Por cincuenta talentos de plata - Estado Virgen

Para aquellos que hacen tratos con el diablo. Basado en un suceso histórico real.

Sólo en dos ocasiones me he arrepentido de seguir las órdenes de mi capitán. Las dos relacionadas con el mismo hombre y con los mismos sucesos. Pero a fin de cuentas yo sólo soy un mozalbelte de 15 años que subió a este barco por ser el hijo, huérfano por ambas partes, del que fue otrora segundo de abordo.

La primera orden en cuyo acatamiento tomé parte y de la que hube de arrepentirme poco tiempo después fue el abordaje de aquel barco romano. La verdad es que no se me pasó en ningún momento por la cabeza negarme, pues a fin de cuentas era un simple barco más. Algo de botín, tal vez algún patricio u hombre de dinero por el que pedir un rescate... Sólo el trabajo de siempre.

Pero esta vez, el hombre que trajeron prisionero no tenía nada que ver con los que había visto en mi vida, ni cilicio ni romano ni de ninguna otra raza que yo hubiese conocido. Bien, era romano de acuerdo. Se notaba en sus ropas, en su corte de cabello y en su aspecto aseado que era un romano de valía. El tipo de hombre joven que estaba en el comienzo del ascenso de su cursus honorum. Pero no era esto lo que me impresionaba. Mirarle a los ojos era una de las experiencias más maravillosas y más sobrecogedoras que había experimentado nunca. Veía en ellos la fuerza del león y la astucia del lobo. Mirar como se movía era ver la elegancia y la sensualidad de la pantera, pero con el porte recio y musculoso del oso. Fuerza, inteligencia y sensualidad, esas tres palabras fueron las que me vinieron a la cabeza cuando fui capaz de recuperarme de la impresión.

Mis compañeros de batalla no parecieron notar nada especial en él. Para ellos sí pareció ser al principio un prisionero más para con el que no pensaban tener ningún trato de favor, pero entonces, cuando el capitán se acercó a hablar con él algo ocurrió, algo que hizo que aquel hombre se ganase la simpatía del capitán y de la tripulación.

¿Cuál es tu nombre, romano? – Preguntó el capitán.

Mi nombre es Cayo, de la familia Julia, descendientes directos de Venus. – contestó el prisionero denotando cierta prepotencia, ante lo que el capitán soltó una carcajada.

Hemos capturado a una buena parte de tus sirvientes "Cayo de la familia Julia", tal vez deberíamos venderlos y sacar un buen precio por ellos, pero por ti estoy seguro que Roma pagará una buena suma. Tienes pinta de ser de buena familia.

En aquel momento no lo sabía pero él mismo me lo contó unos días después. Aunque Cayo Julio pertenecía a una familia Patricia de larga tradición, su fortuna era bastante escasa en aquellos momentos. Precisamente, cuando nuestra embarcación cayó sobre la de los romanos, Cayo volvía de Rodas, de estudiar con el sabio Molón. Aquello tan sólo había sido una excusa para escapar de los acreedores que le perseguían en Roma y a los cuales incluso ahora a la vuelta no podría pagar completamente.

¡Por Júpiter que lo soy! – Contestó Cayo - ¡Y por Júpiter también que mis sirvientes irán donde yo vaya y que por su cabeza no pondréis precio! ¡Sólo por la mía pediréis rescate! Si bien no temáis, seréis pagado con generosidad.

Bien puedo llegar a ese acuerdo – consintió mi capitán –. marcharán los sirvientes que designéis en busca de la cantidad de veinte talentos que es lo que yo estimo por vuestra cabeza.

¡¡¡ veinte talentos!!! – El prisionero enrojeció violentamente.

Era un suma muy alta incluso para un patricio romano. Observé a la tripulación y vi que se miraban unos a otros ¿Habría que matar a aquel joven patricio y nos quedaríamos sin rescate alguno por la avaricia del capitán? El orgullo nos impedía regatear y pedir una cifra más baja de la estipulada, así que o el romano accedía al pago o tendríamos que matarlo. Pero la sorpresa fue grande al oír su respuesta.

Ésta es la peor ofensa que he recibido jamás! ¡ veinte talentos por mi vida! ¿Acaso creéis maldita chusma cilicia que podéis ofendernos a mí y a mi familia pidiendo tal cantidad como si yo fuese un vulgar carnicero? – La voz del prisionero se alzaba por toda la cubierta, llegándonos con toda su furia sin que nosotros fuésemos capaces de averiguar a donde quería llegar. ¿Le parecía poco pagar veinte talentos? ¡Eso era de locos!.

