Polvos de talco 2

Segunda parte de la historia de Juanete, ese incansable explorador del maravilloso mundo de las mujeres.

POLVOS DE TALCO 2

(Continuación de las aventuras de Juanete, incansable explorador del mundo de las mujeres. Antes de leer esta segunda parte recomiendo leer "Polvos de talco", ya que el relato que sigue es su continuación. Es decir, que este texto comienza justo en el punto donde aquel se quedó. Muchísimas gracias a todos mis lectores y comentaristas: miguelangel66, MartindeFierro, Raymundo, "OOAA" y en especial a "Moonlight" por su seguimiento.)

Carlos me miró largamente comprendiendo que era muy difícil que dejara de estar en mis trece. En sus palabras posteriores no hubo crispación, sino una calma comedida y amistosa.

—Juanete, te felicito, tío. Eres mi ídolo: el puto amo. Desde el pasado sábado te has tirado a dos o tres tías, que no es poco. Eso está muy bien, de verdad. Enhorabuena. Pero ahora mira a esas pibas. Esas tías que están a mi espalda tienen las tetas así (puso ambas palmas de sus manos ligeramente cóncavas enfrente de su pecho, separándolas un palmo), y no así (puso las manos cóncavas y con las palmas hacia arriba pegadas a su cintura como si sujetara unos senos exageradamente caídos). Esas tías tienen el culo chulísimo y si quisieran podría partir nueces con él y no una masa amorfa. Juanete: recapacita de una vez. Ya no eres un cortado de mierda. Aprovecha que has ganado confianza en ti mismo para ligar con una tía de verdad. Hazte un favor, no pierdas más el tiempo en semejantes adefesios e intenta pasarte por la piedra a una tía que merezca la pena.

Sus argumentos no me convencían.

—Carlos, no me he tirado a dos o tres tías. A lo largo de la semana pasada me he tirado a cuatro tías. Cuatro tías reales, de carne y hueso, con nombres y apellidos, llamadas Nuria, Raquel, Marina y Chus. Cuatro tías reales que se han bajado sus bragas reales, se han dejado sobar sus tetas reales, me han abierto sus piernas reales, me han enseñado su coño real y a las que he penetrado realmente hasta correrme. Dicho esto: ¿Sabes cuántos polvos habría echado si me hubiera puesto a hablar con una tipa de esas? Yo sí lo sé, porque es lo que vengo padeciendo invariablemente desde que empecé a salir por ahí contigo, a los diecisiete años. Cero. Cero patatero. Esas pavas se deben de pensar que es un placer hablar con ellas o les debe de gustar sentirse cortejadas. Realmente no sé a qué juegan o qué es lo que buscan…, un tío con mucha pasta, con muchos estudios, no lo sé... Lo que si sé es que yo personalmente no les intereso una puñetera mierda. Y, por favor, no llames adefesios a las mujeres que me han dejado acceder a lo mejorcito de su intimidad, pues yo, a todas ellas les estaré eternamente agradecido por lo que han hecho por mí. Ha sido la mejor semana de mi vida con diferencia.

Carlos negaba con la cabeza incrédulo, como si le estuviera haciendo algo imperdonable. Carlos desvió su atención hacia una mujer de generosa vanguardia y poderosa retaguardia enfundada en unos pantalones elásticos negros que llevaba un llamativo cinturón plateado que pasó junto a nosotros, balanceándose al caminar.

—Mira: ésa promete.

—Sí, promete —acordé—. Prometer, prometen todas. El problema es que ninguna cumple.

—No estás dispuesto al luchar —aseveró—. Te conformas con cualquier cosa. Estás loco.

Aquello me indignó y me tocó la fibra sensible. Le contemplé entrecerrando los ojos. En ese preciso instante dudé de la autenticidad de las novias a las que Carlos había hecho referencia. Era demasiado inmaduro. Hablábamos mucho de mujeres, pero él nunca especificaba nada sobre sus parejas. Cuando supuestamente las tuvo, ni siquiera me las había presentado. Simplemente dejábamos de vernos durante unos meses (el tiempo que duraba la supuesta relación) y ya está. Yo podía haberle descrito el tacto de la piel de cada una de mis amantes, y eso que solo había estado con ellas unas horas. Y me acordaba porque era auténtico, y cuando un recuerdo lo es, es fácil que lo memoricemos con todo lujo de detalles. ¿Sería Carlos un reprimido que pretendía recomendarme a mí lo que debía hacer para encubrir un largo listado de miedos e inseguridades?

—Carlos, ¿cuándo fue la última vez que te tiraste a una tía? Y no me hables de rolletes y de pegarse el lote un rato. Te hablo de introducir el miembro en la vagina o en el ano de una tía. Creo que se puede decir más alto, pero no más claro.

Carlos se revolvió nervioso. La respuesta fue difusa, imprecisa.

—Hace un año o así.

Esperé que continuara, pero no añadió ningún dato, no concretó nada. Continué indagando.

—¿Dónde fue? ¿Cómo se llamaba la tía?

—Pero bueno —se defendió—. ¿Pero a qué viene este interrogatorio? He tenido mis historias. Tampoco me voy a acordar del lugar exacto y del nombre y apellidos y la talla de las bragas de la última tía que me "calcé".

Eso de decir "picarme", "calzarse" o "pasarse por la piedra" a una tía en vez de "follarme", me evocaba a alguien que pretende dárselas de hombre de mundo para impresionar a los demás. Qué duda cabe de que la rudeza de estas expresiones demuestra más mundo que las más ordinarias. Creo que Carlos ocultaba algo; algo que no había notado en todos estos años. Follar me había agudizado los sentidos, me había espabilado. Procuré hablar con tacto porque era un tema delicado como todos los de índole sexual.

—Carlos, si yo no hubiera tomado la determinación que tomé te aseguro que seguiría a dos velas. Follar es como buscar trabajo: al principio te tienes que conformar con lo que te dan y no con lo que te gustaría. Con el tiempo quizá se pueda mejorar, pero no lo sé. Hoy te puedo decir que he follado y que me lo he pasado de puta madre. Y eso que los polvos, aunque han estado muy bien, tampoco han sido nada del otro jueves. Creo que tengo un margen de mejora y perfeccionamiento muy grande. Pero ahora vamos contigo. Te voy a preguntar esto por tu bien, porque eres mi amigo, pero, ¿tú has follado?

Respondió alterado, furioso:

—¡Pero Juanete, tío! ¡Me estás tocando un poquito las pelotas ya! ¿Qué si he follado dice? Más que tú, payaso. A mí me parece que se te han subido mucho los humos a ti, ¿eh?

Cuesta creerlo, pero así ocurrió. Me fui al servicio cabeceando para no agravar la disputa. Sólo le había formulado una simple pregunta y se había puesto hecho una furia. Yo no sé en qué consistirán los problemas entre las chicas. Pero entre los amigos es absolutamente imposible hablar en profundidad de nada que no sea fútbol, automovilismo o algún que otro asunto que no te toque muy de cerca. O, al menos, entre los amigos que yo tenía.

Cuando volví Carlos ya no estaba. Igual pensó que yo me había ido. Lo ignoro. El caso es que era sábado por la noche y yo no estaba dispuesto a perder el tiempo en difusas especulaciones.

Rondaba por mis inmediaciones una rubia oxigenada con una media melena ligeramente ondulada. Creo que me había echado el ojo, no sé si con interés u sólo observaba a todos y cada uno de los especimenes masculinos que pululaban a su alrededor. Tendría alrededor de sesenta años. Iba maquillada con rimel en las pestañas, un ligero toque de colorete en las mejillas y unos labios muy repintados en un tono rojo cereza. Llevaba un vestido azul, con muy poco escote, luciendo eso sí, una cadena de oro colgada al cuello. También llevaba una sortija en un dedo. Eso me hizo temer que tuviera pareja, pero quise salir de dudas averiguándolo. Era guapa y con algún kilo de más, pero tampoco demasiado. Me gustaba mucho de ella la expresión de su cara; tenía pinta de afable, de buena gente. Y pocas arrugas.

Hace una semana no me habría atrevido ni a sostenerle la mirada, pero ese sábado me puse a hablar con ella como si tal cosa. Ella no había ido allí a escuchar música, ni yo a bailar, eso era evidente. Salí a la palestra:

—¿Te importa que hable contigo?

—Dime.

—Que eres muy guapa.

La mujer sonrió, exhibiendo una dentadura bastante cuidada.

—Y tú muy lanzado, muchacho.

—Y tú muy guapa.

—¿No sabes decir otra cosa?

—No se me da demasiado bien hablar, pero te aseguro que la lengua la domino muy bien. Ya sé que suena contradictorio, pero así es.

La rubia no rehusó profundizar en mis insinuaciones.

—¿Y qué sabes hacer con la lengua si puede saberse? Pegar sobres.

No me fascinaba ese juego dialéctico, pero parece que había que seguir el dichoso juego para sacar algo en limpio. Aquello parecía una entrevista de trabajo en la que copular dependería de la frescura de mis ocurrencias. Que yo tuviera un cuerpo bastante decente y ella estuviera deseando follar sin ninguna decencia parecían aspectos secundarios. Las mujeres quieren valorar tu capacidad dialéctica para ver si te acongojas y, dependiendo de eso, determinan tu destreza en la cama. No hay quien lo entienda, pero creo que por ahí van los tiros.

—Subestimas mi lengua si piensas que solo sirve para pegar sobres —repuse en aquel duelo dialéctico—. Hago de todo. Imagínate uno como yo en tu casa: la de dinero que podrías ahorrarte en esponjas o en toallitas húmedas.

Quería follar y no había burrada o disparate que no me atreviera a soltar. El cuerpo de un hombre que quiere follar no es más que un apéndice gobernado por su polla, el único director de orquesta válido.

—Hombre, eso está muy bien. ¿Para qué más sirves?

—Supón que se te rompe un jarrón y quieres arreglarlo recomponiendo los pedazos. Ahí intervengo yo.

—No te entiendo.

—Yo pegaría los trozos porque tengo cola. ¿Comprendes? —dije haciendo un gesto giratorio con el dedo índice y el pulgar ligeramente encogidos.

—¿Y para qué más sirves? —preguntó sonriente, siguiendo el obsceno jueguecito.

—Imagínate que has lavado el edredón y, por la noche, te da frío. Siempre puedes recurrir a mí para abrigarte y así, ambos podemos entrar en calor. Sobre todo yo: ya sabes, entrar en calor.

—A ver cómo es eso —concedió coqueta al fin.

La estreché entre mis brazos poniendo toda la carne en el asador, es decir, tratando de que fuera un abrazo tierno, entrañable, exento de lujuria, entregándome del todo. Sin embargo, mi pequeño amigo no captó la metáfora y se desperezó. De modo que no me quedó más remedio que meterme una mano en el bolsillo disimuladamente para colocarme el pene ladeado en el calzoncillo y reducir así la prominencia del bulto de mi entrepierna. Por lo demás, el abrazo fue precioso. Me transmitió un cosquilleo por la nuca y unos prolongados escalofríos que me recorrieron la espina dorsal. Sentí una sensación de vértigo y caída cuando mi mano fue a parar a su culo y allí se entretuvo palpando aquí y allá.

—¿Cuántos años tienes? —pregunté.

—¿Cuántos me echas?

—Todos los que me dejes, pero que sepas que mi récord son dos en una noche.

Se rió.

—Cincuenta y ocho, pero que sepas que a las damas no se les hacen esas preguntas.

—¿Estás casada?

—Sí, pero mi marido es poco celoso y seguro que quiere conocerte —respondió en un tono de cachondeo que me hizo darme cuenta de que, clarísimamente, estaba hablando en broma.

