Polvos de talco 3

Juanete, incansable explorador del mundo de las mujeres, se mete a actor porno.

POLVOS DE TALCO 3

CAPÍTULO 10. CONSECUENCIAS DEL RODAJE

Carlos montó el vídeo y lo mandó a la dirección de correo electrónico de Raquel. Ella se lo envió a su amiga Silvia, quien dio la callada por respuesta, de modo que Raquel no tuvo manera de saber la cara que ésta ponía, ni mucho menos el efecto que su extravagante venganza había causado.

Carlos le pidió a Raquel una cita para el sábado siguiente, pero ella puso una excusa para no ir. Lo intentó en otra ocasión y en otra más, pero ella ya había quedado previamente, no se encontraba con ganas de salir, tenía que estudiar, salía de viaje con sus padres o lo que fuera. Sintiéndose manipulado y engañado por Raquel, aunque ciertamente ella nunca se había comprometido a acostarse con él, envió el vídeo a una página de Internet llamada (

www.videospornograficos.com

) —la tilde no me la he dejado; el nombre de la página no lo llevaba— en la que parejas aficionadas colgaban sus proezas sexuales en unos vídeos caseros de poco fuste. Lo hizo sin preguntar a nadie su parecer, ni la conveniencia de publicarlo. "La ninfómana secuestrada" aunaba calidad y originalidad, en unos vídeos gratuitos de imagen movida y turbia en los que normalmente no se oía bien el sonido, ni siquiera existía o sonaba de fondo una musiquilla insoportable, y por ello se lo descargaba bastante gente.

El invierno y la primavera transcurrieron follando lo que buenamente pude. A veces conseguía convencer a alguna y otras me quedaba con las ganas. Lo que no dejé nunca fue de hacer pesas, con ganas o sin ellas, pues eran mi modo de descargar tensiones cuando no podía descargar semen.

Para que no se crean que ligar me resultaba muy fácil, como quizá se dé a entender leyendo las dos partes anteriores de esta serie de relatos, les pondré un ejemplo de mis muchas batallas perdidas.

El escenario era el de casi siempre: "Las mil y una noches". Mi acompañante era mi amigo Carlos que, como de costumbre, se le iban los ojos detrás de tías que no habrían desentonado en la mansión Playboy. Mi candidata a amante era una mujer de cuarenta y pico, castaña con mechas rubias y unos ojos claros que quizá eran lo más destacable de su presencia. Tenía acento de Europa del este, así que debía de ser rumana o quizá búlgara, nunca lo llegué a saber. Me acerqué decidido:

—¿Te importa que hable contigo?

—Ya lo estás haciendo, ¿no crees?

—Me daba la sensación de que te conocía.

—Lo dudo.

—¿No habrás participado en algún concurso de "Miss Fotogenia"?

—No.

—Supongo que estarás clonada.

—¿Cómo?

—Quiero decir que sería una lástima que una mujer tan guapa como tú no estuviera clonada, para que la belleza se propagara por todo el Universo. Además, las posibilidades de ligar contigo se multiplicarían exponencialmente.

—Vaya tonterías dices.

—¿Y una hermana gemela? ¿No tendrás una hermana gemela?

—No.

—¿Ni siquiera melliza?

—Ni siquiera.

—¿Ni una hermana?

—Tengo un hermano. No sé si te sirve.

Cuando las mujeres se me resistían como gato panza arriba, lo que mejor resultado me daba era tirar de agenda. A veces, me reencontraba con Nuria, con Raquel o con Sofía, pero un servidor no siempre entraba en sus planes. Yo no era el centro del Universo, tan solo un meteorito o un cometa a la deriva. Marina y Chus, las jóvenes estudiantes, me habían dado un teléfono móvil falso y Elena, la hija de Sofía, declinó volver a hacerlo conmigo, aunque admito haberlo intentado insistiendo mucho, llegando incluso a perder un poco la compostura. Aunque pienso que me la trajiné bien, supongo que necesitaba alguna clase de sustrato sentimental en el que asentar la relación, cosa que yo, que soy flor de un día, no estaba dispuesto a ofrecerle porque no quiero ataduras. Las ataduras son para los locos (valgan como ejemplo las camisas de fuerza) y para los que presidiarios de antaño (con esas cadenas que los mantenían amarrados a las paredes), en modo alguno para los hombres de espíritu libre.

Ligar o no ligar era cuestión de rachas, aunque los acercamientos a las mujeres más hermosas siempre eran los más complicados y uno solía salir malparado.

No sé si ocurrió de pronto o fue algo que se había ido forjando poco a poco en mi mente, pero llegó un momento en el que me cansé de lo cotidiano, de las tías normales y corrientes, llegó un momento en que hubiera dado cualquier cosa por encamarme con tías espectaculares. Quizá, especialmente cuando me rechazaban mujeres vulgares, del montón y me sentía un poco humillado.

En el fondo de mi alma, ardía en deseos de sentir en mis manos y en las demás extremidades de mi cuerpo, esa piel suave como el pétalo de una flor recubriendo esos cuerpos perfectos, incitadores, sedosos, sin mácula, esa corporeidad inefable que una diosa buscaría para adoptar forma humana. Lo deseaba con tanta intensidad que estaba dispuesto a superar por todos los obstáculos que se me pusieran por delante. Estaba empeñado en saber qué se sentía estando con mujeres así.

Supongo que trabajar como actor porno amateur en la película que dirigió mi amigo Carlos me había metido el gusanillo en el cuerpo. Una cosa era conseguir follar gratis, que es innegable que está muy bien, y otra aún mejor era cobrar por follar como hacen los gigolós. El problema es que los gigolós más de una vez se tendrán que tirar a tías que posiblemente no sean de su agrado para obtener el vil metal. Considero que "el no va a más" en la jerarquía de folladores, el sueño divino hecho realidad, consiste en follar con mujeres de ensueño, y que además, te paguen por hacerlo, contraviniendo el más elemental sentido común. Difícilmente se le puede pedir más a la vida. Qué duda cabe de que debía intentarlo.

Así que, por medio de Internet me apunté a un "casting" para participar en una película, "casting" que se celebraba en un piso céntrico de Madrid. Me inscribí en la página Web de una productora llamada "Paradise films" donde buscaban a gente interesada en intervenir en tal asunto y al día siguiente recibía en mi dirección de correo electrónico la carta que confirmaba mi petición. Me exigían ser mayor de edad y presentarles un carné especial (o el carné de donante de sangre) donde figurara que había pasado las pruebas del sida. También decían que era preferible tener algo de experiencia, lo que no me hizo gracia pues carecía de ella en el ámbito profesional, pero tampoco fue motivo suficiente para renunciar. Asimismo, en el mensaje figuraba una dirección de una calle de Madrid y una hora a la que debía acudir.

La prueba tendría lugar el último fin de semana de junio, así que disponía de un mes para hacer los preparativos, principalmente las pruebas del sida, cuyos resultados tardaron dos semanas en entregarme. A falta de pocos días para el viaje, compré en la estación Intermodal de Delicias un billete de autocar de ida y vuelta. Mi precaria economía me vetaba la posibilidad de ir en AVE (58 euros del tren, contra 25 del autobús daban un claro vencedor) y hacer en algo menos de la mitad de tiempo el trayecto no justificaba para mí un desembolso más cuantioso. Ojalá algún día una hora de mi tiempo tuviera mucho valor, tanto como para permitirme viajar en trenes de alta velocidad, pero ese día no había llegado todavía. También reservé una habitación en una pensión que quedaba a tiro de piedra de la Puerta del Sol, en una calle llamada Arenal.

Me encantan los prolegómenos de los viajes. No me extraña que digan que la felicidad está en la antesala de la felicidad. La emoción y la excitación me embargaban los días precedentes haciéndome más llevadero los deprimentes sinsabores del trabajo.

Salí puntualmente el sábado a las 8:45 y llegué a las 12:30 a la estación de la Avenida de América de Madrid. El autobús no iba muy lleno, así que hice el trayecto cómodamente, a mis anchas, oyendo música a ratos con unos auriculares azules de duro plástico que me entregó el conductor al enseñar mi billete.

Una vez puse el pie en tierra, puse rumbo a mi pensión para dejar mi maleta y luego, me encaminé a la sede de "Paradise Films".

El edificio donde estaba la productora era vetusto, antiguo, señorial y muy bien cuidado. Pulsé el botón del portero automático y me abrieron sin hacer preguntas porque había video-portero. La recepcionista, una chica joven con mechas rubias equipada con un pinganillo para hablar por teléfono, me hizo pasar a una sala de espera cuando le conté el motivo de mi presencia allí. En dicho habitáculo esperaban su turno dos jóvenes. Saludé, pero ninguno respondió a mi saludo, no sé si porque estaban demasiado imbuidos en sus pensamientos para oírme, por indiferencia o por desprecio. Valoré a mis rivales. Uno era como una brocha: corpulento y con el pelo en punta. Fuerte, pero basto; muy agraciado no era. El otro era su polo opuesto, muy similar a un pincel: era alto, huesudo, desgarbado y vestía unos pantalones vaqueros desgastados, mostrando un trozo del calzoncillo de marca y una camiseta ajustada de colores abstractos.

Tuve que esperar alrededor de media hora a que pasaran los otros aspirantes a actores, la brocha y el pincel. Ojalá yo fuese el rodillo que pudiera aplastarlos. Al fin, desde el umbral de la puerta de un despacho, pronunció mi nombre una señora de unos cincuenta que lucía un vestido veraniego. Llevaba puestas unas gafas sujetas por las patillas al cuello con una fina cadena de plata. Tenía la tez morena y bastantes arrugas en la cara, sobre todo en la frente, supongo que de haber follado lo suyo a lo largo de su vida o de tener un carácter más bien furibundo.

—Siéntate —me dijo en un tono adusto al entrar, indicándome con la cabeza una butaca situada frente a ella, mientras contemplaba la pantalla de un ordenador portátil.

Acaté la orden sin pronunciar palabra.

—Déjame el DNI y el carné de las pruebas del sida, haz el favor.

Saqué ambos documentos de la cartera, se los tendí y tecleó mis datos en el ordenador.

—¿Tienes experiencia en algún rodaje?

—El otro día hice una película porno con unos amigos —le solté.

La mujer levantó la vista del ordenador para mirarme, calibrando si mis palabras contenían una insolencia descarada o espontaneidad amistosa.

—Eso no me sirve —respondió seca—. Tiene que ser algo profesional, no una grabación de aficionados.

—Entonces no.

—¿Tienes alguna clase de experiencia en el teatro, o alguna clase de "show" o has hecho alguna actuación de cara al público o algo similar?

—No sabía que pidieran eso.

—Mira: en esta entrevista tratamos de valorar qué tablas tienes para estar en un rodaje. En este negocio hay mucha competencia y las productoras no pueden arriesgarse a hacerse con los servicios de un "amateur" al que le supere la situación, y por cuya culpa haya que suspender un rodaje o dejarlo a medias. Hay mucho dinero en juego. Por eso nos interesa saberlo. No nos gusta contratar a las mayores "celebridades" de este género porque tienen un "caché" excesivamente alto, pero tampoco solemos coger a novatos.

—No, no he trabajado en nada parecido.

—¿Sabes lo que es un Mickey Mouse?

—No.

—¿Tomas drogas o las has tomado?

—Ni tomo, ni he tomado, ni pienso tomar.

—¿Has hecho alguna vez sexo anal?

—Sí.

—¿Y una penetración doble?

—No, pero me encantaría hacerla si se tercia.

—¿Tienes algún tabú sexual?

—Ninguno.

—¿Has estado con algún hombre?

