Polvos de talco

Historia de iniciación de un joven que decide invertir su tiempo y su esfuerzo en ligar con las mujeres menos solicitadas.

POLVOS DE TALCO

CAPÍTULO 1. LA DECISIÓN DE JUAN

En mi veinticuatro cumpleaños, aún siendo virgen, decidí que iba a centrar mis esfuerzos en encontrar mujeres para follar, que era el asunto que, por aquel entonces, más me obsesionaba. Ya sé que hoy en día no es habitual encontrar a gente de estos años que todavía no haya fornicado, pero éste era mi caso, desgraciadamente. De sobra soy consciente de que hoy por hoy, en pleno 2010, suena raro encontrar no ya a gente de veinticuatro, sino mayores de dieciséis años que no hayan practicado sexo con alguna que otra pareja, pero permítanme que les cuente mi historia.

Más que nada por guardar las formas me presentaré: Me llamo Juan Abellán, pero mis amigos, por vacilar, me ha cascado el apodo de Juanete. Mido un metro setenta y peso sesenta y seis kilos. Soy castaño y mis ojos son marrones. En base a mi estatura y mi peso podrán deducir que no estoy gordo, más bien delgado, tirando a atlético, ya que hago ejercicio con regularidad. Y aunque está feo que tenga que ser yo quien lo diga, quizá tirando a guapete.

Trabajo en un almacén logístico de una conocida firma de transportes en un polígono muy extenso. Mi trabajo no me da la oportunidad de conocer a chicas, pues tengo compañeros casi exclusivamente. En mi empresa hay alguna secretaria o administrativa sí, y de muy buen ver, faltaría más, pero, que yo sepa, están casadas o viviendo con parejas estables. Y yo respeto a las mujeres casadas o con una pareja fija, nunca intentaría nada. Huelga decir que puede que tampoco lo consiguiera por mucho empeño que pusiera en usar mis armas de seducción. Tengo creencias espirituales y no quiero destruir la convivencia de nadie, me sentiría irremediablemente mal, culpable, no quiero vivir como un alma en pena, ni girarme cada dos por tres temiendo que el novio o marido de alguna me persiga y quiera vengarse.

Ya sé que en los relatos eróticos follar está al alcance de cualquiera. El hecho de que haya relato implica que se ha follado o se ha experimentado alguna clase de sexo, ya sea oral, sexo anal, voyeurismo, lo que sea. El relato puede basarse en hechos reales o ser ficticio, o una mezcla de ambas. Pero el sexo siempre es sobremanera accesible.

Empezaré diciendo que por aquel entonces el sexo era un coto prohibido para mí, una especie de obra teatral en la que otros se divertían, pero que con la que yo no contaba ni con una modesta entrada para el gallinero. Supongo que las creencias religiosas que me habían inoculado en el colegio contrarrestaban mis instintos libidinosos, mi deseo sexual, el desarrollo y expresión de mi lado salvaje, mi "ello" irracional y freudiano. Mi exacerbada timidez tampoco me ayudaba a acercarme las mujeres. Mis creencias unidas a mi suprema vergüenza me hacían permanecer, muy a mi pesar, en el dique seco. No drogarme, ni fumar cigarillos, ni siquiera beber un par de copillas creo que tampoco me facilitaba el acercamiento al sexo opuesto, pero me gusta el deporte y no me gusta la bebida ni el tabaco y en ese aspecto no pensaba transigir, pues también hay gente que bebe bastante y fuma porros y folla menos que Robinson Crusoe durante el tiempo que estuvo en la isla. Si ellas fumaban, maldita la gracia que me hacía, pero estaba dispuesto a perdonárselo.

Por otra parte las mujeres no ponen las cosas fáciles y mucho menos si son guapas y hacen gala de un cuerpo con deliciosos atributos femeninos. Leí en una ocasión un chiste que decía que los ingenieros se preguntan por qué las mujeres con las curvas más aerodinámicas son las que oponen mayor resistencia. Y tienen razón los ingenieros. Ellas saben de sobra cómo manipular a un hombre. Te hacen pagarles las copas, te dan falsas esperanzas, quedan contigo para ir al cine, pero nada de tocar antes, durante, ni tampoco después de la sesión, ni tan siquiera mientras las acompañas a su casa, aunque quede lejísimos de la tuya. Conforme me iban ocurriendo experiencias tan estériles como éstas —son tan estériles y anodinas que no pienso consignarlas aquí—, mi orgullo se caía por un pozo sin fondo y mi timidez degeneraba en inseguridad y en miedo y a las mujeres el miedo las hace sentirse incómodas (deben de pensar que oculto algo malo), lo que conllevaba que pasaran olímpicamente de mí, como pasaríamos de un perro muerto en el arcén de la autopista.

Ya sé que en los relatos eróticos una cena es el preludio de una noche desenfrenada de sexo, que durante el visionado de una película lo lógico es que la tía, poniendo menos resistencia que la actriz de una película porno, se arrodille amparada en la oscuridad y empiece a chuparle la polla al tío como si se fuera a acabar el mundo al minuto siguiente, pero lo vida real era más cruel, menos ideal, menos satisfactoria, al menos para mí.

En mi cumpleaños número veinticuatro, decidí que tenía que vencer mis miedos a toda costa. Estaba harto de masturbarme contemplando a tías buenas en vídeos gratuitos "mpg" y "avi" bajados de Internet, y viendo practicar a hombres lo que también yo quería hacer desesperadamente. Decidí que buscaría solteras deseosas de follar aunque estuvieran rellenitas y no fueran muy agraciadas. O a señoras mayores que quisieran sexo con un joven sin blanca, que era lo mejor que podía ofrecerles.

El caso era experimentar y repercutir placer, partiendo de la base de que había muchas mujeres en el mundo, que todas tenían algo interesante en la entrepierna, que yo también existía y que tenía derecho a estar en el mercado. Iría detrás de esas chicas que siempre están a dieta pero que suelen caer noqueadas en sus enfrentamientos con las básculas. Iría a por esas chicas que están como locas para que un tío les haga todo tipo de guarrerías, pero ninguno les hace caso. Sería una especie de gigoló gratuito. Mi objetivo serían esas mujeres que no son guapas, que apenas las sacan a bailar en las discotecas y que no suelen atraer la atención masculina. Buscaría a esas mujeres que van en grupos y que cuando se presentan, sus nombres no suelen ser recordados por los hombres al minuto siguiente, pues los tíos sólo tenemos ojos para la más espectacular, la que luce el escotazo, la sonrisa nacarada, la que sabe exactamente qué debe ponerse para marcar curvas y realzar lo que por obra y gracia de la naturaleza y algo de empeño por su parte, ya está bastante realzado.

Estaba harto de resbalar en los regueros de babas que las mujeres macizas y exuberantes, o bellas y jovencísimas dejaban alrededor suyo. Estaba saturado de estúpidas especulaciones acerca de si la mujer diez tendrá novio. "Seguro que sí y si no lo tiene será porque en este momento no quiere" es la conclusión a la que inevitablemente se llegaba siempre. Al diablo la mujer diez. Prefiero diez mujeres que me ofrezcan algo real que ir detrás de la mujer diez (diez minutos perdidos, diez euros gastados). No, no iba atacar a las conejitas del playboy, pues ya me había pegado bastantes batacazos, ya había recibido bastantes palos.

Acaso no había ya suficientes atacantes nocturnos (con sus camisetas sin mangas, tatuajes tribales en los deltoides, pendientes y una actitud aguerrida ante la vida) yendo detrás de ellas; acaso no había ya demasiados apacibles ligones de sobremesa devanándose los sesos para obtener sus favores desarrollando estrategias más refinadas basadas en temas como la literatura, la gastronomía o los viajes. La vida es breve y los minutos están contados. Y aspirar a mujeres de ensueño es algo así como aspirar a que un botones sea nombrado de la noche a la mañana director del hotel donde trabaja. Bonito, pero muy improbable. Sí, decididamente lucharía por objetivos más asequibles.

Siempre pensaba que no tener coche, ni vivir independizado no me ayudaban a que las mujeres me tomaran en serio, pero tal era mi deseo de explorar madrigueras que rogué a la providencia que se ocupara de estos problemas cuando surgieran.

Llegó el momento de los preparativos. Soy poco velludo, en el pecho apenas tengo vello, pero un sábado por la mañana adquirí en un hipermercado una crema depilatoria que me puse por piernas y glúteos antes de ducharme, a fin de estar suave y depilado de cuello para abajo por si pasaba algo. También adquirí unos preservativos con sabor a fresa. Sí, me dio mucho corte al pasar por caja, pero me aguanté.

CAPÍTULO 2. UNA GRAN NOCHE DE SÁBADO

Así que, mentalizado con estas ideas, quedé ese mismo sábado, a medianoche, con mi amigo Carlos. Él vive en el Burgo de Ebro, lo que le obliga a venir a Zaragoza a buscarme en coche. Circunstancia que conlleva dos cosas muy importantes. La primera es que me devolverá a mi casa (o para ser más exactos, a casa de mi padres) en coche, es decir, que no culminaré la noche con la guinda nauseabunda de una larga caminata con zapatos (qué quieren, soy mileurista, ojalá me hiciera menos duelo gastarme dinero en taxis). La segunda es que dado que mi amigo vive a doce kilómetros de la ciudad y depende del coche para venir, él tampoco puede permitirse el lujo de beber, cosa que si pudiera, quizá haría. Tal vez más por miedo a una posible multa, que por temor a un accidente. De todas formas, no me gusta tratar con borrachos de andar torpe, y hablar gangoso, así que mucho mejor si no empinaba el codo.

Llegó cinco minutos más tarde de la hora convenida (lo normal) y subí al coche, un compacto de una marca japonesa, que se había comprado ya hace cuatro años. Puso la primera y nos encaminamos hacia el casco, una zona céntrica de gran concentración de bares.

—¡Qué tal, Carlos! ¿Cómo ha ido la semana?

—Muy bien, Juanete. ¿Tú que tal?

—Bien, como siempre, aguantando.

No solíamos hablar del trabajo, pero sí de chicas. Carlos sí había tenido algunas parejas, aunque nada serio y en ese momento estaba solo. Decía que las páginas de contactos que hay en Internet le servían para quedar con tías de vez en cuando. Aunque no lo recomendaba mucho. Yo no lo había conseguido, a pesar de que, a menudo, lo intentaba. Era un asunto que me interesaba y enseguida lo saqué a relucir:

—Me gusta quedar contigo, ya lo sabes. Pero a mí ese rollo de los garitos, del ambiente apestando a tabaco, de los altavoces a todo volumen rompiéndote los tímpanos con música hortera y casposa, de las peleas por la calle…, te aseguro que me parece vomitivo. Y si por último sirviera para hacerse a alguna, aún merecería la pena el calvario, pero lo normal es regresar a casa con las manos en los bolsillos. Es un asco. Se gasta uno el dinero en botellines de agua y refrescos a tres euros para nada.

—Si quieres que vayamos al cine o hagamos otra cosa, dímelo. Hay en cartelera una de terror que se llama: "El maestro de las tinieblas". En Estados Unidos ha sido un exitazo en taquilla. La crítica de allí la pone por las nubes.

A Carlos le gustaban mucho las películas de terror. Las veía todas. Y si el filme le gustaba le daba igual verlo repetido en mi compañía.

—Otro día Carlos, por mucho asco que me dé salir por la noche, necesito follar y ésta es una de las pocas maneras que hay. ¿Has quedado con alguna pava por el "Contact" esta semana?

No respondió de inmediato porque estaba dejando pasar a un peatón en uno de esos semáforos que están verdes para el peatón, y con las luces ámbar intermitentes para el conductor.

—No merece mucho la pena —repuso al fin—. Las tías van con mucho engaño. Te ponen fotos que no son suyas. La última con la que quedé fue el mes pasado… (dejó de hablar para decelerar un poco en un sitio en el que había un radar fijo que tal vez estuviera activado). En la foto que tenía en su perfil era una tía que flipas y caí en la trampa. Quedamos en la Plaza de España y cuando la vi, un poco más y salgo corriendo. Lo menos pesaba novena o noventa y cinco kilos y de cara no molaba nada. Tenía buenas tetas, eso sí. Pero, desde luego, que la chica que figuraba en su perfil se le parecía como un higo a una supernova. Si quieres verla, que sepas que le hice una foto con el móvil en un bar al que fuimos después.