—Por favor, necesito saberlo —le dije con toda la seriedad de que fui capaz apartando mi mano de sus nalgas.

De golpe, depuso su actitud humorística y adoptó un tono sin ningún atisbo de burla.

—Lo estuve. Me casé a los veinte de penalti. Tuve que renunciar a todo para criar a mi hija, además de vivir en un permanente enfrentamiento con mis padres que no podían ver a su yerno ni en pintura. Mi marido no pudo soportar la presión de las responsabilidades laborales sumadas a las tensiones familiares y desapareció. Un día fue a comprar tabaco y ya no regresó. No volví a saber de él.

—Y tuviste que criar a tu hija en solitario —concluí, dándole pie para que prosiguiera.

—Hasta que se fue de casa. Elena, mi hija, estuvo casada con un hombre que a mí, nunca me convenció. Era un "viva la virgen". Nunca lo supe a ciencia cierta, pero estoy casi segura de que le ponía los cuernos. Luis es uno de estos tipos que mienten más que hablan. Se divorció el año pasado, vendieron el piso donde vivían, se repartieron las ganancias y mi hija se vino a vivir a mi casa para reponerse psicológicamente y reorganizar sus ideas. Afortunadamente no había hijos de por medio, lo que habría complicado las cosas.

—Tu hija se llama Elena. ¿Y tú como te llamas?

—Sofía. ¿Y tú?

—Juan, aunque los amigos, por joder, me llaman Juanete.

Sonrió nuevamente.

—Los amigos son así. Los que te regalan el oído con bonitas palabras no lo son; son aduladores y es mejor no acercarse mucho a ellos, porque uno, a la larga, suele salir escaldado. Antes, me he fijado en que discutías con alguien.

No sabía que estuviéramos llamando la atención, pero la gente suele fijarse en las cosas que pasan a su alrededor.

—Sí, es Carlos, un amigo. Siempre me ha contado que ha tenido bastantes rollos, que no le iba mal con las tías, pero hoy he caído en la cuenta de que todo se lo ha inventado para quedar bien. Yo no sé por qué no me dice la verdad. Quizá pudiera ayudarle a soltarse.

—Déjale, cada uno debe encontrar la verdad por sí mismo. Él sabrá lo que hace. Yo también advertí a mi hija de que el tipo con el que estaba no le convenía, pero él la sedujo, ella se obcecó y se dejó llevar por su ofuscación sin hacerme caso.

Madre e hija. Todo estaba en el aire, pero la cosa no podía pintar mejor por ahora. Sólo de pensarlo empezaban a humedecérseme los ojos. Ahora tendría que tantearla para ver si me iba a dejar hacer algo. Ellas deciden siempre, siempre y siempre. Fui directo al grano, evitando así la paja.

—No sé si tu casa está muy lejos, cielo.

—Tú lo que eres, es un granujilla. Pero hay que reconocer que tienes valor. La mitad de los hombres que hay por aquí no se atreven ni a acercarse de puro miedo. Y la otra mitad me miran con desprecio: ¿Qué hará esta vieja aquí, si puede saberse?, se preguntan.

—A mí me pareces una diosa, te lo juro. Eres maravillosa. Ya quisieran muchas de veinte.

—¿Irías en serio conmigo si tan maravillosa te parezco? Ya sabes, presentarme a tus padres, boda y todo eso.

Reconocí abiertamente la verdad. No mentir nunca era una de mis principios. Y de todas formas, la gente no se chupa el dedo.

—No, no iría en serio —admití mirándole a los ojos—. Hoy por hoy, estoy preparado para una relación de una noche y ya está. Tú me dirás si te interesa.

—Me interesa —concedió—. Y deja, Juan, deja el palique. Ahorra saliva para luego que nos vamos.

Ligar no era tan difícil como lo veía antes. Pero hay que acercarse abiertamente a la mujer, decirle algo, tener cintura para cambiar de tema de conversación si es preciso, demostrar interés y no cejar en tu empeño hasta que te paren los pies de forma terminante y definitiva, si es que te los paraban. Esa es la única receta. Nos fuimos con los brazos entrelazados. Unos se volvían para mirarnos divertidos quizá al advertir la diferencia de edad y otros lanzaban miradas de extrañeza, quizá de envidia, desde su posición, cubata en ristre y emboscados en las inmediaciones de un corro de mujeres que ni les miraban, ni les daban pie a nada.

Nos fuimos hasta su coche, que estaba aparcado unas calles más allá, junto a un teatro en obras de remodelación, en una calle estrecha y no muy transitada. No hablamos apenas durante el trayecto hasta el automóvil, un utilitario que ya no se fabricaba. La cercanía de nuestros cuerpos era más expresiva y elocuente que el mejor orador.

—¿Dónde vives?

—En Santa Isabel.

No me pude contener. Tengan en cuenta que no me masturbaba para preservar mi energía sexual y desde la madrugada del jueves al viernes mis manos no habían tocado mi miembro con ánimo de disfrutar. Y ya eran las dos horas, diecisiete minutos de la madrugada del sábado al domingo.

Ya sentados en los asientos delanteros del coche, me incliné sobre ella y con cuidado le bajé la parte superior del vestido, dejando en primer lugar sus hombros al descubierto y luego su sujetador, que sostenía a duras penas dos rebosantes pechos. Al principio no se resistió a mis movimientos, pero de golpe cambió de opinión: se dio cuenta de que nos podían ver y se subió el vestido. Nada como la intimidad que brindan cuatro paredes para hacer cosas de adultos.

Hicimos el trayecto en muy poco tiempo y, al cabo, aparcamos en el garaje de su edificio y mientras subíamos por el ascensor hasta la tercera planta le dije a Sofía:

—¿Tu hija está en casa?

—En casa estaba cuando me fui y no creo que se haya ido.

—¿Y por qué no sale?

—Ojalá saliera, pero la pobre tiene una depresión de caballo y no se deja ayudar. Necesita que alguien le haga olvidar. Todavía no se ha recuperado del divorcio y eso que ya han pasado casi dos años de ello. A veces hablar por las noches. Actualmente está en tratamiento para sobrellevarlo mejor. A veces está malhumorada y es difícil de tratar; no sé cómo reaccionará cuando te vea.

Entramos en su casa.

—Elena, ya he llegado —anunció Sofía al entrar en el salón—. Te quiero presentar a Juan, un amigo.

La tal Elena, que estaba comiendo patatas fritas mientras veía la televisión, me examinó con el ceño fruncido desde el sillón de orejas donde estaba sentada. Se le daba un aire a su madre, pero con veinte años menos. También iba teñida de rubia, sólo que se había teñido bastante tiempo atrás, pues las raíces empezaban a verse negras. Llevaba gafas de cristales gruesos. Muchas mujeres que han sufrido un desengaño amoroso llevan lentes gruesos. No sé por qué.

—Hola —me saludó volviendo la cabeza a la pantalla y sin el menor atisbo de entusiasmo.

—¿Queréis que os traiga algo? —propuso Sofía.

—Si eres tan amable de traerme un refresco —pedí yo.

—Yo nada, mamá —respondió Elena—. Ya estoy servida.

Sofía se fue a por mi refresco y yo, sentado en un sofá, me encontré en la obligación de romper el hielo.

—Sois muy guapas las dos —las alabé. Supongo que era una estupidez, pero no se me ocurrió nada mejor.

La respuesta fue desagradable, cortante, impregnada de hiriente ironía.

—Eso será porque venimos de una familia de modelos. Mi padre, mi abuela, mi abuelo, todos somos modelos. Hasta nuestra gata hace anuncios de comida para gatos.

—Entonces, sois un modelo a seguir —improvisé.

Rió con desganada falsedad mi mal chiste.

—Veo que eres graciosísimo. Seguro que eres humorista.

—No, soy encargado.

—Ya, encargado.

—En mi empresa soy el encargado de hacerlo todo.

A pesar de la animadversión que parecía profesarme, se le escapó una risilla fugaz, una especie de bufido. Apenas un poco de aire exhalado por la nariz, pero fue lo mejor hasta el momento. Luego me contempló detenidamente. En ese momento entró Sofía con una lata de refresco de cola y otra de té con limón para ella. Me dio la mía y se sentó junto a mí.

—¿Y esta noche qué? ¿No le has podido echar el lazo a ninguna tía de la segunda edad y tienes que recurrir a la tercera edad?

—A mí, la única edad que me interesa, es la edad de piedra, pues aquí dentro tengo un menhir. ¿Comprendes? —pregunté señalándome con el índice en la entrepierna.

—Más que una piedra, seguro que tienes un guijarro. ¿Cuánto te mide? ¿Diez centímetros?

—Has acertado. Mira: no quiero vanagloriarme, pero diez centímetros es justamente lo que me mide, pero… en reposo.

—Veo que estás sembrado —comentó con sorna—. Oye: ¿No has pensado en buscarte una novia de tu edad en lugar de venir aquí, a esta casa, a darle a la jodienda como si esto fuera un puticlub?

Me sentí mal, su desagradable e hiriente frase me causó un malestar interno, pero no me quedé callado.

—He llegado hasta aquí, siguiendo precisamente, los consejos de mis padres. Me dijeron hace poco: Juan, madura de una vez. Y claro, por eso estoy aquí con tu madre. Las inmaduras no me interesan.

—¡Mamá te está llamando "madura"! —me acusó—. ¿Por qué no tienes cojones para llamarla "vieja" si es eso lo que piensas? Venga, atrévete.

Ahora intervino la madre para ver si la hija disminuía su actitud hostil hacia mí:

—Elena, tú haz lo que quieras. Si te quieres unir a la fiesta, tú misma, pero a mi invitado déjalo tranquilo. Hoy en día es más difícil encontrar un hombre dispuesto a hacer algo, que un trébol de cuatro hojas. Cada día veo a los hombres más pasivos, más apocados, más pánfilos.

Acto seguido, Sofía me soltó la hebilla del cinturón, me desabrochó el botón del pantalón y me bajó con mi colaboración los pantalones y los calzoncillos hasta los pies. La hija protestó.

—¡Pero bueno, no me jodáis! ¿Es que os vais a poner a follar aquí? Precisamente ahora que empieza una película que quiero ver.

—¡Pues te vas a tu habitación!

—¡Sabes que no tengo tele en mi habitación!

—¡Pues te compras una! ¡En esta casa yo jodo donde me sale del coño!

—No me pienso mover de aquí —repuso Elena procurando no perder detalle de lo que veía en la pantalla.

Sofía me puso sendas manos en cada una de las zonas laterales de los glúteos y engulló mi miembro, aún flácido. La chupó un rato, pero mi pene no adquiría volumen. La tensa presencia de la hija me impedía estar relajado y subsiguientemente empalmado. Me vinieron a la mente los actores porno. ¿Cómo se las arreglaran para mantener la herramienta dura, con tantos extraños como cámaras, operadores de sonido o maquilladores pululando en sus proximidades? Desconcentrarse parecía lo lógico. El exhibicionismo no es tan fácil.

—Veo que no se te pone duro el guijarro —observó Elena divertida desde su posición. Parece que de reojo me había observado—. No sé si me voy a creer lo del menhir.

En vista de que aquello no funcionaba, Sofía y yo nos quitamos la ropa mutuamente. Mi amante tenía un rectángulo de pelo encima de su sexo y unos pechos que solo les faltaba dar donativos, de tan generosos. Las areolas eran de color rosa desvaído, que contrastaba algo con la blancura de sus senos. Por la parte del escote lucía una tono de piel anaranjado; aún conservaba puesto el collar de oro.