Aquí sonreí para que quedara bien claro el asunto:

—No, ni pienso estarlo. A mí solo me gustan las mujeres y este asunto no es negociable.

—¿Qué te ha llamado la atención para venir aquí siendo que vives… en Zaragoza?

—En Zaragoza no hay productoras ni tengo noticia de que se haga ningún "casting" de estos. Leí el anunció y me apeteció probar suerte.

—¿Trabajas actualmente?

—Sí, tengo trabajo, pero me gusta mucho este mundillo.

—¿Cuánto aguantas sin correrte?

—Mucho.

—¿Cuánto es mucho?

—Si tuviera que estar una hora podría.

—Una hora con la polla tiesa es mucho tiempo —dudó.

—Podría —insistí—. Y tenga la seguridad de que más también.

La señora, cuyo nombre ignoraba, hizo una pausa, reflexiva.

—Desnúdate.

Me quité la ropa dejándola doblada sobre un reposa-brazos de la butaca donde estaba sentado. La señora se puso en pie y se acercó para mirarme más de cerca. Su actitud era seria, circunspecta.

—Veo que vas bastante al gimnasio —ponderó deslizándome una mano por la cintura. Una variopinta colección de pulseras que llevaba me rozó ligeramente la piel haciéndome cosquillas. Las tías suelen tener mucha cara; si les apetece, no se privan de meterte mano sutilmente, así como quien no quiere la cosa. Si uno hiciera lo mismo que ellas, se mosquearían sin remedio.

—Hago bastantes pesas y aparte está mi trabajo, que también me obliga a estar en forma.

—¿Dónde trabajas?

—En el almacén de una empresa de transportes.

—¿Estarías dispuesto a dejar tu trabajo si te fuera bien con esto?

—Sin duda.

—¿Tienes novia?

—No.

—¿Vives solo?

—No. Con mis padres.

—¿Y qué dicen ellos?

—No les he dicho que venía a esto, sino a hacer turismo, pero de todas formas me tiene sin cuidado lo que opinen mis padres. Yo no me meto en su vida.

El contacto de una mano femenina siempre lleva aparejados efectos en mi miembro favorito, que empezó a desperezarse, a tomar cuerpo, aunque sin llegar a enderezarse del todo.

—Físicamente no se te puede poner ninguna pega. Eres atractivo, medianamente alto, tienes una piel muy suave y eres bastante musculoso para tu edad. Y además tienes un buen aparato. ¿Te importa? —preguntó haciendo ademán de tocármela.

—No, en absoluto. Es patrimonio de la mitad de la Humanidad: de las mujeres, en concreto.

Me la agarró con las manos y mi pene enseguida se puso más rígido que el mango de una raqueta. Llevaba mucho tiempo sin hacerme una miserable paja y eso se notaba.

Al rato, la mujer dio por concluida la revisión carnal regresando a su sillón giratorio, de cuero negro, acolchado y con el respaldo alto.

—No suelo dar la oportunidad a gente sin experiencia, pero en tu caso voy a hacer una excepción. Pareces muy seguro de ti mismo. Como te digo, eres guapo, estás bastante cachas y de polla le sacas varios centímetros al mejor dotado de los cinco que han venido esta mañana. En lo de follar, mañana por la mañana veremos qué das de sí. Habrá una prueba.

—La prueba será con una actriz, supongo.

—Sí. La cosa estaba entre una cabra montesa y una actriz, pero al final hemos preferido la actriz. ¿Te dice algo el nombre de Sandy Sun?

La incredulidad me abrumó, obligándome a hablar atropelladamente, a borbotones.

—¡La leche…! ¿Me está usted diciendo que mañana me voy a follar a Sandy Sun?

—No cantes victoria, porque he preseleccionado a otro actor que tiene más experiencia que tú.

—¿Cómo se llama?

—Tony Fuentes.

—No me suena.

—Pues que sepas que no lo vas a tener nada fácil con la competencia. Tony ha rodado más de cien escenas y ha trabajado en el extranjero, sobre todo en Italia.

—Echar un polvo con Sandy Sun es un sueño hecho realidad, así que, aunque suene a topicazo, ya me considero el ganador. Eso ya justifica que haya venido aquí. De todas maneras, confío en mis posibilidades. Por cierto, ¿qué es un Mickey Mouse?

La señora adoptó una actitud más relajada, dado que había pasado la entrevista y a juzgar por la hora que se había hecho ya nadie iba a acudir al casting.

—Quería saber si estabas un poco puesto en el tema, pero tampoco importa mucho. En los rodajes internacionales la legislación obliga a que los actores posen delante de la cámara un momento con su documento de identificación personal y con la tarjeta sanitaria para tenerlos identificados. Y lo hacen poniendo ambas tarjetas a la altura de las orejas, tal que así.

E hizo el gesto de subir las palmas de las manos a la altura de la cabeza, asemejando sus manos a las orejas del ratón Mickey.

Consideré oportuno no marcharme sin más, después de todo no tenía nada que hacer durante la tarde.

—¿Cómo se llama usted?

—Rosa Vázquez y de usted nada, de tú.

—¿Ha habido muchos candidatos?

—Habéis venido cinco, pero había citado a veintiuno. Siempre es así. A todos los hombres os gusta mucho follar, echáis cinco polvos seguidos sin sacarla, ensartáis a tres tías a la vez con la polla, pero a la hora de la verdad, os entra el canguelo y no os atrevéis a venir. A muchos tíos se os va la fuerza por la boca.

—Pues no lo entiendo: el sexo es lo mejor que hay en el mundo. Yo, si pudiera, sería lo único que haría. Ojalá me pueda dedicar a esto. Aunque no ganara un gran sueldo.

—Ya, pero no es lo mismo follar con tu pareja escogiendo la mejor postura para ambos y estando el rato que os apetezca, que tener que hacer lo que diga el director: ponte así, no, mejor, enderézate, esas manos en la cintura. Y todo mientras hay un grupito de extraños revoloteando a tu alrededor y mirándote.

—Entiendo.

—Mira: no sé si te harás con el papel, eso lo decidirá Max Iturbe, que es el director, pero te adelanto que no podrás follar a tu antojo.

—Casi nunca follo a mi antojo. Al final terminas haciendo lo que disponen las mujeres y a callar.

Rosa Vázquez se puso en pie, dando por terminada la entrevista.

—Mañana a las nueve aquí. Te recomiendo que seas puntual, porque Max no tiene ninguna paciencia con los tardones. Si ves que vas a llegar tarde no te molestes en venir.

—Aquí estaré.

Me marché y callejeé en busca de un restaurante donde no me sablearan demasiado. Me gustaba esta ciudad, las anchas calles, los edificios. Todas las ciudades tienen edificaciones y monumentos dignos de verse, pero no tantos. Me sentía un poco abrumado. Hacía muy buen día, así que miré al cielo que estaba azul, límpido. Tanto que hablaban del cielo de Madrid, pero yo no le veía nada de peculiar.

Comí una pizza en una franquicia de una pizzería y en la sobremesa, mientras me traían un trozo de tarta de queso mandé un SMS a mi madre para decirle que estaba bien y otro a Carlos, para informarle de que al día siguiente me iba a follar a Sandy Sun. Me respondió en breves. "Increíble!!! Si te dan el papel, déjame hacerme manager tuyo. :-O".

CAPÍTULO 11. SANDY SUN

No pegué ojo en toda la noche y llegué con una hora de adelanto a la cita. Tuve que esperar en la sala de espera innumerables minutos hasta que Rosa Vázquez me dijo que pasara a una sala distinta de la del otro día. Rosa me presentó a Max Iturbe. Max era un tipo con perilla que hablaba muy rápido y con cierto amaneramiento en la voz.

—Hola, chato, ¿cómo va eso?

—Todo bien, gracias. ¿Y usted?

—Ya ves. Intentando descubrir jóvenes talentos para el porno. Te llamas

—Juan Abellán.

—Si pasas el casting, habrá que buscarte un nombre… ¿Qué tal Kevin Costa como nombre artístico?

—Me parece perfecto —accedí, asimilando mi nuevo nombre.

Entonces la vi sentada en una silla. Había pasado la tarde anterior en un cibercafé averiguando cosas sobre mi pareja del día siguiente. Sandy Sun, a pesar del exotismo que desprendía su nombre anglosajón había nacido en un pueblo de Albacete. Era rubia de bote, pero tenía unos ojos grises grandes y hermosos, por lo que el color de su pelo no desentonaba. Siempre he pensado que a las chicas con los ojos marrones o negros no les encaja teñirse de rubias, y a las que tienen los ojos azules, verdes o grises sí.

Medía un metro setenta, pesaba cincuenta y dos kilos y había pasado por el quirófano para dejarse unas tetas preciosísimas y apreciadísimas por los aficionados al porno. Era demasiado "baja" para ser modelo, así que no había podido desfilar por las pasarelas, cosa que intentó al cumplir la mayoría de edad. Había trabajado de go-go en una discoteca y también en una barra americana donde Héctor Ruiz, un director pornográfico la había descubierto y le había ofrecido un pequeño papel en una película que iba a hacer y que dio en titular: "Reinas de la noche". Desde entonces le habían salido diversos trabajos y empezaba a hacerse un nombre en España. "No me han ofrecido nada fuera de España, pero confío en que todo llegará. Me encantaría trabajar en el extranjero. Sería un sueño ir a California." —Declaraba en una entrevista suya que encontré en Internet.

—Tony ya ha hecho su parte y se ha ido —dijo Max Iturbe—. Así que ya sabes. Valor, y al toro.

Me sentí indescriptiblemente aliviado al saber que mi rival, el tal Tony Fuentes, ya no estaba allí y no tendría que cruzarme con él. Ni sabía cómo era, ni lo quería saber; cuando estás ante una prueba importante no hay que descentrarse.

Me acerqué a Sandy Sun, ella se puso en pie, me puso delante ambas mejillas y le estampé dos besos. Llevaba unos vaqueros recortados por encima de las rodillas (un poco deshilachados en esa zona) y una camiseta elástica que resaltaba la forma esférica de sus pechos.

—No sabes cuánto me alegra conocerte —le confesé.

—Gracias —respondió desplegando una bella sonrisa—. La alegría es mutua.

—Con lo guapísima que eres seguro que das el salto a Estados Unidos enseguida, ya verás que sí.

Max Iturbe dio varias sonoras palmadas.

—Basta de ligoteo y vamos al asunto o me tendré que enfadar.

Les aseguro que no se tuvo que poner de rodillas para que empezara. Me quité la ropa y la colgué en una percha de un armario cercano. Al terminar comprobé que Sandy Sun se había desnudado del todo. En una primera impresión observé que tenía unos senos grandes que desafiaban a la gravedad, coronados por areolas marrón claro. Lucía un piercing plateado con forma de luna creciente en el ombligo; también llevaba el pubis totalmente depilado. Estaba muy bronceada, pero sin marcas blancas de ninguna clase. No era guapa, sino guapísima; tenía el dibujo de la mandíbula muy marcado, y sus ojos, además de increíblemente hermosos, estaban bordeados con una raya de pintura azul que los realzaba de forma subyugadora y hechizante.

La verdad es que nunca había visto desnuda delante de mí a un pibón semejante. Esta no tenía michelines, ni piel de naranja, ni la piel blanquecina, ni zonas adiposas o flácidas, ni los pechos caídos, ni el pubis descuidado con unos cuantos pelos despistados alcanzando las ingles. Esta era tan perfecta como las mujeres que aparecen en la mitad de las portadas de las revistas de este país. Era de esas, doy mi palabra.

—Sandy, hazle una felación. Luego, tú, Kevin, le haces un cunnilingus. Y para terminar, quiero un coito con Kevin sentado en ese sillón y tú, Sandy, sentada encima y dándole la espalda. Ah, y córrete en sus tetas. Quiero ver una buena corrida.