Aprovechó un semáforo para enseñarme una foto de una chica sentada, de cuerpo más bien voluminoso y una cara en cuya parte inferior se acumulaba una visible papada. No era tan fea, pero la gordura desvirtuaba mucho su imagen. Pensé que, como a todas, la desnudez la habría beneficiado sobremanera.

—¿Qué pasó?

—La invité al cine a ver "Reino Oscuro 2: la venganza del santero", —un peliculón, por cierto, creía que no le iba a llegar a la suela de los zapatos a la primera, pero me equivocaba— y al poco de empezar la película le puse una mano en su fofo muslo. Me la cogió suavemente y me la apartó, diciéndome que iba demasiado rápido. Por supuesto que no pensaba volver a quedar, además de que me gustaba poco, de que yendo con ella me hubiera sabido a cuerno quemado encontrarme con algún conocido, pretendía que luego tomáramos un café mientras le escuchaba sus rollos patateros, como si fuéramos a ir en serio. Sobarle las tetas me habría molado, no te digo yo que no, pero salir por ahí de la mano…, ni hablar del peluquín.

—¿Y luego?

—Pues nada. A la salida del cine nos tomamos un capuchino en un bar y me narró algunos pormenores de su vida: que si tenía veintidós años, que si vivía en un pareado con sus padres en María de Huerva, que si había discutido con su amiga Silvia. Lo único que teníamos en común es que a ambos, aparte de las películas, nos gustaban las novelas de terror: Stephen King, Dean Koontz, Dan Simmons, ya sabes. La despedí y le dije que me lo había pasado muy bien y que ya la llamaría. Aunque supongo que notó que no pensaba volver a quedar.

—¿Y luego nada, no? ¿Ni un mensaje ni nada?

—No. No tengo intención de llamarla. No me atrajo nada suyo. Aunque por su parte tampoco he recibido noticias.

—¿No tiene novio?

—Me dijo que no, pero vete a saber.

—Perfecto. ¿No tendrás por ahí su teléfono? —pregunté.

—¿No fastidies que estás interesado?

—Carlos: estoy desesperado —repliqué en un tono quejumbroso—. Me miro al espejo y me veo majo, no soy Brad Pitt ya lo sé, pero estoy bastante bien y no entiendo por qué me va tan mal con las tías. Es frustrante, no sé para qué me mato a hacer abdominales. Ya sabes que no he estado nunca con ninguna. Y estoy harto de tratar de convencer (o más que convencer: suplicar), a pavas engreídas que no hacen más que mirarme por encima del hombro y a tratarme como a un felpudo.

—Hombre, Juanete, es que las cosas no te las van a servir en bandeja. Tienes que ser tú mismo, ser simpático, atento y ya verás como alguna te hace caso.

—Estoy harto de todo ese rollo psicológico de sé tú mismo. ¿Tú crees que se puede hacer algo provechoso entre tanto cerdo revoloteando alrededor de las tías? Todas están a la defensiva. Voy a centrarme en lo que puedo conseguir y lo que no esté a mi alcance, se lo dejo a otros que estén menos escamados que yo para que se maten por ello.

Carlos trató nuevamente de disuadirme:

—Pero es que esta tía… De verdad, que no tengo nada en contra de ella, no creo que sea mala gente, pero hace falta que te atraiga físicamente, que te excite. Francamente no sé si se me levantaría viéndola a esa tía en bolas.

—Te aseguro que a mí se me levantaría viendo a una hembra de camello. Últimamente me he concienciado viendo sólo vídeos amateur, de gordas y maduras y te digo que me ponen cachondo tanto como las que más. Quizá más porque son más reales, más cercanas. Excitarte viendo mujeres espectaculares está muy bien, pero no te sirve para enfrentarte a la cruda realidad.

—¿No crees que te convendría estar con una prostituta? Más que nada para ver si te espabila un poco.

—No, no pienso pagar por follar. Me sentiría mal. Y además está el tema económico: mi nómina no da para esos dispendios. Aspiro a meterme en un piso algún día. Lo veo una trampa y no quiero caer en ella.

En un semáforo en rojo aprovechó para sacarse el móvil del bolsillo y buscar en la agenda su número de teléfono. La chica se llamaba Raquel.

—Tú verás lo que haces —me advirtió—. Ah, y si te la follas procura ponerte tú encima no vaya a ser que haga un movimiento en falso y te parta la polla. Otra cosa: no se te ocurra decirle a nadie que eres virgen, porque si lo haces, se te van a descojonar de la risa.

Poco después Carlos aparcó el vehículo en un hueco que encontramos en zona azul, aunque como era de noche no tuvo que pagar el parquímetro.

Nos encaminamos hacia un local bastante grande, llamado "Las mil y una noches" que tenía un pequeño escenario donde tocaban grupos. En ese momento no había ninguna actuación. Sonaba una música ambiental que alternaba la pachanga con la salsa a considerable volumen. Pedimos dos bebidas energéticas, buscamos un lugar —las proximidades de una columna— donde no estuviéramos totalmente sitiados por hombres y aguardamos a que pasara algo.

Y pasó. Hubo que esperar alrededor de una hora, pero descubrí por el rabillo del ojo como una mujer de unos cincuenta y pico años con un vaso de tubo en la mano se me quedaba mirando con interés, de cuando en cuando. Observé que estaba sola. Tenía el pelo corto y negro (seguramente teñido) y los labios pintados de un rojo anaranjado. Tenía algunas arrugas marcadas, sobre todo en el entrecejo, y también en torno a los ojos pero no estaba mal del todo. Vestía un pantalón ceñido y una blusa y de los lóbulos de sus orejas colgaban unos pendientes grandes, llamativos, no sé si ostentosos porque no sé lo que valían. Le devolví la mirada venciendo el miedo y la vergüenza (interiormente estaba tembloroso y con el corazón bombeando intensamente) y me lancé al barro.

—Hola. ¿Cómo te llamas?

—Nuria. ¿Y tú?

—Juan.

Me acerqué para darle dos besos con la osadía añadida de cogerla por la cintura. Ella no me conocía, así que más me valía demostrarle que no era un manojo de nervios y que podía darle lo que seguramente ella estaba buscando. Carlos desapareció en dirección a la barra a por más bebida.

—¿Vienes mucho por aquí? —continué.

—A veces. Me gusta la música que ponen.

No entiendo por qué me atenazaba tanto el miedo y la vergüenza. Si Nuria había ido allí buscando algo y yo también, por qué no hablar claro y ponernos de acuerdo. Y ella tenía interés en mí porque, de refilón, la había sorprendido espiándome visualmente. No puedo describir el miedo, las ganas de llorar y la desazón interna que tuve que superar para hacer la siguiente pregunta. Fue terrible. Tartamudeé algo:

—¿Estás casada?

—No. Estoy viuda. Mi marido murió hace tres años de un paro cardiaco. Trabajaba en un banco. Era cuatro años mayor que yo.

Tanto me daba si estaba soltera, viuda, separada o divorciada. Todo menos casada. A poco que preguntara me di cuenta de que a una mujer, si le das un poco de carrete, te lo larga todo.

—¿Tienes hijos?

—Una hija, pero vive en Barcelona: está estudiando Periodismo. La veo de ciento al viento.

—Estaba pensando que quizá te apetecería bailar.

Me escrutó con la mirada. Tal vez pensara que únicamente me apetecía charlar un rato. Pero a esas alturas de la conversación ya era difícil no percatarse de que aquello no era un ingenuo y cordial cruce de palabras sin más.

—Claro que sí —dijo con una sonrisa, dejando el vaso en una repisa que había en la columna.

No es habitual que controlen el aforo de los locales. A los porteros de las discotecas se fijan más en que no seas menor o no entres a su establecimiento esgrimiendo un bate de béisbol que de la gente que entra. A esas alturas de la noche allí no cabía un alfiler. Y además estábamos en una de esas rutas humanas que la gente suele usar para moverse por el local. Los apretujones y la proximidad de aquella muchedumbre congregada allí, nos impidió bailar cómodamente. De todas formas y por mi parte, aunque hubiéramos dispuesto de toda la pista para nosotros no lo habría hecho mucho mejor, pues el baile es un arte para el que soy más torpe que un pingüino con zancos. Pero aproveché para ponerle de nuevo las manos por la cintura, donde se percibía una ligera acumulación de grasa. Mantener el contacto era fundamental. Sí, me moría de vergüenza. Me temía el rechazo o un tortazo por pasarme de osado. Odiaba que me miraran y entre la gente que me rodeaba había muchos que lo estaban haciendo. Pero por suerte mi cerebro cuadriculado cedió el mando al piloto automático de mi cerebro auxiliar, ese que culmina el tronco del pene. Improvisé un baile giratorio, como de peonza, ya que apenas podíamos movernos de donde estábamos, lo que hizo mucha gracia a mi compañera.

Ese era el momento. Tenía que hacer un gesto inequívoco, con el que demostrarle que era un hombre y no un niño. Bajé ambas manos hasta su trasero y deslicé las palmas por sus nalgas en círculos, sin apretar, acariciándole por encima de la tela su culo, con intención de transmitirle todo mi deseo. Mi miembro empezó a desentumecerse, perezoso al principio, pujante enseguida.

Contra todo pronóstico, no me apartó las manos de un manotazo, ni me increpó, ni se apartó escupiéndome la palabra "niño" y alguna frase airada. Se dejó hacer. Y por si fuera poco apoyó su cabeza en mi hombro y se me pegó literalmente de manera que forzosamente tuvo que percibir la dureza de mi miembro, ya consistente, pero al que le sobraba el obstáculo de mi bóxer y mis pantalones para alcanzar su rocoso esplendor.

—¿Dónde has dejado a la novia? —me preguntó en las proximidades de mi oreja.

—No tengo novia, Nuria. No me quiere ninguna.

—Pues no lo entiendo. Eres un chico muy guapo —comentó rozándome la mejilla con el envés de la mano.

—Pues ya ves lo tontas que están.

La hice reír. En ese momento noté algo que por una parte me halagó y por otra me hizo sentir inquieto. Advertí que unos cuantos hombres me estaban contemplando con una aleación a medio camino entre la envidia y el odio. Quizá pensando erróneamente que me follaba a todas las que quería. Me dije para mi adentros que había que abreviar nuestra estancia en "Las mil y una noches", me incomodaba el desprecio que destilaban esas miradas llenas de malas vibraciones.

—¿Tienes sitio, Nuria?

—Tengo una cama de dos por dos, si es eso lo que preguntas.

Busqué a Carlos con la mirada, y le hice un gesto. Me sonrió y me respondió con otro gesto en el que cerraba el puño de una mano y elevaba el pulgar. Me abrí camino entre la gente, seguido por ella.

—Un momento, tengo el abrigo en la guardarropía —dijo en cierto momento del trayecto de salida del local.

La esperé y no tardamos en irnos a su casa, que no quedaba a más de cuatro manzanas de allí. Fui con ella cogida por los hombros, marcando propiedad, como si me la fueran a quitar por el camino. El edificio era distinguido, señorial, de los que tienen portero manual por el día y automático a todas horas.

Subimos en el ascensor hasta la quinta planta. Al salir del cubículo, vi un resquicio luminoso en el quicio de una puerta y una figura de una señora mayor recortada contra la luz. En ese mismo momento, dicha señora cerró la puerta sonoramente. Nuria, sin duda mosqueada, encendió la luz del rellano y se acercó a dicha puerta.

—Señora Eulalia, no sé cómo a estas horas no tiene usted nada mejor que hacer que espiarme. ¿No sabe ser más discreta, si quiere cotillear? Pero en fin, ya ve que caballeros más estupendos me subo al piso. ¿Por qué no sale y se lo presento?