La abracé situado a su espalda toqueteando un seno con cada mano. Su piel abrasaba. Ella se dejaba hacer y aprovechaba para poner las suaves palmas de sus manos en mi depilado culo. Mi miembro empezó a dar señales de vida. Al poco, la tenía rígida. Sólo me faltaba decir: "Manos arriba, esto es un atraco". La coloqué justo en su entrepierna y como la tenía ligeramente inclinada hacia arriba, comencé a restregarla contra la parte externa de su coño. La punta de mi glande sobresalía por delante de su cuerpo.

Sofía inclinaba el cuello hacia atrás.

La hija, que no había hecho otra cosa que meterse conmigo, pareció recular en un tono un poco dolido:

—Mamá, ¿por qué hacéis esto delante de mis narices? ¿Para darme envidia?

—¡Para que reacciones, hija, para que reacciones! —exclamó Sofía—. Olvídate de una vez de ese mastuerzo, porque hay un montón de tíos por descubrir. Y ahora ven aquí.

Elena dudó. El grito de su madre fue imperioso, contundente:

—¡Que vengas, te digo!

Elena se puso en pie y se acercó.

—¿A qué esperas para quitarte la ropa? —le dijo Sofía.

La hija de Sofía se desnudó, inesperadamente obediente. Tenía los pechos más pequeños que la madre y más grasa acumulada en las caderas y en el vientre. Su piel tenía una tonalidad más blanca todavía que la de la madre. El sexo lo llevaba cubierto de vello púbico en un amplio triángulo que le llegaba hasta las ingles. Se notaba que no se había depilado a la cera la tarde anterior, precisamente. Sofía se atribuyó el papel de maestra de ceremonias.

—Y ahora vamos a darnos un beso.

Nos pusimos los tres en corro y, simultáneamente, acercamos nuestros respectivos labios, pasando nuestros brazos por las espaldas de los otros. Nos fundimos en un beso a tres bandas.

Enterrada el hacha de guerra con Elena, me abalancé sobre ella, sobándola por todas partes con ímpetu. La hice tumbarse en el sofá y apliqué mi lengua en sus partes pudendas con toda la destreza posible. Luego deslicé la sin hueso desde su rajita hasta el ano pasando por el perineo. La zona no estaba despejada de pelos, pero tampoco me importó demasiado que el tacto no fuera totalmente suave. La tía jadeaba como si acabara de correr el hectómetro. Cuando noté la presencia de líquido en su zona genital me dispuse a penetrarla. Me incorporé y busqué en el bolsillo del pantalón, tirado en el suelo, la caja de preservativos.

—Venga, cariño, quítale las telarañas, que falta le hace —me animaba Sofía a quien no debía de importar haberse visto relegada a un segundo plano por el bien de su hija.

Enardecido por las palabras de Sofía, me coloqué un impermeable en el erguido miembro.

—Siéntate ahí, corazón —le dije indicándole una mesa camilla cubierta por un mantel dorado. Sin oponer resistencia Elena se sentó donde le decía.

Me acerqué y agarrándome con la mano el miembro, le introduje la redondeada punta. Habida cuenta del tiempo que Elena llevaba sin follar, era sabedor de que tendría que ir despacio.

Sofía se aproximó a su hija y la cogió por la mano como si estuviera en una especie de parto, pero al revés. Aquí el "pequeño" pugnaba por entrar y no por salir.

Reanudé la introducción de mi pene en su conducto, pero entre las constantes muecas de no sabía si dolor o placer y los ojos cerrados con fuerza cada dos por tres (se le marcaban mucho las patas de gallo entonces) me creaba dudas sobre cuánto debía profundizar. Con la polla metida a medias, decidí empezar el consabido movimiento en ambos sentidos. Al principio resoplaba, pero enseguida se puso a soltar grititos agudísimos de placer y a jadear, mientras se echaba para atrás la melena con una mano y se pasaba la mano por la cara. Durante el coito, ella también se tocaba sus propios pechos.

Yo no sabía si aquella algarabía podía estar molestando al vecindario, pero aumenté el ritmo de la penetración haciendo que ella se agitara inquieta, y me mirara con la boca entreabierta en un rictus de contenido placer. Aguanté todo el tiempo que pude, mientras Sofía le daba besos en los senos y a mí me palmeaba suavemente en la espalda para que el vaivén no decayera. Yo estaba en un hotel de cinco estrellas del séptimo cielo también. Aguanté tratando de desviar mi atención mental hacia asuntos enojosos y aburridos. Aguanté sabiendo que las mujeres no quieren eyaculadores precoces, sino tardíos, hombres, en definitiva, que sepan aguantar el machacamiento durante mucho rato, para que ellas se puedan abandonarse al placer y dejarse morir por el éxtasis que quizá les invada como una implosión nuclear al sentir un orgasmo. Aguanté hasta que me dolieron los huesos y los músculos dorsales. Aguanté todo lo que buenamente pude, pero al final me corrí soltando borbotones de esperma dentro del profiláctico, quizá más que nunca desde la pérdida de mi virginidad.

Me fui a lavar y luego me colmaron de atenciones. Insistieron con tanta tenacidad en que me quedara a dormir en su casa que no pude negarme. Envié un SMS al número de móvil de mi madre:

"Me quedo a dormir en casa de Carlos. Llego mañana por la mañana"

Era mentira, con lo que me estaba saltando un poco mis principios, pero era una inocente mentira piadosa. ¿Qué diferencia había entre dormir en Santa Isabel y el Burgo de Ebro? Santa Isabel era un barrio de las afueras de la ciudad y el Burgo de Ebro distaba unos doce kilómetros de la casa de mis padres.

Dormí como un lirón en la cama de matrimonio de Sofía y me desperté sobre las diez. Ella yacía en el otro lado de la cama. Quizá me estaba vigilando, porque enseguida advirtió mi vuelta a la consciencia.

—Muy buenos días, Juanete. ¿Te sientes con fuerzas para hacer algo esta mañana?

Me revolví confuso entre las sábanas de franela, hasta que me acordé de pronto de todo lo que había acontecido el día anterior. Era la primera vez en mi vida que me levantaba con una mujer a mi lado y fue maravilloso. Y eso que no estaba enamorado. Lo digo porque hay quien defiende que el sexo sin amor no vale nada. Para mí sí valía, y mucho.

La habitación estaba en penumbra, la luz llegaba de unas pocas rendijas de la persiana que permanecían abiertas.

—Por supuesto que me siento con fuerzas —respondí abrazándola y desprendiéndola de su vestimenta, que consistía en un camisón de lino. La mujer estaba más solícita y dispuesta para empezar el meneo que una actriz porno.

Ella se situó a horcajadas sobre mí ofreciéndome ante la cara su almeja. Se inclino hacia delante y empezó a manosearme el miembro. Entretanto yo me abrazaba a su culo, sintiéndome dichoso por protagonizar aquello. Acaricié una, dos, cien veces la raja de su culo con mi mano hasta que noté que mi miembro adquiría volumen.

Ensalivé sus partes moviendo la lengua con ahínco, con la intención de provocarle espasmos de gozo. Ella se ocupaba de mi miembro viril, introduciéndoselo en la boca todo lo que podía, aunque no entera del todo. Así permanecimos un largo rato, satisfaciéndonos recíprocamente. Me contuve haciendo gala de toda mi resistencia para no soltar mi semen y volver a un mundo gris y mediocre, pero en esos momentos caí en la cuenta de que el tiempo estaba a mi favor.

El tiempo ya no era la indiferencia abstracta de siempre; el tiempo ya no era la tediosa secuencia de penalidades del trabajo; el tiempo ya no era la ansiedad desabrida de las prisas y el estrés; el tiempo era ese lugar donde uno hallaba la felicidad absoluta.

Después de esa forma de despertarme tan grata, quizá la más memorable de mi vida, tomé la iniciativa e hice que se pusiera boca abajo. Fui a buscar un preservativo, lo desprecinté dejando el plástico sobre la mesilla y me lo puse. Con la polla abrigada, pues el preservativo es un pasamontañas para atravesar sin resfriarse el monte de Venus, me coloqué encima de ella, se la envainé en su carnosa gruta y empecé el movimiento de pelvis cada vez más acentuado, más intencionado. Sofía, por su parte, dobló las piernas por las rodillas para acrecentar la profundidad de la penetración. Así permanecí queriendo que el tiempo se detuviese y que a ella la aprovechara todo aquello en forma de orgasmo. Sentí un ardor interno cuando eyaculé entre espasmos y gemidos guturales. No grité, pues no suelo gritar en estos momentos. Una pasión desmedida me invadió. Quería tocarla, sobarla, saborearla, hacer que se sintiera objeto de deseo, acariciarla incluso después de acabar, cuando a uno le sobreviene el desaliento de saber que va a tener que sufrir una tediosa espera hasta el siguiente polvo. Follar es un placer siempre renovado que te reconcilia con la existencia y te hace sentir un elegido del universo, el benjamín mimado del cosmos.

Llegó el momento de las despedidas. Le di un intenso abrazo a Sofía y otro a Elena que se hallaba despierta, leyendo el suplemento de un periódico dominical. Le pedí el número de móvil a Sofía, les deseé a ambas mil parabienes y me marché.

CAPÍTULO 6. RECONCILIACIONES

Al llegar a casa, me eché en la cama. El desgaste físico causado por el sexo pasaba factura y me exigía unas horas más de descanso. En la duermevela que va después de dormir, en ese período en el que uno aún conserva e intenta dar rienda suelta a ensoñaciones maravillosas, me sobresaltó la canción de mi móvil que tengo seleccionada para llamadas. En la pantalla del móvil aparecía Carlos:

—¿Qué quieres? —pregunté secamente.

—Juanete, tío. Me siento muy mal por lo que te dije anoche.

Hice una pausa.

—No pasa nada —concedí—. Un calentón de boca lo tiene cualquiera.

—Perdona, tío. Me he dado cuenta de que en el fondo tienes razón. Las tías a las que hice referencia anoche son unas hijas de la gran puta, se ríen de nosotros. O por lo menos de mí. No merecen un segundo de mi tiempo.

Le interrumpí.

—¿Dónde fuiste?

—A la sala "En vivo". Cuando te fuiste, opté por irme a otro lado.

—En realidad me quedé. Lo único que hice fue ir al servicio y volver donde estábamos.

—Pensé que te habías ido y por eso me largué. No me apetecía seguir en el mismo sitio. Como te decía me fui a la sala "En vivo" y le pegué la chapa a una tía que estaba sola. Parecía el escaparate de una frutería de tantos melones como tenía expuestos la cabrona. La invité a dos o tres cubatas y total: ¿para qué? Al final, resulta que estaba esperando a su novio, que se había retrasado sobre la hora en la que habían quedado, cosa que se calló la muy puta. ¿Pero sabes lo que sí hizo? Presentármelo, como si fuéramos a hacernos amigos. Nos dimos la mano y luego se enrolló con él en mis propias narices. Casi me muero de no sé si asco, rabia, sensación de ridículo, humillación o qué sé yo. Quise que se me tragara la tierra, te lo juro.

—Te lo he advertido mil veces y nunca me has querido escuchar. Y entiende que no lo he hecho por mi bien, sino por el tuyo, para que recapacitaras y te replantearas cosas.

—Ya lo sé, tío, soy tonto del culo. ¿A ti qué tal te fue?

Me sentí un poco mal por tener que refrotarle en la cara lo que hice, pero no pensaba ocultárselo, siendo que era él quien lo quería saber. Si no quería que le pusiera los dientes largos que no me preguntara nada, porque no pensaba mentirle.

—Me ligué a una rubia de sesenta o así. Fuimos a su casa y me presentó a su hija, que tendría unos cuarenta. La hija me puso de vuelta y media, pero después de unos dimes y diretes me la cepillé. Era una borde de mucho cuidado, pero, en el fondo, se moría de ganas por hacerlo. Dormí allí y esta mañana he hecho un "sesenta y nueve" con la madre y también me la he follado.

