Polvos de talco 4 (Spanish gigoló)

Juanete empieza a trabajar de gigoló al no haber tenido éxito con la película porno.

POLVOS DE TALCO 4 (SPANISH GIGOLÓ)

CAPÍTULO 17. NUEVA VIDA

Sábado por la mañana. El despertador del móvil me da a entender que son las nueve. Abro la persiana y veo que nubes algodonosas, de esas que se lleva el viento sin convertirse en lluvia, recorren el cielo. Lo mismo me daría que estuviera lloviendo a cántaros, igualmente saldría a la calle a correr, pero prefiero saberlo. Me enfundo mi traje negro elástico que ciñe mi metro setenta de estatura y me calzo las zapatillas deportivas asegurando con fuerza los nudos. Sigo haciendo pesas, pues las endorfinas que se generan haciéndolas generan en mí una sana adicción; aunque, últimamente también me he aficionado a trotar para quemar toxinas, como suele decirse.

En la cocina desayuno un tazón de leche fría con cereales y una barra energética. Hay un televisor pequeño de LCD en la cocina, pero no quiero saber nada de la actualidad. Las gestas deportivas de otros no me ayudan a pagar el alquiler y los rifirrafes políticos tampoco me dan de comer. Detesto ser el receptor pasivo de tanta información superflua. Odio que empresarios sin escrúpulos se empeñen en venderme lo que no necesito comprar y políticos amorales pretendan comprarme aunque no me quiera vender. Nunca he votado y me siento orgulloso de ello.

Bajo a la calle y en cuanto mis pies tocan la acera me pongo a correr. Primero el trote es lento porque aún estoy entumecido y un poco agarrotado, pero poco a poco empiezo a moverme a buen ritmo. ¿Desde cuándo corro y por qué? Digo yo que se preguntarán si es que me han seguido hasta aquí. Desde que me fui a vivir solo, hará cosa de un mes. Y el motivo es que correr me ayuda a olvidar todos los resentimientos acumulados, los fracasos y las frustraciones; constituye una especie de terapia. Me gusta sentir esa sensación de dolor benéfico y purificador en todos los músculos del cuerpo mientras reúnes energía para dar otra zancada más. Y otra, y otra. Me gusta traspasar el límite de mis fuerzas, salir victorioso ante el sufrimiento, porque corriendo se padece, pero es un padecimiento benigno y gratificante.

Acababa de cumplir los veinticinco y, como he adelantado, consideré que, con un cuarto de siglo a cuestas, ya era hora de vivir por mi cuenta. Tras el duro enfrentamiento con mis padres, en el que éstos se oponían a que trabajara como actor porno, no estaba dispuesto a seguir viviendo en su casa ni un minuto más.

Tenía veinte mil euros ahorrados y eso era más que suficiente para empezar a tener mi independencia. Así que alquilé un piso en el barrio de las Delicias, en Zaragoza.

La película pornográfica que acababa de protagonizar, llamada “Cuatro elementos”, aún tardaría algo en salir al mercado, pero yo no podía estar de brazos cruzados esperando el resultado. Y menos, sabiendo que no era nada fácil que tuviera éxito. Ni que decir tiene que aunque lo tuviera, tampoco tenía una garantía por escrito en la que alguien se comprometiera a adjudicarme un nuevo papel en otra película. La vida del actor, y la del actor porno en particular, es muy incierta.

Me encontré solo, teniendo que hacerme cargo de facturas que antes no sabía ni que existían y sin trabajo, pues para hacer la película había abandonado mi puesto. Mi mente se obnubiló, me até la manta a la cabeza y creí que lo de actor porno iba a ser algo definitivo y que no tardaría en vivir un chalet, conducir un coche lujoso y en tener dinero a espuertas. Pero uno siempre acaba dándose de bruces con la realidad, esa apisonadora de ilusiones.

Conseguir trabajo se convirtió entonces en un paso imprescindible para mi subsistencia. Para acabar con los huesos molidos a cambio de un salario miserable aún estaba a tiempo, pues aún era joven, así que me dije: “Juan, ¿por qué no trabajas en lo que realmente te apasiona, que es el mundo del sexo?

Y entonces decidí que trabajaría de gigoló. Gracias a las pesas empezaba a tener un cuerpo bastante potente y podría tener éxito. Quizá dedicarse a la prostitución fuera duro psicológicamente, pero ya que no sabía si iba a trabajar de actor porno, era lo más parecido que se me ocurría. Además, ya no era ese chico asustadizo que temblaba al acercarse a una mujer; había vivido muy intensamente durante los últimos meses y, al final, uno se curte. Y a una mala, si veía que aquello no era para mí, siempre podría dejarlo.

Respecto a las consideraciones personales y sentimentales que conlleva meterse en esto diré que no me interesaba tener una pareja estable, lo cual sería difícil (no imposible) de compaginar con este trabajo. Ni la había tenido, ni iba a mover un dedo para encontrarla. Sandy Sun me gustaba bastante —¿cómo no me iba a gustar semejante tía?— y dormí mal un par de noches pensando en ella pero acabé desengañándome. Ni siquiera me había querido dar su número de móvil. Era perversa y malvada, pero tenía un no sé qué que te hacía querer estar pegado a ella, oyendo su voz, o mirándola, o lo que fuera. Y, ni que decir tiene, era una mujer de bandera, de esas con curvas onduladas y que siempre tienen un palo debajo. Lo habíamos hecho, sí, y en dos ocasiones, pero por cuestiones laborales. Mucha yegua, para tan poco jinete era Sandy Sun, me parece a mí.

Después de ese espejismo real del rodaje, en el que me calcé a unas cuantas mujeres espléndidas, la cruda realidad se imponía. Esta cura de humildad me hizo darme cuenta de que Kevin Costa se había esfumado, para dejar en su lugar al Juanete original, el apocado, el manojo de nervios que no se comía una rosca y, ni en sueños podía aspirar a estrechar entre sus brazos a una diosa de carne y hueso.

Desde siempre y particularmente desde entonces, sepan que me cuido mucho de trabar una relación de pareja con una mujer; hasta me costaría mucho quedar para tomar un café, o dar un paseo con una mujer que me gustara mucho, pues no seré yo quien se exponga al riesgo de enamorarse. Porque los beneficios que conlleva el amor, o esas ensoñaciones maravillosas con las que dejamos que se expanda nuestra mente, no compensan los posibles riesgos. Dicen que el amor es como una medicina porque todo lo cura (y todo locura). Pero nadie avisa de que puede tener peligrosísimos efectos secundarios en forma de suicidios o ruina económica. En definitiva, decidí que volvería a mis comienzos, pero cobrando.

Una mujer es técnicamente para mí el receptáculo humanoide de mis masturbaciones. Y punto. Y yo espero ser para ellas una figura humana unida a un consolador natural. Y no quiero que vean nada más en mí. Absolutamente nada. Prefiero que no sepan ni cómo me llamo. De verdad.

Amistad con derecho a roce sí, pero dejarte llevar y convertirme en un alfeñique sumiso de voluntad manipulada mejor no, porque ya he salido escarmentado en una ocasión, porque veo que eso no es para mí y, mientras tenga uso de razón, no volveré a correr el riesgo. ¿Ir yo detrás de una mujer, para que se cachondee de mí o exponerme a que me lo haga pasar mal? Y una leche.

CAPÍTULO 18. UNA OCASIÓN ESPECIAL

Es lunes y acabo de entrar en una agencia de chicos de compañía llamada “Una ocasión especial”. En la chapa de color granate fijada encima del panel de los porteros automáticos no pone que sea una agencia, sino una pensión llamada “Una ocasión especial”. Está en un piso céntrico y la he localizado con ayuda de mi amigo Carlos, a quien tengo al corriente de mis andanzas, pues estas agencias, están rodeadas de secretismo y no se publicitan de formas llamativas. Es obvio que las agencias te van a quitar un porcentaje importante de tus ganancias, pero siempre da más confianza que ir por ahí solo.

A la entrada había un cartel que rezaba “Pase sin llamar”, así que empujé la puerta sin más. En la recepción, tras un pequeño mostrador, había un joven con buena presencia y pelos erizados con fijador, que me sonrió al entrar.

—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarle?

—Quiero trabajar para la agencia.

La sonrisa amable y el aire reverente se esfumaron como por ensalmo. Ya no era un cliente dispuesto a dejarse allí el dinero, sino alguien que buscaba trabajo.

—Espere en esa sala —me dijo con displicencia, sin mirarme siquiera.

Esperé leyendo unos folletos publicitarios de “Una ocasión especial” que había sobre una mesa baja. Por lo visto, también se dedicaban al negocio de la celebración de despedidas de soltera y eventos similares. No entendía demasiado bien por qué, estando legalizada la prostitución había tantas tapaderas en aquel negocio. Supuse que quizá pagaran a Hacienda basándose en el negocio de las celebraciones de fiestas y lo de la prostitución constituiría una parte más invisible del negocio a efectos empresariales.

Me había informado algo al respecto y consideraba que había mucha contradicción legislativa en estos asuntos. Se permite, pero todo el mundo lo tiene que ocultar. Se persigue a las mafias que trafican, sobre todo con menores y mujeres, pero en cierta manera, se tolera porque no todo el mundo que quiere follar tiene una pareja a su disposición. En Suecia se considera delictivo requerir el servicio de prostitutas, no la prostitución en sí, pero es un caso especial. En general, se acepta.