Me temo que no os comprendo "Cayo de la familia Julia" – El capitán utilizaba con cierto rintintín el nombre que el propio prisionero se había dado. - ¿Qué es lo que queréis decir?

Se os pagará la suma de cincuenta talentos y ni uno menos y aún así temo estar quedándome corto.

El capitán rió con una sonora carcajada, tras lo cual aceptó la propuesta del romano sin dudar aunque amenazando con crucificarlo si tal cantidad no era pagada.

  • La cantidad os será pagada, perded cuidado- contestó el prisionero-. Pero entonces vosotros sois los que habréis de temer, ya que volveré para crucificaros.

De nuevo el capitán estalló en una carcajada, tras lo cual invitó al cautivo a tomar un trago con él en celebración a su valor, a su orgullo y a su alto concepto de si mismo.

Desde aquel momento el prisionero dejó de ser prisionero para pasar a ser prácticamente un cilicio más. Se unió a nuestros trabajos, a nuestros juegos, a nuestros deportes y a nuestras comidas. Pero siempre dejó claro que él se consideraba por encima de cualquiera de nosotros y tenía a su favor aquel magnetismo y aquel don de mando con los que conseguía que todos le siguiesen sin dudar. Si el gritaba, la tripulación se estremecía, si él ordenaba, la tripulación obedecía, si él requería, la tripulación daba. Creo que si Cayo Julio lo hubiese intentado, la tripulación hubiese reunido de sus bolsillos los cincuenta talentos del rescate.

En sus ratos libres Cayo escribía. Algunas cosas nos las leía luego en voz alta e incluso a veces declamaba sobre la marcha sin haber preparado nada. Normalmente la tripulación quedaba hipnotizada por su voz y todo era silencio. Le prestaban atención aunque no entendían todo lo que decía. Pero a veces, sobre todo cuando habían bebido, se burlaban de Cayo y se reían de su capacidad oratoria. Entonces la furia de Cayo caía sobre ellos, les insultaba llamándoles brutos, zafios, patanes, miserables e indeseables y recordaba su juramento: cuando fuese liberado armaría una flota, les perseguiría y les haría crucificar, a lo que todos respondían con grandes carcajadas.

Yo no me he incluido, porque jamás me reía de Cayo Julio ni bebía cuando sabía que iba a hablarnos. Eran momentos maravillosos para mí. En sus lecturas y declamaciones, yo veía Roma y le veía a él paseando por sus calles, entrando en los templos, en las termas... y pronto empecé a pensar en él desnudo en esas termas. No tardé en darme cuenta que lo que sentía era algo que se acercaba más al deseo carnal que a la simple admiración.

Yo ya sabía lo que era el calor de una mujer y el de un hombre. Nunca había tenido una relación larga ni un compromiso, además de por mi juventud, por mi forma de vida básicamente nómada viajando de continuo en aquel barco. Cuando atracábamos, si no había turno de guardia, todos nos lanzábamos a tierra en busca de un refugio caliente para nuestras pasiones. Subir a una mujer o un jovenzuelo a bordo estaba penado con la muerte, al igual que cualquier relación sexual entre los miembros de la tripulación, por lo que acercarnos a tierra era para nosotros símbolo de poder desahogarnos a gusto.

Sentí el deseo carnal y con el transcurso de los días éste empezó a abrasarme, pero sentí que no me valía cualquiera. Sólo deseaba a Cayo Julio y acercarme a él era una tortura. Yo era el encargado de suministrarle la viandas que desease, y aunque no era glotón en las cantidades, sí requería alimento y bebida cada pocas horas, por lo que yo solía andar cerca de él. Además pronto comenzó a invitarme a tomar una copa o unas uvas o un trozo de carne para así hacerle compañía y poder conversar.

No sabía por qué me invitaba a mí, ya que tenía muchos hombres más maduros y con más experiencia que yo con quien compartir sus ideas, pero él siempre me hacía quedarme a mí.

Por una parte, me pasaba cada momento del día deseando que Cayo me llamase para servirle y comer con él, pero por otra parte me aterraba. Tenía miedo a que él se diese cuenta de mi deseo y me delatase, con lo cual acabaría en el poste de los azotes, o peor aún para mí, que se riese de mis sentimientos. Pero tenía que haber entendido que ésa no era la forma de ser de aquel hombre, si así hubiese sido yo me hubiese confesado y habríamos ganado algunos días.