—Qué cabrón —me calificó con voz queda—. Eres el rey, lo reconozco. ¿Me podrías presentar a alguna? Últimamente no me va muy bien con las tías, que digamos.

No se lo iba a poner tan fácil. Y antes quería aclarar lo de anoche.

—Puede que te presente a alguna, pero primero me vas a tener que explicar unas cuantas cosas.

—Tú dirás.

—¿A cuántas tías te has tirado realmente?

Carlos habló con un trémulo hilo de voz:

—A una.

—¿Pagando?

—Sí, pagando por adelantado —reconoció en un tono de exasperada resignación—. Y no llegué a correrme.

—¿Tanto te cuesta decirme la verdad? ¿Es que no somos amigos para que me cuentes lo que quieras?

—Sí, claro, Juanete, lo siento. Me daba vergüenza hablar de ello. Compréndelo.

—Pues para decirme cosas como: "No digas que eres virgen o se te van a reír" y cosas por el estilo, cuando yo apenas podía articular palabra delante de una tía, no te daba tanta vergüenza.

—Juanete, tío, ¿qué quieres que haga? ¿Qué me arrodille e implore tu perdón? Creo que ya valdrá.

—Basta con que me digas la verdad, Carlos. ¿Tú crees que estos con los que quedas a veces, el Sergio o este… el Nachete, les importa un bledo si follas o no follas? Yo sí me preocupo por ti. Una amistad no puede sustentarse en unos cimientos podridos.

No respondió, así que consideré que el castigo verbal había sido suficiente. Suspiré.

—Voy a llamar a una amiga y tal vez, sólo tal vez, pueda conseguir algo para esta tarde. No te prometo nada.

—Gracias, tío.

Colgué y valoré la situación. Con Raquel, Carlos había quedado mal por no mirarla con aprecio, así que quedaba eliminada de la lista. Marina y Chus me habían dado sus números de teléfono a regañadientes y como sabía que las pondría en un compromiso si las llamaba, también las descarté. Quedar hoy con Sofía y su hija Elena, me parecía muy precipitado, así que rehusé hacerlo. Sólo me quedaba recurrir a Nuria, para ver si accedía a tirarse a Carlos.

Marqué el número de móvil de Nuria.

—¿Sí?

—Nuria, soy Juanete.

—¿Juanete?

Recordé que a ella no le había contado lo de mi apodo y rectifiqué.

—Soy Juan, no sé si sabes quien soy. Me invitaste a tu casa este sábado no, el anterior.

Hubo un silencio en el que supuse que estaba haciendo memoria. En las frases siguientes depuso su tono de confusión, transformándolo en uno de jovial identificación.

—Claro, Juan, ¿cómo no me voy a acordar? El yogurín con sabor a plátano y ciruela. ¿Cómo te va?

—Muy bien. Te llamaba para preguntarte cómo estás.

—Estoy bien. ¿Sólo quieres saber eso? —preguntó con picardía.

—Y si estarías libre para esta tarde —admití.

—Por ti ya sabes que suspendería cualquier compromiso, audiencias con reyes, autoridades, viajes en avión, citas con el especialista, lo que sea.

—Eres un tesoro.

—Si yo soy un tesoro, y tú tienes entre las piernas una piedra preciosa que también forma parte del tesoro.

—Gracias, pero te tendría que pedir algo más.

—¿Aún hay más?

—¿Te acuerdas de que ese sábado en "Las mil y una noches" estaba con un amigo?

Enseguida lo captó todo. Su tono fue gélido como un témpano de hielo que se clavó en mi pecho.

—Ya. Quieres que me lo cepille, pero es que no sé si entiendes que no soy una puta.

Maldije el momento en que le pedí este favor. Perder a una amante, a una amiga con derecho a roce y fricción, de forma sumamente tan estúpida era algo que no me perdonaría fácilmente. Pero traté de arreglarlo.

—Nuria: tú eres la que mandas. Si no quieres que vaya, no viene. Solo pensaba incluirlo en los juegos.

Hizo una pausa y volvió a hablar en el tono pícaro que tanto me gustaba.

—¿Has hecho alguna que otra cosita por ahí, estos días?

—Algo hemos hecho por ahí, sí —dije sin concretar.

—Entonces, ahora me podrás enseñar algo tú a mí.

—No sé si llegaré a tanto, pero haré todo lo que pueda, Nuria, créeme —respondí. Y aprovechando el cariz favorable que estaba tomando la situación quise asegurarme de algo—. ¿Podrá venir mi amigo Carlos?

Exhaló aire no sé si por la nariz o por la boca.

—Que venga. Si quieres que haga de profesora, haré de profesora. Le daré un repaso para que no se le olvide nunca la lección. Pasaos por mi casa sobre las cinco.

—Gracias, Nuria, no te arrepentirás.

—Eso espero.

Mandé un mensaje de texto a Carlos: "Hay tema. Pásate por mi casa a las 16:30. Los preservativos los llevo yo." Mencionaré que estuve a punto de escribir: "los preservativos corren de mi cuenta" o "los preservativos los pongo yo", pero no llegué a escribirlo pues me pareció que ambas frases se prestaban a confusiones.

Llegó diez minutos antes de la hora convenida, lo que constituyo un hito histórico en las citas conmigo. Por el interés, te quiero Andrés. Como disponíamos de tiempo de sobra, Carlos buscó un sitio para dejar su coche en mi barrio y fuimos andando hasta el domicilio de Nuria. No es que no pudiéramos haber ido en coche hasta allí, pero por donde vivía ella, hubiera sido más difícil aparcar y quizá hubiera habido que pagar un parking.

—Eres mi dios, Juanete. ¿Te costó mucho convencerla? —quiso saber Carlos mientras caminábamos por la acera.

—Un poco. La verdad es que al principio se negó en redondo. Creí que se enfadaba conmigo, pero no de aquellas maneras, sino bien enfadada. Pero al final accedió a mis requerimientos.

Antes de llegar a la casa de Nuria, nos detuvimos en una pastelería para comprar una caja de bombones. Tampoco había que abusar de la suerte. Qué menos que tener un detalle con la mujer que me había desvirgado y que también iba a introducir a Carlos en el mundo de las maravillas.

Nos recibió en la puerta. Iba con una bata fina, y no tenía pinta de llevar nada debajo, pues se le marcaban los pezones. Nos dimos un largo abrazo y le presenté a Carlos, a quien estampó dos besos en las mejillas, cogiéndolo por los hombros. Pasamos al salón y nos sentamos en el sofá.

—Te hemos traído bombones a ti, Nuria, que también eres un bombón —le dije entregándole el regalo—. Para que te endulces el paladar la centésima parte de lo que endulzas nuestros corazones.

—Gracias, mi vida, pero aquí los únicos bombones que hay, sois vosotros.

Luego se dirigió a Carlos.

—Así que estás como Juan no hace mucho. Viéndolas pasar y viéndolas venir.

—No ligo mucho que digamos.

—Tenéis suerte de que me hayáis pillado como una gata en celo, si no, sería extrañísimo que una mujer, además de puta, pusiera la cama.

—Te agradezco que hayas aceptado —respondió Carlos.

—Ahora estáis como locos por follar sin sentimientos con la primera que pase, porque ni os atrevéis a dejaros llevar por lo que sentís. Pero que sepáis que el sexo con amor es incluso mejor que el sexo por placer. Por muy increíble que os resulte.

—Yo no me he enamorado nunca —aseveré.

—Yo sí —repuso Carlos— de una profesora que tuve. Me tenía loco perdido. Pero era un amor platónico. Nunca pasó nada.

Nuria dio por terminada la charla y, dispuesta a cumplir con su palabra, se sentó en el regazo de Carlos, restregando su culo contra el paquete del chico.

—Pero hombre, no te quedes quieto como un muermo, que no muerdo.

Ella misma cogió por las muñecas las manos de Carlos y se las puso en sus pechos por encima de la tela de la bata.

—Cógemelas con cuidado. ¿Te gustan sí o no?

Carlos resoplaba sin alterar su mirada perdida en ensoñaciones sublimes.

—Responde, jodido, o voy a empezar a pensar que eres de la acera de enfrente —le apremió en un tono de amistoso enfado.

Mi amigo emitió un sonido apenas audible.

—Sí.

Nuria se desnudó por completo y se sentó sobre las piernas de Carlos mirándole cara a cara. Él la sujetaba por la espalda con los brazos y ella le acariciaba el cabello. Carlos tenía los ojos como platos.

—¿Mejor así?

—Sí.

—¿Cómo quieres la leche? —preguntó Nuria—. Caliente, tibia, fría. Tú dirás.

—Desnatada.

—Desnatada no tengo, aquí todo tiene sustancia.

—Entonces caliente.

Nuria hizo como si pulsara un botón en su areola, emitió un sonido electrónico y luego se agarró el pecho izquierdo y acercó su pezón hasta la boca de Carlos, quien ávido, empezó a chuparlo. Se pegó un buen rato con cada pecho. Los pezones empezaron a proyectarse hacia fuera, amenazadores como cañones de sendas pistolas recortadas.

—¿No crees que ya va siendo hora de que te aligeres de ropa? —preguntó Nuria.

Carlos apartó cuidadosamente a Nuria y se puso en pie. Fue veloz desnudándose. Se quitó los zapatos sin desatárselos e introdujo los calcetines en su interior. Y luego se desprendió del resto de la ropa. Iba depilado por completo. Su miembro estaba flácido, contraído, temeroso, como buscando la protección que le brindaban los testículos.

—Otro metrosexual —observó Nuria—. Sois increíbles los hombres de hoy en día. Vais más depilados que yo. ¡El macho ibérico ha muerto, vivan los metrosexuales!

—¿Te gusta así? —preguntó Carlos.

—Mucho, pero hay que hacer algo con eso —dijo señalándole a Carlos el miembro.

—Estoy muy tenso —se justificó.

—Yo diría que estás cualquier cosa menos tenso —comentó Nuria con su habitual socarronería.

—¿Es por mí? —pregunté—. Si quieres me voy a otra habitación.

—Quizá sea preferible estar a solas —intervino Nuria—. Pero mejor nos vamos nosotros al dormitorio. Juan, cariño, coge lo que quieras del frigorífico; tú, como si estuvieras en tu casa.

Dirigiéndose a Carlos le preguntó.

—¿Tú conduces?

—Sí.

—Entonces debes saber que antes de nada tienes que mirar los niveles de lubricante con la varilla.

Acto seguido, le cogió a Carlos la mano por el dedo índice y se lo introdujo en la vagina.

—¿Está el aceite entre los niveles mínimo y máximo?

Ante la parálisis mental de Carlos, siguió ella la broma.

—El mínimo está aquí —dijo señalando la línea de separación entre la penúltima falange y la yema del dedo—. Y el máximo aquí —continuó señalando la marca por donde se dobla el dedo índice.

—Entonces el nivel de aceite es correcto —confirmó Carlos, siguiendo la broma—. El motor estará bien lubricado.

—Pues de eso se trata.

Desaparecieron por una puerta y maté el rato leyendo una revista de actualidad. En general, en cualquier publicación me gusta mucho leer los artículos de opinión pero, sobre todo, las cartas de los lectores. Hay mucha autenticidad en ellas. Al cabo de una hora y cuarto aproximadamente apareció Carlos con una sonrisa de oreja a oreja y luego Nuria. Ambos vinieron vestidos con el nuevo traje del Emperador.

—¿Cómo se ha portado el semental? —pregunté a Nuria guiñándole un ojo.

