábito por la cabeza. No llevaba sujetador. Vi sus tetas blancas, grandes, con areolas rosadas y gordos pezones y se me hizo la boca agua. Le quité las bragas, vi su bosque de vello negro y babeé. Quedó vestida con la cofia, con unas medias blancas que se sujetaban a sus mulos con unas ligas del mismo color y calzando unos zapatos negros. Le comí de nuevo la boca, luego agarré sus esponjosas tetas y le lamí los pezones y las areolas, se las besé y se las chupé antes de bajar a su coño peludo del que colgaban dos hilillos de jugos. Le clavé la lengua en el coño tal y como se la clavaba a mi amiga Maite. Luego envolví su clítoris con mi lengua y mis labios, chupé y en segundos me dio una corrida brutal, corrida que no acabé de tragar, ya que sor Mariana con el placer tan grade que sintió terminó de rodillas en el piso de la biblioteca.
Por la noche me vi en un dormitorio en el que había cuarenta y seis camas y donde pude observar que mis nuevas compañeras hacían de todo menos dormir.
Aquel sitio más que un internado parecía una casa de putas donde las monjas en vez de enderezar a las alumnas hacían la vista gorda. Lo que yo no sabía era que la directora había sido operada de apendicitis y regresaba al día siguiente.
La directora era una monja de setenta años, mal encarada y con muy mala hostia. Con ella de vuelta despertábamos con música gregoriana y después había que rezar antes de levantarnos de cama, antes de desayunar, antes de almorzar, antes de merendar, antes de cenar y antes de meternos en la cama.
A mí una tarde se me hartó el coño de tanto rezo y me negué a rezar. La puta vieja hizo que me llevaran entre dos monjas a una celda en la que encendieron las seis velas de dos candelabros de tres brazos. Allí, la vieja monja con un látigo de siete tiras en la mano derecha me mandó desnudar, luego las otras dos monjas me obligaron a ponerme de rodillas y acto seguido me pusieron dos cilicios, uno en cada muslo. La vieja monjatuteándome, me dijo:
-Queremos ver cómo te masturbas, pecadora.
¿Qué clase de castigo era aquel? Me revelé.
-Si quiere darme, adelante, pero no voy a satisfacer sus bajos instintos.
No sabía lo sádica que podían ser la vieja
Me largó dos latigazos en las nalgas,
-¡Bzzzzz, bzzzz!
Los latigazos sonaban cómo el zumbido de una avispa y dolían y escocían una cosa mala, pero no le di el placer de oírme gritar.
-Empieza a masturbarte.
Quise engañarla y le dije
-Yo nunca me masturbé, No sabría hacerlo..
-Eso no fue lo que le has dicho al confesor.
En mis adentros me cagu en la madre que había parido al engendro.
-Un internado en el que el cura no respeta el secreto de confesión no es un internado, es un putiferio.
Me había olvidado del látigo, pro el látigo no se había olvidado de mi. Me cayeron otros dos latigazos y con más fuerza que antes.
-¡¡Bzzzz, bzzzz!!
Luego la vieja con el látigo en alto, me dijo:
-Haz la señal de la cruz con la lengua en el piso y luego comienza a masturbarte.
Agarré tanto miedo que iba a hacer lo que me mandase, así que hice la señal de la cruz con mi lengua sobre el frío piso de piedra. Al hacerlo los cilicios se clavaron en mis muslos y comencé a sangrar, luego al levantar la cabeza vi a las dos monjas con las bragas en las manos. Con el hábito levantado mostraban sus coños peludos. Empecé a masturbarme.
La vieja monja me dijo:
-Mira para los coños, después cierra los ojos e imagina que los comes.
No me quedó mas remedio que pensar en lo que me había dicho, ya que una de las monjas me echó la mano a la barbilla, me levantó la cabeza y me puso el coño en la boca. La vieja monja me dijo:
-Lame y no abras los ojos,
No sabía que coño estaba lamiendo y me empecé a excitar. A ese coño que olía a polvos de talco, siguió el otro, que olía a leche cortada. De los coño pasaron a ponerme los ojetes en la boca. Sentí cómo se masturbaban y mis dedos entraron y salieron de mi coño cada vez mas aprisa. A punto de correrme, me dijo la vieja :
-Abre los ojos.