Hubieron de pasar más de dos semanas para, mientras yo dormía

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su sirviente, el único que no partió en busca del rescate haciendo que la tripulación tomase un alto concepto de la valentía de Cayo, me despertase en mitad de la noche para decirme que su Señor me llamaba. Por supuesto lo que pensé fue que estaría hambriento o sediento y tenía que abastecerle, ya que no le estaba permitido a su sirviente coger los alimentos por si mismo.

Por fin en su presencia, sin pedirme nada para llevarle, me indicó que me sentase sobre su camastro, donde él yacía completamente desnudo. Me sorprendí al tiempo que mi cabeza empezó a volar por senderos que llevaban hacia la piel de Cayo.

No me equivoqué. Apenas me hube aposentado, se incorporó y me besó en la boca con pasión. ¿Cómo sabía él que yo no le rechazaría? Me temo que Cayo Julio sabía o intuía más de mí que yo mismo.

No tardó en desnudarme con sus manos hábiles y diestras pero también seguras y férreas. Sus caricias eran de seda, pero también parecían de plomo. Sus besos eran tiernos al tiempo que posesivos. Cada movimiento que efectuaba parecía querer decir que yo le pertenecía, cosa que quedó clara cuando con un par de movimientos me puso a cuatro patas sobre la cama. Jamás nadie me había penetrado, ya que siempre que iba con jovencitos de pago era yo el que lo hacía, pero sabía que esta vez iba a ser diferente y no sentía en mí ninguna capacidad para negarme a la voluntad de Cayo.

Noté sus dedos acariciando mi entrada, jugando con ella, humedeciéndola con algún liquido destinado a lubricarme. Sentí aquellos dedos penetrando en mi cuerpo, abriéndome. Y de pronto noté el poder de su hombría apuntando recio contra mí, intentando llenarme.

Dolía, sí, pero el hecho de saber que era con él con quien compartía aquella experiencia hacía que aquel dolor no tuviese importancia, así que a pesar de ello empujé contra sus caderas para terminar de clavarme contra su verga.

Cayo no era un hombre egoísta y me dio tanto placer como yo le di. Nos acariciamos, nos devoramos y volvimos a empezar, siguiendo así hasta el amanecer.

A partir de aquel suceso, Cayo me mandó llamar todas y cada una de las noches para hacerme su amante, mientras que durante el día hacía de su sirviente y secretario ayudándole con sus escritos y manteniendo largas conversaciones que mezclaba con algunas enseñanzas sobre las cosas que él llamaba modestamente "sus escasos conocimientos del mundo". Yo no sabía si amaba más las noches o los días, lo que sí tenía claro era que le amaba a él.

Intenté cambiar el rol alguna noche y ser yo quien le penetrase, pero jamás me dejó hacerlo. Ante sus negativas, yo le preguntaba por sus razones, pero tampoco me lo explicaba. Yo pensaba que era simplemente porque él se veía superior a mí y no podía rebajarse a dejarse penetrar por un jovenzuelo que además era un pirata cilicio y así se lo dije una noche. Él se rió de mí y en venganza a mis pensamientos me poseyó más ruda y furiosamente que nunca. Hubiese pagado un talento a quien hubiese sido capaz de decirme que era lo que pasaba por la cabeza de Cayo sobre ese tema...

Pero todo lo bueno acaba y al fin llegó el día en que volvieron los sirvientes de Cayo Julio con el dinero recolectado por su madre, Aurelia, para el rescate. Y fue ese día cuando me arrepentí por segunda vez en mi vida de cumplir una orden de mi capitán: escoltar al prisionero y considerarlo en libertad en cuanto le dejase en buenas manos a bordo de un barco comercial que lo devolviese a Roma.

En mi pecho y en mi garganta había un enorme nudo imposible de deshacer por el dolor que me causaba la separación. La noche anterior había sido como las demás, llena de sexo y... ¿tal vez amor? Aún no sabíamos que el rescate se acercaba para destruir mis días de felicidad y yo pensaba en mi ingenuidad que Cayo estaría conmigo para siempre.

Pero no iba a ser así. El capitán iba a mantener su palabra, aunque yo deseaba decirle a gritos que lo retuviese con nosotros, que no pensaba dejar libre al prisionero, que una vez nos perdiéramos de vista, lo volvería a raptar para mí... Evidentemente no hice nada de eso y cumplí las órdenes a rajatabla.

En todo momento estuvimos acompañados y ni siquiera pude despedirme de él más que con unas palabras distantes y corteses. Deseaba preguntarle si volveríamos a vernos alguna vez, deseaba pedirle que me llevase con él a Roma, pero no pude hacerlo y tuve que quedarme con mis deseos...