Creo que no hace falta ahondar demasiado en cómo me sentía. Sandy Sun no era tan famosa como una actriz de las que hacen pelis no pornográficas ni como una presentadora de televisión, pero era medianamente conocida, sobre todo en el ámbito del porno. Aquel era el momento cumbre de mi grisácea existencia. El corazón me latía aceleradamente.

Empezó a chuparme el miembro con sus preciosos labios, transmitiéndome todo el húmedo calor de su aliento y el buen hacer de su estrecha y juguetona lengua. Mi pene más parecía el testigo de una carrera de relevos que un músculo en aquel momento. Disfruté de la felación mientras me sujetaba el miembro con unas manos suaves y de agradabilísimo contacto.

Luego me tocó el turno a mí de adentrarme en su intimidad. Ella se sentó en el sillón abriendo mucho las piernas y exhibiendo así su insultante flexibilidad. Le sujeté el capuchón del clítoris con una mano, mientras que bajaba la cabeza y empezaba a mover la lengua en círculos por su clítoris frenéticamente. Ella cerraba los ojos, cabeceaba, me miraba, se mordía el labio inferior, resoplaba. Supongo que le echaba un poquillo de teatro, aunque no creo que lo estuviera haciendo mal.

El polvo fue memorable. Por si mi dicha no fuera lo suficientemente grande, era la primera vez que follaba sin preservativo, con lo que el contacto que experimenté fue más intenso, las sensaciones táctiles más hermosas y profundas. Esta chica tenía un montón de músculos muy bien dibujados por todas partes, sin, por supuesto, resultar una machorra. Su culo estaba en relieve y los músculos de su espalda en bajorrelieve; sin duda parecía una estatua viviente. La postura del polvo era la ideal para aguantar, porque no me resultaba muy cómoda. Ella gemía contenidamente al ritmo de mis acometidas. Cuando veía que yo llegaba a esa recta final de la penetración en la que uno sabe que va a eyacular irremediablemente, volvía la mirada hacia Max Iturbe, cerraba los ojos y pensaba en alienígenas pegajosos, apretaba con fuerza el músculo puboxígeo mientras apretaba los dientes, pensaba en el madrugón del lunes, lo que fuera para evitar el orgasmo que se avecinaba y prolongar el placer. En un momento dado ella emitió un largo alarido mientras notaba como mi polla se mojaba con un líquido procedente de su vagina. Su cuerpo fue sacudido por varios espasmos al tiempo que se ponía duro como si fuera presa de un ataque de epilepsia. Entonces reduje en ritmo de mi penetración. Segundos después los espasmos pasaron a ser leves convulsiones. Parecía buena señal; había tenido un orgasmo. Seguí al asunto.

Aguanté a duras penas (o a duros penes) y sintiéndome incapaz de soportar tanto gusto, sometido a esa placentera tortura que han dado en llamar coito, la aparté con cuidado de encima de mí. Ella se sentó y yo me masturbé en los momentos finales hasta eyacular copiosamente. Unas veces uno se derrama como la leche condensada de un frasco y otras expulsa el esperma con fuerza, como impulsado por un resorte. Esta vez tocó de la segunda modalidad. La corrida fue abundante, espectacular. Dos eyaculaciones se asemejaron a disparos efectuados con pistolas de agua y el resto del fluido blanquecino y viscoso cayó con mansedumbre en sus maravillosos pechos. Al volverme crucé mi mirada con la del director. Su mirada era aprobatoria, de modo que supe que me iban a dar el papel.

Salí del piso eufórico: iba a compaginar el hecho de ganarme la vida con follar. Creo que no se puede pedir más. Max Iturbe me habló de trescientos o cuatrocientos euros por escena. Haciendo cuatro escenas al mes ya ganaba más que en mi actual trabajo. Ya no me iban a dar más por el culo; ahora el que iba a dar por el culo sería yo. Me iba a follar a tías de ensueño, en lugar de limitarme a soñar con tías. Ya no tendría que estar haciendo las cosas del trabajo corriendo, bastaría con correrme. Me había dicho que la película se empezaría a rodar el uno de julio y el rodaje duraría cuatro o cinco, así que tendría que pedir una excedencia o dejarlo, porque mis vacaciones estaban programadas para el mes de septiembre y ya no podía cambiarlas.

CAPÍTULO 12. PAPÁS: DE MAYOR QUIERO SER ACTOR PORNO

Al llegar a casa, comprendí que no podría seguir manteniendo esto en secreto. Comenzaría julio rodando una película pornográfica y tendría que ausentarme de casa durante algo menos de una semana. Además, diciendo a mis padres que iba a visitar el Palacio Real y el Museo del Prado estaba obrando en contra de mis principios y eso no me gustaba nada. Aproveché que estaban mis padres en el sofá viendo la televisión para que se fueran haciendo a la idea.

—Os tengo que decir una cosa: no he ido a Madrid para hacer turismo.

—Eso ya me lo figuraba —repuso mi madre frunciendo el entrecejo—. A ti no te van esas cosas y menos yendo solo.

—He ido a hacer un casting

—Pero bueno —me interrumpió mi padre, que no solía dejarme terminar las frases que empezaba—, ¿es que ahora te vas a meter a actor?

Estuve a punto de decirle que meterme a actor no lo sé, pero que "meter", lo que se dice "meter", iba a meter bastante. La frase siguiente la solté a bocajarro.

—He hecho un "casting" de una peli porno y me han dado el papel.

Mi madre se quedó estupefacta y mi padre, a quien también pillé a contrapié, a pesar de quedar sorprendido, fue el primero en reaccionar. Habló en un tono amistoso, que, sin embargo se adivinaba lleno de furia contenida, como si necesitara la confesión entera antes de pronunciar su veredicto condenatorio o como si estuviera valorando si les estaba gastando una broma.

—¿Es verdad eso?

—Sí, y me van a dar un papel para empezar a rodar en julio.

Ahora fue mi madre quien intervino.

—¿Pero tú estás bien de la cabeza? ¿Qué es eso de que vas a hacer una película porno?

—Tengo la cabeza perfectamente ("las dos cabezas", pensé, aunque esto no lo dije). Es un buen trabajo y no lo voy a rechazar ni por todo el oro del mundo.

—¿Quién te ha ofrecido eso? —inquirió mi padre.

—Un director llamado Max Iturbe.

—Pues dile que ya se puede buscar a otro, que tú no vas.

—Pienso ir.

—¿Y el trabajo? —intervino mi madre.

—Pediré una excedencia y si no me la conceden pediré la cuenta.

El tono de voz de mi madre fue furibundo, admonitorio al sacar a colación trapos sucios del pasado.

—Ay la que liamos cuando dejaste los estudios.

—Uno llega hasta donde llega. Los dejé porque había cosas que no entendía y no habría aprobado ni en un millón de años.

Mi madre no sabía qué argumentar. Intentó atacar mi firmeza apelando a los tópicos más negativos del cine erótico.

—Pero es que no te das cuenta de que toda esa gentuza que hace películas de esas está metida en drogas y cosas de esas. Menuda panda de degenerados que es esa gente.

—Mamá: Eso es una tontería mayúscula —me opuse—. Es gente normal que se gana la vida así.

Mi madre cabeceaba atónita al comprobar mi resistencia ante sus argumentos.

—Con los peligros que hay por el mundo. ¿Pero es que tú no te das cuenta de que puedes pillar el sida?

—A los actores se les hacen un sinfín de controles médicos. Muchos más que a las personas de la calle, muchos de los cuales no actúan con tantas prevenciones.

—¿Tú has visto cómo se queda la gente con sida? La cara demacrada… No duran ni cinco años. ¿Es que vas a tirar tu vida por la borda?

—Como ya te he dicho, tomando precauciones, hay pocos casos de esos. Aunque, puestos a ser agorero: si mañana en el trabajo se me cae un palé de un rack en la cabeza desde cierta altura, también moriré. Así que prefiero lo de ser actor porno. Puedo morir, pero, al menos, mis sesos no se quedarán esparcidos por el suelo.

—¿Qué va a decir la familia?

—La familia puede decir lo que quiera. Soy yo el que decide sobre mi vida.

Mi padre zanjó el asunto con sereno autoritarismo.

—Juan, no.

—Me parece que o no me estoy explicando bien o sois vosotros los que no me estáis entendiendo. No os estoy pidiendo permiso. Os estoy contando lo que voy a hacer. Os guste o no.

El grito de mi padre fue estruendoso, brutal.

—¡Juan, no y no hay nada más que hablar, cojones!

—¡Sí! —me enfrenté.

—¡Mientras vivas en esta casa harás lo que se te diga!

—Pues no viviré más aquí.

—Mira, Juan, no me calientes y vete a tu cuarto —masculló mi padre hablando despacio, masticando las palabras—. Y ni se te ocurra mencionar el asunto otra vez o te juro por mis muertos que te desheredo.

Ya ven ustedes lo transigentes y dialogantes que eran mis padres. No me negarán que su tolerancia, modernidad y su apertura mental eran encomiables; todo un ejemplo de comprensión. ¿A que ustedes también serían felices en un entorno así? Me encerré en mi cuarto y cogí de lo alto de un armario una maleta de las antiguas, de las que no tienen ruedas. Metí mi mejor ropa, mi ordenador portátil y lo más indispensable y salí de casa sigilosamente, procurando que no me vieran.

Estaba resuelto a plantar cara a mis padres, si era preciso. Cómo se notaba que mis padres no entendían lo insoportable, lo infumable que me resultaba levantarme toda la semana a las cinco de la mañana para hacer ocho horas de duro trabajo, doblando el espinazo, sudando la gota gorda, con las palmas de mis manos encalleciéndose gradualmente, a cambio de un mísero sueldo de mil euros, sin perspectivas de mejora, sin alicientes, recibiendo las presiones de jefes que saben muy bien que con mi mediocre cualificación laboral no puedo responder como es debido a sus frases despectivas y a sus hirientes pullas. Era mi vida lo que estaba en juego y tenía que hacerles entender marchándome de casa que los años son verdugos implacables que nunca perdonan y que quizá no tendría otra oportunidad de encontrar un trabajo tan bien remunerado como aquel que Max Iturbe me había puesto en bandeja, asumiendo riesgos, dada mi inexperiencia. Pero no le defraudaría. Decididamente no le defraudaría.

CAPÍTULO 13. DURMIENDO EN CASA DE NURIA

Acudí a casa de Nuria, porque mis padres tenían el teléfono de los padres de Carlos y necesitaba pensar sin injerencias ni presiones. Me presenté en su casa de noche, con la maleta y le conté lo que había pasado. Ella llevaba puesta una bata morada con motivos de perritos e iba en pantuflas. Me hizo pasar sin apenas hacer preguntas y me invitó a cenar encantada de tener compañía. A lo largo de la sobremesa, donde mi sirvió una taza de té, me contó lo que opinaba del asunto:

—Mira Juan: menor de edad no eres, pero tampoco creo que esto que estás haciendo sea lo mejor. Debes hablar con tus padres de esto. Ahora mismo no saben dónde te has ido. Si tardas mucho en dar señales de vida, se asustarán y quizá llamen a la Policía, o qué se yo. Habla con ellos, aunque sea por teléfono. Debéis negociar y acercar posturas.

—Mi padre es totalmente intransigente —repuse yo haciendo un gesto enérgico para enfatizar mis palabras—. No va a querer negociar nada. Tendrá que ser lo que él dice y todo bajo amenazas y coacciones, en caso de llevarle la contraria. Así no hay quien haga nada.