La tal señora Eulalia no espero cortésmente a que su interlocutora terminara de hablar, sino que iba soltando sus imprecaciones y sus insultos conforme Nuria hablaba.

—¡Menuda golfa estás tú hecha! ¡Debería darte vergüenza, asquerosa, furcia, cacho guarra! —se oyó, amortiguado por la barrera de la puerta de entrada.

Ya dentro de la casa me hizo pasar a un salón con minibar, alfombras, tapices, cuadros grandes, figuritas de porcelana, candelabros decorativos y un mobiliario muy clásico. Allí se dirigió a mí en plan confidencial:

—No hagas caso, es mi vecina que está muerta de envidia. Cuando enviudé con apenas cincuenta y tres años, decidí que no iba a enlutar y enterrarme en vida. Lamenté mucho la pérdida de mi marido, pero al cabo de un año de duelo decidí que tenía que salir y conocer a hombres; ya valía de estar sola. Y la verdad es que no me ha ido nada mal en estos tres años, no me puedo quejar. No me cabe en la cabeza que alguien me pueda tener tanta tirria por tirarme a unos cuantos hombres en mi propia casa y sin meterme con nadie. Mira que es difícil cambiar la mentalidad de la gente.

Percibí que tenía acento catalán. Supuse que era beneficioso hablar espontáneamente de lo que fuera para que Nuria me dejara acceder a su parte más íntima, así que se lo dije:

—Tienes acento catalán.

—Será porque soy catalana; soy de Manresa. Pero me vine aquí con mis padres a los trece años. ¿Tienes algo en contra de los catalanes? ¿No tendrás catalanofobia? —quiso saber, pero el tono de voz era irónico, ligeramente burlón.

—No, no, todo lo contrario —me apresuré a responder negando con la cabeza y con un gesto de las manos—. Si acaso tengo catalanofilia. Me gustan mucho las iniciativas como las de prohibir las corridas de toros…, me gustan mucho los catalanes, son muy capaces, muy emprendedores, de verdad.

—Bueno, espérame mientras voy a empolvarme la nariz.

—¿No me digas que tomas cocaína? —inquirí asombrado.

Me miró con extrañeza, supongo que cavilando a santo de qué venía aquella pregunta y luego se echó a reír.

—¿No habías oído nunca lo de "empolvarse la nariz", tesoro? Es una expresión que usamos las mujeres cuando tenemos que hacer nuestras cosas en el baño. Es un eufemismo para decir "mear", "orinar", "miccionar", "hacer pipí", si lo prefieres.

Me sentí un poco ridículo por mi ignorancia. Se fue y volvió enseguida.

—Eres un yogurín —ponderó—. ¿Cuántos años tienes?

—Veinticuatro.

—Pues eso. No tienes pinta de haber tenido muchas novias.

—La verdad es que no.

La respuesta sonó un poco seca, abrupta, así que ella enseguida adivinó todo.

—Eres virgen, ¿verdad? —afirmó.

Asentí y creo que hasta me sonrojé un poco. La calentura de un cuarto de hora antes había pasado por completo y mi instrumento volvía a estar en reposo.

—¿Tanto se nota?

—Sí, se nota, pero mejor así. ¿Quieres tomar algo?

Cabeceé en señal negativa.

—No, muchas gracias. Nuria: todavía no me creo lo que ha pasado esta noche. Yo no ligo nunca y esta noche, por el motivo que sea, he hecho un esfuerzo titánico y ahora estoy aquí contigo. Me cuesta mucho relacionarme. Lo máximo que he hecho con una tía ha sido sobarle el culo por debajo del pantalón. ¿Patético, verdad? No he follado nunca, pero me encantaría que me dieras una oportunidad. Y si no quieres, nos pegamos el lote y ya está. Haré lo que me pidas.

—Pero claro que sí, cariño mío. ¿Para qué te crees que te he traído aquí? ¿Para jugar al ajedrez? Ven, acércate que te voy a hacer un hombre.

Por fin me dejaba la vía expedita para empezar mis ansiadas maniobras. La cogí en brazos. Me encantaba coger a las mujeres en esta posición, me excitaba esa exhibición de mi vigor. Ella me pasó el brazo por mis hombros. Mi pene recuperó el brío inmediatamente.

—¿Es lo único que se te ocurre? —quiso saber al rato con ese tono socarrón e irónico que solía emplear—. Me temo que va a haber faena esta noche. Bájame.

Obedecí.

—Y ahora vamos al dormitorio, allí estaremos más cómodos.

La seguí por un largo pasillo hasta una habitación presidida por una descomunal cama con un cabecero en forma de medio círculo. La cama tenía una colcha violeta. El mobiliario parecía más moderno que el de resto del piso. Nuria me hizo pasar a un aseo donde había una ducha protegida por un biombo de cristal.

—Desnúdate.

Hice lo que me pedía, dejando mi ropa lo mejor que supe sobre una butaca que había cerca. Supongo que un buen follador habría tomado la iniciativa y ya se la estaría trajinando en la posición que le apeteciera, pero francamente yo no estaba preparado para tanto y podía darme con un canto en los dientes con el cariz favorable que estaba adquiriendo la situación. Aún seguía atenazado por el miedo, aterido por el nerviosismo.

—Ya veo que eres todo un metrosexual —se refería mi concienzuda depilación del día anterior.

—Tengo poco vello y no me gusta como me queda, así que he preferido quitármelo con una crema depilatoria.

—¿Te hace ilusión quitarme la ropa?

Soy fan de las mujeres. Pero cuando compruebo una y otra vez que me adivinan el pensamiento, aún soy un fan más acérrimo. Francamente, no me habría hecho mucha gracia que se hubiera desvestido ella sola.

—¿Cómo lo sabías?

—Si tú supieras lo que sabemos las mujeres, tú también serías una mujer y no estarías interesado en metérmela, porque tampoco tendrías nada que meterme. Así que, como me interesa mucho eso que te cuelga entre las piernas, no te lo digo.

Me gustaba Nuria. Tenía una respuesta divertida para todo. Rogué para que el sueño continuara.

Empecé a desabrocharle la blusa. Ella me facilitaba el trabajo separando los brazos del cuerpo. Luego le desabroché el sujetador, dejando a la vista unos pezones tiesos situados en mitad de una areola más bien grande. Los senos tendrían el tamaño y la forma de una cebolla grande.

Me había quedado boquiabierto. Todo impacta cien veces más al natural que por la tele o a través del monitor de un ordenador.

—Si estás así ahora, no quiero ni imaginarme cuando te corras. Me siento halagada.

Le bajé la cremallera de la falda revelando unas bragas blancas de encaje que dejaban traslucir la negrura púbica de un triángulo equilátero invertido, que no era sino el pórtico glorioso de aquella oquedad que supera lo divino (y me quedo corto). Me acuclillé para bajarle las bragas, despacio, con delectación. Se me hacía la boca agua más que al perro de Pavlov al sonar el timbre de la comida. Si alguien me hubiera metido un caramelo en la boca, se habría deshecho en cuestión de décimas de segundo. Desde mi posición vi que tenía los repliegues de los labios de la vulva grandes y rugosos como colas de caracol.

—¿Te gusta lo que ves? —preguntó pizpireta dándose una vuelta completa.

—Sí —musité entre dientes, sin que me oyera.

Puestos a echarle cara al asunto, mejor no quedarme corto.

—¿Me dejas que te haga una foto con el móvil?

Ella se cerró en banda ensombreciendo el gesto.

—No, prefiero no aparecer en cueros por Internet.

No se me ocurrió insistir ni por asomo. Ni siquiera decirle que no pensaba colgar sus fotos en ningún sitio de Internet.

Nuria tenía un culo grande, carnoso, duro al tacto como pronto me dejaría comprobar. Su cuerpo en conjunto era bastante armónico y apetecible. Era vistoso, porque aunque le sobraba algún kilo, no lo tenía acumulado en ningún sitio de forma que perturbara el conjunto.

Antes de que pudiera salir de mi estupefacción contemplativa se respondió a sí misma.

—Espero que te guste todo. Y si hay algo que no te gusta, haber llegado unos años antes.

—De sobra sabes que me gusta mucho todo lo que ven mis ojos —quise puntualizar.

Me condujo a la ducha y me trató como si fuera un crío pequeño. Primero me mojó con agua tibia proveniente de la alcachofa y luego se puso una generosa cantidad de gel en la mano, procediendo después a pasármelo por todo el cuerpo, haciendo especial hincapié en mi pene (me bajó y subió el prepucio enjabonándome el bálano), mis testículos, la hendidura de mis glúteos y mi ano, donde ahondó con el dedo, incomodándome un poco.

—Ahora tú. Hazte idea de que esto es como preparar una ensalada: primero tienes que lavar lo que luego te vas a comer. Lávame meticulosamente.

No tuvo que forzarme a hacerlo. Me embadurné las manos de gel, me agaché y comencé a frotarle con ímpetu la pantorrilla de la pierna izquierda, pasando por la suavidad de la cara interna del muslo y llegando al culo. Le pasé el canto de la mano por la raja del culo y la bajé y subí de arriba abajo. En su ojete introduje mi índice; ella me facilitó la labor separando las piernas e inclinándose hacia delante.

Me apeteció y me pareció pertinente hacer un receso en tan exhaustiva limpieza y dispuse cóncavas las palmas de mis manos para tocarle sus tentadores pechos y atraerla para mí, pero en cuanto empecé, ella abortó mi operación abriendo la ducha del agua fría, de modo que acabé aullando de frío y con el rabo entre las piernas, y nunca mejor dicho.

Me reprendió por mi audacia a destiempo.

—No podemos corrernos, si no sabemos andarnos. ¿Para qué haces eso? De momento, haz lo que te he dicho. Los pechos me los lavas uno por uno y con gel, no me los toques a lo loco. Vamos a hacer las cosas bien. Luego te hartarás de tocármelos.

Obedecí temeroso de haberla podido contrariar. Y le lavé los pechos, las axilas, el coño, los pies, los brazos, la espalda y todo lo demás con suma aplicación. En su coño me recreé especialmente como si mis dedos fueran pequeñas anguilas entrando en su madriguera.

Luego nos volvimos a poner bajo la ducha ambos y una vez nos hubimos enjuagado el jabón, salimos para secarnos con dos toallas dispuestas detrás de la puerta del aseo. La que ella me había asignado a mí era de color verde azulado; la suya, rosa chicle de fresa ácida. Nos secamos por completo (cabello incluido) y salimos al dormitorio desnudos.

—Túmbate —ordenó. No hacía más que mandar. Estaba claro que si uno quiere follar, debe "atacar" a una mujer, asumiendo el riesgo del desprecio o el ninguneo. Y después debe "acatar" a pies juntillas lo que ella considere oportuno, para "catar" posteriormente. No hay otro camino.

Me tumbé extendiendo los brazos y las piernas como en ese famoso dibujo del Renacimiento.

—Estás muy bueno —observó pasándome un dedo índice juguetón por los músculos del abdomen, hasta llegar al pecho que también apretujó—. Se te marcan los musculitos.

—Gracias, Nuria, eres un cielo.

—Y por lo que veo, tienes un buen aparato —apreció—; vamos a ver qué tamaño alcanza. Porque primero tendré que saber si me cabe, ¿no querrás romperme el coño, verdad?

Me intimidaba un poco con sus frases. ¿Se han fijado en lo mucho que se parecen las palabras "intimar" e "intimidar"? Supongo que algo tienen que ver la una con la otra.

Se reclinó a mi lado y empezó a chuparme el miembro. Era una maravilla. Se introdujo mi pene aún flácido y húmedo en la boca hasta que éste empezó a reaccionar y a cobrar vida en aquel recinto salivoso. Una vez hubo adquirido consistencia empezó a masturbarme con la boca. Los roces de mi glande con las encías, con el velo del paladar o con los dientes provocaban en mí un turbulento y nuevo mar de sensaciones. Cuando un placer intenso me invadía y empecé a emitir unos gemidos interrumpió su acto, al tiempo que me agarraba y me agitaba levemente los genitales.

—No quiero que te corras, todavía.