Media hora más tarde, una cuarentona bastante buenorra de pelo rubio ceniza, con un traje chaqueta y taconazos me invitó a ir con ella. Me condujo a un despacho y tomé asiento en una butaca de color granate. Ella se acomodó en un sillón de respaldo alto, detrás de una mesa de caoba sin apenas adornos.

—¿Se llama usted…?

—Juan Abellán. Juanete para los amigos.

—Juan —repitió ella—. ¿Y dice usted que quiere trabajar para la agencia?

—Sí.

—No le noto ningún acento. ¿Es usted de aquí, no?

—Así es. ¿Es eso un inconveniente?

—No, al contrario —negó la mujer con una sonrisa—. Hay muchas señoras que nos piden acostarse con un español y aquí, la mayoría son extranjeros. Pero, cuénteme, cuénteme, cosas de su vida. ¿Está casado? ¿Algún hijo?

—No estoy casado ni lo he estado y tampoco tengo hijos.

—¿Qué le ha llamado la atención de nuestra agencia?

—Pues que es de las pocas, por no decir la única agencia de prostitución masculina que hay en esta ciudad. Y que estoy interesado en meterme en este negocio.

La señora hizo una pausa, pensativa.

—En primer lugar, le tengo que advertir de que las señoras que contratan nuestros servicios no son… ¿cómo te diría yo? Veinteañeras risueñas con cuerpos de escándalo. Te hablo de mujeres con sobrepeso, de mujeres de sesenta o setenta años que aún le dan al asunto, de mujeres que arrastran alguna discapacidad física que les impide participar en el mercado todo lo que quisieran. ¿No sé si me sigues…?

—La sigo perfectamente —confirmé—. En ningún momento he venido aquí pensando que mi primera clienta va a ser la animadora de un equipo de baloncesto.

La señora prosiguió:

—En “Una ocasión especial” nos gusta ofrecer a la clienta un servicio excepcional. Si nos hacemos con tus servicios, te haremos un “book” gráfico para las que vienen hasta aquí y otro en vídeo para las que contratan nuestros servicios por Internet. Y queremos, ante todo, seriedad. No podemos decirle a una señora que te haya elegido para pasar la noche que no te apetece quedar o que no puedes porque te duele la cabeza o por cualquier otra excusa.

—Usted se llama… —pregunté.

—Elvira.

—Elvira, confíe en mí. Ya sé que no me conoce, pero le aseguro que soy serio.

—¿En qué trabajaba antes?

—En el almacén de una multinacional de transportes.

—¿Y qué pasó?

—Lo dejé. Me pagaban una miseria y vivir solo conlleva muchos gastos. En el fondo estaba harto de ese tipo de trabajo, quería hacer cosas diferentes, cosas que me llenaran más, y no solo el bolsillo. Por eso, hace unos meses me presenté a un casting y me contrataron para hacer una película porno.

—Interesante.

—Todavía no ha salido al mercado —respondí—, pero se llamará “Cuatro elementos”. A lo mejor el nombre no le dice nada, pero su director es Max Iturbe. La productora se llama “Paradise Films” y está en Madrid en la calle…

—No dudo de tu seriedad —me cortó Elvira—, pero comprende que necesite estar totalmente segura. Aquí vienen chicos como tú a todas horas interesándose por este trabajo. Y ahora, con la crisis, aún más. En la entrevista me juran y perjuran que les gusta este trabajo y no ven problemas por ningún lado. A la primera noche que les doy el domicilio de una clienta recibo una llamada de ésta y resulta —hizo un gesto de contar con los dedos y fue enumerando— que no se han presentado; que han ido bebidos o fumados; que han acudido, pero al poco han puesto una excusa para marcharse; que no han acatado lo que la clienta les estaba pidiendo o lo han hecho a medias, o de mala gana, o qué sé yo. Mi experiencia en este trabajo, y llevo en este negocio catorce años, es que los que aguantan son los inmigrantes, los que tienen que hacerlo porque no les queda más remedio (no encuentran otro trabajo) o, haciendo de tripas corazón, pretenden hacer dinero rápidamente para regresar a su país, o bien, poder mantener a la familia que allí han dejado. Esto no es salir de marcha con los amigos y mirar a ver si nos podemos ligar a las más guapas y si no se da la cosa bien, nos volvemos a casa tan contentos. Si de verdad quieres trabajar aquí, te follarás a las guapas y a las menos guapas. Si yo te hago una llamada diciéndote un domicilio, debes ir allí sin rechistar y hacer lo que te pidan. Porque, ¿sabes cuál es el problema si no lo haces?

—¿Cuál?

—Primero que no verás un céntimo. Aquí cobrarás a trabajo hecho, no hay ningún salario mínimo. Y segundo que me veré obligada a echarte. No podemos permitirnos ninguna falta de seriedad con las clientas, porque eso, a nivel de empresa, nos hace quedar a la altura del betún. Cualquier empresario sabe que el cliente hay que tenerle en un pedestal y hacer todo lo posible para no ofenderlo.

—Le puedo asegurar —le dije enfáticamente—, que al margen de la película porno que he hecho, que es la excepción que confirma la regla, nunca he tenido relaciones con mujeres espectaculares. Le estoy eternamente agradecido a cualquier mujer que haya abierto sus piernas para mí: rellenitas, mayores, huesudas. Es la pura verdad. Nunca se me dio bien ligar. Soy muy cortado. Es más, a veces he sentido más placer haciéndolo con una mujer poco agraciada, sin depilar o entrada en carnes que con otras más deseables y atractivas. Soy mujeriego y quiero dedicarme a esto, de modo que le pido que me dé un voto de confianza.

La mujer me miró fijamente. Tenía una mirada inquisitiva, penetrante que parecía ahondar en tu alma. La sostuve la mirada, pues nada tenía que ocultar.

—Está bien —concedió—. Te explicaré las condiciones. Normalmente nuestras clientas prefieren hacerlo en sus casas. Aquí tenemos seis habitaciones, por si alguna prefiere venir aquí, pero normalmente damos los servicios en los domicilios. Muy raras veces en hoteles, aunque todo depende de lo que le apetezca a la clienta, que es la que manda, en última instancia.

—¿Podemos hablar de las condiciones económicas? —tanteé cauteloso, pues no quería parecer un usurero.

—Sí, claro que podemos hablar. ¿Tienes coche?

—No.

—Cuando vayas al domicilio de alguna clienta ve siempre en taxi y pide al taxista que te haga una factura al llegar. No te olvides, porque si no, no te devolveremos lo que te cuesten los desplazamientos. No pierdas el tiempo cogiendo autobuses para no impacientar a las clientas. Cobramos cuatrocientos euros por noche de domingo a jueves y quinientos los viernes y los sábados, de los cuales tú te llevas la mitad. Hay clientas que no quieren que el servicio sea contrarreloj. Una noche son cinco o seis horas. Desde las nueve de la noche hasta las dos o las tres de la mañana. Por horas sale un poco más caro porque es más engorroso: ciento veinte de domingo a jueves y los viernes y sábados, ciento cincuenta. El miércoles hay una rebaja de veinte euros sobre la tarifa normal de entre semana. Tenemos un número de cuenta de todas nuestras clientas y cobramos mediante transferencia por adelantado, así que no tendrás que preocuparte de llevar dinero encima. Te pagaremos en un sobre a final de mes.

—¿Hay alguna tarifa especial?

—No, en esa cantidad entra todo, dentro de unos límites razonables. Tampoco vamos a permitir que te pidan barbaridades sadomasoquistas. Solo en casos extremos te puedes negar. Pero si la clienta te pide que la acompañes al cine, tú al cine. Si te pide que vayas desnudo por su casa, tú desnudo. Si te pide que le chupes el coño con ella metida dentro de una bañera, se lo chupas. Y te guste o no, tendrás que hacerlo con la mejor de tus sonrisas. Piénsatelo. Si eres escrupuloso o no te convence lo que te estoy diciendo, es preferible que te marches ahora y en paz.

—Estoy totalmente de acuerdo con las condiciones —confirmé—. ¿Cuántos servicios suelen solicitar al mes?

—Ahora, con la crisis la demanda ha bajado —me explicó—. Todo depende de si hay más trabajo entre semana o el fin de semana. Pero un mes flojo en el que trabajes treinta y cinco o cuarenta horas, puedes sacarte unos dos mil cuatrocientos euros. Algunos de nuestros colaboradores lo compaginan con otro trabajo.

Los ojos se me abrieron como platos y por dentro mi imaginación se forjó la imagen de una caja registradora repleta de billetes. Se trataba de follar, ¡de follar! Y, después de todo, tal vez algunas estuvieran buenas.

—¿Cuándo empiezo?

—Todavía no. Antes necesito que me presentes una fotocopia del DNI y un certificado de penales. Tráemelo mañana por la mañana. El certificado lo dan al momento. Grabaremos los vídeos, colgaremos las fotos y empezaremos a mandarte a las clientas.

Nos pusimos de pie y estreché la mano de Elvira.

—Aquí estaré mañana con la fotocopia y el certificado.

—Hasta mañana, Juan.

CAPÍTULO 19. LA PRIMERA CLIENTA

A la mañana siguiente me presenté en “Una ocasión especial” con el certificado de penales y la fotocopia. Elvira me hizo pasar a una habitación donde me hizo desnudarme. Me había depilado dos días antes.