—Pues déjales un mensaje de móvil en el que les digas que ya se pueden ir haciendo a la idea porque piensas hacer la película con su apoyo o sin él. Pero no dejes así la historia o te arrepentirás. La discusión no ha sido para tanto. Seguro que dentro de unos años esto no será más que una anécdota que recordar.

Le mandé un mensaje al móvil de mi madre y lo apagué antes de recibir una respuesta. Seguramente querrían hablar conmigo al recibir el SMS y advertir que me había marchado. Luego ayudé a Nuria a recoger la mesa y a fregar los platos. Seguí vaciándome psicológicamente con mi amiga de mis pesares.

—Mis padres siempre han puesto mucho tabúes al sexo. Recuerdo que cuando era pequeño y estábamos viendo una película normal, enseguida se apresuraban a cambiar de cadena al aparecer una tía en tetas, o enseñando el coño y no te digo nada una escena de cama, eso era lo peor de lo peor. No había quien viera entera ni las pelis de Esteso y Pajares que, quieras que no, no son más que comedias. En mi casa se practicaba la censura más recalcitrante y ridícula del mundo.

—Ya.

—En cualquier informativo a las tres de la tarde —añadí— te sacan imágenes espeluznantes de cadáveres y cosas mucho peores, pero que una mujer enseñe un seno o el culo, que son cosas bonitas y muy dignas de verse, es indecoroso e inaceptable. ¿A que no tiene ni pies ni cabeza?

—Sí, estoy de acuerdo contigo, Juanete. ¿Cuántos años tienen?

—Mi padre cuarenta y ocho y mi madre cuarenta y cinco.

—Tú tienes veinticuatro, ¿verdad…? Tu madre te tuvo bastante joven, con… veintiuno. Antes la educación no era tan permisiva en cuanto al sexo se refiere. Seguramente tu madre no conocería a ningún otro hombre antes que a tu padre. Follar por follar no estaba bien visto. Te llenaban la cabeza de miedos. Follar no era algo del todo correcto. Ponte en su lugar, follar por placer nunca va a ser algo socialmente aceptable para ellos, porque tienen la idea grabada a sangre y fuego en su mente. Y mucho menos que seas actor porno.

—A ellos que más les dará. Si pensaran en mi bienestar, les gustaría que me hiciera actor. Ganaré más dinero que ahora, viajaré y dispondré de más tiempo libre.

Nuria hizo una pausa antes de responder:

—Cada uno es como es y debes aprender a ponerte en el lugar de otro para comprenderlo. Mira: mi hija tiene una amiga que es profesora de infantil. Pues me ha contado que en su clase cuenta con los dedos de un mano a los que no han follado. Y te hablo de niños y niñas de doce o trece años. ¿Increíble no?

—Y yo haciéndome pajas hasta los veinticuatro. Qué injusta es la vida.

—¿A qué te parece chocante respecto a lo que tú has vivido?

—Sí, Nuria, sí, me parece muy chocante, pero yo no los critico. Los envidio por saber aprovechar el tiempo. Yo, si fuera el padre de alguno de ellos, los dejaría hacer sin problemas. Y si pudiera ir en busca del tiempo perdido, también iría; pero sé que es imposible.

Nuria hizo una larga pausa mientras bebía un sorbo de té.

—No me vale tu respuesta porque no eres el padre de ninguno de ellos. Quizá si fueras el padre de alguno de ellos no vieras más que inconvenientes. Falta de madurez psíquica o física para el sexo. Si tuvieras una hija te molestaría que se descentrara del colegio (que, al fin y al cabo, es la clave para que le vaya bien en el futuro) y de sus actividades extraescolares y que no hiciera otra cosa que pensar en tangas, vestidos, minifaldas, la forma que le hace el escote en no sé qué camiseta y en contarles a sus amigas como se la chupa a su novio.

—Quizá tengas razón, pero creo que yo estoy en el término medio. Empezar con doce puede que sea prematuro y estar hasta los treinta y tantos o cuarenta sin meterla (que los habrá) un poco tardío. Ojalá mis padres se puedan poner en mi lugar y se den cuenta de la ilusión que me haría juntar trabajo y placer.

—Juanete, corazón. Espero que se den cuenta y espero que te vaya bien, porque hoy por hoy no creo que el porno sea ningún negociazo. Con tanta piratería y tantas grabaciones "amateur", no puede dar mucho dinero. La gente que paga un ADSL, lo exprime al máximo y ten por seguro que cada vez hay menos gente que compra deuvedés originales. ¿Quién paga quince euros por un deuvedé, si por muy poco más al mes puede tener una conexión de alta velocidad a Internet y bajarse un montón de películas por su cara bonita?

—A poco que gane me irá mejor que donde estoy. Sé que no me voy a forrar, pero creo que puedo ganarme la vida.

—Tu empresa es fuerte, grande ¿no? A veces, hay que aguantar y aguantar hasta que vengan tiempos mejores.

—Sí, Nuria, sí. Es grande, es solvente y hasta cotiza en la bolsa. Pero es que no puedo más. Quiero cambiar. Gano el mínimo que estipula el convenio. No me siento valorado. Soy joven y si me fuera mal con el porno, encontraría un trabajo similar.

—Muy seguro te veo, ¿crees que con la crisis que hay, lo encontrarías tan fácilmente?

—Sí, estoy seguro. No creo que tardara más de dos o tres meses. Si el encargado ve que te mueves, que eres trabajador, que no te escaqueas cada dos por tres, no lo duda. Aquí en Zaragoza, haya paro, pero no tanto como en otros sitios.

Me levanté y le pregunté a Nuria lo inevitable si estás salido.

—¿Te apetece que te haga alguna cosilla? —pregunté.

—¿No te parezco poca cosa comparada con Sandy Sun?

—Tú me pareces lo máximo siempre. Y eres de las pocas personas que me comprende.

—Pues entonces hazme tuya.

Nos pusimos de pie, me apretujé contra ella y le manoseé las nalgas, mientras ella se soltaba la bata y las pocas prendas que llevaba debajo. También jugueteé con sus tetas juntándolas y saboreando los pezones, que no tardaron en ponerse duros. Fuimos al dormitorio y allí me la follé equipado con un preservativo que cogí de su mesilla. No hice preguntas innecesarias ni demostré inseguridades. Estábamos bien compenetrados y lo que me gustara a mí seguramente le gustaría a ella. Y si no le gustara me lo haría saber. Estuvimos largo rato hasta que me sobrevino el orgasmo. Entonces me vacié con gran satisfacción contrayendo mucho los músculos de la cara. Menos mal que había gente como Nuria que te dejaba descargarte física y psicológicamente para poder sobrellevar la vida. Con las pocas fuerzas que me quedaban le di un largo beso en los labios, me tumbé y me dormí profundamente.

CAPÍTULO 14. MIS INICIOS EN EL PORNO: EL AIRE

Quise, al día siguiente, zanjar los asuntos que me ataban a mi vida anterior. Pedí una excedencia en el trabajo, pero mi encargado no quiso aceptarla. Dudé si preguntar si tenía derecho a exigirla al delegado sindical, pero estaba de vacaciones y decidí pasar por alto el asunto. De modo que pedí el finiquito. Mi jefe me dijo que si no cumplía el preaviso de quince días perdería dinero, pero no me importó. No pensaba seguir trabajando allí. Me sentía explotado y poco valorado.

La película que iba a protagonizar se iba a llamar "Four elements" y el rodaje tendría lugar en un gimnasio de Madrid. Las escenas se grabarían por la noche, a partir de las diez, que era el momento en el que el establecimiento se cerraba al público.

El viaje a Madrid esta vez sí fue en AVE (en clase turista, pero en AVE) y la estancia en un hotel más esplendoroso que la modesta pensión donde me hospedé cuando fui a hacer el "casting". La recepción la atendía una morena bastante guapa de pelo ensortijado.

—Tengo una reserva a nombre de Juan Abellán.

Me pidió el DNI antes de nada y luego consultó tecleando rápidamente en un ordenador. Después me hizo garabatear mi firma en una pantalla digital. Por último cogió de un casillero que había a su espalda una llave con un llavero donde figuraba el número en cuestión, y la depositó en el mostrador.

—Habitación 454, cuarta planta, que tenga un feliz día.

—No sé cuando llegaré esta noche, pero me imagino que de madrugada.

—No se preocupe —repuso— hay recepcionista en el turno de noche. Puede usted entrar y salir cuando quiera.

Pensé que resultaba curioso que para "entrar" en una mujer, primero hay que "salir" con ella. Y la lógica parece indicar justo lo contrario: para "salir", de ella, habría que haber "entrado" previamente. Eso fue lo que me pasó por la cabeza, pero no lo dije. Tampoco se vayan a pensar que voy por ahí diciendo todo lo que pienso como haría un niño borracho.

Cogí el ascensor con capacidad para 8 ó 9 pasajeros y en cuya cabina fui solo, y llegué a la habitación 454. Al abrir, vi que había una chica con uniforme granate y letras bordadas con hilo amarillo de empleada del hotel, enfrascada en la tarea de quitar las sábanas de la cama. Pegó un respingo cuando detectó mi presencia a su espalda y farfulló unas palabras de disculpa.

Tenía acento sudamericano, pero no pude establecer su país de procedencia. Tampoco puse ningún empeño en descubrirlo. Llevaba el oscuro cabello recogido en un moño. De cara no era guapa: sus facciones eran redondeadas bastas y poco armoniosas, y tenía una verruga en la cara. Físicamente era un poco achaparrada y regordeta, pero tenía buenos pechos, grandes y proyectados hacia delante.

La idea me surgió de improviso, como un antojo que no quise desatender. Quizá no era la mejor idea del mundo, teniendo en cuenta que unas horas más tarde iniciaría mi carrera como actor, pero no renuncié a tratar de ponerla en práctica. Me puse el reto de que no saliera de la habitación sin habérselos visto y quizá algo más. Para conseguirlo, quise hacerlo con elegancia, con caballerosidad, como un auténtico galán.

—Perdona: te he debido de dar un buen susto. No era mi intención. Te ruego que me disculpes.

Cerré la puerta a mis espaldas y dejé la maleta junto a la mesilla, habiendo trazado ya mentalmente un plan de acción. Ella no parecía muy convencida de quedarse en la habitación conmigo a solas.

—No tiene importancia, señor. Ahorita mismo me marcho. Luego vendré a cambiar las sábanas.

—No te marches, por favor —la tranquilicé mirándola a los ojos—. Termina de hacer lo que estás haciendo. Te llamas

—Belinda Vargas.

—Yo soy Juan Abellán, Juanete para los amigos —dije acercándome a ella, dándole la mano y plantándole dos besos en los mofletes—. Lamento haberte interrumpido. Continúa, por favor.

—Se lo agradezco, no me demoraré.

Ella reanudó su tarea de quitar las sábanas arrugadas del anterior huésped e introducirlas en un carro parecido a los que se usan en los hipermercados. En la parte inferior del carro estaban las sábanas limpias y dobladas y en la parte superior ella depositaba las sucias.

—Si no te importa, Belinda me voy a duchar —la informé—. Hace un calor de mil demonios. Alguien ahí fuera se ha dejado la calefacción encendida.

Y dicho esto me desabotoné la camisa en su presencia. Me encantaba lucir mis músculos, cada vez más abultados, de la misma manera que a una mujer coqueta le gusta lucir su escote, su poderoso reclamo.

Reconozco que lo de las pesas no lo hago por salud, sino para brindarles mis músculos a las mujeres y aumentar mi capacidad sexual. Los pectorales, por ejemplo, ya podía contraerlos. Las cosas normalmente las hacemos pensando en las querencias de los demás. Además, tanto sacrificio, tanto apretar los dientes para terminar las series y tanto dolor al depilarse el cuerpo entero para andar luego escondiéndose como un apestado o un leproso carecería de sentido.