—Al principio un poco desconcentrado, temblaba como un pajarillo en el nido. Con no poco esfuerzo he conseguido que se relajara y se empalmara, y entonces me ha pulido un poco el coño. Lo justo para correrse, pues se ha corrido prontísimo. Perdón por la franqueza, pero te pongo un insuficiente. Y no te quejes, porque siempre será mejor que un muy deficiente.

—Por algo se empieza —juzgué.

No era una gran crítica, pero a Carlos se le veía satisfecho. Empezó a vestirse. Quizá había conseguido lo más importante, que es perder el miedo a las mujeres y dar así el salto de la introversión personal de la masturbación a la extroversión social de los coitos.

Nuria me lanzó una mirada ardiente, de mujer que se ha quedado con las ganas de algo más.

—A lo mejor tú puedes acabar lo que tu amigo ha empezado, ¿no te parece? Me he quedado un poco a medias.

No hizo falta que me lo repitiera. Me levanté del sofá y me incliné junto a su costado izquierdo, la rodeé por la cintura con el brazo derecho, me la eché al hombro y la conduje hasta su habitación. Nuria me palmeaba la espalda en señal de protesta y gritaba encantada. La deposité en su cama y me desembaracé de mi ropa con impaciencia, dejándola tirada sobre una alfombra.

—Házmelo con delicadeza, Juan.

Ella me esperaba tumbada boca arriba. Contuve mis pulsiones carnales más instintivas y me acomodé junto a ella para empezar los preliminares. Empecé a besarla con ternura en el cuello, le chupé el lóbulo de la oreja; la hice ponerse boca abajo para lamerle la nuca. Lamía y luego soplaba. Luego me senté a horcajadas sobre su culo. Mi miembro había ganado volumen, pero aún no estaba del todo duro. Le hice un masaje por la espalda lo mejor que supe.

—Ponte al borde del colchón —le dije cuando terminé.

Se sentó al borde de la cama, se dejó caer de espaldas y se agarró las piernas por las corvas de modo que quedó encogida en posición casi fetal, ofreciéndome una espléndida visión de su conejo.

Me puse un preservativo que cogí de una caja que había sobre la mesilla y la penetré con brío y con mesura al mismo tiempo, buscando su placer, examinando para ello las caras que ponía para cambiar el ángulo de penetración o el ritmo de las embestidas. Prolongué el placer todo lo que pude hasta derramarme.

CAPÍTULO 7. RAQUEL: LA ESTRELLA DIGITAL

Consulté el reloj del móvil: las ocho y doce minutos. Carlos estaba eufórico. Caminábamos de regreso a casa comentando la experiencia vivida. Hacía un poco de frío, pero estábamos demasiado calientes para notarlo. Sobre todo Carlos.

—Esto hay que repetirlo como sea.

Quise aplacar sus ánimos para que se diera cuenta de no vivíamos en Jauja y que todo el monte no era precisamente orégano.

—No es tan fácil lograr lo que hemos logrado hoy —dije—. Personalmente estoy teniendo una suerte con las mujeres que ni yo mismo me termino de creer, después de la pertinaz sequía que he sufrido durante tanto tiempo. Para no caer en la rutina tal vez tendría que invitar a mis amigas a cenar, al cine, no sé. Supongo que las relaciones, aunque se basen en el sexo, hay que consolidarlas un poco. ¿No crees?

Quise hacer partícipe a Carlos de mi inquietud, pero éste no me hacía ningún caso; creo que ni me escuchaba:

—¿Podías conseguirme algo con otra? Hazlo, por lo que más quieras.

Me volví a Carlos para mirarle de hito en hito.

—Me tomas por un alcahuete o un celestino o algo por el estilo, tío. A partir de ahora, con las tías, vas a tener que buscarte la vida tú solito. Y por cierto, ¿estás pensando en alguien en especial cuando dices "otra"?

—En Raquel.

—¿Raquel? —repetí con fingido despiste. Los colmillos se me expandieron del sarcasmo—. ¡Ah, ya! Esa gorda que de cara no mola nada y con la que no te gustaría encontrarte con nadie, si fueras en su compañía. ¿A esa Raquel te refieres?

—¡Te la follaste gracias a mí, no lo olvides! ¡Yo te di su teléfono!

Era cierto. Fue mi segundo polvo y el primer número interesante de mi agenda. Y tal vez la vaga seguridad de tener un teléfono de reserva en mi agenda me ayudó a superar mis titubeantes comienzos, ese miedo que me agarrotaba y no me permitía desinhibirme y hacer lo que, en el fondo, estaba deseando.

—Es verdad —reconocí.

—He estado pensando toda la mañana en el vídeo que me enseñaste anoche. Es la leche.

—Esas tetazas en primer plano te ha puesto al borde del enamoramiento, ¿verdad? —seguía imprimiendo sarcasmo a mis palabras.

—¿Me lo puedes pasar?

Llegamos al coche de Carlos y nos sentamos en los asientos delanteros, protegidos de la intemperie. Se lo pasé a su móvil por el sistema de envío de ficheros a distancia y permanecimos sentados porque aún no nos apetecía despedirnos.

—Fui idiota por no haber reaccionado a tiempo —comentó Carlos arrepentido—. Hubiera sido solo sexo sin problemas. Hay chicas para las que el sexo y el amor tienen que ir unidos, o si no, no hay nada que hacer. Pero por lo que me has contado no es el caso de Raquel.

—Sé un hombre y llámala —le propuse.

—¿Qué te crees que he estado haciendo esta mañana? No me coge el móvil. Por el ordenador tampoco puedo comunicarme, porque me ha borrado de su lista en el "Messenger". Inténtalo tú, por favor.

Resignado a la idea de que debía devolverle el favor, busqué su teléfono en mi agenda y pulsé el botón de llamada. Mientras, Carlos se enfrascaba una y otra vez en la contemplación del vídeo con las pupilas dilatadas y ligeramente boquiabierto.

—¿Raquel?

Ella ya sabía quien era yo, porque le debía de figurar en la pantalla de su teléfono móvil. El tono fue jovial, enérgico. Pulsé el sistema de manos libres para que la conversación pudiera ser oída por el interesado.

—¿Cómo estás, Juan? ¿No pillarías una pulmonía el domingo, no?

Hice memoria. Había huido de su casa en bolas para que no me pillaran sus padres con las manos en la masa.

—No, qué va, no fue nada. ¿Notaron algo tus padres?

—No, cielo. Me puse el albornoz y comprobé que estaban los dos en el baño de arriba. Y es un baño que tiene una ventana que da a la parte trasera del jardín, así que no pudieron verte. No pasó nada de nada.

—Me alegro. Te llamaba para ver si podíamos quedar otro día

—Por mi parte encantada. ¿Qué has estado haciendo este fin de semana? Creí que me llamarías.

Me pareció innecesario mencionarla que acababa de follarme a una amiga, y que la noche anterior me había follado a una madre y a su hija porque podía sonar demasiado petulante, más propio de alguien encantado de haberse conocido que de alguien que, con humildad da pasos en el mundo del sexo. De todas formas, no contar una parte de la verdad es aún más legítimo cuando la pregunta que ella formula es más propia de una novia celosa y controladora, que de una amiguita para juegos festivos.

—He estado con unos amigos echando unas risas. A uno de ellos ya lo conoces. Se trata de Carlos.

—¡Carlos! —exclamó horrorizada—. Si me dices que no le has contado nada, no te voy a creer.

—Claro que se lo he contado. Recuerda que fue él quien me dio tu número de móvil. Está como loco por quedar contigo

—¡Un momento! Carlos tuvo su oportunidad y no hizo absolutamente nada por aprovecharla —su tono fue inflexible, conminatorio—. Así que entérate: ese tío a mí no me va a meter mano por nada del mundo. Díselo así de clarito.

Una mujer puede perdonar un desliz, pero el desinterés y la desconfianza no. Y el orgullo de una mujer es implacable e inconmovible como un inquisidor. Carlos me contemplaba en silencio, apenado y apesadumbrado.

—No te enfades, mujer. Espero que no te moleste, pero le enseñé el vídeo que te grabé.

—No, no me molesta, todo lo contrario, me encanta que me graben. ¿Le mola el vídeo o qué?

—La verdad es que sí, mucho.

Hizo una pausa.

—Te iba a decir que lo publicaras en Internet, pero es un vídeo muy cutre, mejor no lo hagas. Pero se me ha ocurrido algo que quizá le interese a tu amigo. ¿Te he hablado de Silvia?

Entrecerré los ojos para hacer memoria.

—Directamente no. Pero recuerdo que Carlos me contó que habías discutido con una amiga tuya llamada Silvia.

A una chica no se le halaga piropeándola o exagerando sus virtudes, sino acordándose de todos y cada uno de los detalles que tienen que ver con ella, aunque para ello haya que ser casi una supercomputadora. Y además, a Carlos lo dejaba en buen lugar diciéndole aquello, porque ponía de manifiesto que recordaba al dedillo lo que ella le había contado, cuando quedaron para ver "Reino Oscuro 2: la venganza del santero" en el cine.

—Exacto, Silvia. Ya no me hablo con ella. Me quitó un chico de la pandilla que me hacía tilín con muy malas artes. Pero lo que me repateó los higadillos no fue eso, sino que me lo restregara por la cara haciendo un vídeo en el que se lo follaba, y mandándomelo a mi correo electrónico. El vídeo era una basura, por cierto. Se limitaban a grabarse en su cama con una cámara fija.

—¡Qué cerda! —exclamé buscando empatizar con ella. Seguía sin captar adónde quería llegar a parar, así que dejé que continuara.

—Por un lado: estoy deseando vengarme por todo lo alto de la zorra de Silvia, y por otro: Carlos sabe hacer vídeos. Y si tanto le gusta verme en pelotas. ¿Por qué no me hace uno porno un poco decente? Estoy dispuesta a hacer borrón y cuenta nueva si se da un poco de maña con el rodaje. Uno demuestra su arrepentimiento con hechos reales, no con palabras vacías. Y mucho menos dando la vara con el móvil a todas horas.

Carlos había rodado un par de cortometrajes de terror con amigos. En uno de ellos participé yo haciendo un pequeño papel. No era un aficionado a quien le gustara hacer sencillos vídeos caseros. Tenía dos cámaras de varios mega píxeles de resolución y una lente muy cara, trípodes, un foco, micrófonos y tenía cierta idea de cómo moverse con la cámara porque había leído libros al respecto. Lancé una mirada interrogante al aludido. Éste asintió ostensiblemente ante la propuesta, sabedor de que no podía hablar. Quise aclarar los muchos puntos oscuros de la idea con una batería de preguntas, no sin antes renunciar al humor.

—Un vídeo porno puede tener muchos calificativos, pero si es decente ya no es porno.

—Me parto contigo: me refiero a bien hecho, gracioso.

—Se lo diré, no te quepa duda, pero, a juzgar por lo salido que está Carlos últimamente, tengo la sensación de que la respuesta será afirmativa. ¿Y de que iría el vídeo, si puede saberse?

—Ah, no sé. Él verá. Si le interesa, él será el director y lo decidirá. Y yo la actriz protagonista. Y quiero que se lo curre, bien currado.

—¿Quién más participará?

—Tú, por supuesto, y si tienes algún amigo majo también le puedo dejar que me haga alguna cosilla. Aunque todo dependerá del guión que se le ocurra, claro está.

—El material cinematográfico lo tiene Carlos, pero, ¿dónde y cuándo podremos rodarlo?

—Si acepta, mándame un SMS y nos pondremos de acuerdo. Pero, en principio quedamos el sábado a las ocho de la mañana en mi casa. Mis padres se van el viernes por la tarde a esquiar y no vuelven hasta el domingo. Y supongo que con un día será suficiente para rodar un vídeo de veinte o veinticinco minutos. No sé qué se le ocurrirá a éste, pero digo yo que escenarios de cartón piedra, efectos especiales y vestuario de época no tendremos que preparar.