Con el pene aún reluciente de su saliva, y en su máximo esplendor, cogió una cinta métrica de tela (de las usadas en costura) de un cajón de su mesilla y agarrándomelo por la base lo midió. El contacto de una suave mano femenina en mi miembro era una sensación sublime, un bálsamo entre tantas amarguras y decepciones vitales.

—Diecinueve centímetros de largo y siete de perímetro —dijo Nuria—. Creo que vas a tener suerte. Aprovéchala bien que tu polla es como un cohete con el que puedes mandar a más de una a la estratosfera. La tienes ligeramente encorvada hacia arriba, lo que aún redundará más en el placer de tus amigas. ¡Y semejante herramienta compártela, avaricioso, no te la guardes solo para ti!

Me agarró la polla por la empuñadura y jugueteó con ella como si fuera un "joystick". Estaba erguida y no era sino un faro con la luz apagada que guiaba a las navegantes del barco de la lujuria. Coronaba el faro un glande redondeado y violeta como un riñón de ternasco.

—Los huevos son grandes —opinó en un tono frío, desapasionado—. Seguro que tienes una fábrica de semen ahí dentro. Estás muy bien equipado. Un chubasquero y ya tienes todo lo que necesitas para salir de excursión.

Sonreí complacido sin saber qué decir ante aquella verborrea. Ella estaba en su casa, ponía y la cama y tenía derecho a decir lo que le viniera en gana.

—Supongo que naciste con tres huevos. Que en contacto con tus muslos incubaste involuntariamente uno y de ahí, al romper el cascarón, salió una bella serpiente de color carne, que necesita mudar de piel continuamente para vivir así —me bajó y me subió el prepucio varias veces—. Es una serpiente especial que en caso de peligro (su depredador es la mujer), se protege por medio de un destacado y novedoso rasgo evolutivo: una dura coraza ósea subcutánea. Vamos a comprobarlo.

Se acerco a mi miembro y me dio una ligerísima dentellada.

—Está durísimo —ponderó—. Y esa serpiente, tiene otro importante mecanismo defensivo. Escupe veneno. Pero no un veneno cualquiera, sino uno que deja a sus depredadoras con un tremendo bulto aquí —se señaló el vientre con ambos dedos índices gráficamente—. Un bulto que crece sin remedio y que provoca en la víctima náuseas, vómitos y un largo etcétera de enfermedades hasta llegar a una agonía de dolores finales que se conoce como parto.

Aquello era surrealista, pero me encantaba. Nuria había inventado el guiñol erótico. En mi pasado no había nada comparable a lo que estaba aconteciendo. No sé en qué había estado pensando en todos estos años perdidos pululando por el mundo mujeres tan increíbles como aquella, sin atreverme apenas a acercarme a ellas.

—Ahora me toca a mí —dijo Nuria—. Caliéntame todo lo que puedas. Soy toda tuya.

Por fin me daba carta blanca. Empecé por sus senos. Los últimos que tuve en mis manos, debieron de ser los de mi madre, aunque, evidentemente, no me acuerdo. Chupé con glotonería sus pezones que eran como la tetilla de un biberón hasta que se pusieron duros como silicona seca. Los amasé y removí de todas las formas que se me ocurrieron. Luego me tumbé, le pedí que se pusiera encima de mí y le acaricié el trasero pasando la mano innumerables veces por encima de su raja, mientras le picoteaba el cuello a besitos.

Después la hice ponerse boca abajo. No tuve reparo en dejar caer saliva en su ano e introducirle mi lengua todo lo profundo que pude. Estaba lanzado y no me daba miedo, y mucho menos repugnancia. Aquello era lo menos que Nuria se merecía después de haber sido la primera que me había abierto las puertas de su hogar y las piernas de ese otro hogar también caliente y acogedor. Invitarla a mi yate no podía, porque carezco de embarcación, pero placer podía proporcionar a espuertas porque esto sólo depende de la voluntad de dos personas libres.

La lengua apenas conseguía introducirla por su orificio, pero la agitaba enloquecida por su esfínter. Mis papilas gustativas no percibieron un gusto desagradable, dado que estaba limpia. El gusto parecía correr de su cuenta, ya que emitía grititos entrecortados y jadeos. Si uno lograba vencer el pudor, se daba cuenta de que hacerle un beso negro a una tía era como chupar cualquier otra parte del cuerpo. Al rato emitió un rápido encadenamiento de jadeos que culminó con un alarido triunfal.

—Me he corrido —anunció—. Mira cómo me has puesto —prosiguió cogiéndome la mano por la muñeca para que le tocara la vulva. Estaba resbaladizo a causa del traslúcido líquido vaginal que había empapado su entrepierna.

—Apuntas buenas maneras. Mi difunto marido nunca me hizo nada parecido. Decía que le daba asco y que en la cama había que tener un poco de dignidad. Que cosas así eran más propias de pervertidos y de maricones que de personas normales. Eso decía.

Mis glándulas salivares nunca habían tenido tanto trabajo, pero estaban a la altura y creo que el ser humano dispone de tres pares de éstas glándulas. Luego me introduje uno de sus pies que eran pequeños y bastante monos en la boca, pasando luego a chuparle los dedos uno por uno y la lengua por la planta del pie, guiado en todo momento por el ansia y la siempre reconfortante sensación de estar empalmado y en manos de una mujer maravillosa.

—Estás que te sales, eh. ¿Quién te ha enseñado eso?

—Viendo películas porno se aprende mucho.

Se quedó un momento pensativa y me dio un pequeño consejo sobre sexología:

—Antes de que me penetres quiero contarte algo. No sé si sabes que bajo los testículos tienes un músculo que puedes contraer para retardar la eyaculación. Contráelo cuando notes que te vas a correr. Te ayudará a aguantar más rato follando. Haz la prueba, ya verás.

Efectivamente, hice fuerza y percibí un levísimo movimiento en mis testículos, al tiempo que se producía la oclusión de mi ano. Esta mujer era una caja de sorpresas. Para qué luego digan lo malas que son las mujeres.

Acto seguido, me dispuse a abrevar en el manantial de los flujos eternos. Le examiné el clítoris, cilíndrico y rosado como la goma de borrar que viene incorporada en la parte posterior de algunos lapiceros.

Nuria notó que mi glande empezaba a estar reluciente debido a las gotas líquido preseminal que estaban saliendo de mi polla y decidió que ya era hora de que descargase.

—Abre el cajón de arriba de la mesilla y coge un preservativo.

Rebusqué en el cajón hasta dar con una caja de la que extraje un condón y se lo di. Ella lo desprecintó y me lo enfundó con suma celeridad. Acto seguido se tumbó boca arriba y me guió encima suyo de manera que acabé con mi miembro en las proximidades de su coño y apoyando las palmas de las manos a ambos lados de su cabeza. No me gustaba esa posición porque no podía sobarle las tetas, ni el culo y además físicamente era bastante exigente, pero ella debió de considerarla la postura más adecuada para no iniciados. Ella misma, porque yo, más que follar, parecía que me iba a poner a hacer flexiones de brazos, se introdujo mi glande plastificado en su conducto vaginal.

—Ve despacio que no tenemos ninguna prisa.

Se la metí con lentitud, para que su canal se fuera adaptando a mi aparato. Ella resoplaba conforme mi pene profundizaba en su cuerpo. Cuando hube alcanzado cierta hondura empecé a bombear, primero con quietud, tanteando el terreno, luego con más soltura, deslizándome por aquella caliente pista de hielo. Nuria, ante mis acometidas, se puso a respirar agitadamente, a soltar sonoros bufidos, cerraba los ojos y apretaba los dientes. Me detuve en seco, o más bien en húmedo.

—¿Se puede saber qué haces? Tú sigue mientras no te diga que pares —mandó con mala leche, con agresividad—. Clávame el rabo.

Me miraba a los ojos con dureza, aceradamente, advirtiéndome quizá con su mirada de que llegados a ese punto aquello no era un juego inocente, aunque lo estábamos practicando como tal. Su acento catalán sonaba más marcado, más puro, cuanto mayor era la espontaneidad y menos deliberado lo que decía.

—Perdona, pero creía que te estaba haciendo daño, por eso me he detenido —me disculpé.

Su vagina se amoldaba a mi grueso miembro y en vista de que ella no objetaba nada, acrecenté el ritmo de mi pelvis para repercutirme y tratar de proporcionar más gusto. El preservativo era un engorro insoportable, sentía que mi polla se asfixiaba, que le faltaba el oxígeno. Follar con goma es algo así como usar una calculadora con guantes: factible, pero dificultoso. Ahora entendía a los que decían que era mejor follar sin condón.

Durante la penetración ella me agarraba alternativamente los tríceps y los antebrazos, algo que acrecentaba mi vanidad hasta extremos insospechados. De vez en cuando, Nuria ahuecaba una de sus manos para agarrar ligeramente mis testículos y evitar que me corriera. Pero en un momento dado me vine abajo, es decir, que me corrí. Fue un hito histórico en mi vida pajera. Por fin me había corrido prescindiendo de mis manos. Me tumbé derrengado junto a ella mientras recuperaba el ritmo normal de mis pulsaciones. Ella se levantó y fue a lavarse el chocho en el bidé.

—Ahora lávate el paquete con jabón líquido, no sólo con agua.

La obedecí y volví a la cama. Nuria me dio un abrazo y me acribilló a besos que le devolví lo mejor que supe. Aquella situación, que dicen que es tan agobiante después de follar, no se me hizo incómoda.

—Has estado mejor en los prolegómenos que follando, pero te voy a puntuar, como hacéis siempre los hombres. La duración del coito, suficiente; el empeño en los preliminares, bien. El beso negro, notable alto. Lo más sobresaliente ha sido tu polla cuando estabas tumbado boca arriba. Vaya pedazo de rabo gastas, granuja. No te pongas nunca boca arriba en el campo en otoño, no vaya a ser que un buscador de setas confunda tu miembro con un hongo y te lo corte. Aunque te diré, ahora en serio, que cuando aprendas a moverte con un poco más de garbo y te quites del todo esa vergüenza no vas a recibir más que matrículas de honor.

—¿Me puedo quedar a dormir un rato? —solicité—. No te molestaré cuando me vaya.

—No faltaba más —confirmó—. En la entrada, junto al espejo, hay un cuadro con mi número de móvil escrito. Apúntatelo y llámame cuando quieras.

—Cuenta con ello. Sería tonto si no lo hiciera. No sé cómo agradecerte que hayas hecho todo esto por mí. Eres genial, de verdad.

—Gracias, pero un poquito por mí también lo hecho, que conste —repuso socarrona separando unos centímetros los dedos índice y pulgar de la mano derecha. Y luego respondió más seria—: Quería mucho a mi marido y fue mi primer y único hombre hasta que murió. Pero me dio un sexo de baja calidad, así que ahora tengo que arreglármelas para recuperar el tiempo perdido. La vida es equilibrada y cuando te quita por un lado, te lo devuelve por otro. Ya sé que suena cruel y egoísta, pero no estamos aquí solo para sufrir. Y yo soy una persona que, para sentirse bien, necesita que dar rienda suelta a sus instintos libidinosos.

Estaba cansado, somnoliento. Eran las tres y media de la madrugada. Me puse el despertador del móvil a las seis para llegar a casa sobre las seis y media, una hora prudencial. Al menos, ya habría autobuses. Y no sería tan tarde como para alarmar a mis padres llegando a casa a horas intempestivas.

A falta de pijama, dormí desnudo. La calefacción encendida toda la noche veló porque no tuviera frío.

CAPÍTULO 3. UN DOMINGO ENTRETENIDO

El domingo suele ser un día triste, deprimente. Las horas están contadas para volver al trabajo, al monótono día a día. Pero yo, en mi recién estrenada condición de follador, pensaba convertir aquella jornada dominical, en un día digno de recordar. Era preciso mantener la buena estrella que tan buenos frutos me estaba permitiendo cosechar.