—La voy a colgar en una percha porque si no, se me arrugará y lo que no quiero es llevarla al geriátrico. ¿Tenéis servicio de lavandería, Belinda? Pienso quedarme unos días.

—Sí, señor.

—Juan.

—Sí, señor Juan.

Belinda mantenía las distancias y no estaba seguro de poder conseguir nada, pero aún albergaba esperanzas. Mi verborrea, que pretendía ser simpática y cercana, se estaba revelando ineficaz para crear un clima de confianza. Pero no me desanimé.

Me metí en el baño y allí me desnudé por completo. Allí me miré en el espejo. Tenía la musculatura más definida y abultada que nuca. Luego me arrollé en torno a la cintura una toalla blanca de baño con el nombre del hotel bordado en letras azules, y sujeté uno de las puntas entre la toalla y el cuerpo. De esta guisa salí del cuarto de baño.

Ella me vio aparecer y percibí un destello de interés en sus ojos, una imperceptible sonrisa fugazmente perfilada en sus labios mientras se dedicaba a desdoblar una sábana. Consideré que la mujer era una cerda lujuriosa como todas, en caso de que se le presentara una buena oportunidad y evidentemente ya había captado el sentido de mis tejemanejes, mis intenciones. No hay mujeres especiales. A todos nos guía nuestra entrepierna, por mucho que queramos resistirnos o negarlo. Considero que las que afectan indiferencia, recato y se hacen las duras suelen ser las que más ganas tienen de practicar sexo desenfrenadamente. Si no hubiera detectado nada me habría limitado a coger algún frasco de la maleta y habría regresado al baño. Pero, de momento, mis juegos estaban surtiendo efecto.

—Perdona, Belinda. Soy un desastre, me he dejado en la maleta el champú anticaspa. Ese champú de sobres que ponéis en los hoteles no me convence mucho que digamos.

Al agacharme para abrir la maleta, no tuve que hacer mucho esfuerzo para soltar con disimulo el sencillo nudo de la toalla y exhibir mi desnudez en una escena premeditada.

—Vaya, lo siento —dije, mas nada hice por taparme mis partes nobles—. Qué vergüenza.

Advertí que lejos de acobardarse o mirar para otro lado, sonreía abiertamente ante mi teatral escena, así que me acerqué a ella sonriente y me incliné para abrazarla intensamente, con mi miembro interponiéndose entre nosotros, que empezaba a endurecerse. Ella me correspondió dejándose llevar. Con las mujeres o tienes iniciativa y eres decidido o estás perdido sin remedio. Te puedes equivocar, pero la mayor equivocación siempre es la timidez. Y yo puedo asegurar esto.

—No puedo entretenerme —me susurró debatiéndose entre la concupiscencia y las obligaciones laborales, mientras volvía la vista hacia la puerta—. Tengo que terminar el pasillo antes de las doce. Y aún me quedan cinco habitaciones. No sé si debo.

—Tranquila, Belinda, serán diez minutos —la calmé de estos reparos, aunque estaba casi convencida—. Y esta cama no la tendrás que hacer cuando terminemos.

El sexo no es una ciencia exacta. A veces me excita más una mujer poco agraciada y entrada en carnes, que muchos no se la calzarían ni con calzador que un bellezón despampanante.

Cogí a Belinda en brazos. Pesaría más o menos como yo, pero no lo notaba. Cuando estás excitado es como si tus fuerzas se redoblaran y te hicieras inmune al dolor. Me encantaba coger en brazos a las mujeres, hacer que se sintieran deseadas. Ella se agarraba a mi cuello y me sonreía.

Cuando le devolví al suelo, Belinda se desnudó rauda y veloz. Llevaba un sujetador de color crema y unas bragas a juego. Se me hizo extraño que no llevara tanga, dado el ingente número de mujeres que lucían tal prenda. Sus pechos eran opulentos, carnosos y se bamboleaban al menor movimiento suyo. Las areolas eran grandes y oscuras. La zona púbica estaba frondosamente cubierta de pelo, pelo que también alcanzaba los alrededores de su ano en aleatoria disposición, como enseguida pude comprobar. Seguramente no follaba en los últimos tiempos, o bien, a la hipotética pareja le importaban un bledo los pendejos. Haría falta una desbrozadora para reducir toda esa salvaje profusión pilosa.

Durante los juegos preliminares ella colocó sus manos en mi culo y también manoseó mi abdomen y deslizó sus manos por mi espalda. Alguien dijo que el mejor deporte que puede uno practicar es el culturismo porque es el único que te puedes llevar a todas partes. En ese momento supe que tenía razón.

Como el tiempo apremiaba y ambos queríamos catar nuestras partes, nos tumbamos sobre la cama para hacer un sesenta y nueve. Me gustaba estar debajo, sentir la placentera opresión del cuerpo de la mujer sobre mis pulmones. Chupé su almeja con la delectación de un gourmet que saborea un plato exquisito mientras ella se introducía mi hinchado glande en su boca.

Mi lengua no dudó en lamer su ano con ansia, separando con las manos las abultadas nalgas y ahondando todo lo que podía con mi lengua. Tuve que interrumpir mi tarea varias veces para llevar a cabo la enojosa tarea de sacarme pelos de la boca. No me importaba que ella no me lamiera el mío. Quería darle todo el placer posible. Hacerle sentir lo máximo. Agradecerle que se estuviera bajando las bragas delante de mí. Y que olvidara a todos esos cobardes apocados, malnacidos y ensoberbecidos que la habrían mirado con conmiseración, con desprecio quizá. Las mujeres son lo máximo a lo que se puede aspirar. Alguien dijo que todo el dinero del mundo no serviría para nada si no existieran las mujeres. Al rodear su culo con mis brazos supe que era cierto.

Cuando noté que ella empezaba a humedecerse la aparté y cogí de la maleta un preservativo que me enfundé. Y mientras lo hacía pensé que mi miembro era como el monolito de algunas plazas de capitales europeas: orgulloso, altivo, objeto siempre de la admiración y de la ensoñación de los observadores. Hice que se recostara de medio lado y conmigo también de medio lado se lo hice con exaltado ímpetu, mientras ella gruñía y exhalaba aire con comedimiento, procurando no hacer ruido, pues supongo que no le convenía armar un escándalo. Me derramé en el preservativo entre convulsiones de puro éxtasis, cuando consideré que llevábamos un tiempo razonable. Tampoco era cuestión de que se metiera en líos con sus jefes por no cumplir con su trabajo.

Después de correrme, satisfecho el deseo sexual, me pregunté cómo se me ocurría chuparle con ansía el ano a una mujer con tan poco atractivo y que no estaba recién duchada. Pero en el momento en que uno desea follar y ve que tiene la posibilidad cerca es capaz de todo; uno desconecta la parte reflexiva de su cerebro y deja rienda suelta a la instintiva, que pone el piloto automático del barro y la depravación. Claro que es más bonito ver a una mujer perfectamente depilada, pero insisto en que esto queda en un segundo plano cuando es el pene el que toma el control.

Me eché la siesta y a las nueve de la noche acudí al lugar señalado. Allí, en una sala de espera, donde había vitrinas con bebidas energéticas y productos con diversas clases de proteinas en polvo, Max Iturbe me presentó a su ayudante, un tipo con el pelo teñido del mismo tono rubio que el pelo de un canario, a los dos operadores de las cámaras y al operador del sonido. Los socios del gimnasio más rezagados terminaban de abandonar el local, mirándonos unos con risueña complicidad (seguramente sabían a qué íbamos) o con circunspecta extrañeza (seguramente lo ignoraban).

Max Iturbe me entregó el contrato de la película cuyo rodaje estaba a punto de empezar. Serían cuatro escenas a razón de 353,65 euros por escena, lo que sumaba un total de 1414,6 euros, a los que había que descontar un pago a la Seguridad Social, como autónomo, de 278,67 euros mensuales. Había ciertos extras que también me comentó. Si vendíamos más de tres mil copias del deuvedé que se editaría me haría un nuevo pago al año siguiente de cuarenta céntimos por copia vendida. Si no se llegaban a vender tres mil copias como mínimo, no habría prima. Las condiciones me parecían razonables; considero que eran inmejorables para un novato, a quien además se le estaba dando el papel protagonista de la película, así que firmé.

No tardé en conocer a la primera de mis compañeras de reparto, que se sentó en el sofá donde me hallaba yo después de saludar a Max Iturbe. Se llamaba Carolina Sin, lucía una camiseta sin mangas y estaba llamativamente fibrosa, muy musculada. Estaba muy morena, por obra y gracia de los rayos UVA posiblemente (carecía de marcas blanquecinas), y se le adivinaban unos pechos pequeños y erguidos, con unos pezones abultados en la cima, como montañeros orgullosos de la proeza de haber llegado a la cumbre de tan bellas montañas. No era especialmente guapa, pero no estaba mal: tenía pequeños hoyuelos, unos pómulos muy marcados y unos ojos grandes y expresivos. Me interesé por sus músculos, porque uno se aviene más a hablar de lo que le gusta. Y esos músculos no se consiguen sin pasión por ejercitarse físicamente.

—Antes me dedicaba a hacer culturismo, pero lo dejé —me contó—. El culturismo no tenía futuro. No podía ganarme la vida con ello. Te pegabas unas palizas de campeonato y nadie te lo valoraba. La gente no va a los pocos certámenes que se organizan y el abandono institucional es absoluto. "Haced deporte jóvenes, dicen", pero luego sólo se preocupan por el fútbol y para los demás no nos quedan ni las migajas.

—Me imagino que serías de las buenas —la alabé.

—No te creas —denegó ella haciendo un mohín de desagrado—. Más bien del montón. Nunca gané un certamen. Ni siquiera un premio secundario. Mi mejor resultado fue una mención de honor en un concurso organizado por la federación. Siendo la mejor una y otra vez quizá puedas emigrar a algún país donde el culturismo esté mas valorado y probar allí suerte, pero yo estaba en tierra de nadie. Demasiada inversión de tiempo para abandonar así como así, y con una preparación insuficiente para ganar. Si me hubieran concedido alguna beca, aún podría haber tenido alguna posibilidad porque podría haber dedicado más tiempo, pero teniendo que compaginar los entrenamientos con el trabajo resultaba misión imposible.

—Pues yo creo que aquí ganarás mucho. La mujeres ganáis todas desnudas, pero las actrices porno más. Creo que son quinientos euros por escena. Nosotros no llegamos ni a la mitad.

Sonrió con tristeza ante mi chiste, pensativa, alargando la mano para hacerme una caricia en la cara. Tenía las manos, no diré que ásperas, pero si ligeramente rasposas y endurecidas, supongo que de tanto coger mancuernas y pesas.

Max Iturbe me llevó a un aparte para explicarme el argumento de la película, bastante elaborado, para lo que es habitual en el género, que, desde luego, no se caracteriza por la exquisitez del guión o de la trama.

—Para alcanzar la sabiduría, Juan, deberás superar cuatro pruebas, una por cada elemento: aire, tierra, fuego y agua, que equivalen a cuatro escenas diferentes. Empezaremos por el aire. Tendrás que arreglártelas para follarte a Carolina en las alturas, sujetándoos con las manos a unas barras horizontales que hay en el gimnasio.

Después de rodar unas escenas introductorias en las que tenía que decir unas frases, me dirigí junto al equipo a una sala donde había colchonetas por el suelo, espalderas en las paredes y una especie de escalera dispuesta horizontalmente, de esas que se utilizan en los gimnasios para que la gente distienda los músculos, se relaje o haga dominadas.