—¿Perdonarás a Carlos si lo hace?

—Si hace el vídeo y me quedo satisfecha del resultado, te juro que Carlos y yo empezaremos de cero. No soy rencorosa.

Me pasó por la cabeza que respecto a su amiga Silvia si era un poco rencorosa, pero entiendan que aunque no sea el tipo más astuto sobre la faz de la tierra, no soy tan imbécil como para decirle eso.

—Te informaré tan pronto como sepa qué tal le parece.

—Hasta lueguito —se despidió.

Pulsé el botón de fin de llamada.

—¿Qué opinas?

—Me da mucho morbo la idea de rodar un cortometraje pornográfico. Y si eso es lo que quiere Raquel para estar a buenas conmigo, yo encantado. ¿Te va bien quedar el sábado, Juanete?

—Nunca madrugar un sábado estuvo más justificado —repuse.

Carlos pensaba en voz alta:

—Hará falta a alguien más. Yo no puedo participar y puede que, aunque me dejara, me pusiera nervioso y no me empalmara. Así que necesitaremos a alguien más.

—¿Se te ocurre algo? —pregunté.

Carlos no respondió enseguida.

—En mi cabeza, voy perfilando la historia. Rodaremos en la casa de sus padres en María de Huerva. Podríamos hacer la típica historia de la niña pija que seduce al jardinero o al mayordomo y se acuesta con ellos. Pero está muy visto. Había pensado en otra clase de historia. Ella sale a correr por las inmediaciones de su casa en chándal. Apareces tú y alguien más conduciendo mi coche y la secuestráis amenazándola con un cuchillo. La amordazáis y la lleváis a una habitación de la casa. Allí os ponéis en contacto con sus padres para pagar el rescate. Lo típico: el dinero en efectivo y si se le ocurre avisar a la policía, ella morirá. Pero resulta que la tía es ninfómana y necesita follar para que no la entre una especie de baile de San Vito. Les hace de todo y los pobres secuestradores acaban extenuados y rendidos. Y la dejan marcharse por piedad. No sé si es creíble o no, pero es más original que la de la niña de familia adinerada que va enseñando cacho y se tira a todo el mundo, que es lo único que se me ocurre rodando en un chalet.

—Me gusta la idea —apoyé—, pero necesitaremos más gente, ¿no?

—Sí, qué menos que otros dos secuestradores. Y también harán falta dos personas de cuarenta y pico que hagan de atemorizados padres de Raquel.

—¿Alguna mujer más en el reparto?

—No, sólo Raquel.

—Será la primera película porno con tanto predominio de hombres sobre mujeres —comenté.

—Llevas razón, Juanete. Pero ya la has oído. Ella quiere todo el protagonismo para resarcirse. Son increíbles las tías, una mirada indebida, un calentamiento de boca, un mal gesto y para que te perdonen tienes que hacer encaje de bolillos con los pies y ecuaciones diferenciales de cabeza. Y seguro que nunca llegaré a saber si me ha perdonado del todo.

—¿Por qué no se lo dices a Sergio o a Nachete? Tú aún quedas alguna vez con ellos, ¿no?

Sergio y Nachete eran unos amigos comunes con los que yo había perdido el contacto desde hacía años. Carlos negó ostensiblemente con la cabeza.

—Sergio se echó novia hace unos meses y no se despega de ella ni con espátula. Parecen siameses. Y Nachete es muy informal. No me fío. Igual te dice que viene y aparece tres horas más tarde. O no aparece. Según como le dé la venada. Y aunque viniera no me haría ni caso. Se lo toma todo a pitorreo. No hay quien haga carrera de él.

—Entonces necesitamos cuatro personas —resumí con tintes levemente fúnebres. No parecía una tarea fácil—. La madre de Raquel podría ser Nuria. Se lo preguntaré. Por probar, nada se pierde.

—Hay un tío en mi curro, Manu, al que bajo todos los días a casa en coche desde hace tiempo. Tiene cuarenta y siete tacos y está soltero. Muchas veces me ha ofrecido ir a pescar con él, el domingo por la mañana. Me ha dicho muchas veces que cuente con él para lo que quiera. Creo que ha llegado el momento de que me devuelva el favor.

—Nos faltan los folladores —expuse.

—Juanete, hay que mover el culo. Tú uno y yo otro. Busca un vecino, un amigo, pon un anuncio en el periódico, contrata al primero que pase por la calle, lo que sea. Ya me contarás.

CAPÍTULO 8. LOS ACTORES

Al día siguiente, lunes, cuando apenas llevaba media hora dedicado a los quehaceres habituales, se me presenta el señor Plaza, mi jefe, acompañado de un joven desconocido. Era un chaval de dieciocho o veinte años, espigado y con el rostro salpicado por algunas pecas. Llevaba un piercing plateado en una ceja.

—Juan, este es Isaac. Viene por ETT. Enséñale cómo funcionamos y quédate con él toda la mañana.

—Eso está hecho, jefe.

Estreché la mano que Isaac me tendía. No me la estrujó, así que me llevé una buena opinión de él. Por su forma de hablar, de gesticular, no me pareció el típico sobrado al que no se le puede decir ni un par de consejos para que haga las cosas mejor. Le estuve mostrando las diferentes zonas de la empresa y le expliqué lo básico, unas nociones para que empezara a desenvolverse por sí mismo. Cuando llegó la hora del almuerzo aproveché para sacar a relucir el asunto de la película. No quise andarme con circunloquios ni tapujos, así que me lancé:

—¿Qué te parecería hacer de actor en una película porno?

Frunció el ceño y me miró con extrañeza.

—¿Cómo dices?

—Lo que has oído.

—Que si quiero rodar una película porno —repitió como si formulando la frase con sus propias palabras entendiera mejor mi propuesta.

—Un amigo mío va a rodar un cortometraje pornográfico y nos hace falta un actor. ¿Qué te parecería hacer tus pinitos en el mundo del cine? Di que sí, hombre, que lo estás desando.

A Isaac se le iluminó el semblante y sonrió con malicia.

—¿Y las actrices?

—Sólo hay una actriz.

—¿Y cómo es?

Extraje el móvil del bolsillo de mi pantalón de trabajo (siempre lo llevo encima) y le enseñé el vídeo de Raquel. Aquí vendría la prueba de fuego. Si Isaac era muy exigente podía quejarse de que Raquel no era de su agrado y rechazar la propuesta, pero prestó atención.

—¿Qué te parece? —quise saber.

—Aún es guapilla —la calificó—. Y tiene unas tetas que podría asfixiarte entre ellas. Imagínate lo que diría el forense: "Es el primer cadáver que me encuentro con una sonrisa dibujada en los labios". ¿Qué no o qué? ¿Alguna más?

—No, el vídeo es una especie de cuenta pendiente de mi amigo con ella, que, a su vez, aprovecha para vengarse de una amiga que se había enrollado con un tío que le gustaba. Todo el protagonismo lo quiere acaparar Raquel, que es la chica que aparece en el vídeo. En fin, tú me dirás si estás interesado, pero si no triunfas el próximo finde, no me vengas el lunes que viene con lloriqueos.

—¿Cuándo es?

—Rodaríamos el sábado por la mañana en la casa de los padres de ella, un chalet en María de Huerva.

—Ya has estado —dedujo.

—Sí.

—¿Es tu novia?

No me negarán que era una pregunta retorcida como una enredadera. Sería la primera vez en la historia de la humanidad que un hombre pretende con tanta insistencia que otro se tire a su novia. Respondí:

—Siento desilusionarte, pero es solo una amiga. Entonces, di: ¿estás interesado?

—¿Acabaremos antes de las ocho de la tarde? Es que quedo siempre a esa hora en unos billares con unos amigos.

—Segurísimo que sí.

—Cuenta conmigo, Juan —dijo poniendo su lata de refresco de cola frente a mí para que brindara.

Entrechocamos nuestras respectivas bebidas porque el cortometraje fuera un éxito e hicieran indefinido a Isaac, si se diera el caso de que se encontrara a gusto en la empresa.

Esa misma tarde, después de echarme la siesta llamé a Nuria.

—Nuria, encanto, te quiero dar las gracias por lo que hiciste por Carlos el otro día. Tú sí que eres una amiga de verdad, no de esas de boquilla que prometen mucho, pero que al final no se mojan por nadie.

No lo dije con doble sentido pero ella lo captó así.

—Sí que es cierto que se me mojó el coño, pichurrín, pero más contigo que con tu amigo. Un poco más y tienes que achicar agua.

—Gracias, Nuria. Me podría pasar el resto de mi vida dándote las gracias y no te haría justicia. Te tengo que hacer una propuesta.

—¿No tendrá que ver con follar? —dijo simulando alarmarse.

—No, exactamente.

—Pues vaya decepción. Ya sabes que si se trata del asunto del folleteo estoy abierta las veinticuatro horas.

—Y yo tengo barra libre, así que está claro que nos juntaremos el hambre con las ganas de comer.

Nuria insistía en su escepticismo:

—Eso de que no hay que follar no me lo termino de creer. Es algo muy inusual en ti; me dejas de piedra.

—Tú también me dejas a mí de piedra lo que tú ya sabes.

—Tú dirás, petrificado mío.

—¿Te gustaría participar en un cortometraje pornográfico que va a rodar Carlos el sábado que viene?

—¿Y me quieres hacer creer que eso no tiene que ver con follar? —preguntó en un tono risueño.

—Tu papel sería el de la madre de la protagonista. En la película secuestramos a tu supuesta hija y os llamamos a los padres para pedir el rescate.

La mujer habló ligeramente molesta:

—O sea que la Nuria se queda sin su dosis de rabo juvenil.

—Nuria tiene rabo juvenil siempre a su disposición y lo sabes muy bien. Lo que pasa es que Carlos tiene que filmar el corto haciendo que solo destaque Raquel, la protagonista.

—¿Por qué?

—Es una historia larga.

—A mí todo lo que sea largo me gusta.

—¿Incluso si vas al banco y hay una cola muy larga? —pregunté por hacer la gracia. Ella me siguió el rollo:

—Sólo de pensar en lo larga que es la cola, me pongo cachonda. Por cierto: a esa tal Raquel, ¿te la has tirado?

—Sí, además me la tiré por donde no os quedáis embarazadas las mujeres, justo el día después de hacerlo contigo.

Nuria se quedó un momento en silencio. Luego dijo:

—No sé si me hace gracia ir a un rodaje para tan poca cosa. Me siento infrautilizada.

—Nuria, entre bastidores te hago lo que me pidas, pero en la película será Carlos el que lleve la voz cantante y te necesita para ese papel.

—Todavía no me has respondido lo de la historia —me recordó—. Y quiero detalles.

Tomé aire para poner en orden mis ideas.

—Raquel y Carlos se conocían desde hace tiempo; hablaban mucho por el "Messenger" y demás. Un día decidieron quedar, pero a Carlos no le gustó ella, o al menos no lo suficiente como para entablar una relación seria, que era lo que él pensaba que ella quería. Me lo contó y a mí se me ocurrió quedar con ella con la excusa de que era amigo de Carlos. Fue justo el día después de follar contigo por primera vez. Con las mujeres nunca se sabe, pero la suerte estaba de mi lado y me la pude beneficiar. Le conté lo sucedido a Carlos y él se percató de que quizá ella solo buscaba diversión y no quería un novio formal, razón por la cual, renovó su interés por ella. Pero Raquel en esta segunda intentona pasó olímpicamente de Carlos, no le perdonaba su desdeñosa actitud del principio. Haciendo de celestino, le pedí que le perdonara y a ella aceptó con la condición de que elaborara una película bien hecha en la que ella apareciera pasándose por el arco del triunfo a unos cuantos.