Por muchas pesas que hagas, uno nunca termina de sentirse satisfecho con su físico. Siempre hace falta más volumen, y después más definición y luego más volumen y así indefinidamente. Y ambas cosas no son cuestión de cuatro ratos, sino de un gran calvario diario. Además, los avances son tan insignificantes, que parece que no existan. Solo existen en comparación con hombres que no han consagrado su vida al castigo físico de los abdominales y demás suplicios voluntarios. Si te comparas con los que sí, normalmente sales perdiendo, pero hay que seguir. Me contempló y luego me dijo:

—Sonríe en todo momento y haz posturas tensando los músculos.

Me grabó durante bastante rato con una cámara de vídeo digital y me hizo unas fotos.

Ya en casa me pasé el resto del día desnudo haciendo pesas delante de un espejo de cuerpo entero. El descontrol de vivir solo me hacía saltarme muchas comidas y dedicarme a ejercitar mi físico a cualquier hora del día. A duras penas me contuve para no masturbarme. Si me masturbaba, me debilitaba y esto me impedía seguir con las pesas.

El viernes por la tarde recibí la llamada de Elvira. Me dio una dirección y una hora, las nueve de la noche. Tendría que estar con ella hasta las tres de la madrugada. Como el domicilio en cuestión estaba a pocas manzanas del mío, me acerqué caminando. Serían doscientos cincuenta euros, pero la mujer tendría que apoquinar quinientos. Un mordisco fatídico en una nómina normal, aunque yo no sabía lo que ganaba la tía. No obstante, a veces merece la pena gastarse lo que haga falta para conseguir algo que te dé placer, por si acaso la muerte o una enfermedad fatídica se presentan inoportunamente.

El edificio era muy nuevo y el piso en cuestión estaba en la quinta planta.

Me abrió una mujer de cara vulgar y abultada y muy voluminosa de cuerpo. Llevaba puesto una especie de chándal de algodón de color rosa que marcaba su figura abombada como de muñeca rusa.

—Vengo de la agencia “Una ocasión especial” —dije.

—Pasa —repuso franqueándome el paso.

Me condujo al salón. Sus andares eran bastos y muy poco gráciles. El culo era descomunal, bastante más grande que el de Silvia, que, desde luego, no estaba delgada precisamente. Allí me indicó un sofá y me senté. Ella permaneció de pie.

—¿Te llamas…? —me preguntó.

—Juan, pero los amigos me llaman Juanete.

—¿Juanete? —repitió divertida—. ¿Cómo los callos de los pies?

“—Mira quién fue a hablar de callos —pensé, pero lógicamente no dije nada.”

—Sí, me llaman así desde pequeño. Es el típico apodo que te ponen los amigos y ya te quedas con él.

—Yo me llamo Pilar. He visto tu vídeo y me has parecido bastante atractivo. ¿Solo tienes veinticinco años?

—Sí —repuse. La mujer debía de estar entre los treinta y cinco y los cuarenta—. Bueno, ya son unos pocos. Tampoco soy ningún crío.

—¿Y desde cuándo te dedicas a esto?

—Para serte sincero, hoy es mi primer día.

—¿Hoy? Espero que me lo hagas bien, porque me sales por un ojo de la cara. Soy funcionaria y no tengo mal sueldo, pero te puedo asegurar que estos dispendios no me los puedo permitir todos los meses —concluyó con una risotada.

—Te lo haré bien. Tengo una buena herramienta.

La mujer frunció el ceño.

—Pero bueno, ¿es que todos los tíos que tenéis la polla grande os pensáis que folláis de cine? Yo creo que es más una cuestión de saber moverse que de tamaño. Y de buscarnos el puntillo.

—Por eso no te preocupes, aparte del tamaño también sé moverme. Con una mujer a mi lado no puedo parar quieto.

La mujer se sentó a mi lado, acomodando su enorme trasero junto al mío. Su cuerpo flácido entró en contacto con el mío, pero me excitó. La abstinencia monacal que me habían impuesto y el ejercicio físico son los mejores afrodisíacos que conozco. Tenía unos senos que se adivinaban abultados y desplomados, pero siempre resulta agradable contemplar las partes secretas de una mujer, aunque sea a través de la ropa.

—¿Y de fuerza cómo vas? ¿Podrías hacerme alguna posición cogiéndome en vilo? ¿Conoces el abrazo?

“—Teniendo en cuenta que el puente grúa y las eslingas me las he dejado en casa, no creo que pueda —pensé.”

¿Estaría hablando en serio? Debía de pesar ciento treinta kilos como poco. Su sobrepeso era exagerado. Aunque seguramente no estaba hablando en serio, opté por la diplomacia; tampoco era cuestión de decirle a una clienta que necesitaría la ayuda de media docena de estibadores solo para levantarla.

—Hay otras posturas que se me dan mejor.

—Vaya, siempre me quedo con las ganas —repuso haciendo un mohín de falso enfurruñamiento. Sólo abarcarla y agarrarla por la espalda resultaría harto complicado, teniendo en cuenta su amplio perímetro. ¿Pero follársela de pie? ¡Pero si a veces es complicado hasta estando tumbados si no hay un poco de coordinación y flexibilidad! No valía la pena ni intentarlo.

Se levantó y me guió hasta su dormitorio. La seguí.

Se quitó las babuchas y me dijo.

—A ver qué sabes hacer, Juanete.

Se me ocurrió que Juanete venía de pie. Y que calzármela era precisamente lo que iba a hacer con esta mujer. Y curiosamente cobrando por darme gusto al cuerpo, varios de mis antiguos jornales, de esos que tantos disgustos y sinsabores me costaban.

Acto seguido le quité la ropa con su colaboración hasta que se quedó como vino al mundo. Tenía los senos desparramados y muy blandos y sus areolas eran tremendas y de color violeta. El pubis estaba sin depilar, aunque no tenía una extensión de pelo demasiado grane. La carne se le amontonaba en numerosas mollas en la abultadísima barriga, en las caderas y en unos muslos inmensos que se le juntaban y se rozaban uno con el otro al andar. El culo era desproporcionado, caído, inacabable y tenía la consistencia de una masa de una bolsa de plástico llena de puré. Y la piel —¡qué decir de la piel!—, la piel había perdido no ya su tersura o firmeza (que no existían), sino su lisura natural. La acumulación interna de células adiposas hacía que su piel, en ciertas zonas, tuviera ligeras concavidades, irregularidades u hoyos deteriorando su imagen.

Sin embargo, a pesar de que he visto mejores espectáculos, empezaba a notar los primeros síntomas de erección. Mi pene nunca desoía la llamada de la naturaleza. Ella seguramente me subestimaba, pero yo estaba muy confiado en mis posibilidades.

—¿No dices nada? ¿No estarás asustado?

—No, qué va, estás para comerte viva —repuse.

En verdad, no entendía cómo se puede abandonar tanto una mujer. Aunque cada uno es libre de hacer lo que le parezca. Si no quiere adelgazar para ser más atractiva a ojos de los hombres, que lo haga por salud. Pues con ese nivel de gordura, seguramente tendría grasa hasta alrededor de los órganos, poniendo su salud en grave peligro. Pero comer es tentador y adictivo y hacer ejercicio —reconozcámoslo— un suplicio menos adictivo.

—¿A qué esperas para ponerte en pelotas? ¿Tienes vergüenza o qué? —me preguntó acercándose hasta donde estaba yo con un bamboleo como de la mujer del muñeco de michelín, sacándome de mi ensimismamiento.

Obedecí y dejé al descubierto mi cuerpo, mientras ella colocaba las prendas de ambos en un perchero.

—Me gusta ser ordenada —dijo—. Túmbate.

La obedecí, quedándome tendido sobre la cama. Dejó caer abundante saliva sobre mi herramienta y sobre mis testículos (qué laborioso era depilárselos) y los chupó un largo rato. No se le daba nada mal. Mi pene adquirió rigidez, aunque no se quedó del todo tieso. En los prolegómenos no lo suelo llevar del todo tieso.

—¿No te parecerá mal que me ponga arriba, verdad?

No podía negarme. Eran doscientos cincuenta euros por permanecer allí unas horas a sus órdenes y no me convenía quedar mal con Pilar poniendo pegas a todo. Si se mosqueaba y hablaba mal de mí a Elvira, no cobraría un céntimo, lo cual no creo que fuera del todo justo, pero así era. Estaba claro que aquella actividad profesional no estaba regulada por ningún convenio. Mi actividad laboral era legalmente invisible.

—Claro que sí.

Tendido boca arriba, se colocó encima de mí y, con su mano, se introdujo mi miembro ya rígido en su hendidura. Su peso excesivo aplastaba mi tórax y una agobiante sensación de asfixia se apoderó de mí. Le acaricié su enorme y suave pandero, para incrementar mi excitación, pero fue en vano. Mi miembro, lógicamente, perdió consistencia y al poco ya no podía penetrarla. Siempre he pensado que si uno está excitado y deseoso de follar, el peso muerto se vuelve liviano e incluso grato, pero aquello sobrepasaba los límites.

Pilar se detuvo y se echó a un lado, para indescriptible alivio mío.

—Se te baja la polla, macho. Así no hay quien haga nada —confirmó. Y tras una pausa añadió—: ¿Por qué no me puedo follar a ningún tío así, si es lo que verdaderamente me apetece? Ya sé que me sobran unos kilitos, pero tampoco es para tanto, creo yo.