Para no aburrir al lector, resumiré la parte menos interesante de la película. En líneas generales, yo era un tipo gris y apesadumbrado usuario del gimnasio que trababa amistad con un extraño individuo. Este señor se revelaba como un gran maestro en temas espirituales y me contaba que acudiendo al cierto gimnasio de noche y no de día, que es lo normal, alcanzaría la felicidad absoluta en cuatro etapas: aire, tierra, fuego y agua, las misma que elementos hay en el universo.

El ayudante del director que llevaba el pelo teñido de un amarillo intenso, sin decir ni pío, me acercó un recipiente que contenía polvos de magnesio para que me los aplicara por las manos y que no se me resbalaran las manos a causa del sudor. Con un algodón también me quitó unos brillos de la cara. Por lo visto, maquillar en las películas a los hombres consiste en que no salgamos por pantalla con brillos en la cara, cosa que supuse harto difícil en un rato. Carolina también se aplicó los polvos de magnesio frotándose sus fuertes manos cubiertas de venas y con los tendones marcados. Max Iturbe me dio las últimas indicaciones.

—Aguanta todo lo que puedas, por lo que más quieras. Quiero que la escena quede auténtica. Evitaremos los cortes en la medida de lo posible. Empezarás sin estar empalmado.

—Carol: Te acercas a él desde el otro extremo de la escalera, te rozas con él, y cuando esté palote, empezáis. ¿Está claro?

Al quitarme la ropa tenía el miembro algo hinchado. El ayudante rubio del director se me acercó con un recipiente metálico lleno de agua y cubitos de hielo y, sin previo aviso, me agarró el pene y me lo introdujo en su interior, para que el volumen de mi herramienta disminuyera y la escena empezara como estaba indicado. El sistema se reveló eficaz, puesto que mi miembro se encogió. La verdad es que el pavo tenía pinta de gay. Menudo pájaro que estaba hecho el canario. No es que me fascinara que un desconocido me agarrara la polla, así, por sorpresa, pero tampoco me importaba demasiado. En el fondo, me sentía halagado.

Me grababan entrando de noche en el gimnasio donde un vigilante con la gorra echada sobre la cabeza dormía indolentemente. Me cambiaba en el vestuario y, al rato, me ponía a hacer unos ejercicios y, de repente, en cierto momento imprevisible de la noche aparecía la chica que representaba al elemento que fuese.

Al principio la chica me largaba un discurso mirándome intensamente, sobre su papel en la película. Papel y lápiz no llevaba encima, pero el de la primera noche fue algo así:

—Represento al aire y soy el primer elemento en tu camino para alcanzar la sabiduría. Normalmente soy dulce, refrescante y etérea, pero cuando me enfado puedo ser un huracán o un tornado. Las relaciones sexuales me gustan sin poner los pies en tierra firme. El sufrimiento te compensa a largo plazo. Te haré sentir que flotas, que puedes volar. Sentirás lo que un paracaidista o alguien haciendo "puenting". Serás libre, aunque no podrás tocarme a tu antojo. Pero quizá sea mejor así. Rozar puede ser más erótico que tocar.

Así pues colgado y sujetándome por los brazos, empecé mi carrera profesional en el mundo del porno.

Carolina Sin, balanceándose, se acercó desde el otro extremo de la escalera horizontal. Contemplé encantado sus movimientos ágiles y seguros. Se le marcaban mucho los músculos y parecía que le hubieran aplicado una buena dosis de desengrasante antes de llegar, pues no tenía ni pizca de grasa. El pubis, bastante poblado por cierto, lo tenía recortado en punta de flecha o de pica. Las axilas, bien depiladas, tenían un tono ligeramente grisáceo. Supuse que tal vez estuvieran afeitadas y no depiladas.

Me fastidió no poder recrearme en ese trasero roqueño, pero me conformé con que su hermoso cuerpo se rozara con el mío, transmitiéndome su calidez y su suavidad. Era algo muy erótico, basado en la sutileza y la sugerencia, nada que ver con los preliminares habituales, cortados todos por el mismo patrón del aquí te pillo, aquí te mato: ella le chupa a él la polla, él hace lo propio con el chocho de su compañera y que empiece la fiesta.

La erección tardó algo en llegar, porque la sangre de mi cuerpo tenía que repartirla entre la que circulaba por mi miembro y la que mis músculos requerían para la ímproba tarea de sujetarme. Hubo un momento en que me colgué, no obstante, del brazo izquierdo y le manoseé el trasero todo lo que pude. Luego me colgué del otro brazo e hice lo mismo.

Al rato (tampoco podíamos recrearnos mucho en los prolegómenos), ella me rodeó con sus piernas cruzando mis pies en mi zona lumbar para contar con un punto de apoyo y yo, a duras penas, me afané en los primeros compases de la penetración moviendo la pelvis: dubitativo al principio, brioso al ver que follar así era costoso, pero factible. La posición era dificilísima, tampoco nos vamos a engañar y aquí, en honor a la verdad, diré que si no hubiera sido por el buen hacer de Carolina aquello no habría funcionado. Sabía como mover la cadera, para que yo me limitara a mover la cintura. Esta mujer era un prodigio físicamente.

En este trance pensé que quizá si tuviera un pene más pequeño y manejable podría haber efectuado con más pericia la penetración, pero solo me pasó por la cabeza, en modo alguno me arrepentía de la herramienta que la naturaleza me había otorgado en el reparto.

Nos mirábamos a los ojos, entregados al placer, sudorosos, resbaladizos, notando yo como empezaba a germinar en mí el estallido orgásmico. Pero creo que ambos sabíamos retenerlo, sabíamos controlarlo, sabíamos mantenerlo a raya para dilatar el gozo, pues éramos siervos y al mismo tiempo señores del gozo más puro y genuino, sumado a la leve sensación de vértigo que implicaba que nuestros pies no estuvieran asentados en el suelo. O, al menos, del gozo más puro y genuino para mí, pues el placer de la otra parte solo se puede suponer, nunca saber a ciencia cierta. Ella, sonriente, exhibía su dentadura; yo estaba más serio, pero por dentro el júbilo era tremendo.

Al poco, los brazos me empezaron a doler bastante. Gemí mientras resoplaba, pues el gusto que sentía de cintura para abajo nada tenía que ver con el horrible padecimiento corporal que sufría de cintura para arriba, sobre todo en los castigadísimos deltoides, también en los doloridos músculos del antebrazo. Aguanté demostrando una entereza insobornable. Empecé a gritar con cada acometida para soportar mejor el agónico sufrimiento como un karateka cuando quiera asestar un golpe definitivo. Regueros y gotas de sudor se deslizaban por nuestros cuerpos, un sudor confundido y mezclado con el suyo. Seré raro: pero prefiero el olor del sudor antes que el del tabaco.

Al final, advirtiendo ella la llegada de mi orgasmo, se apartó y logré correrme en su vientre, definido como una tableta de chocolate con leche. Fue poco semen, pero lanzado con fuerza.

—¡Coorten! —gritó Max Iturbe.

Al bajar, aún jadeante y tratando de recuperar el resuello me acerqué a mi compañera, para darle un abrazo que ella no rechazó. Cuando sí puso cara de mala leche fue cuando mi mano derecha hizo las veces de intrépida exploradora en las cercanías de sus recias nalgas. Aquel trasero era adictivo a más no poder. Me increpó con dureza:

—Que tienes la mano muy larga tú, eh.

Farfullé una disculpa y me fui. Tampoco era cuestión de abusar de mi suerte. Tan breve la vida y tan bordes las macizas, pensé.

CAPÍTULO 15. LA TIERRA: ME TOCÓ LA CHINA

Llegamos al hotel sobre las cuatro de la madrugada y miré el móvil que había dejado en el cajón de la mesilla, que no me había llevado al gimnasio para que nadie interfiriera en mi trabajo. Tenía siete llamadas perdidas de mi madre. La mandé un mensaje diciendo que estaba en un hotel de Madrid, que todo iba bien y que hablaríamos en otro momento porque necesitaba tiempo. No estaba preparado para responder preguntas incómodas, ni para mantener conversaciones tensas y, mucho menos, para soportar el edulcorado chantaje emocional de mi madre o las intimidaciones amistosas de mi padre. Estaba trabajando y el deber era lo más importante. Ya habría tiempo de aclarar y de poner las cosas en su sitio más adelante.

Me eché desnudo a la cama y dormí como un lirón. Al levantarme sentí deseos de masturbarme, pues cuanto más follas, más deseas reincidir en el vaivén del placer, pero me apresuré a ducharme para distraer y arrinconar la inevitable libido antes de caer en la tentación de hacerme una paja. El desayuno me lo había perdido, pero lo compensé con creces poniéndome hasta arriba de comer en el "buffet" libre del hotel. El resto de la tarde aproveché para leer un poco en una sala de descanso y en hacer unos ejercicios en el pequeño gimnasio con que contaba el establecimiento: sobre todo dorsales y abdominales. Aunque también hice alguna postura de yoga a modo de estiramiento.

Al anochecer, en la acera que estaba enfrente del hotel fue donde conocí a mi siguiente compañera. Me la presentó Max Iturbe que estaba allí fumando un cigarrillo. Se llamaba o se hacía llamar Lyn, era china y con ella rodaría la escena del elemento terrestre. Temí no poder hablar con ella o hacerlo muy dificultosamente, pero hablaba un español perfecto, sin acento. Sus padres regentaban un restaurante chino en Alicante y llevaba viviendo en España desde los cinco años.

—¿De dónde son tus padres?

—De Shekki. ¿Lo conoces?

Un poco vacilona la tía; evidentemente no tenía ni idea.

—No tengo la suerte.

—Está cerca de Hong Kong. ¿Te suena?

—Sí, sonarme me suena. Creo que tiene costa y está por el sur de China, ¿me equivoco?

—Chico listo.

—¿Y cómo empezaste en esto?

—De pequeña hacía gimnasia artística.

—¿Qué especialidad?

—Suelo.

—Ah, ya. De las que dan volteretas y así.

—Sí, de esas.

—¿Y que pasó?

—Lo dejé.

—¿Por qué?

—Me lesioné en unos entrenamientos —dijo mientras me mostraba una cicatriz en una rodilla—. Fue grave. Tuvieron que operarme y ya no pude recuperar la confianza para llegar a algo en ese deporte, así que abandoné. Como los estudios no se me daban bien, me puse a trabajar de camarera en el restaurante de mis padres, y allí, un buen día, conocí a un colega de Max Iturbe, Reinaldo Suárez. Me ofreció un primer papel en una orgía y desde entonces no he parado de trabajar en esto.

—¿Y qué les pareció a tus padres?

—Me apoyaron bastante, no puedo quejarme. De hecho, mi madre me puso mi nombre artístico. Son bastante modernos. Hasta han visto películas mías.

Quise imaginarme a los míos viendo una película mía, pero no pude.

Cuando el equipo del rodaje estuvo listo, fuimos al gimnasio, donde rodaríamos la escena siguiente.

Max Iturbe nos dio las instrucciones pertinentes:

—Quiero que lo hagáis en varias posiciones, aprovechando la flexibilidad de Lyn. Ya verás: es más flexible que un junco.

—¿En qué posiciones? —inquirí yo.

—Ella te guiará.

Así que cuando todo estuvo preparado, Lyn soltó su cinematográfica declaración de intenciones. Presté oído:

—Soy la Tierra y soy el segundo elemento en tu camino para alcanzar la sabiduría. A veces soy fértil, a veces estéril. Soy dura, resistente, te haré sudar, pero cuando estés conmigo sabrás que estás por buen camino. Dentro de mí hay mucha vida y en el exterior también. Te brindaré cobijo para que puedas descansar y reponerte. Si me enfado puedo ser terrible, soy como un terremoto. Pero a buenas conmigo tendrás todo lo que necesites para ser feliz.