—¿Para qué exactamente?

—Creía que esto era más típico de los tíos que de las tías, pero, por lo visto, de todo hay en este mundo. Raquel quiere demostrarle a una amiga suya que tiene poco menos que el coño desgastado de tanto follar. Y es que resulta que esta amiga le había robado un novio y además le había mandado un vídeo en el que se tiraba al chaval haciendo gala de cierto recochineo. Raquel quiere vengarse diciéndole de una forma sofisticada que ella los tiene a pares.

Contra todo pronóstico, pues ignoraba si me había sabido explicar, respondió:

—Entiendo. Dime dónde quedamos.

CAPÍTULO 9. EL RODAJE

Eran la siete de la mañana del sábado y estaba sentado en el escalón de mi portal esperando a Carlos. Hacía frío y el cielo mostraba tonalidades anaranjadas.

Lo que son las cosas. Hace dos semanas Carlos ponía a Raquel a caer de un burro y ahora se embarcaba en una aventura compleja para quedar bien con ella y obtener la absolución de sus pecados. ¿Le gustaría Raquel como mujer, por su personalidad, por su sentido del humor, por que tenían en común que a ambos les gustaban las películas de terror? ¿O solo por sus atributos corporales, como receptáculo de su miembro? Si le gustaba por sus cualidades, ¿por qué iba a permitir que nos la cepilláramos tres tíos delante de él? Y si sólo la quería para tratar de acostarse con una mujer, ¿para qué montar semejante parafernalia con Raquel? Ella, en ningún momento le había garantizado sexo desenfrenado cuando terminara la película, sino un frío "empezar de cero".

En fin, yo me limito a constatar lo que sucedió, no voy a desentrañar los secretos más ocultos del corazón de los seres humanos en un simple relato. Las relaciones son relativas, como su propio nombre indica. Y para mí, lo importante, es que podía recuperar el tiempo perdido en lo que al sexo respecta.

Carlos llegó sobre las siete y veinte. Venía con un acompañante en el asiento del copiloto.

—Manu: te presento a Juanete.

—¿Qué pasa, chaval? ¿Cómo va eso? —me preguntó tendiéndome una mano áspera que correspondí con mi diestra en cuanto entré en el vehículo. Era un hombre corpulento, de voz ronca y prácticamente calvo.

—Todo bien, gracias —repuse acomodándome detrás de Carlos y poniéndome el cinturón de seguridad.

—No he encontrado a ningún follador disponible para hoy —me explicó Carlos mientras conducía—. Los que estaban dispuestos a que los filmara tenían otros planes mejores. Así que nos tendremos que adaptar a lo que haya.

—Yo me ofrezco para mojar el churro, si tú quieres. Siempre he pensado que tenía madera de actor.

—Manu: ya te he dicho que solo quiero que ruedes unas escenas que no serán de cama con una amiga y ya está. Creo que te he expuesto claramente el asunto.

—Tranquilo, hombre, que lo digo por si surge alguna indisposición entre los actores y se les encoge la pilila por el frío o algo así. Yo no tengo ese problema ni lo tendré nunca, porque de pequeño me caí en una marmita llena de Viagra.

Al poco recogimos a Nuria en el lugar convenido. Hechas las presentaciones entre Manu y la catalana, empezó un flirteo un tanto burdo, por parte de este último.

—Así que tú, Nuria, serás mi mujer en la ficción. Digo yo que igual estarías interesada en seguir la relación en la realidad.

—Gracias, pero no —respondió seca Nuria mientras se cruzaba de brazos y me dedicaba una mirada del tipo: "Menudo pelmazo que me habéis endilgado con la película de marras".

Llegamos a la urbanización "La solana" de María de Huerva. Enfrente del chalet de los padres de Raquel estaba aparcado el coche de Isaac, un coche de precio discreto y un poco tuneado por dentro y por fuera. Isaac nos esperaba en el interior del vehículo fumándose un porro mientras escuchaba música máquina a bastante volumen. Yo no era su padre, pero no me hizo gracia que se drogara, más que nada porque no hubiera descontrol durante la jornada.

Les presenté a mi compañero de trabajo y nos encaminamos hasta el timbre de la casa de Raquel.

Raquel salió enseguida vestida con un chándal azul marino de un tejido aterciopelado y nos franqueó la puerta de la verja. Hacía casi dos semanas que no la veía y me dio la impresión de que había perdido peso ostensiblemente. Tal como lo percibí se lo solté:

—Estás guapísima. Te noto más delgada.

—Gracias. Estoy haciendo una dieta vegetariana que me está dando buenos resultados.

—Así que tú eres la zagala, ¿verdad? Encantado de conocerte. Yo soy Manu.

—Raquel.

Raquel repartió besos y saludos entre todos hasta que dimos por concluidas las presentaciones. A Carlos también le dio un beso, pero con una actitud fría, distante.

El director de la obra recabó mi ayuda y la de Isaac y cogimos los bártulos del maletero. Cargamos con cámaras digitales, focos, micrófonos, trípodes y demás cachivaches hasta el interior de la casa.

—¡Menuda choza que tienes! ¿Qué no? ¡Es como el palacio de Aladino o la cueva de Alí Babá o algo así! —exclamó Isaac mirando por todas partes.

—Ojalá fuera mía, pero es de mis padres.

—Bueno, pues como si lo fuera.

Carlos sacó unas hojas del interior de una funda y reclamó la atención de los presentes:

—Supongo que os habréis aprendido el guión que todos debéis tener en vuestras manos desde el miércoles.

El elenco de actores asentimos sin mucha convicción.

—Entonces vamos allá. Escena primera: Raquel se despierta. Vamos arriba. Al dormitorio.

Subimos en comitiva al dormitorio de Raquel. Allí Raquel, demostrando su impudicia para posar desnuda, se desvistió quedándose con unas bragas de color crema puestas. Luego se puso un pijama con dibujos de ositos que se me antojó un poco infantil.

Carlos daba las instrucciones pertinentes.

—Juanete: despliega el trípode y ponlo ahí. Isaac: sujeta el micrófono ambiental así, a esta altura y no lo bajes de ahí porque no debe verse. Raquel: pon la alarma del móvil para las… (echó un vistazo a su reloj de pulsera) ocho y diez minutos. Ya sabes: te levantas, te pones las pantuflas, subes la persiana y sales de la habitación caminando con paso inseguro, como si acabaras de levantarte. Y por favor, ni se te ocurra mirar a la cámara. Actúa con naturalidad. Y ahora, métete en la cama y arrópate.

—Ten cuidado, Raquel —advirtió Manu—. A ver si te vas a quedar transpuesta, que estas horas son muy traicioneras.

—Manu, por favor te lo pido. Guardad silencio.

—Pero, hombre, que era una bromilla —se justificó Manu.

Raquel puso el despertador del móvil en la hora convenida y se metió en la cama. Carlos colocó la cámara sobre el trípode y esperó a que sonara el timbre.

Al sonar el despertador, Raquel pegó un respingo y apagó el móvil. Luego se frotó los ojos apurando los últimos segundos que preceden al momento terrible de levantarse, se incorporó, se calzó las pantuflas y subió la persiana al máximo. Acto seguido salió de la habitación caminando despacio. Carlos no dejó de grabarla hasta que con un gesto indicó que había cortado la grabación.

—Escena segunda: Raquel se ducha. Vamos al baño. Isaac, por favor, sujeta el micrófono ambiental desde aquí. Los demás: poneos en ese rincón y no os mováis, ni hagáis ningún ruido u os tendré que pedir que esperéis fuera.

—Raquel, entras, te quitas el pijama, te metes en la ducha y cierras el biombo de cristal.

—Carlos, a través del cristal no se me va a ver muy bien que digamos. ¿No sería mejor que dejáramos el cristal abierto?

—No. Se te va a ver todo cuando te desnudes y luego cuando te seques. Y a mí me parece que tiene más morbo vislumbrar tu cuerpo por el cristal que estar todo el rato viéndote. Mira Raquel: en esta historia tú eres la protagonista, pero yo soy el director. Y pretendo que la historia sea creíble. Podemos hacer una grabación a cámara fija en la que te tires a dos tíos, uno detrás de otro, pero fuiste tú la que me pediste una película bien hecha. Así que hazme caso; no pienso andar todo el rato discutiendo.

—Tú mandas —aceptó.

—Entras, te desnudas con normalidad, te metes en la ducha, te duchas durante unos minutos, sales, te secas con una toalla, te pones el albornoz y sales del cuarto de baño. No hagas movimientos provocativos; no te quites la ropa como si fueras una "stripper". Dúchate y sécate con normalidad. El morbo no está en estar todo el rato viéndote desnuda, sino en entrever ahora un pecho, luego las piernas y luego lo que sea. Desde mi punto de vista, no conviene darle al espectador un hartazgo del último rincón de tu cuerpo desde el principio. Considero que hay que saber jugar con la insinuación para acrecentar el interés.

Raquel salió del cuarto de baño y Carlos empezó a grabar en dirección a la puerta.

Raquel entró y se fue desvistiendo sin ninguna sensualidad, ofreciéndonos poco a poco su anatomía. Isaac le miraba embobado los gloriosos pechos mientras sujetaba el micrófono ambiental.

Luego entró en la ducha, cerrando tras de sí la puerta corredera del biombo y se duchó. Por el cristal transparente se veía bastante bien, aunque no con total claridad puesto que estaba cubierto de agua y esto lo volvía translúcido. Se veía como se enjabonaba el cuerpo, como, en un momento dado se doblaba por la cintura para llegar a las zonas inferiores, como se frotaba la zona genital, las nalgas. Después se lavó el pelo, aplicando las yemas de los dedos sobre su cuero cabelludo. Y para terminar se enjuagó todo el jabón que recubría su cuerpo. No negaré que ver todo esto con la imagen levemente distorsionada tuvo sutiles efectos sobre mi miembro, pero desviando la vista, conseguí que la excitación no pasara a mayores.

Una vez terminó de quitarse el jabón, abrió la puerta corredera y puso un pie en la alfombrilla. Chorreaba agua. Se secó con la toalla, se puso un mullido albornoz, se lo ató a la cintura y procedió a secarse el pelo.

Carlos, que había mantenido la cámara fija en el trípode mientras la mujer se duchaba, tuvo que seguir el resto de la grabación moviéndose y enfocándola de cerca. Finalmente, Raquel salió del cuarto de baño.

Carlos hizo un gesto con el que daba por terminada la escena y dijo:

—Perfecto. No sabía que se iba a secar el pelo y, por un momento, me he grabado a mí mismo en el espejo, pero no pasa nada. Cuando monte borraré ese trozo y ya está.

La diva del erotismo, al oír las palabras procedentes del interior entró en el cuarto de baño. Todos mirábamos expectantes al director de la obra cinematográfica.

—Escena tercera: Raquel se viste. No creo que hagan falta muchas explicaciones. Te vistes con el chándal en tu habitación. Guarda el chándal en el armario y te pones la ropa como si estuvieras sola.

Fuimos todos a la habitación de Raquel y nos apostamos en el rincón que nos indicó el director. Esta vez le tocó a Manu sostener el micrófono ambiental.

La escena comenzó con Raquel abriendo el armario y rebuscando en los cajones su ropa interior. Se desprendió del albornoz, lo colgó en una percha y se puso la lencería mirándose en un espejo de cuerpo entero. Luego se puso el chándal aterciopelado con el que la habíamos visto al llegar.

—Escena cuarta: Raquel es secuestrada. Vamos a la calle.