“—No qué va —pensé irónicamente—. Podrías servir perfectamente de contrapeso de una grúa, pero tú, en lugar de sacrificarte y adelgazar, le quitas importancia. Unos kilitos, dice la tía.”

Luego la tomó conmigo, tocándome los brazos.

—Esos musculitos, a la hora de la verdad, no sirven para nada. En el fondo eres un tirillas. ¿Es que ya no quedan hombres en España con fuerza, con empuje, con aguante? Vamos a tener que traerlos de fuera, si los de aquí no valen para nada.

“—Los hay —pensé—. Pero se mantienen alejados de ti.”

Siempre la misma palabreja para dejarte en ridículo. Me sacaba de quicio lo de “musculitos”. Pero no estábamos en igualdad de condiciones. Ella era la clienta y yo el trabajador del sexo. Y a ello me apliqué para mantener la boca cerrada.

Después de este arrebato, se calló. Yo aproveché para trabajarle su vulva a conciencia con la lengua para disolver su enfado. Tenía unos labios bastante prominentes. Mi miembro, aligerado ya del peso, se enderezó, mientras le chupaba sus partes. Alargué mis brazos hasta que mis manos alcanzaron sus cálidos y abundantes pechos, ese alud de carne y así estuve un buen rato, solazándome con su agradable contacto. Su cuerpo, su anticuerpo, tenía los cánones necesarios para aparecer en un cuadro de Botero, pero me excitaba. Mi erección, desde luego, no era simulada, ni obtenida gracias a las pastillas azules. Aún no sabía lo que era sufrir un gatillazo y esperaba no saberlo nunca. Tantos días sin hacerse una triste paja hacían válida esa vieja frase que dice que en tiempo de guerra, cualquier agujero es trinchera.

Un poco después, me puse encima de ella y la empecé a penetrar. De forma premiosa al principio, tanteando las paredes del intermitente y temporal alojamiento de mi polla, recorriendo esa funda resbaladiza tan prodigiosa. No me comprimía mucho la polla, pero sí lo suficiente para resultar placentero. A veces es mejor así.

Ella, poco convencida al principio, aún algo mosqueada, no tardó en recobrar el deseo. Lo noté en que su mirada apagada y ligeramente resentida se transmutó en una mirada ansiosa, clavada directamente en mis ojos. Enseguida la hice ahogar gemidos, resoplar, arrugar la cara, ponerme una mano en la espalda, cerrar los ojos en según qué momentos. Seguí introduciéndome en ella siguiendo un ritmo constante. Para no correrme, mantenía tenso el músculo puboxígeo, maniobra con la que tenía bastante práctica. Ella mascullaba: “Sigue…, sigue…, más”. Entonces aceleré arrancando de su voz gemidos que ya no podía ahogar, jadeos y una especie de mirada de odio asesino con la boca entreabierta que demostraba que la estaba dando mucho gusto, que su desembolso estaba más que justificado, porque yo sabía cómo no eyacular a las primeras de cambio, sino que me contenía, alargaba el placer, acortaba todo ese tedioso tiempo de transición en que uno está sin follar, que es la mejor consecuencia de la evolución darwinista.

Calculo que habría pasado media hora. Le seguí dando lo suyo en la postura del perrito, con ella a cuatro patas sobre el colchón, mientras observaba el balanceo irregular de sus pechos blandos y deformados como brevas derretidas. Mis manos se colocaron sobre las mollas que recubrían su cintura, toqueteando también allí. Al principio siempre voy despacio, con cuidado, y cuando veo que no se rompe, acelero y le doy duro, con descontrolado ímpetu.

Me corrí en su cara a petición suya, meneándomela ella solo un poco peor de lo que lo hubiera hecho yo en los compases finales. Luego nos lavamos y vimos en su salón una comedia romántica italiana en un canal de pago, mientras comíamos pizza. Se lo hice otras dos veces antes de irme, al límite de la extenuación a lo largo de la madrugada. Ni me felicitó, ni me criticó; creo que se quedó bastante satisfecha con la polvorienta sesión.

CAPÍTULO 20. CENA EN FAMILIA

El sábado sobre la una, todavía reponiéndome en la cama, recibí una llamada de Elvira.

—¿Qué tal te fue anoche?

—De maravilla. Y creo que la clienta también se quedó contenta.

—Sí, la única pega es la que siempre pone Pilar, que es una clienta habitual —respondió Elvira—. Que aún no ha encontrado a un hombre que pueda follársela cogiéndola en vilo.

—Para hacer eso habría que ser campeón de halterofilia o levantador de peso, o algo parecido.

—Sí, la conozco ya sé que es una mujer entrada en carnes…

—¿Entrada en carnes? Está gordísima, Elvira. Esa tía para pesarse debe de necesitar una báscula para camiones.

—Eh —me cortó el cachondeo—, tampoco te pases.

Reculé:

—A ver: solo digo que follársela precisamente en esa posición no está al alcance de mis posibilidades. La tía tan mal no está. Es bastante guapa. Para mí, no ha sido ningún trauma tirármela. Si tengo que volver, yo encantado.

—En fin, tengo un trabajo para ti, pero de cara a la semana que viene.

—Tú dirás.

—Nos han contratado para mandar a cuatro boys a una despedida de soltera. Es el sábado de la semana que viene en una discoteca a la que solo podrán asistir las invitadas. ¿Qué te parece?

—Pues me parece fantástico —declaré. Solo de pensar que podría participar en una orgía se me desentumeció la polla, pero procuré apartarla de mis pensamientos para que se me bajara.

Elvira prosiguió:

—Tendréis que estar por ahí atendiendo a las invitadas: es decir, dejándoos manosear, chupándoselo todo, penetrándolas o lo que se tercie. Te llamaré durante la semana para concretar la fecha y el lugar de la celebración.

—Esperaré tu llamada, Elvira y gracias.

Colgó.

Bajé a hacer unas compras y poco después de regresar recibí otra llamada. En la pantalla del móvil aparecía el número de teléfono de mi madre.

—Juan, ¿cómo estás, hijo?

—Bien, mamá.

—¿Qué te parecería venir esta noche a cenar con nosotros? Tu hermana está aquí de vacaciones.

Cuando a mis padres les conté que iba a protagonizar una película porno tuvimos una tremenda discusión, a resultas de la cual, me fui de casa. Desde entonces solo había aparecido por allí para recoger cosas mías, en un ambiente frío, funerario casi. O dejándonos llevar por reproches y recriminaciones, a la mínima.

Alicia, mi hermana mayor, vivía en Almería. Ya sé que es la primera vez que hablo de ella, pero hasta ahora no había venido al caso. Era médica interna residente de cuarto año en la especialidad de cardiología en un Hospital Universitario. A veces venía de visita. No era mala idea verla. A mi familia no le había contado nada de mi nueva dedicación, ni pensaba hacerlo, pero uno no se siente del todo bien mientras está completamente distanciado de sus parientes más cercanos. Además esa noche, mi jefa no tenía trabajo para mí.

—Ahí estaré —prometí—. ¿A qué hora?

—Pásate sobre las nueve de la noche.

Y colgué. El resto de la tarde me lo pasé haciendo pesas y procurando no caer en la tentación de hacerme una paja. La verdad es que descargaba pocas veces. ¿A veces me preguntaba qué pasaría con el exceso de esperma que generaban mis testículos? ¿Se mezclaría con la sangre constituyendo una especie de espesa salsa rosa que dificultaría la circulación sanguínea?

A las nueve aparecí por mi antigua casa. Saludé a mi hermana con un beso en cada mejilla. Estaba muy delgada, mucho más que el año en el que estuvo estudiando para el MIR, en el que engordó ostensiblemente por la inactividad, y muy morena.

—¡Hermanete! ¿Cómo te las apañas viviendo solo?

—Sin problemas. ¿Y tú qué tal por el sur? De momento, no se te ha pegado el acento.

—No —rió—. De momento, no. Todo bien por allí. La ciudad, como es costera, mola mucho.

No tenía novio, o al menos nunca me había contado que estuviera con nadie. Supongo que no sería por falta de oportunidades, porque de fea no tenía nada.

La cena ya estaba preparada y nos sentamos a la mesa.

—¿Cuánto llevas idea de quedarte? —le preguntó mi madre.

—Diez o doce días. Nunca pensé que dijera esto, pero tengo morriña de la tierra. Además tengo que ver a unas cuantas amigas.

—¿Alicia, te exigen mucho? —inquirió mi padre.

—Cada vez más. El primer año no te dejan hacer prácticamente nada sin supervisión. Pero al cuarto, que es en el que estoy ahora, tienes mucha libertad de movimientos.

—¿Y vives sola? —siguió mi padre.

—No, con una compañera. El alquiler es un poco caro para una sola persona. Vivo en una calle que se llama Profesor Escobar Manzano, a unos cinco minutos de una de las playas más famosas de allí, la playa del Zapillo.

—¿Cuánto pagáis? —preguntó mi padre.

—Sin contar la luz y el agua, mil doscientos. Entre las dos. El edificio no es muy nuevo, pero no está mal.

—¿Y de novios cómo andamos? —quiso saber mi madre, supongo que valorando sus posibilidades futuras de tener algún nieto.

—De momento, sin novio —repuso escueta, tal vez alg incomodada con la pregunta.