Cada día que pasaba y avistábamos un barco Romano cruzaba los dedos para que los dioses estuviesen conmigo y en él viajase de nuevo Cayo, ya fuese para reclamarme o ya fuese para intentar cumplir el juramento de crucifixión que tantas veces nos había hecho. A fin de cuentas estaba seguro que yo quedaría libre de tal juramento y en mi egoísmo no me importaba lo que les ocurriera a los demás.

Por fin, una tarde muchas semanas después, mi deseo se vio cumplido y Cayo Julio volvió...

No venía por mí, sino por su juramento. No venía solo, sino con una flota completa. No le importaban los sentimiento, sino el orgullo. Eso y el dinero de la recompensa con el que pagaría sus deudas si conseguía capturarnos tal como una vez, entre vino y vino me confesó sin pudor, riéndose de mi indignación por el comentario.

Nos cazó como a conejos. Nadie se libró de los calabozos de las galeras romanas y yo no recibí ningún trato de favor. Lo único que supe fue que nuestro capitán se había entrevistado con él y que había recibido la promesa de que nuestras extremidades serían heridas para que pudiésemos morir rápido en la cruz desangrándonos.

La fiebre, causa del temor y del despecho

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se apoderó de mí y por las noches gritaba su nombre suplicándole que me sacara de allí. Me temo que en mi delirio descubrí nuestras noches de pasión ante toda mi tripulación, pero no era consciente de ello y por el día cuando la fiebre remitía las bromas y pullas de mis compañeros carecían de importancia.

Sólo una vez vi a Cayo, cuando el viaje ya casi finalizaba. Me hizo llevar a un calabozo aparte y allí se presentó ante mí, tan hermoso, altanero y magnético como siempre.

  • Mi joven pirata...- susurró.

  • Mi señor, Cayo. Vais a liberarme ¿verdad? Vais a permitirme estar a vuestro lado ¿no es así?

Se acercó a mí, cogió mi rostro entre sus manos y me besó dulcemente, para después abrazarme contra su pecho con fuerza, casi con rabia.

  • Desde que marché de vuestro lado estudio este dilema. Mi juramento fue haceros matar a todos mediante el tormento de la cruz y bastante he hecho ya con permitir que os desangréis para hacer más corto el suplicio. Mi palabra debe ser fuerte, temida y respetada. ¿Cómo hacer que los hombres que han de seguirme y obedecerme en el camino de mi vida no recuerden que me ablandé ante las súplicas de un pirata cilicio que osó mantenerme retenido? ¿Cómo hacer que no tiemblen los pilares de todo lo que sueño construir si yo mismo tiemblo por el cuerpo de un joven criminal?

Yo no podía hablar mientras le oía... ¡Iba a condenarme junto con los demás! De pronto el temor se apresó de mí con más fuerza que nunca. Sabía que aquel hombre era ambicioso y un idealista, pero no hasta el punto de condenar a un muchacho que le había entregado su cuerpo y su alma. También le había considerado clemente y razonable. Yo no había podido elegir la raza en la que nací, ni mi profesión, ni abordar su barco, ni liberarle. No había podido elegir nada pero me arrepentía de todo. ¿Iba a condenarme por ser yo mismo? No era esa la idea que me había hecho de Cayo. Quería decirle todo esto, pero las palabras no me salían y él siguió hablando.

  • Por otra parte, mi querido muchacho, me parte el alma pensar en tu cuerpo crucificado, en tu sangre derramándose y en tu alma perdiéndose... Tengo ante mí un cruel dilema y debo meditar sobre ello. Mañana al alba llegaremos a tierra y para entonces debo haber decidido tu destino...

No dijo nada más. Volvió a besarme en la boca, aunque esta vez lo hizo levemente, como si besase a un fantasma intangible. Después salió por la puerta del calabozo dejándome allí solo, sin haber podido decirle ni una sola de las miles de cosas que llevaba dentro de mí.

Oí como los cerrojos se cerraban mientras yo caía en el suelo sin fuerzas. Al final no sabía si iba a salvarme o a condenarme, estaba igual que antes. Aunque al menos él había ido a verme, con lo que algo sí que tenía que importarle.

Cayo de la Casa Julia, descendiente directo de Venus, tenía un dilema. Cayo de la Casa Julia, descendiente directo de Venus, tenía su vida entre sus manos.

Por fin, tras las noches de fiebre y los días de ansiedad, me acurruqué en el suelo esperando que el sueño me venciese mientras deseaba con todas mis fuerzas que la importancia que yo pudiese tener para Cayo fuese más importante que su ambición e ideales. Lo último que vi antes de dormirme fue su hermoso rostro sin sonrisa. Impasible....