Salí de casa de Nuria, si olvidarme de apuntar en la agenda de mi móvil su número, así como los datos de su domicilio. Y si contratiempos llegué a casa, donde me acosté de nuevo hasta la hora de la comida, saltándome el desayuno. Renuncié a pajearme porque ahora que sabía lo que era meterla en caliente, no quería que el cultivo del onanismo matutino me debilitara.

Recluido en mi cuarto decidí mandarle un mensaje a Raquel, la chica que según Carlos no molaba nada. Mandar un mensaje de texto a una desconocida es una manera muy poco recomendable de quedar con ella, porque puede indignarse, molestarse, pero siempre es menos embarazoso que hablar por teléfono. Obviamente, lo mejor es conocerla en persona y quedar con ella. Pero yo me sentía pletórico, en estado de gracia, como un jugador de dados en racha en Las Vegas y sentía que la suerte estaba de mi parte. Y si no respondía o no quería una cita conmigo, me buscaría otro plan. Tampoco sería el fin del mundo.

"Soy Juan, un amigo de Carlos y quiero quedar contigo. Carlos me ha hablado de ti. Besos wapa."

Lo lógico es que no se fiara un pelo. El mensaje sólo podría concebirlo un psicópata y responderlo una tía muy necesitada, pero la respuesta apenas se demoró tres minutos, poniendo de manifiesto algo de interés, unos dedos ágiles y ausencia de planes para la tarde dominical.

"Ke tal Carlos? Tb vives en el Burgo? Toi en María. No puedo desplazarme. No tengo coche. :-("

Siempre hay autobuses para ir a Zaragoza desde María de Huerva. Reconozco que la frecuencia un domingo es irrisoria, quizá no haya ni uno cada dos horas, pero si hubiera querido acercarse a Zaragoza, lo habría hecho. Recordé que le gustaban las novelas de terror y probé suerte por este flanco. Sólo me había leído dos novelas de Stephen King hacía la tira de años, pero convenía sacarlo a relucir para acercar posturas.

"Me gustan las novelas de terror. Quiero conocerte. Voy a María, si tú quieres.;-)"

La respuesta se hizo esperar un poco más, pero la cita a ciegas funcionó:

"Pos vale. C/ Fueros de Aragón, a mitad. Hay 1 taberna irlandesa. Te espero a las 17:00."

"Ahí estaré" —respondí tecleando en el móvil y corrí a prepararme para salir a la calle.

Las obras del tranvía de Zaragoza me dificultaron la llegada hasta la única parada del autobús de María de Huerva que conocía. Aguardaba allí una señora con una niña de siete u ocho años. Esperamos la llegada del autobús, que más que un autobús era un autocar, con todos sus asientos destinados a sentarse y sin espacio para ir de pie. Iba prácticamente vacío.

El trayecto fue rápido y sin incidencias. Veinte kilómetros por autovía con tres o cuatro rotondas no daba para aburrirse. Hubo una única parada: la última. Nos apeamos y me dirigí hacia la calle Fueros de Aragón, asistido por la señora del autocar, quien, amabilísima, se deshizo en explicaciones para indicarme dónde estaba el bar en cuestión.

Me temí uno de esos sitios de parroquianos donde me taladraran con sus miradas curiosas en cuanto entrara. Pero en el local, decorado con frisos, forja y demás, muy poco concurrido a aquella hora, no estaba más que Raquel vestida con botas, pantalones y un jersey de cuello alto, y una pareja charlando que no nos prestó atención.

Me acerqué sonriendo abiertamente.

—Tú eres Raquel, verdad. Ya te había visto en una foto de móvil que me enseñó Carlos anoche.

—Y tú debes de ser Juan, el amigo de Carlos —confirmó la fémina.

Me puso la mejilla y le planté un solo beso ardiente que nada tuvo de protocolario y mucho de erótico. No fue un beso social, sino un beso que buscaba trasmitir buen rollo. Al igual que anoche con Nuria, la cogí por la gruesa cintura. En un beso uno transmite lo que lleva en su interior y yo atesoraba en mi mente muy buenos pensamientos. Se revolvió confusa, calibrando con su mirada mis intenciones en aquella cita.

—¿Nos sentamos? —preguntó la chica.

—Parece lo lógico —repuse—. Seríamos un poco lerdos si nos quedáramos aquí de pie habiendo tantas sillas vacías.

Ya en la mesa y una vez hubimos pedido dos cafés (el mío bombón y el suyo descafeinado) hablé con franqueza.

—Mira: Raquel. Carlos me habló de ti anoche y me enseñó la foto que te hizo. Me gustaste y por eso he querido quedar contigo de esta forma un tanto extraña. Espero que no te parezca mal lo que he hecho.

—¿Y Carlos?

—Para variar, ha ido a ver una de terror: "La mansión de la noche infinita", o algo así. Que yo sepa no se ha perdido ningún estreno de ese género desde que lo conozco y ya va para catorce años.

—La crítica la pone a caer de un burro; no sé si merecerá la pena —repuso ella.

—Si quieres que vayamos a verla —ofrecí entusiasmado y esperanzado de que me dejara adentrarme por donde Carlos no había podido.

—¿Tienes coche?

—No, he venido en bus.

—Me da un poco de pereza bajar a Zaragoza si no tienes coche.

No se la notaba ilusionada, ni entregada. Todo era poner pegas. Era dura de pelar. Pero como mi polla también lo era, o al menos aspiraba a serlo esa tarde, opté por quemar las naves. Partiendo de la base de que si no tuviera ningún interés no habría quedado, decidí arriesgarme. La miré fijamente a los ojos y ella me sostuvo la mirada en respetuoso silencio.

—Raquel: voy a ser sincero. Apenas te conozco, pero puedo decirte que me gusta tu forma de ser. Y, esto me da cierto pudor reconocerlo, pero también me atraes físicamente. Quiero hacerme amigo tuyo. Quiero que hagamos cosas juntos. Pero si tú no estás convencida, dímelo y desaparezco de tu vida en un abrir y cerrar de ojos —y para impregnar mis palabras de efectismo, chasqueé los dedos.

—¿Tienes novia? Dime la verdad —quiso saber ella.

—No. ¿Y tú?

—Tampoco.

—Mira: No sé si entre nosotros podría surgir algo más. Quizá no esté preparado. Tengo veinticuatro. No he tenido muchas experiencias que digamos.

—Yo veintidós y ya van unas cuantas.

Hizo una pausa en la que supuse que sopesó si le interesaba mi oferta, que contenía un indudable trasfondo sexual.

—Mira, Juan, yo también voy a ser clara. No soy imbécil y sé que tú no has venido aquí a hablar de novelas de Stephen King precisamente —me temí lo peor. Sentí un vacío angustioso en el estómago y cómo el corazón me daba un vuelco—. Pero… por otro lado, me has caído en gracia. Me siento deseada. Me gusta cómo me miras. Los tíos, sois mi debilidad. Me gusta más un chico que a un tonto un lápiz. Hace un mes, cuando quedé con tu amigo y me vio, detecté que parpadeaba lentamente, que es un gesto que en lenguaje no verbal significa rechazo. No sabes lo mal que me sentí cuando me miró así. Habíamos hablado muchas veces por el "Messenger" y noté que estábamos en la misma onda, que teníamos muchos puntos en común, que compaginábamos bien en gustos y aficiones. Pero por una fracción de segundo me contempló como si hubiera visto un insecto gigantesco comiéndose a su familia. Fue horrible.

Le presioné el antebrazo afectuosamente. Hizo una mueca de dolor y pensé que iba a echarse a llorar, pero se sobrepuso.

—Me gustaba mucho Carlos y por ello me sentí muy dolida. Supongo que si hubiera tenido un poco de dignidad me habría marchado. Estoy muy gorda y no tengo muchas citas con chicos, sabes. Pero decidí quedarme con él, aunque no dejé que me tocara. Tuve que pararle los pies en una ocasión. Y que sepas, porque tú se lo vas a contar, que iba dispuesta darlo todo, pero tuve que cambiar de planes. Ya ves que triste es mi vida: los que me gustan no me hacen ni puto caso. Y al final, ¿quién podría preverlo?, Carlos te pasó mi número de móvil, así que, al fin y al cabo, valió la pena. Ya sé que la foto que puse no era mía, pero es que es la única manera de quedar con chicos guapos y no con tiparracos nauseabundos. Como, en general, sois todos tan superficiales, me vi obligada a hacerlo.

Estuve tentado de decirle que no todos éramos iguales, pero me contuve, porque estaba por el buen camino y no ganaba nada discutiendo. En cambio, dije:

—Uso algo Internet para conocer gente nueva, pero no me convence del todo. Creo que en la vida hay que ser valiente y dar la cara. Además, el contacto humano, para mí es muy importante y, desde luego, brilla por su ausencia en los vídeo-chats.

Ella hizo una pausa pensativa. Luego dijo:

—Vamos a mi casa, mis padres se han ido de fin de semana al Pirineo y apurarán el domingo todo lo que puedan. Tenemos tiempo.

Tiempo, una casa y una mujer. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Nos incorporamos, pagamos cada uno nuestra consumición porque ella no quiso que le pagara la suya y salimos de la taberna irlandesa. Desde allí nos encaminamos hacia su residencia, un chalet pareado que distaba algo más de un kilómetro de allí. La casa estaba en una urbanización llamada "La solana", un nombre que le pegaba mucho, pues apenas tenía árboles y los pocos que tenía parecían palos de escoba. Por el camino, la llevé pasándole un brazo por la cintura, con orgullo. Ella, que era un poco más alta que yo, me pasaba el brazo por los hombros. Yo estaba radiante de felicidad, dado que nuevamente, sin necesidad de mentir, una mujer accediera a brindarme sus favores. Y todo sin pagar y sin necesidad de formalizar enojosos compromisos.

Nos cruzamos a la entrada de la urbanización con una pareja. Rondarían los treinta y eran la parejita ideal. La tía iba enfundada en unos pantalones de cuero que marcaban una silueta muy sinuosa, y además tenía un rostro angelical. El tío era alto, moreno y atlético. La mirada de suficiencia del pavo acompañada de una media sonrisa me desagradó. Fue despreciativa, burlona. Si las miradas pudieran verbalizarse se habría oído algo así como:

—"Menuda gorda te vas a cepillar. Ya quisieras tú tener una chica como la mía. Soy todo un triunfador y tú un pringado."

Pero a mí me importaba un bledo la opinión de nadie y menos la de un desconocido. Le deseé mentalmente que se casara y que antes de tres años se hubiera divorciado. Desde que me había fijado un objetivo concreto y alcanzable había tenido más éxito en un fin de semana que en todos mis años de vida. Y estaba más contento que unas castañuelas.

Se ofreció a enseñarme la casa, una casa enorme, de tres plantas más la bodega y, aunque no me interesaba contemplar tanta ostentación inmobiliaria, no supe negarme. Una valla profusamente recubierta de cañizo separaba el jardín de los padres de Raquel y el de su vecino.

—¿Desde cuándo vives aquí? —pregunté por llenar un poco el silencio.

—En febrero hará un año —respondió y luego decidió entrar en detalles—. Mi madre murió con treinta y nueve, cuando y apenas contaba con diez años: tenía un tumor extraño alojado en el interior del cerebro. Para mí fue un golpe devastador. Nadie debería morir tan joven y nadie debería quedarse sin madre tan pronto. Me refugié en la comida; era lo único que me tranquilizaba, lo único que me ayudaba a quitarme de la cabeza los malos pensamientos. Pero la vida sigue y mi padre rehizo su vida con Adela, mi madrastra. Ambos vendieron sus respectivos pisos cuando aún subían de precio y se compraron esta casa.

—Siento lo de tu madre.

—El tiempo cura las heridas. Ahora me refugio en el sexo, es mi droga predilecta. Supongo que como he visto las orejas al lobo, pienso que la muerte puede venir pronto e inesperadamente y hay que aprovechar el tiempo —concluyó sonriendo como una loba.

El interior era espacioso, grande, moderno: una virguería de hogar. ¿Para qué entrar en detalle acerca de alfombras, estores, paneles japoneses, las baldosas de suelo antideslizante de la cocina? ¿Para qué voy a entretenerme en hablar de impresionantes cuadros impresionistas, de cultura en las librerías y esculturas por aquí y por allá? Más que nada porque este relato no es un catálogo de decoración.