Mi padre se dirigió a mí con ánimo de incordiar. Me hablaba en un tono enérgico, entusiasta, avasallador, pero que ocultaba hirientes intenciones.

—¿Y a ti, Juan, cómo te fue con la película? ¿Has recibido muchas ofertas de Hollywood? Alicia, no sé si sabes que tu hermano dejó el trabajo en el que estaba para hacer una película guarra.

—No, es la primera noticia que tengo.

Estuve tentado de levantarme y largarme. ¿Ofertas en Hollywood? ¡No me digan que no es para partirse de risa! No soportaba que mi padre se cachondeara de mí, aunque fuera en el ámbito familiar. Él no era mi dueño; ni siquiera me mantenía o me cobijaba en su techo. No obstante, hice de tripas corazón, por respeto a mi hermana y a mi madre y contemporicé la situación. No quería armar un escándalo. Uno, con sus padres, siempre lleva las de perder, porque ellos siempre han hecho más por ti, que tú por ellos.

—Todavía no he tenido noticias del director, de modo que no te puedo decir cómo ha ido la cosa.

—¿Y ahora? ¿Qué haces?

—Trabajo en ELECTRONIA —mentí para que me dejara en paz. A la gente hay que decirle lo que quieren oír—. Es un almacén de material eléctrico al por mayor, también en PLAZA, que no cae lejos de donde estaba antes. Y el sueldo es algo mejor.

Mi padre cabeceó.

—Anda que ya te vale. Mira que meterte a actor porno. Eso ni es trabajo, ni es nada. Aprende de tu hermana: médica.

Soné convincente, porque la empresa existía y mi padre no continuó el interrogatorio. No me parecía una buena idea contar que me prostituía y tampoco quería estar a malas con mi familia porque esta situación supone un incómodo agobio psicológico, así que no me quedaba más alternativa que mentir. Además, las leyes estaban en contra del que se prostituía: podían hasta desheredarte por ello. Por otra parte, me resultó ofensivo, como siempre, que me comparara con mi hermana, que siempre había sido una alumna modelo. No obstante, aguanté con resignación el chaparrón. Por suerte, en la Convención de Viena, se determinó que las cenas familiares no duraran más de dos horas.

Mi hermana se interesó por mis actividades.

—No me digas que has hecho una película… equis.

Me sentía avergonzado. Yo jugando a los médicos y mi hermana Doctora en Medicina. Prostituirse tiene unas connotaciones muy negativas, casi delictivas. Yo, más bien, era el encargado de dar placer sexual a mujeres con dificultades para obtenerlo de formas más ordinarias. Y valía para eso; no todo el mundo valdría para hacer ese trabajo.

—Sí, necesitaba un cambio —tratando de que sonara a episodio de un pasado muy lejano—. Estaba cansado de lo que hacía.

—¿Y qué tal la experiencia?

Aquello era embarazoso a más no poder. Yo con mi hermana no había hablado nunca de sexo. Y menos delante de mis padres. No teníamos una relación muy estrecha.

—La experiencia estuvo bien, entretenida.

—¡Que estuviste entretenido no me cabe duda! —exclamó mi hermana entre carcajadas.

CAPÍTULO 21. LA ORGÍA

El martes por la mañana recibí una esperadísima llamada de Max Iturbe. Cogí ávido el teléfono.

—Dime.

—Juan, la peli no ha funcionado muy bien que digamos. Hemos hecho cuanto hemos podido, pero no ha tenido gancho comercial. Hicimos una primera tirada de tres mil ejemplares en deuvedé, pero este modelo de negocio está muerto. Fíjate si está mal la cosa, que no creo que lleguemos ni a cubrir los gastos de producción. Ni que decir tiene que no cobraréis ninguna prima. Hoy en día, el cine bien hecho, no se valora como antaño. Ahora es mejor hacer grabaciones simples con cámara digital, porque hacer cine a la antigua usanza no se valora. O en tres dimensiones, pero para eso hacen falta unos equipos muy caros.

—Max: Gracias por la oportunidad y un abrazo. A ver si hay más suerte en otra ocasión.

—Gracias a ti. Y ánimo, uno no triunfa a las primeras de cambio. Las cosas no están fáciles.

No creo mi actuación quedara en entredicho, pero dudaba mucho de que me volvieran a llamar. Hay miles de factores ajenos a la calidad que influyen en que un producto tenga o no éxito. Y en plena era de Internet, el tradicional negocio de la venta de deuvedés ya no es un buen negocio. Es muy difícil que un producto audiovisual, hoy en día, pueda tener éxito de espaldas a Internet.

El miércoles acudí a casa de una mujer casada que había contratado mis servicios durante una hora. Si el miércoles es el día del espectador en el cine, el miércoles también debe de ser el día del follador para las mujeres que requieren los servicios de “Una ocasión especial”, porque es el más barato.

La tía exprimió al máximo la hora de la que disponía. Me besó salvajemente, mordiéndome los labios, además de pellizcarme con ávida intensidad en el culo. Y al follar me apretujó y me clavó las uñas en la espalda con saña. Salí de su casa con la alegría del que abandona la jaula de una leona, aunque no del todo ileso.

Con el transcurso del tiempo, mis principios habían cambiado gradualmente. Ahora me tenía sin cuidado hacerlo con mujeres casadas o comprometidas. ¿Por qué tanta moral? ¿Y quién establece o distingue lo moral e inmoral? ¿Qué tiene de malo hacerlo con una mujer que requiere cierta clase de servicio? Una mujer casada debe ser libre, no una propiedad de su marido. Y tiene que tener derecho a equivocarse. Además, si no lo hacía yo, lo haría otro en mi lugar.

El sábado a las ocho de la tarde me reuní en un bar con los otros tres compañeros de orgía. El primero de ellos, Eric, era bastante alto, rumano, de ojos claros y cabello rubio. Había otro moreno, de pelo rapado y de hercúlea complexión, con los músculos bien definidos. Este segundo se presentó como Mario. Y el tercero, mestizo, de madre congoleña y padre español, era como yo de alto pero, viéndolo en camiseta, también se le adivinaban unos músculos muy poderosos. También estaba cuadrado. Se presentó como Diego Medina. Tomó la palabra dirigiéndose a mí, que debía de ser el único al que no conocía:

—¿Tú llevas poco, verdad? ¿Has estado en alguna orgía?

—Llevo poco, sí, y esta es mi primera orgía —repuse.

—Un consejo: ponte siempre condón cuando se la metas a alguna. No te confíes. Y procura no correrte pronto. Seguro que muchas de las tías que habrá allí, no pillarán ni por equivocación. Es su noche. Que alguno de nosotros se la meta un rato es lo más grandioso que les va a pasar este año.

Me interesé en que continuara con sus explicaciones:

—¿Y de qué va esto? ¿Qué hay que hacer?

El que intervino esta vez fue Eric. Hablaba con fluidez, casi sin acento y con amplio dominio del vocabulario. Llevaría muchos años en España.

—Lo que ellas pidan. Primero te despelotas. Y luego diversión total. No te quedes mucho rato con ninguna. Las orgías son geniales, a veces uno querría multiplicarse por dos o por ocho para llegar a todo.

—¿Pero ellas van vestidas o como van?

—Algunas se quedan vestidas —explicó Diego—, se conforman con mirar y no se atreven a más, otras se quitan el sujetador, pero no lo de abajo. Y otras, las que quieren follar, sí se quedan en bolas.

—Yo preferiría que estuvieran todas desnudas —comenté perdido en ensoñaciones—. Para estar cachondo perdido.

—Muchas es mejor que se queden como están —explicó Diego—. Las que más hacen son las que están mejor de cuerpo. Cuanto más buenas están, más confianza tienen en sí mismas. Y menos corte les da exhibirse en público.

—También hay tías poco agraciadas que las encanta ser el centro de atención —comenté.

—Yo a las que son muy feas las toco lo menos posible; solo les doy el biberón —soltó Diego.

Hubo risas.

—Yo prefiero que sean feas que gordas —adujo Mario—. A una fea la pones de espaldas o boca abajo y, si tiene un cuerpo aceptable, aún puede pasar. O te la follas a oscuras. Pero una gorda no tiene remedio.

Eric quiso que escucháramos su opinión:

—A mí no me desagradan las gordas. Suelen tener las tetas enormes. Y a mí me gustan las tetas cuanto más grandes, mejor. Supongo que son un incordio en su vida normal, pero en la cama saben muy bien cómo usarlas. Te hacen unas cubanas que te dejan los huevos como pasas.

—A mí una tía bastante gorda me intentó hacer una cubana en una ocasión —dije recordando a Raquel en casa de sus padres— y no hubo manera.

—Fácil, lo que se dice fácil no es —corroboró Eric—. A mí, al principio, también me costaba. Pero al final lo consigues. Yo he llegado a correrme metiendo la polla, no ya entre las tetas, sino entre las mollas de una pava. Las gordas dan mucho juego. Posiciones no se pueden hacer apenas porque si una tía no está en forma tiene muy poca flexibilidad, pero no está mal. Les cuesta mucho abrirse de piernas, no aguantan en cuclillas, pero saben aprovechar sus recursos. En una ocasión estuve con una que tenía unos melones gigantescos y un poco amorfos. Me hizo sentarme en un taburete plegable y, por detrás me puso una teta a cada lado de la cara. Y luego me fue masajeando las mejillas. Fue una pasada, me acordaré toda la vida.