Los abrí y vi a las mojas, tenían un candelabro cada una en una mano y dos dedos de la otra dentro de sus coños, Comenzó a caer cera sobre mis hombros al tiempo que la vieja monja me daba suaves latigazo en las nalgas.
-Bzzzz, bzzzz, bzzzzz, bzzzz...
Iba a decirle que me diera latigazos en la espalda, pero no me dio tiempo, solo me dio tiempo a decir:
-¡Me corro!
Al acabar de correrme vi a las dos mojas en cuclillas y gimiendo. Las muy putas se habían corrido conmigo. La vieja monja me dijo:
-Come mi coño.
¡Qué remedio me quedaba! Pero, oye, las cosas no son lo que parecen, la vieja monja tenía un coño jugoso y rico, tan rico lo tenía que al lamerlo mi coño comenzó a abrirse y a cerrarse.
Luego de comerle el coño un par de minutos, les dijo la vieja a las monjas:
-Echar el colchón y las mantas en el piso y desnudaros.
Hicieron lo que les mandó y sin que les dijeran nada me levantaron y me echaron sobre el colchón, lo que me dijo que lo que me estaban haciendo a mí ya se lo había hecho antes a otras. Sor Lucía, que era una treintañera, alta, se puso a mi lado derecho encima de la manta de su lado y sor Carmen, que era una veinteañera de estatura mediana, a mi lado izquierdo encima de la manta del suyo. Sor Lucía me quitó el cilicio. La vieja, sor Casilda, me lamió la sangre del muslo y sor Carmen me besó con lengua. Luego sor Carmen me quitó el cilicio, sor Lucía me comió la boca y la vieja me lamió la sangre del otro muslo. Mi coño volvía a pedir acción a gritos y acción iba a darle sor Lucía. La monja metió dos dedos dentro de mi coño y lamió mi clítoris. Sor Carmen me puso su coño en la boca y la vieja me magreó y me comió las tetas. Yo saqué la lengua y dejé que sor Carmen se diera placer. La vieja y sor Lucía se estaban masturbando mientras comían mi coño y mis tetas, lo supe porque sus dedos hacían ruidos al entrar y salir de sus coños. Tiempo después sor Carmen se vino en mi boca, y dijo:
-¡Me corro, hermanas, me corro!
Al comenzar a correrse dejó de meter y sacar los dedos de mi coño y de lamer mi clítoris. Le cogí la cabeza, apreté su cara contra él y frotándolo contra su frente y su nariz me corrí cómo una loba. Corriéndome sentí cómo se corrían sor Lucía y la vieja directora.
Al acabar me dijo sor Casilda:
-Si dices una palabra de esto a alguna de tus amigas sabrás lo que es una BUENA paliza con un látigo.
No le hice caso. Allí nos contábamos todo y era mucho y variado, ya que. en el internado cada día ocurrían cosas nuevas... Una me contó que se daba el lote con una monja y que ésta le contara que el confesor se follaba a la directora para que le permitiera follar a las estudiantes más calientes, otra me contó que le metieran por el culo las cuentas de un rosario roto por un extremo mientras otra monja le comía el coño... Me contaron cosas increíbles para follar conmigo, y follaron. ¡Vaya si follaron! Pero para increíble lo que le vi hacer a una interna que llegara hacía unos días. Se llamaba Caridad, era flaca, baja de estatura, tenía los ojos azules y una mirada que enamoraba. Las dos habíamos ido a la despensa a robar unas madalenas con tan mala suerte que nos pilló una monja muy gorda que debía ir a por comida, se chivó y acabamos en una celda de castigo. Íbamos estar allí hasta que le diese la gana a la directora. La celda tenía una sola cama. Yo creo que aquellas celdas eran para hacer lesbianas y después beneficiarse de ellas. En fin, voy al grano. Levábamos un par de horas en la celda cuando Caridad arrimada a una de las paredes me preguntó:
-¿Nos masturbamos, Engracia?
Yo no tenía ganas.
-No me apetece, mastúrbate tú.