Max me dio una última indicación:

—Juan, si tienes que tocarla no te entretengas en sobarle las tetas, céntrate en otras partes del cuerpo. El espectador también quiere ver sus domingas, así que procura no tapárselas con las manos mucho rato. Piensa que estás follando para muchos. Cuando sospeches que te vas a correr hazle alguna indicación a Lyn y cambiáis de posición. Aguanta, aguanta y aguanta.

Asentí.

Lyn era pequeña, delgada y sus movimientos eran elásticos, felinos. Sus pechos no eran grandes pero tampoco eran una insinuación carnosa; difícilmente hubieran cabido en una copa de coñac. Ella se dedicó unos minutos a hacer ejercicios de calentamiento sencillos en muñecas, brazos y hombros y otros más complejos como el "spagat". Me uní a su calentamiento en la medida de lo posible: yo no hago el "spagat".

Una vez estuvo todo dispuesto, a una voz del director, la grabación empezó. Con la ropa aún puesta, ella me bajó los pantalones cortos y, permaneciendo yo de pie se puso a chuparme el miembro, que no tardó en alcanzar su posición de máximo esplendor. Lo hacía extraordinariamente bien, moviendo mucho la boca de un lado a otro y agitando con frenesí la lengua, una lengua pequeñita y de punta redondeada.

Aligerados por completo de ropa deportiva (ella: mallas hasta la pantorrilla y camiseta de tirantes y yo pantalones cortos y camiseta), procedí a hacerle un "cunnilingus" en su vulva de labios poco prominentes hasta que ambos entramos en calor y ella empezó a estar lubricada.

Luego hizo algo que me desconcertó, aunque no sería la primera sorpresa de la noche. Hizo el pino delante de mí, apoyando sus pies en mis hombros.

—Cógeme por la cintura y súbeme.

Me agaché cuidadosamente y la sujeté con fuerza por la cintura y, no sin esfuerzo, la elevé hasta que sus muslos se apoyaron en mis hombros, a ambos lados de mi cabeza. Tenía así dispuesto su entrepierna justo delante de mi cara y ella mi miembro cerca de su boca. No era el primer sesenta y nueve que hacía pero sí el más espectacular. Ella se introdujo en su cavidad bucal la mitad de mi erecto pene y yo, mientras tanto, ensalivaba encantado sus partes, igual que se las estuviera barnizando. Me abracé al tonificado y blanco culo de la china alicantina, disfrutando una barbaridad de aquella circense posición.

En la primera posición en la que tuvo lugar la penetración ella se tumbó sobre una fina colchoneta boca arriba. Luego dobló sus piernas completamente de manera que sus pies quedaron a la altura de su cabeza. Después se sujetó en esta posición las piernas, a la altura de las corvas. Supongo que una mujer capaz de estirar tanto los músculos y follar en una posición tan forzada, debía de experimentar unos orgasmos brutales.

Me arrodillé delante de ella, coloqué mi glande a la entrada de su vagina y, no sin cierta dificultad, empecé a penetrarla. Ella gemía en un tono chillón, agudo, quejumbroso, como de niña malcriada. Tenía una vagina estrecha que te apretaba el pene muchísimo, tanto como el recto de una mujer. Apenas había empezado a sentir las primeras sensaciones agradables, Lyn me apartó empujando con las palmas de sus manos en mi pecho.

La siguiente posición consistía en follármela estando yo de pie y ella subida y abrazada a mí, como un mono en el tronco de una palmera. Si hubiera pesado más de cuarenta kilos aquello hubiera sido un suplicio, pero entre que ella me rodeaba el cuello con los brazos sujetándose y que contribuía a la penetración con movimientos adecuados, el asunto se hizo llevadero.

Al término de esta postura, ella recuperó la verticalidad, me dio la espalda y la penetré de espaldas, mientras ahuecaba mis manos, las depositaba un momentito en sus delicados y suaves senos (parecía que se los hubiera lavado con suavizante) y aprovechaba para besarle en su fino y nervudo cuello con fruición.

Un par de minutos más tarde, ella me hacía tumbarme boca arriba, con mi miembro sobresaliendo como el periscopio de un antiguo submarino y, acuclillada sobre mí, con sus pies apoyados a ambos lados de mi cuerpo, seguimos follando durante un buen rato. Empezó dándome la espalda y luego se puso mirándome de frente.

La admiré por su resistencia física, por la fortaleza de sus cuadríceps, por su increíble equilibrio. No creo que hubiera muchas mujeres en el mundo que pudieran aguantar el largo rato que ella estuvo en semejante posición. A horcajadas, aún tienes un punto de apoyo. Pero en cuclillas el único punto de apoyo son las plantas de los pies. Yo me dejaba hacer apoyando la nuca en las palmas de mis manos. Cómodamente feliz.

Ni que decir tiene que costaba mucho no correrse, pero Kevin Costa era capaz de eso y de mucho más. Un actor porno había nacido y si conseguía hacerme un hueco en el mundillo, tenía cuerda para rato.

De pura admiración a Lyn, improvisé algo para que ella descansara. Le pedí que se sentara y le chupé los pies, que eran pequeños y delicados, sin el menor rastro de callosidades o duricias, salvo en la parte interna del dedo gordo del pie derecho. Le lamí la planta de los pies de arriba abajo y me introduje sus pequeños dedos en la boca, repartiendo el tiempo equitativamente entre ambos pies. Tenía las uñas de los pies pintadas de negro, con un pequeño dibujito de una flor blanca en el centro. Esperé no envenenarme con la laca.

Nuevamente pensé que si uno se parara a reflexionar con la cabeza fría en lo que hace en caliente, no lo haría. Pero para sentir y hacer sentir cosas nuevas lo mejor perder la cabeza y dejarse llevar sin oponer resistencia.

Después, ella me hizo incorporarme, me agarró de mi erguida polla y me condujo hasta una máquina del gimnasio que servía para hacer jalón tras nuca. Uno se sentaba en un banco, asía con ambas manos los manerales de una barra horizontal que colgaba a algo menos de un metro sobre su cabeza y la bajaba en series de varias repeticiones por delante o por detrás de la cabeza.

Lyn me hizo sentarme en el banco, puso la resistencia máxima en los contrapesos de la máquina y se colgó de la barra dejando su entrepierna a la altura de mi boca. Luego apoyó sus piernas en mis hombros. Por mi parte, chupé sin remilgos los pliegues de su vulva, su perineo y su ano sin pensar en herpes, gérmenes ni nada por el estilo. Ya se sabe que sarna con gusto, no pica.

La siguiente posición consistió en que ella se tumbaba sobre un banco de los que se utilizan para hacer pesas. Allí dispuso sus piernas hacia los lados, dejándolas alineadas y perpendiculares al cuerpo, en una perfecta exhibición de su flexibilidad. Introduje mi miembro los pocos compases que me dejó, sin poder alcanzar el ritmo necesario para darme gusto. Me gustaba mucho ver como mi miembro desaparecía entre los reducidos labios de su vulva, transmitiéndome la resbaladiza consistencia de su túnel subterráneo. Luego ella me apartó.

Lyn se sentó en el extremo del banco, se tumbó boca arriba y echó para atrás las piernas del todo, doblándose por la cintura. Luego dispuso sus brazos sujetando sus corvas y adoptando así una postura casi fetal, sumamente comprimida. "¿Llegaría a chuparse el chichi?", me pregunté. Y me dije que seguramente sí, que era una auténtica contorsionista. La envidié y la admiré a partes iguales. Luego condujo mi pene a la entrada de su ano y allí la estuve culeando el minutillo escaso que me dejó. Les confieso que no era agradable cambiar tanto de postura.

Luego nos pusimos de pie y volvimos a la colchoneta. Ella elevó su pie derecho y lo apoyó en mi hombro, sobre el ligeramente abultado trapecio izquierdo. Cogiéndome el miembro con la mano le busqué la entrada de la vagina y seguí follándomela, mientras la sujetaba. Me sentía poderosamente viril, enardecido por completo al estar viviendo tan maravillosa experiencia. Los gritos de Lyn sonaban como chirridos quejumbrosos. Los míos eran más contenidos y silenciosos, sonaban como ahogados golpes de voz procedentes del esófago.

A veces detectaba la presencia del operador de la cámara que nos perseguía en nuestras peripecias, cuando se acercaba para tomar un escorzo de nuestras partes pudendas, o del ligero balanceo de los senos de ella durante una penetración, pero no me importaba en absoluto. Temía que me molestarían, que se me bajaría el miembro, que habría que repetir escenas, pero no ocurrió así. Estaba saliendo todo bien y a la primera.

Después de estar un rato de tal forma, ella cambió de pierna, es decir que puso su pie izquierdo sobre mi hombro derecho. Continuamos en aquella posición un rato. De pronto, Lyn bajó su pie de mi hombro, se agachó y me masturbó velozmente cogiéndome la polla con tres dedos hasta que eyaculé contra su boca. Se tragó casi todo. No me gustaba mucho aquella forma de terminar, pero fue ella la que eligió. Exprimió mi miembro del todo con unas últimas y efectivas sacudidas y luego ensalivó mi glande mientras éste iba perdiendo volumen gradualmente.

CAPÍTULO 16. EL FUEGO: LA CARIBEÑA FOGOSA

La actriz de la tercera escena se llamaba Tatiana Negredo y era una exuberante dominicana con la piel del color del café molido. Tenía veintitrés años y trabajaba desde hacía uno en una discoteca de Marbella de relaciones públicas. Pensé que lo que íbamos a mantener en breves también iban a ser relaciones públicas. Casi privadas en cuanto a su práctica, pero públicas en cuanto a su contenido. Así que el trabajo que ella se disponía a hacer era el mismo que hacía en la población malagueña.

Tatiana poseía un cuerpo exuberante, labios prominentes, pechos abundantes en forma de melón y un culo grande y duro que daba gloria tocarlo, como enseguida pude comprobar.

La escena la rodaríamos en la sauna, que era el lugar más ígneo de gimnasio, el más caluroso. Su declaración de intenciones fue más o menos como expongo en el siguiente párrafo. Su voz era suave, melodiosa y seseaba mucho.

—Represento al fuego y soy el tersero de los elementos en tu camino para alcansar la sabiduría. Como podrás comprobar soy fogosa, ardiente y te calentaré hasta temperaturas que nunca antes habías alcansado. Si me enfado puedo ser temible: soy como un volcán en erupsión, soy como el abrasador aire del desierto, soy como un insendio forestal, pero si me tratas con delicadesa, sabrás lo que es estar ensendido por la llama de la pasión.

En esta escena, una auténtica prueba de fuego, Max Iturbe se limitó a darnos libertad; así daba gusto trabajar y nunca mejor dicho. Su intención era que el cámara grabara la escena sin pensar en planos ni en nada por el estilo; quería que la cámara buscara y rebuscara el objetivo con una imagen algo imperfecta para reflejar la nerviosa agitación que tendría lugar cuando la pasión se desbordara y los cuerpos se buscaran para complacerse. De modo que nos introdujimos en la sauna, ya desnudos, y nos pusimos manos a la obra.

Empezamos abrazándonos y yo aproveché para acariciar su duro trasero deslizando la palma de mi mano derecha por su raja. Me encantaba hacer aquello. Esto sí que era llevarse la palma de oro y no un trofeo que coge polvo abandonado en una estantería. Yo me llevaba la palma y cogía el polvo. A pesar de que aquello me gustaba más que tener vacaciones, el pene tardó algo de tiempo en estar presto para la tarea encomendada porque las temperaturas extremas el cuerpo no las acepta bien, pero una vez se hubo enderezado la polla, ésta se quedo rígida y oscilante como una rama de abedul.