Diego intervino:

—Yo una vez estuve con una tía que estaba como un tonel y tenía un culo descomunal y muy blando. Con ella tumbada en la cama le coloqué la verga a lo largo de la raja del culo y con las manos le agarré los cachetes, y se la dejé enterrada. Luego, haciendo presión con las manos y moviéndome con brío me corrí.

—¿Y ella que decía?

—Nada, le pareció bien. Ella lo único que me pidió es que no se la metiera por el culo, porque —según me dijo— la tenía muy grande y le dolería. Luego me la tiré en otras dos posiciones.

El pavo este tenía una resistencia sexual extraordinaria. Era gente preparada para correrse varias veces en poco tiempo. Supongo que sus depósitos de esperma serían enormes, o bien, tendría una forma natural de regular la cantidad de semen que soltaría en cada envite. En fin, necesitaría una amiga sexóloga para resolverme todas las extravagantes dudas que me surgían.

—Yo lo que peor llevo, es lo de tirarme a abuelas —opinó Eric—. Eso sí que se me hace un poco cuesta arriba. Y no tanto por la edad, sino por lo descuidadas que están algunas. Te clavan pelos mal depilados, la piel de las tetas llenas de estrías, la de la cara toda arrugada…

—Hay algunas abuelas que parece que estén conservadas en formol —comenté—. Hay muchas que se cuidan lo suyo. Yo tengo una amiga que tiene ya sus años, y te aseguro que no es ninguna putada acostarse con ella.

A eso de las diez llegamos al local, al que solo se podía entrar con una carta de invitación. Un portero reconoció a Eric y nos dejó pasar con actitud desdeñosa y gesto de superioridad. Quizá nos envidiara, porque nos fuéramos a beneficiar a las invitadas, mientras él tendría que estar toda la noche custodiando el local, sin pillar. Él era un tipo amazacotado, con la nariz aplastada y estaba rapado para disimular una calvicie que había hecho estragos en el cuero cabelludo, sobre todo en la parte delantera. Puede que fuera fuerte y que tuviera el favor de alguna, pero no tenía mucho atractivo.

Había un camarero que servía la barra en un lateral y unas treinta mujeres que bebían en vasos cilíndricos y que acogieron nuestra entrada con jolgorio y aplausos. Empezaban a estar contentas y puede que cachondas a causa del alcohol. A lo largo de la noche irían entrando más mujeres al local hasta llegar a ser cincuenta o así.

Fuimos a un cuarto reservado y, entre cajas de botellas de cerveza, empezaron a desnudarse. Los imité. Todos tenían unos físicos en los que se apreciaban los resultados que proporciona el gimnasio a quien se esfuerza. Quizá el más fuerte era Mario. Tenía unos pectorales exageradamente abultados. Al salir, Eric fue el primero en recibir el favor de esa jauría de lobas hambrientas. Estando Eric de pie, una empezó a chupársela, puesta de rodillas. Tenía un miembro largo y fino. Otra se quedó igualmente arrodillada a su lado esperando su oportunidad, mientras le chupaba al rumano los genitales. A su alrededor se fueron congregando varias chicas. Algunas de ellas hacían gestos de nerviosismo como echarse el cabello hacia atrás, otras sonreían abiertamente con los ojos como platos, otras contemplaban la felación sin quitar ojo con actitud reverencial.

Varias rodearon a Mario metiéndole mano a diestro y siniestro. No eran diferentes a buitres acechando al moribundo. Una le tocaba sus abdominales en relieve. Otra de pelo corto, le acariciaba su musculado trasero mirándole embelesada. Otras dos le tenían el miembro agarrado, divertidas con la situación. Una era morena y de mirada pícara y la otra era rubia de bote y llevaba el pelo recogido en dos coletas. Sonreían y se intercambiaban miradas cómplices. Seguro que sus novios tardarían bastante tiempo y dedicación en conseguir lo que nosotros podíamos conseguir en cuestión de minutos.

A mí me pidió una chica morena con un culo grande y bronceado, pero bastante duro que la penetrara en la postura del perrito. Accedí encantado tras enfundarme un preservativo.

Al girarme, después de haberla penetrado durante un rato, vi a alguien que me resultaba familiar. ¡Era mi hermana! Debía de haber entrado mientras yo estaba trajinándome a la morena. Estaba sentada sobre la barra, desnuda de cintura para abajo, con la cabeza algo inclinada hacia atrás, supongo que para acrecentar las sensaciones que Diego le proporcionaba, pues era él quien hozaba en su bajo vientre. Tenía mi hermana un tatuaje de una flor cerca de la zona púbica. Y el pelo dispuesto en dos trenzas como una falsa lolita. Siempre me han dado morbo las trenzas, esas trenzas de colegiala con muy poca inocencia y mucha indecencia. De momento no me había visto, pero no tardaría en hacerlo.

¿Qué podía hacer? ¿Esconderme acaso? Pues no, porque estaba trabajando y no se debe huir de las responsabilidades laborales. Mi sueldo estaba en juego. Tampoco podían simular que no la había visto, porque ella me vería tarde o temprano casi con toda seguridad. De modo que tomé la iniciativa y me acerqué a ella.

—Alicia.

Ella levantó la vista y me vio. De la sorpresa inicial, pasó a la extrañeza. Mientras hablábamos, Diego no dejaba de chupetear la expuesta entrepierna de mi hermana.

—¿Tú que haces aquí? —preguntó, aunque la pregunta era bastante estúpida. Yo estaba completamente desnudo y evidentemente no era porque me fuera a duchar.

—Trabajando.

Asintió:

—Vamos, que no trabajas en un almacén eléctrico.

—Lo más parecido que hago relacionado con la electricidad es enchufársela a alguna. ¿Y tú?

—Pues ya ves. Mi amiga Marisa me ha invitado a su despedida de soltera.

Me volví y vi a una chica de pelo rizado, que me sonaba de vista, aunque apenas la conocía. Estaba hablando con otras en un extremo de la barra.

—Yo creía que en las despedidas de soltera las mujeres pasabais por completo de los hombres. Anda que no he visto grupitos con pollas colgadas en la cabeza abortando con desprecio cualquier intento de acercamiento masculino.

—Pues ya ves que en este caso no. Marisa siempre ha sido muy juerguista. De hecho, se me hace raro que se case de las primeras.

Una chica rechoncha y que apestaba a alcohol reclamó mis atenciones y la conversación se interrumpió. Llevaba la camiseta de gran escote bajada de modo que las tetas estaban al aire. Al tocarlas sentí que tenían un tacto sedoso y ligeramente frío. Se las amasé y chupé de todas las formas que se me ocurrieron. Ella se reía complacida.

Cuando se fue, me acerqué de nuevo a mi hermana:

—¿Te gusta este trabajo?

—Lo que más —respondí sin pensármelo dos veces—. Me pagan bastante pasta por follar. ¿Qué no todas son unos bellezones? Pues claro, pero te juro a mí no me importa tirarme a ninguna. ¿Qué más se puede pedir?

—¿Cuándo termináis?

—A las tres más o menos.

—¿Me esperarás a la salida?

Esto si que me descolocó. Mi hermana era una caja de sorpresas. Siempre había sido tan celosa de su vida privada, que aquello no podía menos que dejarme perplejo. Ante mi mirada de estupefacción se explicó.

—Hoy no quiero dormir en casa de los papás como las niñas buenas. No sé si te parecerá mal.

Decididamente mal no me parecía. Tampoco era tan malo, ¿no? Mi propia hermana me estaba invitando a hacer un trío con un compañero de trabajo. Sería mi segundo trío, aunque en esta ocasión seríamos dos hombres para una mujer. La verdad es que no conocía esa faceta tan viciosa de mi hermana, pero celebré que la tuviera.

En el camino hasta mi casa nos fue contando que en Almería se había soltado la melena sexualmente hablando. Se había acostado con compañeras y con chicos de todas las nacionalidades. ¿Y qué le queda a una tía que lo ha probado casi todo? Pues hacer un trío con su hermano. ¿Qué si no? Esto es como todo. Cuando uno no hace otra cosa que pajearse en soledad, ver una tía haciendo “topless” en una piscina, le parece contemplar el séptimo cielo. Pero si uno empieza a probar cosas siempre va a tender a llegar más lejos en una escalada imparable. En modo alguno puede seguir conformándose con lo convencional. Porque que lo sublime sea convencional, solo depende del número de repeticiones.

No hubo apenas preliminares. Mi hermana tenía el coño como el horno de una fundición. Y Diego y yo ni te cuento, pues nos la habían calentado de todas las formas posibles un buen número de tías durante toda la noche.

Me tumbé sobre mi cama boca arriba, con las piernas dobladas por las rodillas en el borde de la cama y mi miembro erguido. Mi hermana salió de mi habitación y volvió con una botella empezada de aceite de oliva. Se echó en una mano y se untó el ano con él. Luego se insertó mi empinada polla poco a poco, hasta introducirse la mitad más o menos, mientras yo la sostenía por la cintura. Pensé que aquello no tenía que resultar muy placentero, sino más bien doloroso, pero cualquiera desentraña la compleja mente de una mujer. Ella no estaría haciendo eso, si no le gustara.

Diego le colocó su manubrio a la entrada de su vagina y, de pie, fue metiéndosela sin prisa, degustando las sensaciones que iba experimentando. Yo empecé a moverme despacio, poniendo las manos en las caderas de mi hermana.