Quitó la faldas y los zapatos y se sentó en la cama enfrente de mí, flexionó las rodillas, se abrió de pierna, cerró los ojos y con un dedo de cada mano comenzó a acariciar los pezones. Me fijé en su coño. Tenía una pequeña mata de vello negro, el capuchón de su clítoris era grande y de él salía una bolita. La raja era más larga que la mía. Volví a mirar cómo acariciaba los pezones con sus dedos, lo hacía sin prisa, pero sin pausa. Estaba esperando a que bajase una mano al coño, pero eso no iba a ocurrir. Unos dos o tres minutos mas tarde de su coño salió una gota de jugo blanco cómo la leche. Poco después se abrió su pequeña vagina y vomitó jugos lechosos que cubrieron la gota y luego bajaron hasta la cama. Caridad abrió los ojos, me sonrió, desabotonó la blusa blanca, volvió a cerrar los ojos y siguió acariciando los pezones, unos pezones pequeños en medio de unas areolas también pequeñas y oscuras. Caridad empezó a gemir, el glande de su clítoris se había salido del capuchón y pulsaba al ritmo de la vagina que vomitaba jugos espesos del color de la leche. Acaricio más aprisa sus pezones con las yemas de los dedos y vi cómo su coño pulsando se abría y se cerraba más aprisa y vomitaba más jugos lechosos.
Ver cómo se corría Caridad y sentir cómo gemía me había puesto perra de verdad, y mas perra me puse cuando mojó un dedo en los jugos que habían caído en la cama y me lo puso en los labios, Abrí la boca y le chupé el dedo. Caridad me echó hacia atrás, me quitó las bragas, puso mis piernas sobre sus hombros, yo levanté la pelvis y sin un beso, sin tocarme las tetas, nada mas que lamiendo mi coño y en menos de que canta un gallo le di una copiosa corrida.
Las veinticuatro horas que estuvimos allí las aprovechamos bien.
Podría hablaros de más de cien polvos, pero no quiero llegar a aburrir.
Llegaron las vacaciones y me confesé con mi padre.
-... Sabe que soy lesbiana, padre, y en ese internado me vicio cada vez más.
Mi padre, que era capitán de navío, retirado por enfermedad, me había estado escuchando con su perra Luna echada a sus pies, una perra de raza pastor alemán. Estaba en bata de casa, fumando en pipa, sentado en un sillón grande de cuero de color negro y recostado hacia atrás con las piernas abiertas. En el tocadiscos giraba un disco con música de Bach. Con la seriedad que lo caracterizaba, después de escuchar mi historia, me dijo:
-O sea que las monjas son lesbianas.
Sentada en un sillón enfrente de él, le respondí:
-Así es, padre.
-Y tú siendo lesbiana quieres estar con Maite antes que volver al paraíso de las lesbianas.
-Dicho así...
Mi padre se puso en pie y con él se levantó la perra.
-Mira, hija, sabes que soy católico romano apostólico, practicante y temeroso de Dios. Lo de ser lesbiana va contra la moralidad y no lo puedo consentir. Te meteré en un convento de monjas. Allí a base de castigos corporales acabarán con tu enfermedad.
-¡No serás capaz!
-Lo soy y lo haré.
Mi padre se fue a su aposento seguido por su perra. Le dije:
-No me puedes hacer eso.
Luna, que dormía a los pies de su cama desde que era un cachorro, giró la cabeza y soltó un ladrido. Fue como si dijera:
-Lo hará.
Una hora más tarde estaba en mi cama y no podía dormir. Fui a ver si mi padre estaba despierto para implorarle que no me metiera en un convento de monjas. La puerta de la habitación estaba cerrada, pero se veía luz por debajo. La abrí con cuidado y me encontré a mi padre follando con la perra. La tenía agarrada por la barriga. Creo que la perra le había atenazado la polla con su coño, ya que mi padre no movía el culo. Lo sentí gemir al correrse dentro de la perra. Luna giró la cabeza y vi que tenía la lengua fuera y babeaba. Pienso que también ella se estaba corriendo. Enfrente de ellos había un armario con dos grandes espejos en las puertas, me vi reflejado en él y también la cara de mi padre que me estaba mirando. Cerré a puerta de su habitación, me fui a la mía y cerré la puerta con llave. Cogí miedo de lo que mi padre me pudiera hacer. Al momento recordé las palabras de mi madre antes de dejar a mi padre. "¡Enfermo, hijo de puta¡" Yo la odiaba por habernos dejado estando enfermo mi padre, pero era otra la enfermedad a la que ella se refería.