El padre era aficionado a la caza y tenía un armario lleno de rifles que me enseñó. No me gustan las armas, pero como era un chico debió de pensarme que me fascinarían. Les juro que me interesaba infinitamente más que me hubiera contado cómo se depilaba el coño (suponiendo que no llevara una mata descuidada), que el visionado del contenido de semejante armario, todo un arsenal cinegético.

Después del turismo intramuros, nos sentamos en el sofá del salón ante un impresionante televisor panorámico de sesenta pulgadas como poco.

—¿Quieres tomar algo, Juan?

Pensé en decirle que cualquier líquido de su cuerpo estaría bien para empezar, pero decidí cortarme. Me sentía irreconocible. No sé cómo me había vuelto tan rematadamente sucio de la noche a la mañana.

—No me apetece nada, gracias.

—¿Quieres que veamos una película de terror?

—Oh, sí, me encantaría.

Obviamente no iba a decirle: "Déjate de películas. Aprovechemos el tiempo y vayamos directamente a la cama de tus padres a follar, no vaya a ser que regrese el cazador, le caiga mal y me descerraje un escopetazo en la frente". Se levantó y se agachó junto a un mueble auxiliar. Consultó el título de varios deuvedés.

—"Reino Oscuro: el muñeco vudú", "Los colonos de Andrómeda", "Salomón: El prestidigitador", "La última profecía de Nostradamus", "El ladrón de almas", tú dirás.

—La de: "Reino Oscuro: el muñeco vudú" —escogí.

Puso el deuvedé y se arrellanó en el sofá pegada a mí. El corazón me hacía un redoble de tambor. Me hiperventilé procurando no hacer ruido. Le pasé en brazo por el hombro y ella apoyó la cabeza en mi hombro. Tenía el cabello largo y con él me rozaba la cara. En las venas que discurren por mi miembro empezó a confluir sangre.

Como las mujeres difícilmente hablar claro (o al menos son muy difíciles de entender con el parco entendimiento masculino), no estaba seguro de si debía empezar ya o esperar que comenzaran los sustos para no empezar la fiesta tan bruscamente y contrariarla. La película la había visto un año atrás en compañía de Carlos y sabía que la acción era frenética. Era una película de unos ochenta minutos en la que unos jóvenes turistas estadounidenses guapísimos viajaban a un país caribeño. Allí, por hacer la gracia, robaban las pocas monedas que atesoraba un pordiosero ciego y se cachondeaban de él (¿cabe mayor aberración?), acto deleznable que, a la postre, les deparaba la muerte a casi todos. Bueno, no a todos, porque la pareja protagonista trataba de disuadir a los demás de la comisión de tan ruin fechoría, acto que, a la larga, les permitía sobrevivir.

De súbito, Raquel dejó caer como quien no quiere la cosa su mano sobre mi pene que, como ya he dicho, empezaba a adquirir rigidez. Parece que la película se la pelaba tanto como a mí. Y no porque fuera mala, sino porque ya la había visto.

—¿Pero qué es esta protuberancia que tienes por aquí? —preguntó con voz melosa, falsamente ingenua.

—Como si no lo supieras.

Comencé a darle besos por el cuello y ella se dejó hacer. Luego Raquel, se agachó y me subió la camisa, procediendo a poner los labios en forma de "O" en mi ombligo. Me echaba el aliento y me chupaba esa zona provocándome una sensación muy placentera. Que si salgo con pocos chicos, que si estoy gorda, pero al final iba a resultar que sabía más que la gobernanta de una casa de lenocinio.

Luego me magreó el abdomen con la palma de la mano. Parecía que empezaba a recoger los frutos de las horas invertidas en mi cuerpo, en esa esforzada pugna que mantenía contra la vagancia y el sedentarismo.

—Me vas a tener que dejar esto por si se me estropea la tabla de planchar, eh —decía mientras me magreaba. Concluyó dándome unas palmadas.

—Gracias, preciosa.

Era el momento de empezar. Me lancé a sobar por encima de su camiseta aquellos senos enormes, voluminosos que se asemejaban a globos aerostáticos sin hinchar del todo. Ella no se opuso, pues sostuvo los brazos paralelos y en alto, el tiempo necesario para que yo pudiera quitarle el jersey y la camiseta que llevaba debajo, tirando desde arriba. El sostén era de color rojo pasión y contaba con unas copas reforzadas para sujetar aquella espléndida avalancha de carne. Sabedora de su poderío en aquel momento, Raquel no dudó en dejar al aire uno de su reclamos sexuales más destacables.

Supongo que en ese momento habría necesitado introducirme en al boca uno de esos tubos que usan los auxiliares de los dentistas para extraer la saliva del paciente a quien atienden. Si, tú, que estás leyendo esto, eres mujer heterosexual o gay y no te atraen las mujeres nunca podrás entenderme del todo. La colmé de alabanzas:

—Tienes unas tetas preciosas, tía. Podría pasarme el resto de mi vida solo mirándolas. Qué bonitas.

Como digo, los pechos eran voluminosos y un poco caídos. Las areolas eran grandes, de color violeta desvaído y tenían forma de ovoide. Me les introduje alternativamente en la boca y las toqueteé con ansia y devoción.

Entonces ella se arrodilló delante de mí, me bajó los pantalones y, mirándome primer a los ojos, comenzó a chuparme el miembro, que no tardó en adquirir dureza. Creo que lo podría haber usado de matasellos. Yo, sentado en el borde del sofá, le acariciaba el cabello y se lo sujetaba de manera que no le estorbara mientras se dedicaba a la felación. Se metía mi herramienta hasta la úvula y luego la sacaba bañada en saliva, produciéndome una sensación muy interesante. Luego se puso mi pene en su canalillo (dejémoslo en canal en su caso) haciéndome una cubana, la primera de mi vida. La intención estaba ahí y no era como para criticarla, pero mucha idea no tenía. Apenas noté nada. Supongo que las tetas eran demasiado adiposas o mi polla demasiado inoperante para que aquello funcionara. Aunque tanto mejor así, me dije, pues si me corría allí, ya me podría ir despidiendo de follar después. No soy de esos que pueden eyacular tres o cuatro veces en una hora. Nuevamente ella, tomó las riendas de la situación.

—¿Te parece que vayamos al baño y nos metamos en la bañera de hidromasaje? La peli ya la he visto.

Qué maravilla de sugerencia, como para negarse con semejante calentón que llevaba.

—Me parece muy buena idea —aprobé—. Yo también la he visto.

Nos encaminamos hacia el cuarto de baño. Calculo que era mayor que el salón de mi casa. Había dos columnas de baño, dos cubetas de lavabo de diseño, y dos sanitarios con la tapa amortiguada. La bañera era enorme; era cuadrada y no ocupaba menos de dos metros cuadrados. Raquel cerró la puerta con pestillo para preservar el calor del habitáculo.

Ella, llegó desprovista de la parte de arriba, con mucho bamboleo de sus encantos superiores. Yo: vestido. Allí nos desnudamos por completo. Ella descubrió un tanga rojo, a juego con el sujetador. Había que reconocer que tenía mucha grasa acumulada en las caderas y en los muslos, pero su visión me excitaba muchísimo. Tenía un finísima e impecable tira de pelo en el pubis. Hay que reconocer que no hay ningún colectivo que se preocupe tanto por sus ingles, que las "singles" (¿captan el juego de palabras?). Supongo que será porque tienen que estar presentables cuando liguen.

Además Raquel lucía un tatuaje dos dedos por encima de la tira de pelo: una estrella. No era perfecta, pero una mujer desnuda es una mujer desnuda y siempre crea turbulencias internas en un hombre.

—Raquel, te va a parecer una tontería, pero: ¿te importa que te haga una foto?

—Hazme las que quieras —concedió.

Posó encantada y le hice varias. E incluso rodé un breve vídeo de catorce segundos con ella en primer plano.

Quería demostrar fehacientemente a mis amigos que lo que me estaba ocurriendo era cierto. Y también, ¿por qué no reconocerlo? Disponer de alguna foto para levantar el ánimo en esos momentos tan aburridos y agobiantes que depara la vida.

Me abalancé hacia ella y la acaricié por todas partes poniendo especial énfasis en su culo, un culo descomunal y blando, al que di un buen repaso de manera rabiosa y apasionada. Ella tampoco perdía el tiempo; me sobó como una leona enfurecida en época de celo. Nos abrazamos. Ambos resoplábamos y gemíamos entrecortadamente.

Ella hizo un receso para preparar la bañera. Puso un tapón, y escribió la temperatura en una pantalla táctil.

—Pones la temperatura a la que quieres que esté el agua y, automáticamente, el aparato se encarga de regular la cantidad de agua que tiene que entrar de agua fría y de agua caliente para que el agua esté a esa temperatura —explicó la joven—. Conforme pasa el tiempo y el agua se enfría, saca por un tubo más agua caliente y así, el agua de la bañera se mantiene a la misma temperatura. El funcionamiento es similar al de los climatizadores de los coches.

—Qué cosas inventan.

—Antes de llenar la cubeta, quiero hacer una cosa. Siéntate ahí —pidió indicándome el embaldosado suelo del cuarto de baño.

Me senté intrigado con las piernas abiertas y mi miembro dirigido al techo. Ella se sentó enfrente y juntando sus pies en torno a mi miembro trató de hacerme una tailandesa.

—Voy a ver si me sale —dijo entresacando la lengua por la concentración y moviendo sus pies arriba y abajo. En vista de que su esfuerzo era en vano intentó hacerme lo mismo con ella tumbada boca abajo pero sin éxito. Me producía algún cosquilleo puntual lo que me hacía, pero le faltaba la continuidad y el ritmo necesario para que lograra que me corriera. Y menos mal que a la tía se le daba fatal cualquier modalidad de masturbación, porque aquella me parecía una forma muy cutre de aliviarme en aquellas circunstancias.

Cuando la cubeta se hubo llenado nos metimos en el agua. Lo primero que hice fue introducir mi cara entre las masas gemelas de sus nalgas rozando su raja con mi nariz y succionando con rabioso ímpetu. Me costó algo apartar a los lados con las manos, sus glúteos desproporcionados hasta alcanzar el agujero prohibido. Ella lo pasaba en grande.

—¡Qué cosquillas! ¡Hay que bien, sigue… sigue…!

Un poco más tarde, nos revolcamos en el agua durante un tiempo indefinido como dos combatientes en una lucha a vida o muerte. Al fin y al cabo, quizá el sexo sea algo así como una metáfora entre la vida y la muerte.

En un momento dado, se inclinó sobre una repisa y cogió un frasco del que extrajo un líquido con el que me embadurnó el miembro. Devolvió el frasco a su sitio y se dobló por la cintura apoyándose en una repisa de la bañera, ofreciéndome sus voluminosas nalgas.

—Métemela por el culo, que no quiero hijos.

Y créanme que no la llevé la contraria. La agarré por las rotundas caderas y procedí a insertarle mi polla por el agujero referido. Fue dificultoso el comienzo, por la estrechez del conducto, pero luego comprobé complacido lo mucho que esta vía te comprimía la polla.

Aguanté todo lo que pude, pero aquello era irresistible. Gracias a la higiene y a la adecuada lubricación, mi miembro entrando y saliendo parecía un pistón deslizándose por su correspondiente camisa. Cuando fui percibiendo la llegada del momento cumbre, saqué mi aparato de su recto. Ayudándome de la mano en los últimos compases, derramé cierta dosis de esperma soltando un gemido. Y digo que derramé semen porque no lo expulsé con el ímpetu de un escupitajo, sino con la fluidez con la que baja el magma de un volcán por su ladera. Fue placentero, pero no una apoteosis sobrehumana.

Nos sorprendió una voz femenina que tocó con los nudillos en la puerta. Me quedé paralizado por el miedo.

—¿Raquel?

—Es Adela —me susurró mi compañera al oído helándome la sangre—, mi madrastra.