Follar en presencia de otro hombre es una sensación extraña. Te inhibe, pero al mismo tiempo la presencia de la mujer te exalta, así que acabas excitándote. Me molestaba algo el contacto de las piernas de Diego con las mías, pero el pene y había adoptado su posición de máxima rigidez, y estando así, resultaba muy difícil que se bajara.

Cuando llegó el momento, me corrí lo que pude y me retiré.

Me quedé observando mientras mi pene se desinflaba, como Diego aún tenía fuerzas para volvérselo a hacer. Adoptó una posición en la que tenía fácil acceso a su clítoris. Él se lo trabajó con dos dedos con acierto, pues en esta segunda ocasión ella se corrió con un hilillo blanquecino que salió disparado hacia arriba como el chorro de ciertas fuentes, entre desquiciados gritos de placer. Diego aproximó la boca a la entrepierna de mi hermana y, estimulándole la zona genital a una velocidad endiablada, ahora ya con la mano entera, bebió del líquido según era expelido por el cuerpo de mi hermana, agitada aún por las violentas contracciones vaginales de su orgasmo. La corrida de Diego fue sobre las sábanas y fue copiosa. Conté hasta tres formidables chorretones, que impulsaron el líquido a no menos de medio metro de donde se encontraba él. No tenía los testículos muy grandes, pero parecían tener un doble fondo.

En las películas porno, las escenas siempre terminan con el hombre eyaculando en la boca o sobre el cuerpo de la mujer. Aquello me pareció novedoso y revolucionario. Ya estaba bien del consabido y monótono machismo de siempre.

Al terminar se vistieron y los acompañé a la puerta para despedirme de ellos. Luego, cogí las sábanas sucias procurando tocarlas solo por las zonas secas y las metí a la lavadora. Me dio pereza buscar otras y me tumbé directamente sobre el colchón hasta que el sueño se apoderó de mí.

CAPÍTULO 22. LA TIENDA DE FRUTOS SECOS

Ya he mencionado que a veces me saltaba las comidas. Y, en general, procuraba no comer nada que llevara grasa, para tener los músculos más definidos. Tener los músculos y no lucirlos era algo así como tener un cochazo limpio e impecable y no sacarlo nunca del garaje. Quizá no fuera la dieta más recomendable del mundo pero era la única que pensaba hacer, pues ya no estaba sometido a costumbres familiares que exigían comer carne siempre de segundo plato.

La única excepción que hacía a la ingesta de grasa eran los frutos secos y sus ácidos grasos. Muchas de mis comidas consistían en comer cincuenta gramos de anacardos y otros cincuenta de cacahuetes. Para adquirirlos, iba siempre a una tienda que hacía esquina. La tienda la atendían dos chicas que se turnaban: una era rellenita y bajita; la otra alta y esbelta. La alta y esbelta era estiradísima y me miraba siempre por encima del hombro cuando la sonreía o trataba de hacerme el simpático. Los tendría a pares, supongo. O tendría novio formal, que también es posible. La otra tenía siempre una actitud conmigo amistosa y servicial. Algunas veces, incluso, habíamos trabado conversación. Se nota cuándo gustas a alguien y cuándo no en cómo te mira, en cómo está pendiente de tus palabras, de tus gestos.

Aquel domingo por la tarde venía de correr. Entré sudoroso en la tienda y me encontré la chica rellenita. Se llamaba Celia.

Ligar con una tía siempre da algo de miedo porque uno, en el fondo, no quiere quedar mal con nadie. Diría yo que ni tan siquiera quiere estropear el menor vínculo que uno pueda tener con una persona con la que tiene una relación habitual. No obstante, consciente de que estaba casi seguro de que le gustaba a la chica, me arriesgué:

—Ya te queda poco para cerrar, ¿no?

—Sí, cierro a las diez o diez y algo. Siempre viene algún lechuguino justo a última hora que me obliga a cerrar algo más tarde y no me queda otro remedio que atenderle.

—Algún lechuguino como yo, te refieres —sugerí bromeando, aunque en un tono aparentemente serio.

—¡No! —Se echó a reír—. No me refería a ti. Los tengo ya más que fichados. Y tú, ¿qué? ¿Has corrido mucho?

“—Menos de lo que espero correrme luego —pensé”.

Le daba conversación y ella no se limitaba a contestarme, sino que me hacía preguntas. La cosa avanzaba.

—Doce kilómetros o así, pero a un ritmo muy suave —respondí—. Me preguntaba si te apetecería que fuéramos al cine esta noche.

Preferiría no saltarme el cortés trámite de ir al cine, aunque malditas las ganas que tenía. La mirada que me lanzó fue la de una mujer, de éstas que acongojan un poco.

Quizá hubiera tenido que dejar las cosas claras. Ya saben, todo este rollo de que será un polvo sin compromiso, pero en mi miembro sentí las primeras y siempre excitantes sensaciones que presagian la inminencia de una cópula, y me descentré. Tal vez tendría que haber dejado sentado que se trataba de follar sin más implicaciones, pero me dio pereza. Al hombre siempre le halaga haber conquistado a una mujer de la forma que sea.

Por otra parte, había que crear la perspectiva de que existían posibilidades de que pudiera haber algo más, porque si no, quizá no se aviniera a venir conmigo. Hay muchas tías a las que no les gustan las historias de una noche. Si esta era medianamente decente, quizá no se dejara hacer nada, sin mediar alguna clase de compromiso. En el fondo y a juzgar por su obsequiosidad al mirarme y otros detalles que uno nota, sabía que la podía tener comiendo en mi mano. Pero preferí moverme en la ambigüedad.

Los tíos no seríamos tan cerdos si no tuviésemos polla, lo reconozco. Pero mira tú por dónde con lo que, inopinadamente, nos encontramos entre las piernas al nacer. No es que me sintiera demasiado orgulloso de aquello, y tampoco es que pretenda disculparme, pero sepan que no soy más que una prolongación o un apéndice de mi miembro viril, auténtico director de orquesta en mi vida.

—Sí que me gustaría, sí. —A la chica se le iluminaban los ojos—. ¿Y qué película quieres ver?

En ese momento, un chico reclamó su atención para pesarle y comprar unas golosinas y yo me aparté a un lado pensando que ya la tenía en el bote. Pensé en una buena respuesta y cuando el cliente se hubo marchado continué:

—La peli es lo de menos —dije yo caballerosamente—. Lo importante es la compañía.

Ella se rió. Era de estas chicas de risa fácil. Añadí:

—Lo que si te pediría, si no te importa, es que me acompañes a casa para cambiarme. No voy a ir con esta ropa.

—No faltaba más.

Ella estaba encantada con todo lo que le decía. Se notaba en su apresuramiento al responder, en cómo me comía con la mirada. Estaba casi seguro de que no tendría que hacer grandes esfuerzos para evitarme el enojoso y protocolario trámite de ir al cine. No es que me desagrade, pero últimamente voy poco. No hace mucho compré una entrada para una película en tres dimensiones y más que maravillarme con los efectos, sentí un agobiante mareo que bordeaba el dolor de cabeza, que le quitó todo el interés al visionado. No me quedé ni a verla terminar.

La esperé hasta que cerró, hizo el arqueo y se metió en un cuarto reservado a guardar la recaudación y a cambiarse.

De camino a mi casa me preguntó:

—¿Y tú dónde trabajas?

—En PLAZA, en un almacén de electrónica que se llama ELECTRONIA —mentí.

—¿Llevas mucho?

—Dos años —mentí otra vez.

—¿Estás indefinido?

—Sí, sexualmente. Nadie sabe si soy hombre o mujer.

Otra vez se rió con fuerza. Tenía una risa rotunda y contagiosa.

—Pues a mí me pareces más hombre que mujer.

—Pues soy hermafrodita, te han engañado.

Yo le interesaba más que ella a mí. No estaba jugando limpio, pero la consecución del placer es un fin egoísta que justifica los medios, así que seguí:

—Y tú, ¿cuánto llevas trabajando ahí?

—El mes que viene hago un año.

—¿Estás fija?

—Sí, a los tres meses ya me habían hecho fija.

—¿Te importa que me duche? —le dije al cruzar el umbral de mi casa. Solo serán diez minutos.

—Lo que quieras.

Entré en el baño y allí me desprendí únicamente de la camiseta. Me contemplé en el espejo del cuarto de baño regodeándome en mi exacerbado narcisismo, buscando el ángulo que devolvía la mejor imagen de mi torso. Luego salí.

—Celia, cariño —dije afectando familiaridad e indiferencia—. He caído en la cuenta de que tú también necesitarás ducharte.

Noté que no quitaba ojo de mi torso. Y que los ojos se le salían de las órbitas.

—Si pasamos por mi casa se nos hará muy tarde —respondió con un ligero titubeo, tras una rápida reflexión.

—Por eso mismo había pensado que quizá te gustaría ducharte aquí.

—Estás muy cachas, ¿no? —comentó, pasándome la palma de la mano por el antebrazo.

La miré, con gesto de confusión, como si no supiera a qué se estaba refiriendo y al responder aparenté indiferencia:

—¿Tú crees? Bueno, me gusta hacer ejercicio de vez en cuando. Tú también estás muy bien.

—¡Qué adulador! Yo me veo gorda. No hay nada que me dé más asco que hacer deporte. Lo odio.