Salimos a la calle. Carlos le entregó a Isaac un machete muy afilado de estos que tienen la hoja dentada como un serrucho. Nos fuimos a un extremo de una calle que presumiblemente iba a ser muy poco concurrida a aquellas horas. Raquel, Isaac y yo hicimos corro en torno a Carlos.

—Raquel irá corriendo por la acera en esa dirección. Es por la mañana y ha salido a trotar un poco. Tú, Juan, irás al volante de mi coche. Ven en segunda y cuando estéis a su altura, pegas un frenazo desviando ligeramente el coche hacia ella, como para cortarle el paso. Ni que decir tiene que ni se te ocurra parar el motor. Isaac, en cuanto os hayáis detenido sales corriendo en dirección a Raquel, te colocas detrás de ella y le pones el cuchillo cerca del cuello mientras la agarras por un brazo. Y ya sabéis: "No, por favor, no me haga esto." "Al coche o te rajo".

—Raquel te sigue hasta el coche amedrentada. Os metéis en el asiento de atrás sin que dejes de sujetarla y de amenazarla con el cuchillo. Rodéala con los brazos y ponle un pañuelo enrollado en la boca para que no chille. Y entonces, Juan, arrancas.

La escena se sucedió tal y como Carlos quería. Se rodó en plano secuencia, que es como se llama a la grabación que se hace con la cámara al hombro, para que adquiriera más tintes dramáticos. La mirada de Raquel fue de terror ante la visión del cuchillo de Isaac, quien también estuvo convincente. Yo, por mi parte, aunque hacía tiempo que no conducía un coche, tampoco metí la pata pues no se me caló el motor ni nada por el estilo. Carlos dio el visto bueno.

Desde la calle, nos trasladamos al sótano de la casa de Raquel. Esta planta estaba compartimentada en varias habitaciones. Había una pequeña bodega. Había un cuarto dónde se hallaba la caldera y un cuarto de contadores y también una habitación amueblada con una librería, un sofá, una mesa y una mecedora que nos vino como anillo al dedo como escenario para nuestro vídeo. Lógicamente, Carlos no grabó el camino de entrada, pues había que causar en el espectador la sensación de que la habitación donde Raquel iba a ser encerrada no estaba en el mismo chalet donde vivía precisamente.

—Escena quinta: Raquel aparece en el sofá, junto con sus captores que enarbolan armas blancas. Grabaremos las frases de Juan en el sótano y luego nos trasladaremos al salón, para grabar las frases de Manu y Nuria.

El resultado, una vez hecho el montaje y bastantes repeticiones fue tal que así:

Marco desde el móvil de Raquel, el teléfono fijo de su casa. Nuria recibe la llamada por el sistema de manos libres.

—Sí, ¿quién es? —responde Nuria.

—Hemos secuestrado a vuestra hija esta mañana.

—Pero… ¡Qué clase de broma es esta! ¿Quién es usted?

—Eso no importa. Lo importante es que van a tener que juntar quinientos mil euros en menos que canta un gallo o puede que no vuelvan a ver con vida a su hija.

—¡Le exijo que me explique…!

—Usted no exige nada. Aquí el único que va a exigir algo soy yo.

—¡Están locos!

—Por eso mismo debe hacernos caso. Meta quinientos euros en una bolsa de basura, déjela en la acera que hay delante de la puerta de su casa y enciérrense en su casa echando las persianas. Tengo hombres vigilándolos y unos cuantos micrófonos dispuestos estratégicamente por su casa, así que no haga tonterías. Si se les ocurre ponerse en contacto con la policía, les juro por mi vida que su hija morirá.

Manu se pone al teléfono. Tembloroso y visiblemente preocupado.

—¿De cuánto tiempo disponemos?

—Quiero el dinero mañana a las doce del mediodía en el sitio convenido.

—No puedo conseguir el dinero tan pronto. Las transferencias suelen tardar dos o tres días en venir, o puede que más si tengo que vender acciones.

—¿Se cree que soy imbécil, señor Pérez? Diga que tiene mucha prisa por conseguir el dinero y puede que le cobren algún recargo en la comisión, pero seguro que le atienden. Y más a alguien de su solvencia.

—Me gustaría ponerme con mi hija.

Le acerco el móvil a Raquel sujetándolo yo.

—¿Cómo estás? ¿Te ha hecho daño?

—No. Estoy bien.

Rápidamente alejo el móvil de la oreja de Raquel dando por concluido el cruce de palabras.

—Como puede ver, hablamos en serio —afirmo.

—Hay algo que deben saber de mi hija.

—¿Toma algún tipo de medicación o algo así? ¿Alérgica al gluten? —aventuro.

—No, no exactamente. Es adicta al sexo. Ninfómana si lo prefieren. Necesita practicar sexo muchas veces al día o le entran unos espasmos terribles.

—¿No se alivia masturbándose?

—No, necesita sexo auténtico con un hombre, no un sucedáneo privado. Si no se ocupan de procurarle sexo varias veces al día perderá la cabeza. Es importantísimo que lo tengan en cuenta o su salud mental corre grave peligro.

—Bueno, no creo que ese sea ningún problema. No estaba previsto, pero nos la follaremos si es eso lo que necesita. ¿Alguna cosa más?

—No, eso era todo. Y le advierto que tiene mucho aguante, así que apriétense los machos.

—No se preocupe. Tendrá todo el sexo que necesite y ya sabe. Quinientos mil euros delante de la puerta de su casa, en la acera, a las doce del mediodía. Irá a recoger el dinero uno de mis hombres. Si alguien le detiene, o le sigue, y créame que me enteraré como que tres y dos son cinco, degüello a su hija y no vuelve a saber de mí. Así que usted verá lo que hace.

Colgamos.

Al terminar, bajamos todos a la sala subterránea. Carlos le pasó un brazo por los hombros a Isaac.

—Escena seis: en esta escena empieza el destape. Isaac, entras en la habitación con una bandeja de comida y la dejas en el suelo. Ella te mira, tú la miras y te acercas. Decís vuestras frases. Y luego ella empieza chupándote la polla sacándote el miembro por la bragueta. Luego tú te desnudas, la desnudas a ella y le chupas el coño. Y después te la follas con ella tumbada en la mesa.

—En las películas porno, los actores aparecen en escena ya empalmados, ¿no? —comentó Nuria.

Carlos se dirigió a todos mientras caminaba despacio.

—Sí, pero en esta película "La ninfómana secuestrada" seremos la excepción. Además se follará con preservativo. No quiero hacer más de lo mismo. Quiero algún atisbo de originalidad en una clase de películas que siempre siguen la misma pauta, los mismos esquemas archisabidos. Por eso, mientras follan haré un pequeño experimento. Me situaré con la cámara de vídeo digital justo delante de Isaac grabando en primerísimo plano a Raquel. Entonces, Raquel, tú tendrás que mirar directamente a la cámara, porque quiero crear en el espectador la ilusión de que es él quien te está follando. Enfocaré también el miembro de Isaac y haré zoom hasta el coño de Raquel para que podamos disfrutar de la escena de primera mano. Al revés también lo haré, es decir grabando en primer plano a Isaac, porque también hay que pensar en las espectadoras.

La escena se sucedió así:

Isaac entra en la habitación portando la bandeja con comida.

—Tu padre nos ha dicho que necesitas follar mucho.

—Sí, soy ninfómana.

—Entonces te voy a dar la medicina que necesitas. En ningún momento podrás decir que es una violación. Más bien me puedes considerar tu médico particular.

—Venga fóllame, porque me pica ahí abajo y sólo hay una manera de rascarme que me deja satisfecha.

Isaac se acerca a Raquel, quien se acuclilla para introducirse en la boca su miembro, todavía blando y colgante. Como la erección no es instantánea quizá más por nervios que por ganas, improvisan un poco. Raquel se desnuda para facilitar el endurecimiento del manubrio del joven. Empieza el toqueteo mutuo y al final el pene de Isaac gana volumen.

Nuestra actriz protagonista sabía latín en lo tocante a darle placer a un tío. Se sabía bastantes truquillos. Le puso la punta de la lengua en el frenillo y la movió en círculos, provocando que el actor gesticulara cerrando los ojos y frunciendo todos los músculos de la cara. Luego se protegió los dientes superiores con los labios y los de abajo con la lengua para dar gusto al hombre haciéndole una felación. Para terminar, se metió sus genitales en la boca y estuvo un buen rato chupándolos.

Raquel se sentó en la mecedora e Isaac empezó a pegar lengüetazos a diestro y siniestro por la vulva de la joven, tratando de causar todo el placer posible.

Luego empezaron a follar con preservativo y Carlos se acercó poniendo la cámara delante de Isaac y enfocando de cerca la anatomía de Raquel y viceversa.

Raquel no era mi novia, pero les aseguro que sentí un ramalazo de celos al ver que otro se la estaba trajinando y comprender que yo no era el único que podía darle gusto a Raquel. Todo el mundo se considera único, especial, pero resulta que si todo el mundo se considera especial, la inevitable conclusión que podemos sacar de esto, es que nadie es especial.

Isaac aumentó el ritmo con el que arremetía contra el cuerpo de Raquel, y al advertir la inminencia del orgasmo, salió del interior de la mujer, se quitó el preservativo, se masturbó un poco y se corrió con la fuerza de una pistola de agua apuntando a las tetas de la mujer. Con espasmos que le hacían retorcerse de gusto, apuró las últimas gotas de esperma, acercándose cada vez más al cuerpo de su circunstancial pareja.

—Ahora haremos una pausa para reponer fuerzas. Estoy bastante satisfecho. Todo está yendo según lo previsto.

Hicimos un descanso por espacio de dos horas aprovechamos para comer un refrigerio, charlar y descansar del trajín del rodaje. A la hora convenida reanudamos la grabación.

—Escena siete: Sacaremos unas imágenes de Raquel moviéndose inquieta, nerviosa por la habitación. Entonces apareces tú, Juanete dices tus frases y al asunto. Quiero que te la folles en varias posiciones y que pongas cara de agotamiento extremo. En el montaje haremos ver al espectador que te está dando tantísimo tute en los sucesivos polvos que no puedes más y abandonas. Quiero que la penetres, pero con mucho cuidado de no correrte hasta el final.

Cuando todo estuvo preparado, empezamos a grabar:

—Te he oído desde fuera y pareces inquieta.

—Es que tengo muchas ganas de follar.

—Pues no te reprimas.

Tras habernos desprendido de la ropa me abracé a Raquel. Me fascinaba su calidez, su suavidad y, cómo no, sus enormes pechos. Me la follé en la postura del perrito, de pie, conmigo tumbado boca arriba y ella en cuclillas sobre mi miembro y así hasta diez posturas en total. En algunas de las posturas no sé si me habría llegado a correr. Hace falta cierta comodidad para llegar al orgasmo, pues las personas de la calle carecemos de dotes de contorsionista. Considero que hay algunas posturas tan raras que más que dar placer, suponen un suplicio de estiramientos y un exigente entrenamiento muscular.

—Escena ocho. Luces, cámara, acción:

—Yo no puedo más —le digo a Isaac que está tumbado—. Entra tú.

—Todavía no me he repuesto de lo de antes.

—Esta tía nos ha vencido. Resiste lo indecible follando. Dejémosla libre. No se merece lo que le estamos haciendo.

—Tienes razón.

La última imagen es la de Raquel, repartiendo abrazos y besos y experimentando claramente el Síndrome de Estocolmo, esto es, congraciarse con sus secuestradores.

Carlos dio por finalizado el rodaje. Eran las cuatro y media de la tarde.

—Montaré la película, le pondré títulos de crédito, una banda sonora y os mandaré una copia a cada uno de los que hayáis participado. Gracias por todo.

Nos despedimos y regresamos a nuestras casas.