Se nos había pasado la tarde volando y el tiempo se nos había echado encima; con mi móvil comprobé que pasaban de las nueve. Estaba claro que sus padres ya habían regresado de aquella escapada de fin de semana.

—¡Me estoy bañando!

—Ah, perdona. Quería pasar un momento. Tu padre está en el aseo de arriba.

—¿Puedes subir y esperarle un poco? Aún tardaré un poquillo en salir.

—Vale, ya subo.

Raquel me hizo una indicación con un gesto apremiándome a que me fuera rápido y salí chorreante de la bañera con cuidado de no resbalarme. Busqué a mi alrededor una posible escapatoria, pero el cuarto de baño carecía de ventanas.

—Corre a la calle. No hay tiempo. Bajarán enseguida. Coge la ropa y los zapatos y sal pitando, por tus muertos —me ordenó en un tono furibundo mientras fruncía la frente—. Si me pillan aquí contigo me va a caer una buena.

Creía que esas cosas solo pasaban en las películas y a los amantes que engañaban al legítimo marido. Yo no estaba poniéndole a nadie la cornamenta. Pero me equivocaba, porque aquello era real. Comprobé por enésima vez más lo asqueroso que es tener que meterme en casa ajena por no tener una vivienda a mi disposición.

Me froté las plantas de los pies en una mullida alfombrilla, hice una especie de ovillo rodeando con mi camisa el resto de mis prendas personales y los zapatos, lo apreté contra mi pecho, abrí la puerta, comprobé que no había moros en la costa y me precipité al jardín y luego a la calle dejando cerradas las puertas de la casa y la del exterior a mi paso. La noche heladora me dio la bienvenida. La sensación térmica por el hecho de estar empapado era dolorosa, estremecedora a más no poder. Sentí la fricción del áspero suelo de la acera en las plantas mis pies. Nadie pasaba por allí en ese momento. Como era una urbanización no había apenas coches aparcados junto a la acera, así que, sin dejar de correr, busqué unos contenedores de papel y plástico y, oculto entre ellos de miradas inconvenientes, me vestí. Recé porque aún quedaran autobuses para volver a Zaragoza.

CAPÍTULO 4. NOCHE DE JUEVES

Al jueves siguiente decidí salir por la noche, venciendo las reticencias que otrora me hubieran dejado recluido en casa, rumiando mi aburrida soledad. Era el día del estudiante, salía poca gente, las consumiciones eran más baratas y, como es lógico, había un gran predominio de estudiantes.

No llamé a nadie. A veces salir en compañía de amigos solo sirve como refugio para protegerse del miedo a entablar relaciones con las chicas. Para desnudarse físicamente, primero hay que hacerlo psicológicamente. Y yo el miedo empezaba a enterrarlo en una fosa muy profunda. Hay que aprovechar cuando uno está en estado de gracia para actuar y retirarse cuando las cosas vienen mal dadas.

Ni siquiera pensé que al día siguiente me esperaba un madrugón infame. Estaba claro que cuando la verga de un hombre se hace con el control de un hombre, los inconvenientes más grandes pasan a ser minucias irrelevantes.

En mi agenda ya había dos números de mujeres que seguramente querrían quedar conmigo en otras ocasiones, pero, por ahora, la promiscuidad tiraba de mí como la selva amazónica de un biólogo.

En los tres días anteriores no me había masturbado. Había empleado mi exceso de energía en hacer pesas con unas mancuernas que tenía. De este modo, llegué con mis testículos bien cargados.

Me dirigí a "Las mil y una noches". Se estaba preparando para tocar un grupo llamado "Banda Sonora" que, según una hoja puesta a la entrada del establecimiento, hacía versiones de bandas sonoras de películas famosas. Con un refresco en la mano, me acerqué a una chica que vi sola. Era pequeña y regordeta y tenía varios granos por la cara. Apenas llegaría a un metro cincuenta. No le dije nada. Solo me puse a su lado.

Por mi parte, llevaba puesta una colonia carísima, de las que en las tienda están siempre detrás de las vitrinas y no te dejan probar qué tal huelen. Mi vestimenta la formaban una camiseta negra y unos pantalones vaqueros ajustados del mismo color. Esperé unos segundos, pero dado que no hubo ninguna reacción por su parte, le dije con mi mejor sonrisa:

—Perdona que te moleste, pero me gustaría presentarme. Me llamo Juan.

—Yo Marina.

Intercambiamos dos besos. Los míos fueron deliberadamente prolongados, pero no hubo rechazo por su parte ni me miró con extrañeza. Era difícil apreciarlo, pero creo que sus ojos brillaban con interés. Leí un una ocasión una cita que decía que no hay nada inteligente que no pueda decirse con una mirada, así que estuve casi seguro de que le había gustado.

—Supongo que eres estudiante —le dije.

—Primero de enfermería. ¿Y tú?

—Empecé estadística, pero sólo aprobé unas asignaturas, las matemáticas pudieron conmigo. Ahora trabajo en una empresa de transportes.

Marina asintió.

—Te presento a mi compañera de piso: Chus. Estudia segundo de Derecho.

Junto a Marina había una chica que según hablábamos se había vuelto hacia nosotros, sonriente. Me fije en que llevaba una botella de cerveza en la mano. Era algo más alta que Marina, tampoco mucho, y muy delgada, huesuda, los pechos no se le marcaban casi nada. Tenía los dientes prominentes, varias pecas por el rostro, unos ojos pequeños y unas orejas un poco despegadas del cráneo, pero le di dos besos caballerosos y entregados, apoyando mi mano en su hombro.

—Juan —me presenté.

No era absolutamente seguro, pero parece ser que no eran de aquí porque vivían en un piso compartido, de modo que seguí la conversación por ahí.

—¿No sois de aquí?

Fue Chus la que intervino ahora. Su voz sonó más achispada que la de su compañera:

—Yo soy de la Rioja, de un pueblo a unos diez kilómetros de Calahorra y ella de un pueblo de las cinco villas.

Me molestó que no quisieran decirme exactamente de dónde eran. Tal vez pensaron que los nombres de sus lugares de procedencia me resultarían demasiado estrafalarios o pintorescos o ni siquiera me sonarían.

—¿Por dónde vivis?

—En la calle Predicadores.

—Aquí al lado, pues.

—Sí, ya ves —respondió Marina—. Nos enteramos de que tocaba "Banda Sonora" esta noche por "El independiente" y como no había que pagar entrada vinimos.

Para ligar hay que saber leer entre líneas. Uno no se come un rosco si no tiene un poco de instinto detectivesco. Había mencionado "El independiente", un periódico gratuito, y luego que "no había que pagar nada por la entrada", motivo por el cual habían podido asistir a aquel concierto. Cualquier simio amaestrado podría llegar a la misma conclusión a la que yo llegué: las tías estaban más tiesas que la mojama. La zona en la que vivían tampoco era lo mejorcito de la ciudad: había muchos edificios viejos, deteriorados. El mobiliario urbano allí dejaba mucho que desear. Los grafiteros extendían en persianas metálicas y muros renegridos su creatividad. Esto reforzó mi hipótesis.

Chus se estaba bebiendo una cerveza, pero Marina no estaba bebiendo nada. De todas formas había que actuar con tacto, sin ofenderla. Si erraba el tiro lo único que me esperaba aquella madrugada eran manualidades bajo las sábanas. No fui ex profeso a pedir, sino que primero me terminé mi bebida acrecentando el ritmo de la ingesta. Debía procurar que lo que iba a decirle sonara casual, amable, no un acto de generosidad.

—Marina, voy a pedir a la barra. ¿Te parece que te invite a algo?

Dudó un momento y pensé que cierto orgullo femenino le impediría aceptar el convite, pero finalmente dijo:

—Una cerveza con limón, si eres tan amable —accedió.

Estaba moviéndome en el terreno resbaladizo de las conjeturas e invitarla no me garantizaba que me la fuera a tirar, pero tenía que tratar de lograr el plan que empezaba a forjarse en mi cerebro: hacer un trío. Por supuesto, no me olvidé de Chus.

—¿Quieres algo, Chus, maja? —pregunté con familiaridad, como si la conociera de toda la vida.

—Otra cervecita estaría bien —repuso sonriente. Por el desfallecido tono de voz percibí que ya llevaba unas cuantas.

Parece que me seguían el juego. De todas formas: ¿Qué hace un tío solo en un bar a la una de la madrugada hablando con dos tías? Si ellas eran lo suficientemente astutas para darse cuenta de que al concierto no le estaba prestando mucha atención, quizá tuviera suerte. Si fueran dos jóvenes de curvas exuberantes, de ésas que al sacar un cigarrillo se encendieran diez mecheros a su alrededor, de esas por las que los hombres podrían cometer cualquier crimen aberrante o protagonizar cualquier locura infame, o incluso llegar a casarse, no tendría nada que hacer. Sacudí mi cabeza. Debía mantener la esperanza de pasarlo bien esa noche y espantar la posibilidad de volver a convertirme en el pagafantas de antaño.

Iba a volver a la carga, cuando el grupo empezó a tocar (a mí también me hubiera gustado "tocar" pero tuve que aguantarme). Parecían estar muy interesadas, así que consideré que era mejor quedarme callado hasta que el concierto terminara para no molestarlas. A lo largo de una hora fueron desgranando las canciones más premiadas por la Academia de Hollywood. Las chicas cantaban y se movían al ritmo de algunas de las canciones y me uní a ellas demostrando que no era un témpano de hielo sino un chico con mucha sensibilidad (sobre todo en el glande). "Banda sonora", al finalizar, recibió la ovación del auditorio.

—¿Qué tal va el curso? —dije sin perder comba, cuando los músicos empezaron a recoger sus bártulos.

Marina me miró contenta, pero ausente, como embotada por el alcohol; Chus también estaba cerca.

—Estoy aprendiendo mucho y muy rápido —repuso con coquetería, respondiendo crípticamente a mi verdadera pregunta que no era otra que si querían acostarse conmigo.

Tuve una especie de caída al vacío, por aquella respuesta imprecisa. Sin embargo, exteriormente ni me canteé, seguí impasible. Le seguí el juego.

—A lo mejor me podéis enseñar algo a mí también.

—Puede que sí —repuso Marina sonriendo.

Por muy fino que uno quiera ser, siempre hay un momento en el que hay que dejar de guardar las distancias con cortesía y dar un paso arriesgado. Esperaba que no fuera un paso en falso. Traté de impregnar a mis palabras de un tono amigable, seductor:

—¿Os parece bien enseñármelo ahora?

—Tú vas muy rápido.

—Ni muy lento ni muy rápido: voy al ritmo justo.

Marina soltó una carcajada. Estaba cachonda, pero a su chocho aún estaba cerrado por un candado.

—¿Y Chus?

—Los tres estamos juntos en esto. Y yo te aseguro que soy como un boleto de lotería del gordo: sirvo para tapar agujeros.

Más carcajadas y ahora por parte de las dos. Las tenía en el bote.

—¿No estamos impares? –preguntó Chus.

—Hombre, si tenéis alguna otra compañera de piso y la queréis invitar, yo no me voy a oponer.

Marina me manoseó el culo, imagino que valorando la calidad de la mercancía y pronunció el pretendido veredicto:

—Vamos para casa.

Fuimos hasta la calle Predicadores en taxi. No era sábado y no fue difícil encontrar uno disponible. Su domicilio no distaría más de un kilómetro y medio de donde nos encontrábamos, pero no pensaba permitir que la situación se enfriara, retrasándola innecesariamente, por ahorrarme algo de dinero.

Aquello era increíble. Realmente era un hombre con suerte. Iba a llevar a cabo lo que un amplio porcentaje de hombres jamás harían: un trío con dos mujeres. Otros lo practicarían, pero desembolsando cierta cantidad de dinero por adelantado, lo cual mucho mérito no tenía. Hasta los actores porno hacían los tríos por necesidades del guión y conveniencias económicas. Aunque pensándolo mejor, sus últimas cervezas y el taxi habían corrido de mi cuenta, así que tan barato tampoco me había salido.