—Tonterías —negué—. Las tías siempre decís eso, aunque estéis bien.

No tenía mucho sentido seguir mareando la perdiz. No creo que hubiera ninguna tía en el mundo mayor de doce años lo suficientemente ingenua como para no caer en la cuenta del motivo por el que la había llevado a mi piso. Y este no era el caso.

Me incliné y la besé largamente en los labios con ardor, pasándole el brazo por la espalda. Ella me correspondió pasándome la mano con fruición por la parte baja de la espalda. La tía me brindaba tan buenas vibraciones que sentí un explosión interior de escalofríos que me recorrieron todo el cuerpo.

La desnudé con su ayuda y la acompañé a la bañera. Tenía unos pezones muy bonitos que remataban unos pechos grandes y alargados. De rodillas, detrás de ella le puse la cara justo contra la raja de su culo y moví mi cabeza de un lado a otro. Me gustaba hacer cosas inesperadas.

Llené la bañera con agua tibia y ambos nos metimos entre chapoteos y risas. La bañera era grande y alargada y en uno de sus extremos había una repisa de cemento revestido de baldosas donde era posible sentarse y donde descansaban botes de gel y champú.

Me senté dentro en la bañera y a ella la atraje hacia mí, dejándola pegada a mi cuerpo. Mi miembro se quedó ladeado en contacto con su abultada cintura. Me eché abundante gel en las manos y me solacé no poco extendiéndolo por sus pechos, mientras notaba cómo sus pezones se ponían rígidos. Ella se acurrucaba contra mi cuerpo y posaba sus manos en mis depiladas piernas.

—Eres una auténtica preciosidad —le susurré dándole besitos en el cuero cabelludo, en el cuello y en la sien.

Luego mis inquietas manos colonizaron nuevos territorios. Primero se entretuvieron en su tripa, llena de pliegues de grasa y luego, con el canto de la mano embadurnada de gel me dediqué a repasar su zona genital. Ella no se oponía. Una de dos: o era muy dócil, o estaba acertando en todo lo que a ella le gustaba.

Acto seguido, ella se levantó y se fue a sentar justo detrás de mí, colocando sus piernas a ambos lados de mi cuerpo. Luego, con sus manos humedecidas con el agua jabonosa, me hizo un masaje en el cuero cabelludo que me hizo sentir muchos escalofríos. Después se dedicó a frotarme los pectorales en movimientos circulares. En un momento dado, una de sus traviesas manos se aventuró hasta mi miembro, lo agarró y lo movió. Me gustaba que se fuera familiarizando con su tamaño y con su tacto exterior, lo que pronto albergaría su interior.

En ese momento sonó el aviso de llamada de mi móvil. Nunca lo dejo muy alejado de mí, ni siquiera cuando duermo o me ducho, pues he de estar localizado a todas horas. Maldiciendo internamente me puse en pie. Salí chorreando de la bañera, me sequé rápidamente con una toalla y miré en la pantalla quién llamaba. Era Elvira. Pulsé el botón de descolgar y me pegué el móvil a la oreja para que Celia no pudiera escuchar nada de la conversación.

—Dime, jefa.

—Tengo un trabajo para ti mañana a las nueve de la noche. ¿Te va bien?

Celia salió de la bañera, puso la alfombrilla del baño delante de mí, se arrodilló, me la agarró con una mano, como sostendría una reportera su micrófono y comenzó a entonar su lenguaje mudo y universal. Lo hacía sin ninguna vergüenza, sin complejos, metiéndose la mitad de mi pene en la boca.

—Me va… perfecto, Elvira. ¿Dónde… es?

—En la calle Jerónimo Zurita, número 24. Me imagino que sabes dónde te digo, ¿no?

—…sí…

—Vaya, pareces cansado… ¿O has estado haciendo ejercicio o no será que tienes compañía?

—Sí, estoy con una amiga.

—Dile a la que está contigo que no te desgaste mucho, eh, que ahora tu polla es de mi propiedad.

—Descuida.

Una vez hube colgado le manoseé los pechos a Celia y se los chupé con voracidad. Hubiera querido chupárselos enteros, pero de haberlo intentado me habría desencajado la mandíbula y no lo habría conseguido. El sexo al que aspiramos es como alcanzar el horizonte; siempre está un poco más allá de nuestras capacidades.

—¿Quién era? —me preguntó. Me pareció un poco alcahueta, pero accedí a decírselo, no fuera a ser que mi negativa interrumpiera la práctica de la acientífica mamografía táctil a la que la estaba sometiendo.

“—¿Y a ti qué te importa, cotilla? —pensé.”

—Mi jefa —respondí.

—Ah, ¿tienes jefa? Qué inoportuna, ¿no?

—Sí, ya ves.

—¿Y qué quería?

No supe si contestarla o decirle que no se metiera en mis asuntos, pero no podía permitirme el lujo de tal brusquedad. Un pecador desea quitarse el peso que lleva encima y yo también. Improvisé algo, pues no iba a contarle, de buenas a primeras, que me acostaba con mujeres por dinero.

—Mañana hay mucho trabajo, así que me ha pedido que vaya dos horas antes. No sé cómo voy a ir, porque el primer autobús que va a PLAZA, sale a las siete de la mañana.

—Bueno, eso ya lo pensaremos luego —respondió haciéndose partícipe de mi problema—. ¿Cómo quieres que lo hagamos?

—Tú déjame a mí —respondí—. Súbete a mí.

Ella se subió a mí agarrándoseme por el cuello y rodeándome con las piernas. Yo le introduje mi miembro en su cavidad vaginal y luego le sujeté las piernas por los muslos, procediendo entonces a moverme. Mi miembro tenía una dureza de roca. Empecé a introducirme en ella despacio, aunque paulatinamente fui aumentando el ritmo. No llevaríamos ni dos minutos cuando, de súbito, ella me asustó al soltar un alarido desgarrador que hizo que su cara se contrajera en un rictus de poseída. Su mirada fija en mis ojos era la de una perturbada, la de alguien horrorizado, la de alguien que hasta ese preciso instante no sabía todo el placer que podía proporcionarle su propio cuerpo bien utilizado por alguien experimentado.

—No pares, por tu madre, no pares…

Con el fin de no eyacular, pues estaba a punto, la penetré ladeándome y reduciendo el ritmo. Luego la bajé al suelo, tendí una toalla sobre el pavimento y se lo hice un buen rato conmigo tumbado de costado entre jadeos y miradas cómplices. Su tentador ano me dio una idea.

—¿Me dejas por el culito? —pregunté con la voz más dulce y cariñosa que pude.

—No, por el culito, no —repuso ella con cariño y firmeza.

De modo que seguí por donde ella me permitía. Celia me sostenía la mirada y, de vez en cuando la apartaba o cerraba los ojos con fuerza.

Después de un largo rato metiéndome en ella me corrí con una implosión de gozo sacudiendo mi cuerpo entero. Satisfechos y derrengados, nos quedamos un rato tendidos en el suelo y luego nos pusimos de pie trabajosamente, percibiendo ese abrumador cansancio entremezclado con somnolencia que se experimenta tras el coito.

Ella se me arrimó, mimosa, buscando que la abrazara. Sin el menor atisbo de agrado, pero disimulando, la abracé.

—Supongo que habrás tenido algún que otro novio —dije yo, para quitar solemnidad al momento, tratando de que aquello parecieran simples juegos de adultos. De repente, me parecía muy importante que ella tuviera una relación formal, para que no pudiera plantearse nada serio con alguien como yo.

—Tuve un novio, pero en la cama con él no sentía placer. A veces no se le ponía ni tiesa. No estaba en forma. A los chicos que hacéis ejercicio se os pone dura enseguida. Nos llevábamos muy bien, pero dejé la relación.

—¿Hubo algún otro motivo?

Me miró esbozando una sonrisa maliciosa que parecía decir que esas preguntas no se hacen.

—¿Quieres que te lleve?

—¿Cómo? —repuse desconcertado.

—¿Que si quieres que te lleve mañana al trabajo? —repitió—. Tengo coche y mañana es mi día libre.

—Pero, vamos a ver, Celia. Normalmente entro a las siete, pero mañana tengo que entrar a las cinco. No voy a consentir que te levantes tan pronto para llevarme.

—Me levantaré encantada.

Tuve que emplear un tono firme y amable a partes iguales para quitarle la idea de la cabeza. Como ella cuando me prohibió metérsela por el culo.

—Muchísimas gracias, Celia, pero me niego rotundamente a que te pegues semejante madrugón para nada —respondí.

—Para nada no; para estar contigo.

Aquello eran palabras mayores. Había que impedir aquello a toda costa.

—No puede ser, Celia. Quedaré con un compañero de trabajo que tiene coche y ya está. Mil gracias, pero es mejor así.

Me pidió el teléfono y se lo di. Se despidió dándome un largo beso en los labios, mientras me tocaba el brazo.

—Estaba deseando que me dijeras algo. Desde que te vi por la tienda, me gustaste. Me ha gustado mucho lo que me has hecho. Me lo he pasado muy bien contigo.

—Yo también.

—Nos vemos, entonces.

—Claro.

En el fondo me sentía halagado. La chica no era mi ideal de mujer y no llevaba la menor idea de tener novia, pero era obvio que esta lo quería todo. Y estaba dispuesta a hacer sacrificios reales, y no limitarse a la palabrería y a hacer todo mirando por su conveniencia.