La penetración fue conmigo sentado en un banco de madera liso y no muy cómodo y ella puesta de espaldas a mí, ligeramente agachada y con las piernas a los lados. La piel me quemaba y el esfuerzo físico del coito me hacía sudar la gota gorda. Tatiana también estaba empapada en sudor. Era sobremanera agradable sobarla estando tan caliente y sudorosa.

Luego ella se dio la vuelta y seguimos haciéndolo. Ella me agarraba por el cuello, rozándome con su opulentos senos en la cara y me decía "Ay, sí, papito, dame duro, no pares". Pero en modo alguno me sentía halagado, pues no pensaba que la estuviera dando gusto. Se nota cuando una mujer está al borde del enloquecimiento con lo que la estás haciendo y cuando finge claramente. No se puede hablar tanto cuando estás siendo presa del placer. Quizá ella necesitara para sentir más placer un miembro de mayor tamaño, o con una curvatura distinta. O para sentir verdadero placer necesitara conocer personalmente a la persona con la que estuviera practicando sexo. Y ella no me daba la menor pista; no hacía mas que regalarme el oído: "Así, papi, así, qué rico, dame fuegote".

Tatiana estaba buenísima, pero no fue un gran polvo. Quizá porque la mitad del placer que experimentamos los hombres consiste en saber que tu pareja también lo está pasando bien gracias a ti. A uno le halaga saber de su capacidad para repercutir placer.

Huelga decir que la penetración no revistió ninguna dificultad. En primer lugar, porque ella caribeña y tenía una cavidad vaginal preparada para acoger penes grandes y segundo porque ambos estábamos recubiertos por una pátina de sudor, con lo que disponíamos de un complemento acuoso de la lubricación inherente al acto: mi líquido preseminal y sus fluidos.

Después de un rato ella se detuvo y, poniéndose en pie me ofreció su hermoso y prominente culazo. La penetré por el orificio prohibido de pie con ella apoyando sus manos contra la pared de la sauna, mientras ambos soportábamos un calor extremo y la deshidratación me hacía tener la boca seca. A veces, la agarraba de los senos, pero la mayor parte del rato colocaba mis manos en su cintura.

Después de terminar la escena, ella me contó que se había hecho previamente una lavativa con un supositorio especial, porque si no, habría sacado —me lo dijo literalmente así— "la polla llena de mierda". Esa era la parte más oculta del cine porno, lo que ocurría entre bastidores, todo lo que se hacía para que las escenas fueran más asépticas y escrupulosas, menos sucias, y al espectador no se le cortara el rollo con visiones incómodas que pudieran herir su sensibilidad.

CAPÍTULO 17. EL AGUA: OTRA VEZ SANDY SUN

En la última escena repetiría con Sandy Sun. Y digo que repetiría porque, como ustedes recordarán, ella era la mujer con la que había protagonizado la escena del "casting" que me sirvió para conseguir el papel.

La encontré en la sala de descanso del hotel, hablando por el móvil. Rondé por sus inmediaciones hasta que terminó de hablar. La pillé de sorpresa.

—¿Qué tal estuvo Tony Costa?

Ella tardó un segundo en identificarme o en captar la pregunta.

—Bien, lo hizo bien —repuso—. Bastante mejor que tú.

—¡Venga ya! —repliqué incrédulo—. Pero si te corriste. Lo noté.

—Con él me corrí dos veces y estuve todo el rato gritando como una descosida. Yo no he viso cosa igual. Yo no creo que haya nadie que folle mejor que Tony Fuentes; lo hace condenadamente bien el muy cabrón. Lo hace con mucha maestría y a una velocidad endiablada. Tiene la polla curvada hacia arriba y te da un gustirrinín que es para flipar.

—Entonces, ¿por qué me dieron el papel a mí, si puede saberse?

—Porque Max Iturbe es gay, no sé si lo habrás notado. Y a Tony le exigió una… como decirlo, una "contraprestación" para contratarle. Y Tony se negó. Así que ya sabes, después de hacerlo conmigo te desflorará el culo. Te lo va a dejar como la bandera de Japón.

—En el contrato no ponía nada.

—¿Leíste el contrato?

—De arriba abajo.

—¿Y por detrás?

—No lo miré —recordé—. Supongo que estaba en blanco.

—Había letra pequeña por detrás —me aclaró—. Nadie se da cuenta, pero él bien que lo aprovecha para pedir favores. Y como el interesado ha firmado, no lo queda más remedio que complacerle, porque si no, se queda sin cobrar aunque le lleve a juicio. A Max le gusta mucho todo lo relacionado con ir por detrás.

—Una cláusula abusiva —comenté divertido—. Lo siento, pero no me engañas. A mí nadie me va a petar el culo. Mi culo es de un solo sentido. La otra es dirección prohibida. Lo dejé muy claro.

—Yo ya te he advertido —dijo con el aire de desentendida indiferencia que emplea el que ya ha advertido.

Sandy Sun era mala y se estaba intentando reírse de mí. Lógicamente no la creí.

La escena empezaría en las duchas del vestuario, luego nos trasladaríamos a una piscina climatizada y la escena concluiría en el spa del centro, una espaciosa bañera en cuyo interior surgían múltiples chorros de agua. Sandy soltó delante de la cámara la retahíla de frases que había memorizado.

—Represento al agua y soy el cuarto y último de los elementos en tu camino para alcanzar la sabiduría. A veces soy fría como un témpano de hielo y a veces cálida como el vapor de un géiser. Puedo ser un peligroso iceberg que haga naufragar a un barco o una nube gris que impida la sequía. Si me enfado me puedo transformar en maremotos, inundaciones o tsunamis. Pero a las buenas soy lo más elemental y necesario para la vida. En mí comenzó la vida en este planeta, en los océanos. Soy la vida. A mi lado sabrás lo que es la vida.

En esta escena yo hacía como que me estaba duchando y, de pronto, aparecía Sandy Sun y, sin mediar palabra, empezábamos a abrazarnos y a meternos mano mutuamente con avidez.

En las primeras escenas nos grababan en la ducha: una parte con el agua cayendo y otra con los grifos cerrados. Aproveché para chuparle los pezones, entre otras diversiones que siempre me sugiere el cuerpo de una mujer, ese pequeño gran parque de atracciones.

Salimos remojados y nos encaminamos a la piscina climatizada. Max Iturbe nos dio las instrucciones en las escenas siguientes:

—Os vamos a grabar con una cámara especial, de las que se utilizan en los documentales para grabar debajo del agua. Sandy, le chuparas la polla, bajo el agua y luego, al revés, serás tú, Kevin, quien le chuparás a ella el coño. Hemos instalado en el suelo de la piscina dos agarradores de los que se utilizan para que las personas mayores no se resbalen en las bañeras, para que podáis sujetaros. ¿Queda claro?

Nadie hizo preguntas, así que me introduje en el agua, en la zona donde me indicaron, donde apenas me cubría hasta el pecho y esperé pensando cómo me las arreglaría para cumplir aquella orden.

Sandy tomó aire, se zambulló en el agua, se sujetó a mis piernas y se introdujo mi manubrio en la boca. Un leve escalofrío me recorrió la espalda. La sensación era curiosa, agradable, y aquello podría haberse alargado indefinidamente, si ella hubiera sido una sirena y no necesitara respirar, porque el placer no era tan intenso como para eyacular. Cada dos por tres subía para respirar. El miembro se mantuvo duro, pero no al máximo; el acuático no era el ecosistema ideal para mi miembro. También me trabajó los testículos. Aquí la sensación fue insuperable.

Luego me tocó a mí el turno. Tomé aire, me zambullí, me afiancé en los agarradores y abrí la boca en su entrepierna procurando no tragar agua. Hice lo que pude, aunque teniendo en cuenta que lo veía todo distorsionado y que, a la mínima, tragaba agua, supongo que nada que fuera a contar a todas sus amigas como el "no va más" de la diversión.

Después ella se colocó de espaldas contra la escalerilla de la piscina. Y en esta posición, agarrándome con ambas manos a la barandilla tubular que se hundía en el agua la penetré. Ella gemía contenidamente al ritmo de mis embestidas. Yo se la clavaba lo mejor que podía, dado que el agua dificultaba y ralentizaba mis movimientos pélvicos. El contacto con el agua realzaba las sensaciones de las que era presa mi cuerpo. Sentía un ligero cosquilleo y un leve chapoteo al introducir mi miembro en su vagina. Muchas pequeñas burbujas alcanzaban la superficie procedentes de la unión acuática de nuestros cuerpos. Pensé si eso sería saludable para ella que le entrara tanta agua por aquel conducto, pero hacerlo así era lo que estipulaba el guión, no un capricho mío.

Después nos dejamos caer en el spa, la gran bañera burbujeante como una gaseosa recién abierta. Recostado allí, me sentía como la pasta mientras la están preparando en una olla: estaba caliente, dentro del agua hirviendo (aparentemente, pues las burbujas daban esa impresión) y listo para que me comieran. Allí reanudamos los juegos, haciéndolo en varias posiciones y disfrutando en general de nuestros cuerpos. Me gustaba el contacto resbaladizo del cuerpo de Sandy, la típica tía buena que todos querrían de novia.

El rodaje había concluido. Bajé a cambiarme al vestuario. Cuando terminé, vi en la sala de espera a Sandy hablando por el móvil. Y decidí vengarme de la broma que me había gastado. Me acerqué a ella con fingida inocencia, con simulada veneración y embelesamiento, cuando pulsó el botón con terminaba la llamada.

—Sandy, ¿me das tu teléfono?

Me miró estudiando la posibilidad de cumplir mi petición y empezó a decir los números:

—Seis, dos,...

—Yo no quiero saber tu número de teléfono. Te he pedido tu teléfono; es que necesito llamar a una amiga.

Ella soltó una pequeña carcajada y me dio un manotazo flojo en el brazo:

—Qué idiota —me espetó.

Luego me dirigió una larga mirada y dijo:

—Menudo chollo has tenido a mi costa, Kevin Costa.

—De chollo nada, Sandy Sun. Esto es un trabajo como otro cualquiera, con sus riesgos laborales y todo eso. Imagínate que me resbalo en el jacuzzi y me rompo la crisma.

—Qué gracioso. Ya quisiera más de uno haberme hecho la mitad de lo que me has hecho tú en la última semana.

—Ya quisieran casi todas haber estado unos minutos conmigo —repuse yo, resuelto a no considerarme un advenedizo que se deja deslumbrar con cualquier frase.

Sandy bufó ante mi baladronada:

—A ver si te has pensado que follas de maravilla. Con un aprobado raspadillo vas que chutas.

—¿Volveremos a vernos?

—Quien sabe.

—¿Me das tu número? —pregunté.

—¿Cuál quieres? ¿El de la Seguridad Social, el del DNI…?

—El de la Seguridad Social, pero dímelo de memoria.

—Lo siento, pero tuviste tu oportunidad. Quizá volvamos a vernos.

Cambié de tema.

—¿Por qué no cogieron a Tony Fuentes? Dime la verdad, hazme el favor.

Sandy Sun me miró pensativa y ahora la respuesta fue más seria, en ella no se detectaba ningún cachondeo.

—Tony pide mucho dinero. Tú has salido más barato. Y él tenía una oferta mejor.

—Ah, por cierto. Mi número de móvil lo podrás leer en la parte de atrás de mi camiseta.

Dicho esto se marchó. En la parte de atrás de su camiseta había una mano con el dedo corazón extendido. Pensé que no necesitaba para nada quedar con tías tan engreídas e hijas de puta.