A la mañana siguiente, en la cocina, mi padre estaba desayunando sentado a la mesa y la perra en su cacharro del piso. Parecía avergonzado cuando me dijo:
-Siento que hayas visto anoche lo que viste, pero estoy muy solo, hija.
Poniendo la leche a calentar, y de espaldas a él, le dije:
-¿Dónde va el hombre temeroso de Dios?
-Todos llevamos una careta.
-Yo no, yo soy lesbiana y nunca te lo oculté.
Sin querer me había metido en un terreno pantanoso.
-Tú también la llevas, hija. ¿Has probado a hacerlo con un hombre?
Me di la vuela, lo miré a los ojos, y le dije:
-No, me daría asco.
Mi padre debía tener vocación de adivino.
-¿Asco o miedo?
-¿Miedo de qué?
Era adivino.
-De que te hagan daño al penetrarte.
-Ni que me fueran a dar por el culo.
-¿Es ese el miedo que tienes? De que llegues a amar a un hombre y te pida que le dejes meterla en tu culo.
No quería responderle, por eso le hice otra pregunta.
-¿Es que tú le das por el culo a Luna?
-A veces, cuando me lo pide.
-Si, hombre. ¿Y cómo te lo pide?
-Frotando su culo contra mi polla. ¿Crees que soy un degenerado?
Lo era, pero no se lo dije, lo que le dije fue:
-Usarás condón.
-Claro que sí. ¿Lo crees?
-Mira, papá, yo no voy a juzgarte, eso sí, si tú no me jugas a mí.
Me había olvidado de mi desayuno. La leche hace un ruido muy peculiar al caer sobre una plancha de hierro fundido, cuando lo oí quite el cazo de la plancha, pero ya estaba la cocina perdida.
-¡Me cago en todo! Ahora me toca fregar con la piedra pómez.
Mi padre estaba por complacerme.
-Lo haré yo, ya estoy acostumbrado a limpiar leche derramada.
Comencé a bromear con él.
-Pensaba que la leche la derramabas en otro sitio y no tenías que limpiarla.
-Pullas no, eh, pullas no.
Mi padre dio la conversación por zanjada. Ya podía volver con mi amiga Maite, a escondidas, porque en aquellos tiempos en los pueblos si sabían que dos mujeres se daba el lote las corrían a pedradas.
Una semana después, a las once de la noche, regresó mi padre de una cena con altos mandos de la marina. Venía con su uniforme puesto. Ya era alto, pero uniformado aún lo parecía más. Yo, que no contaba que llegara tan pronto, estaba sentada en el tresillo vestida con una combinación transparente, sin sujetador y sin bragas, con las piernas estiradas y los dedos aún húmedos de saliva después de haber chupado los jugos de la paja que me había hecho. Miró para mis tetas y para mi coño. Se debió poner cachondo, ya que acariciando la cabeza de la perra, que fuera a su lado, me entró sin dilaciones:
-¿Quieres perderle el miedo a los hombres, Engracia?
Sabía lo que quería de mí, pero me quise asegurar. Cruzando las piernas sobre el tresillo, le pregunté:
-¿Qué quieres decir con eso, papá?
Más claro no me lo pudo decir.
-Si quieres correrte con un hombre.
Aún le di una vuelta más a la cosa.
-¿Has hablado con algún amigo tuyo?
-Déjate de tonterías. ¿Quieres o no quieres?
-A ver, a ver, que me entere yo. Mi padre, un hombre católico romano apostólico, temeroso de Dios... ¿Quiere cometer un incesto?
-Sarcasmo el justo. ¿Quieres o no?
Siempre había tenido la fantasía de echar un polvo con un hombre mayor que tuviese experiencia para disfrutar, lo que nunca imaginé es que ese hombre iba a ser mi padre. Le respondí:
-Pásate por mi habitación dentro de media hora y lo hablamos.
-Quiero un sí o un no.
Le dije que sí a mi manera.
-Encierra a la perra y ven con el uniforme puesto.
Poco después mi padre entró uniformado en la habitación. Llegó a mi cama, se sentó en el borde y me dijo:
-¿Estás lista para folla con un hombre?
Le cogí la gorra, me la puse, le eché los brazos alrededor del cuello, lo besé con lengua, luego lo miré a los ojos, sonreí y le dije:
-¿Usted que cree, mi capitán?