El edificio donde residían era un poco antiguo aunque, al menos la fachada, estaba reformada. Tenía un portal muy estrecho y carecía de ascensor, mas vivían en el primero. Pasamos directos al dormitorio de Chus, cuya cama —según me dijeron— era un poco más grande que la de Marina. Nos quitamos los abrigos y nos turnamos para entrar a hacer aguas menores en el cuarto de baño. Dicha habitación era un cubículo diminuto y muy descuidado, pues en una de sus paredes tenía los huecos cuadrados y grisáceos de varias baldosas que se habían desprendido de su sitio. Otras estaban peligrosamente agrietadas. Luego volvimos al dormitorio de Chus.

No se anduvieron con rodeos ni circunloquios dialécticos sobre el sexo de los ángeles. Me saqué los preservativos del bolsillo y los puse encima de la mesilla. Luego los tres nos desnudamos y empezamos los ejercicios del calentamiento, como si estuviéramos preparándonos para una carrera de fondo. Las carreras eran las que ellas estaban estudiando, pero llegar al fondo dependería de mi capacidad de mantener mi erección. Tendría que hacer un esfuerzo ímprobo por cumplir mi promesa de satisfacer a las dos. Esperaba dar la talla. Quisé dejar constancia digital (y no solo con mis dedos) de aquella apasionante madrugada.

—¿Me dejáis que os haga un pequeño vídeo?

La respuesta de Chus me dejó helado. No elevó el tono de voz, pero fue muy amenazante, paralizadora.

—No te pases, chavalín.

Quedó patente que renunciaban a protagonizar un vídeo filmado por mí. A nadie en su sano juicio se le habría ocurrido insistir.

Admiré sus diferentes anatomías con reverencial admiración, memorizándolas, recreándome. Con el mismo agradecimiento indescriptible con el que se podría mirar a la familia de un donante gracias a la cual hubiera uno salvado la vida.

Chus era esquelética, pálida de piel y tenía unos pechos leves como olas en marejadilla, coronados por dos areolas francamente grandes y unos pezones prominentes y duros, como no tardé en comprobar, puesto que se empitonó como el quinto de la tarde. El pubis lo llevaba completamente depilado. También lucía un piercing brillante en el ombligo. No tengo las manos grandes, pero una mano me servía para abarcar prácticamente todo su pequeño culo.

Marina tenía una mata de pelo en el pubis áspero como el esparto. Observé que no parecía muy amiga de depilarse en aquella zona, pues tenía pelos —más espaciados, eso sí— también a ambos lados de la zona púbica. Contaba con dos pechos hermosos, opulentos, de piel más suave que la seda natural; una incipiente barriga, compartimentada en pliegues adiposos y no poca grasa acumulada en sus muslos, caderas y culo, partes de su cuerpo que se agitaban al moverse.

El precalentamiento consistió en caricias, toqueteos y frotamientos por la piel. Hacer un trío es un poco frustrante: faltan manos para llegar a todos los sitios que uno quiere en cada momento. Haría falta ser un híbrido entre un pulpo y un ciempiés para llegar a todo. Y respecto a la segregación de saliva me limitaré a decir que quizá necesitara comprarme un babero. Todo aquello me superaba.

Luego yo me tumbé de espaldas con la cabeza apoyada en la almohada. Cuando mi miembro adquirió el volumen definitivo, fui recompensado con una aduladora frase de Chus que no sé si me dirigió a mí o a su amiga.

—Qué cacho polla.

Ambas, una por cada lado, se avinieron a meterse uno de mis testículos en su boca, y me lo chuparon como si fuera una peladilla y tuvieran que deshacer la cobertura de azúcar hasta descubrir su corazón de almendra. Se me humedecieron los ojos de aquel gusto subyugador y electrizante. Al rato, pasaron a ocuparse de mi miembro, con gran deleite por mi parte y gran prudencia por la suya, pues cuando intuyeron que iba a eyacular, interrumpieron sus placenteros quehaceres.

Marina fue la primera en subirse a mi miembro erguido, no sin antes haberme enfundado uno de mis preservativos. Se sentó sobre mi nabo, se asentó sobre sus propias piernas dobladas sobre sí mismas y se apoyó con las palmas de sus manos en mi torso. Al principio se balanceó de atrás a adelante haciendo que calambres de un placer desconocido recorrieran mi espina dorsal. Luego empezó el movimiento de vaivén cuya ejecución, en honor a la verdad, solo puedo calificar de impecable. Contraí ese músculo, cuyo nombre ignoro, que Nuria me había enseñado en aquella inolvidable primera experiencia del sábado pasado, pero no pude contener demasiado mi eyaculación. Ni siquiera le sobé sus maravillosos atributos, para no excitarme más de la cuenta, pero fue en balde. Me corrí exhalando un gruñido prolongado y frunciendo todos los músculos de la cara.

Supongo que ambas eran bisexuales, porque mientras Marina me follaba, Chus no hacía más que sopesarle las tetas, besarle en los glúteos, acariciarle los costados y sobre todo, frotarle el clítoris con los dedos índice y corazón de una mano en un enérgico y rapidísimo movimiento lineal. Creo que Marina se corrió, pero no por la fricción de mi pene en las paredes internas de su vagina, sino gracias a su compañera de piso. Estas tías me daba mil vueltas y no me dolía reconocerlo.

Aún jadeante, me puse en pie y me dirigí al cuarto de baño. Me deshice del condón en una papelera metálica de baño. Como no había bidé, dirigí el mando de la ducha contra mis genitales, restregando la zona con la mano. Eufórico, comprobé que aún tenía ganas de follar. Mi mente había obrado el milagro. Supongo que el tiempo invertido en hacer pesas y la renuncia a hacerme pajas también habían influido en aumentar mi potencia sexual.

No obstante, decidí ganar algo de tiempo, chupándoles sus respectivos conejitos. Hice que se tumbaran las dos boca arriba, una junto a la otra y comencé por Marina.

Le llené el clítoris de saliva y empecé a chupárselo. Lanzó un grito visceral.

—¡Para, para! —me chilló Marina. Al instante, me detuve temeroso de haberle hecho daño.

—¿Qué te pasa? —repuse alarmado, incorporándome.

—No me chupes el clítoris tan a saco, porque lo tengo súper sensible —me explicó respirando agitadamente—. Rodéalo y sólo rózalo con la lengua; tiene que ser un movimiento sutil.

Traté de seguir sus explicaciones, no sé si con acierto. Luego procedí a hacer lo mismo con Chus.

—¿Alguna consideración previa? —le pregunté con cierto resquemor.

—Tú amórrate al pilón y si es necesario ya te lo diré sobre la marcha.

Le obedecí y me cogió por la nuca chafando mi cara contra su depiladísima raja. Así como los conductores expertos saben cuándo tienen que cambiar de marcha oyendo el ruido del motor, yo sabía cómo debía proceder en función de lo que se le acelerara su respiración. Ya estaba empezando a pillarle el tranquillo y el gusto. Una vez hube terminado con sus bajos, me dirigí a ella misma, que era la que no había penetrado.

—Ponte a cuatro patas, cariño.

—¿Qué vas a hacerme, el perrito? —inquirió.

—No, la carretilla. ¿Te parece?

No dijo nada y como el que calla otorga me dispuse a comenzar mi segundo coito de la noche. Me coloqué yo mismo el preservativo. "La carretilla" era una postura del kamasutra que me exigía un gran esfuerzo físico, pero si no probaba esta postura con una tía tan flaca, ¿con quién si no? Quería demostrarles que tenía recursos e imaginación.

La cogí por las piernas y las apreté contra mi cintura con mis brazos, sujetándoselas con los manos. Ella, ya elevada por detrás, se limitaba a apoyar los antebrazos en la superficie de la cama. Marina, por propia iniciativa, me agarró el pene erguido y ella misma lo introdujo en la angosta vagina de su compañera. Mi miembro parecía una tuneladora excavando un agujero. Empecé el acoplamiento muy despacio. Era cansado aguantar así, pero entre el morbo de experimentar una novedad y las caricias y atenciones de Marina, que no paraba quieta, mi pene se mantuvo rígido y operativo. Los brazos me dolían, dudé si tendría que abandonar, pero Marina se lanzó en mi ayuda, sosteniendo a su compañera por el abdomen y, consiguientemente, reduciendo el peso que me veía obligado a soportar. Al cabo, después de mucho apretar los dientes y con la cara enrojecida por el esfuerzo pude soltar unos goterones de semen en la goma. Prueba superada.

Accedieron a darme sus números de teléfono sin demasiada convicción y, aunque no podía con mi alma, me vestí y me fui. Esa noche dormí menos de una hora y al día siguiente lo pasé fatal, pero no me arrepentí.

CAPÍTULO 5. NOCHE DE SÁBADO

El sábado quedé otra vez con Carlos y le conté mis aventuras. Fue un suplicio narrarle mis andanzas, pues me interrumpía constantemente con comentarios jocosos y con frases que rezumaban su más absoluto sarcasmo o su más absoluta incredulidad.

—Así que te tiraste a la abuela del sábado pasado, el domingo a Raquel y el jueves a dos estudiantes. Eso no me lo creo yo ni harto de vino.

Cansado de que me tomara por un embustero, le enseñé mi póker de ases, que no era otra cosa que la grabación que le había realizado a Raquel en el cuarto de baño de su casa. Supuse que con eso bastaría.

Salía la chica mostrando sus fenomenales ubres y sonriendo al objetivo.

Lo miró con sumo interés y me hizo ponérselo varias veces. Murmuró:

—Vaya brevacas que tiene la hijaputa —ponderó.

Como un niño con zapatos nuevos proseguí:

—Y eso que ni Nuria, ni Marina, ni Chus me dejaron hacerles fotos.

Ante la contundencia de las pruebas, mi amigo se iba convenciendo de la veracidad de mis palabras.

—Así que es cierto. ¿Te la follaste?

—¿A Raquel? Y por el ojal, nada menos.

—Qué maricona

Ya dentro de "Las mil y una noches" Carlos parecía empeñado en seguir insultándome.

—Qué cabronazo

Un rato después, Carlos me habló al oído, indicándome con un gesto la dirección de un grupillo de tías cañón.

—¿Por qué no les decimos algo a esas?

Las tías buenas, yo no sé cómo se las arreglan, pero acaban todas yendo en grupos en las que todas lucen cuerpos espléndidos. Si una no tiene un cuerpo de alucine, ya puede ir buscándose otras amigas donde encaje mejor. Una llevaba un tatuaje de un dragón en la espalda; la otra un tribal en el nacimiento de un culo machacadísimo en el gimnasio y ceñidísimo en su pantalón; la otra lucía un escote ojival tan exagerado que daba vergüenza acercarse o mirar. Bailaban enérgicamente, se reían, se cuchicheaban confidencias: lo pasaban en grande. Parecían modelos suecas, actrices porno húngaras, jineteras cubanas, selectas prostitutas brasileñas o socorristas californianas, que más da. Por supuesto que las hienas de siempre empezaban a rodearlas, tomando posiciones para conquistar el castillo de los placeres inimaginables.

Fui tajante, claro:

—Yo no pierdo el tiempo en tías como esas. Todas para ti.

Carlos me miró indignado.

—Estás como una cabra, Juanete.

—No, como una cabra estarás tú —respondí picado—. Yo tengo los pies en la tierra.

Prefería seguir dando placer a Nuria, más aficionada a desvestir a vírgenes que a vestir santos. O amenizando las tardes dominicales de Raquel, que no tenía nada de qué acomplejarse; si acaso podía acomplejar a las demás con su enorme busto. O haciendo de la madrugada del jueves, algo digno de recordar y contar un sinnúmero de veces.

Quería protagonizar polvos que se esfumaran con el viento. Ese sería mi cometido en la vida. Polvos que les sirvieran a las mujeres menos solicitadas, para quitarse la irritación de las decepciones de este mundo, de la misma forma que la acción del talco calma las escoceduras. Así serían mis polvos: inofensivos, inocuos. Sencillamente eso: Polvos de talco.