Mi padre me devolvió el beso y luego se desnudó. Me alegró ver que su polla no era ni gorda ni larga. Al estar desnudo me puse en cuclillas delante de él e hice mi primera mamada. No tenía ni puñetera idea, pero yo la metí en la boca y la chupé hasta que mi padre me cogió por las axilas y me puso en pie. Luego me quitó la gorra y la combinación, me besó en los labios, en el cuello, en los lóbulos de mis orejas y luego se inclinó para lamer y chupar mis tetas, mi ombligo. Después lamió mi coño, me giró, lamió mi ojete y yo ya me eché boca abajo sobre la cama. Me encantaba que me lamieran el coño, que subieran lamiendo mi periné y que lamieran mi ojete antes de meter y sacar la lengua de él. Todo eso lo hizo mi padre muy despacito. Yo levantaba el culo para que lo disfrutara cómo él quisiera. Al rato metió su dedo pulgar dentro de mi coño, lo sacó mojado de jugos y me lo metió dentro del culo. Me gustó sentir como entraba y salía y cómo daba vueltas haciendo sitio. Sabía que me iba a penetrar analmente y me entró una mezcla de miedo y de deseo que se acrecentó al sentir la cabeza de su polla haciendo círculos sobre mi ojete. Pudo el miedo y le dije:
-¡Por el culo no, papá, por el culo no!
Mi padre tenía el ojete delante abriéndose y cerrándose y no lo podía dejar sin desvirgar. Me dijo:
-Relájate, verás cómo no te duele.
Me volvió a lamer y a follar el ojete con la lengua, volvió a meter el dedo pulgar y a follarme el culo con él y poco a poco me fui relajando. Cuando su polla volvió a hacer círculos sobre mi ojete, ya éste abriéndose y al cerrándose lo invitó a que lo penetrara.
Me agarró por la cintura y me clavó la punta. Mentiría si dijese que sentí dolor o que me había gustado. La sensación fue extraña, fue cómo si estuviera haciendo de vientre. Luego, después de haber entrada toda, acaricio mi clítoris mientras la metía y la sacaba. Todo lo hacía despacito y despacito los dedos dejaron el clítoris y se metieron dentro de mi coño. Buscaron el punto G y haciendo el "ven aquí", me masturbó hasta que algo explotó dentro de mí, lo hizo en forma de cascada de jugos. Me corrí cómo nunca me había corrido antes. Corriéndome le dije a mi padre:
-¡Me matas de gusto!
Sentí a la perra ladrar en la otra habitación, pero para perra ya llegaba yo.
Al acabar de correrme me eché boca arriba y mi padre se echó encima de mí. Estaba empalmado a más no poder. Le di la vuelta, lo puse debajo y le dije:
-Ahora me toca a mí darte placer.
Cogí la polla, la puse en la entrada del coño y echando el culo hacia abajo la metí hasta el fondo. Había entrado apretada, no tanto como en el culo, pero le llegaba bien. Con toda la polla enterrada en mi coño le di las tetas a mamar. Mi padre seguía con su lentitud, era cómo si quisiera saborear cada instante, incluso cuando mordisqueó mis pezones tardó en hacerlo una eternidad. A mí me encantaba su calma. Su parsimonia contrastaba con la fogosidad de mi amiga Maite y la mía propia, ya que después le puse las manos en el pecho y lo cabalgué, lo cabalgué primero al paso y después al trote. Cuando comencé a galopar le dije:
-¡Córrete, córrete, córrete... ¡¡Me corro!!
Queriendo hacer correr a mi padre me había corrido yo en su polla.
Cuando sintió que se iba a correr, me dio la vuelta. Puso su polla en mi boca. Se la cogí, se la mamé, se corrió en mi boca y me tragué su leche.
Así fue la historia y así os la conté. Esa fue la última noche que vi a mi padre.
En fin, cómo os había dicho estaba esperando la hora del traslado a la cárcel de mujeres. Un guardia abrió la puerta de la celda y me dijo:
-Es usted una persona libre.
Sorprendida, le pregunté:
-¡¿Apareció mi padre?!
-No, señorita, su padre está en busca y captura.
-¿Por qué?
-Por fingir su muerte.
Ya fuera de la celda, le dije:
-No entiendo nada.
-El analista había confundido los análisis. Los restos de sangre de la cama de su padre eran de un perro.
Luego supe que mi padre estaba cargado de deudas.
Quique.